DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

EL FRANCISCANISMO

por Agustín Gemelli, OFM

 

Capítulo segundo
LA ESPIRITUALIDAD DE SAN FRANCISCO EN LOS SIGLOS

VI. EL SIGLO XVIII

Si hay una razón para dudar de la sinceridad del siglo XVII nos la da la irreligiosidad que se manifiesta en el XVIII. El movimiento de conciencias que innegablemente se verifica en el XVII fue, por ventura, más represivo que dinámico, más extensivo que profundo, más de sentimiento que de reflexión y voluntad, una vez que en el XVIII el naturalismo y racionalismo del Renacimiento pudieron reapaBenlliure: Francisco despreciadorecer sin freno de creencias y prácticas tradicionales, pasar de los filósofos a los gobernantes, de los intelectuales a la modesta burguesía, hacerse denominador común de pensamiento y vida, de suerte que el protestantismo, rechazado oficialmente por los países latinos, penetra en ellos de hecho, en las diversas formas, pero todas anticatólicas, del iluminismo en filosofía, del jurisdiccionalismo en política, del jansenismo en religión, de la masonería en la vida.

Fue el XVIII un siglo medio conceptista y medio epicúreo, que, donde no con las luces del librepensamiento, alcanzaba con la frivolidad a disolver la moral cristiana. Notorias son las deplorables condiciones de la familia a causa de los chichisbeos, de la escuela a causa de la medianía de pedagogos y de métodos, de la vida religiosa a causa de las vocaciones forzadas y de la relajación disciplinar eclesiástica, de la nobleza a causa del lujo afeminado y corruptor, del pueblo a causa de la ignorancia y desarreglo de costumbres. A tales condiciones de la sociedad contribuía sobre todo la rebelión del pensamiento, de la cual deriva todo el bien, pero también todo el mal de las reformas y de las revoluciones.

Este siglo, que va elaborando en los gestos políticos la concepción inmanentista del Estado, ya intuida por Maquiavelo, y nutre con los ejércitos la guerra, y con los ordenamientos y hasta con la literatura la pasión del nacionalismo, trae una novedad: la persecución política de los soberanos católicos contra las órdenes religiosas, la cual comienza con las fraudulentas formas jurisdiccionalísticas y acaba, abierta y violentamente, con la Revolución francesa.

JURISDICCIONALISMO Y FRANCISCANISMO

El jurisdiccionalismo, al que José II ha ligado su nombre, so color de defender la religión y casi prescribirla en cada Estado, contribuye más que una declarada herejía, con la fuerza de la autoridad estatal y de la opinión pública, a formar una conciencia laica. Los principios reformadores invaden el derecho eclesiástico, imponen los obispos, otorgan episcopados y beneficios a príncipes reales, con frecuencia muy jóvenes, que no se cuidan de la voluntad del Pontífice, mucho más atentos al medro y honor propios, a los cuidados e intereses materiales de la propia nación que al bien de la Iglesia. Los soberanos se entrometen en los conclaves, humillan el papado, quisieran dirigir por sí mismos las almas. Los jurisdiccionalistas respetan a su modo el clero secular, como órgano necesario al funcionamiento de la Iglesia, mas honran con una particular aversión a las órdenes religiosas, ya por codicia de sus posesiones, que quisieran confiscar para el Estado y la beneficencia estatal, ya, y mucho más, en odio a su obra en defensa de la Santa Sede, porque los religiosos, si bien pueden estar discordes entre sí e indisciplinados en su vida interna, se hallan unánimes y concordes en propugnar las doctrinas y derechos de la Iglesia contra la injerencia de los gobiernos. Las órdenes religiosas representan en todos los Estados el ejército fidelísimo de la Curia romana. De tal suerte que «la lucha contra el papado, se ha dicho, se identifica con la lucha contra los frailes y es ante todo política, sustentada sobre la afirmación del carácter nacional de cada una de las Iglesias».

Contra este enemigo formidable los jurisdiccionalistas emplean una táctica que puede calificarse de diabólica. No pudiendo suprimir de un golpe las órdenes religiosas, tratan de disgregarlas alejándolas de Roma, del pueblo, de la propia Regla, y extinguiendo las vocaciones. Intentan desligarlas de la obediencia a los generales, residentes en Roma, aislando las casas, poniéndolas so la dependencia de los obispos, encuadrándolas en las diócesis y en las parroquias. Por lo que atañe a los franciscanos, así hace Pedro Leopoldo en Toscana, con el apoyo de Escipión de Ricci. Los reyes de Francia obran como dueños en los conventos; prohíben a los capitulares franceses tomar parte en los Capítulos generales de la Orden; ordenan a los recoletos trocar los zuecos por sandalias de cuero; transfieren y fundan casas; exigen en los conventos de la frontera (por ejemplo, en Saboya) que se elijan siempre superiores franceses. Por el mismo espíritu nacionalista que tiende a la autonomía de cada una de las Iglesias nacionales y a la enfeudación de las órdenes religiosas, Víctor Amadeo II de Saboya prohíbe a los extranjeros ocupar el puesto de superior en sus Estados sin su placet, protocolizado por el Senado de Chambery; Luis XV instituye en 1771 la arbitraria Comisión de los Regulares, compuesta de seglares y eclesiásticos, en su mayor parte jansenistas, para reformar, no se sabe con qué autoridad, las órdenes religiosas, y de donde resulta la supresión de órdenes enteras en Francia, la clausura de muchos monasterios y una ley gravosa para los supervivientes. La injerencia de España en la Orden franciscana hasta la mitad del siglo es tal, que los generales son casi todos españoles, residen en Madrid, y, para reunir un Capítulo general de franciscanos en Roma, Inocencio XIII debe pedir el beneplácito de Su Majestad Católica. Por último, José II, el príncipe sacristán, inicia la verdadera persecución religiosa con la secularización de los conventos en los Países Bajos.

No menos deletérea es la obra de jansenistas y jurisdiccionalistas para apartar a los religiosos del pueblo, que los amaba. Sus esfuerzos se encarnizan sobre todo contra las órdenes mendicantes, por más populares y batalladoras, por más influyentes sobre el pueblo menudo de las ciudades y sobre los lugareños.

Si los gobiernos codician las abadías y congregaciones doctas y hacendadas, los jansenistas arremeten a la vez contra jesuitas, dominicos y franciscanos, acusándolos de laxismo, y quisieran reducir todas las órdenes religiosas a una sola, aunque fuese rica, pero encerrada, aislada, fuera de circulación. El Sínodo de Pistoya en su quinto memorial delibera: «No debiera haber más que una sola Orden. Por gratitud y solidez de plan había que elegir la Regla de San Benito».

La tentativa de disgregación interna se efectúa con la limitación del número y edad de los novicios (no recibirlos antes de los cuarenta años, propone el Sínodo de Pistoya) y con la propaganda entre los frailes de una nueva religiosidad racionalista, que tiene pretensiones de reforma y contenido de rebelión, en la que sobresalían los jansenistas.

Más penosas son las limitaciones e imposiciones cuando vienen de los eclesiásticos. En los Países Bajos, donde el alto clero era jansenista y la Universidad de Lovaina, según testimonio de Fenelón, constituía la fragua de los eclesiásticos más doctos y celantes, pero también más o menos tocados de herejía, es significativa la persecución al colegio de San Buenaventura de los franciscanos ingleses en Douai, movida por el obispo jansenista Guido de Sèves. Habiendo éstos dirigido en 1716 un escrito a la Santa Sede para protestarle su fidelidad, acompañado de las Theses doctrinales de virtutibus theologicis ad mentem doctoris Subtilis del joven fray Bernardino Clifton -las cuales tesis trataban de las tres virtudes teologales, pero sobre todo defendían la bula Unigenitus (que condenaba el jansenismo) como norma fidei-, los herejes citaron al P. Clifton ante la Real Comisión. Lograron primeramente quitarle la facultad de confesar y predicar; luego, desterrarlo del país por seis años. La persecución continuó. Uno en pos de otro los frailes de Douai fueron suspendidos en su ministerio. Guido de Sèves, el obispo más hostil a los frailes, llegó a negar las órdenes a los estudiantes franciscanos de San Buenaventura; y, no contento con eso, envió cartas a los obispos vecinos para que hiciesen lo mismo, siendo así que podían ordenarlos, gracias a un antiguo privilegio otorgado a la provincia. Los franciscanos apelaron al cardenal Gualtero, protector de Inglaterra; mas, acaso porque los obispos franceses eran políticamente fuertes y se podía suscitar un avispero, no revivieron hasta la muerte de Guido de Sèves en 1724.

La indiferencia religiosa con nombre de tolerancia, el espíritu crítico con nombre de celo, en fin, la mentalidad masónica aborrecedora de lo pasado, negadora de la Revelación y de la religión, se difunden por medio de libros a la moda que vienen de Francia e Inglaterra, por medio de las logias que se abren en todas partes, haciendo prosélitos entre los intelectuales, y penetran en los conventos, desviando las conciencias menos robustas. De las Escuelas Pías de Polonia sale, por ejemplo, un libro como la Religión de las personas honradas (título significativo para la nueva conciencia laica), que echa por tierra toda autoridad de la Iglesia y todo poder de jurisdicción de la Santa Sede. En fuerza de todos estos asaltos externos e internos los franciscanos disminuyen de número y, en parte, de calidad. La Revolución francesa, suscitando mártires, despertará el fervor.

JANSENISMO Y FRANCISCANISMO

El frío jansenismo, que algún historiador incapaz de comprender el Evangelio y de aceptar las enseñanzas de la Iglesia defiende todavía hoy como acendrada expresión del Cristianismo, ataca los puntos más sensibles de la piedad franciscana. Pedro Tamburini, jefe del grupo jansenista paviano, combate el dogma de la Inmaculada; Escipión de Ricci, obispo de Pistoya, y Juan Morosini, obispo benedictino de Verona, se oponen a la devoción del Sagrado Corazón; Juan Bautista Guadagnini, arcipreste de Cividale, y Juan María Pujati, un fraile de Somasca pasado a los benedictinos, escriben contra el Vía Crucis y dedican sus páginas a Mons. Escipión de Ricci.

El piadoso ejercicio del Vía Crucis, aun no bien establecido en los siglos XV, XVI y XVII, tanto que el número de las Estaciones variaba de un mínimo de siete a un máximo de treinta y siete, tomó en el XVII, por influjo franciscano, la forma definitiva actual, que substituyó todas las demás, confirmada por un breve de Inocencio XI en 1686, en que otorgaba indulgencias al piadoso ejercicio del Vía Crucis «según el uso de los frailes menores, custodios de los Santos Lugares». Los jansenistas no admiten aquellos pormenores de la Pasión de Nuestro Señor que no se encuentran en el Evangelio; por lo que suprimieron el encuentro con la Virgen, el encuentro con la Verónica, las tres caídas, que para ellos significan una debilidad incompatible con la santidad y la fortaleza del Redentor. Pujati publica en 1782, en Pistoya, un Pio Esercizio della Via Crucis, en el que respeta el número de las catorce Estaciones, pero altera el contenido de las seis tradicionales no tomadas del Evangelio; el encuentro con Nuestra Señora lo substituye por una invocación a la Dolorosa; las tres caídas, por tres reflexiones sobre el dolor de Jesús cargado con la cruz; el episodio de la Verónica, por una reflexión sobre la necesidad de copiar en sí el alma a Cristo; Jesús muerto depositado en los brazos de María, por una nueva oración a la Mujer fuerte que soporta a los pies de la cruz el martirio de la muerte del Hijo; además, insinúa principios teológicos errados y asomos polémicos; propone el rezo del Padrenuestro y del Avemaría en vulgar, y suprime los versículos del Stabat Mater, «contra el cual se dice que los jansenistas tenían especial antipatía». En el prólogo, dirigiéndose a Mons. Escipión de Ricci, declara Pujati haber escrito «este librito para satisfacer la piedad de la iluminada persona que se ofendía... de lo que cabalmente en semejantes libritos suele añadirse a la piedad del Evangelio». Y concluye: «Trayendo V. S. Ilma. y Rvma. a su mente todas estas cosas, que también tuvo presentes al desarraigar la absurda y fantástica devoción de la Cardiolatría (sic), se complacerá en acoger tan modesto librito para substituirlo a los otros que circularán por su diócesis». Ricci escribe a los párrocos recomendando calurosamente el Vía Crucis de Pujati, «donde se proponen no pías creencias, sino verdaderas y sólidas máximas acerca de la Pasión y muerte de Jesucristo», y quiere que «de este librito se haga uso en las iglesias y oratorios de la ciudad y de la diócesis» a él confiada.

Aunque indirecto, aunque diverso del de Douai, este ataque es muy grave para los franciscanos, porque viene de un pastor de almas. Los franciscanos, provocados, responden. Y lo hace con mordaz viveza Flaminio Annibali de Latera con La pratica del pio esercizio della Via Crucis... vendicata dalle obbiezioni di M. Pujati; continúa la defensa, con gran erudición y profundidad, Serafín Giglioli de la Mirándola en la obrita poco conocida, pero superior a todas las del género: La Via Crucis comprovata e giustificata contro le calunnie dei critici intemperanti; con claridad y gracia dignas de su cultura publica Ireneo Affo la Apología del pio esercizio detto la Via Crucis opposta alle censure del P. D. J. M. Pujati. La respuesta de Affo, ordenada por autoridades superiores, quizá por el Sumo Pontífice; encomiada por los más ilustres literatos del tiempo, como Tiraboschi y Betinelli, no es sólo una defensa del Vía Crucis franciscano, sino también del culto del Sagrado Corazón, impugnado por Escipión de Ricci. Y, en verdad, en la zoccolantesca battaglia, como Pujati llama la polémica del Vía Crucis, se ataca y se defiende algo más que una prerrogativa franciscana: es, además, la doctrina de las indulgencias, la Curia romana, la autoridad del Pontífice.

Toscana tuvo valerosos adversarios del jansenismo en los capuchinos, entre ellos, desde principios del siglo XVIII, el P. Francisco María Casini de Arezzo, cardenal de Santa Prisca, el cual con sus Prediche dette nel Palazzo Apostolico, en presencia de Clemente XI, y publicadas precisamente en 1713, contribuyó poderosamente a la condenación del jansenismo pronunciada por el mismo Papa en la bula Unigenitus. Más tarde Toscana, convertida por culpa de Escipión de Ricci en centro del jansenismo en Italia, dio un polemista vigoroso en el P. Luis Biscardi.

Me he detenido en el episodio Pujati porque es un claro exponente de la aversión del siglo XVIII racionalista e iluminado, si no a la Orden, que por la pobreza y la caridad podía tener aún sus simpatizantes, a lo menos a la espiritualidad franciscana.

BENEDICTO XIV Y CLEMENTE XIV

Esta espiritualidad tuvo un defensor en el más ilustre Papa del siglo y una víctima en el más débil. He dicho un defensor y pudiera decirse un representante, por cuanto Benedicto XIV no sólo honró a Escoto, favoreció el culto de la Inmaculada y merece el título de Papa del Vía Crucis por su breve de 30 de agosto de 1741, que concede a los párrocos el derecho de hacer erigir las Estaciones en la propia parroquia por cualquier franciscano que tenga facultad para ello; no sólo decretó que el predicador apostólico fuera siempre elegido de entre los capuchinos, como para dar a la Pobreza el derecho de amonestar a las más altas jerarquías de la Iglesia; no sólo fue amigo de los franciscanos Lorenzo Ganganelli y Juan Bautista de Biella, general de los conventuales, y, más que amigo, penitente de San Leonardo de Porto Maurizio, en cuyas manos «puso su alma» y a quien hizo la confesión general en el jubileo de 1750, sino que fue sobre todo franciscano en la armoniosa concepción de la vida; en el estudio de los hombres, a fin de guiarlos sin oprimirlos; en la comprensión de la misión de las ciencias y de las artes; en la intuición previdente del espíritu moderno, que trató de catolizar tomando de él lo mejor; en la facilidad de ceder en el terreno político, para salvar la autoridad de la Iglesia sobre las conciencias; en el tratar «a los hijos extraviados con suma dulzura», para hacer amar a la Iglesia; en la «dulce serenidad de espíritu, que le acompañó hasta el postrer momento». El siglo le amó, pero no le siguió, puesto ya en una pendiente de rebelión que habrá de recorrer hasta la subversión de todo orden; y cuando, envejecido y empeorado, se halló once años después frente a otro Papa más franciscano y menos genial que Benedicto XIV, le hizo morir traspasado de dolor.

Hijo de un médico de San Arcángelo de Romagna, conventual piadoso, docto de sólida y sutil doctrina, consejero preferido de Benedicto XIV, quien le nombró consultor del Santo Oficio; amado de Clemente XIII, quien le eligió cardenal, Juan Vicente Antonio Ganganelli, en religión fray Lorenzo, mantuvo en la magnificencia de la púrpura una sencillez de fraile pobre, que fue la admiración de José II. Para levantar su espíritu buscaba la compañía del austerísimo Pablo de la Cruz; para solaz de sus estudios gustaba de las cabalgatas, del juego de los trucos, de los paseos solitarios sobre el Pincio, en el jardín de los Capuchinos, o sobre el monte Celio, en San Juan y San Pablo. Sus cartas de fraile y de cardenal le revelan franco, ingenioso, sin lisonjas, de ideas límpidas y claras, como cuando refiere que en una librería de Roma irritó y luego convenció a dos curas literatos, juzgando y demostrando ser «opus vere iudaicum» el libro Carità cristiana de Luis Antonio Muratori, a quien él define (y la definición resiste al tiempo) «no menos célebre que astuto».

El 18 de mayo de 1769, de un conclave de tres meses, todo vejado por manejos políticos, el cardenal Ganganelli salió Papa y tomó el nombre de Clemente XIV. En la primera encíclica confesó su turbada emoción por la tarea a que Dios le llamaba: «Nos parece haber entrado en alta mar, de la seguridad de una vida pacífica, como de un puerto seguro, en el momento en que de ningún modo lo pensábamos». No son frases convencionales; nótese que no había pasado siquiera por la dignidad episcopal. Aquellas raposas de embajadores que le rodeaban pesaron con ojo clínico su capacidad de resistencia; y uno, quizás el que le era más adicto, le definió así a su jefe: «La timidez está en el fondo de su carácter...; pondrá en su gobierno harta más dulzura que firmeza». La vena idílica del Franciscanismo fluía en este conventual, a quien hubiera sido útil el temple de fray Elías para regir las supremas llaves en un siglo como aquel, frente a un hecho tan grave como la desencadenada persecución de los gobiernos contra los jesuitas. Al contrario, sencillo entre las engañosas redes de la política, tímido en el fondo, amable, alegre, continuó en la cumbre del pontificado fray Lorenzo, y así quiso ser llamado de los íntimos; llevó a aquel puesto de mando, el más expuesto de todos, una necesidad de simpatía y aprobación que es la ruina de un hombre de gobierno. Los embajadores le conocieron el flaco, y el más leal -a quien el bondadoso Clemente decía: «Vos sois mi amigo, mi consuelo, mi apoyo»-, el cardenal de Bernis, que a despecho de la diplomacia no podía menos de quererle bien, hacía al duque de Choiseul esta confidencia: «No lograremos vencer al Papa sino empeñándole insensiblemente. Su carácter dulce y conciliador le induce a hacer promesas cuyas consecuencias no siente de momento, y veo que es necesario irle ganando poco a poco, prodigando las caricias y valiéndose con mucho arte de las amenazas».

Prendido en las redes de estos y otros amaños, Clemente XIV firmó el breve Dominus ac Redemptor que disuelve la Compañía de Jesús, sin juzgarla, sin condenarla, lisonjeándose de hacer obra de paz entre la Santa Sede y las potencias. Este Papa tan discutido tuvo la amistad reverente de un San Pablo de la Cruz y de un San Alfonso de Ligorio, que lo asistió milagrosamente en el trance de la muerte. Su figura se comprende mejor cuando debajo de los hábitos pontificales de Clemente XIV buscamos a fray Lorenzo. Llevó al trono una vida franciscanamente pobre y laboriosísima, hasta componer de su mano no solamente todas las cartas y breves oficiales, sino también todas las respuestas a los nuncios apostólicos. «Estas cartas, se ha dicho, exhalan un aliento que las informa de una belleza del todo particular, de dulce melancolía y de firme confianza en el Señor, lo cual constituía verdaderamente su característica fisonomía». Fisonomía franciscana. Ésta aparece clarísima en su primera encíclica, allí donde recomienda a los obispos la doctrina del Crucifijo contra la excesiva avidez de una ciencia profana, y la imitación de Cristo sobre todo en la caridad y en la mansedumbre: «Sabed que vuestro poder nunca se mostrará más ostensible que cuando llevéis las insignias de la humildad y del amor más que las de vuestra dignidad misma... No ambicionéis otras riquezas que la salud de las almas, no busquéis gloria verdadera y sólida sino propagando el culto divino y aplicando todos vuestros cuidados a practicar la virtud con fidelidad perseverante». La valentía franciscana se revela en la exhortación: «Tal es la condición de vuestro cargo y la razón de la vida episcopal, que nunca han de ver llegado el reposo ni el fin de sus fatigas. No pueden ser circunscritas de límite alguno las acciones de aquellos cuya inmensa caridad debe ser sin límites». (Aquí halla su afirmación el principio de la acción según la espiritualidad franciscana y prescribe su verdadero motivo: la caridad). «Mas la esperanza del galardón infinito que os está preparado suavizará y aliviará fácilmente todas vuestras penas». Así el «Tan grande es el bien que espero, que toda pena me deleita», cierra, confortando, la encíclica, digna de un hijo de San Francisco. Era lógico que un alma franciscana, es decir, franca y genuinamente evangélica, sintetizase y padeciese la tragedia del papado en el siglo del enciclopedismo y de la vejación estatal.

HISTORIOGRAFÍA FRANCISCANA Y ENCICLOPEDISTAS

Este siglo, que se ha definido antihistórico, continuó y perfeccionó el anterior en el estudio de la historia franciscana. El P. José María Fonseca de Évora, un portugués de ingenio, teólogo y diplomático, comisario general de la Curia por la Orden y plenipotenciario de su rey en la Santa Sede, luego obispo de Oporto, enriqueció la biblioteca de Araceli con numerosos y preciosos volúmenes y tomó a su cargo la segunda edición de los Anales de Wadingo, que logró llevar a término en cinco años (1731-1736). Los volúmenes, en vez de ocho, como en la primera edición lionesa, fueron dieciséis en esta segunda edición romana, porque el P. Fonseca, si de una parte omitió las epístolas dedicatorias, las epístolas al lector y el prólogo de Wadingo, de otra publicó, después de cada año, los Suplementos del P. Antonio de Melisano, insertó en su lugar las adiciones (Additiones) póstumas del mismo Wadingo y otras suyas propias y de sus colaboradores, trasladó algunas bulas inéditas de los pontífices y otros documentos y, con felicísima idea, colocó al principio del primer volumen, como el busto del fundador en el vestíbulo de un museo, la vida de Wadingo escrita por Francisco Harold. El P. Fonseca no se limitó a reimprimir lo ya conocido, sino que quiso que los Anales se continuasen desde el punto en que los había dejado Wadingo. Y, en efecto, después de un volumen-índice, el XVII, que señala la división entre la obra del ilustre irlandés y la de sus continuadores, la publicación siguió adelante con el tomo XVIII, editado en 1740, que abarca los años 1541-1553.

Poco después el conventual Jacinto Sbaraglia publicaba el Bullarium franciscanum desde Honorio III hasta Bonifacio VIII, completaba la historia de los escritores de la Orden de Lucas Wadingo con un grandioso Supplementum et castigatio ad Scriptores trium Ordinum S. Francisci y la proseguía con la nueva serie Scriptorum trium Ordinum Sancti Francisci desde el 1650 al 1750, todavía inédita. Flaminio Annibali de Latera, el escritor fecundo y mordaz, estudioso y laboriosísimo, tan estimado como odiado, publicó a su vez un Suplemento al Bulario de Sbaraglia, y quería continuarlo, mas no salió con su deseo.

En 1747 los capuchinos tenían su Wadingo en el P. Bernardo de Bolonia, docto escotista que escribió la Bibliotheca Scriptorum O. Min. S. Francisci Cap., rehaciendo y completando la Bibliotheca scriptorum de otro capuchino, el P. Dionisio de Génova, que vio dos ediciones entre 1680 y 1691. Desenvolvieron su historiografía con la Chronographica descriptio provinciarum et conventuum FF. MM. Cap., publicada por orden del P. Juan de Moncalieri en Milán, año 1712, y con los siete volúmenes en folio del Bullarium, publicados por el P. Miguel de Tugio y cuya impresión se terminó en Roma en 1752.

Nuevas aportaciones para la historia de la Orden vinieron de la Alemania franciscana de Greiderer, de la Etruria franciscana de Nicolás Papini, de las ediciones de antiguos textos de Azzoguidi, de los numerosos y documentados estudios de Ireneo Affo, que escribió, entre otras cosas, una vida de fray Elías, una vida de Juan de Parma, y una curiosa disertación sobre los Cantici volgari di S. Francesco d'Assisi para demostrar «no haber tenido San Francisco espíritu poético formado y no ser suyos los cánticos que llevan su nombre», la cual disertación, casi verdadera en la segunda parte, mas no en la primera, hará levantar el grito a todos los románticos. A la divulgación de la idea franciscana sirvieron el Giardino serafico historico de Pedro Antonio de Venecia, la Historia cronologica dei tre Ordini de Angélico de Vicenza, la Apologia per l'Ordine dei Frati Minori de Francisco Ramiro Marczic.

Pero el primer estudio moderna y científicamente crítico de la vida de San Francisco vino de los jesuitas, en el tomo II de los Acta Sanctorum, salido en Amberes en 1768. Un docto bolandista, el P. Constantino Suysken, en una obra de quinientos folios, que Faloci Pulignani justamente llama «una grandiosa enciclopedia franciscana», acomete el problema de las fuentes biográficas del Poverello. Y divide su trabajo en tres partes: un Commentarius praevius, donde expone sus estudios y conclusiones sobre las primeras biografías y sobre los puntos más controvertidos de la vida de San Francisco; en segundo lugar, la publicación de tres leyendas: la bien conocida, de San Buenaventura, y dos preciosas, inéditas hasta entonces: la Vita prima de Celano y la Legenda trium Sociorum, bolandianamente anotadas; por último, un Apéndice ad gloriam postumam, que es a la vez un vivo retrato del Santo, sacado de documentos, tradiciones, recuerdos, y una nueva disertación en torno a los tres problemas históricos: las relaciones entre San Francisco y Santo Domingo, la autenticidad de la indulgencia de la Porciúncula, la leyenda de la incorruptibilidad del cuerpo de San Francisco en el sepulcro murado.

Este trabajo monumental, fundamento de toda la crítica sanfranciscana moderna, pasma mucho más cuando se piensa que sale en el siglo de Voltaire. Poco hacía que Bayle, en su Dictionnaire, a la palabra François había escudillado superfinas obscenidades; la impía y sardónica Encyclopédie con las uñas del caballero de Jancourt hería también a los franciscanos con elegancia volteriana: «Ils s'appelaient auparavant "pauvres mineurs", nom qu'ils changèrent pour celui des frères mineurs», afirma Jancourt con impudente ignorancia de la historia, y añade: «Ce "pauvres" leur déplut», donde la malicia supera a la ignorancia. Entre los hombres ilustres de la Orden nombra sólo a Rogerio Bacon «por las persecuciones que tuvo que sufrir de parte de los suyos, en un siglo de tinieblas». En testimonio de la fuerza de los franciscanos cita su número: eran cinco mil en un Capítulo general de Asís, a los nueve años de la fundación. «Hoy, a pesar de que los protestantes se han apoderado de un número prodigioso de sus monasterios, tienen todavía siete mil casas de hombres, con nombres diversos, y novecientos conventos de mujeres. Se han contado en sus últimos capítulos ciento quince mil hombres y cerca de veintinueve mil mujeres». Esta ordenada disposición de cifras, útil para nosotros, no es en modo alguno benévola para los tiempos y la obra en que se publica: encubre un toque de atención a los gobiernos, que no echarán efectivamente en olvido.

Cabalmente cuando la Enciclopedia se estaba publicando salió generosamente a combatirla un franciscano teólogo y apologeta, Huberto Hayer, quien, en colaboración con el abogado Soret y otros escritores católicos, inició en 1757 una serie de Cahiers, quince al año, intitulados la Religion vengée ou Réfutation des auteurs impies par une société de gens de lettres. En sus escritos hacía recaer el franciscano periodista la responsabilidad del ateísmo contemporáneo en Bayle, «ídolo de la nación incrédula». Y tenía razón. Mas los vigorosos Cahiers se acabaron en 1762, mientras la Enciclopedia continuaba su curso. Era inevitable. Cuanto más se desciende en la segunda mitad del siglo tanto más difícil resulta la defensa científica y literaria de la Fe, por tímida frente al arma de los nuevos enemigos, más feroz que una persecución a sangre: el ridículo. Y, lo que es peor, el ridículo docto, armado de sofismas, no ofende de un modo grosero a las personas como la risotada medieval, sino a las instituciones; hiere los dogmas, desflora las virtudes, resquebraja el pedestal de los santos para declararlos fanáticos o enfermos. La defensa docta de la Fe se refugia en la erudición.

CULTURA FRANCISCANA Y SU IRRADIACIÓN

Italia, cerrado el paréntesis religioso del siglo XVII, vuelve con sensibilidad prerromántica y con espíritu conscientemente laico a la cultura humanista. También el Franciscanismo tuvo sus eruditos, si bien no comparables con un Muratori, un Tiraboschi o un Bettinelli. Entre los más modernos y activos por el puesto que ocupó y por las amistades insignes que tuvo se perfila el director de la Biblioteca de Parma, el P. Ireneo Affo, que ilustró la Orden y en particular su región con muy relevantes estudios de archivo y en pocos años publicó ciento veintinueve obras y perteneció a trece academias, lo cual no le impidió vivir franciscanamente y morir víctima de su ministerio, de tifus petequial, infección cogida asistiendo a un moribundo.

Franciscanos que estudian por propia cuenta, latinistas, matemáticos, rebuscadores de archivos no faltan en el siglo XVIII; cada provincia franciscana, cada convento que mire por su honor tiene los suyos, y las bibliotecas abundan en tratados y manuales filológicos, teológicos, morales, biográficos; en noticias históricas publicadas por estos religiosos que tuvieron su cuarto de hora de celebridad en su modesto círculo, ejercieron un apostolado entre los discípulos y admiradores y aun hoy pueden ofrecer documentos y fragmentos de vida útiles para conocer todo el siglo. Pero los estudiosos que dejaron huellas son pocos: Guillermo Smith, que fundó en Amberes el Museo filológico sacro para el estudio del hebreo y de la Sagrada Escritura; Policarpo Poncelet de Verdun, sutil investigador de la química orgánica; y, digno de particular memoria, Fortunato de Brescia, de los reformados lombardos, que vivió y murió en la corte de España. Se distinguió en las ciencias naturales y ajustó la escolástica con los descubrimientos científicos y el más riguroso método experimental, apoyado en el uso del microscopio. Convencido de que el conocimiento de la anatomía microscópica es llave de los secretos de la naturaleza, el P. Fortunato de Brescia afirmó la importancia de dos cosas: primeramente, la necesidad del estudio de la constitución histológica de los varios órganos para conocer sus funciones; en segundo lugar, la separación de estos órganos en sus elementos con relación a su origen embriológico. A despecho de muchas oposiciones, este principio, tan claramente enunciado por el P. Fortunato, prevaleció, como es bien sabido, después de un siglo, en las escuelas de fisiología y patología, y llevó a los más notables descubrimientos biológicos.

En este campo el P. Fortunato es un precursor, pues sólo un siglo más tarde indicó Bichat el camino que se había de seguir. Fiel a su propósito, el P. Fortunato no se dejó distraer por las controversias vitalistas de los contemporáneos y no perdió el tiempo en investigar la fuerza plástica y el nisus formativus; se limitó a estudiar al microscopio las partes del organismo y llegó a clasificar los tejidos y los órganos medio siglo antes que Bichat, quien, eso no obstante, goza de todo el mérito de la clasificación. Fortunato de Brescia fue el primero en distinguir los tejidos de los órganos, los sistemas de tejidos de los órganos; en describir con relativa exactitud el tejido conexivo y el tejido óseo, y en extender sus investigaciones a los animales, especialmente a los insectos. Por tanto, no hay exageración en decir en alabanza de este franciscano que fue el primer estudioso de morfología y un verdadero precursor en la anatomía microscópica.

Se entra de nuevo en el campo más trillado de los estudios sacros con Lorenzo Cozza y Lucio Ferraris. El primero, ministro general y cardenal, personalidad muy saliente por el fervor y la genialidad de su espíritu; siendo custodio de Tierra Santa entre el 1709 y el 1715, en medio de sus ocupaciones, cuidados, dificultades de todo género y una correspondencia como para ocupar el día entero, halló tiempo para escribir un tratado: De graecorum schismate, nutrido de su experiencia personal en torno a la Iglesia griega, tratado que abarca cuatro volúmenes en folio, con un valor adecuado a la mole. Lucio Ferraris es el autor de la Bibliotheca Canonica Iuridica, Moralis, Theologica, verdadera enciclopedia de ciencias religiosas, que el sabio consultor del Santo Oficio compuso con franciscana paciencia para utilidad de los venideros, explicando cada palabra según las constituciones de los pontífices, los decretos de los concilios, las resoluciones de las Sagradas Congregaciones, y ateniéndose en sus opiniones a un justo medio entre la indulgencia y el rigor, inspirado, como dice él mismo, en la iluminada benignidad de San Buenaventura. Su obra de sólida doctrina resiste al tiempo: con las necesarias adiciones ha sido reimpresa hasta el 1899. Buenos comentadores de Escoto, como Fraseen, muerto a principios del siglo; como Boyvin y Krisper, un buen compilador; como Jerónimo de Montefortino, que realizando, sin saberlo quizá, el plan de Eutropio Bertrand, compuso una Summa escotista según el orden y disposición de la Summa de Santo Tomás de Aquino, no llenan la falta de un pensador original. Y, lo que es peor, no podemos menos de confesar que estos doctos discípulos de Escoto están alejados de la conciencia soberbia del siglo, que marcha por otros derroteros y no comprende ya el lenguaje de la escolástica. Habría que concluir con sentimiento que el Franciscanismo no tiene un puesto entre los pensadores del siglo XVIII si, como para prueba de su intrínseca vitalidad, no lo encontrásemos de nuevo en la raíz del mayor entre ellos y más solitario: Juan Bautista Vico.

Dejando a los filósofos el discutir si Vico asimiló a Escoto y en qué grado lo transformó, queda fuera de disputa, como se ha escrito poco ha, que la dirección escotista constituye la primera fase de la filosofía de Juan Bautista Vico. Como quiera que los estudios juveniles dejan en la mente una huella indeleble, no se obedece a una tesis preconcebida al descubrir en la Ciencia Nueva gérmenes escotistas. Así, pues, sin exagerar el influjo de las numerosas y afectuosas amistades franciscanas sobre el pensamiento de Vico, es históricamente cierto que en noviembre de 1725 envió la primera copia de la Ciencia Nueva al P. Bernardo Giacchi, capuchino, predicador muy celebrado y su confidente preferido, con estas significativas palabras: «Devotamente os ruego que acojáis con vuestra acostumbrada nobleza de ánimo, como habéis recibido siempre los otros, este mi último parto y el más tierno de todos, el cual con vuestro favor estará mejor reclinado entre vuestras bastísimas lanas que entre las púrpuras y delicados linos de los grandes». Y en el último trance quiso un capuchino: «Conociendo, pues, él mismo que todo remedio humano era inútil y sin provecho, él mismo mandó llamar al P. Antonio María Palazzuolo, sabio capuchino y su amigo íntimo, a fin de que le prestase los últimos deberes de la amistad asistiéndole en el terrible tránsito». Sobre las «bastísimas lanas franciscanas», como sobre el regazo materno, quiso Vico deponer, recién nacida, la criatura de su pensamiento; entre los brazos franciscanos, como entre los brazos maternos, quiso esperar la muerte. Así, pues, el atormentado pensamiento moderno, que se anuncia en Vico y de Vico se aleja, no podía rendir homenaje más triste a aquel Amor que es substancia del Franciscanismo. La fuerza del cual no reside en las coincidencias y relaciones ocasionales con las corrientes del siglo, sino que viene de fuentes más remotas y surca vías más profundas. ¿Cuáles?

LOS RETIROS

Mientras el siglo, hastiado de disfraces y afeites, anhelaba la sinceridad de la naturaleza, mas se la forjaba melindrosa y académica como la de los Arcades, o fabulosa y complaciente como la de Rousseau, los franciscanos, refugiándose en los retiros, se inmergían en la naturaleza no para entregarse a los instintos, sino para domeñarlos. En la naturaleza siempre joven y fecunda, pero dolorosa y corruptible a consecuencia del antiguo pecado, celebraban ellos la naturaleza redimida, mortificándose a sí mismos. De esta suerte, comportándose antitéticamente al gusto del siglo, respondían en realidad a sus más profundas aspiraciones, especialmente a la necesidad de fugarse de la cárcel de una sociedad decadente y de los lazos de costumbres inveteradas e inútiles, de renacer sencillos y fraternos, que fermentaba en el fondo de los hombres de la peluca y de los polvos. Y no sólo en ellos. La fuga de las normas y convenciones sociales es un sueño perenne de los hombres políticos, como la prisión en las mismas normas y convenciones es su inexorable necesidad histórica.

San Francisco tuvo, entre otros méritos, el de comprender el sueño de libertad que bate las alas en el corazón del hombre y supo satisfacerlo con la única libertad posible y absoluta: la soledad a tiempos santificada por la penitencia, sublimada por la oración, animada por la presencia de Dios en la libre naturaleza hosannante. Celdillas en la cima de los montes o en el corazón de las selvas no han faltado nunca al Franciscanismo: forman parte de su organismo, son sus pulmones; por eso el yermo de Greccio y el de las Cárceles, los tugurios de la Observancia, los conventillos capuchinescos pueden llamarse hermanos de los retiros fundados por el venerable Buenaventura de Barcelona. Los cuales se extendieron por Toscana cuando Cosme III, habiendo visitado en 1700 el del Palatino, deseó instituto semejante en sus Estados, lo pidió a la autoridad competente y por fin lo obtuvo en 1708 por un breve de Clemente XI que protegía los retiros. Así nacieron San Francisco del Monte en las Cruces de Florencia y San Francisco del Palco de Prato. Contemporáneamente las casas de Recolección de la Orden, correspondientes a la «religiosa habitación en los yermos» que San Francisco había recomendado, emulaban a los retiros en el amor de la pobreza y soledad; si bien de orígenes históricamente diversos, vinieron a igualarse con ellos en el nombre y en el espíritu. Durante el siglo XVIII aquellos conventos que plasmaron la santidad de los grandes misioneros de Italia, ya procediesen de las casas de Recolección, como Palombara y Civitela, ya de los retiros del Beato Buenaventura, como los de Toscana, seguían -salvo escasas diferencias- la misma austeridad: de dos a tres horas de meditación y de siete a ocho horas de coro cada día; siete cuaresmas al año; silencio riguroso; pobreza extremada; penitencias que pudieran calificarse de inobservables.

Conviene notar que la vida de mortificación y soledad, que es parte integrante del Franciscanismo, cuanto más se aleja, en el transcurso del tiempo, de los orígenes, tanto más rígida organización recibe, con tales deberes de vida y de ejercicios comunes, y un aumento del coro y de la meditación a horas fijas, que destruyen la libertad de lugar, de tiempo y de iniciativa que San Francisco dejó a sus primeros discípulos. A sus celosísimos imitadores de los siglos XVII y XVIII se les pasó inadvertido un matiz del rostro del Maestro: la sonrisa de la libertad. Pero esta ligera incomprensión, con la sujeción espiritual que lleva consigo, era tal vez necesaria para expiar las aberraciones del siglo materialista y sin ley.

SAN LEONARDO DE PORTO MAURIZIO

San LeonardoFueron dos franciscanos del retiro de San Buenaventura en el Palatino los que, un día del 1697, al pasar por la plaza de Jesús, en Roma, llamaron la atención de un joven ligurino, que había sido estudiante del Colegio Romano y entonces se preparaba a comenzar los estudios de medicina, el cual, sorprendido de la pobreza del hábito y de la ingenua nobleza de su porte, los siguió hasta el convento. Entró en la iglesia mientras los frailes cantaban Completas y sintió la vocación irresistible. El hijo del valeroso y honrado capitán de nave Domingo Casanova se trocó en fray Leonardo de Porto Maurizio. Los primeros años de profesión fueron obscuros. Enviado a Liguria, pasado el férreo noviciado de Ponticelli, para curarse de la tisis que le amenazaba, limitó su predicación al Genovesado desde el 1704 al 1709; trasladado después a Florencia, al retiro del Monte de las Cruces, comenzó a brillar por la virtud de su vida y la fuerza incontrastable de su palabra; predicando las Misiones en la ciudad y tierras comarcanas, fue por más de veinte años el apóstol de Toscana, amado del pueblo, solicitado por los obispos, venerado y consultado por la casa gran ducal.

En 1730 (tenía cincuenta y cuatro años) su esfera de acción se dilató de manera que durante otros veinte años fue el apóstol no sólo de Toscana, sino de Italia. Llamado a Roma por el cardenal Francisco Barberini con pretexto de una Misión en Velletri, pero en realidad para defender los retiros, amenazados de muchos enemigos, San Leonardo predicó una Misión en San Carlos del Corso, que atrajo una multitud enorme. Clemente XII lloró entonces de consuelo. Desde aquel año revelador, el gran misionero pasó de una tierra a otra llamado por los obispos, que se lo disputaban; deseado de los gobernantes, que se lo pedían al Papa o al general de la Orden; por lo que muchas veces, recibiendo dos órdenes, una de la Curia y otra de Araceli, el Santo quedaba perplejo en su ejemplar obediencia; mas nunca escogía por sí el lugar de las Misiones: dejábase conducir de Dios por la voluntad de los superiores.

Con dos o tres compañeros, descalzo, a pie, apoyándose en un bordón de camino, recorrió toda la Italia central, casi toda la septentrional y la meridional hasta Nápoles, y dondequiera que hiciese alto suscitaba el mismo «concurso espantoso» de pueblo. Tras los primeros sermones la iglesia resultaba pequeña para la gran muchedumbre; tenía que hablar en la plaza y la plaza se colmaba hasta los tejados, y acabado el sermón eran asediados los confesonarios, y el misionero, sin mostrar cansancio, confesaba horas y más horas de día y de noche, con el valor del guerrero que no desampara el campo hasta conseguir completa victoria, y aun después de la victoria sigue el alcance al enemigo. «Contra el infierno, decía, se está con la espada en la mano... Estoy pronto a combatir contra el infierno hasta que haya expirado». Benedicto XIV le llamaba «gran cazador del Paraíso».

Su obra se hizo política en Córcega, adonde fue enviado por el Papa a poner paz entre Génova y la isla rebelde. Había ya predicado en Génova en 1743, y acudió tan enorme gentío, que, no bastando a contenerlo las plazas, tuvo que predicar en el valle de Bisagno. Al año siguiente continuó su Misión en Córcega. La Misión tuvo notas de epopeya. En la isla hermosa y primitiva, donde la bravura frisaba con la ferocidad, el espíritu de independencia con la anarquía, la rivalidad con el delito; donde la venganza era un deber y la justicia un derecho individual, San Leonardo encontró odios de partidos, rapiñas, homicidios y la rebelión contra la República. Ésta, con el auxilio de los franceses, había ahogado el reino corso proclamado diez años antes por Teodoro Neuhof, mas no había sabido dominar los ánimos y se sostenía únicamente por las discordias de éstos. El Santo habló en las iglesias, en las plazas, en las playas, en las cimas de los montes. Bandoleros y enemigos implacables acudían a los sermones de San Leonardo armados hasta los dientes; luego, al escucharle, se conmovían, descargaban al aire fusiles y pistolas y se abrazaban. Dificilísimo es obtener un perdón sincero y durable: «¡Oh, cuánto se suda para desterrar las enemistades o devolver la paz a los ánimos discordes! Nos recogemos a la noche con el cuerpo molido; mas todas (las Misiones) se logran».

Atento a cumplir la misión política que se le había confiado, San Leonardo pensó en combatir un manifiesto clandestino (que circulaba por la isla instigándola contra Génova) con una Carta apologética y pastoral a todos los pueblos del reino de Córcega, expedida por Rostino el 4 de agosto de 1744, en la cual confutaba las acusaciones dirigidas al gobierno de la República e invitaba al pueblo a fiarse de sus promesas. Pero al mismo tiempo enviaba al gobernador residente en Bastia la carta anónima de los corsos, instándole a que transmitiese cuanto antes a Génova los capítulos formulados por las parroquias. Vuelto a Génova por razones de salud, defendió los derechos de los corsos con el mismo calor con que en la isla había defendido el derecho del gobierno. «Estuvo más de tres horas hablando sobre Córcega, reclamando tropas y justicia». Su carta de diciembre de 1744 a los Serenísimos Señores de la República es un verdadero memorial de las condiciones internas de la isla y de las prevenciones necesarias para dominarla, a saber: un gobierno militar que quitase la ocasión de las represalias y venganzas haciendo justicia sin dilaciones; jueces ejemplares, inteligentes, no pobres diablos hambrientos; un comisario pro tempore, de valía, que visitase el país y se interesase directamente por los súbditos.

Las dos cartas manifiestan alta prudencia cristiana, caridad iluminada, temple vigoroso. Génova, envuelta en la guerra de Sucesión de Austria, prometió, mas no cumplió, y San Leonardo el año siguiente, antes de aceptar una segunda Misión que no llegó a efectuarse, escribió para recibir instrucciones, que en realidad eran garantías de protección y sobre todo de justicia para el pueblo: «La Misión no tendrá buen éxito si no fuere apoyada en buenas prevenciones sociales y judiciarias». El apóstol no fue escuchado. Diez años después Córcega se levantó con Pascual Paoli, y, cuando murió Paoli, dio Napoleón a Europa; pero uno y otro pasaron sin conseguir libertarla ni mejorarla, ni renovar aquel estremecimiento religioso que había descargado las armas de los bandoleros más rudos que las rocas y apaciguado a las mujeres, salvajes en el amor y en el odio, ante el crucifijo del misionero franciscano.

San Leonardo tuvo su máximo triunfo en Roma durante las Misiones que empezaron el 13 de julio de 1749 como preparación al jubileo. La plaza Navona fue transformada en una iglesia inmensa: cortada el agua de las fuentes para impedir el rumor; interceptadas las bocacalles con cordones de soldados para impedir el paso a los carruajes; preparado un altar sobre la escalinata de Santa Inés para la bendición al final del sermón; levantado un palco para Benedicto XIV, que asistió con su corte. A la multitud innúmera que, desafiando la canícula, llenaba la plaza, se agolpaba en los balcones y se encaramaba sobre saledizos y tejados, desde las primeras horas de la tarde, el gran misionero le hablaba con una energía ajena de los setenta años; y cuando, para corroborar las palabras con los actos y arrancar la contrición a los oyentes, se disciplinaba en público, todos prorrumpían en llanto.

El año del jubileo, preparado con tan grande fervor, se cerró con una ceremonia que coronaba los votos más ardientes de San Leonardo: la erección del Vía Crucis en el Coliseo. Él obtuvo de su Benedicto XIV que aquel recinto consagrado por la sangre de los mártires, de lugar infame de pecado, a que le había reducido el abandono de los siglos, se trocase en lugar de oración dedicado al Rey y a la Reina de los Mártires en la devoción del Vía Crucis. El 27 de diciembre de 1750 una procesión de Religiosos y Amantes de Jesús y de María (la nueva congregación leonardina) partió, llevando una cruz grande, de San Buenaventura del Palatino, y marchó al Coliseo, donde San Leonardo habló de la Pasión del Señor, exhortando a su devoción; luego monseñor el vicerregente bendijo las cruces con gran solemnidad, y todo el pueblo practicó el Vía Crucis.

Este acto solemne, tan deseado del Santo, parecía la conclusión de su actividad misionera, pues estaba ya tan viejo y achacoso, que Benedicto XIV le había prohibido dejar a Roma. Con todo, llamado insistentemente de Luca y otras ciudades, no supo negarse, y calzado y en carretela, dos concesiones novísimas y penosas a su pobreza, se puso en camino, a caza de almas. Aquel viaje fue un triunfo y una fatiga. En Florencia, la ciudad a la que había dedicado veinte años de labor apostólica, le salió al encuentro tal gentío fuera de la Puerta Romana, que no podía pasar. Los días siguientes fue preciso llevarle en una silla de manos de un lugar a otro. Ni en el convento le dejaban respirar, pues de continuo afluía la gente: unos a confesarse, otros a pedir consejo; éstos a recibir su bendición, aquéllos a tocar su mano o su vestido con la esperanza de curarse.

Terminada la excursión misionera se detuvo, exhausto de fuerzas, en Foligno, donde, aunque moribundo, quiso celebrar una vez más la santa Misa, porque, decía, una Misa vale más que todos los tesoros del mundo. Fue la última. Algunos días después moría en Roma en el retiro de San Buenaventura del Palatino.

SU APOSTOLADO SOCIAL

La atracción de San Leonardo no se ejercía únicamente sobre las muchedumbres campesinas y artesanas, sino también sobre la aristocracia y el clero. Varias veces en el discurso de pocos años dio, por invitación, los Ejercicios a la nobleza romana en casa del príncipe Rospigliosi Pallavicini, aprovechando la Cuaresma, durante la cual no predicaba y, según la Regla, no daba Misiones. Se encargó de la dirección espiritual de patricias, como la duquesa Isabel Acquaviva Strozzi y Elena Briganti Colonna; de damas de sangre real, como María Clementina Sobieski Stuart, sobrina de Juan III, rey de Polonia, y de las princesas de Médicis Beatriz Violante de Baviera, Leonor de Guastalla, Ana María Luisa, hija de Cosme III y viuda de Juan Guillermo, príncipe elector palatino, «Alteza Serenísima», que en el hermano Juan Gastone veía extinguirse su familia y que tuvo para con el Santo atenciones delicadas, como la de enviarle «un reloj despertador» para impedir que durmiese menos aún del mínimo prefijado. Dirigiendo a estas princesas, San Leonardo ejercitaba una obra de justicia y caridad sociales: las reconvenía sin reticencias por el lujo y gastos excesivos, mientras aun tenían deudas que saldar; las inducía a vender o empeñar las joyas para no hacer esperar mucho a los acreedores. Gentileshombres y prelados fueron sus discípulos: de su viva voz o de sus cartas aprendían el camino real de la rectitud, en la voluntad de Dios sin sombras de escrúpulos.

Cuando se detenía en una ciudad, el obispo y el Capítulo asistían a sus sermones; los religiosos le invitaban a dar Misiones en sus conventos. De ellas se seguían confesiones generales, aboliciones de privilegios, renuncias de propiedad, retornos a la Regla, pasmosas renovaciones de fervor. Digno de notarse es el ejemplo de las cuatro abadías de Argenta, riquísimas y numerosas, cuyos monjes, al fin de las Misiones de San Leonardo, en 1747, hicieron la confesión general para volver a la severidad de los orígenes. San Leonardo no buscaba sólo las conversiones propiamente tales, no miraba sólo a los pecadores; entendía que las Misiones y misioneros tienen dos deberes: uno para con los extraviados, otro para con los que se esfuerzan por ser buenos; uno de convertir, otro de corregir y alentar. Las palabras «cultivar» y «consolar» se repiten en las cartas de San Leonardo con la misma frecuencia que la palabra «combatir». Debe ir a consolar monjas, enfermos u otros penitentes; a cultivar monasterios. No estima menos los peces pequeños que los grandes. En los conventos halla colaboradores y colaboradoras de su obra. «Quisiera que todas las monjas de Santa Catalina fuesen otras tantas misioneras; yo con la palabra, ellas con la oración».

A fin de que el fervor despertado a su paso fuese duradero, San Leonardo ligaba las almas a ciertas devociones substanciales, como la Eucaristía, el Nombre de Jesús, el celo por la proclamación del dogma de la Inmaculada, la caridad con el purgatorio, y, sobre todo, la que llamaba él reina de las devociones: el Vía Crucis, en memoria de la Pasión de Cristo.

SU PREDICACIÓN

¿Cuál era el contenido de esta predicación que arrebataba las multitudes y subía hasta las más altas cumbres de la jerarquía eclesiástica?

San Leonardo, salido de la escuela de los jesuitas, sigue en las líneas generales de sus sermones a Séñeri el mayor y a Séñeri el joven, a quien acaso conoció; los asimila, los copia muchas veces; pero mantiene una marcha propia independiente. La misma descuidada sencillez de su período es una originalidad, en cotejo con la predicación contemporánea alambicada, ampulosa, palabrera, o con la desmayada elocuencia de las academias barrocas. Y no falta a esta su sencillez cierta soltura de lenguaje hablado, pero hablado bien, con expresiones toscanas y romanas de mucha eficacia. Desenvuelve los temas fundamentales de la Fe; combate los vicios dominantes: la deshonestidad, la avaricia, la detracción, el escándalo; para él, en las Misiones, «la mayor fatiga es combatir estas dos pasiones: el odio y el amor profano», ese «diablo del amor que hace el mayor agosto de almas». De alto significado histórico es su lucha contra tres plagas del siglo: la masonería, el ateísmo, el chichisbeísmo. Con razón veía en los francmasones un enorme peligro para la Iglesia y para los Estados, y los fustigaba desde el púlpito y apremiaba a príncipes y pontífices a combatirlos. Al mismo tiempo que a los francmasones zurraba a los «ateístas y pérfidos descreídos que profesan un ateísmo rebozado, por cuanto su vida toda se ordena a satisfacer los sentidos e injuriar a Dios». Aquel adulterio legalizado de entonces, el chichisbeísmo, da a su elocuencia reflejos parinianos. He aquí un cuadrito del amor profano en la iglesia, que falta en el Giorno: «Entran las mozas todas cintas, todas flores, todas gallardía, para ser las diosas de la iglesia; los jóvenes, bien empolvados, atentos todos a galantear, de modo que ni siquiera dirigen una mirada a la Santísima Virgen; toda la gente charla con tal murmullo como si en la iglesia hubiese alguna feria. Mas no es esto lo peor». Si un protestante entra en una iglesia italiana en día de fiesta, ¿qué debe pensar? «Henos a la puerta. Allá dentro se ve un mar de pueblo, mas con tan grande susurro y rumor, que, por más que se quiebren las trompetas de los órganos y los músicos se desgañiten, ni sinfonías ni melodías pueden oírse... Ved enfrente de aquel grupo de señoritas a los mozalbetes que ríen y bromean y se la pasan en galanteos; ved allá los muchachos que bullen y juguetean con grande algazara; allí están las madres con los niños en brazos que lloran y alborotan, los perros y perras que ladran y juguetean».

Pero estos cuadros de color y estas caricaturas de ambiente raras veces aparecen en sus sermones; mucho menos aún la naturaleza. Su mundo está en las conciencias, no en las cosas y en los hechos. Falta a San Leonardo el ímpetu lírico de San Francisco y el gozo de vivir de San Bernardino de Sena; para él la vida es combate, sin más consuelo que la gracia del Espíritu Santo. Pero es profundo sondeador de conciencias; es agudo y moderno cuando hace «la anatomía más minuciosa de todo hombre interior, comenzando por los pensamientos»; cuando pasa revista de hombres de todas las condiciones sociales: obreros, soldados, negociantes, estudiantes, personas de distinción, declarando sus pensamientos y pasiones con tanta verdad como si leyese en sus conciencias y sólo le restase decir sus nombres para individualizarlos.

También tiene San Leonardo páginas de persuasiva elocuencia que se apoderan del alma, ya cuando alienta los pecadores a penitencia, ya cuando describe la figura de Cristo; pero es mayor, y se distingue entre los oradores sagrados de su tiempo y quizá de todos los tiempos, cuando en el predicador habla el confesor. San Bernardino de Sena para darse a la predicación dejó el confesonario, y por eso tal vez, y conformándose con las tendencias de su época, vio el pecado y a los pecadores no digo exteriormente, que sería inexacto, pero más estéticamente y, sobre todo, en una luz cómica que representa su irracionalidad y su ridículo. San Leonardo ve los berenjenales del alma: los pecados callados, demediados, velados, los compromisos entre la ley y la pasión, e insistiendo sobre la necesidad de confesarse bien, y trayendo ejemplos terroríficos de monjas y otras personas pías condenadas por un solo pecado callado hasta in articulo mortis, puso el dedo en la úlcera heredada del siglo XVIII: la hipocresía. Si tan frecuentes eran los sacrilegios, si practicando religiosamente, las almas continuaban pecando acto seguido, verdaderamente la piedad del siglo ocultaba una podredumbre de conciencias, en la que el ateísmo habría encontrado terreno abonadísimo a un lozano desarrollo, ya que los viciosos nada desean tanto como verse libres del aguijón de verdades desagradables. Como todos los verdaderos apóstoles, San Leonardo hablaba in ostensionem spiritus, sin pulir las expresiones. «Mis sermones no han de ser de hermosas palabras, sino de hermosas verdades... Y me serviré de términos llanos, familiares, para ser entendido hasta de los más rudos e idiotas, pero sin atediar a los más inteligentes».

Este caballero de Cristo tuvo un escudero fidelísimo, fray Diego de Florencia, el lego que le acompañó hasta la muerte, y después se levantó a sí mismo y al Santo un monumento, escribiendo, con soltura popular, el diario de las Misiones. Fray Diego, que precisamente en nombre de su fidelidad se permitía con los superiores los consejos del ama del cura, le sugirió durante las últimas Misiones de Roma «el variar de temas, porque haciendo siempre los mismos sermones no hacía tanto fruto como hubiera hecho si los variara». Pero el Santo, más atento a procurar la conversión que la admiración de los oyentes, le respondió: «Anda, eres un doctorzuelo presumido que busca la gloria del mundo, no la de Dios». La respuesta define al hombre y su arte. Los sermones de San Leonardo campean en la oratoria sacra de la primera mitad del siglo XVIII; mas su valor literario no basta a explicar el ascendiente del franciscano sobre las poblaciones ni aquel gran temblor de almas atraídas y conquistadas que acompaña su paso y vibra todavía en las cartas, crónicas y memorias del tiempo.

SU ESPIRITUALIDAD

En San Leonardo, más que la palabra se estima la vida; más que el predicador, el santo; y el santo no está todo en el cuaresmal y en los sermones impresos de las Misiones. La educación de su adolescencia, parte oratoriana, pues fue penitente del P. Grifforelli, parte jesuítica, por discípulo del Colegio Romano, plasmó para siempre su carácter; mas halló armonía y desarrollo únicamente en la austeridad de la Reforma franciscana. San Leonardo amó y vivió esta Reforma en todo su rigor, y defendió siempre los retiros frente a la hostilidad de los pontífices y superiores, valiéndose muchas veces de amistades calificadas, como las de los Médicis. Como si no le bastase el recogimiento habitual del retiro, San Leonardo, en 1716, solicitó de la Sagrada Congregación de Regulares «construir una soledad, o verdadero eremitorio, sobre la cima de un monte llamado Incontro, distante cinco o seis millas del convento del Monte de las Cruces», donde ya existía una pequeña iglesia al cuidado de un ermitaño. El Incontro, hermosa cumbre que domina el valle del Arno, debía ser, según el pensamiento de San Leonardo, un retiro del retiro, esto es, una casa de Ejercicios para los religiosos de San Francisco del Monte y del Palco, más angosta, más pobre que los retiros ordinarios; y no podía hospedar a un fraile más de dos meses al año. San Leonardo y los suyos suspiraban «por esta gracia para retirarse alternativamente del trato de todas las criaturas y unirse más fácilmente con Dios». Hasta el último año de la vida tuteló San Leonardo los retiros, procurando mantener en ellos el carácter de lugar de libre elección para los franciscanos que espontáneamente quisieran cobrar nuevo vigor y subir a una pobreza más perfecta. De marzo de 1751 (él murió en noviembre) es el breve de Benedicto XIV que, a petición de San Leonardo, reconoce los estatutos del retiro de San Buenaventura en el Palatino.

Este hombre tan puro y penitente regulaba su vida con una meticulosidad que pudiera tildarse de poco franciscana si no estuviese equilibrada con una inteligente amplitud para con los demás y una inmensa pasión de apóstol. El Cuadernillo de propósitos, escrito en 1717, que llevaba siempre consigo, ratificado y aumentado de año en año previa la aprobación del confesor, revela la severidad de un alma que elige siempre y en todo «lo más duro y difícil», el esmero en la pobreza y en buscar el desprecio, y se atrinchera en un cúmulo de prácticas menudas: genuflexiones, jaculatorias, novenas, devociones por lo menos a veinticuatro santos protectores, mortificaciones grandes y pequeñas, desde el cilicio perenne hasta la posición incómoda en la oración, y todo esto por el porro unum necessarium: alcanzar y mantener la unión con Dios.

Mas si en los Propósitos, es decir, consigo mismo, prescribe una severidad implacable que previene y ordena, sin posibilidad de salida, los menores actos del día, en los Directorios, escritos para otros, prescribe líneas sintéticas que no fuerzan ni embarazan, medidas proporcionadas a las fuerzas individuales, que conducen al alma a Dios con sencillez, y, cuando es menester, osadía, pero siempre ajena de todo exceso. Como maestro de espíritu, San Leonardo da una sorpresa a quien sólo conoce de él al predicador, pues, al paso que en los sermones guarda un puesto entre Savonarola y Séñeri, en el Directorio, «para un hombre de negocios temeroso de Dios», o para las franciscanas eremitas de Fara Sabina, en las cartas a Elena Briganti Colonna, a Isabel Acquaviva Strozzi y a otros conocidos y penitentes, es un San Francisco de Sales. El pueblo veía en él un misionero que no sólo hablaba divinamente, sino que también vivía conforme a su palabra, añadiendo a las penitencias que se había prescrito, la fatiga de viajes molestísimos, a pie descalzo, por países de lobos y osos, o navegando por el Arno, el Po o el Tíber en lentas barquichuelas; la fatiga de hablar tres, cuatro veces en un día, con «sólo un pedazo de pan en el cuerpo» o un poco de agua, y, en fin, la fatiga de confesar hasta bien entrada la noche, para emprender de nuevo la tarea al canto del gallo.

La penitencia voluntaria precedía y acompañaba a todas sus Misiones, cual si tomase sobre sí y expiase los pecados de los que le habían escuchado, para facilitarles la conversión o la santificación; y a esto le solicitaba aquel amor sobrehumano de las almas que en los santos substituye a todas las pasiones terrenas. No hacía milagros, y, sin embargo, a él acudía el pueblo como a un taumaturgo, porque milagro eran su virtud, su ardor, la fuerza de su palabra viva y joven a pesar de lo caduco del cuerpo.

La acción de San Leonardo sobre el ánimo de millones de italianos, ricos y pobres, monarcas, hombres de Estado, hombres de armas y labradores obscuros no pasó momentánea, antes sustentada y proseguida por otros franciscanos -como el Beato Tomás de Cora, San Teófilo de Corte y el Beato Leopoldo de Gaiquis, que fueron los predicadores de penitencia del siglo XVIII- contuvo en Italia la penetración masónica e impidió, con un preventivo despertar de la Fe, que las poblaciones italianas se entregasen a las locuras sanguinarias de la Revolución francesa.

PREDICADORES Y TRATADISTAS

San Leonardo, aun imitando a Séñeri, no se alejaba de la predicación moral y popular de tradición franciscana. Entre los contemporáneos, muchísimos seguían el mismo rumbo; otros, o por más doctos, o porque eran llamados a predicar a un público señoril, pronunciaban «oraciones» sacras, fúnebres, apologéticas al uso de Francia, pues la fascinación de los grandes oradores sagrados del tiempo de Luis XIV se sentía en toda la Europa latina. Estilo literario, aun dentro de la gravedad sentenciosa de la doctrina, tienen las oraciones de los predicadores apostólicos del Sacro Palacio, como el venerable Buenaventura Barberini y el docto Miguel Ángel Franceschi de Reggio, o los predicadores de corte, como el P. Bernardo Giacchi, de Nápoles, el amigo de Vico y de Gravina, estudioso de los clásicos, de viva expresión y florido, como quien consideraba el panegírico «una especie de poema en prosa», y los Padres José de Madrid, Félix de Ubrique, Diego de Madrid, Pablo Fidel de Burgos, sucesivamente predicadores de Carlos II, Felipe V y Fernando VI, conmemoradores en sus oraciones fúnebres de los grandes de España, celebradores de fastos y nefastos de corte, mientras otros franciscanos ejercitaban su apostolado en el ejército como capellanes militares, adaptando naturalmente el tono al público. El tema preferido por uno de los más conocidos predicadores de las milicias españolas, el P. Lamberto Liarte y Pardo de Zaragoza, era la devoción a la Virgen, y especialmente a la Inmaculada, como si con la visión de la Señora quisiese empeñar caballerescamente la fe de aquellos hombres de armas.

Un capellán militar modelo fue el Beato Diego de Cádiz. Salido, como San Antonio, del aprendizaje voluntario del silencio humilde, tanto que se granjeó el dictado de borrico mudo, se reveló luego elocuente, con una elocuencia docta y cálida (quedan de él tres mil sermones) que le mereció los títulos, harto diversos del primero, de San Crisóstomo del siglo XVIII y de Santo Tomás redivivo, y le ganó además tal ascendiente sobre las tropas españolas, que impidió una insurrección contra los franceses residentes en Málaga, provocada por la decapitación de Luis XVI. Sujetaba a sus hombres injertando la piedad religiosa en la concretez de su vida; por ejemplo, predicaba a los cadetes de caballería de Ocaña sus deberes de soldados comentando cristianamente el reglamento militar.

Fieles al mandato Pax et bonum, dado por San Francisco a todos los Menores, los oradores de corte, no menos que los predicadores populares, procuraban sacar de los hechos del día avisos y consejos de buen gobierno; pero las consecuencias resultaban inferiores a su celo y aun al público. Aunque nobilísima y autorizada, su admonición no llegaba a las clases dirigentes, las cuales a fines del siglo XVIII no estaban ya representadas por los príncipes y las cortes, sino por los abogados y periodistas, por los intelectuales filosofistas, adversos a lo pasado: francmasones en gran parte, manejadores de la opinión pública por medio de la imprenta. He ahí por qué, aunque la palabra evangélica conmoviese a algunos soberanos y a muchos nobles, no informaba los estudios, no penetraba en el gobierno, no modificaba la política.

De la experiencia del púlpito de algunos predicadores vinieron tratados sobre la elocuencia sagrada que interesan todavía a la historia literaria, como, a fines del siglo XVII, las Réflexions sur la manière de précher y la Véritable manière de précher selon l'esprit de l'Évangile, del capuchino Alberto Félix de París, y las obras del conventual Juan Platina, admirado también como teólogo y latinista, a saber: los cinco tomos de la Rettorica, el libro de los Stati Oratori y el Trattato dell'eloquenza spettante ai tropi; las obras del P. Ángel Serra de Cesena, que aspiraba a dar a la predicación un rumbo diverso del verdaderamente muy enfático de su siglo, y explicó el nuevo método, adoptado en varias escuelas y seminarios, en el Compendio della rettorica, en la Opera analitica sopra le Orazioni di Cicerone, en la Controversia oratoria, en el Analisi sopra alcune prediche del Segneri.

Cuando los predicadores, en vez de replegarse sobre sí mismos para enseñar a sus Hermanos los obstáculos y los medios de salir airosos en la elocuencia sacra, miraban en torno suyo y estudiaban las dificultades de los oyentes, dieron obras espirituales significativas para su tiempo y muchas veces de una utilidad aun hoy reconocida.

Entre éstas merecen recordarse todas las publicaciones de algunos predicadores famosos por la difusión de la doctrina cristiana. A la necesidad de rehacer la instrucción catequística del pueblo, ahogada o envenenada por el protestantismo, los jesuitas habían provisto ya con las obras de Canisio y Belarmino. Los franciscanos los coadyuvaban según la propia espiritualidad, señaladamente en los países germánicos, y así nacieron las Consideraciones sobre el catecismo mayor y menor de Pedro Canisio, obra del P. Rodulfo Gasser; los Catecismos de moral sobre los evangelios de los domingos y demás fiestas después de Todos los Santos, del P. Ireneo de Dijon; las Exposiciones sobre los Evangelios y las Epístolas de San Pablo, de Bernardino de Piquigny; las Instrucciones morales sobre la doctrina cristiana y las Instrucciones catequísticas, del P. Ildefonso Bressanvido, y las sesenta y seis obras de Martín de Cochem, quien, a fines del siglo XVII y principios del siguiente, desplegó su apostolado en las provincias del Rhin: divulgación del Evangelio, del catecismo, de la historia eclesiástica; libros fáciles y ligeros para niños, libros grandes y pequeños para adultos, y, notables aún en el día, libros explicativos de la Misa: Medulla Missae supra mel dulcis; Mess Erklaerung ueber Honig suess, ya que el P. Martín conceptuaba una laguna grave de la predicación contemporánea y aun del apostolado de muchos párrocos el silencio sobre la Misa, cuando «no hay tema más fecundo», y podía afirmarlo él, que durante tres años había predicado exclusivamente en torno al divino Sacrificio sin fatigar a sus oyentes.

Como se debilita el pensamiento especulativo, así también se extravía la originalidad de la ascética y de la mística franciscana en el siglo XVIII. Los numerosos Ejercicios espirituales de este tiempo están calcados sobre la falsilla de los ignacianos, y es mucho si los maestros de la Orden, San Buenaventura sobre todos, prestan asunto, ejemplos y frases a libros esencialmente calcados sobre otra espiritualidad.

Es notable, y todavía hoy se lee con gusto, la obra de un conventual, acaso más conocido por una historia de Sixto V, la Mistica Teologia secondo lo spirito e le sentenze di S. Bonaventura, uniformi allo spirito e alla dottrina dei più celebri Santi Padri e Dottori che di ciò scrissero, del P. Casimiro Liborio Tempesti. Sutil por el estudio de almas y la dulzura de método, y en gran parte inspirada en San Francisco de Sales, es la obra del P. Ambrosio Peyrie de Lombez, notable director de almas, el cual, para consuelo de sus penitentes escrupulosos hasta la parálisis espiritual, convencido de que la paz es condición indispensable de la verdadera piedad, escribió el Trattato sulla pace interiore, las Lettere sulla pace interiore, el Trattato sulla gioia dell'anima, desenvolviendo el pensamiento de San Pablo: «El fruto del espíritu es gozo y paz». El mismo franciscano deseo de facilitar a las almas el camino del cielo inspira las obras del P. Anselmo de Esch, que nació y vivió casi siempre en Luxemburgo, predicador apreciado, autor de obras espirituales en latín, alemán y francés, entre ellas El camino estrecho del cielo facilitado por medio de prácticas familiares que conducen a la perfección (brevemente en alemán: Der enge Weg zum Himmel) y la Muerte Santa.

Las obras espirituales de San Leonardo, especialmente las más significativas, el Direttorio per la confessione generale y el Discorso mistico morale, irradiaron su religiosidad sobre los santos contemporáneos: San Pablo de la Cruz, quien, habiendo oído al gran misionero, se confesaba, comparado con él, «un carbón en presencia del sol»; San Alfonso de Ligorio, el máximo doctor de la teología moral y la figura religiosa más egregia del siglo XVIII, que le admiró y adoptó su método, eligiendo su justo medio entre el jansenismo y el quietismo. San Alfonso le citó en la Theologia moralis y en la Praxis confessoris, y hace suya la idea de San Leonardo acerca del número de los pecados que Dios llega a tolerar en cada hombre, de la cual se sigue que, ignorando este número, todos debemos temer que con un nuevo pecado añadido a las antiguas culpas rebasemos la medida y, abandonados de Dios, nos perdamos para siempre.

LOS SANTOS

La espiritualidad franciscana del siglo XVIII, más que en los libros, florece en los santos. Son más de los que el escepticismo de la época hace suponer. Humildes como el Beato Crispín de Viterbo, o altos como San Leonardo de Porto Maurizio, difunden donde viven o por donde pasan aquel sentido sobrenatural de la vida que las «luces» del siglo iban extinguiendo. La cadena de los santos forjada en los retiros del Beato Buenaventura no se interrumpe jamás. El Beato Tomás de Cora, pobre de nacimiento, grande en la austeridad y en la caridad, al paso que evangeliza a los salteadores de la campiña romana en el desierto retiro de Civitella, educa una generación de intrépidos, que saldrán misioneros y muchos fenecerán mártires; su discípulo y amigo San Teófilo de Corte es su continuador en la valentía de paladín de la Pobreza y le supera cuando, por orden del general, deja los silencios de la Sabina y marcha, poco antes que San Leonardo, a la turbulenta Córcega a fundar uno de aquellos conventos de retiro que nadie quería al principio, ni los religiosos del lugar, ni el pueblo, el cual, mal aconsejado, gritaba: «No queremos a los retirados, queremos a nuestros frailes». Teófilo, con una voluntad granítica como su isla, pero aterciopelada con una paciencia de santo, dice: «¡Dejemos obrar a Dios! ¡Dios nos ayudará! ¡Dios proveerá!»; y rechazado de un convento peregrina a otro, recorriendo millas y millas de montaña a pie, entre la nieve, hasta que logra fundar un retiro en Zùani, por más que la turba irritadísima intenta aun matarle y no todos los frailes están satisfechos de la supresión de sus colectas generales de grano y mosto, de su renuncia a las capellanías y limosnas de Misas, de la destrucción de sus viñas y colmenas dentro de la clausura. Cuatro años después (1736) emprende, ya sexagenario, la misma lucha en la pingüe Toscana, en Fucecchio, y vence aquí también, sostenido por la autoridad del arzobispo y de Juan Gastone de Médicis; vence, y con la Pobreza lleva la abundancia de todos los bienes al convento y al país. San Teófilo es de la misma substancia espiritual que San Leonardo de Porto Maurizio.

San Leonardo, al morir, deja su espiritualidad a otro gigante de los retiros, el Beato Leopoldo de Gaiquis, quien en cuarenta y siete años de predicación, substanciados por una penitencia implacable, «cultiva» la Umbría y el Lacio y los guarda y defiende como puede de la invasión de ideas y tropas francesas, oponiéndose con la palabra potente a los albores de la libertad, a las danzas públicas, a la corrupción de las costumbres. Mas tiene el dolor de ver suprimido su amado convento de Monteluco, convertido por él en retiro modelo, y haber de vivir como sacerdote secular en una casilla cerca de Espoleto, y, como si eso no bastase, salir desterrado, porque a fuer de leal niega su juramento de fidelidad al gobierno francés: que defensa religiosa y defensa patriótica ahora como siempre en un alma recta coinciden.

Las Calabrias tienen su misionero en el Beato Ángel de Acrio, capuchino, que alcanza la mayor elocuencia cuando, depuesto todo melindre retórico, se sirve de la palabra más sencilla, preparada en larga oración.

En Nápoles se enciende un foco de perfección con San Juan José de la Cruz, que torna a la tradición de los descalzos, se forma discípulos santos y pasma a la ciudad con sus penitencias y sus milagros. En pos de él, salida de su escuela, Santa María Francisca de las Cinco Llagas da ejemplo de una vida externamente simplicísima, de terciaria en el mundo, pero tan templada y nielada por el amor de Dios, que los milagros se multiplican en torno a ella, por su medio, en razón directa de sus padecimientos; mientras que Santa Verónica de Julianis, en su convento de Città di Castello, da ejemplo de las más altas virtudes claustrales. Estos grandes amigos de Dios compran a precio de padecimientos el derecho de obtener gracias sobrehumanas para sus compañeros de destierro. Padecen para expiar y consolar.

El obedientísimo Beato Buenaventura de Potenza, el atribulado y serenísimo San Pacífico de San Severino, difunden desde sus conventos la paz cristiana.

Más que paz, alegría, la vívida alegría de los primeros juglares de Dios, irradian desde la primera a la segunda mitad del siglo dos legos: un capuchino, que muere durante el jubileo predicado por San Leonardo; un alcantarino, que vive tanto que predice a Napoleón la caducidad de su imperio.

El Beato Crispín de Viterbo, golondrina de Dios, que fue de muchacho zapatero, después hortelano del noviciado capuchino de Bagnaia, luego cocinero con el lema sapiente para todo el que esté al cuidado de la cocina: «pobreza y limpieza», limosnero siempre y al mismo tiempo sembrador de paz y de bien, recuerda a los primeros compañeros de San Francisco en la jocundidad difusiva y en el amor del canto y de la poesía que eran la admiración de Alejandro Guidi y Clemente XI, hombres de mundo y hombres de Iglesia. Fray Crispín, cocinero en Albano, canta las octavas de Tasso. A un lector que le reprende escandalizado como fray Facio de Manzoni, responde una verdad esencialmente franciscana: «Padre lector, no va el pez al anzuelo si no ve algún alimento de su gusto que le tire y atraiga. Nuestras abstinencias, cilicios y penitencias no las comprenden los seglares que se enojan de ellas, y particularmente los veraneantes que vienen a Albano. Estas octavas de Tasso y otras poesías, junto con alguna plática espiritual, han de hacer bien a las almas de los que las oyen». A su mirada pura toda la naturaleza es buena, y la vida interior, sencilla. «Si quieres salvarte, aconseja fray Crispín, debes poner en práctica estas tres condiciones: Amar a todos, hacer bien a todos, hablar bien de todos».

El fray Crispín de los alcantarinos de Nápoles es el Beato Gil María de San José. Alternativamente cocinero, lanero, portero, limosnero, edifica a los frailes del convento de San Pascual en Chiaia con sus virtudes, y al pueblo con su bondad alegre, que encanta a todos, nobles y plebeyos. Fray Gil María no se ofende cuando un oficial francés del ejército «libertador» la emprende con él a cintarazos creyéndole un sedicioso a causa de la multitud que le sigue; al contrario, es él, pobre lego, quien salva al fanfarrón del linchamiento por parte de la misma multitud, ofendida en su «santo», exclamando con una sonrisa franciscana: «Dejadle en paz. ¡Ha hecho conmigo una obra de caridad sacudiéndome el polvo del manto!». Esta virtud, alegre, que lleva impresa la fisonomía de Asís, mantenía la espiritualidad franciscana en el pueblo mejor de lo que pudieran conservarla los profundos estudios teológicos y ascéticos cuya falta se deplora en el siglo XVIII.

LOS MISIONEROS

Donde la santidad florece recatada, hurtándose a las investigaciones de la historia, es en las Misiones extranjeras, las cuales forjan y consumen a sus héroes anónimamente.

En China, las cuatro provincias asignadas por Inocencio XII a los franciscanos: Chan-tong, Hong-Koang, Chan-si y Chen-si, gozaron de paz imperando Kang-si, quien en 1692 otorgó libertad de cultos; mas la persecución renovada en 1707, cuando el cardenal de Tournon condenó los ritos chinos, se recrudeció en 1722 a la muerte del emperador, y por sospechas políticas en tiempo de su sucesor; de aquí la expulsión de todos los misioneros, concentramiento en Cantón de los que quedaron, transformación de las iglesias en escuelas y pagodas. En Pekín continuaban su labor los jesuitas; en las provincias trabajaban con menos peligro los misioneros indígenas; en Chan-tong los franciscanos italianos y españoles visitaban de noche a los correligionarios, recorrían la región de incógnito, desafiando la muerte; bautizaban, confortaban con los Sacramentos a los fieles, reconciliaban a los apóstatas, hasta que eran descubiertos, encarcelados, desterrados; pero tornaban después de la expulsión y de nuevo emprendían con mayor peligro el apostolado.

El catolicismo en China escribe en el siglo XVIII las páginas de las catacumbas, y los misioneros que, después de haber evangelizado en las condiciones más difíciles, murieron en fétida cárcel, padeciendo hambre, sed y torturas, no tienen número. Su sagrada odisea tiene un exponente típico en la carta-relación que el P. Luis Landi de Signa escribió al superior de su provincia. El P. Landi, nacido en 1749, franciscano en Cortona en 1767, enviado a Egipto en 1777, trasladado a Pekín por la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, llegó a Cantón en 1783; después de un interminable viaje de dos meses pasó a Chan-si, vestido de chino, en el más riguroso incógnito. Cuando faltaban diez días de camino, la avaricia de un cristiano renegado le denunció a las guardias chinas, que le prendieron con sus compañeros de Misión P. José de Bientina, P. Juan de Sassari y P. J. Bautista de Mandello. Encarcelados, procesados, llevados de tribunal en tribunal, ligados luego con tres cadenas, atrincherados entre esbirros y soldados, fueron transportados a la corte imperial de Pekín, «habiéndoles cabido el honor de habitar treinta y siete cárceles, porque treinta y siete fueron los días de camino hasta Pekín».

En Pekín fueron puestos en prisión con otros sacerdotes chinos y europeos, donde permanecieron un año y tres meses. Muchos murieron de hambre o de enfermedad; los «sacerdotes chinos que sobrevivieron fueron todos con exorbitante multitud de cristianos condenados a perpetua esclavitud en la Tartaria occidental»; a los occidentales, después de una sentencia de cárcel perpetua, se les dejó en la libertad de escoger entre quedarse para siempre en Pekín (con la prohibición de trasladarse a provincias) o volverse a sus propios países. Salvo tres, todos se encaminaron hacia Cantón; y el viaje, que hecho a expensas del emperador había de ser relativamente cómodo, resultó, por codicia de los mandarines sobrestantes, peor que el primero desde Chan-si a Pekín. Los pobres cristianos se vieron constreñidos a caminar día y noche durante dos meses, y, finalmente, fueron embarcados en Cantón para Filipinas, adonde aportaron en abril de 1786.

Apenas se hace menos peligrosa la situación en China, cuatro misioneros, entre ellos el P. Luis Landi y otro religioso franciscano italiano, tuvieron valor para regresar secretamente a Macao. Unus post alium se colaron por segunda vez, cada cual en su provincia, usando de los más extraños medios para ocultarse y padeciendo toda suerte de temores y molestias en este «formidabilísimo viaje». Luis Landi permaneció en Chan-si ocho años siempre enfermizo, resintiéndose de los padecimientos pasados y de otros nuevos que le sobrevinieron del clima y alimentación de aquellas remotas regiones y del temor de ser descubierto y condenado, pero siempre activo en la inmensa viña, tan escasa de operarios. Él y los compañeros vivían en las casas de los cristianos indígenas, vistiendo y hablando a la chinesca, celebrando la Misa sobre altares portátiles y predicando en capillas privadísímas. «Si en un año se puede ver un sacerdote para reconciliarse, se tiene a particular favor del Señor».

El P. Landi, electo obispo y vicario de tres provincias, demanda misioneros a Italia, porque en su vicariato, que cuenta veinticinco mil cristianos sobre cien millones de habitantes, «sólo hay tres sacerdotes europeos, todos quincuagenarios (yo -escribe- con cincuenta y cuatro a cuestas), y la mies está ya blanca, madura, a punto para recogerse». Su misionero ideal debía ser joven, de treinta años no más, a fin de poder aprender esta dificilísima lengua, «bien instruido, muy dado a la piedad e inclinado a padecer grandes cosas por Jesucristo; que tenga, si es posible, poca barba y negra; de cara redonda, mediana estatura, la color morena, pues con tales prendas padecería menos en el estilo de vida que nos es forzoso guardar, esto es: siempre de camino con la dura necesidad de ocultarse a los gentiles, quienes en nada concuerdan con nuestras fachas». Luis Landi no coronó el apostolado con el martirio de sangre, como muchos Hermanos suyos; mas gran parte de su vida fue martirio y como símbolo vivo de las Misiones en China, que se consolidan y crecen sólo a precio de sangre. Lo mismo cabe decir del P. Francisco Hermosa de San Buenaventura, que por más de un veinteno evangelizó las Filipinas, el Siam y la Cochinchina, y murió en el mar durante su viaje de regreso.

Con los mismos dolorosos estigmas están selladas las Misiones africanas, que durante el siglo XVIII decaen en Mozambique y el Bajo Egipto, se extienden discretamente por el Alto Egipto y la Libia, en torno a Trípoli, con el favor de la familia real de los Karamanli, y obtienen un efímero éxito en Etiopía. La cual, ya evangelizada por el P. Liberato Weiss, que murió allí lapidado bárbaramente por los monofisitas en 1716, tuvo un despertar en 1751, cuando su rey Jyasu II envió al prefecto de la Misión franciscana, residente en El Cairo, un nuncio portador en un saquito de guadamecí dorado de una carta suya escrita en griego, en la que pedía misioneros. El prefecto decidió mandarle tres, dispuestos al martirio, que hacía poco habían escapado, con la ayuda de un turco, al peligro de ser empalados; tres franciscanos valerosos: dos bohemios y un alepino, que hablaba expeditamente el griego, el hebreo, el turco y algo el italiano, y tocaba bien el órgano. Partieron con una caravana turca; atravesaron los desiertos de Egipto, en los tres meses más calurosos del año; se hicieron a la vela por el mar Rojo en Suez, salvándose de las persecuciones de los griegos cismáticos; navegaron en condiciones pésimas, alimentándose con bizcocho petrificado y agua verminosa; desembarcaron en Messera y por montes inaccesibles, trepando a gatas sobre peñascos y malezas, llegaron a Gondor. Aquí, gracias a Dios, varió la situación. Fueron muy bien acogidos; hallaron en la corte de Kalia un ambiente favorable, aprendieron el caldeo y ejercieron un activo apostolado en la corte. Pero la envidia de los monofisitas, que se veían arrancar los secuaces, los persiguió hasta expulsarlos del reino: sólo permaneció aún nueve meses el P. Antonio de Lecco para traducir el Pentateuco al árabe; los demás regresaron al Cairo con fatigas inmensas.

Las cosas no andaban mejor en la custodia de Tierra Santa, donde Lorenzo Cozza, al principio del siglo, experimentó los egoísmos de varias órdenes religiosas, las intrigas de los cismáticos y la prepotencia de los turcos. Mas no vio lo peor, es decir, el asalto perpetrado por una banda de griegos fanáticos, por instigación de los monjes, al Santo Sepulcro, la víspera del domingo de Ramos de 1757, para robar y destruir vandálicamente las lámparas preciosas ofrecidas al Rey de reyes por los soberanos de Europa. Los franciscanos, heridos y ultrajados, en vez de obtener justicia, perdieron con un terrible e inesperado decreto de Osmán II, comprado por los griegos, la, basílica de Belén, parte del Santo Sepulcro y del Sepulcro de la Virgen, y un año después fueron echados del todo de la basílica de la Tumba de María. Las potencias europeas ya no tenían fe ni fuerza para defender los derechos de los franciscanos, quienes, tan indefensos, continuaban arraigados a la Tierra Santa, a fin de conservarla, con la propia sangre, para la Iglesia.

El Nuevo Mundo respondía más generosamente que el viejo a las fatigas misioneras. Así en el norte como en el sur de América la colonización caminaba a la par con la evangelización; y si las autoridades españolas y portuguesas favorecieran el espíritu de los misioneros, la conquista europea hubiera sido fácil y la conversión de los infieles segura. En Chile, en el Perú, en el Ecuador, en la Argentina, en Bolivia, en el Brasil, la acción franciscana era intensa e incansable. Pero la hostilizaban la rapacidad de los gobiernos; la índole pasional, guerrera, nómada, de los indígenas; la falta y a veces la imposibilidad de comunicación entre las inmensas regiones, separadas por selvas impenetrables. Las apostasías y traiciones que con frecuencia devastaban el campo apenas roturado, herían a los pastores y dispersaban el rebaño, hundiéndolo de nuevo en el paganismo. Fue precisamente el gesto provocador de los colonos europeos el que suscitó entre los chiriguanos, en Bolivia, aquella rebelión contra los blancos, incluso los misioneros, que destruyó el apostolado pacientísimo y de más de cincuenta años del fraile lego Francisco del Pilar, de quien aun queda en las poblaciones un recuerdo de bondad legendaria.

Para reforzar su obra, los franciscanos fundaron colegios misioneros en los centros principales, como Querétaro, Guatemala, Zacatecas, Méjico, Pachuca y otros. La formación interior de oración y abnegación, la formación cultural con el estudio de los idiomas y de las condiciones locales y de la manera de catequizar a los indígenas eran el principal cuidado de estos colegios, focos de vocaciones, viveros de juventudes reclutadas entre los habitantes, retiros para aliviar las fatigas y templar la espiritualidad de los ancianos.

Junípero SerraLos franciscanos españoles trabajaban admirablemente también en la parte meridional de la América septentrional: Méjico, Nuevo Méjico, Tejas, Arizona, California, la Florida, uniendo el nombre de sus santos a los lugares del propio apostolado. Dos de estos lugares dan todavía testimonio de su obra generosa: Santa Fe, originalmente llamada la Ciudad regia de la Santa Fe del Bienaventurado P. Francisco, y San Francisco, capital de California. ¡Extrañezas de la historia! El país del oro por antonomasia fue civilizado por los caballeros de la Pobreza e inició su historia con una vida patriarcal, en la que todo se administraba y dividía en común, como en los primeros centros cristianos. El P. Junípero Serra, llegado a California en 1749 con dos compañeros, Francisco Palou y Juan Crespí, fundó en la vasta región aquellas comunidades cristianas, llamadas Reducciones, cuyos jefes eran los misioneros, amados y obedecidos por la prudencia y suavidad de su dirección. El P. Junípero, hombre de voluntad enérgica, de doctrina sólida, de vida santa, resolvió penetrar en la Alta California, dejando presidente de la antigua California a Francisco Palou. Con un grupo fiel, sostenido por generosos donantes españoles, el explorador apóstol avanzó penosa pero invenciblemente, desafiando la tierra estéril y rocosa, las langostas, la epidemia, la hostilidad del gobierno español,. sin descorazonarse nunca, porque le sostenía el pensamiento de conquistar pueblos nuevos al Gran Rey. Y el día de las Llagas de 1776 fundó la ciudad de San Francisco. El P. Palou escribió después las preciosas Noticias de la Nueva California y la Vida del P. Serra, documentos de primer orden para la historia del joven Estado.

América, descubierta por un devoto -si no terciario- de San Francisco, evangelizada en gran parte por los franciscanos, nace a la civilización a la sombra de la bandera de un santo que parece distante de su desenvolvimiento histórico y de su fisonomía actual, pero que, como alter Christus, posee más que otros elegidos, según las promesas del Maestro, manantiales de agua viva para todos los siglos y para todos los pueblos; y en particular su espiritualidad intuitiva y activista conviene a los americanos. San Francisco mira a lo futuro.

LOS FRANCISCANOS Y LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Desvalorizando lo pasado, sacrificando la luz de la Verdad a las luces de la razón, la autoridad a la libertad, la fe en la vida eterna a la fe en el progreso y en un paraíso terrestre laico, sediento de libertad y justicia, y de otra parte acumulando en la práctica culpas y locuras, el siglo XVIII llega a la Revolución francesa, que debía ser el triunfo de los principios madurados durante su curso y fue, en parte, su catarsis.

Los católicos de buena cepa, frente a la persecución, volvieron a encontrar la fe que hace mártires. El terror dispersó el polvo del mundo, que se venía posando en conventos y sacristías; separó las vocaciones sinceras de las dudosas o artificiales y valorizó muchas que empequeñecía la frivolidad del siglo. En el discurso de pocos años la historia de Francia ha escrito volúmenes de profanaciones y dolores, de violencias y heroísmos que repercutieron en toda Europa. El 3 de febrero de 1790 la Asamblea Constituyente votó la prohibición definitiva de los votos solemnes, a que siguió el inventario de los conventos, el interrogatorio de los religiosos, la obligación por parte de éstos de escoger entre la vida en común, sin sombra de libertad, y la vida privada; se siguió también la agrupación o reclusión en un escaso número de casas de aquellos religiosos que rehusaban volver al mundo, la venta de abadías y conventos.

Requeridas por ley a declarar sus bienes y rentas, las clarisas de Amiens ingenuamente respondieron a Nos seigneurs les réprésentants de l'Assemblée Nationale que vivían hacía trescientos cuarenta y cinco años de limosna, y suplicaban humildemente a la augusta Asamblea Nacional del cristianísimo reino las dejasen tranquilas en su santa pobreza, que no les diesen posesiones ni rentas. ¡Cándidas sores! La Asamblea respondió con la supresión de los conventos, la persecución, la guillotina. Después de la Constitución civil del clero, que dio nuevo motivo de odio a los jacobinos, los franciscanos fueron, con otros religiosos regulares y sacerdotes seculares, deportados, ahogados, degollados. Se cuentan ciento ochenta mártires franciscanos de las tres órdenes.

El movimiento antirreligioso se difundió rápidamente por toda Europa. En Italia, donde la masonería venía hacía tiempo preparando el terreno, no obstante las denuncias de San Leonardo de Porto Maurizio, la oleada demoledora se precipitó con las milicias napoleónicas, las cuales no sólo ocuparon los claustros y dispersaron a los religiosos, sino que también saquearon conventos e iglesias, robaron imágenes votivas, dilapidaron mosaicos, relicarios y vasos sagrados con una furia de bandoleros. Y destruyeron bárbaramente las antiguas bibliotecas claustrales. Valga por todos el ejemplo de Araceli.

Durante aquella República tiberina, que del 1798 al 1799 desoló a Roma y abandonó tesoros de ornamentos sagrados en manos de los judíos, primero dos mil quinientos franceses, después tres mil polacos alojaron en el convento de Araceli, ambicionado por su posición cómoda y fuerte sobre el Capitolio. A la primera ocupación lo desampararon los frailes en el espacio de tres horas, y se refugiaron parte en San Bartolomé de la Isla, parte en San Francisco en Ripa, parte en Santi Quaranta, parte en San Buenaventura; más tarde fueron incorporados a los conventos de las Marcas y de la Umbría. Los ocupadores no respetaron cosa: desvalijaron la sacristía, la iglesia, el convento; en la farmacia, en la cocina, en la biblioteca no quedó siquiera una tabla, ni verjas, ni puertas, ni ventanas, ni tubería de aguas; nada quedó de cuanto podía ser transportado. Abrieron los sepulcros y los huronearon para despojar aun a los muertos. Al cabo de quinientos cuarenta y siete años de férvida vida franciscana el convento de Araceli quedaba reducido a los muros y una parte del techo. Mas, como observa un cronista del tiempo, el daño mayor fue el saqueo de los archivos y de la librería, «magníficamente construida y enriquecida de libros por el P. José María de Évora, después obispo de Oporto». Los ejemplares de Wadingo y sus continuadores fueron vendidos o a peso de papel a los especieros o por unos cuantos bayocos al librero Giunchi. Impresos y manuscritos importantísimos pasaron «vili pretio salsamentariis et porcinariis (oh rem dictu foedam, auditu miserrimam) ad lucanicas, harencos, caseos, aliaque istiusmodi circunvolvenda»; los restos del archivo fueron a parar en casa de un expendedor de colores. Los muebles, los utensilios, las puertas de las celdas, de las oficinas, los muros mismos del convento se reparan, «así como hoy, gracias a Dios, todo está reparado; mas aquellos manuscritos, aquellas memorias, no pueden ya rehacerse».

La suerte de Araceli en 1799 representa en grande la que cupo a todos los conventos que se hallaban al paso de los «libertadores». El Sacro Convento y la basílica de Asís, San Francisco el Grande de Padua conservan todavía sus huellas. En particular la destrucción de la biblioteca y archivos sin que una voz se levantase a defenderlos es la manifestación bélica de la antihistoricidad del siglo XVIII, que muere abrasando los puentes a lo pasado. La Revolución debía comenzar «una nueva historia». En aquella furia de violenta expoliación los que menos quizá padecieron fueron los franciscanos; porque en el franciscano auténtico es instintivo un movimiento de gozo cuando las circunstancias lo despojan de los sedimentos que el trabajo y el tiempo van acumulando en torno a su pobreza.

EL SIGLO XVIII Y EL FRANCISCANISMO

Exceptuando los estudios de los bolandistas, el siglo XVIII es el que menos ha comprendido y menos amado a San Francisco. Del racionalismo negador de las verdades indemostrables, que son las más profundas; de las obscenidades mofadoras de Bayle, del naturalismo y moralismo de Rousseau, del pensamiento y de la vida del siglo XVIII que exaltan la razón y la naturaleza apoyados en principios inconciliables con el dogma de la caída del hombre y de la Redención, no podía surgir una corriente de simpatía para con el ideal de Asís, una literatura que lo estudiase y elaborase con amor, un arte que lo exprimiese. El que quiere, encuentra una inspiración franciscana aun en la crespa elegancia del barroco; mas, en conjunto, los grandes artistas del siglo XVIII distan de San Francisco como los bosques de Arcadia distan de las Cárceles y de la Verna, como Pablo y Virginia de las Florecillas.

Con todo, el Franciscanismo dio hombres al arte, aun en este siglo: pintores como José Sacchi, Félix Cignaroli, Humilde de Foligno, Félix de Sambuca; arquitectos como el P. Carlos Lodoli, grande amigo de J. B. Vico; escultores en madera, continuadores del Beato Inocencio de Palermo, y una excepcional artista del buril como Isabel Puccini, en el monasterio de Santa Cruz de Venecia, quien, continuando el arte paterno, trabajó incansable y oculta a fin de ayudar con sus beneficios al monasterio. Encargos le venían de numerosos tipógrafos de Venecia y de religiosos y seglares de todas las partes de Italia, que estimaban mucho sus grabados, sobresalientes en la técnica y en la profunda nitidez del rasgo, ya que no en la genialidad de la invención.

A la música del siglo XVIII dieron los franciscanos, entre muchos egregios maestros, un grande contrapuntista e historiador, el P. Juan B. Martini, de quien aprendieron mucho Rossini y Mozart, y un excelente organista y compositor, verdadero maestro de su arte, el P. Vallotti, que realzó la Schola cantorum de la capilla de Padua, donde en aquel tiempo, so la protección del Santo, halló paz, después de la inspiración obsesionante del Trillo del Diavolo, el gran Tartini.

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Ocupados los conventos, destruidas las bibliotecas, suprimidas las órdenes religiosas, escarnecido obscenamente San Francisco, ¿qué quedó del Franciscanismo al fin del siglo XVIII? Quedaron los franciscanos: pocos, diezmados, pero más franciscanos que antes. Vueltas las espaldas a todo lo superfluo de que los desencallaba la Revolución, tomaron de nuevo los caminos del mundo, ágiles, atentos sólo a su misión originaria de heraldos del Gran Rey, a los cuales basta el Evangelio y la bendición de Roma. Libres, con la única verdadera libertad, que es la de los pobres de espíritu, iban al encuentro de la «nueva historia».

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NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
3.- OBRAS REFERENTES AL SEGUNDO CAPÍTULO
6.- Siglo XVIII

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