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EL HUMILDE SIERVO DE DIOS
Meditación sobre la Admonición 17.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Die siebzehnte Ermahnung des hl. Franziskus, en
Brüderlicher Dienst abril-junio (1970) 38-42]
«Bienaventurado aquel siervo que no se engríe más del
bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice
y obra por medio otro. Peca el hombre que exige más de su
prójimo, que lo que él mismo da por su parte al Señor Dios»
(Adm 17).
El tema propio de las Admoniciones de nuestro santo Fundador es la
vida de pobreza interior, de pobreza total en espíritu, como la exige el
Señor en el Sermón de la Montaña (Mt 5,3). Esta pobreza ha de vivirse
«sin nada propio», tal como se programó en los inicios de la vida
franciscana y era una de las preocupaciones primordiales del corazón de
Francisco. Las Admoniciones nos introducen, como ningún otro escrito del
Santo, en la intimidad de su espíritu. Constituyen, en el verdadero sentido
de la palabra, un «espejo de perfección» del franciscano, más original que
el libro que desde el siglo XIII lleva este título.
Las Admoniciones de san Francisco son «espejo de perfección», ante
todo, porque enseñan asiduamente y de manera práctica que la pobreza es
el camino hacia la fraternidad cristiana, fraternidad que constituye el
meollo del Evangelio como lo expresa el mismo Señor concisamente:
«Todos vosotros sois hermanos... pues uno solo es vuestro Padre, el que
está en los cielos» (Mt 23,8-9).
«Ser-hermano», «ser-hermana», es hermoso; es algo grande y
profundo, algo por lo que suspiran los hombres como por el Paraíso
perdido. Cristo nos lo ha restituido, pues se hizo hermano nuestro,
convirtiéndonos de este modo en hijos del Padre al que podemos llamar:
«Padre nuestro, que estás en los cielos» (Mt 6,9). «Ser-hermano-hermana»
es ser cristiano de verdad; es cristianismo vivido; por el amor fraterno se
conoce a los cristianos.
«Ser-hermano», «ser-hermana», no significa sentimentalismo ni
camaradería, que hace en todo la voluntad del otro; esto sería una
asamblea sin Cristo. El cristiano debe estar de tal manera unido al prójimo
que Cristo pueda permanecer siempre en ellos para convertirse en el centro
de este amor. El cristiano debe realizar «en la piedad el amor fraterno, y en
el amor fraterno, el amor divino» (2 Pe 1,7). Nuestro amor mutuo debe ser,
consiguientemente, un amor vivido y práctico a Cristo, pues así dice el
Señor: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros
como yo os he amado, que os améis mutuamente» (Jn 13,34). Cuando
nuestro amor recíproco se aparta de este mandato, se convierte en un
asunto puramente humano que se fundamenta en la simpatía y querencia o
se destruye con la antipatía. Esto nos impide ver el amor de Cristo. No
vivimos según su precepto: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9).
El amor de Cristo es, total y fundamentalmente, amor servicial: «Yo
estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). «El Hijo del
hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención
de muchos» (Mt 20,28). Si queremos, en consecuencia, que nuestro amor
mutuo sea una expresión y testimonio del amor de Cristo y una
continuación de su amor en nosotros, tiene que ser total y
fundamentalmente un amor servicial y hemos de ponerlo de manifiesto
humildemente en el servicio a los demás. La Admonición 17, como las
restantes del padre san Francisco, tratan de esta humildad.
La palabra «humildad», por desgracia, no suena bien entre nosotros,
hombres de nuestro tiempo. No nos gusta escucharla ni hablar de ella.
Hemos perdido las buenas relaciones con esta virtud genuinamente
cristiana y, por cierto, no a causa de la misma humildad sino por nuestra
propia culpa, pues no la comprendemos en su sentido auténtico. Dado que
la pobreza y la humildad constituyen las columnas fundamentales de la
imitación franciscana de Cristo, nos esforzaremos en ésta y en las otras
meditaciones por conseguir un adecuado conocimiento de la humildad.
Francisco será nuestro mejor guía en este camino, pues no en vano fue uno
de los más humildes entre los humildes siervos de Dios.
I. EXPLICACIÓN DEL TEXTO
«Bienaventurado aquel siervo que no se engríe más del
bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice
y obra por medio de otro».
Con estas breves palabras queda expresado ya algo fundamental: la
humildad establece, ante todo y en primer lugar, una verdadera relación no
con los hombres, sino con Dios, si bien hemos de conceder que ambas
relaciones son inseparables de la vida práctica, como lo enseña la
sentencia antes citada.
La humildad consiste esencialmente en ser pobre ante Dios. Esta
realidad debemos destacarla con san Francisco en la cumbre más elevada.
El verdaderamente humilde es aquel que no se envanece en absoluto del
bien que Dios dice y obra por medio de él. El humilde siervo de Dios
reconoce su nada y su pobreza absoluta ante Dios. En otras palabras: el
humilde reconoce que todo lo que es y tiene lo ha recibido de Dios. Esta es
la auténtica humildad cristiana que nos describe san Pablo: «¿Quién es el
que a ti te hace preferible? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo
recibiste, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7).
El verdadero siervo de Dios reconoce, pues, que Dios es el Señor, la
Causa, el Dador de todo bien en la vida, como dice el apóstol Santiago:
«Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del
Padre de las luces» (1,17). Para que haya humildad, y aquí percibimos de
nuevo su vinculación a la pobreza, el hombre no debe arrogarse lo que en
realidad es propiedad y pertenencia de Dios. Esta actitud de pobreza
interior, la permanencia en justas relaciones con Dios, la confesión de
nuestra nada es ciertamente más difícil que todo lo demás y, sobre todo,
mucho más difícil que la pobreza exterior.
Francisco nos da una señal para conocer al verdadero humilde.
Consiste en que el siervo de Dios, colmado en todo por el Señor, se alegra
cordialmente y sin envidia del bien que Dios «dice y obra por medio de
otro». Seremos verdaderamente humildes cuando agradezcamos a Dios
todo el bien que dice y obra por medio de nuestros hermanos; esta alegría
agradecida es una manifestación importante de la humildad cristiana.
Sabemos cuán difícil le resulta al hombre esta actitud, pues
presupone aquella nobleza que mira en todas las cosas a Dios y no al
propio yo: «Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo,
y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle gracias por
todos a él, de quien proceden todos los bienes. Y el mismo altísimo y
sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los
honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias
y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es bueno» (1 R 17,17-18). Lo
que aquí proclama Francisco no sólo afecta al bien propio, sino también al
del prójimo y, particularmente, al de nuestros hermanos.
Con lo dicho queda claro que la humildad, cuando hace justas
nuestras relaciones con Dios, hace también que nuestras relaciones con el
prójimo sean justas. Quien sea así humilde, reconocerá a su prójimo, lo
apreciará y amará desinteresadamente, ya que lo que le importará en todo
será Dios y el reconocimiento de sus derechos soberanos. Cuanto más el
hombre, como auténtico cristiano, vive esta alegría agradecida ante Dios,
tanto más tratará al prójimo como verdadero cristiano. El amor fraternal
del cristiano radica precisamente en esta humildad.
«Peca el hombre que exige más de su prójimo, que lo
que él mismo da por su parte al Señor Dios».
Con esta sentencia, a primera vista tan natural, Francisco expresa de
otra forma el mismo pensamiento: no hemos de pretender exigir y esperar
de nuestro prójimo -también aquí se trata de cierta clase de envidia- más
que lo que nosotros mismos estamos dispuestos a dar al Señor Dios. El
verdadero humilde sabe que debe restituir todos los bienes a Dios como
Señor y Dueño que es de todas las cosas de nuestra vida; contempla a Dios
y se contempla a sí mismo para reconocer lo que debería ofrecer a Dios y
lo que realmente le ofrece. Cuanto más conoce esta distancia, tanto más se
empequeñece ante sí mismo. Consciente plenamente de su propia
insuficiencia, no se atreverá a formular exigencias a los demás. Esto le
parecería, como a san Francisco, un verdadero pecado.
Profundizando en la comprensión de este pecado, podemos
considerarlo como una actitud equivocada ante Dios: quien exige del
prójimo más que lo que él mismo está dispuesto a dar a Dios ocupa, en
cierto modo, el lugar de Dios. No se considera siervo del Altísimo, sino
señor de sus semejantes. Esta actitud equivocada para con Dios repercute
negativamente en su actitud para con el prójimo. De donde podemos
concluir: si nuestra actitud ante Dios es correcta, fundamentada en una
viva humildad, nuestro «ser-hermano-hermana» ocupará su lugar preciso
en las relaciones con los demás. Dicho brevemente: ser verdaderamente
hermano de todos depende de mis relaciones para con Dios.
Francisco alude en esta exhortación a una última idea que se olvida
con frecuencia en la vida comunitaria: exigir de los otros, es cosa muy
fácil; hacer uno lo exigido, es difícil. Para tales individuos vale lo que el
Señor dijo de los escribas y fariseos: «Haced, pues, y guardad lo que os
digan, pero no los imitéis en las obras, porque ellos dicen y no hacen. Atan
pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos ni
con un dedo hacen por moverlas» (Mt 23,3-4). Sobre tales individuos
lanza Cristo su maldición y declara que no entrarán en el Reino de los
cielos (Mt 23,13); su pecado, pues, debe pesar mucho ante Dios. No dan a
Dios lo que es de Dios (Mt 22,21) y exigen de los hombres lo que no les
incumbe. Por lo mismo, no pertenecen a los pobres a quienes se les ha
prometido el Reino de los cielos (Mt 5,3).
II. CONSECUENCIAS PRÁCTICAS
Si queremos que el Reino de Dios se convierta en una realidad en
nosotros y en nuestro alrededor, hemos de aspirar todos a ser siervos
humildes del Señor. A este fin dirigimos las siguientes cuestiones
prácticas:
1. Por ser ésta una cuestión vital para la vida cristiana, debería
ocuparnos con frecuencia; por ejemplo: en el examen de conciencia, en las
horas tranquilas de meditación, en momentos concretos de la vida diaria.
Preguntémonos en esos instantes de reflexión: ¿soy agradecido a mi
Señor Dios por todo el bien que Él dice y obra a través de mí? ¿Asoma en
mí esa especie de petulancia de la que Francisco nos previene con gran
insistencia cuando dice: «Por eso, suplico en la caridad que es Dios a todos
mis hermanos... que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no
gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las
palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y
obra alguna vez en ellos y por medio de ellos»? (1 R 17,5-6).
Quien tome en serio esta Admonición se verá colmado por Dios. En
él no cabe la vanagloria, la propia complacencia, el orgullo. Se alejan
todos los impedimentos que se oponen a la convivencia fraterna. La
auténtica comunidad fraterna del Evangelio brota de esta humildad.
2. Damos un paso adelante al hacernos la siguiente pregunta: ¿me
alegro del bien que Dios dice y obra a través de mi prójimo?
Quizás debiéramos aprender, en primer lugar, a ver el bien en
nuestro prójimo y reconocerlo dando gracias a Dios. Precisamente hoy día
parece que los hombres muestran especial predilección en ver y constatar
el mal ajeno cuando, en realidad, el Creador ha dado a cada uno cosas
buenas. Dios puede obrar el bien a través de quien Él quiera. Un acto de
auténtica glorificación divina, que no debería faltar en la vida de todo
humilde siervo de Dios, consiste en descubrir y reconocer este bien.
Descubrir el bien ajeno y reconocerlo con alegría y sin envidia constituye
uno de los pasos más importantes en el camino hacia el amor fraterno, ya
que nos facilita una correcta comprensión del prójimo y, con ello, una
fundamentada apreciación de sus valores, lo que constituye la esencia de la
caridad. Este conocimiento posibilita «en la piedad, el amor fraterno; y en
el amor fraterno, el amor divino» (2 Pe 1,7).
3. La convivencia fraterna se ve bastante perturbada con frecuencia
por los que siempre exigen de los demás, pero de sí mismos nunca dan a
Dios lo que le pertenece; por no hablar de su olvido en dar al prójimo lo
que es de su pertenencia. Esta actitud lesiona la caridad y no por
casualidad Francisco habla, en este caso, de pecado.
Comencemos, pues, a servir a los demás, conscientes de nuestra
pequeñez y miseria, sabiéndonos responsables de nuestros hermanos y
caminando por la senda de la humildad, pidiendo perdón cuando hayamos
faltado. De esta humildad nace la genuina caridad fraterna, ya que se
destierra nuestro egoísmo harto convencido y seguro de su propia valía e
importancia. Quien conoce sus propias faltas y tiene el valor de
confesarlas ante Dios y los hombres, se desprende de sí mismo. Sólo Dios
le importa e importándole Dios le importa también el hermano.
En esta Admonición se ponen al descubierto las profundas e
inseparables relaciones entre la pobreza y la humildad: «¡Dama santa
Pobreza! Dios te guarde con tu hermana la santa Humildad». Ambas
virtudes son las formas fundamentales de nuestra piedad.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. II, núm. 5 (1973) 185-189]

LA COMPASIÓN DEL PRÓJIMO
Y EL SIERVO BUENO DE DIOS
Meditación sobre la Admonición 18.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Die achtzehnte Ermahnung des hl. Franziskus, en
Brüderlicher Dienst 53 (1970) 74-77 y 110-114]
Como nota previa, hemos de advertir que la edición crítica de los escritos de S. Francisco preparada por el P. Kajetan Esser y publicada por el Colegio de S. Buenaventura de Grottaferrata en 1976, reúne bajo el núm. 18 las Admoniciones que la tradicional edición crítica de Quaracchi separaba bajo los números 18 y 19. Ya H. Boehmer había hecho, en su edición crítica, lo mismo que ahora el P. Esser. Así resulta que la Admonición 18 contiene dos partes muy diferenciadas. |
«Dichoso el hombre que soporta a su prójimo conforme
a su fragilidad en aquello en que querría ser soportado por él,
si se encontrase en un caso semejante.
»Dichoso el siervo que restituye al Señor Dios todos los
bienes, pues el que se reserva alguno para sí, esconde en sí
mismo el dinero de su Señor Dios y, lo que creía tener, se le
quitará» (Adm 18).
* * *
SOPORTAR AL PRÓJIMO
Para evitar que se atribuya a estas palabras de exhortación el mero
carácter de una reflexión humana, aunque válida, debemos prestar especial
atención a las palabras iniciales: «Dichoso el hombre...». Porque
ciertamente aquí no se trata del conocido: «Como tú a mí, así yo a ti». O
más en concreto para nuestro caso: «Quiero soportar al otro, a fin de que él
me soporte a mí». En semejante caso, el motivo de nuestro amor al
prójimo sería falso y, en último análisis, se trataría de un calculado amor
propio que sabe hacer las cuentas, de un refinado egoísmo enmascarado.
En modo alguno pudo Francisco admitir tal forma de pensar, ajena por
completo a nuestro Padre; jamás hubiera pretendido él inducir a sus
discípulos a tener esa mentalidad ni, menos aún, se la hubiera exigido.
Consiguientemente, aquí no se trata de eso, nada parecido expone
Francisco en la primera parte de la presente exhortación. De ahí que sean
fundamentales las primeras palabras: «Dichoso el hombre... », para captar
todo el contenido auténtico de la Admonición.
Repetidas veces ya nos hemos detenido a exponer nuestra
interpretación de ese «Dichoso...», pues, a partir de la Admonición catorce,
todas las restantes comienzan con idénticas o semejantes palabras.
Francisco pregona en ellas grandes elogios espirituales a las
Bienaventuranzas. Recordemos lo que ya hemos dicho.
Según el lenguaje de la Sagrada Escritura, bienaventurado o dichoso
es el hombre que vive rectamente delante de Dios. Dichoso es el hombre
que vive rectamente delante de Dios. Dichoso es el que vive unido a Dios,
en paz con Dios, en el amor de Dios. Porque la auténtica felicidad del
hombre, su bienaventuranza completa estriba en tener paz y felicidad con
Dios, consiste en que Dios le ame y que él, el hombre, a su vez, ame a
Dios, su Señor y Padre. Dichoso es el hombre amado por Dios, el hombre
que ama a Dios.
En esta 18ª Admonición, pues, no se trata de promocionar un cambio
en la vida interna de la fraternidad, ni de hacer una aplicación útil para la
vida en común de los hermanos, de suerte que pueda vivirse sin mayores
disgustos. Lo que a san Francisco le importa, una vez más, es que
logremos una auténtica relación con Dios, una actitud justa hacia Él. A
Francisco le interesa grandemente que permanezcamos en el amor de Dios,
que Dios pueda gozarse en nosotros y tenernos por amigos, que le
agrademos: en esto precisamente consiste la felicidad y bienaventuranza
del hombre. «Pero ahora, después que hemos abandonado el mundo, nada
tenemos que hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a Él sólo»
(1 R 22,9).
Cuando Francisco, a continuación, nos exhorta al verdadero amor
del prójimo, nos pone ante los ojos, de nuevo, la verdad fundamental de la
vida cristiana: si amamos a los hombres, a nuestros hermanos y hermanas,
entonces y sólo entonces permanecemos ciertamente en el amor de Dios,
amando a Dios y siendo amados por Dios, y, por consiguiente, somos
hombres dichosos: «Carísimos, si Dios nos ha amado tanto, deber nuestro
es amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). ¡Exacto! El apóstol predilecto no
dice: «Puesto que Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarle a Él»;
sino: «... deber nuestro es amarnos unos a otros». Nuestro amor a Dios es
vivo y auténtico sólo cuando se concretiza y desarrolla en el amor al
prójimo. Por esto añade el mismo apóstol: «El que diga "yo amo a Dios",
mientras odia a su hermano, es un embustero, porque quien no ama a su
hermano, a quien está viendo, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y éste
es precisamente el mandamiento que recibimos de él: quien ama a Dios,
ame también a su hermano» (1 Jn 4,20-21). Exactamente lo mismo quiere
expresar Francisco aquí cuando proclama dichoso al hombre que ama a su
prójimo. Enfocada de esta manera, la breve Admonición de san Francisco
se nos revela como una regla de oro, que nos marca el camino hacia el
amor de Dios, que nos traza la ruta para vivir en la paz de Dios, de suerte
que Dios pueda complacerse en nosotros. Y es también una regla de oro
para la vida dichosa. Como tal debemos entenderla.
«Dichoso el hombre que soporta a su prójimo conforme
a su fragilidad...».
Esta primera frase está ciertamente inspirada en las palabras de san
Pablo: «Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros: así cumpliréis
la ley de Cristo» (Gál 6,2). «Las cargas de los otros»: con estas palabras
quieren expresarse también las molestias del otro, sus deficiencias e
insuficiencias. Este soportar o arrimar el hombro es ciertamente lo más
difícil en el amor al prójimo, incluso entre hermanos y hermanas.
Francisco emplea aquí el término latino «fragilitas», que comprende
cuanto significa debilidad, insuficiencia humana, defectibilidad,
imperfección, volubilidad, enfermedad, etc. Con él se entiende todo cuanto
en el uso corriente indicamos con la expresión «cosas humanas», lo que es
de naturaleza demasiado humana. Pensemos en las imperfecciones
humanas que cada uno de nosotros lleva consigo y que, se quiera o no, tan
frecuentemente y de forma tan ostensible hacen acto de presencia en la
vida cotidiana; nuestras debilidades, fragilidades y pecaminosidad que tan
dolorosamente condicionan nuestra vida comunitaria. Por «fragilitas» se
entiende, en el fondo, nuestra fragilidad, nuestra capacidad de errar,
nuestra defectibilidad, que encontramos de forma punzante precisamente
en la vida común; y entonces experimentamos y comprobamos que no
somos una fraternidad de perfectos, v menos aún de santos o de ángeles.
Con esta palabra se expresan también otros comportamientos y actitudes,
otros conceptos: la volubilidad e inconstancia que hoy quieren una cosa y
mañana otra distinta; las excentricidades y los malos humores que tanto
hacen sufrir a los demás; la terquedad que impide confiar en el otro... Todo
esto resulta una carga pesada y desagradable. Todo esto son pesos que
cargan sobre nuestras espaldas, que nos crean problemas difíciles de
solucionar y de soportar. Para todas estas situaciones valen las palabras del
apóstol: «Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros: así cumpliréis
la ley de Cristo».
Aquí se nos da también la razón fundamental por la que debemos
comportarnos así: Cristo tomó sobre sí nuestra carga y continúa y
continuará siempre soportándonosla; pues, como pecadores, como
hombres imperfectos, como discípulos inconstantes, no constituimos para
Él una alegría pura. Y a pesar de todo, Él nos soporta y tolera, nos ama
hasta el extremo. Ahora comprendemos en toda su profundidad y amplitud
las palabras del apóstol san Juan: «Carísimos, si Dios nos ha amado tanto,
deber nuestro es amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). Y no podemos olvidar
las palabras del Señor en su discurso de despedida: «Igual que mi Padre
me amó os he amado yo. Manteneos en ese amor que os tengo... Este es el
mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado. No
hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Seréis amigos míos si
hacéis lo que os mando» (Jn 15,9.12-14). ¿No resuenan como un eco de
estas palabras del Señor las que san Francisco, próximo a la muerte, dirige
a sus hijos, entre los que estamos comprendidos también nosotros,
exigiéndoles que se amen unos a otros, en señal de su recuerdo, bendición
y testamento, como él los había amado y los amaba? Es algo
extraordinario respecto al amor. Y quien por amor soporta la fragilidad de
su prójimo es digno de ser proclamado dichoso.
«... en aquello en que querría ser soportado por él, si se
encontrase en un caso semejante».
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... y a tu prójimo como
a ti mismo» (Lc 10,27). Francisco aplica estas palabras del Evangelio a
nuestro caso particular. ¿Acaso no sucede con frecuencia que, si se trata de
nosotros mismos, tenemos hasta demasiada comprensión? Somos
extremadamente tolerantes e indulgentes para con nuestra imperfección
personal, para con nuestra fragilidad, para con nuestra volubilidad,
inconstancia, excentricidades y malos humores. Si se trata de nosotros,
rara vez nos faltan motivos de disculpa. Con rapidez y facilidad hacemos
valer las circunstancias atenuantes. Por lo que esperamos que también los
otros nos soporten como la cosa más natural. Nos parece evidente,
igualmente, que los demás sean comprensivos con nosotros. Pero entonces
viene a cuento aquello de como «querría ser soportado, si se encontrase en
un caso semejante». Entonces tiene vigencia y debemos comprender el
alcance de «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y por tanto, debemos
estar mentalizados para permitir a los demás lo que exigimos para nosotros
mismos, y dispuestos a hacer valer también para los otros lo que
reivindicamos para nosotros.
Los traductores alemanes de los escritos de san Francisco traen a
colación, a propósito de esta frase, las palabras del Señor en el Sermón de
la Montaña, y no sin motivo: «Todo lo que querríais que hicieran los
demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» (Mt 7,12); palabras de
Cristo, a las que Francisco hace referencia frecuentemente (1 R 4,4; 1 R
6,2; 2 R 6,9). A estas palabras se las ha llamado con razón la regla de oro
del Sermón de la Montaña. Pero, por desgracia, estas palabras no nos son
tan familiares como aquellas otras del Antiguo Testamento: «Lo que no
quieras para ti, no lo hagas a nadie» (Tob 4,15). La expresión de Cristo
dice mucho más, ya que de hecho no es más que una forma diversa de
enunciar el primer y principal mandamiento del Evangelio: «Ama a tu
prójimo como a ti mismo».
A ambos preceptos del Señor, Francisco les da, en esta exhortación,
una importancia fundamental y una expresión precisa y eficaz para la vida
de su fraternidad. Si somos, como hermanos y hermanas, hijos del Padre
celestial, debemos entonces identificarnos con nuestros hermanos y
hermanas: hacer nuestros sus problemas y preocupaciones, hacer nuestras
sus necesidades. Todo cuanto afecta al hermano o a la hermana, nos afecta
a nosotros; todo cuanto les preocupa, debe preocuparnos también a
nosotros. Así como somos comprensivos para con nosotros mismos, así
también debemos serlo para con los demás. Así como deseamos y
esperamos para nosotros ayuda, perdón, tolerancia..., así también debemos
ofrecerlos a los demás, pues también en cada uno de ellos encontramos a
un hijo de Dios, a un hermano de Cristo, igual que lo somos nosotros.
CONSECUENCIAS PRÁCTICAS
En esta Admonición el padre san Francisco trata de una actitud
eminentemente cristiana que debe actualizarse y crecer en nosotros, si el
Evangelio ha de conformar nuestra vida, si queremos que sea nuestra
forma de vida. Aquí se nos dan puntos de referencia para constatar si
nuestras comunidades están realmente asentadas y construidas sobre una
base cristiana, o son simplemente un conglomerado humano o un mero
estar unos al lado de los otros. Es necesario que reflexionemos en lo que
nos dice esta Admonición siempre que nos encontremos ante la
«fragilitas», la debilidad e insuficiencia de los otros. ¿Cómo debemos
comportarnos en tales casos, bajando al terreno netamente práctico?
1. Frecuentemente, lo que enjuiciamos en los demás como
«fragilitas», como fragilidad, en el fondo, no es más que su «ser-otro», su
alteridad y diversidad. El hecho mismo de que el otro sea distinto de
nosotros, nos molesta. Sus costumbres, buenas o malas, pero diferentes de
las nuestras, nos alteran los nervios. Nos duele que tenga opiniones y
puntos de vista disconformes con los nuestros. Por lo cual resulta
necesario ya aquí desmontar algún egoísmo.
Dice un proverbio chino: «Perdonar al otro su "ser-otro", su
individualidad y diversidad, es el principio de la sabiduría». Por otra parte,
según la Sagrada Escritura: «El temor de Dios es el principio de la
sabiduría» (Sal 110,10). Todo ello significa que temer a Dios es tener
respeto a su obra: temo a Dios si perdono a los demás su «ser-otro», si no
critico ni llevo a mal que sean así como son, si los aprecio, a pesar de su
«ser-otro».
Si tuviese yo tal respeto y aprecio, me resultaría más fácil soportar
sus deficiencias. Si llego a considerar al otro obra de Dios creador y a
respetarlo como tal, aunque sea una obra completamente distinta de la que
soy yo, tal respeto y aprecio es en verdad el principio de la sabiduría.
2. Esta sabiduría brilla por su ausencia cuando desconsideradamente
sacamos a relucir las deficiencias e imperfecciones de los demás, cuando
agrandamos las faltas pequeñas y minúsculas de los otros, cuando
empañamos o desvirtuamos lo bueno que hay en ellos. Este es un vicio
contra el cual ya nos alertaron los Padres del desierto y todos los grandes
fundadores de órdenes religiosas. Parece, pues, que se trata de un vicio
típicamente monacal y claustral.
También Francisco nos pone insistentemente en guardia contra él:
«Y a nadie insulten; no murmuren ni difamen a otros, porque está escrito:
Los murmuradores y difamadores son odiosos para Dios» (1 R 11,7-8). A
quienes hacen tales cosas, Francisco los llama perversos, porque «llevan el
veneno en su lengua y envenenan a los demás» (2 Cel 182). Y pone al
descubierto la raíz egoísta del tal proceder: a falta de probidad propia, se
encubren atacando la honradez de los demás, y, careciendo de perfección
de vida, quieren ganar prestigio constituyéndose defensores y jueces
ficticios de la virtud (cf. 2 Cel 182-183). No sólo no están dispuestos ni
preparados para soportar las deficiencias de los otros, sino que además
tratan de sacar provecho de ellas. Donde se percibe el «mal olor» de las
murmuraciones, falta el respeto y reverencia al Dios que crea de diversas
maneras, falta también el amor al prójimo, que es una realización,
actualización y demostración del amor de Dios. ¡Es sumamente importante
no escandalizarse siempre y por cualquier cosa, pero, otro tanto, no dar
escándalo! Dichoso es sólo el hombre que, por amor de Dios, soporta al
otro, porque así permanece él mismo en el amor de Dios.
Sobre esta problemática, es fundamental el punto a que nos vamos a
referir: no irritarse ni escandalizarse nunca, jamás ser causa de escándalo.
Toda crítica despiadada y murmuración es infructuosa y destructiva, como
subraya claramente el mismo Francisco: «Y guárdense todos los
hermanos... de turbarse o airarse por el pecado o mal ejemplo del hermano,
pues el diablo quiere echar a perder a muchos por el delito de uno solo;
antes bien, ayuden espiritualmente, como mejor puedan, al que pecó,
porque no son los sanos quienes necesitan del médico, sino los enfermos»
(1 R 5,7-8).
Así como el soportar y tolerar a los demás conduce a la dicha y
bienaventuranza en el amor de Dios, así también, pero al contrario, la
actitud opuesta nos sitúa bajo el dominio de Satanás. ¿Tenemos
suficientemente en cuenta todo esto?
3. ¿Y si encontramos a diario defectos notorios y verdaderos
pecados en los otros? Entonces tienen siempre vigencia, en primer lugar,
las palabras del Señor: «El que de vosotros no tenga pecado, que tire la
primera piedra» (Jn 8,7). El conocimiento lúcido de nosotros mismos y la
humilde confesión de nuestros pecados delante de Dios, es siempre el
camino más seguro para estar prontos y dispuestos a soportar, comprender
y disculpar las flaquezas de los demás. Un buen examen de conciencia nos
será muy saludable. Si soy consciente de que mis defectos y faltas son
cargas que han de soportar los otros, si veo claro que mi «fragilitas» crea
problemas a los demás y les hace la vida difícil, jamás se me ocurrirá
arrojarles piedras. Tener conciencia de la propia fragilidad, de las propias
imperfecciones y de las múltiples deficiencias, es dejar el camino libre a
una auténtica caridad entre hermanos y hermanas.
4. Aquí son también de aplicación las palabras de san Pablo: «No te
dejes vencer por el mal, sino vence al mal a fuerza de bien» (Rom 12,21).
Las deficiencias del prójimo son un problema, constituyen un peligro.
¡Nosotros queremos llevar este peligro y problema ante la presencia de
Dios en la oración! En tales circunstancias, ¿quién soporta la fragilidad del
otro, bajo cuyo peso sufre?: quien se sacrifica y ora a Dios. ¿Quién se
pone junto al hermano o hermana en dificultad o peligro?: quien ora y se
sacrifica por ellos. Esto sería una verdadera ayuda. Entonces el mal sería
vencido por el bien.
En esta cuestión no podemos olvidar en absoluto las exhortaciones
de nuestro Padre al respecto: «Y si vemos u oímos decir o hacer mal o
blasfemar contra Dios, nosotros digamos bien y hagamos bien y alabemos
a Dios, que es bendito por los siglos» (1 R 17,19). Son tan claras y
precisas estas palabras que no necesitan explicación alguna. Ellas nos
muestran, de forma muy práctica, cómo podemos vencer al mal con el
bien. Pero nos indican también cómo debemos estar dispuestos, antes de
ello, a soportar las flaquezas de los demás.
Con todo esto se nos presenta bajo una nueva luz que el hombre es
dichoso cuando soporta la fragilidad de su prójimo como querría ser
soportado por él, si se encontrase en un caso semejante.
* * *
EL SIERVO BUENO DE DIOS
La vida franciscana es una «vida de penitencia». Según el sentido
del Nuevo Testamento y de los escritos de san Francisco, así como de sus
primeros discípulos y, en especial, de santa Clara, esto significa: nuestra
vida debe ser una vida convertida, cambiada radicalmente. No puede
seguir siendo en absoluto la vida que lleva el hombre a raíz del pecado
original, una vida apartada de Dios y orientada siempre hacia sí mismo,
como se la había propuesto el tentador a nuestros primeros padres: «Seréis
como Dios y decidiréis vosotros mismos lo que es bueno y lo que es malo»
(Gen 3,5). Desde entonces, ésta es la causa de toda acción pecaminosa: el
hombre no quiere depender de Dios, sino que quiere ser el señor de sí
mismo. Quiere vivir según el propio parecer, porque sólo estima como
justo su propio querer. El pecado es, indiscutiblemente, alejamiento de
Dios y repliegue del hombre sobre sí mismo, rebelión contra Dios. Por
eso, la redención del hombre pecador, su retorno de todos los falsos
caminos a Dios, consiste en el distanciamiento radical del hombre respecto
de sí mismo, y en su acercamiento total e incondicional a Dios. Pero el
hombre en pecado no puede, por sí mismo, realizar este cambio, esta
conversión. Por esto vino el Hijo de Dios, se hizo hombre, como uno de
nosotros, y, en la obediencia a Dios, fue nuestro redentor: «No se haga lo
que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14,36), (cf. 2CtaF 4-10).
Con la fuerza gratuita de esta redención, podemos ahora cambiar la
orientación errada de nuestra vida, darle un nuevo rumbo, conforme a las
palabras del Señor: «El que quiera ser mi discípulo, que reniegue de sí
mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24). Palabras estas que
no fueron un mero enunciado en los inicios de la vida franciscana de
penitencia. Esta conversión, esta penitencia hay que realizarla y actuarla a
diario. Ello nos obliga a decir no a nuestro «yo», apartado y desconectado
de Dios, para poder decir sí a Dios y a su voluntad, y reconocerlo como el
Señor de todo en nuestra vida. Allí donde esto se realiza por la gracia de
nuestra redención, allí está el Reino de Dios, en el cual Él puede ser Señor
y Rey. Por eso, la predicación de nuestro Redentor comienza con esta
admonición: «Se ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios. Haced
penitencia, es decir, cambiad vuestra mentalidad y creed en el evangelio»
(Mc 1,15). El Reino de Dios, la Iglesia, surge de la muerte por obediencia
de Cristo; y por lo mismo, también hoy, el Reino de Dios, la Iglesia, crece
por nuestra participación en la obediencia de Cristo.
En este sí a Dios, que el hombre puede pronunciar y realizar de
nuevo libremente gracias a la fuerza de la redención por la obediencia de
Cristo, nosotros somos, como dice san Pablo: «cooperadores de Dios» (1
Cor 3,9). Santa Clara, en su Carta IV a santa Inés de Praga, escribe: «... y,
para decirlo con las mismas palabras del Apóstol, te considero
colaboradora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes de
su Cuerpo inefable», es decir, de la Iglesia.
Tenemos la obligación y el deber de colaborar. Si cumplimos a
satisfacción este deber, entonces nos realizamos a nosotros mismos,
creados a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26). De aquí que el hombre
redimido, y sólo el hombre redimido, se convierte en el auténtico hombre,
el hombre por excelencia, libre por el «no» que dice a sí mismo y por el
«sí» que dice a Dios. El hombre genuino es, pues, el hombre obediente a
Dios o, como dice la Escritura, el siervo de Dios. Resulta difícil a los
hombres comprender esta aparente contradicción: sólo en la sumisión a
Dios, como siervos obedientes de Dios, llegamos a ser libres, como hijos
de Dios.
Ahora bien, aunque somos hombres redimidos, persiste todavía en
nosotros el peligro de que reemprendamos una vez más el camino de Adán
y la posibilidad de que adoptemos nuevamente su postura y actitud. Pero,
siempre y en cualquier caso, constataremos que quien cede a la tentación
de pretender ser el señor de sí mismo, se convierte, por el contrario, en un
verdadero esclavo de sí mismo. Y esto sucede no sólo a la hora de las
graves decisiones, en las acciones ambiguas y pecaminosas, sino también
y quizá más frecuentemente en las cuestiones pequeñas y en las actitudes
internas oscuras, insignificantes en apariencia, que difícilmente afloran al
exterior. A una de esas actitudes internas, de capital importancia, se refiere
Francisco en la segunda parte de la Admonición 18.
RECONOCIMIENTO A DIOS POR SU OBRA EN NOSOTROS
Como es evidente, también en esta exhortación Francisco prosigue
sus bienaventuranzas. En ella añade una nueva e importante estrofa al gran
himno a la humildad interior que él canta en sus exhortaciones. Y hemos
de subrayar también que esta exhortación está informada completamente
por el espíritu del Evangelio. Sólo puede ser comprendida,
consiguientemente, desde la visión global del Evangelio. Esto se hace
patente desde la primera frase.
«Dichoso el siervo que restituye al Señor Dios todos los
bienes».
La primera faceta a destacar es la que Francisco expresa con la
palabra «siervo» de Dios. Según el Evangelio, es digno de elogio sólo el
siervo que permanece obediente a Dios, que realiza lo que el Señor le ha
encomendado. Recordemos lo que hemos dicho sobre la palabra
«dichoso». Es dichoso el hombre que vive rectamente a los ojos del Señor,
que permanece en paz con Él. Podemos añadir: dichoso es el hombre que
se ha reintegrado al amor de Dios; dichoso, pues, el hombre que, redimido,
vuelve a la obediencia incondicional a Dios, el hombre para quien Dios es
de nuevo el Señor y el Padre. Dichoso el hombre que reconoce en todo el
señorío de Dios. El hombre alcanza esta dicha y bienaventuranza cuando,
como hemos visto más arriba, soporta en la caridad a su prójimo,
siguiendo el ejemplo de amor que nos dio Cristo; cuando, en caridad, se
olvida de sí mismo, pospone toda repugnancia natural y toda antipatía,
para ayudar a los demás. Esto es hacer penitencia en el sentido del
Testamento de san Francisco («El Señor me dio... el comenzar a hacer
penitencia... me llevó entre los leprosos y yo...»).
Pero Francisco nos enseña aquí otra vertiente que conduce a la dicha
y bienaventuranza del hombre redimido, un segundo camino, otra forma
de «hacer penitencia», de convertirse, de decir «no» a sí mismos y «sí», un
«sí» total a Dios; nos muestra una segunda manera de realizar en nosotros
y por medio nuestro el Reino de Dios.
Para mejor comprenderla debemos ser conscientes del peligro que
acecha nuestra vida. Precisamente las personas que abrazan una vida
específicamente religiosa, que tienen una «forma especial» de dedicación a
Dios, que están dadas a la piedad y devoción, tienen, de modo particular,
el gran peligro de atribuirse a sí mismas, de considerar como propio, lo
que de bueno Dios realiza en ellas y por medio de ellas, como si lo
realizasen ellas; tienen el riesgo de contabilizar como producción propia lo
que Dios mismo obra y actúa en ellas. Se envanecen a causa de sus
«devotas» aportaciones y de sus acciones piadosas. Se miran complacidas
a sí mismas por aquello que creen hacer por Dios. Por ello, se sitúan y
permanecen en el terreno resbaladizo y tentador de estimar excesivamente
valiosas sus menguadas obras que, en definitiva, practican por fruición
personal, creyendo realizarlas por Dios.
¿No olvidan estas personas piadosas y devotas, sean religiosos o
simplemente cristianos, que es Dios el Señor quien nos creó, y que a Él le
debemos todas nuestras fuerzas, aptitudes, talentos? ¿No olvidan que es
Dios quien nos ha redimido en Cristo, y quien al redimirnos nos ha
capacitado para realizar algo «bueno» ante Él y para Él? ¿No olvidan que
todo bien, en última instancia, es realizado por Él y a Él solo pertenece?
Así el hombre se distancia nuevamente de Dios, adentrándose y
encerrándose en sí mismo. Es sorprendente la fuerza con que el pecado de
Adán influye en el área de la religiosidad e imposibilita la realización del
Reino de Dios, precisamente allí donde más intensamente debiera actuarse.
Más peligroso todavía es que ese real distanciamiento interior de
Dios, en medio de las presiones externas, se disfrace de servicio y amor a
Dios. Tales hombres no son «dichosos» en cuanto siervos de Dios, sino
infelices y, como los llamaría Francisco, «ladrones del tesoro divino» (2
Cel 99). No son, pues, bienaventurados siervos de Dios, porque roban y
usurpan la propiedad de Dios. Pertenecen a la categoría de los fariseos; no
están convencidos de su pobreza, de que son pobres interiormente, porque
olvidan que Dios, el «Gran Limosnero», les ha concedido todo cuanto
tienen, de suerte que sólo podemos ofrecerle algo de «sus propios dones y
obsequios», como confiesa la misma Iglesia en el Canon romano: «... te
ofrecemos... de los mismos bienes que nos has dado...».
El auténticamente pobre reconoce que todo bien es patrimonio de
Dios, como lo hace Francisco en una exhortación a los hermanos menores:
«Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente,
con toda la fuerza (cf. Mt 12,30) y poder (cf. Mc 12,33), con todo el
entendimiento, con todas las energías (cf. Lc 10,27), con todo empeño, con
todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los quereres y voluntades,
al Señor Dios (Mc 12,30), que nos dio y nos da a nosotros todo el cuerpo,
toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su
misericordia nos salvará, que nos ha hecho y hace todo bien a nosotros,
miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos» (1 R 23,8).
En esta gratitud del verdaderamente pobre se muestra una forma
fundamental de la reflexión del auténtico «hacer penitencia», y esto
mediante una muy penosa renuncia de sí mismo y una total entrega a Dios.
En esta actitud del auténticamente pobre, Dios permanece como el
verdadero Señor, porque el siervo devuelve a Dios, el Señor todas las
cosas, todos los bienes que tiene.
«... pues el que se reserva alguno de los bienes para sí,
esconde en sí mismo el dinero de su Señor...».
¡Nada tenemos para dar a Dios sino los mismos bienes que Él nos ha
dado antes! Francisco nos expone, una vez más y de forma precisa, lo que
hemos venido analizando hasta aquí, valiéndose para ello de la parábola
evangélica de los talentos que el Señor confía a sus siervos para que los
hagan rendir. ¿Qué hubieran podido hacer los siervos si el Señor no
hubiese puesto a su disposición el dinero, los talentos? No habrían hecho
nada, no hubieran logrado fruto alguno. Cuanto consiguieron realizar, sólo
les fue posible gracias a lo que el Señor les había dado. Sus logros se
debieron a la magnanimidad y generosidad de su Señor. Así sucede
también con nosotros, sobre todo en nuestra vida religiosa. Porque
también nosotros trabajamos aquí -por seguir los términos de la parábola-
con dinero ajeno, con talentos ajenos, precisamente con el dinero y
talentos que Dios pone a nuestra disposición, y, por consiguiente; nada nos
pertenece. Todo es y permanece patrimonio de Dios. Y a Él debemos
devolverlo.
El que considera los bienes como obra personal propia y quiere
retenerlos como suyos; el que no reconoce que todo es propiedad de Dios
y no le restituye cuanto tiene de bueno, estimándolo propiedad suya; ese
tal usurpa a Dios lo que es de Dios, quiere apropiarse lo que a solo Dios
pertenece, a fin de sacar provecho para sí mismo. Pretende ocultar en sí y
para sí el dinero y talentos de su Señor.
«...y, lo que creía tener, se le quitará».
El hombre puede obrar «como si...»; como si él tuviera algo; se lo
cree y vive con la ilusión de ser alguien. Se engaña a sí mismo
radicalmente sobre el concepto y derecho de verdadera propiedad. Por
esto, se sentirá totalmente desilusionado el día en que -Francisco apunta
este particular con palabras del mismo Evangelio- el Señor lo llame a
rendir cuentas. Entonces quedará al descubierto la infelicidad de este
hombre, su terrible tragedia. Este hombre, en verdad, no tiene nada. Dios
toma de nuevo lo que es suyo y este hombre, que se creía tan rico, se
queda con las manos vacías. Este tal será juzgado severamente. Entonces
verá con claridad meridiana que ha cometido la más lamentable
equivocación.
Francisco, al apuntar brevemente ese terrible desenlace, nos advierte
que en su Admonición no expone meros pensamientos edificantes, ni
piadosas ideas, sino que trata realidades tremendamente serias,
fundamentales, para nuestro adecuado comportamiento y relación con
Dios, para nuestra vida de penitencia más íntima, para el definitivo cambio
del corazón, bíblicamente hablando, para la bienaventuranza o
condenación del hombre. Con esta breve y sencilla expresión, Francisco
enuncia una verdad bíblica fundamental, tratando de aplicarla a nuestra
vida. Él la articula de forma tan lógica que resulta fácilmente
comprensible. Intentemos, pues, ahondar en el sentido de sus palabras
mediante algunas consideraciones prácticas.
CONSECUENCIAS PRÁCTICAS
1. Francisco está plenamente convencido, como lo demuestran todos
sus escritos, de que ningún don de Dios puede ni debe ser recibido por el
hombre de forma meramente pasiva. Toda gracia que viene de Dios ha de
actualizarse en un mutuo y recíproco actuar de Dios, el dador, y del
hombre, el receptor; ha de conducir a una colaboración entre Dios y el
hombre, así como toda palabra que Dios nos comunica debe realizarse,
debe llevarnos a un diálogo y conversar entre Él y nosotros. Pero esto no
debe reducirse a un diálogo intelectual, a un puro raciocinio, ni a una
conversación intrascendente, sino que debe ser un diálogo en el que la
palabra y la vida se conjuguen, constituyan una unidad indivisible, como
dice el evangelista san Juan: «Para saber si conocemos a Dios, veamos si
cumplimos sus mandamientos. Quien dice: "Yo lo conozco", pero no
cumple sus mandamientos, es un embustero» (1 Jn 2,3); y: «El que peca no
le ha visto ni le ha conocido» (1 Jn 3,6).
Francisco denomina con precisión este diálogo auténtico, que
alcanza y compromete a todo el hombre y a toda su vida, con la palabra
«reddere», restituir; debemos devolver a Dios, de palabra y de obra, lo que
de Él hemos recibido, en su palabra y en su actuar. Al «dar», por parte de
Dios, debe unirse íntimamente, como respuesta, nuestro «restituir». Su dar
nos compromete a un devolver. Entonces se llega al conocer bíblico en el
que «conocerse» y «unirse» o «desposarse» son idénticos. Entonces
poseeremos a Dios, porque Él habrá tomado posesión de nosotros; Él nos
pertenecerá, porque le pertenecemos, como dice el mismo Señor en el
Evangelio: «Al que tiene, se le dará más; al que no tiene, aun aquello que
tiene le será quitado» (Mt 13,12). En este «restituir» vemos auténticamente
concretizado el «vivir sin nada propio» franciscano, como función
fundamental de la vida cristiana, a través de la cual Dios es glorificado y el
hombre dichoso.
2. Nos encontramos inmersos en una reflexión seria. La gravedad de
las palabras con que Francisco nos amonesta, exige de nosotros un
profundo examen de conciencia, mucho más fundamental que los
exámenes que solemos hacer a diario, pues trata de un asunto del que
depende nuestra propia condenación o salvación. ¿Qué sucede en nosotros
respecto a esta cuestión?, ¿cómo anda nuestra vida religiosa? ¿Damos
verdaderamente gloria a Dios en todo cuanto somos y hacemos?
¿Reconocemos y somos conscientes en todo, por todo, con todo, de que
Dios nos lo ha dado y nos lo da todo, nos sentimos obsequiados por Dios
en todo y con todo? Reconoceremos si estamos profundamente
convencidos de ello, por nuestra gratitud y reconocimiento. ¿Doy gracias a
Dios, de todo corazón, porque me ha creado, por las fuerzas, talentos y
cualidades que me ha dado, por todo cuanto me ha hecho capaz de
realizar? ¿Lo devuelvo y restituyo todo a Dios con profunda y sincera
gratitud, como santa Clara, cuya última plegaria fue: «¡Tú, Señor, bendito
seas porque me has creado!»? ¿Agradezco de corazón a Dios mi
redención, mi pertenencia a la Iglesia y a la Orden, mi vocación? ¿Le
damos gracias como Francisco en su primera Regla y como Clara en su
Testamento?
Hay todavía otra forma de conocer si damos gloria a Dios en todo.
Concretémoslo en unas cuantas preguntas concisas: ¿cómo reacciono y me
comporto cuando soy alabado, encomiado, cuando se me dispensa gratitud
y reconocimiento? ¿Remito a Dios todas esas alabanzas y
reconocimientos? ¿Se lo restituyo todo a Él o retengo algo para mí?
¿Glorifico a Dios o me envanezco a mí mismo? Demos una respuesta
sincera y veraz a estos u otros interrogantes semejantes. De las cuestiones
que nos plantean y de las respuestas que les demos con nuestra vida
depende el «Dichoso el siervo...».
3. Debemos reconocer que Dios nos ha dado todo bien y estarle
agradecidos, no sólo de palabra y en espíritu, en nuestra actitud interior y
en nuestra oración, sino también con toda nuestra vida y a lo largo de toda
ella. ¿Cómo hacerlo? La respuesta nos la señala la parábola evangélica de
los talentos repartidos a los siervos. Debemos hacer rendir los talentos
recibidos, trabajar con ellos; usar bien los dones del Señor y hacerlos
productivos; ser los colaboradores del Señor y, con la aportación de
nuestro trabajo, multiplicar lo que hemos recibido; pero no para nosotros
mismos, sino para el Señor Dios; no como a nosotros nos place, sino como
le place a Él; no para provecho nuestro, sino para glorificar a Dios.
4. Sin duda, todos somos conscientes de nuestra responsabilidad
ante Dios, ante su palabra y su acción; pero tal vez olvidemos con
demasiada facilidad que, según la doctrina bíblica, el conocimiento no se
puede separar de la vida, ni la vida del conocimiento, sino que ambos
constituyen una unidad indivisible. En todas las vertientes de nuestra vida,
en todas sus facetas, incluso en las cosas más pequeñas e irrelevantes, y
precisamente en éstas que nosotros omitimos de mil amores en el dietario
de cuentas, en todas, sin excepción, tiene vigencia el «restituir», a todas
debe alcanzar e informar nuestra actitud y voluntad de devolverle a Dios
todas las cosas, pues suyas son. Todo en nosotros debe convertirse en una
respuesta a Dios, de quien hemos recibido cuanto tenemos: «¿Qué tienes
que no hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo,
como si nadie te lo hubiera dado?» (1 Cor 4,7). Nuestra oración y las
acciones litúrgicas, nuestro estudio, vida en comunidad, cualquier
actividad..., todo cuanto debemos hacer y no hacer, todo debe quedar
envuelto, inspirado e impulsado por el espíritu del «restituir». Esto hará de
nuestra vida entera una glorificación verdadera de Dios. Englobadas en el
ámbito de tal respuesta vital nuestra, las muchas y pequeñas cosas de
nuestro quehacer y tarea cotidianos, que con frecuencia amenazan
dispersarnos y desconcertarnos, se resolverá y convertirá todo en la unidad
interior, por cuanto «todo» lo que de bueno tenemos y hacemos se
«restituye al Señor Dios», y, en esta glorificación de Dios, seremos
dichosos.
Si dirigimos hacia Dios, a honra suya, todo cuanto Él nos ha dado y
confiado, si se lo devolvemos todo por entero, llegaremos a ser
verdaderamente pobres, ya que nada retendremos para nosotros mismos,
hombres de penitencia, dignos de ser llamados dichosos. Mantengámonos,
pues, justo en toda esta línea de conducta, como nos pide Francisco
próximo a la muerte: fieles y leales a «Dama Pobreza», que se nos
convertirá en el camino que conduce a la tierra de los vivientes.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. VI, núm. 18 (1977) 336-349]

EL HUMILDE SIERVO DE DIOS
Meditación sobre la Admonición 19.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM
[Título original: Die neunzehnte Ermahnung des hl. Franziskus, en
Brüderlicher Dienst enero-marzo (1971) 2-6]
«Bienaventurado aquel siervo que, cuando es
engrandecido y ensalzado por los hombres, no se tiene por
mejor que cuando lo juzgan por vil, simple y despreciable.
Porque cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y no más.
¡Ay de aquel religioso que, colocado por otros en algún lugar
alto, por su voluntad no quiere bajarse! Y bienaventurado
aquel siervo que contra su voluntad es puesto en lugar alto y
siempre desea estar bajo los pies de los otros» (Adm 19).
Las exhortaciones de nuestro padre san Francisco sobre la pobreza
interior y sus reiteradas alusiones a la humildad constituyen un cántico
sublime a estas virtudes, ya que «la verdadera humildad consiste en la
pobreza en el espíritu» y viceversa. Esto representa para los hombres de
nuestro tiempo, especialmente para la juventud, un auténtico problema. Si
existe alguna virtud cuyo ejercicio resulta harto difícil ésa es precisamente
la humildad. Debemos reconocer honradamente que hoy día apenas si
acertamos a estructurarla debidamente y, en consecuencia, su posesión o la
puesta en práctica resulta un tanto ridícula al hombre moderno. Desde la
glorificación del «hombre-héroe» en tiempos recientes, la humildad
cristiana se ha convertido, si no en teoría, por lo menos prácticamente, en
una realidad de difícil existencia. El silencio en este tema es preferible a la
plática ya que oír hablar de la humildad puede incluso resultar
excesivamente penoso. En una palabra: no sabemos qué hacer con la
humildad.
Los grandes santos dicen al respecto que la humildad constituye una
preparación decisiva para la vida de unión con Dios. No en último término
insiste san Francisco y nos exhorta repetida y encarecidamente a una vida
de humildad. ¿Cuál ha de ser nuestra actitud al respecto? La dificultad de
una respuesta puede radicar, tal vez, en que el hombre moderno ha perdido
la noción de la auténtica humildad. Muchos libros piadosos han hecho una
descripción tan desdichada del «hombre humilde» que sus ejemplos han
carecido, con toda razón, de utilidad práctica para el lector. Lo que muchas
veces se ensalza como humildad, se aproxima muy de cerca a la
infidelidad, a la simulación, a la falsedad o incluso a la mentira, y no pocas
veces, por desgracia, a una convulsión o a una opresión interna. Por eso
será bueno que aprendamos una vez más la doctrina de san Francisco
sobre la humildad, su naturaleza y el modo de ejercitarla debidamente.
I. EXPLICACIÓN DEL TEXTO
La simple lectura del texto evoca ya que la humildad, según el
concepto de san Francisco, tiene ciertamente que realizarse en la relación
de hombre a hombre; pero la razón de su fundamento hay que buscarla en
la relación del hombre con Dios. Sin este fundamento, su existencia en las
relaciones humanas sería de todo punto imposible. Donde falta este
fundamento, la virtud de la humildad adquiere ciertas deformaciones
grotescas que sólo sirven para abundar en su descrédito general. Para no
incurrir en igual desprestigio sopesaremos cuidadosamente cada una de las
frases de la siguiente consideración.
«Bienaventurado aquel siervo que, cuando es
engrandecido y ensalzado por los hombres, no se tiene por
mejor que cuando lo juzgan por vil, simple y despreciable».
Estas palabras señalan la actitud fundamental del hombre tal como
Francisco la consiguió en su propia vida. Francisco, el rey de la juventud
de Asís, tras el cual corría todo el mundo, ante el que se inclinaban
reverentes el papa y los cardenales, sabía por propia experiencia cuán
grande puede ser la tentación al verse engrandecido y ensalzado por los
hombres, y, al decir de sus biógrafos, tuvo que luchar arduamente en su
vida contra la influencia determinante que los dichos y pensamientos de la
gente puede ejercer en la conducta del individuo. Muchas de sus
exhortaciones nacieron ciertamente de esta experiencia.
¡Francisco sabía bien de qué prevenir! ¿No se da esta tentación
también en nuestra vida? ¿No nos dejamos guiar fácilmente por lo que
nuestros hermanos piensan y comentan de nosotros? ¿No orientamos
nuestra conducta con la secreta esperanza de inspirar en los demás una
buena opinión de nuestros actos? Si éstos son reconocidos y elogiados, es
decir, si se habla bien de nosotros, fácilmente nos lo creemos para
imaginar, acto seguido, que somos realmente como los demás dicen y
piensan de nosotros y así ufanarnos y enorgullecernos de nosotros y de
nuestras propias obras; con íntima satisfacción aceptamos el incienso que
se quema a nuestros pies. Llegados a este punto, nos encontramos ante la
situación que Francisco comenta en la primera sentencia de su
Admonición. El beato fray Gil, con rasgos más concretos y expresivos,
describe esta misma situación, convirtiéndose en este caso en el intérprete
fiel del padre san Francisco. Cierto día le dijo un individuo: «Cuando una
persona elogia alguno de mis actos, mi corazón se envanece de manera
singular». A lo que fray Gil le contestó: «Si un pobre desgraciado, todo
magullado y con aspecto cadavérico, cubierto de sucios harapos y
completamente descalzo, oyera de las gentes que corren a su lado: "Salve,
señor mío, eres rico y hermoso en extremo y estás cubierto con vestidos
preciosos y hermosos". ¿No sería un loco, si se complaciera en tales
cortesías y llegara a considerarse según la descripción de las gentes,
sabiendo que en todo se ha procedido de manera distinta a la realidad?».
Difícilmente podría lograrse una descripción más truculenta de la locura
del pecador que la trazada aquí con los rasgos que describen la presunción
y el orgullo del hombre. El culto al propio yo se convierte en presunción y
en orgullo, en vanagloria y engreimiento, anulando de este modo la
existencia de la auténtica humildad. Y porque el hombre se mira a sí
mismo, no como es, sino prefiriendo más bien abandonarse a las lisonjas
de los aduladores, se vuelve ciego para consigo mismo. La verdadera
humildad consiste en tener una visión exacta del propio yo, fundamentada
en la premisa primordial de una autocrítica sincera, con la que conseguir
una indiferencia total frente al reconocimiento y alabanza de los hombres.
Lo que importa realmente es el cumplimiento del deber ejercido libre e
independiente de toda alabanza y favor humanos.
Aquí podríamos aludir a otro punto complementario. Por más que
intente uno librarse de la presunción y del orgullo, del engreimiento y de
la vanagloria, como expresión idolátrica del propio yo, existe otro culto
mucho más peligroso: la idolatría del propio yo cuando se reviste éste con
el mismo ropaje de la humildad. Esta forma tiene su expresión cuando, con
consabida «humildad», uno se rebaja a sí mismo haciéndose despreciable a
los demás con el fin de llamar la atención; cuando por una autocorrección
pretende ganar las alabanzas ajenas; o cuando intenta de los demás el
reconocimiento de una humildad de la que sólo él está convencido. Pero
¡ay! si alguien acierta a descubrir sus faltas, sus miserias, su incapacidad, y
no resta al punto, como es de esperar, importancia a los hechos, para
publicar igualmente sus buenas cualidades. Entonces se manifestará lo que
se ocultaba tras la propia acusación: un afán desmesurado del favor y de la
alabanza humanos sin atisbo de una auténtica humildad. El hombre es
capaz de cualquier acción con tal de recibir el beneplácito y la alabanza de
los demás.
«Porque cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y
no más».
Con esta concisa frase pone de manifiesto Francisco nuevos puntos
de vista. Esta frase es un compendio de la auténtica humildad y, con toda
razón, el fundamento de esta virtud; ya que la humildad se identifica con la
verdad según manifestación de fray Gil a sus compañeros: «La criatura no
es nada comparada con el Creador». La humildad brota súbitamente de la
meditación constante en la grandeza de Dios y de la consideración de
nuestra propia miseria. El hombre no debe compararse con sus semejantes
ni querer reflejarse en la opinión de los demás, como se desprende de la
sentencia descrita arriba; más bien, debe tender siempre hacia Dios para
mirarse en cierto modo en la perfección divina según dijo Dios a Abrahán:
«Anda en mi presencia y sé perfecto» (Gén 17,1); y por medio de su Hijo
nos encarece: «Vosotros, pues, sed perfectos como vuestro Padre celestial
es perfecto» (Mt 5,48).
Sólo el pensamiento y la palabra de Dios pueden ser decisivos en la
vida del individuo; no, lo que el hombre piensa y dice de su semejante.
Quien se atiene a esta medida, permanece siempre en la humildad, pues, se
considera con toda propiedad el más grande pecador imitando a san
Francisco que humildemente confesaba de sí mismo: «Soy el más grande
de los pecadores; pues si Dios hubiera mostrado a cualquier malhechor
tanta misericordia como ha usado conmigo, ciertamente sería diez veces
mejor que yo». El beato Gil decía muy gráficamente: «Si piensas en las
bondades de Dios, inclina la cabeza; y si consideras tus pecados, inclínala
igualmente». De la consideración constante de lo que Dios ha hecho por
nosotros y de lo que nosotros hemos conseguido con el bien recibido, se
desvanece toda presunción y orgullo. De esta consideración brota aquella
humildad que el beato Gil expresó en la oración: «Señor, ¿qué somos ante
Ti? Si Tú apartas de nosotros el bien que de Ti hemos recibido, nos
convertimos en los seres más viles de la creación». Lo cual viene a
responder a lo dicho por Francisco: «Cuanto es el hombre delante de Dios,
tanto es y no más». Y mirado desde el ángulo divino: ¿qué somos además
de esto?
«¡Ay de aquel religioso que, colocado por otros en
algún lugar alto, por su voluntad no quiere bajarse!».
¡Desgraciados de nosotros si usamos unas medidas falsas y no las de
Dios! ¡Ay de nosotros si dependemos del decir de los hombres, sobre todo
de los que se dicen «nuestros amigos» y en realidad no lo son! ¡Ay de
nosotros si a continuación nos vemos colocados en un pedestal y en
nuestra propia complacencia nos negamos a descender de allí! Al final
todo se convertirá en obcecación y en engaño personal. Cuando llegue el
momento de pronunciar Dios su juicio sobre nosotros, surgirá el
desengaño, pues entonces advertiremos claramente que somos distintos de
como habíamos imaginado. Fray Gil expone una vez más con rasgos muy
perfilados: «El que se apropia lo bueno, propiedad de Dios, es, a su vez,
desposeído por el mismo Dios; y el que nada se apropia por adjudicarlo
todo a Dios, ése recibe los bienes que el mismo Dios ha creado». Con
estos términos manifiesta fray Gil la relación vital entre pobreza y riqueza,
entre el afán de ser rico y la soberbia, al mismo tiempo que evidencia de
plano el contraste entre el fariseo y el publicano. En sus palabras se
confirma con evidente notoriedad que la humildad forma parte de la
esencia del cristiano, al que no podemos imaginar sin la posesión de esta
virtud.
«Y bienaventurado aquel siervo que contra su voluntad
es puesto en lugar alto y siempre desea estar bajo los pies de
los otros».
Con esta sentencia final perfila Francisco el sentido de la verdadera
humildad cristiana practicada por el siervo de Dios. Comprende dos
aspectos: en primer lugar, desprenderse de la voluntad de aparentar más de
lo que uno es o, al decir de Francisco, carecer de la voluntad de «ser
puesto en lugar alto», es decir, querer ser también ante los demás, lo que
somos ante Dios. El hombre verdaderamente humilde debe estar en
condiciones de arrostrar la verdad sobre su persona ante Dios y ante los
hombres. En segundo término, la verdadera humildad cristiana del siervo
de Dios, consiste en una disposición de servicio total, o, con expresión
gráfica de Francisco: «en un deseo contante de encontrarse a los pies de
los demás», en disposición de servirles en todo lo que sea de su agrado. El
pleno convencimiento personal de ser el menor entre los siervos de Dios,
da derecho a los demás para solicitar mis servicios. La palabra alemana
DEMUT (humildad) expresa preferentemente el significado de «ánimo
para servir»; de este modo la humildad se convierte en el ánimo de servir a
todos por igual y no sólo a los escogidos o elegidos.
Esta es, por cierto, la auténtica humildad franciscana, tal como la
define el beato Gil en una de sus sentencias: «Ser fraile menor significa
ponerse a los pies de todo el mundo; pues cuanto más desciendo, tanto más
asciendo; y por esta razón dijo Francisco que el Señor le había revelado
que se llamarían hermanos menores». Si con pleno convencimiento de
causa nos ponemos en disposición de servir a todos, viviremos como
verdaderos hermanos y hermanas menores siguiendo de este modo la
invitación del Padre que nos apremia a imitar «al Señor Jesucristo en su
pobreza y humildad».
2. CONSECUENCIAS PRÁCTICAS
Aunque en el curso de nuestro estudio hemos hecho una serie de
sugerencias prácticas para el uso cotidiano, convendría no obstante realzar,
una vez más, los puntos doctrinales más importantes.
1. La cuestión sobre la necesidad de practicar la humildad ha sido
planteada por Francisco justamente en el contexto de los problemas
decisivos de la vida cristiana. Esta cuestión es concluyente para Francisco
y nosotros no podemos situarla en un plano inferior de orden secundario,
antes al contrario, debemos aceptarla formalmente, ya que de su práctica
en la vida depende nuestra bienaventuranza o nuestra reprobación. Como
cristianos e imitadores del humilde Francisco, ¿somos nosotros también
humildes? ¿Somos sinceros con nosotros mismos, con nuestro prójimo,
con el mismo Dios? ¿Estamos dispuestos al servicio de los demás?
2. Para ser humildes en ese sentido oigamos de nuevo las palabras
del beato Gil de Asís: «Yo veo en el germen de la humildad la restitución
de lo ajeno, y no su apropiación; la cesión a Dios, como Dueño, de todo lo
bueno, y la reserva para sí de todo lo malo». Dicho en una palabra: «¿Qué
es humildad? la restitución de lo ajeno». Observemos que el beato Gil
emplea la palabra «germen» al hablar de la humildad; ésta, en realidad
debe brotar y crecer en sí misma, sin necesidad de cultivarla bajo una
vigilancia constante y personal. El único suelo en el que puede lograrse su
crecimiento es el de la pobreza interior, como ya lo dejó escrito el beato
Gil. Cuanto más sólida sea la pobreza, tanto más evidente será la
humildad.
3. Por eso debe importarnos mucho lo que Dios piensa de nosotros.
Busquemos agradar sólo a Él y nunca a los hombres; hagamos todas las
cosas con la mirada puesta en Dios; en nuestra conducta a seguir, no nos
dejemos guiar por los designios humanos, antes bien, procuremos adivinar
lo que Dios piensa de nosotros; o, acaso, ¿nos interesa con preferencia el
concepto que los hombres forman de nosotros? ¿Poseemos realmente esa
libertad interior que tan sólo se concede a los verdaderamente pobres que
nada quieren para sí? En caso afirmativo, ya no nos compararemos con los
demás, sino que desearemos ser como Dios quiere que seamos, «dando
gracias al Creador por todos sus bienes». Llegados a este punto, el
individuo ya no importa nada; sólo importa Dios.
4. Puestos en esta actitud, estaremos en condición de servir a todos
por igual y, convencidos con san Francisco, podremos decir: «Ya que soy
siervo de todos, vengo obligado en servir a todos» (2CtaF 2). En este
servicio nos convertimos en hermanos y hermanas menores de todos,
sabedores de que nada poseemos ante Dios y de estar destinados a la
condición de siervos.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. I, núm. 3 (1972) 69-74]
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