DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

San Buenaventura: Leyenda mayor de San Francisco, 7-9


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Capítulo VII

Amor a la pobreza
y admirable solución en casos de penuria

1. Entre los diversos dones y carismas que obtuvo Francisco del generoso Dador de todo bien, destaca, como una prerrogativa especial, el haber merecido crecer en las riquezas de la simplicidad mediante su amor a la altísima pobreza.

Considerando el Santo que esta virtud había sido muy familiar al Hijo de Dios y al verla ahora rechazada casi en todo el mundo, de tal modo se determinó a desposarse (1) con ella mediante los lazos de un amor eterno, que por su causa no sólo abandonó al padre y a la madre, sino que también se desprendió de todos los bienes que pudiera poseer. No hubo nadie tan ávido de oro como él de la pobreza, ni nadie fue jamás tan solícito en guardar un tesoro como él en conservar esta margarita evangélica (Mt 13,45). Nada había que le alterase tanto como el ver en sus hermanos algo que no estuviera del todo conforme con la pobreza. De hecho, respecto a su persona, se consideró rico con una túnica, la cuerda y los calzones desde el principio de la fundación de la Religión hasta su muerte y vivió contento con eso sólo (Test 16).

Frecuentemente evocaba -no sin lágrimas- la pobreza de Cristo Jesús y de su madre; y como fruto de sus reflexiones afirmaba ser la pobreza la reina de las virtudes, pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su madre (2).

Por eso, al preguntarle los hermanos en una reunión cuál fuera la virtud con la que mejor se granjea la amistad de Cristo, respondió como quien descubre un secreto de su corazón: «Sabed, hermanos, que la pobreza es el camino especial de salvación, como que fomenta la humildad y es raíz de la perfección, y sus frutos -aunque ocultos- son múltiples y variados. Esta virtud es el tesoro escondido del campo evangélico (Mt 13,44), por cuya adquisición merece la pena vender todas las cosas, y las que no pueden venderse han de estimarse por nada en comparación con tal tesoro».

2. Decía también: «El que quiera llegar a la cumbre de esta virtud debe renunciar no sólo a la prudencia del mundo, sino también -en cierto sentido- a la pericia de las letras, a fin de que, expropiado de tal posesión, pueda adentrarse en las obras del poder del Señor (3) y entregarse desnudo en los brazos del Crucificado (4), pues nadie abandona perfectamente el siglo mientras en el fondo de su corazón se reserva para sí la bolsa de los propios afectos» (cf. Adm 4.14.19).

Cuando hablaba con sus hermanos acerca de la pobreza -que lo hacía a menudo-, les inculcaba aquellas palabras del Evangelio: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20). Por esta razón enseñaba a sus hermanos que las casas que edificasen fueran humildes, al estilo de los pobres; que no las habitasen como propietarios, sino como inquilinos, considerándose peregrinos y advenedizos, pues constituye norma en los peregrinos -decía- ser alojados en casa ajena, anhelar ardientemente la patria y pasar en paz de un lugar a otro (5).

A veces ordenaba derribar las casas edificadas o mandaba que las abandonaran sus hermanos si en ellas observaba algo que -por razón de la apropiación o de la suntuosidad- era contrario a la pobreza evangélica. Decía que esta virtud es el fundamento de la Orden, sobre el cual se apoya primordialmente toda la estructura de la Religión; pero, si se resquebrajara la base de la pobreza, sería totalmente destruido el edificio de la Orden.

3. Por tanto, enseñaba -ilustrado por revelación- que el ingreso en la santa Religión debía comenzar dando cumplimiento a aquellas palabras del Evangelio: Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres (Mt 19,21). De ahí que no admitía en la Orden sino a los que se habían expropiado de todo y nada retenían para sí, ya para observar la palabra del Evangelio, ya también para evitar que los bienes reservados les sirvieran de piedra de escándalo.

Así procedió el verdadero patriarca de los pobres con uno que en la Marca de Ancona le pidió ser recibido en la Orden. «Si quieres unirte a los pobres de Cristo -le dijo-, distribuye tus bienes entre los pobres del mundo». Al oír esto, se fue el hombre, y, movido del amor carnal, repartió entre sus parientes todos sus bienes, pero no dio nada a los pobres. Vuelto al santo varón, le refirió lo que había hecho con sus bienes. En oyéndolo Francisco, le increpó con áspera dureza, diciendo: «Sigue tu camino, hermano mosca, porque todavía no has salido de tu casa y de tu parentela. Repartiste tus bienes entre tus consanguíneos, y has defraudado a los pobres; no eres digno de convivir con los santos pobres. Has comenzado por la carne, y, por tanto, has puesto un fundamento ruinoso al edificio espiritual».

Este hombre, que actuaba guiado por criterios naturales, volvió a los suyos y recuperó sus bienes, que había rehusado dar a los pobres; y bien pronto abandonó sus ideales de virtud.

4. En otra ocasión, en Santa María de la Porciúncula había tanta escasez, que no se podía atender convenientemente -según lo exigía la necesidad- a los hermanos huéspedes que llegaban. Acudió entonces el vicario al Santo, y, alegándole la penuria de los hermanos, le pidió que permitiese reservar algo de los bienes de los novicios que ingresaban para poder recurrir a dicho fondo en caso de necesidad (6).

El Santo, que no ignoraba los designios divinos, le contestó: «Lejos de nosotros, hermano carísimo, proceder infielmente contra la Regla por condescender a cualquier hombre. Prefiero que despojes el altar de la gloriosa Virgen, cuando lo requiera la necesidad, antes que faltar en lo más mínimo contra el voto de pobreza y la observancia del Evangelio. Más le agradará a la bienaventurada Virgen que, por observar perfectamente el consejo del santo Evangelio, sea despojado su altar, que, conservándolo bien adornado, seamos infieles al consejo de su Hijo, que hemos prometido guardar».

5. Pasaba una vez el varón de Dios con su compañero por la Pulla, cerca de Bari (7), y encontraron en el camino una gran bolsa -llamada vulgarmente funda-, bien hinchada, por lo que parecía estar repleta de dinero. El compañero dio cuenta de ello al pobrecillo de Cristo y le insistió en que se recogiera del suelo la bolsa para entregar el dinero a los pobres. Rehusó el hombre de Dios acceder a tales deseos, receloso de que en aquella bolsa pudiera esconderse algún ardid diabólico y pensando que lo que le sugería el hermano no era cosa meritoria, sino pecaminosa, porque era apoderarse de lo ajeno para dárselo a los pobres. Se apartan del lugar, apresurándose a continuar el camino emprendido.

Mas no quedó tranquilo el hermano, engañado por una falsa piedad; incluso echaba en cara al siervo de Dios su proceder, como que se despreocupaba de socorrer la penuria de los pobres.

Consintió, al fin, el manso varón de Dios en volver al lugar, no ciertamente para hacer la voluntad del hermano, sino para ponerle de manifiesto el engaño diabólico. Vuelto, pues, al lugar donde estaba la bolsa con su compañero y un joven que encontraron en el camino, oró primero y después mandó al compañero que levantara la bolsa. Se llenó de temor y temblor el hermano, como si ya presintiese al monstruo infernal. Con todo, impulsado por el mandato de la santa obediencia, desechó toda duda y extendió la mano para recoger la bolsa. De pronto salió de la bolsa un culebrón, que desapareció súbitamente junto con la misma bolsa. De este modo le hizo ver al hermano el engaño diabólico que estaba allí encerrado.

Desenmascarada, pues, la falacia del astuto enemigo, dijo el Santo a su compañero: «Hermano, para los siervos de Dios el dinero no es sino un demonio y una culebra venenosa».

6. Después de esto, al trasladarse el Santo requerido por un asunto a la ciudad de Siena, le sucedió un caso admirable (8).

En una gran planicie que se extiende entre Campillo y San Quirico le salieron al encuentro tres pobrecillas mujeres del todo semejantes en la estatura, edad y facciones del rostro, las cuales le brindaron un saludo muy original, diciéndole: «¡Bienvenida sea dama Pobreza!»

Al oír tales palabras, llenase de un gozo inefable el verdadero enamorado de la pobreza, pues pensaba que no podía haber otra forma más halagüeña de saludarse entre sí los hombres que la empleada por aquellas mujeres. Al desaparecer rápidamente éstas, y considerando los compañeros de Francisco la extraña novedad que en ellas se apreciaba por su semejanza, su forma de saludar, su encuentro y desaparición, concluyeron -no sin razón- que todo aquello encerraba algún misterio relacionado con el santo varón.

En efecto, aquellas tres pobrecillas mujeres de idéntico aspecto, con su forma tan insólita de saludar y su desaparición tan repentina, parecían indicar bien a las claras que en el varón de Dios resplandecía perfectamente y de igual modo la hermosura de la perfección evangélica en lo que se refiere a la castidad, obediencia y pobreza, aunque prefería gloriarse en el privilegio de la pobreza, a la que solía llamar con el nombre unas veces de madre, otras, de esposa, así como, de señora.

En esta virtud deseaba sobrepujar a todos el que por ella había aprendido a considerarse inferior a los demás. Por esto, si alguna vez le sucedía encontrarse con una persona más pobre que él en su porte exterior, al instante se reprochaba a sí mismo, animándose a igualarla, como si al luchar en esta emulación temiera ser vencido en el combate.

Le sucedió efectivamente encontrarse en el camino con un pobre, y, al ver su desnudez, se sintió compungido en el corazón, y con acento lastimoso dijo a su compañero: «Gran vergüenza debe causarnos la indigencia de este pobre. Nosotros hemos escogido la pobreza como nuestra más preciada riqueza, y he aquí que en éste resplandece más que en nosotros».

7. Por amor a la santa pobreza, el siervo de Dios omnipotente tomaba más a gusto las limosnas mendigadas de puerta en puerta que las ofrecidas espontáneamente. Por eso si, invitado alguna vez por grandes personajes, iba a ser obsequiado con una mesa rica y abundante, primero mendigaba por las casas vecinas algunos mendrugos de pan, y, enriquecido así con tal indigencia, se sentaba a la mesa.

Habiendo procedido de esta manera en una ocasión en que fue convidado por el señor Ostiense, que distinguía al pobre de Cristo con un afecto especial, ceguecillo el obispo por la injuria hecha a su honor, pues, siendo huésped suyo, había ido a pedir limosna. Pero el siervo de Dios le repuso: «Gran honor os he tributado, señor mío, al honrar a otro Señor más excelso. En efecto, el Señor se complace en la pobreza; máxime en aquella que, por amor a Cristo, se manifiesta en la voluntaria mendicidad. No quiero cambiar por la posesión de las falsas riquezas, que os han sido concedidas para poco tiempo, aquella dignidad real que asumió el Señor Jesús, haciéndose pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza y constituir a los verdaderos pobres de espíritu en reyes y herederos del reino de los cielos» (cf. 2 Cor 8,9; Mt 5,3).

8. Cuando a veces exhortaba a sus hermanos a pedir limosna, les hablaba así: «Id, porque en estos últimos tiempos los hermanos menores han sido dados al mundo para que los elegidos cumplan con ellos las obras por las que serán elogiados por el Juez, escuchando estas dulcísimas palabras: Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Por eso afirmaba que debía ser muy gozoso mendigar con el título de hermanos menores, ya que el maestro de la verdad evangélica expresó tan claramente dicho título al hablar de la retribución de los justos.

Aun en las fiestas importantes, si es que se le presentaba la oportunidad, solía salir a mendigar, pues aseguraba que entonces se cumplía en los santos pobres aquel dicho profético: El hombre comió pan de ángeles (Sal 77,25). De hecho, afirmaba ser verdadero pan angélico aquel que, pedido por amor de Dios y donado por su amor mediante la inspiración de los bienaventurados ángeles, recoge de puerta en puerta la santa pobreza.

9. Hallábase una vez en la solemnidad de Pascua en un eremitorio [Greccio] tan separado de todo consorcio humano, que difícilmente podía ir a mendigar, y, recordando a Aquel que ese mismo día se apareció en traje de peregrino a los discípulos que iban de camino a Emaús, también él -como peregrino y pobre- comenzó a pedir limosna a sus hermanos. Y, habiéndola recibido humildemente, los instruyó en las Sagradas Escrituras, animándoles a pasar como peregrinos y advenedizos (1 Pe 2,11) por el desierto de este mundo y a celebrar continuamente en pobreza de espíritu, como verdaderos hebreos, la Pascua del Señor, esto es, el paso de este mundo al Padre (Jn 13,1). Y como a pedir limosna no le movía la ambición del lucro, sino la libertad de espíritu, por eso, Dios, Padre de los pobres, parecía tener de él un cuidado especial.

10. Habiéndose enfermado gravemente el siervo del Señor en Nocera, fue trasladado a Asís por ilustres embajadores, enviados expresamente por la devoción del pueblo asisiense (9).

De camino a Asís, llegaron a un pueblo pobrecito llamado Satriano, donde, apremiados por el hambre y por ser ya hora de comer, fueron a comprar alimentos; pero, no habiendo nadie que los vendiese, regresaron de vacío.

Entonces les dijo el Santo: «No habéis encontrado nada porque confiáis más en vuestras moscas que en Dios. (Llamaba moscas a los dineros). Pero volved -añadió- por las casas que habéis recorrido, y, ofreciéndoles por precio el amor de Dios, pedid humildemente limosna. Y no juzguéis, llevados de una falsa apreciación, que esto sea algo vil o vergonzoso, porque, después del pecado, el gran Limosnero, con generosa misericordia, reparte todos los bienes como limosna tanto a dignos como a indignos». Deponen la vergüenza aquellos caballeros y piden espontáneamente limosna, consiguiendo, por amor de Dios, mucho más de lo que hubieran podido comprar con sus dineros. Efectivamente, los pobres habitantes de aquel poblado, tocados en su corazón por moción divina, no sólo les ofrecieron sus cosas, sino que se pusieron generosamente a disposición de ellos. Y así resultó que la necesidad que no pudo ser remediada por el dinero, la solucionara la opulenta pobreza de Francisco.

11. Durante un tiempo en que yacía enfermo en un eremitorio cercano a Rieti, le visitaba frecuentemente un médico que le prestaba sus servicios (10). No pudiendo el pobre de Cristo pagarle sus trabajos con una condigna recompensa, Dios -liberalísimo- en lugar del pobrecillo vino a compensar esos piadosos servicios -para que no quedaran sin una presente remuneración- con el siguiente singular beneficio.

Acababa de construir el médico una casa de nueva planta, gastando en ello todos sus ahorros, y he aquí que aparecieron en sus paredes unas profundas grietas que se extendían de arriba abajo, amenazando una ruina tan inminente, que no se veía ningún medio humano que pudiera evitar su caída. Pero, confiando plenamente en los méritos del Santo, pidió a sus compañeros, con gran fe y devoción, el favor de darle algo que hubiese tocado con sus manos el varón de Dios. Tras reiteradas instancias, pudo obtener un poco del cabello de Francisco, que él mismo colocó al atardecer en una de las grietas de la pared. Al levantarse a la mañana siguiente, comprobó que se había cerrado tan estrecha y fuertemente la grieta, que no pudo extraer las reliquias que había depositado ni encontrar rastro alguno de la anterior hendidura. Y sucedió esto así para que quien había cuidado tan diligentemente del ruinoso cuerpecillo del siervo de Dios se librara del peligro de ruina que amenazaba su propia casa.

12. Quiso en otra ocasión el varón de Dios trasladarse a un eremitorio [el monte Alverna] para dedicarse allí más libremente a la contemplación; pero, como estaba muy débil, se hizo llevar en el asnillo de un pobre campesino. Era un día caluroso de verano. El hombre subía a la montaña siguiendo al siervo de Cristo, y, cansado por la áspera y larga caminata, se sintió desfallecer por una sed abrasadora. En esto comenzó a gritar insistentemente detrás del Santo: «¡Eh, que me muero de sed, me muero si inmediatamente no tomo para refrigerio algo de beber!»

Sin tardanza, se apeó del jumentillo el hombre de Dios, e, hincadas las rodillas en tierra y alzadas las manos al cielo, no cesó de orar hasta que comprendió haber sido escuchado. Acabada la oración, dijo al hombre: «Corre a aquella roca y encontrarás allí agua viva, que Cristo en este momento ha sacado misericordiosamente de la piedra para que bebas».

¡Estupenda dignación de Dios, que condesciende tan fácilmente con los deseos de sus siervos! Bebió el hombre sediento del agua brotada de la piedra en virtud de la oración del Santo y extrajo el líquido de una roca durísima. No hubo allí antes ninguna corriente de agua; ni, por más diligencias que se han hecho, se ha podido encontrar posteriormente (11).

13. Como más adelante, en su debido lugar [LM 9,5], se hará mención de cómo Cristo, en atención a los méritos de su pobrecillo, multiplicó los alimentos durante una travesía por el mar, bástenos ahora recordar tan sólo que, gracias a una pequeña limosna que le habían entregado, pudo librar por espacio de muchos días a los que navegaban con él del peligro del hambre y de la muerte. Bien puede deducirse de estos hechos que, así como el siervo de Dios todopoderoso fue semejante a Moisés en sacar agua de la piedra, así se pareció también a Eliseo en la multiplicación de los alimentos.

Que desechen, pues, los pobres de Cristo toda suerte de desconfianza. Porque si la pobreza de Francisco fue de una suficiencia tan copiosa que su admirable virtud vino a socorrer las necesidades que se presentaban, de modo que no faltó ni comida, ni bebida, ni casa cuando fallaron los poderes del dinero, de la inteligencia y de la naturaleza, ¿con cuánta más razón obtendrá todo aquello que comúnmente se concede en el orden habitual de la divina Providencia? Pues si una árida roca -repito-, a la voz del pobrecillo, proporcionó agua abundante a aquel campesino sediento, ninguna criatura negará ya su obsequio a los que han dejado todo por el Autor de todas las cosas.

Capítulo VIII

Sentimiento de piedad del Santo
y afición que sentían hacia él los seres irracionales

1. La verdadera piedad, que, según el Apóstol, es útil para todo (1 Tim 4,8), de tal modo había llenado el corazón y penetrado las entrañas de Francisco, que parecía haber reducido enteramente a su dominio al varón de Dios. Esta piedad es la que por la devoción le remontaba hasta Dios; por la compasión, le transformaba en Cristo; por la condescendencia, lo inclinaba hacia el prójimo, y por la reconciliación universal con cada una de las criaturas, lo retornaba al estado de inocencia.

Sin duda, la piedad lo inclinaba afectuosamente hacia todas las criaturas, pero de un modo especial hacia las almas, redimidas con la sangre preciosa de Cristo Jesús. En efecto, cuando las veía sumergidas en alguna mancha de pecado, lo deploraba con tan tierna conmiseración, que bien podía decirse que, como una madre (12), las engendraba diariamente en Cristo.

Ésta era la causa principal de su veneración por los ministros de la palabra de Dios, porque ellos -mediante la conversión de los pecadores- suscitan con piadosa solicitud la descendencia a su hermano difunto (Dt 25,5), es decir, a Cristo, crucificado por los mismos pecadores, y con solícita piedad gobiernan dicha descendencia.

Afirmaba que este oficio de misericordia es más acepto al Padre de las misericordias que cualquier otro sacrificio, sobre todo si se cumple con espíritu de perfecta caridad, de suerte que este trabajo se realice más con el ejemplo que con la palabra, más con plegarias bañadas de lágrimas que con largos discursos.

2. Por eso decía que es lamentable, como falto de verdadera piedad, el predicador que en su oficio no busca la salvación de las almas, sino su propia alabanza, o que con su vida depravada destruye lo que edifica con la verdad de su doctrina. Y añadía que a tal predicador se debe preferir el hermano sencillo y sin elocuencia, que con su buen ejemplo arrastra a los demás a la práctica del bien. Aducía para ello las palabras de la Escritura: La estéril dio a luz muchos hijos (1 Sam 2,5), y las explicaba así: «La estéril es el hermano pobrecillo que en la Iglesia no tiene cargo de engendrar hijos; pero dará a luz numerosos hijos en el día del juicio, pues los que ahora convierte para Cristo con sus oraciones privadas, se los imputará entonces el Juez para su gloria. En cambio, la que tiene muchos hijos quedará baldía, es decir, el predicador vano y locuaz, que ahora se goza como de haber engendrado él mismo muchos hijos, conocerá entonces que no tuvo arte ni parte en su alumbramiento» (13).

3. Como quiera que deseaba con entrañable piedad la salvación de las almas y sentía por ellas un ardiente celo, decía que se llenaba de suavísima fragancia -cual si se le ungiera con un precioso ungüento- cuando oía que muchos se convertían al camino de la verdad gracias a la odorífera fama de los santos hermanos diseminados por el mundo. Al oír tales noticias, se embriagaba de alegría su espíritu y colmaba de bendiciones dignísimas de toda estimación a aquellos hermanos que con su palabra o ejemplo inducían a los pecadores a amar a Cristo.

Por el contrario, todos aquellos que con sus malas obras mancillaban la sagrada Religión, incurrían en la gravísima sentencia de su maldición: «De ti, santísimo Señor -decía-, y de toda la corte celestial, y de mí, pobrecillo, sean malditos los que con su mal ejemplo confunden y destruyen lo que por los santos hermanos de esta Orden edificaste y no cesas de edificar».

Tan grande era la tristeza que con frecuencia sentía al comprobar el escándalo de la gente sencilla, que se creía morir, de no ser confortado por la consolación de la divina clemencia. En cierta ocasión en que, turbado por los malos ejemplos, rogaba con angustia al Padre misericordioso en favor de sus hijos, recibió esta contestación del Señor: «¿Por qué te turbas, pobre hombrecillo? ¿Por ventura te he constituido pastor sobre mi Religión de modo que ignores que soy yo su principal protector? Te he escogido a ti, hombre simple, para esta obra, a fin de que todo lo que hiciere en ti, no se atribuya a humana industria, sino a la gracia divina. Yo te llamé, te guardaré y te alimentaré; y si algunos hermanos apostataren, los sustituiré por otros, de suerte que, si no hubiesen nacido todavía, los haré nacer; y por más recios que fueran los ataques con que sea sacudida esta pobrecilla Religión, permanecerá siempre en pie gracias a mi protección» (14).

4. Aborrecía -cual si fuera mordedura de serpiente venenosa- el vicio de la detracción, enemigo de la fuente de piedad y de gracia, y afirmaba ser una peste atrocísima y abominable a Dios, sumamente piadoso, por razón de que el detractor se alimenta con la sangre de las almas, a las que mata con la espada de la lengua.

Al oír en cierta ocasión a un hermano que denigraba la fama de otro, volviéndose a su vicario, le dijo: «¡Levántate con toda presteza e investiga diligentemente el asunto, y, si descubres que es inocente el hermano acusado, corrige severamente al acusador y ponlo al descubierto delante de todos!»

E incluso pensaba a veces que quien privaba a su hermano del honor de la fama, merecía ser despojado del hábito, y que no era digno de elevar los ojos a Dios si antes no hacía lo posible para devolver lo robado (15). «Tanto mayor es -decía- la impiedad de los detractores que la de los ladrones, en cuanto que la ley de Cristo, que se cumple con las obras de piedad, nos obliga a desear más la salud de las almas que la de los cuerpos».

5. Admirable era la ternura de compasión con que socorría a los que estaban afligidos de cualquier dolencia corporal; y si en alguno veía una carencia o necesidad, llevado de la dulzura de su piadoso corazón, lo refería a Cristo mismo. Y en verdad poseía una natural clemencia, que se duplicaba con la piedad de Cristo, que se le había copiosamente infundido. De ahí que su alma se derretía de compasión a vista de los pobres y enfermos, y a quienes no podía echarles una mano, les ofrecía su cordial afecto.

Sucedió una vez que uno de los hermanos respondió con cierta dureza a un pobre que importunamente pedía limosna. Al enterarse de ello el piadoso amigo de los pobres, mandó al hermano que, despojado de su hábito, se postrara a los pies de aquel pobre, confesase su culpa y le pidiese el perdón y el sufragio de sus oraciones. Habiendo cumplido humildemente el hermano dicha orden, añadió con dulzura el Padre: «Cuando veas a un pobre, querido hermano, piensa que en él se te propone, como en un espejo, la persona del Señor y de su Madre, pobre. Del mismo modo, al ver a los enfermos, considera las dolencias que él cargó sobre sí».

Y como este pobre muy cristiano veía en cada menesteroso la imagen misma de Cristo, resultaba que, si alguna vez le daban cosas necesarias para la vida, no sólo las entregaba generosamente a los pobres que le salían al paso, sino que incluso juzgaba que debían serles devueltas, como si fueran de su propiedad.

Al volver en cierta ocasión de la ciudad de Siena, llevando -por razón de enfermedad- vestido sobre el hábito un corto manto, se encontró con un pordiosero. Viendo con ojos compasivos su miseria, dijo al compañero: «Es menester que le devolvamos a este pobrecillo el manto, porque es suyo, pues lo hemos recibido prestado hasta tanto no encontráramos otra persona más pobre». Pero el compañero, viendo la necesidad en que se encontraba el piadoso Padre, se oponía tenazmente a que socorriera al pobre, descuidándose de sí mismo. El Santo, empero, le contestó: «Creo que el gran Limosnero me imputaría como verdadero robo si no entregara el manto que llevo a una persona más necesitada que yo».

Por esta causa, cuando le daban algo para alivio de las necesidades de su cuerpo, solía pedir licencia a los donantes para poder distribuirlo lícitamente, si es que se le presentaba otro más necesitado que él. Y cuando se trataba de hacer una obra de misericordia, no perdonaba nada: ni mantos, ni túnicas, ni libros, ni siquiera ornamentos del altar, hasta llegar a entregar todas estas cosas, en la medida de sus posibilidades, a los pobres.

Muchas veces, al encontrarse en el camino con pobres abrumados con pesadas cargas, arrimaba sus débiles hombros para aligerarles el peso (16).

6. La piedad del Santo se llenaba de una mayor terneza cuando consideraba el primer y común origen de todos los seres, y llamaba a las criaturas todas -por más pequeñas que fueran- con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que todas ellas tenían con él un mismo principio. Pero profesaba un afecto más dulce y entrañable a aquellas criaturas que por su semejanza natural reflejan la mansedumbre de Cristo y queda constancia de ello en la Escritura. Muchas veces rescató corderos que eran llevados al matadero, recordando al mansísimo Cordero, que quiso ser conducido a la muerte para redimir a los pecadores.

Hospedándose en cierta ocasión el siervo de Dios en el monasterio de San Verecundo, del obispado de Gubbio, sucedió que aquella misma noche una ovejita parió un corderillo. Había allí una cerda ferocísima que, sin ninguna compasión de la vida del inocente animalito, lo mató de una salvaje dentellada. Enterado de ello el piadoso Padre, se sintió estremecido por una extraordinaria conmiseración, y, recordando al Cordero sin mancha, se lamentaba delante de todos por la muerte del corderillo, exclamando: «¡Ay de mí hermano corderillo, animal inocente, que representas a Cristo entre los hombres; maldita sea la impía que te mató; que ningún hombre ni bestia se aproveche de su carne!» ¡Cosa admirable! Al instante comenzó a enfermar la cerda maléfica, y, después de haber pagado su acción con penosos sufrimientos durante tres días, terminó por sucumbir al filo de la muerte vengadora. Arrojada en la fosa del monasterio, permaneció allí largo tiempo, sin que a ningún hambriento sirviera de comida.

Considere, pues, la impiedad humana de qué forma será al fin castigada, cuando con una muerte tan horrenda fue sancionada la ferocidad de una bestia; reflexionen también los fieles devotos con qué admirable virtud y copiosa dulzura estuvo adornada la piedad del siervo de Dios, que mereció incluso que los animales la reconocieran a su modo.

7. Mientras iba de camino, junto a la ciudad de Siena, encontró pastando un gran rebaño de ovejas. Las saludó afectuosamente como de costumbre, y todas, dejando el pasto, corrieron hacia Francisco, y alzando sus cabezas, quedaron con los ojos fijos en él. Lo rodearon con tal ruidoso agasajo, que estaban admirados tanto los pastores como los hermanos al ver brincando de regocijo en torno al Santo no sólo los corderillos, sino hasta los mismos carneros.

En otra ocasión, en Santa María de la Porciúncula ofrecieron al varón de Dios una oveja, que aceptó muy complacido por su amor a la inocencia y sencillez, que naturalmente representa la oveja. Exhortaba el piadoso varón a la ovejita a que atendiera a las alabanzas divinas y se abstuviera de ocasionar la menor molestia a los hermanos. Y la oveja, como si se diese cuenta de la piedad del varón de Dios, guardaba puntualmente sus advertencias. Pues, cuando oía cantar a los hermanos en el coro, también ella entraba en la iglesia y, sin que nadie la hubiese amaestrado, doblaba sus rodillas y emitía un suave balido ante el altar de la Virgen, Madre del Cordero, como si tratara de saludarla. Más aún, cuando dentro de la misa llegaba el momento de la elevación del sacratísimo cuerpo de Cristo, se encorvaba doblando las rodillas, como si el reverente animal reprendiese la irreverencia de los indevotos e invitase a los devotos de Cristo a venerar el sacramento del altar.

Durante un tiempo, llevado de la devoción que sentía por el mansísimo Cordero, tuvo consigo en Roma un corderillo, que entregó, para que lo cuidara en su apartamento, a una noble matrona: a la señora Jacoba de Settesoli. El cordero, como si estuviera aleccionado por el Santo en las cosas espirituales, no se apartaba de la compañía de la señora lo mismo cuando iba a la iglesia que cuando permanecía en ella o volvía a casa. Si sucedía que a la mañana tardaba la señora en levantarse, incorporándose junto al lecho, la empujaba con sus cuernecillos y la despertaba con sus balidos, exhortándole con sus gestos y movimientos a darse prisa para ir a la iglesia. Por lo cual, el cordero -discípulo de Francisco y convertido ya en maestro de vida devota- era guardado por la dama con admiración y afecto.

8. En otra ocasión le ofrecieron en Greccio un lebratillo vivo, el cual, dejado en el suelo con posibilidad de ir a donde quisiera, nada más sentir la llamada del piadoso Padre, dio un brinco y corrió a refugiarse en su regazo. Y acariciándolo tiernamente, se parecía a una madre compasiva y amorosa. Le advirtió con dulces palabras que en lo sucesivo no se dejara cazar y lo soltó para que se marchara libremente. Pero, aunque repetidas veces fue puesto en tierra para que escapara, siempre retornaba al regazo del Padre, como si por un secreto instinto percibiera el amor bondadoso de su corazón. Al fin, por orden del Padre, lo llevaron los hermanos a un lugar más seguro y solitario.

De modo parecido, en la isla del lago de Perusa le ofrecieron al varón de Dios un conejo que había sido cazado, el cual, a pesar de que huía de todos, se refugió confiadamente en las manos y en el regazo de Francisco.

En otra ocasión en que se dirigía presuroso por el lago de Rieti hacia el eremitorio de Greccio, un pescador -llevado de su veneración al Santo- le ofreció un ave acuática. La recibió con agrado, y, abriendo las manos, la invitó a que se fuera. Pero, al no querer marcharse la avecilla, el Santo permaneció largo rato en oración con los ojos fijos en el cielo, y cuando volvió en sí, como quien retorna de la lejanía después de mucho tiempo, mandó dulce y repetidamente a la avecilla que se alejase y continuase alabando al Señor. Recibió la bendición y licencia del Santo, y, dando muestras de alegría con los movimientos de su cuerpo, remontó el vuelo.

En el mismo lago le ofrecieron, igualmente, un gran pez vivo, al que, después de haberle llamado -como de costumbre- con el nombre de hermano, puso en el agua junto a la barca. El pez jugueteaba en el agua delante del varón de Dios; diríase que se sentía atraído por su amor; no se apartaba un punto de la barca, hasta tanto que con su bendición le dio licencia para marcharse.

9. Viajaba otro día con un hermano por las lagunas de Venecia (17), cuando se encontró con una gran bandada de aves que, subidas a las enramadas, entonaban animados gorjeos. Al verlas dijo a su compañero: «Las hermanas aves alaban a su Creador. Pongámonos en medio de ellas y cantemos también nosotros al Señor, recitando sus alabanzas y las horas canónicas».

Y, adentrándose entre las avecinas, éstas no se movieron de su sitio. Pero como, a causa de la algarabía que armaban, no podían oírse uno a otro en la recitación de las horas, el santo varón se volvió a ellas para decirles: «Hermanas avecillas, cesad en vuestros cantos mientras tributamos al Señor las debidas alabanzas». Inmediatamente callaron las aves, permaneciendo en silencio hasta tanto que, recitadas sosegadamente las horas y concluidas las alabanzas, recibieron del santo de Dios licencia para cantar. Y así reanudaron al instante sus acostumbrados trinos y gorjeos.

En Santa María de la Porciúncula se había instalado una cigarra sobre una higuera cercana a la celda del varón de Dios, y desde allí daba sus conciertos. El siervo de Dios, que había aprendido a admirar, aun en las cosas pequeñas, la magnificencia del Creador, se sentía movido con aquel canto a alabar más frecuentemente al Señor. Un día llamó Francisco a la cigarra, y ésta, como amaestrada por el cielo, voló a sus manos. Al decirle: «¡Canta, mi hermana cigarra, y alaba jubilosamente al Señor!», ella -obediente- comenzó en seguida a cantar, y no cesó de hacerlo hasta que, por mandato del Padre, remontó el vuelo hacia su lugar propio. Permaneció allí durante ocho días, cumpliendo diariamente la orden de venir a sus manos, de cantar y volver a la higuera. Por fin, el varón de Dios dijo a sus compañeros: «Demos ya licencia a nuestra hermana cigarra para que pueda alejarse. Bastante nos ha alegrado con su canto, y realmente nos ha animado a alabar al Señor durante estos ocho días». Y, puesta en libertad, se retiró al momento de allí y no volvió a aparecer, como si temiera quebrantar en algo el mandato del siervo de Dios.

10. Cuando el siervo de Dios se hallaba enfermo en Siena, un noble señor le regaló un faisán vivo recientemente capturado (18). Nada más oír y ver al Santo sintió por él tan gran afición, que de ningún modo acertaba a separarse de su compañía, pues repetidas veces lo colocaron en una viña fuera de la pequeña morada de los hermanos para que pudiera escapar si quería, pero siempre volvía en rápido vuelo al lado del Padre, como si por él hubiera sido domesticado durante toda su vida. Entregado más tarde a un hombre (cf. 2 Cel 170) que solía visitar al siervo de Dios por la devoción que le profesaba, dicho faisán rehusó tomar alimento alguno, como si le resultara molesto hallarse alejado de la presencia del bondadoso Padre. Por fin tuvieron que devolverlo al siervo de Dios, a quien tan pronto como le vio, entre grandes muestras de alegría, comenzó a comer con toda voracidad.

Cuando llegó al retiro del Alverna para celebrar la cuaresma en honor del arcángel San Miguel, aves de diversa especie aparecieron revoloteando en torno a su celdita, y con sus armoniosos conciertos y gestos de regocijo, como quienes festejaban su llegada, parecía que invitaban encarecidamente al piadoso Padre a establecer allí su morada. Al ver esto, dijo a su compañero: «Creo, hermano, ser voluntad de Dios que permanezcamos aquí por algún tiempo, pues parece que las hermanas avecillas reciben un gran consuelo con nuestra presencia».

Fijando, pues, allí su morada, un halcón que anidaba en aquel mismo lugar se le asoció con un extraordinario pacto de amistad. En efecto, todas las noches, a la hora en que el Santo acostumbraba levantarse para los divinos oficios, el halcón le despertaba con sus cantos y sonidos. Este gesto agradaba sumamente al siervo de Dios, ya que semejante solicitud ejercida con él le hacía sacudir toda pereza y desidia. Mas, cuando el siervo de Cristo se sentía más enfermo de lo acostumbrado, el halcón se mostraba comprensivo, y no le marcaba una hora tan temprana para levantarse, sino que al amanecer -como si estuviera instruido por Dios- pulsaba suavemente la campana de su voz.

Ciertamente, parece que tanto la alegría exultante de la variada multitud de aves como el canto del halcón fueron un presagio divino de cómo el cantor y adorador de Dios -elevado sobre las alas de la contemplación- había de ser exaltado en aquel mismo monte mediante la aparición de un serafín.

11. Mientras estaba morando una temporada en el eremitorio de Greccio, los habitantes de aquel lugar se veían atormentados por muchos males. Por una parte, manadas de lobos rapaces (cf. LP 74) hacían grandes estragos no sólo entre los animales, sino en los mismos hombres; por otra, anualmente, las tempestades de granizo devastaban los campos y viñedos.

Estando, pues, tan afligidos, el pregonero del santo Evangelio les predicó en los siguientes términos: «Para honor y alabanza de Dios omnipotente, os aseguro que desaparecerán todas estas calamidades y que el Señor, vuelto a vosotros, os multiplicará los bienes temporales si, dando crédito a mis palabras, reconocéis vuestra lamentable situación y -previa una sincera confesión de vuestros pecados- hacéis dignos frutos de penitencia (Mt 3,8). Pero además os anuncio que si, mostrándoos ingratos a los beneficios recibidos, volvéis al vómito de vuestros pecados (Prov 26,11), se renovarán las pestes, se duplicará el castigo y se descargará sobre vosotros una ira mayor».

Siguiendo las amonestaciones del Santo, los moradores de Greccio hicieron penitencia de sus pecados, y desde aquel día cesaron las plagas, desaparecieron los peligros y ni los lobos ni el granizo volvieron a causarles daño alguno. Es más, si alguna vez el granizo llegaba a devastar los campos vecinos, al acercarse a los términos de Greccio, se disipaba allí mismo la tempestad o tomaba otra dirección. El granizo y los lobos guardaron el pacto del siervo de Dios, y nunca intentaron contravenir las leyes de la piedad ensañándose con los hombres, convertidos también a la piedad, mientras éstos no violaron el acuerdo actuando impíamente contra las piadosísimas leyes de Dios.

Así, pues, debe ser objeto de piadosa admiración la piedad de este bienaventurado varón, que estuvo revestida de tan admirable dulzura y poder, que amansó a las bestias feroces, domesticó a los animales salvajes, amaestró a los mansos y sometió a su obediencia la naturaleza de los brutos, rebeldes al hombre después de su caída en el pecado. Realmente, la piedad -reconciliando entre sí a todas las criaturas- es útil para todo, pues tiene una promesa para esta vida y para la futura (1 Tim 4,8).

Capítulo IX

Fervor de su caridad y ansias de martirio

1. ¿Quién será capaz de describir la ardiente caridad en que se abrasaba Francisco, el amigo del Esposo? Todo él parecía impregnado -como un carbón encendido- de la llama del amor divino. Con sólo oír la expresión «amor de Dios», al momento se sentía estremecido, excitado, inflamado, cual si con el plectro del sonido exterior hubiera sido pulsada la cuerda interior de su corazón. Afirmaba ser una noble prodigalidad ofrecer tal censo de amor a cambio de las limosnas y que son muy necios cuantos lo cotizan menos que el dinero, puesto que el imponderable precio del amor de Dios basta para adquirir el reino de los cielos y porque mucho ha de ser amado el amor de Aquel que tanto nos amó.

Mas para que todas las criaturas le impulsaran al amor divino, exultaba de gozo en cada una de las obras de las manos del Señor y por el alegre espectáculo de la creación se elevaba hasta la razón y causa vivificante de todos los seres. En las cosas bellas contemplaba (19) al que es sumamente hermoso, y, mediante las huellas impresas en las criaturas, buscaba por doquier a su Amado, sirviéndose de todos los seres como de una escala para subir hasta Aquel que es todo deseable. Impulsado por el afecto de su extraordinaria devoción, degustaba la bondad originaria de Dios en cada una de las criaturas, como en otros tantos arroyos derivados de la misma bondad; y, como si percibiera un concierto celestial en la armonía de las facultades y movimientos que Dios les ha otorgado, las invitaba dulcemente -cual otro profeta David- a cantar las alabanzas divinas (Sal 148,1-14).

2. Cristo Jesús crucificado moraba de continuo, como hacecillo de mirra, en la mente y corazón de Francisco, y en Él deseaba transformarse totalmente por el incendio de su excesivo amor (20). Impulsado por su singular devoción a Cristo, desde la fiesta de la Epifanía se apartaba a lugares solitarios durante cuarenta días continuos, en recuerdo del tiempo que Cristo estuvo retirado en el desierto, y, encerrado en una celda, observaba la mayor estrechez que le permitían sus fuerzas en el comer y beber, entregándose sin interrupción al ayuno (21), a la oración y a las alabanzas divinas.

Era tan ardiente el afecto que le arrebataba hacia Cristo y, por otra parte, tan cariñoso el amor con que le correspondía el Amado, que daba la impresión de que el siervo de Dios sentía continuamente ante sus ojos la presencia del Salvador, según lo reveló alguna vez en confianza a sus compañeros más íntimos.

Su amor al sacramento del cuerpo del Señor era un fuego que abrasaba todo su ser, sumergiéndose en sumo estupor al contemplar tal condescendencia amorosa y un amor tan condescendiente. Comulgaba frecuentemente y con tal devoción, que contagiaba su fervor a los demás, y al degustar la suavidad del Cordero inmaculado, era muchas veces, como ebrio de espíritu, arrebatado en éxtasis.

3. Amaba con indecible afecto a la Madre del Señor Jesús, por ser ella la que ha convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad y por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella. Después de Cristo, depositaba principalmente en la misma su confianza; por eso la constituyó abogada suya y de todos sus hermanos, y ayunaba en su honor con suma devoción desde la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción.

Con vínculos de amor indisoluble se sentía unido a los espíritus angélicos, que arden en un fuego mirífíco, con el que se elevan hasta Dios e inflaman las almas de los elegidos. Por devoción a ellos ayunaba durante cuarenta días a partir de la Asunción de la gloriosa Virgen, entregándose a una ininterrumpida oración. Pero profesaba un especial amor y devoción al bienaventurado Miguel Arcángel, por ser el encargado de presentar las almas a Dios (Dan 12,1). Impulsábale a ello el ferviente celo que sentía por la salvación de cuantos han de salvarse.

Al recuerdo de todos los santos, como piedras de fuego (Ez 28,14), se recalentaba en su corazón un incendio divino. Cultivaba una gran devoción a todos los apóstoles, especialmente a Pedro y Pablo, por la ardiente caridad con que amaron a Cristo; y en reverencia y amor hacia los mismos dedicaba al Señor el ayuno de una cuaresma especial (22).

El Pobrecillo no tenía para ofrecer con liberal generosidad más que dos moneditas: su cuerpo y su alma. Y ambas las tenía ofrecidas tan de continuo a Cristo, que se diría que en todo momento inmolaba su cuerpo con el rigor del ayuno, y su espíritu con ardorosos deseos, sacrificando en el atrio exterior el holocausto y quemando en el interior de su templo el timiama.

4. Si, por una parte, su intensa devoción y ferviente caridad lo elevaban hacia las realidades divinas, por otra, su afectuosa bondad lo lanzaba a estrechar en dulce abrazo a todos los seres, hermanos suyos por naturaleza y gracia. Pues si la ternura de su corazón lo había hecho sentirse hermano de todas las criaturas, no es nada extraño que la caridad de Cristo lo hermanase más aún con aquellos que están marcados con la imagen del Creador y redimidos con la sangre del Hacedor.

No se consideraba amigo de Cristo si no trataba de ayudar a las almas que por Él han sido redimidas. Y afirmaba que nada debe preferirse a la salvación de las almas, aduciendo como prueba suprema el hecho de que el Unigénito de Dios se dignó morir por ellas colgado en el leño de la cruz. De ahí su esfuerzo en la oración, de ahí sus correrías apostólicas y su celo por dar buen ejemplo. Por eso, cuando se le reprendía por la demasiada austeridad que usaba consigo mismo, respondía que había sido puesto como ejemplo para los demás.

Y aunque su inocente carne, sometida ya espontáneamente al espíritu, no necesitaba del flagelo de la penitencia para expiar sus propios pecados, no obstante -para dar buen ejemplo-, volvía a imponerle cargas y castigos, recorriendo, por el bien de los demás, los duros caminos de la mortificación. Pues solía decir: «Aunque hablara las lenguas de los ángeles y de los hombres, si no tengo en mí caridad y no doy ejemplo de virtud a mis prójimos, muy poco será lo que aproveche a los otros, nada a mí mismo» (cf. 1 Cor 13,1-3).

5. Enfervorizado en el incendio de la caridad, se esforzaba por emular el glorioso triunfo de los santos mártires, en quienes nadie ni nada pudo extinguir la llama del amor ni debilitar su fortaleza en el sufrir. Inflamado, pues, en esa caridad perfecta que arroja de sí todo temor, deseaba ofrecerse él mismo en persona -mediante el fuego del martirio- como hostia viva al Señor, para corresponder de este modo al amor de Cristo, muerto por nosotros en la cruz, y para incitar a los demás al amor divino. En efecto, ardiendo en deseos de martirio, al sexto año de su conversión resolvió embarcarse a Siria a fin de predicar la fe cristiana y la penitencia a los sarracenos y otros infieles.

Así, pues, embarcó en una nave que se dirigía a aquellas tierras; pero, a causa de los fuertes vientos contrarios, se vio obligado a desembarcar en las costas de Eslavonia (23). Permaneció allí algún tiempo, y, al no poder encontrar una embarcación que se hiciera entonces a la mar, se sintió defraudado en sus deseos y rogó a unos navegantes que salían para Ancona que por amor de Dios lo llevasen a bordo. Mas ellos se negaron rotundamente a su petición, alegando el motivo de la escasez de víveres. Con todo, el varón de Dios, confiando plenamente en la bondad divina, se metió a ocultas con su compañero en el barco. En esto se presentó un individuo, enviado por Dios -según se cree- en ayuda del Pobrecillo, el cual llevaba consigo el necesario avituallamiento y, llamando aparte a uno de los marineros, temeroso de Dios, le dijo: «Guarda fielmente estos víveres para los pobres hermanos que están escondidos en la nave y suminístraselos amigablemente en tiempo de necesidad».

Y así sucedió que, a causa del fuerte temporal, no pudieron durante muchos días los tripulantes arribar a ningún puerto; y entre tanto se agotaron todos los alimentos, quedando sólo la limosna concedida milagrosamente al pobre Francisco, la cual, no obstante ser insignificante, por virtud divina aumentó tan considerablemente, que, teniendo que permanecer muchos días en el mar debido al continuo temporal, antes de llegar al puerto de Ancona, bastó para proveer plenamente a las necesidades de todos. Al ver entonces los tripulantes que por el siervo de Dios se habían librado de tantos peligros de muerte, como que habían sufrido los horribles riesgos del mar y visto las maravillosas obras del Señor en medio del piélago (Sal 106,24), dieron gracias a Dios omnipotente, que siempre se manifiesta admirable y digno de amor en sus amigos y siervos.

6. Tan pronto como dejó el mar y puso pie en tierra, comenzó a sembrar la semilla de la palabra de salvación, recogiendo apretado manojo de frutos espirituales. Mas como le atraía tanto la idea de la consecución del martirio, que prefería una preciosa muerte por Cristo a todos los méritos de las virtudes, emprendió viaje hacia Marruecos (24) con objeto de predicar el Evangelio de Cristo a Miramamolín y su gente, y poder conseguir de algún modo la deseada palma del martirio. Y era tan ardiente este deseo, que, a pesar de su debilidad corporal, se adelantaba a su compañero de peregrinación (25), y, como ebrio de espíritu, volaba presuroso a la realización de su proyecto.

Pero cuando llegó a España (26), por designio de Dios, que lo reservaba para otras muy importantes empresas, le sobrevino una gravísima enfermedad que le impidió llevar a cabo su anhelo.

Comprendiendo, pues, el hombre de Dios que su vida mortal era aún necesaria para la prole que había engendrado, aunque para sí reputaba la muerte como una ganancia, tornó de su camino para ir a apacentar las ovejas encomendadas a su solicitud.

7. Pero como el ardor de su caridad lo apremiaba insistentemente a la búsqueda del martirio, intentó aún por tercera vez marchar a tierra de infieles para propagar, con la efusión de su sangre, la fe en la Trinidad.

Así es que el año decimotercero de su conversión partió a Siria (27), exponiéndose  a muchos y continuos peligros en su intento de llegar hasta la presencia del sultán de Babilonia.

Se entablaba entonces entre cristianos y sarracenos una guerra (28) tan implacable, que -estando enfrentados ambos ejércitos en campos contrarios- no se podía pasar de una parte a otra sin exponerse a peligro de muerte, pues el sultán había hecho promulgar un severo edicto, en cuya virtud se recompensaba con un besante de oro (29) al que le presentara la cabeza de un cristiano.

Pero el intrépido caballero de Cristo Francisco, con la esperanza de ver cumplido muy pronto su proyecto de martirio, se decidió a emprender la marcha sin atemorizarse por la idea de la muerte, antes bien estimulado por su deseo. Y así, después de haber hecho oración y confortado por el Señor, cantaba confiadamente con el profeta: Aunque camine en medio de las sombras de la muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo (Sal 22,4).

8. Acompañado, pues, de un hermano llamado Iluminado -hombre realmente iluminado y virtuoso-, se puso en camino, y de pronto le salieron al encuentro dos ovejitas, a cuya vista, muy alborozado, dijo el Santo al compañero: «Confía, hermano, en el Señor, porque se cumple en nosotros el dicho evangélico: He aquí que os envío como ovejas en medio de lobos» (Mt 10,16). Y, avanzando un poco más, se encontraron con los guardias sarracenos, que se precipitaron sobre ellos como lobos sobre ovejas y trataron con crueldad y desprecio a los siervos de Dios salvajemente capturados, profiriendo injurias contra ellos, afligiéndoles con azotes y atándolos con cadenas. Finalmente, después de haber sido maltratados y atormentados de mil formas, disponiéndolo así la divina Providencia, los llevaron a la presencia del sultán, según lo deseaba el varón de Dios.

Entonces el jefe les preguntó quién los había enviado, cuál era su objetivo, con qué credenciales venían y cómo habían podido llegar hasta allí; y el siervo de Cristo Francisco le respondió con intrepidez que había sido enviado no por hombre alguno, sino por el mismo Dios altísimo, para mostrar a él y a su pueblo el camino de la salvación y anunciarles el Evangelio de la verdad. Y predicó ante dicho sultán sobre Dios trino y uno y sobre Jesucristo salvador de todos los hombres con tan gran convicción, con tanta fortaleza de ánimo y con tal fervor de espíritu, que claramente se veía cumplirse en él aquello del Evangelio: Yo os daré palabras y sabiduría, a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro (Lc 21,15).

De hecho, observando el sultán el admirable fervor y virtud del hombre de Dios, lo escuchó con gusto y le invitó insistentemente a permanecer consigo.

Pero el siervo de Cristo, inspirado de lo alto, le respondió: «Si os resolvéis a convertiros a Cristo tú y tu pueblo, muy gustoso permaneceré por su amor en vuestra compañía. Mas, si dudas en abandonar la ley de Mahoma a cambio de la fe de Cristo, manda encender una gran hoguera, y yo entraré en ella junto con tus sacerdotes, para que así conozcas cuál de las dos creencias ha de ser tenida, sin duda, como más segura y santa». Respondió el sultán: «No creo que entre mis sacerdotes haya alguno que por defender su fe quiera exponerse a la prueba del fuego, ni que esté dispuesto a sufrir cualquier otro tormento». Había observado, en efecto, que uno de sus sacerdotes, hombre íntegro y avanzado en edad, tan pronto como oyó hablar del asunto, desapareció de su presencia. Entonces, el Santo le hizo esta proposición: «Si en tu nombre y en el de tu pueblo me quieres prometer que os convertiréis al culto de Cristo si salgo ileso del fuego, entraré yo solo a la hoguera. Si el fuego me consume, impútese a mis pecados; pero, si me protege el poder divino, reconoceréis a Cristo, fuerza y sabiduría de Dios, verdadero Dios y Señor, salvador de todos los hombres».

El sultán respondió que no se atrevía a aceptar dicha opción, porque temía una sublevación del pueblo. Con todo, le ofreció muchos y valiosos regalos, que el varón de Dios -ávido no de los tesoros terrenos, sino de la salvación de las almas- rechazó cual si fueran lodo.

Viendo el sultán en este santo varón un despreciador tan perfecto de los bienes de la tierra, se admiró mucho de ello y se sintió atraído hacia él con mayor devoción y afecto. Y, aunque no quiso, o quizás no se atrevió a convertirse a la fe cristiana, sin embargo, rogó devotamente al siervo de Cristo que se dignara aceptar aquellos presentes y distribuirlos -por su salvación- entre cristianos pobres o iglesias. Pero Francisco, que rehuía todo peso de dinero y percatándose, por otra parte, que el sultán no se fundaba en una verdadera piedad, rehusó en absoluto condescender con su deseo.

9. Al ver que nada progresaba en la conversión de aquella gente y sintiéndose defraudado en la realización de su objetivo del martirio, avisado por inspiración de lo alto, retornó a los países cristianos.

Y resultó, de un modo misericordioso y admirable a la vez -por disposición de la clemencia divina y mediante los méritos de las virtudes del Santo-, que este amigo de Cristo buscara con todas sus fuerzas morir por Él y no lo consiguiera, para así lograr, por una parte, el mérito del deseado martirio, y, por otra, quedar reservado para un privilegio singular con el que sería distinguido más adelante [los estigmas]. De ahí que aquel fuego divino llameó con más intensidad en su corazón para que después se manifestase con mayor evidencia en su carne.

¡Oh dichoso varón, cuya carne no fue herida por el hierro del tirano y, sin embargo, no quedó privada de la semejanza con el Cordero degollado! ¡Oh varón -repetiré- verdadera y perfectamente feliz, cuya alma, si bien no fue arrancada por la espada del perseguidor, no perdió la palma del martirio!

* * * * *

Notas:

1) Fue Celano el primero que habló de desposorios de Francisco con la pobreza (2 Cel 55.72.82). Aquí San Buenaventura expresa la misma idea, utilizando el verbo «desposar» y citando los términos que el Génesis 2,24 emplea al hablar del matrimonio.

2) Jamás habla Francisco de la pobreza de Jesús sin que asocie a ella el recuerdo de la pobreza de la Virgen, su Madre (1 R 9,5; UltVol 1).

3) Sal 70,15-16. La conciencia de que está bajo la protección y la acción del Omnipotente se deja ver en ese estribillo, tan repetido en su testamento: «El Señor me dio... El Señor me condujo..., me manifestó...» Cf. también las Admoniciones 7,4; 8,3; 17,1; 28,2. Consciente de la acción poderosa de Dios en su vida, dirá que sus hermanos tienen que proclamar la omnipotencia de Dios (cf. CtaO 9).

4) Cf. más arriba LM 2,4. Celano, 2 Cel 194, utiliza la misma imagen. Para la fórmula nudus luctari cf. más abajo LM 14,3.

5) Es el código del peregrino. Cf. también 2 Cel 59. Sobre este tema trata el mismo San Buenaventura en Epistola de tribus quaestionibus: Opera omnia 8 (1898) p. 333-34. Una aplicación concreta de lo que aquí dice se tiene en este mismo capítulo n. 9.

6) La Regla de 1221 permitía que los hermanos, como los otros pobres, pudieran recibir alguna cosa necesaria de los bienes de los novicios (1 R 2); pero la Regla de 1223 suprimiría incluso esta concesión.- Se lee en 2 Cel 67 que el vicario en cuestión era Pedro Cattani.

7) Francisco recorrió un número sorprendente de ciudades de Italia; incluso algunas muy alejadas de Asís. Éste es uno de los casos, ya que Bari está en la costa adriática meridional de la península.

8) Celano (1 Cel 105; 2 Cel 93 y 137) nos dirá que el motivo era el cuidado de los ojos. Por este motivo iba de Rieti a Siena. En las proximidades de esta ciudad queda localizado este lugar (cf. 2 Cel 93).

9) La escolta, enviada por las autoridades de Asís, tenía como finalidad oponerse a todo intento de rapto; no quería Asís dejarse arrebatar las reliquias de Francisco por ninguna otra ciudad.

10) Venía todos los días, dice 2 Cel 44. Según el EP 110, el episodio tuvo lugar en Fonte Colombo. El médico podía ser Tabaldo «el Sarraceno» (LP 66).

11) Esta escena ocurrió entre Borgo San Sepolcro y el Alverna, según las Consideraciones sobre las llagas 1.

12) Muchas veces aduce el ejemplo de una «madre», ya sea aplicándoselo a sí mismo, ya sea aplicándolo a los hermanos. Cf. 2 Cel 137; CtaL 2; REr 2.4.8-10; 1 R 9,14; 2 R 6,8.

13) Francisco afirma aquí, una vez más, la primacía de la oración y del ejemplo por encima de toda acción. Cf. LP 71.

14) LP 63 localiza esta «respuesta» del Señor en la Porciúncula. Cf. también LP 112, que desarrolla las ideas contenidas en este párrafo.

15) 2 Cel 182 añade que el hermano murmurador será puesto en manos del «púgil florentino»; se trata del hermano Juan de Florencia, de notable altura y de una fuerza hercúlea. Cf. LM 13,8.

16) LP 64 nos presenta a Francisco comiendo con un leproso en la Porciúncula. El hecho ha sido maravillosamente narrado y ampliado en las Florecillas 25. LP 114 nos cuenta cómo Francisco impuso una penitencia a un hermano que había menospreciado a un pobre. En LP 89 aparece Francisco entregando un manto y doce panes a una mujer enferma.

17) Francisco pasó por lo menos una vez por las lagunas de Venecia, de regreso del Oriente.

18) El hecho ocurrió en Alberino, fuera de las murallas de Siena, donde Francisco estaba enfermo.

19) "Contueri": cointuir. Significa conocimiento indirecto que el alma obtiene de Dios en los seres en cuanto son signos de Él, en los efectos de la gracia o en las especies innatas del ser divino.

20) "Excessivi amoris incendium". Exceso y su correspondiente adjetivo es un término corriente en la mística bonaventuriana. Designa un acto místico. Viene a significar el amor extático, que, por la conmoción fortísima del Espíritu Santo, traslada totalmente el amante al amado y es el punto culminante de la subida del alma a Dios.

21) La práctica de este ayuno ha pasado a la Regla franciscana, que prevé, sin obligar a ello, la observancia de esta cuaresma «durante los cuarenta días que nuestro Señor ha consagrado por su santo ayuno» (2 R 3,6).

22) Durante los cuarenta días que preceden a la fiesta de San Pedro y San Pablo.- San Francisco ayunaba, por consiguiente: del 7 de enero al 15 de febrero; desde el miércoles de Ceniza a Pascua; del 20 de mayo al 29 de junio; del 29 de junio al 15 de agosto; del 15 de agosto al 25 de septiembre; desde Todos los Santos a Navidad. En total, 231 días al año; más de las dos terceras partes del año. La lección que se desprende es, quizás, menos la mortificación que la incorporación a los misterios, para cuya celebración nunca se sentía suficientemente preparado.

23) La Eslavonia, es decir, la costa dálmata.

24) Segunda expedición fracasada. Parece que Francisco entró en España por tierra y no por mar. Se han estudiado las numerosas tradiciones locales que pretenden jalonar este viaje de Francisco. Atanasio López (Viaje de San Francisco a España: AIA 1 [1914] t. 1 p. 13-45) piensa que acerca del recorrido de este viaje por España no hay sino probabilidades. Por lo que respecta al sur de Francia, se puede decir que, si, como puede ser, hizo Francisco este viaje el año 1213, acaso tendría que juntarse a algún grupo de peregrinos que iban camino de Santiago, y que recibirían protección de templarios y hospitalarios, ya que la cruzada contra los albigenses hacía estragos y no se podía viajar solo por estas regiones.

Se ha de ser muy cauto al aceptar que durante este viaje fundara Francisco conventos por los lugares por los que pasó, cuando en esta misma época no permitía moradas estables. No se ha de olvidar que más tarde, y por diversas razones, hubo interés en afirmar la antigüedad de ciertos conventos, y que para ello resultaba muy cómodo referir su fundación a este viaje de Francisco.

25) Cf. Flor 4. Los primeros hermanos tenían la costumbre de caminar uno tras otro. Dante sigue a Virgilio, «como hacen los hermanos menores cuando van de camino» (Divina comedia, Infierno 23,1,3).

26) Según Acta Sanctorum (t. 50 p. 699 d), San Francisco habría fundado en Vitoria una casa, dedicada a Santa María Magdalena. Es una tradición local muy arraigada. Sus restos desaparecieron totalmente en 1945.

27) Partió para Egipto en junio de 1219 y volvió a Italia en la primavera de 1220. Estuvo presente en el asalto de Damieta el 29 de agosto de 1219; después de haber visitado Siria estuvo con los cruzados hasta febrero de 1220. Cf. Flor 24 y testimonios del hermano Iluminado y Jacobo de Vitry en este mismo volumen p. 975 y 967.

28) Durante el asedio de Damieta. «Babilonia» era el nombre que se daba en Europa a la capital de Egipto. San Buenaventura emplea en su texto latino la palabra guerra, término vulgar, que extrañamente escapó de la pluma clásica de nuestro doctor.

29) El «byzantium aureum» que dice el autor era un talento de oro o plata acuñado en Bizancio (de donde le venía el nombre); era una moneda muy extendida y cotizada.

LM 4-6 LM 10-12

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