DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


LA PERFECTA ALEGRÍA

por José Corts Grau

 

José Corts Grau estudió el bachillerato en el Colegio de la Concepción, de los franciscanos de Ontynient (Valencia). Desde 1941 hasta la jubilación ejerció su magisterio como Catedrático de Derecho Natural y Filosofía del Derecho en la Universidad de Valencia, de la que fue Rector de 1952 a 1967. En 1982 aportó este trabajo al homenaje que la revista Verdad y Vida dedicó a san Francisco en el VIII centenario de su nacimiento.

Cimabue: S. Francisco No soy yo el más indicado para desarrollar este tema, ya que solamente lo conozco «de oído» por haber tenido la suerte de convivir desde niño con hombres en quienes el espíritu franciscano era realidad viva. No doy nombres, pero llevo muchos en el corazón. Junto a estas claras vivencias indelebles están, naturalmente, las lecturas, y están también esos deseos de ser bueno, que de cuando en cuando sentimos quienes no lo somos, quienes nos hemos pasado la vida apurándole la paciencia a Dios.

Más propenso, por temperamento, a la tristeza que a la alegría, uno habla de la alegría franciscana como el enfermo habla de la medicina o del milagro. No debo de ser un caso único. Hoy el mundo es triste -lo reconoció en versos muy bellos alguien que de esto sabia bastante, un tal Baudelaire- porque la carne es triste y tiende a anegarnos en el tedio. Pues bien, en este mundo, donde, hasta por esnobismo, andamos de continuo a vueltas con la angustia y exaltamos la inquietud como un valor sustantivo, donde sabemos darle a la lujuria nombres tan lindos como el de erotismo, profanando de paso el «eros» helénico, en este mundo que al menor contratiempo se nos torna agrio y sombrío, bueno será repasar, entre las grandes lecciones de Francisco de Asís, ésta de la alegría, unida estrechamente a la esperanza. Por de pronto nos reportará a algunos clara conciencia de nuestros despistes. Muy alto está el Santo y el tema; pero también las estrellas están muy altas y distantes, y nos orientan en la noche.

Bien entendido que tales virtudes, si bien ofrecen en él singulares matices, son al cabo las cristianas, por la sencilla razón de que el franciscanismo es realización radical del cristianismo. En su «Filosofía del espíritu franciscano», un insigne maestro de muchos de nosotros, el Padre Antonio Torró, advertía que toda manifestación de vida cristiana debe su realidad y su valor como tal a aquel principio del que substancialmente procede: no es el cristianismo el que recibe de Francisco una nueva significación, «error insano en el que incurren algunos historiadores», sino Francisco quien se significa y enriquece por su ser cristiano. Merton lo expresaría más tarde en otro estilo: «El genio de su santidad le capacitó para comunicar al mundo las enseñanzas de Cristo, no en tal o cual aspecto, sino en la plenitud de su sencillez existencial. Fue, como todos los santos deben procurar ser, simplemente otro Cristo. Inició sus pasos por los caminos de la Umbría sin la menor idea de que él tuviese una vocación franciscana... Tampoco se enredó en comparaciones entre la vida activa y la contemplativa: las vivió ambas a un tiempo con suma perfección, y su libertad lo abrazó todo. Ninguna obra buena le fue extraña; ninguna obra de misericordia, corporal o espiritual, dejó de tener un lugar en su hermosa vida».

En cuanto místico -había ya observado Chesterton-, contrasta a fondo con toda esa beatería adormilada que enerva el contorno de las cosas. No era un místico de penumbra, sino de pleno día y plena noche, de sol y de estrellas. Todo lo contrario de este tipo de visionario oriental, que sólo es místico por sentirse demasiado escéptico para ser materialista. Francisco era expresamente un realista, en el sentido exacto y pleno del realismo medioeval.

Pero vengamos a nuestro tema, arrancando de aquel pasaje archiconocido de las «Florecillas», que duele restarle encanto al resumirlo. Yendo Francisco con Fray León, de Perusa a Santa María de los Ángeles, en pleno invierno, ateridos de frío, de trecho en trecho le aleccionaba con impresionante insistencia: -«¡Oh, hermano León! Aunque el fraile menor dé vista a los ciegos y oído a los sordos, y habla a los mudos, y vida a los muertos, conste que no estriba en ello la perfecta alegría... ¡Oh, fray León! Aunque el fraile menor dominara todas las lenguas del mundo y todos los saberes y las Escrituras, de suerte que profetizase y revelase, no sólo el futuro, sino los secretos de la conciencia y de las almas, conste que no estriba en ello la perfecta alegría... ¡Oh, fray León, ovejuela de Dios! Aunque el fraile menor hable la lengua de los ángeles y descifre el curso de las estrellas y descubra los tesoros de la tierra y conozca las virtudes de las plantas y la naturaleza de los animales y la condición de los hombres, conste que no estriba en ello la perfecta alegría...».

El bendito Fray León no puede ya entonces menos de rogarle en nombre de Dios que le explique en qué estriba la alegría perfecta. Y Francisco se explaya: -Figúrate, hermano, que, al llegar a Santa María de los Angeles, calados por la lluvia, helados, embarrados y hambrientos, y al decirle al hermano portero que somos dos hermanos suyos, él nos toma por dos bribones y, en vez de abrirnos, nos deja a merced de la lluvia y de la nieve y del hambre. Si todo eso lo aceptamos pacientemente, reconociendo que el hermano portero anda sabedor de nuestra indignidad y que es el propio Dios quien le hace hablar así contra nosotros, entonces comenzaremos a poseer la perfecta alegría. Y si, al insistir nosotros, él nos echa de allí con violencia, y al redoblar nosotros nuestros ruegos él redobla los dicterios y los golpes, y nosotros entonces, por amor de Cristo, nos ajustamos bien a esa cruz compartiendo la suya, entonces, Fray León, entonces alcanzamos la alegría perfecta... Porque nosotros mal podríamos gloriamos de dones que no son nuestros, sino de Dios; pero sí podemos gloriarnos de que nos sea dado compartir la tribulación y la aflicción y la cruz de Cristo.

¿Tiene esto sentido? ¿O estamos ante un chiflado, ante un loco sublime, y ante un infeliz o un alma de cántaro que le acompaña y celebra sus ocurrencias? La verdad es que hay razones para tomarlo en serio. Es notorio que su vida acordaba con sus palabras, que dejó insignes muestras de sabiduría y de cordura, y que a lo largo de siete siglos toda una legión de hombres y mujeres que vienen tras él ciñendo su cordón, y esforzándose por compartir su vida y su doctrina, ciertamente no han pasado por el mundo haciendo reír... Por otra parte, podemos comprobar que, en definitiva, cuanto Francisco va diciendo aquí es como un eco de lo que San Pablo había dicho a los corintios, a los colosenses, a los tesalonicenses, sobre la caridad, sobre la esperanza, sobre la alegría. Distintos el acento y el énfasis, y el marco, pero el mismo fondo: el de esas verdades que están ahí, a la sombra de Dios, por los siglos de los siglos, y que de cuando en cuando hay que redescubrirlas, dado el fácil olvido de los hombres. Hay quien a ese olvido lo ha llamado adaptación al signo de los tiempos, incluso «aggiornamento», desvirtuando el anhelo apostólico que le dio al término el Papa Juan XXIII.

Salvando la distancia entre el sentido natural y el sobrenatural del hombre, cabría remontarnos más allá. Siglos antes de que Cristo nos revelara de palabra y de obra hasta dónde llega el amor de Dios a los hombres, y hasta dónde ennoblece el dolor cuando el amor lo alienta, Platón, al filo de ciertas máximas socráticas, dilucidaba la gran cuestión de la felicidad humana y dejaba sentado, con expresiones e imágenes que han podido calificarse de proféticas, que el varón justo, por mal que le vaya en el mundo, es en el fondo más feliz que el injusto a quien la vida parece sonreírle. Por supuesto que ello implica una rigurosa depuración de la idea misma de felicidad, subrayando las diferencias radicales entre felicidad y placer.

Algún tiempo después, en aquel momento crítico del pensamiento gentil, en el que parece desintegrarse la síntesis aristotélica, por entre escepticismos que son puro cansancio y desaliento, y eclecticismos impotentes, perfílanse dos actitudes teóricamente contrapuestas, pero de hecho muy mezcladas en la historia y en cualquier vida: la epicúrea y la estoica. Ambas, según nos acercamos al crepúsculo del paganismo, constituyen un repliegue de las esperanzas, la búsqueda de la paz y la felicidad en el propio yo. Ambas, aunque en distinto tono, propugnan la autosuficiencia: los epicúreos, con la laxitud del que está de vuelta y trata de exprimirle sus jugos a la vida, procurando administrar sus goces lo mejor posible para prolongarlos, con un dejo de melancolía porque la vida es breve; los estoicos, concentrando energías, encastillados en un racionalismo imperturbable tras la utopía de convertir al hombre en roca. Paradójicamente unos y otros, pese al efectismo con que nos hablan de liberarnos de los vanos temores de ultratumba o nos encomian las excelencias de la virtud o nos invitan a renunciar a cuanto no dependa de nosotros y a soportar firmes cuanto nos sobrevenga, unos y otros van cortándole al hombre las alas, encogiéndole el corazón, y acaban brindándole como salida de emergencia, o como expresión suprema de autodominio, el triste recurso del suicidio.

Por otros derroteros, siglos antes, ya se les había advertido a los hombres en los «Upanishadas» que «sólo quienes se sacrifican llegan a conocer la alegría», y en el Antiguo Testamento que no bebieran en aguas encharcadas, muertas, ni se fabricaran cisternas agrietadas... El cuadro es bien sombrío. Hasta que un judío converso que los conoce a fondo, que está dispuesto a darse a todos para ganarlos a todos, escribe a los de Tesalónica: «No os dejéis dominar por la tristeza como las gentes que viven sin esperanza... Estad siempre gozosos... Pase lo que pase, habéis de mostraros siempre agradecidos». ¿Es que Pablo de Tarso vive en las nubes, sin enterarse de que sobre los hombres pesa el sufrimiento y la amargura? Tiene una excepcional experiencia de esa gran verdad. Pero sabe también que todos los males presentes son nada comparados con la dicha que nos aguarda, dicha que el cristiano puede gustar anticipadamente. Sabe que, al prometer junto al pozo de Jacob el agua viva, Cristo no prometía la felicidad de los cuentos de hadas, ni la supresión del dolor, ni iba a dar nuevas técnicas de impasibilidad, sino que venía a sacarle al dolor su filo sobrenatural y a avivar la sed de goces puros, incompatibles con la sed de placeres, de dominio, de triunfos, de venganza.

No han faltado, desde un principio, ni faltan en nuestro tiempo, las versiones de un cristianismo tétrico, acobardado, pusilánime, refugio de pobres gentes incapaces de gozar de la vida, de apocados con alma de esclavo. Ya nuestro Unamuno hubo de revolverse contra tan burda falsificación: «El paganismo, el hoy tan decantado paganismo por quienes hacen profesión de anticristianos, vino en sus postrimerías a dar en un hastío y desencanto de la vida. Pocos espectáculos hay más sombríos que el crepúsculo del paganismo. Y si la religión de Cristo prendió, arraigó y se extendió tan pronto, fue porque predicó el amor a la vida, el verdadero amor a la vida, y la esperanza de la resurrección final. Más agudo era Schopenhauer al combatir al cristianismo por optimista, que aquellos espíritus ligeros que le acusan de haber entenebrecido la vida. La esperanza de la resurrección final fue el más poderoso resorte de acción humana, y Cristo el más grande creador de energías».

Conforme al postulado clásico de que la gracia no muda, sino que perfecciona la naturaleza, la alegría del cristiano cuenta con resortes naturales asumidos por la vida teologal. Basta ser hombre para saber que la pereza, la envidia, el odio, la sensualidad, son fuentes muy turbias de tristeza. Basta ser hombre para comprobar que las alegrías de mera evasión nada resuelven, que la abnegación depara una alegría que el egoísmo no alcanza ni a sospechar siquiera, y que la magnanimidad y el perdón reportan una paz inefable. Basta ser hombre y andar por el mundo con los ojos abiertos para observar que el humilde es más alegre que el soberbio, y los pobres más alegres que los ricos... Sino que la gracia abre a estas virtudes naturales un horizonte infinito, y el Espíritu Santo viene a convertirlas en sus dones a imponderable altura: la prudencia irá entonces muy más allá de la previsión y de la sensatez, descartando la «prudencia de la carne»; la justicia se ejercerá bajo el signo interior del cristiano, que es la caridad; la fortaleza trascenderá de la mera firmeza de ánimo o del coraje, y se apoyará en la conciencia del propio desvalimiento; la templanza se convertirá en mortificación, que es vivificación; la sencillez, en pobreza de espíritu y mansedumbre, término éste que no sé por qué tratan de eludirlo ciertas versiones novísimas de las Bienaventuranzas, cuando lo que importa es revalorizarlo.

Benlliure- Fco despreciado en AsísEl sentido cabal de la alegría -advierte Víctor Frankl- no se encuentra jamás en ella misma. Quien la convierte en objetivo supremo, dispuesto a buscarla directamente por encima de todo, se bloquea ipso facto el camino que conduce a ella. La alegría no es algo que hayamos de buscar en sí, y menos forzar, sino fruto de virtudes profundas y esforzadas: la humildad, la sencillez, la pureza de corazón, la caridad... El áureo pasaje de las «Florecillas» no era, pues, un arranque esporádico y delirante, sino apasionada expresión de toda una doctrina.

En el Capítulo VII de la Primera Regla Francisco es explícito: «Guárdense los frailes de aparecer tristes, ceñudos e hipócritas; antes muéstrense contentos en el Señor, alegres y religiosamente graciosos». La gracia traspasa aquí la cortesía y aquilata la amabilidad. Pero guardémonos también -viene a decirnos en el «Espejo de perfección»- de vanas alegrías que rayan en la necedad e insensatez. «Guardémonos -avisa en el Capítulo XVII- de toda soberbia y vanidad, del saber de este mundo y de la prudencia de la carne». «Que se guarden los frailes -reitera en el Capítulo X de la Segunda Regla- de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de cosas de este mundo... Oren a Dios con puro corazón, y tengan humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad, amando a quienes nos persiguen, reprenden y acusan». Más tarde Pedro de Alcántara, que compendia la vida cristiana en dos palabras, oración y cruz, advertiría que «el regalo finge ser discreto», y una insigne discípula suya, Teresa de Jesús, sentenciaría que «regalo y oración no se compadece».

Todos ellos saben muy bien que, por extraño que esto le parezca al mundo, el genuino resorte de la magnanimidad es la humildad. Su natural anchura de corazón y el celo apostólico le hacen a Francisco ver muy claro: «Cuanto más huyamos nosotros de la pobreza, les dice a sus frailes, más huirá el mundo de nosotros». Tomás de Celano y San Buenaventura traen el caso, seguramente uno entre tantos, del fraile a quien, viéndole cariacontecido, le amonesta paternalmente: «No conviene al servidor de Dios mostrarse triste o turbado ante los hombres... Llora tus pecados secretamente en tu celda...; pero, al volver con tus hermanos, depón la tristeza y acomódate a los demás». Y hay un pasaje en los «Avisos espirituales» que, allende la acuidad psicológica y la caridad que revela, no deja de sernos muy consolador a los mediocres: «Amemos a los prójimos como a nosotros mismos, pero si alguno hay que no quiere o no se siente capaz de amarlos como a sí mismo, procure al menos no hacerles mal, sino bien».

Francisco sabe que, aun de tejas abajo, la alegría cunde en tierras de pobreza y de docilidad. Por ello va a extremar el sentido de la obediencia y de la disciplina en un momento en que pululan grupos de mendicantes anárquicos, triste precedente de cuantos a lo largo de la historia han confundido el retorno a la pureza evangélica con la escapatoria de la disciplina eclesiástica, la autenticidad con el cinismo, y la pobreza con la cochambre.

A estas alturas importa estar de vuelta de tantas falsificaciones en torno a la personalidad del Santo. Ni delicuescencias misticoides, ni desahogos naturistas, ni aquella ascética triste y mugrienta, condenada ya tan cruda y reiteradamente en el Evangelio. Un día clamaba Papini contra tales deformaciones por parte de quienes ven en San Francisco tan sólo al santo familiar y obsequioso, que perdona a todos y todo lo pasa, que predica a las aves del cielo y a los peces del mar y da la mano al lobo de Gubio, que se desentiende de la dogmática y se da a la poesía, tomando ésta en su acepción más blanda; al santo, en suma, con quien una vez deformado a placer, pueden codearse tantos diletantes heréticos como revolotean en torno a las flores de la fe, creyéndose abejas, cuando no pasan de avispas que nunca darán miel.

Francisco siembra alegría y esperanza desde un amor ardiente, estigmatizado, que descarta toda sombra de presunción y ancla en los senos de la misericordia divina. Los efectos de esa esperanza -digámoslo con palabras de Fray Luis de Granada, eco a su vez de los Santos Padres- son tanto más vivos «cuanto más participa de la caridad y amor de Dios, que es el que le da vida... Por donde, si la misericordia es la fuente de los remedios, la esperanza es el vaso que los recoge: así que procuremos ensanchar el vaso, que por parte de la fuente no hay miedo de que nos falte el agua...». Alegría y esperanza van a fundirse en el corazón del cristiano; y allí donde esta fusión falla, registramos tan sólo su caricatura, a veces bajo nombres tan serios como los de resignación y conformidad. Nada más sombrío que ciertas resignaciones cuajadas de suspiros. Ocurre aquí algo análogo a ciertos modos de detestar el vicio en un tono quejumbroso que rezuma hedonismo frustrado, como un sordo resentimiento contra quienes disfrutan a sus anchas de la vida.

Uno ha podido oír, lanzadas sin duda con la mejor intención, pero desde el más impropio lugar, enormidades de este calibre: «De no haber un infierno, carísimos hermanos, resultaría que quienes se han pasado la vida apurando los placeres del mundo, y los que hemos estado sacrificándonos y pasándolo mal, vendríamos a correr la misma suerte»... ¡Como si la justicia divina, la justicia del Padre, no pudiera salvar en un punto de contricción tales abismos! ¡Como si fuera puro formulismo de labios afuera el ruego de los inocentes, desde su relativa inocencia, por la conversión de los pecadores, siquiera a la hora de la muerte! ¡Como si la ascética cristiana fuese privación negativa y calculadora, cuando responde a un amor que traspasa de gozo el sacrificio! ¡Como si el vivir ya acá cerca de Dios no fuese incomparablemente más dichoso y humano que cualquier otro modo de vivir!... «Vivir en silencio y esperanza», les encarece Santa Teresa a sus hijas. Una esperanza que no es mero confiar en la dicha remota, sino previvencia de quien vive asomado ya a otro mundo, ya que -digámoslo con San Juan de la Cruz- el alma vive más donde ama que donde anima.

El gran himno de la alegría y la esperanza cristianas, entrañablemente fundidas, son las Bienaventuranzas. Las Bienaventuranzas hablan de los que sufren persecución por amor a la justicia, de los pobres, de los que padecen hambre y sed, de los que lloran; pero el acento no lo cargan sobre la persecución, la pobreza, el hambre, la sed, el llanto, sino sobre la felicidad forjada a través de ese dolor. André Gide, tan alejado del cristianismo, estampaba en «Les nouvelles nourritures» esta lúcida observación: aquellas palabras de Cristo: «Bienaventurados los que lloran» enseñan a abrazar la tristeza aun en la alegría; pero muy mal las interpretaría quien viera en ellas una invitación al llanto... A lo que invitan es a convertir el sufrimiento en gozo profundo: un milagro que, perdóneseme la insistencia, sólo puede hacerlo el amor.

Hubo un tiempo, cuando el cristianismo era vivido como lo que es, Buena Nueva, mensaje de liberación a fondo, en que la tristeza destacaba entre los pecados capitales, y todos sabemos qué fácil acceso, qué brecha puede abrirles a algunos pecados capitales la tristeza. ¿Tiene sentido el acusarse de tristeza un hombre? ¿Acaso no es la melancolía un signo de refinamiento espiritual? ¿No parece que esa melancolía le presta cierta dignidad incluso al vicio? En nuestro mundo alguien la ha calificado de «ambrosía del diablo». Pienso -escribe Bernanos- que el mundo está devorado por el tedio: es como un polvillo invisible que respiramos y sorbemos, tan fino que ni siquiera cruje entre los dientes, pero que, en cuanto nos detenemos un segundo, ya ha recubierto nuestro rostro y nuestras manos. De ahí que el mundo se agite sin cesar, que nos revolvamos en un agrio desasosiego sacudiendo esa lluvia de ceniza. De ahí esa desesperación abortiva, que ahora se denomina asépticamente desesperanza, y que viene a ser la fermentación de un cristianismo descompuesto.

En rigor, ¿de qué se acusa uno al acusarse de tristeza? De muchas cosas, que en cada cual ofrecen sus matices. Entre ellas, de falta de fortaleza y de paciencia, de desconfianza, de una susceptibilidad que revela soberbia más o menos recóndita, de egoísmo hedonista, en definitiva de miedo a la cruz. La melancolía llega entonces a teñírsenos de una falsa espiritualidad. En «El Pastor» de Hermes, exponente del espíritu de la auténtica cristiandad en el siglo II, dice así el Mandamiento X: «Arranca de ti la tristeza, porque es hermana de la duda y de la impaciencia... Porque el espíritu de Dios, que fue infundido en esa carne tuya, no soporta la tristeza ni la angustia. Revístete de alegría..., porque todo hombre alegre piensa y obra el bien». La alegría queda aquí consagrada como clave de la espiritualidad cristiana, a sabiendas de que ambos órdenes, el natural y el sobrenatural, se funden en una sola vida.

Eso que se llama «doble vida» está mal visto hasta en el mundo. Pensemos cómo lo verá Dios. Ahora bien, al cristiano le importa discernir limpiamente entre «sufrimiento» y «tormento»: aquél forja, y éste dilacera el alma. «Entiendo -escribe Guitton- que lo esencial del arte de vivir es saber sufrir sin atormentarse, como creo que sucederá en la gran paz del Purgatorio». Sólo Dios sabe el grado de sufrimiento necesario para acrisolar a cada hombre sin reducirlo a cenizas. Basta una mediana experiencia para advertir, no ya la realidad ineludible, sino la trascendencia del dolor.

Víctor Frankl consagró la expresión «homo patiens» junto a las clásicas de «homo sapiens» y «homo faber», y un antiguo proverbio oriental sentenciaba: «Donde hay hombre hay dolor, y donde no hay dolor no hay hombre». El hombre -le escribía León Bloy a Jorge Landry- tiene en su pobre corazón rincones cuya existencia ignora hasta que el dolor entra allí y se los descubre... Sin franquear apenas los lindes de lo sobrenatural, infinidad de pensadores han subrayado la dignidad y la madurez impresionantes que le da al hombre el sufrimiento. El hombre que no se expone al sufrimiento -advierte Jaspers en «El espíritu europeo»- no servirá para nada. Antes había advertido Othmar Spann que uno de los graves pecados de nuestra época es el empeño de eludir el dolor, sin hacernos cargo de su fuerza depuradora. El reformador social y el moralista han de poseer el sentido de la vida dura y estimar esa fuerza. Sólo quien ha padecido sabe algo de la vida y del mundo. Sólo quien ha sido desengañado por el mundo lo conoce también por su revés. El dolor reporta libertad... Como siempre, son los poetas quienes ven más claro, por alejados que se hallen de nosotros: «Bendito seas, Señor -exclama Baudelaire-, que nos das el dolor como divino remedio a nuestras impurezas». «¿Qué son nuestras angustias -se pregunta otro poeta- para querer por ellas argüirte de cruel? ¿Sabemos, por ventura, si Tú con nuestras lágrimas fabricas las estrellas? Si los seres más altos, si las cosas más bellas, se amasan con el noble barro de la amargura?».

Basta ahondar un poco para comprobar a cualesquiera niveles cómo en la vida condiciónanse el dolor y el gozo. En el placer queda siempre un poso de inquietud amarga; pero, según nos remontamos a los goces del espíritu, cunde el sosiego; y, por otra parte, en los grandes dolores puede latir una profunda paz. Comentando a Nietzsche observaba Lavelle que un gozo que no haya nacido del dolor pierde pronto su fuerza y gravedad. Entonces se da uno plena cuenta de aquella gran verdad que he subrayado alguna vez: es un tópico injusto decir que entre las rosas acechan las espinas, porque en realidad son las rosas las que brotan graciosamente de los espinos, de unos espinos que tienen la suerte, la inefable suerte de dar rosas. Entonces, con mayor o menor transparencia, vamos comprobando cómo la alegría está a una profundidad incomparablemente más entrañable que el placer y es radicalmente distinta de ciertas situaciones calificadas de alegres; cómo la esperanza es inconfundible con la ilusión, pese a que tantas veces la degradamos convirtiéndola en triste refugio tras ciertas ilusiones fallidas.

Entonces advertimos que de pronto florecen allí donde humanamente parecía que sólo podían brotar el resentimiento y la acritud. Gottfried Benn lo ha expresado en un bello poema: «He tratado con gentes que crecieron en un cuchitril, hacinados con sus padres y sus hermanos; que estudiaban de noche en la cocina, junto al hogar, con los dedos en los oídos, y que fueron elevándose, por fuera hermosos y dulces por dentro; que, aplicados como Nausica, mantuvieron la frente pura de los ángeles... Muchas veces me he preguntado, sin dar con la respuesta, de dónde sacaban tanta dulzura y bondad. Hoy todavía no lo sé, y tengo que irme ya...» Nosotros sí que lo sabemos, aunque algunos sólo lo sepamos en teoría. Sabemos la vena callada de dolor que hay hasta en los denominados «misterios gozosos» del Rosario, y sabemos de dónde sacan su fortaleza paciente esos hermanos nuestros que llevan una pesada cruz y todavía se nos acercan temiendo molestarnos y nos sonríen como pidiéndonos perdón por su presencia, por su pobreza, por sus desdichas.

En el salmo penitencial por excelencia, el «Miserere», nos encontramos con versículos tan significativos como el «Redde mihi laetitiam salutaris tui...» [«Devuélveme la alegría de tu salvación...»], recordándonos que el nervio de la auténtica penitencia es el amor, con esa inconmovible seguridad que el cristiano tiene de ser amado infinitamente más de lo que él puede amar. También dirá paradójicamente el Salmista: «Laetetur cor meum ut timeam nomen tuum». Parece contradictorio, y es una verdad profunda, porque no se trata del temor servil, encogido y calculador, sino del temor fiel, de ese «dilígere» en su doble alcance de prontitud y de ternura. Sabido es que solamente se corrige y se castiga bien cuando se ama, y el asceta no va a ser una excepción: el asceta cristiano no odia a su cuerpo ni la vida, sino que los ama rectamente: «He convenido con mi cuerpo, declara San Pedro de Alcántara -con el hermano cuerpo- en no darle gusto en esta vida, para que se goce como debe toda una eternidad».

Sino que, en nuestra constante profanación de tantas palabras nobles, llamamos amor, alegría, esperanza, a cualquier cosa, y, a fuerza de derramar a lo largo de la vida tantas lágrimas por lo que no vale la pena, nos insensibilizamos para las penas que debiéramos llorar. Presumiendo de atormentados y angustiados hasta por puro esnobismo, aparte el consabido tremendismo verbal, buscamos en la desesperación la gran coartada a la pereza, y cultivamos un sentido crispado de la personalidad y de la dignidad humana, erizado de susceptibilidad y de resentimientos, cuando la auténtica sensibilidad no se nos dio para exhibirla ni para narcisismos sentimentales, sino para llevarla oculta como un cilicio.

Desde este ángulo acaso la única tristeza justificada es la causada por los propios desafueros y por la suerte del prójimo. Sin comparar lo incomparable, pensemos que ésta fue en trances culminantes la tristeza de Cristo: cuando el amor a quienes se le resistían, a quienes seguirían resistiéndosele, pudo hacerle exclamar entre sudores de sangre que su alma estaba triste hasta la muerte. Esta era también la gran tristeza de Francisco de Asís, viendo que «el Amor no es amado».

Sin comparar lo incomparable, digo. Pero buen tema éste para llevarlo ahincado cada cual en el alma cuando hablamos de la suerte del mundo y del «signo de los tiempos». ¿De verdad nos duele tanto como decimos? ¿Nos duele bastante? ¿No lanzamos frecuentemente a los demás la piedra con la que debiéramos golpearnos el pecho? ¿Es la nuestra una fidelidad capaz de mitigar ajenas infidelidades, o más bien somos nosotros los infieles? ¿Amamos bien, con la debida abnegación, a aquéllos cuyo desvío lamentamos? S. S. Pablo VI insinuaba ya hace algunos años si no se habría convertido Cristo crucificado, también para nosotros, en escándalo y locura, como lo era para judíos y gentiles. El tono con que a veces se habla de reconciliar al cristiano con el mundo ¿no implica en ocasiones el intento de suprimir la cruz, confundiendo la alegría cristiana con la mundana, y sustituyendo la esperanza teologal por perspectivas y proyectos de un mundo mejor en el que Dios apenas cuenta?

Hace medio siglo, con un ímpetu juvenil que debió dar mejores frutos, al conmemorar el VII Centenario del tránsito del Santo, hube de apuntarlo: No precisa ser profeta -escribí entonces- para advertir que en tiempos no lejanos, cuando estallen con toda su violencia las ideas que ahora asoman, y aparezcan hordas de salvajes refinados que pretenderán imponer su amoralismo como la moral definitiva; cuando, por renegar de nuestra filiación divina, peligre la dignidad humana, y andemos errabundos y a oscuras, habrán de resonar de nuevo las palabras del Poverello: «Yo soy el heraldo del gran Rey» ante tantos y tantos náufragos que reiterarán aquella llamada angustiosa del Dante a las puertas de un convento franciscano: «¡Paz y bien!». Hoy, sin pujos oratorios, me limito a hacer examen de conciencia pensando que, por cristianos y por franciscanos, nos toca de algún modo rejuvenecer el mundo sin desvirtuar la cruz, aliviarlo de dolores estériles, de alegrías fraudulentas, de vanas esperanzas. Guardémonos de encariñarnos con la angustia, como si no tuviéramos nada ni a nadie en quien creer y esperar. Guardémonos de llamar sequedad a la tibieza, cuando no, ya en el colmo de la megalomanía, «noche oscura». En ciertos trances, cuando estimamos que todo es desabrido porque en nuestra acidia tenemos mal sabor de boca, bastaría ponderar la desproporción entre lo que uno pide y lo que da, entre lo que tiene y lo que merece, para anegarnos en gratitud -en gratitud, la genuina respuesta a la gracia-, y, en vez de reprocharle al mundo su desolación, lanzarnos a remediarla allí donde nos afecta más de cerca, allí donde tal vez, por comisión o por omisión, la estamos agravando.

En último término, por mal que todo anduviera, cuando ya las razones humanas parecieran sinrazones, queda para nuestra alegría y nuestra esperanza una razón incontestable: nosotros no podemos andar tristes ni desesperanzados porque nos lo ha prohibido Dios. Y luego, ¿cómo desesperar de Dios, cuando Él, a pesar de los pesares, todavía sigue esperando, confiando en nosotros?

[José Corts Grau, La perfecta alegría, en Verdad y Vida 40 (1982) 199-210]

J. Benlliure: La perfecta alegría

 


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