DIRECTORIO FRANCISCANO
Florecillas de San Francisco (Flor)

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Capítulo XXV
Cómo San Francisco curó milagrosamente
de alma y cuerpo a un leproso

El verdadero discípulo de Cristo San Francisco, mientras vivió en esta vida miserable, ponía todo su esfuerzo en seguir a Cristo, el perfecto Maestro. Así sucedía muchas veces, por obra divina, que cuando él curaba a alguien el cuerpo, Dios le sanaba al mismo tiempo el alma, tal como se lee de Cristo (cf. Mt 9,1-8). Por ello, no sólo servía él gustosamente a los leprosos, sino que había ordenado a los hermanos de su Orden que, cuando iban por el mundo o se detenían, sirvieran a los leprosos por amor de Cristo, que por nosotros quiso ser tenido por un leproso (1).

Sucedió una vez, en un lugar no lejos de aquel en que entonces se hallaba San Francisco, que los hermanos servían a los leprosos y enfermos de un hospital; y había allí un leproso tan impaciente, insoportable y altanero, que todos estaban persuadidos, como era en verdad, que estaba poseído del demonio, porque profería palabras groseras y maltrataba a quienes le servían, y, lo que era peor, blasfemaba tan brutalmente de Cristo bendito y de su madre santísima la Virgen María, que no se hallaba ninguno que quisiera y pudiera servirle. Y por más que los hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia, por acrecentar el mérito de esta virtud, sus villanías e insultos, optaron por dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía soportar las injurias contra Cristo y su madre. Pero no quisieron hacerlo sin haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio próximo.

Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó diciendo:

-- Dios te dé la paz, hermano mío carísimo.

-- Y ¿qué paz puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?

-- Ten paciencia, hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con paciencia.

-- Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.

Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la oración, volvió y le dijo:

-- Hijo, te voy a servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros.

-- Está bien -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?

-- Haré todo lo que tú quieras -respondió San Francisco.

-- Quiero -dijo el leproso- que me laves todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo.

San Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las lágrimas.

Cuando se vio completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta voz:

-- ¡Ay de mí, que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!

Estuvo así quince días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera confesión con el sacerdote. San Francisco, al ver el milagro tan evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia.

Y quiso Dios que aquel leproso, curado en el cuerpo y en el alma, enfermase de otra enfermedad quince días después de su arrepentimiento, y, fortalecido con los sacramentos eclesiásticos, murió santamente. Al ir al paraíso por los aires su alma se apareció a San Francisco cuando éste se hallaba orando en un bosque y le dijo:

-- ¿Me conoces?

-- ¿Quién eres? -dijo San Francisco.

-- Soy el leproso que Cristo bendito curó por tus méritos -dijo él-, y ahora voy a la vida eterna; de lo cual doy gracias a Dios y a ti. Bendita sea tu alma y bendito tu cuerpo, benditas sean tus palabras y tus acciones, porque por tu mano se salvarán en el mundo muchas almas. Y sabe que en el mundo no hay un sólo día en que los santos ángeles y otros santos no estén dando gracias a Dios por los santos frutos que tú y tu Orden realizáis en diversas partes del mundo. ¡Cobrad ánimo, dad gracias a Dios y seguid así con su bendición!

Dichas estas palabras, se fue al cielo; y San Francisco quedó muy consolado.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XXVI
Cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas

Yendo una vez San Francisco por el territorio de Borgo San Sepolcro, al pasar por una aldea llamada Monte Casale, se le presentó un joven muy noble y delicado, que le dijo:

-- Padre, me gustaría mucho ser de vuestra fraternidad.

-- Hijo -le respondió San Francisco-, tú eres joven, delicado y noble; se te va a hacer duro sobrellevar la pobreza y austeridad de nuestra vida.

-- Padre, ¿no sois vosotros hombres como yo? -repuso él-. Lo mismo que vosotros la sobrelleváis, la podré sobrellevar también yo con la gracia de Cristo.

Agradó mucho a San Francisco esta respuesta; por lo que, bendiciéndolo, lo recibió, sin más, en la Orden y le puso por nombre hermano Ángel. Este joven se portó tan a satisfacción, que, al poco tiempo, San Francisco lo hizo guardián del convento del mismo Monte Casale (2).

Por aquel tiempo merodeaban por aquellos parajes tres famosos ladrones, que perpetraban muchos males en toda la comarca. Un día fueron al eremitorio de los hermanos y pidieron al guardián, el hermano Ángel, que les diera de comer. El guardián les reprochó ásperamente:

-- ¿No tenéis vergüenza, ladrones y asesinos sin entrañas, que, no contentos con robarles a los demás el fruto de sus fatigas, tenéis cara, además, insolentes, para venir a devorar las limosnas que son enviadas a los servidores de Dios? No merecéis que os sostenga la tierra, puesto que no tenéis respeto alguno ni a los hombres ni a Dios que os creó. ¡Fuera de aquí, id a lo vuestro y que no vuelva a veros aquí!

Ellos lo llevaron muy a mal y se marcharon enojados.

En esto regresó San Francisco de fuera con la alforja del pan y con un recipiente de vino que habían mendigado él y su compañero. El guardián le refirió cómo había despedido a aquella gente. Al oírle, San Francisco le reprendió fuertemente, diciéndole que se había portado cruelmente, porque mejor se conduce a los pecadores a Dios con dulzura que con duros reproches; que Cristo, nuestro Maestro, cuyo Evangelio hemos prometido observar, dice que no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, y que Él no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia (Mt 9,12s); y por esto Él comía muchas veces con ellos.

-- Por lo tanto -terminó-, ya que has obrado contra la caridad y contra el santo Evangelio, te mando, por santa obediencia, que, sin tardar, tomes esta alforja de pan que yo he mendigado y esta orza de vino y vayas buscándolos por montes y valles hasta dar con ellos; y les ofrecerás de mi parte todo este pan y este vino. Después te pondrás de rodillas ante ellos y confesarás humildemente tu culpa y tu dureza. Finalmente, les rogarás de mi parte que no hagan ningún daño en adelante, que teman a Dios y no ofendan al prójimo; y les dirás que, si lo hacen así, yo me comprometo a proveerles de lo que necesiten y a darles siempre de comer y de beber. Una vez que les hayas dicho esto con toda humildad, vuelve aquí (3).

Mientras el guardián iba a cumplir el mandato, San Francisco se puso en oración, pidiendo a Dios que ablandase los corazones de los ladrones y los convirtiese a penitencia.

Llegó el obediente guardián a donde estaban ellos, les ofreció el pan y el vino e hizo y dijo lo que San Francisco le había ordenado. Y plugo a Dios que, mientras comían la limosna de San Francisco, comenzaran a decir entre sí:

-- ¡Ay de nosotros, miserables desventurados! ¡Qué duras penas nos esperan en el infierno a nosotros, que no sólo andamos robando, maltratando, hiriendo, sino también dando muerte a nuestro prójimo; y, en medio de tantas maldades y crímenes, no tenemos remordimiento alguno de conciencia ni temor de Dios! En cambio, este santo hermano ha venido a buscarnos por unas palabras que nos dijo justamente reprochando nuestra maldad, se ha acusado de ello con humildad, y, encima de esto, nos ha traído el pan y el vino, junto con una promesa tan generosa del Padre santo. Estos sí que son siervos de Dios merecedores del paraíso, pero nosotros somos hijos de la eterna perdición, merecedores de las penas del infierno; cada día agravamos nuestra perdición, y no sabemos si podremos hallar misericordia ante Dios por los pecados que hasta ahora hemos cometido.

Estas y parecidas palabras decía uno de ellos; a lo que añadieron los otros dos:

-- Es mucha verdad lo que dices; pero ¿qué es lo que tenemos que hacer?

-- Vamos a estar con San Francisco -dijo el primero-, y, si él nos da esperanza de que podemos hallar misericordia ante Dios por nuestros pecados, haremos lo que nos mande; así podremos librar nuestras almas de las penas del infierno.

Pareció bien a los otros este consejo, y todos tres, de común acuerdo, marcharon apresuradamente a San Francisco y le hablaron así:

-- Padre, nosotros hemos cometido muchos y abominables pecados; no creemos poder hallar misericordia ante Dios; pero, si tú tienes alguna esperanza de que Dios nos admita a misericordia, aquí nos tienes, prontos a hacer lo que tú nos digas y a vivir contigo en penitencia.

San Francisco los recibió con caridad y bondad, los animó con muchos ejemplos, les aseguró de la misericordia de Dios y les prometió con certeza que se la obtendría de Dios, haciéndoles ver cómo la misericordia de Dios es infinita. Y concluyó:

-- Aunque hubiéramos cometido infinitos pecados, todavía es más grande la misericordia de Dios; según el Evangelio y el apóstol San Pablo, Cristo bendito ha venido a la tierra para rescatar a los pecadores.

Movidos de estas palabras y parecidas enseñanzas, los tres ladrones renunciaron al demonio y a sus obras; San Francisco los recibió en la Orden y comenzaron a hacer gran penitencia. Dos de ellos vivieron poco tiempo después de su conversión y se fueron al paraíso. Pero el tercero sobrevivió, y, recordando sin cesar sus pecados, se dio a tal vida de penitencia, que por quince años seguidos, fuera de las cuaresmas comunes, en que se acomodaba a los demás hermanos, en los demás tiempos estuvo ayunando tres días a la semana a pan y agua; andaba siempre descalzo, vestido de una sola túnica; nunca se acostaba después de los maitines.

En alabanza de Cristo bendito. Amén.

 

 

Capítulo XXVII
Cómo San Francisco convirtió en Bolonia a dos estudiantes

Al llegar una vez San Francisco a Bolonia (4), todo el pueblo de la ciudad corrió para verlo; y era tan grande el tropel de gente, que a duras penas pudo llegar hasta la plaza. En medio de una gran multitud de hombres, de mujeres y de estudiantes, que llenaban la plaza, San Francisco se subió a un lugar elevado y comenzó a predicar lo que el Espíritu Santo le iba dictando. Y predicaba tan maravillosamente, que parecía, más bien, un ángel que un hombre quien predicaba; sus palabras celestiales eran como saetas agudas que traspasaban el corazón de cada oyente, y, por efecto de la predicación, se convirtieron a penitencia una gran muchedumbre de hombres y de mujeres.

Entre ellos hubo dos nobles estudiantes de la Marca de Ancona, uno por nombre Peregrino y el otro Ricerio; ambos, tocados en su corazón por una inspiración divina, como efecto del sermón, se acercaron a San Francisco para decirle que querían abandonar totalmente el mundo y ser de sus hermanos. Y San Francisco, conociendo por revelación que eran enviados por Dios y que habían de llevar una vida santa en la Orden, los recibió con alegría, diciéndoles:

-- Tú, Peregrino, seguirás en la Orden el camino de la humildad, y tú, hermano Ricerio, te pondrás al servicio de tus hermanos.

Y fue así, porque el hermano Peregrino rehusó ser sacerdote y se quedó como lego, aunque era muy docto y grande canonista. Debido a esta su profunda humildad, llegó a gran perfección en la virtud, hasta el punto que el hermano Bernardo, el primogénito de San Francisco, dijo de él que era uno de los hermanos más perfectos de este mundo. Finalmente, este hermano Peregrino pasó, lleno de virtudes, de esta vida a la vida bienaventurada, realizando muchos milagros antes y después de la muerte (5).

Y el hermano Ricerio sirvió a los hermanos con devoción y fidelidad, viviendo en gran santidad y humildad; gozó de gran familiaridad con San Francisco, quien le confió muchos secretos. Habiendo sido nombrado ministro de la provincia de la Marca de Ancona, la gobernó durante mucho tiempo con grandísima paz y discreción. Al cabo de algún tiempo permitió Dios que fuese objeto de una fuerte tentación interna; se hallaba atribulado y angustiado, se maceraba con ayunos, disciplinas, lágrimas y oraciones día y noche, sin lograr ahuyentar aquella tentación; con frecuencia se veía en grande desesperación, ya que por esta causa se consideraba abandonado de Dios. Al borde de la desesperación, como último remedio, se decidió a ir a San Francisco, discurriendo de esta manera: «Si San Francisco me muestra buen semblante y me trata con familiaridad, creeré que aún tendrá Dios piedad de mí; de lo contrario, daré por cierto que estoy abandonado de Dios». Se puso, pues, en camino para ir a encontrar a San Francisco. El Santo se hallaba a la sazón gravemente enfermo en el palacio del obispo de Asís, y supo, por inspiración divina, toda la tentación y desesperación del hermano, así como su determinación y su venida. Al punto, San Francisco llamó a los hermanos León y Maseo y les dijo:

-- Id en seguida al encuentro de mi hijo carísimo hermano Ricerio, abrazadlo de mi parte y saludadlo, y decidle que, entre todos los hermanos que hay en el mundo, yo lo amo a él con afecto singular.

Fueron ellos y lo hallaron en el camino. Lo abrazaron y le dijeron lo que San Francisco les había ordenado. Con esto él experimentó un consuelo tan grande, que casi quedó fuera de sí; y, dando gracias a Dios de todo corazón, se dirigió al lugar en que San Francisco yacía enfermo. Y, aunque San Francisco se hallaba gravemente enfermo, al oír que venía el hermano Ricerio, se levantó y le salió al encuentro, lo abrazó con gran ternura y le dijo:

-- Hijo mío carísimo, hermano Ricerio, entre todos los hermanos que hay en el mundo, yo te amo particularmente.

Dicho esto, le hizo en la frente la señal de la santa cruz, le besó y añadió:

-- Hijo carísimo, Dios ha permitido te sobreviniera esta tentación para que fuese para ti fuente de grandes merecimientos; pero, si tú quieres renunciar a esta ganancia, no la tengas.

¡Cosa admirable! No bien hubo dicho San Francisco estas palabras, le dejó por completo la tentación, como si nunca en toda la vida la hubiera tenido, y quedó completamente consolado (6).

En alabanza de Cristo. Amén.

Capítulo XXVIII
Cómo el hermano Bernardo tuvo un arrobamiento,
en el que permaneció desde la madrugada hasta la hora de nona

Cuánta gracia concede Dios muchas veces a los pobres evangélicos que abandonan el mundo por amor de Cristo, lo demuestra el caso del hermano Bernardo de Quintavalle, el cual, desde que tomó el hábito de San Francisco, era con mucha frecuencia arrebatado en Dios al contemplar las cosas celestiales. Sucedió una vez, entre otras, que, estando en la iglesia oyendo la misa totalmente absorto en Dios, quedó tan arrobado por la fuerza de la contemplación, que en el momento de la elevación del cuerpo de Cristo no se dio cuenta de nada y no se arrodilló ni se quitó la capucha, como lo hacían los demás que estaban presentes, sino que permaneció insensible, mirando fijamente sin pestañear, desde la madrugada hasta la hora de nona. Y después de nona, vuelto en sí, iba por el convento gritando en tono admirativo:

-- ¡Hermanos, hermanos, hermanos! No hay nadie en esta tierra tan grande ni tan noble que, si le prometieran un palacio hermosísimo lleno de oro, no aceptase con gusto llevar un saco de estiércol para ganar un tesoro tan valioso.

En este tesoro tan celestial, prometido a los amadores de Dios, fue introducido el hermano Bernardo en tal grado con su espíritu, que durante quince años anduvo siempre con la mente y el rostro vueltos hacia el cielo. Durante ese tiempo, jamás sació el hambre en la mesa, si bien tomaba un poco de lo que le era puesto delante, porque decía que no es perfecta la abstinencia que consiste en privarse de las cosas que no se prueban, sino que la verdadera abstinencia consiste en moderarse en las cosas que saben buenas al gusto.

Así es como llegó a una tal clarividencia y luz de la mente, que aun los hombres más doctos acudían a él en busca de solución de cuestiones difíciles y de pasajes intrincados de la Sagrada Escritura; y él aclaraba toda dificultad. Puesto que su mente se hallaba del todo liberada y abstraída de las cosas terrenas, se remontaba a la altura como las golondrinas, a impulsos de la contemplación; y le acaeció estar hasta veinte días, y a veces treinta, solo en las cimas de las más altas montañas contemplando las cosas celestiales. Por esta razón solía decir de él el hermano Gil que no a todos se concede este don otorgado al hermano Bernardo de poder alimentarse volando, como lo hacen las golondrinas. Y por esta gracia extraordinaria que había recibido de Dios, San Francisco gustaba muchas veces de hablar con él día y noche; así que algunas veces fueron hallados juntos, arrebatados en Dios durante toda la noche en el bosque, donde se habían recogido para hablar de Dios.

El cual sea bendecido por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

Capítulo XXIX
Cómo el demonio se apareció al hermano Rufino
en figura de Cristo crucificado y le dijo que estaba condenado

El hermano Rufino, uno de los más nobles caballeros de Asís, compañero de San Francisco y hombre de gran santidad, fue un tiempo fortísimamente atormentado y tentado en su interior por el demonio acerca de la predestinación. Esto le hacía andar triste y melancólico, porque el demonio le hacía creer que estaba condenado y que no era del número de los predestinados a ir a la vida eterna, siendo inútil todo lo que hacía en la Orden. Como esta tentación perdurara varios días y él no se atreviera a manifestarla a San Francisco por vergüenza, no omitiendo por ello las oraciones y las abstinencias que acostumbraba, el demonio comenzó a añadirle tristeza sobre tristeza, combatiéndolo, además de con la batalla interior, también con falsas apariciones exteriores. Una vez se le apareció en la forma del Crucificado y le dijo:

-- ¡Oh hermano Rufino! ¿A qué viene macerarse con penitencias y rezos, si tú no estás predestinado a ir a la vida eterna? Créeme, yo sé muy bien a quiénes he elegido y predestinado, y no creas a ese hijo de Pedro Bernardone si te dice lo contrario. Y no le preguntes sobre esto, porque ni él ni ningún otro lo sabe, sino yo, que soy el Hijo de Dios. Créeme, pues, si te digo que tú eres del número de los condenados; y el hijo de Pedro Bernardone, tu padre, como también su padre, están condenados, y todos los que le siguen están engañados.

Al oír estas palabras, el hermano Rufino comenzó a verse tan entenebrecido por el príncipe de las tinieblas, que estaba para perder por completo la fe y el amor que había profesado a San Francisco, y ya no se cuidaba de decirle nada. Pero lo que el hermano Rufino no dijo al santo Padre, se lo reveló a éste el Espíritu Santo. Viendo, pues, en espíritu San Francisco el gran peligro en que se hallaba el pobre hermano, mandó al hermano Maseo a buscarlo. El hermano Rufino le respondió con brusquedad:

-- ¡Qué tengo que ver yo con el hermano Francisco!

Entonces, el hermano Maseo, todo lleno de sabiduría divina, entreviendo la perfidia del demonio, le dijo:

-- Hermano Rufino, ¿no sabes tú que el hermano Francisco es como un ángel de Dios, que ha iluminado a tantas almas en el mundo y por medio del cual hemos recibido nosotros la gracia de Dios? Quiero absolutamente que vengas a él, porque veo claramente que el demonio te está engañando.

A estas palabras, el hermano Rufino se puso en camino para ir a San Francisco. Viéndole venir de lejos, San Francisco comenzó a gritarle:

-- ¡Oh hermano Rufino, tontuelo!, ¿a quién has dado crédito?

Llegado el hermano Rufino, le manifestó punto por punto toda la tentación que había sufrido del demonio interior y exteriormente, haciéndole ver que aquel que se le había aparecido era el demonio y no Cristo, y que en manera alguna debía hacer caso de sus insinuaciones.

-- Si vuelve otra vez el demonio a decirte: «Estás condenado» -añadió San Francisco-, no tienes más que decirle: «¡Abre la boca, y te la llenaré de estiércol!», y verás cómo huye en cuanto tú le digas esto; señal de que es el diablo. Y debías haber conocido que era del demonio al ver cómo endurecía tu corazón para todo bien; éste, en efecto, es su oficio. En cambio, Cristo bendito jamás endurece el corazón del hombre fiel, antes, al contrario, lo ablanda, como dice por la boca del profeta: Yo os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne (Ez 36,26).

Entonces, el hermano Rufino, al ver que San Francisco le decía punto por punto cómo había sido su tentación, se compungió con sus palabras, rompió a llorar a lágrima viva y cayó a los pies de San Francisco, reconociendo humildemente la culpa que había cometido ocultando su tentación. Quedó así muy consolado y confortado con las recomendaciones del Padre santo y totalmente cambiado para mejor. Por fin, le dijo San Francisco:

-- Anda, hijo, confiésate y no abandones el ejercicio acostumbrado de la oración; no dudes que esta tentación te servirá de gran utilidad y consuelo, como lo comprobarás muy pronto.

Volvió el hermano Rufino a su celda en el bosque, y, hallándose en oración con muchas lágrimas, he aquí que vuelve a venir el enemigo bajo la figura de Cristo, según la apariencia exterior, y le dice:

-- ¡Oh hermano Rufino!, ¿no te dije que no debías creer al hijo de Pedro Bernardone y que es inútil que te fatigues en lágrimas y oraciones, puesto que estás condenado sin remedio? ¿De qué te sirve atormentarse cuando estás en vida, si al morir te has de ver condenado?

Al punto, le respondió el hermano Rufino:

-- ¡Abre la boca, y te la llenaré de estiércol!

El demonio, enfurecido, se fue inmediatamente, causando tal tempestad y cataclismo de piedras que caían del monte Subasio a una y otra parte, que por largo espacio de tiempo siguieron cayendo piedras hasta abajo; y era tan grande el ruido de las piedras chocando las unas con las otras al rodar, que se llenaba el valle del resplandor de las chispas. Al ruido tan espantoso que producían, salieron del eremitorio, alarmados, San Francisco y sus compañeros para ver lo que ocurría, y pudieron ver aquel torbellino de piedras.

Entonces, el hermano Rufino se convenció claramente de que había sido el demonio quien le había engañado. Volvió a San Francisco y se postró otra vez en tierra, reconociendo su pecado. San Francisco le animó con dulces palabras y lo mandó totalmente consolado a su celda.

Estando en ella devotamente en oración, se le apareció Cristo bendito, le enardeció el alma en el amor divino y le dijo:

-- Has hecho bien, hijo, en creer a Francisco, porque el que te había llenado de tristeza era el diablo; pero yo soy Cristo, tu Maestro, y, para que no te quepa duda alguna, te doy esta señal: mientras vivas no volverás a sentir tristeza ni melancolía.

Dicho esto, desapareció Cristo, dejándolo lleno de tal alegría y dulzura de espíritu y elevación del alma, que día y noche estaba absorto y arrobado en Dios.

Desde entonces fue de tal manera confirmado en gracia y en la seguridad de su salvación, que se halló cambiado en otro hombre, y hubiera estado día y noche en oración contemplando las cosas divinas si los demás le hubieran dejado. Por eso decía de él San Francisco que el hermano Rufino había sido ya canonizado en vida por Jesucristo y que él no dudaría, excepto delante de él, en llamarlo «San Rufino» aun estando vivo en la tierra (7).

En alabanza de Cristo. Amén.

* * *

1) Cf. Is 53,3s. San Francisco reconoce en su Testamento que la gracia de la conversión le vino a través de su experiencia del servicio a los leprosos; fue Dios mismo quien «le llevó» entre ellos. Por eso, ese servicio de amor a los «hermanos cristianos» era el noviciado que él exigía de sus seguidores. En los primeros años de la fraternidad, los hermanos se hospedaban frecuentemente en las leproserías y tomaban a su cargo la asistencia de los leprosos (LP 9 y 65). Más aún, había cierto compromiso de compartir con ellos el fruto del trabajo y de la mendicación, como lo establecía 1 R 8,10.

2) El eremitorio de Monte Casale, a cuatro kilómetros de Borgo San Sepolcro, en la montaña, existía ya en 1213. San Francisco se detuvo en él varias veces en sus viajes al monte Alverna. El episodio de los tres ladrones está atestiguado por la LP 115 y el EP 66. En cambio, la segunda parte, que relata la visión dantesca o, mejor, el sueño del tercer ladrón, ya penitentísimo religioso, pertenece al número de las fantasías bastardas que proliferaron en el siglo XIV y es adición posterior. Por ello hemos suprimido esa parte.

3) Acoger con cortesía y caridad a ladrones y malhechores era exigencia de la fraternidad evangélica. Cf. 1 R 7,14.

4) Bolonia era a la sazón el emporio de la ciencia del derecho. El sermón de que hablan las Florecillas pudo ser el del 15 de agosto de 1222, descrito por Tomás de Spalato, testigo presencial; los efectos de conversión coinciden con los de nuestro texto (cf. BAC p. 970).

5) Se trata del Beato Peregrino de Falerone, muerto hacia 1233. Su culto ha sido oficialmente reconocido por la Iglesia.

6) Sobre el hermano Ricerio cf. LP 101 n. 2. Su culto ha sido aprobado por la Iglesia. San Francisco fue acogido por el obispo de Asís en su palacio en septiembre de 1226, próximo ya a la muerte. Y fue entonces, según el testimonio del hermano León, cuando Ricerio hizo esta pregunta al santo Fundador: «Dime, Padre, ¿cuáles fueron tus intenciones cuando empezaste a tener hermanos y cuáles son las que ahora tienes y las que crees has de mantener hasta el día de tu muerte?» Y obtuvo la respuesta del Santo (LP 101).

7) El episodio de la tentación del hermano Rufino debió de ocurrir en los comienzos de la fraternidad. Una segunda tentación similar, de desconfianza en San Francisco por razón del origen burgués de éste y de su falta de cultura, se halla en la Vita fratris Rufini (Chronica XXIV generalium: AF 3 p. 48s); el escenario es también el del eremitorio del monte Subasio, llamado Le Carceri; aún se muestra en el bosque la gruta del hermano Rufino.

Florecillas - Cap. 19-24 Florecillas - Cap. 30-37

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