DIRECTORIO FRANCISCANO
Documentos franciscanos oficiales

RESTITUIR EL DON DEL EVANGELIO
Presentación del Documento del Capítulo general 2009

por Fr. José Rodríguez Carballo, Min. Gen. OFM

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MÉTODO, DESTINATARIOS Y CONTEXTO

El documento del 187º Capítulo general, que celebramos este año en Asís, tiene como título Portadores del don del Evangelio. La intención de los Capitulares fue ofrecer a los hermanos un texto que, retomando las reflexiones que emergieron durante los trabajos, sirviera de estímulo para la vida de los hermanos que viven en las Provincias y las Custodias. Por tanto, no contiene un diagnóstico de la situación de la Orden o del mundo, tampoco presenta propuestas operativas, sino puntos para que nos interroguemos sobre nuestra realidad, para ayudarnos a leer los signos de los tiempos y, por tanto, para que nos ayuden a tomar las medidas necesarias y dar pasos para continuar el camino que hemos emprendido.

Como dice en la introducción: «El Capítulo ha querido escribir un mensaje que inspire y anime la vida cotidiana de los hermanos más que un documento doctrinal» (Portadores del don del Evangelio 2), con la conciencia de que es precisamente la vida cotidiana el lugar en el que estamos llamados a realizar la vocación a la que hemos sido llamados, sobre el camino que san Francisco nos ha trazado. Es por este motivo que el documento se abre y se cierra con dos citaciones tomadas de los Escritos del seráfico Padre, a fin de que quede claro que el ámbito dentro del cual se desarrollan nuestras reflexiones y se mueven nuestros pasos es el carisma que el mismo Francisco nos ha heredado. De él aprendimos el estilo de evangelizar, que nos ha caracterizado a través de los siglos, y es a él a quien queremos contemplar al anunciar el Evangelio al hombre de hoy. Se trata, por tanto, de un documento que le da primacía a la praxis, al cambio en nuestro modo de vivir, para que seamos muy conscientes de la «distancia que, a veces, suele separar nuestros discursos de la vida real» (Portadores del don del Evangelio 2).

Los destinatarios de este documento, por tanto, somos todos y cada uno de nosotros, los Hermanos Menores, en cuanto que hemos recibido del Señor la misión de llevarle al mundo el anuncio del Evangelio con la predicación y con el testimonio de la vida. De hecho, Francisco estaba convencido de que el Señor había enviado a los hermanos al mundo entero, para que dieran testimonio de su voz con sus palabras y sus obras (cf. CtaO 9). Estos dos aspectos del testimonio a través de la vida y de las palabras serán retomados en diversas ocasiones en el documento y serán considerados como inseparables, desde el momento en que no existe anuncio evangélico que no nazca y sea sostenido con el ejemplo de la vida.

Debe recordarse, además, que son dos los elementos que constituyen el contexto en el que el documento vio la luz, es decir, el final de un largo proceso que toda la Orden ha realizado durante la preparación de la celebración «del VIII centenario de la aprobación de la forma de vida franciscana y el lugar que vio nacer a nuestra fraternidad» (Portadores del don del Evangelio 1). Su intención es, entonces, sacar fuerzas de los orígenes que hemos celebrado, volviendo al espíritu que siempre ha animado a los hermanos, sobre todo a los primeros compañeros de Francisco. Ellos, al convertirse en una verdadera fraternidad precisamente a la sombra de Santa María de los Ángeles, inmediatamente se sintieron impulsados a dejar aquel pequeño nido e ir a cualquier parte del mundo, llevándoles a todos la Buena Noticia. A ochocientos años de distancia, los hermanos provenientes de todas las partes del mundo, se reunieron en donde todo tuvo su origen. Aquí han querido agradecerle al Señor los propios orígenes y su historia, aquí han deseado regresar a sus raíces, aquí, una vez más, se han sentido llamados a llevarles a todos el mensaje de paz de Francisco de Asís.

En este clima de acción de gracias (Portadores del don del Evangelio 32), dóciles a la voz del Espíritu (Portadores del don del Evangelio 33), la misión evangelizadora, en el centro de las reflexiones capitulares, ha sido nuevamente asumida como «un medio particularmente propicio para restituir al Señor el don del Evangelio dado como forma de vida a Francisco» (Portadores del don del Evangelio 3).

EL DON DEL EVANGELIO

El documento parte de una simple constatación: en el origen de todo estaba únicamente el Señor y su don. «Al principio de todo está el Señor», se afirma con fuerza en el número 5 del documento. Contra el peligro, que siempre retorna a nuestra vida de querer ser nosotros los protagonistas, el documento remacha esta verdad fundamental de la existencia cristiana, tan fuertemente vivida por Francisco. Para que nuestros actos sean una Buena Noticia, deben surgir de la escucha del Evangelio, de una acogida de este don que ha cambiado la vida de Francisco y la nuestra. Un don que el Señor no deja de darnos, pues se nos continúa ofreciendo en la Palabra y en los sacramentos.

En el Capítulo reconocimos cómo este gran don, que está en el origen de nuestra vocación personal, está también en el origen de nuestro ser una fraternidad (cf. Portadores del don del Evangelio 6). De hecho, fue de la escucha común del Evangelio en la Porciúncula, como nació la fraternidad franciscana. Nuestra vocación de ser hermanos encuentra aquí su fundamento y solamente poniéndonos juntos a la escucha de esa Palabra es como podremos convertirnos en una fraternidad evangelizadora. Por tanto, también la fraternidad es un don, un fruto de la escucha de la Palabra. Por ello, la fraternidad no depende de nosotros, sino que nos precede y estamos llamados a confiar en ella. En la medida en que acojamos el don de la fraternidad, confiándonos a ella, podremos convertirnos en verdaderos constructores de fraternidad, porque no la construiremos a partir de nosotros mismos, sino a partir del don que juntos hemos recibido: el Evangelio.

Los hermanos, además, desde el inicio, se sintieron inmediatamente llamados a compartir este gran don y, al hacerlo, lo restituyeron al Señor. Estos son los cambios operados por la Palabra. La absoluta gratuidad del don de Dios, que transformó el corazón de los primeros hermanos, hizo que ellos se sintieran llamados a compartir el don recibido con el mismo espíritu de gratuidad. Todo esto, como nos lo hace notar el número 7, con un estilo típicamente franciscano, del cual se subrayan algunos elementos esenciales que vendrán retomados y desarrollados más adelante (cf. Portadores del don del Evangelio nn. 15. 22. 23): la itinerancia, la simpatía por el mundo, el compartir la vida de los pobres y la de aquellos que el Señor nos permite encontrar en el camino (cf. Portadores del don del Evangelio 7).

Esta «lógica del don», a la que la fraternidad está llamada a vivir, hace de la fraternidad misma un signo profético. Buscando encarnar el Evangelio en la vida de todos los días, los hermanos optaron por asumir comportamientos que constituyeran una auténtica alternativa a un estilo de vida dominada por aquello que el documento llama la «lógica del precio» (cf. Portadores del don del Evangelio 8-9). Contraponiendo la «lógica del don» a la «lógica del precio», los hermanos optaron por confiarse totalmente a la Providencia para proveer a su sustento, de trabajar pero sin recibir dinero, de andar por el mundo sin usar medios de transporte como los caballos, que resultaban tanto más incisivamente concretos, cuanto más tocaban la vida de todos los días y encontraban su única razón en el Evangelio que habían recibido. Su existencia estaba de tal manera impregnada de esta buena noticia, que incluso sus dotes naturales resultaban evangelizadores, convirtiéndose en instrumentos para portar paz y reconciliación. De esa manera, por ejemplo, Francisco se sirve de su natural predisposición al canto y a la música para resolver las contiendas, de una manera del todo inusual, la enemistad entre el obispo y el podestá de Asís (cf. Portadores del don del Evangelio 9).

Concluyendo esta primera parte, el documento invita a todos los hermanos a permanecer fieles a esta creatividad, la cual es más franciscana en la medida que hunde sus raíces en la escucha de la Palabra y que, a lo largo de nuestra historia, siempre ha sido un elemento característico del restituir, de manera original, el don recibido. Esta creatividad, por lo tanto, debe estar al servicio de la Buena Noticia y debe traducirse en opciones y gestos concretos de vida (Portadores del don del Evangelio 10).

EVANGELIZAR CON EL CORAZÓN VUELTO HACIA EL SEÑOR

En la segunda parte del documento, la reflexión se concentra sobre lo que significa hoy para nosotros, Hermanos Menores, restituir el don del Evangelio a través de la evangelización. En continuidad con el Capítulo extraordinario del 2003, que propuso a todos la metodología de Emaús como instrumento privilegiado para descubrir los signos de la presencia del Resucitado en nuestras vidas y en nuestra fraternidad, el documento ratifica que «evangelizar es hacer la experiencia de Emaús, poniéndose en ruta para hacer una oferta de fe mediante un testimonio compartido» en cuanto que «quien comparte, restituye» (Portadores del don del Evangelio 11). Por lo tanto, el testimonio compartido del camino que se está realizando en fraternidad, es la primera forma de evangelización y de restitución del Hermano Menor. La cuestión que se plantea es, por tanto, si las dificultades que se presentan en muchas Entidades respecto a la evangelización son un síntoma de una cierta pobreza de nuestro testimonio y, por tanto, de nuestra vida de fe.

Frente a la creatividad de Francisco, que cada día sabía sorprender y encontrar nuevos caminos para ofrecer el Evangelio a los hombres, hoy estamos asistiendo a una tendencia al inmovilismo «que amenaza con paralizar el dinamismo evangelizador». Para superar esta situación, el documento invita a tener el corazón constantemente vuelto al Señor (Portadores del don del Evangelio 10). De hecho, solamente a través de la contemplación se llega al meollo de la fe, que en la revelación del misterio trinitario es la raíz de nuestra misión evangelizadora. En esta contemplación encontramos a un Dios que es nuestro Padre y que nos ha donado a su Hijo, porque por el don del Espíritu participamos plenamente de la comunión con Él. Esta revelación -que se encuentra en el fundamento de la experiencia de fe de Francisco, antepone siempre el misterio de la trinidad de Dios a aquel de su unidad- debería caracterizar nuestra fe, puesto que hemos profesado vivir «para alabanza y gloria de la Santísima Trinidad» (CC. GG. 5,2). De hecho, sólo a la luz de este misterio podemos testimoniar que la fraternidad es un reflejo de la vida de Dios, una auténtica riqueza, un signo evangélico para nuestro tiempo, una profecía para los hombres de hoy (cf. Portadores del don del Evangelio 12).

LA MISIÓN INTER GENTES

Si el misterio trinitario es el fundamento de nuestro ser misionero, el de la encarnación constituye la fuente de nuestro estilo misionero, por ello, el documento subraya que deben ir juntos inter gentes y ad gentes. Efectivamente, estamos llamados a ser sobre todo inter gentes, es decir, a estar entre la gente compartiendo su historia, así como Cristo compartió en todo, menos en el pecado, nuestra condición humana. Por tanto, el ser inter gentes es para nosotros «consecuencia y prolongación del misterio de la encarnación» (Portadores del don del Evangelio 13), y es permaneciendo en esta condición de compartir como expresamos nuestro ser menores al ejemplo del Verbo. El Verbo es, de hecho, «el primer menor», como lo define el documento en el n. 13. De esta manera la fraternidad, nacida del misterio trinitario, es la forma originaria de nuestra evangelización; la minoridad, fundada sobre el misterio de la encarnación, es quien constituye el estilo peculiar de la evangelización.

Posteriormente, el documento pone en evidencia algunos aspectos esenciales de esta minoridad. Dice que la minoridad es un verdadero y propio camino de expropiación o, como dice el n. 14, de des-centramiento de nosotros mismos. El Capítulo ha considerado importante evidenciar el peligro que corremos de ser todavía demasiado autorreferenciales, angustiándonos tal vez de manera excesiva por nuestro futuro y por nuestras estructuras, corriendo el peligro de perder de vista aquello que la gente de hecho está viviendo y los profundos cambios que están aconteciendo en la sociedad. Se nos hace la invitación a no preocuparnos mucho de nosotros mismos, sino a ponemos una vez más a la escucha de la voz del Espíritu para recoger los desafíos que hoy se nos presentan y que interpelan también a nuestros hermanos y a nuestras hermanas. Son los mismos retos a los que hacía referencia el documento del Capítulo del 2003 (cf. El Señor os dé la paz, nn. 6-19), aquellos signos de los tiempos que ya habíamos individuado y a los que no debemos tener miedo. El documento llama la atención de manera sintética sobre todos estos fenómenos haciendo hincapié en la interculturalidad, la defensa de los derechos humanos, la tutela de las minorías, la crisis de nuestro modelo económico, los flujos migratorios y los desastres ambientales (cf. Portadores del don del Evangelio 14). ¿Cuál es nuestra respuesta?

Para el documento sólo es posible des-centrarse, fijarse menos en los problemas propios para asumir más los de la gente en medio de la cual vivimos, si vemos el mundo con simpatía (cf. Portadores del don del Evangelio 15). El documento nos recuerda que ésta es una condición indispensable para la evangelización. Y que no obstante que estamos frente a tanto mal que se encuentra actualmente presente en nuestra sociedad, sintamos la necesidad «de aprender a ser capaces de proyectar una mirada positiva sobre los contextos y sobre las culturas en que estamos inmersos» (Portadores del don del Evangelio 15). En el fondo, esto es fruto de la minoridad a la cual se hacía referencia. Solo quien verdaderamente comparte, quien se hace con-sorte, quien asume el destino del otro, como Cristo ha hecho con nosotros, puede probar una verdadera sim-patía, puede entrar en un diálogo auténtico con el otro y participar de sus gozos y de sus tristezas, de sus angustias y de sus esperanzas. Pero el documento nos lanza más allá, pues afirma que esta simpatía también significa saber ver siempre lo positivo que se encuentra presente en el mundo, sobre todo hoy, cuando estamos asistiendo a un cambio total de puntos de referencia social, cultural y religiosa. No debemos, por tanto, tener miedo de los cambios que se están dando, sino que con confianza debemos lograr que la misión evangelizadora se convierta «en un camino de ida y vuelta que comporta dar, pero también recibir, en actitud de diálogo» (Portadores del don del Evangelio 15).

Otro aspecto del des-centramiento al que estamos llamados por nuestra vocación a la minoridad, es la necesidad de inculturarse, de dejar nuestros lenguajes y nuestros esquemas para asumir los de las gentes a las que nos dirigimos, aprendiendo a adaptar nuestros códices de comunicación, con frecuencia viejos y obsoletos. Como dije en el Informe al Capítulo: «hemos de reconocer, sin embargo, que muchas veces usamos un lenguaje muy atemporal, poco conectado con la realidad y con las preguntas, anhelos y problemas reales de la gente; un lenguaje demasiado rotundo y dogmático, incluso arrogante; un lenguaje muy conceptual, excesivamente orientado al adoctrinamiento, poco sapiencial y sin vínculos con la experiencia; un lenguaje poco ágil, a veces críptico y frecuentemente trasnochado. Se hace urgente revisar nuestros lenguajes» (n. 192). El modelo a seguir en este caso es Pablo, el gran misionero, que en Atenas supo utilizar un lenguaje comprensible incluso a hombres provenientes de contextos culturales completamente diferentes al suyo.

LA MISIÓN AD GENTES

La misión ad gentes constituye el natural cumplimiento de la misión inter gentes. Por misión ad gentes se entiende aquel particular aspecto de la evangelización que «pone en singular evidencia el momento inicial de la fe, que nace del anuncio del kerygma a quien aún no conoce el Evangelio y que llama a la conversión» (Portadores del don del Evangelio 18). El documento, en los números que van del 18 al 20, acentúa sobre todo la importancia de permanecer fieles al soplo del Espíritu a fin de vivir esta dimensión, que pertenece esencialmente a la vida de cada cristiano. Se trata, de hecho, de una forma de evangelización que reconocemos nacer de una particular divina inspiración. Si somos capaces de permanecer en la escucha de la Palabra con el corazón vuelto al Señor, entonces también seremos capaces de recobrar aquel ardor misionero que ha caracterizado nuestra Orden desde sus orígenes y que hoy parece estar un poco adormecido. Así como por la crisis que en general parecen atravesar nuestras tradicionales formas de evangelización, de manera particular por la misión ad gentes, debemos preguntarnos si este entumecimiento no es el síntoma de una escasez de fe más que de estructuras inadecuadas y de falta de personal; o si se debe a una escasa escucha de la Palabra, o a poca docilidad al Espíritu que sopla donde quiere y como quiere. De hecho, sabemos bien, como los primeros compañeros de Francisco, que precisamente después de haber escuchado el Evangelio en la Porciúncula (cf. 2 Cel 15), se convirtieron por esta escucha de la Palabra en una fraternidad en el Espíritu, y optaron ir por el mundo, confiándose sólo a la Providencia y renunciando a todo aquello que les hubiera garantizado seguridad (cf. Lc 9,3).

Este estilo de itinerancia típicamente franciscano les permitió dejar Asís para diseminarse primero por Europa y después más allá del mar, hasta el Oriente. Ya en esta primera misión era evidente otro aspecto típico de nuestra evangelización, es decir, la conexión indisoluble entre anuncio inter gentes y ad gentes. Los hermanos llevaron, en efecto, el anuncio de la salvación a todas partes, primero con el testimonio de su vida fraterna y de menores, viviendo entre aquellos a los cuales habían sido enviados y, después de un atento discernimiento, es decir, cuando se dieron cuenta de que le agradaba al Señor (cf. 1 R 16,7), predicando la Palabra y administrando los sacramentos. «El anuncio explícito del Evangelio es -de esta manera- el punto de llegada de nuestro modo minorítico de estar presente en el mundo» (Portadores del don del Evangelio 20).

En éste ámbito de la evangelización, también es importante tener presente los cambios actuales y adaptar nuestras formas tradicionales a las nuevas exigencias. El documento invita, por ejemplo, a tener presente el fenómeno migratorio, que se está dando a nivel global, y a una mayor colaboración entre las Entidades en el compromiso por llevar a todos el don del Evangelio que hemos recibido. Es muy importante reavivar esta solidaridad a nivel de personal y a nivel económico respecto a los proyectos misioneros. Me permito recordar aquí, además de los proyectos misioneros de la Orden, nuestras presencias históricas en Tierra Santa y la Federación de Marruecos. La falta de personal y el envejecimiento no nos eximen de la solidaridad para con nuestros hermanos que se dedican a estas misiones.

IR SIEMPRE MÁS ALLÁ

El documento, después de haber tomado en consideración la evangelización inter gentes y ad gentes, reflexiona sobre dos fenómenos típicos de nuestro tiempo, que aparentemente son contradictorios entre sí. A causa de la globalización, de hecho, estamos asistiendo a una auténtica disolución de las fronteras. Aquello que parecía cierto hasta el día de ayer hoy ya no es así, y «culturas y religiones que hasta hace no mucho eran mayoritarias en ciertos ámbitos empiezan a no serlo» (Portadores del don del Evangelio 24). Por otra parte, constatamos el crecimiento de barreras sociales cada vez más rígidas que originan discriminación y muchas veces desembocan en violencia física, psíquica o ideológica. Es el caso, por ejemplo, del rechazo cada vez más creciente para acoger a quienes vienen de países pobres y con culturas diversas de la nuestra; de la condición de la mujer en tantas partes del planeta; de la separación siempre más marcada de las clases sociales. Pero también se trata de divisiones presentes dentro de la Iglesia y de la Orden, que continúan siendo fuentes de tensión y, en ocasiones, de discriminación, como la división entre clérigos y laicos, y entre Iglesia y Orden por una parte y del mundo por otra parte. Frente a esta situación paradójica, en la que por una parte las barreras parecen desaparecer y por la otra se refuerzan, dos parecen ser las actitudes importantes sobre las que hay que comprometerse: la integración y el diálogo.

Es muy importante que desde la formación inicial, el Hermano Menor sea educado a entrar en diálogo con aquello que es diverso de él, de su manera de pensar y de ver la realidad. Sin embargo, esta formación no significa otra cosa que ser formado para la vida con Dios, porque, como nos recuerda la Redemptoris missio, «es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal» (n. 25). Esto también educará a saber vivir la itinerancia, a «habitar las fronteras» como dice el documento, es decir, a estar en los lugares de fractura de nuestra sociedad para evangelizar, para llevarle a esa gente el don del Evangelio, que es sobre todo comunión, fraternidad, y para reconstituir las desgarraduras y las heridas originadas por nuestro egoísmo y nuestro pecado.

LOS LAICOS

Si el vivir de hermanos y de menores es la base de nuestra evangelización y nuestro estilo de vida fraterno es el que precede a toda distinción ministerial, es importante reflexionar si verdaderamente nuestra evangelización responde hoy a estas características. De hecho, según el documento, existe el peligro de permanecer todavía ligados a un esquema de evangelización demasiado clerical, que termina por excluir o relegar a roles domésticos y serviles a los laicos, sean estos nuestros hermanos, las hermanas o las personas que simplemente viven y colaboran con nosotros. El documento enfatiza, de hecho, que «la misión evangelizadora pertenece a toda la Iglesia, no sólo a los ministros ordenados» (Portadores del don del Evangelio 25), y esto significa que no es suficiente confiar tareas y servicios de suplencia en la evangelización a los que no son sacerdotes.

Para promover esta mentalidad, es necesario realizar una verdadera y propia «conversión eclesiológica», que parta de la vida de nuestra fraternidad para preguntarse cuál es el rol que ocupan los hermanos laicos en nuestra evangelización ordinaria y si la formación que ofrecemos no presenta solamente un modelo clerical. Como decía en el Informe al Capítulo, «hemos de reconocer que seguimos siendo una Orden eminentemente clerical, y no sólo en la estructura jurídica que nos da la Iglesia, sino también en la mentalidad imperante en algunos hermanos y en los ministerios que realizamos, lo que dificulta que los hermanos laicos participen activamente en la evangelización misionera» (n. 137). Cambiar esta mentalidad ciertamente comporta estar dispuestos «a renunciar a ciertas seguridades y a ceder espacios de poder y de protagonismo» (Portadores del don del Evangelio 25). Sólo de esta manera podremos hablar de una evangelización verdaderamente compartida y abierta a los laicos.

EL PROYECTO DE VIDA

A partir de la centralidad de nuestra evangelización -«siempre es la fraternidad la que evangeliza» (Portadores del don del Evangelio 27)-, al final del documento se subraya la importancia de la elaboración de un proyecto de vida fraterna y de misión, no tanto para garantizar una mayor eficacia a nuestra acción evangelizadora, sino sobre todo para integrar cada vez mejor la evangelización con los otros aspectos de nuestra vida. Entre las Prioridades, objeto de reflexión de estos últimos años, es evidente que la misión evangelizadora constituye un tipo de horizonte dentro del cual todas las otras son vividas. Por esto es importante que las Entidades y cada una de las fraternidades, a la luz de sus concretos contextos sociales, estudien la manera de armonizar las dimensiones constitutivas de nuestro carisma, para vivir de manera profética y significativa.

Para hacer esto, será necesario estar atentos al contexto social en el cual se encuentran inseridas, asumiendo juntos las preguntas de sentido que ello conlleva y esforzarse, antes que otra cosa, por discernir los signos de los tiempos y de los lugares, para no correr el peligro de ofrecer respuestas a preguntas inexistentes. Para esto nos ayudan los valores de la justicia, de la paz y de la integridad de la creación, que, iluminados por una lectura orante de la Palabra, nos permiten ser portadores de la Buena Noticia a los más pobres, a los más pequeños, a cuantos sufren violencia, es decir, a aquellos que hoy tienen más necesidad de encontrar aquella confianza y aquella esperanza que el Señor nos ha donado en su Evangelio.

[Tomado de Selecciones de Franciscanismo vol. XXXIX, núm. 115 (2010) 93-103]

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