DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana


FRANCISCO DE ASÍS, PACIFICADOR

por Michel Hubaut, OFM

 

[Texto original: Un pacificateur nommé François, en Évangile Aujourd'hui n. 119 (1983) 12-20]

Markell: San FranciscoSan Francisco, en sus escritos, no hace alusión alguna a un compromiso concreto para construir la paz entre los hombres, los pueblos y las culturas, pero es innegable que varios episodios de su vida ilustran su preocupación por pasar a los hechos, y entre éstos cabe señalar particularmente la visita al Sultán.

En Francisco no encontramos respuestas prefabricadas para afrontar las cuestiones actuales relativas a la paz: ¿hay que pronunciarse por un desarme unilateral ante la amenaza de guerra nuclear?, ¿en qué organismo tenemos que militar?... Somos nosotros quienes debemos responder hoy a todas esas preguntas. No podemos tomar a san Francisco como modelo de cualquier pacifismo, sea el que sea.

Sin embargo, la actitud de Francisco nos recuerda que en ese terreno la familia franciscana tiene una misión privilegiada, que se enraíza en la particular sensibilidad de su fundador.

DE LA VIOLENCIA NATIVA A LA PAZ FRATERNA

Recordemos simplemente, para refrescar la memoria, que Francisco vivió en un siglo de violencia. La guerra hacía estragos en todas las capas de la sociedad: entre el papa y el emperador, entre la Cristiandad de Occidente que soñaba en reconquistar el reino latino de Jerusalén y el Islam, entre la antigua nobleza y la burguesía naciente, entre las jóvenes ciudades rivales de Italia...

En semejante contexto socio-cultural, el mismo Francisco no es personalmente un hombre de paz. Por temperamento es incluso un luchador, un «combatiente». Sueña, a lo largo de su juventud, en batallas y conquistas. Su afán es hacer una brillante carrera militar. Antes de convertirse en el «heraldo de la paz», ha empezado por combatir con las armas en la mano, por conocer la embriaguez de las barricadas. Así, pues, no es pacífico por naturaleza. Todo eso lo sabemos.

No voy a detenerme en el análisis de sus escritos.[1] En ellos Francisco apenas hace alusión a un compromiso suyo concreto por la paz entre los hombres y entre los pueblos, y de ella simplemente nos deja entrever los fundamentos espirituales: la desapropiación total de sí mismo enraizada en el amor de Cristo, capaz de afrontar pruebas, adversidades y sufrimientos sin perder la paz del alma y del cuerpo. Está claro que para Francisco esta conversión interior es esencial.

Dicho esto, no podemos negar que esta actitud espiritual, jamás adquirida de una vez para siempre, empujó a Francisco a tomar iniciativas y a realizar gestos públicos muy significativos para su época. No por casualidad escucha el Evangelio de la misión como mensaje de paz dirigido a todos los hombres. Ha comprendido bien que convertirse a Cristo es convertirse simultáneamente a la fraternidad universal y a la paz. Una profunda inspiración lo impulsó a empezar todas sus predicaciones deseando a todos la paz: «El Señor me reveló que dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz» (Test 23); «El Señor os dé la paz. Esta paz la anunciaba devotísimamente y siempre a hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes se le cruzaban en el camino» (1 Cel 23). Francisco entiende su misión y la de sus hermanos como una vasta campaña de paz. Cuando aún sólo tiene siete compañeros, los divide en cuatro grupos de a dos y les dice: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de sus pecados» (1 Cel 29). Su primera palabra será el don de la paz de Cristo. Quieren ofrecer ese «shalom» mesiánico de Cristo vivo a todos los que buscan la felicidad. Su comportamiento y su predicación son una invitación a acoger a Cristo, fuente de paz interior y exterior, personal y colectiva.

Decía Francisco a sus hermanos: «La paz que proclamáis con la boca, debéis tenerla desbordante en vuestros corazones, de tal suerte que para nadie seáis motivo de ira ni de escándalo, antes bien por vuestra paz y mansedumbre invitéis a todos a la paz y a la benignidad. Para esto hemos sido llamados...» (AP 38c). Y no creamos demasiado pronto que tal comportamiento iba por sí solo. Este saludo era tan insólito entonces como podría serlo hoy.

«En los comienzos de la Orden, yendo de viaje el bienaventurado Francisco con un hermano que fue uno de los doce primeros, éste saludaba a los hombres y mujeres que se le cruzaban en el camino y a los que trabajaban en el campo diciéndoles: "El Señor os dé la paz". Las gentes quedaban asombradas, pues nunca habían escuchado un saludo parecido de labios de ningún religioso. Y hasta algunos, un tanto molestos, preguntaban: "¿Qué significa esta manera de saludar?". El hermano comenzó a avergonzarse y dijo al bienaventurado Francisco: "Hermano, permíteme emplear otro saludo". Pero el bienaventurado Francisco le respondió: "Déjales hablar así; ellos no captan el sentido de las cosas de Dios..."» (LP 101f-h).

La paz de Francisco y de sus hermanos es evidentemente un don del Espíritu concedido a los hombres que han renunciado a la carrera desenfrenada de los bienes y del poder. Su paz no es una ideología sino el fruto de una opción de vida, la paz de hombres de manos desnudas, no-violentos y capaces de sufrir con alegría todas sus consecuencias sociales.

¿Utopía de un dulce soñador? Francisco sabe demasiado bien por experiencia personal que lo que más amenaza la paz en las relaciones humanas es esa carrera ávida hacia bienes cada vez más abundantes o hacia un poder de dominio económico o ideológico cada vez más fuerte. «En cierta ocasión que el bienaventurado Francisco fue a visitar al obispo de Asís, éste le declaró: "Muy dura y áspera me parece vuestra forma de vida en lo que se refiere a no poseer ni tener nada en este mundo". Le contestó el santo de Dios: "Señor, si tuviésemos algunas propiedades, necesitaríamos también armas para defenderlas. Pues son ellas motivo de un sinfín de querellas y pleitos, que suelen estorbar al amor de Dios y del prójimo. Esta es la razón por la cual no queremos poseer ningún bien material en este mundo"» (AP 17d). Es evidente que su negativa a acumular bienes está al servicio de su misión de paz.

PASAR DE LA PAZ INTERIOR
A LOS GESTOS ATREVIDOS POR LA PAZ

Si nos contentáramos con este preámbulo, nos sentiríamos llevados a creer que la paz propuesta por Francisco y sus hermanos, es de naturaleza puramente espiritual. Admirable espiritualidad, pero que no se enfrenta suficientemente con la complejidad de las realidades humanas y sociales. Pero no hay nada de eso. Francisco no se contentó con invitar a los hombres de su tiempo a acoger la paz de Cristo acogiendo su Evangelio. Fue también un constructor comprometido en la incansable prosecución de la paz. Presente en los conflictos de su tiempo, no fue un simple sermoneador que se contenta con denunciar o lamentar las violencias que envenenan las relaciones humanas. Toma postura públicamente para hacer triunfar la paz sobre el odio o las rivalidades.

No puedo analizar aquí, por falta de espacio, los diferentes episodios relatados por los biógrafos y que son ya muy conocidos. Tal es, por ejemplo, el de 1217 cuando intervino en Arezzo, ciudad italiana que se encontraba a punto de hundirse en el tumulto y la guerra civil, y donde logró restablecer la paz. Consiguió incluso que los habitantes de aquella ciudad redactaran un documento reconociendo los derechos de cada uno. Signo evidente del realismo de este hombre de paz. Francisco aparece en este episodio como un conciliador concreto que impulsa ya a resolver los conflictos mediante convenios colectivos (cf. LM 6,9). En 1223, con el corazón lleno de pena, Francisco se alzará como testigo contra la violencia ejercida por los habitantes de Perusa. No pudiendo callar más y movido por el Espíritu, acaba por ir a esa ciudad en plan no violento, él que antes había sido combatiente armado contra la ciudad rival de Asís. Llegado a Perusa, apremia a sus habitantes a que renuncien a la voz de las armas. Los caballeros que se entrenan en la plaza hacen tal estruendo con sus armas que impiden oír su predicación. Francisco los amonesta entre sollozos, pero con firmeza. Pronto estallará el motín, atroz, sangriento (cf. 2 Cel 37).

Quisiera detenerme en un episodio del que sólo ahora se empieza a medir toda la profundidad; me refiero a las gestiones de Francisco ante el Sultán.[2]

Giotto: San Francisco ante el Sultán

LA AUDAZ VISITA AL SULTÁN

El origen de los conflictos es múltiple: instinto de dominio, nacionalismo exacerbado o expansionismo de los pueblos, manera de conjurar sus miedos, de rehacer la unidad interior contra un peligro exterior, incomprensiones culturales, necesidades económicas, razones políticas... Parece claro que el conflicto entre el Occidente cristiano y el Islam acumulaba casi todas esas razones. Por supuesto, las motivaciones oficiales divulgadas en la opinión pública por los líderes políticos y religiosos no las revelaban todas.

Los musulmanes eran una «gentuza» a la que había que echar de la Tierra Santa. Aquellos sarracenos, hijos de Agar, la mujer esclava de Abrahán, eran una «raza abominable», como decía sin pestañear el papa Urbano II que fue quien lanzó la primera cruzada (1095-1099). En este contexto, el encuentro de Francisco y del Sultán de Egipto no puede considerarse ya como una amable anécdota edificante.

Digamos, en primer lugar, que el hecho histórico en sí mismo es hoy indiscutible, aunque su interpretación varíe según la tendencia de cada biógrafo y la época en que se relate el acontecimiento. Un historiador contemporáneo, Jacobo de Vitry, testigo privilegiado por su proximidad a los hechos, lo anota por dos veces en sus escritos. El último decreto del Concilio IV de Letrán (finales de 1215) había fijado la salida de la quinta cruzada para 1217.,El fracaso de los primeros combates en Galilea incitó a los cruzados a dirigirse a El Cairo para intentar hacerse con las «llaves de Jerusalén». El asedio comenzó en mayo de 1218 en Damieta, plaza fuerte a la orilla del mar que domina el delta del Nilo y protege El Cairo, capital del líder indiscutido de los musulmanes en guerra contra los cruzados, Al-Malik, sobrino del gran Saladino. La toma de Damieta podía convertirse en moneda de cambio para conseguir Jerusalén. Francisco se embarca en Ancona en julio de 1219, visita a sus hermanos instalados ya en San Juan de Acre y llega a Damieta. Tras una primera tentativa en el mes de agosto, que fracasó y en la que fueron masacrados más de cinco mil cruzados, se estableció una tregua provisional. Así llegamos al mes de septiembre. Francisco aprovecha la tregua para atravesar las líneas enemigas y encontrarse, las manos desnudas y arriesgando su vida, con el Sultán. Es evidente que su empresa les parece absolutamente insensata a los militares cruzados y al legado del papa. Francisco permanecerá allí algunos días. Está acompañado por el hermano Iluminado.

¿Qué sucedió exactamente? Es muy difícil hacerse una idea objetiva sobre la cuestión. Cada historiador refiere el hecho según el color cultural o ideológico de sus propias lentes. Jacobo de Vitry subraya, en cualquier caso, la admiración de los sarracenos por esos dos pobres hermanos: «Los mismos sarracenos y los caídos en las tinieblas de la incredulidad admiran su humildad y su virtud», y añade seguidamente: «cuando van sin ningún temor a predicarles, los reciben gustosamente y les proveen con agrado de lo necesario». «Una vez puesto en presencia del sultán, al verlo aquella bestia cruel, se volvió todo mansedumbre ante el varón de Dios, y durante varios días él y los suyos le escucharon con mucha atención la predicación de la fe de Cristo». Interpretación del fracaso: «Pero, finalmente, el sultán, temeroso de que algunos de su ejército se convirtiesen al Señor por la eficacia de las palabras del santo varón y se pasasen al ejército de los cristianos, mandó que lo devolviesen a nuestros campamentos con muestras de honor y garantías de seguridad, y al despedirse le dijo: "Ruega por mí, para que Dios se digne revelarme la ley y la fe que más le agrada"».[3] Este relato pone algunos bemoles a la famosa crueldad del Sultán.

San Buenaventura, que escribe hacia 1260 y después de haber preguntado al hermano Iluminado, interpreta ya el episodio de manera un poco diferente: «Y, avanzando un poco más, se encontraron con los guardias sarracenos, que se precipitaron sobre ellos como lobos sobre ovejas y trataron con crueldad y desprecio a los siervos de Dios salvajemente capturados, profiriendo injurias contra ellos, afligiéndolos con azotes y atándolos con cadenas». Una vez en presencia del Sultán, «el siervo de Cristo, Francisco, le respondió con intrepidez que había sido enviado no por hombre alguno, sino por el mismo Dios altísimo... Y predicó ante dicho sultán sobre Dios trino y uno y sobre Jesucristo salvador de todos los hombres... El sultán lo escuchó con gusto y le invitó insistentemente a permanecer con él». San Buenaventura añade el famoso episodio de la prueba del fuego (ordalías) inmortalizada en los frescos de Asís. El Sultán rehusó aceptar la opción que le proponía Francisco, «porque temía una sublevación del pueblo», pero le ofreció «muchos y valiosos regalos», que Francisco rechazó. «Viendo el sultán en este santo varón un despreciador tan perfecto de los bienes de la tierra, se admiró mucho de ello y se sintió atraído hacia él con mayor devoción y afecto. Y, aunque no quiso, o quizás no se atrevió a convertirse a la fe cristiana, sin embargo, rogó devotamente al siervo de Cristo que se dignara aceptar aquellos presentes y distribuirlos -por su salvación- entre los cristianos pobres o las iglesias...» (LM 9,8). Aquí tenemos otro rasgo que atenúa el discurso tradicional sobre la ciega crueldad del Sultán. «Al ver que nada progresaba en la conversión de aquella gente y sintiéndose defraudado en la realización de su objetivo del martirio», Francisco retornó a los países cristianos (LM 9,9).[4] Los relatos posteriores acentuarán la recuperación del acontecimiento en provecho del esquema cultural occidental de los siglos XIII y XIV. Así, por ejemplo, las «Verba fr. Illuminati», anónimo del siglo XIV, presentarán a Francisco frente al Sultán como un temible polemista, e incluso pondrán en sus labios una sorprendente apología de la guerra santa.

¿Qué podemos sacar en limpio históricamente hablando? Francisco ha conseguido arrancarle la conformidad al legado pontificio en la cruzada, y parte con el hermano Iluminado para obtener el martirio predicando el Evangelio. Probablemente zarandeados e interrogados por los soldados en un primer momento, serán finalmente escuchados por el Sultán que los recibe con gran cortesía. Francisco no se presenta como portavoz de los cruzados, sino como cristiano, mensajero de Cristo. No se deja absorber por los ejércitos cristianos, ni siquiera cuando se aprovecha de su organización para llegar hasta allí. El Sultán comprende bien la singularidad de su gestión, y los autoriza a permanecer con él. Francisco predica el Evangelio (e incluso, nos dice san Buenaventura, la Santísima Trinidad, tan incomprensible para el Islam). No se hace mención alguna de insultos a Mahoma. No hay conversión. No hay martirio. Fracaso aparente. Francisco decide regresar. El Sultán le ofrece entonces regalos, que Francisco rechaza, y le pide que ruegue para que Dios le ilumine el camino que debe seguir. Francisco regresa al campamento de los cruzados escoltado por guardias del Sultán.

UNA GESTIÓN LLENA DE NOVEDADES

Este es brevemente resumido el hecho en bruto. ¿Qué reflexiones podemos hacernos a partir de él? No cabe duda de que Francisco, al igual que sus contemporáneos, deseaba alcanzar el martirio anunciando a Jesucristo. El contraste con su época y sus contemporáneos está en la ausencia de agresividad, de espíritu de Cruzada en Francisco. Esto queda perfectamente confirmado por sus escritos, que no contienen indicio alguno de polémica o desprecio hacia el Islam.

Esta actitud resulta tanto más notable si se tiene en cuenta que la refutación de Mahoma (los musulmanes prefieren decir Mohamed) formaba parte integrante de la apologética cristiana. De nuevo acudimos a Jacobo de Vitry que escribe en su Historia de Oriente: «Los sarracenos suelen escuchar gustosamente la predicación de los hermanos menores cuando se limitan a exponer la fe de Cristo y la doctrina del Evangelio; pero desde el momento en que en su predicación condenan abiertamente a Mahoma como a mentiroso y pérfido, esto ya no lo soportan, y los azotan sin piedad hasta llegar casi al linchamiento, de no ser por la maravillosa protección divina, y acaban por expulsarlos de sus ciudades».[5] Y si en la misma época, en 1220, hubo hermanos que encontraron la muerte en Marruecos, fue por haber insultado al profeta Mahoma: «Él os conduce, por un camino falso y por la mentira, a la muerte eterna, en la que él será eternamente atormentado con sus sectarios».[6]

Evidentemente, el proceder y el método mismo de Francisco no fueron comprendidos y seguidos ni siquiera por sus propios hermanos. El peso cultural era demasiado fuerte. Francisco buscó al igual que ellos el martirio, pero jamás quiso que fuera fruto de la polémica, el odio o el desprecio. En esta perspectiva habría que releer de la Regla no bulada el capítulo 16,[7] que trata «De los que van entre sarracenos y otros infieles», y el capítulo 22, vv. 1-4, que reflejan bien la visión de Francisco: «Que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos» (1 R 16,6); «Prestemos atención todos los hermanos a lo que dice el Señor: "Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian", pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo al que lo entregaba y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron. Son, pues, amigos nuestros todos los que injustamente nos causan tribulaciones y angustias, sonrojos e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; y los debemos amar mucho, ya que por lo que nos hacen obtenemos la vida eterna» (1 R 22,1-4).

Francisco no nos ha dejado ningún comentario sobre su visita al Sultán. Lo cierto es que en ninguna parte sugiere Francisco que se insulte a los musulmanes y a su profeta. Sus escritos afirman lo contrario, como acabamos de ver. ¿Esos textos son anteriores o posteriores a su experiencia en Oriente? Hemos de responder que, en cualquier caso, están en la lógica de su comportamiento, en sintonía con sus obras. El hecho resulta muy destacable en el contexto de los siglos XII-XIII.

Habrá que esperar al Concilio Vaticano II para que la Iglesia reconozca que ella no tiene el monopolio de la Verdad ni la exclusiva de los caminos que conducen hacia el misterio de Dios. Francisco es un hombre de paz porque ha comprendido que dialogar también es imitar a Dios. Aunque no haya utilizado nunca esa palabra en sus escritos, Francisco tiene esa «cortesía»[8] que está hecha de respeto al otro, al extranjero, a su diferencia. Es el hombre de las fronteras. Deja atrás las barreras sociales y religiosas. Es el hombre de las vanguardias, del diálogo. Este carisma, este patrimonio familiar debería llevar a los hermanos menores al encuentro de las otras creencias, de los ateos, de los nómadas del pensamiento contemporáneo, y hacia los parados, los emigrantes, los drogados, las prostitutas, los marginados, todos los que están al margen del tejido social y eclesial, y allí ser constructores de paz.

La cortesía, hermana de la caridad y de la humildad, es uno de los fundamentos del diálogo para la paz. Saber abrir los propios ojos, oídos, inteligencia y corazón a lo que el otro piensa, cree, espera. Si el leproso desapropió a Francisco de su dinero y de sí mismo, el Sultán lo desapropió de toda posesión incluso espiritual. ¡Cuánto desprecio a lo largo de los siglos para los musulmanes, los judíos, los no cristianos, en nombre de la Verdad de la que nos hemos hecho propietarios exclusivos! Eso conduce siempre al fanatismo, a la inquisición y a la guerra santa. Francisco encontró al leproso superando las barreras sociales de su tiempo, y encontró al Sultán superando las fronteras ideológicas y culturales de su época. El diálogo es una de las puertas de la paz. Ante el Sultán estupefacto, Francisco, rehusando argumentar contra Mahoma, le explica simplemente por qué cree él en Jesucristo, y, maravillado, escucha del Sultán sus propias convicciones sobre Alá. Nada de polémicas. Nada de armas. Hombres que se escuchan para descubrir lo que les anima y les hace vivir. Francisco no convirtió al Sultán, pero mutuamente se admiraron. Para Francisco la Revelación es un diálogo permanente entre Dios y los hombres. Y si bien ese diálogo multisecular fue privilegiado con el pueblo de la Alianza, desborda las fronteras de Israel y de la Iglesia actual. Toda criatura, toda cultura, toda gran tradición religiosa es un diálogo con Dios y debe tener un significado en su designio universal de amor. No hay diálogo ni paz posible sin una cierta capacidad de admiración, de tomar en consideración lo que es positivo en cada pueblo o sistema socio-político. Saber escuchar a Dios en diálogo con cada hombre es liberarse de la terrible tentación de todo sistema religioso o político, la de excluir a los otros arrojándolos a las tinieblas.

«ES UNA GRAN VERGÜENZA PARA NOSOTROS...»

Finalmente, el año mismo de su muerte, a pesar de su enfermedad, Francisco no pudo permanecer indiferente ante el escandaloso conflicto entre el jefe del común y el obispo de la ciudad de Asís. Sufría «particularmente porque nadie, ni religioso, ni seglar, intervenía para establecer entre ellos la paz y armonía. Dijo, pues, a sus compañeros: "Es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que nadie se preocupe de restablecer entre el obispo y el podestà la paz y concordia, cuando todos vemos cómo se odian"». Por esta circunstancia añadió esta estrofa a aquellas alabanzas [Cántico de las criaturas]:

«Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor
y soportan enfermedad y tribulación.
Bienaventurados aquellos que las sufren en paz,
pues por ti, Altísimo, coronados serán» (LP 84).

Luego envió a sus hermanos a cantar este mensaje de paz delante del obispo y del podestà de la ciudad. Éstos, sabiendo que el mensaje venía del Pobrecillo que se estaba muriendo, se conmovieron y se reconciliaron.

Por tanto, para el Pobrecillo de Asís es siempre motivo de gran vergüenza el guardar silencio cuando la paz está amenazada. ¿Se callaría hoy ante los conflictos y la carrera loca de armamentos? Cierto que no. Escribiría a los responsables a todos los niveles. Iría a llamar a las puertas del poder sin miedo a que lo despidieran como un soñador. Apoyaría seguramente a los no-violentos, a los objetores de conciencia y a los pacifistas del Este y del Oeste para que no fueran absorbidos por fuerzas políticas ocultas.

La dimensión interior de la paz no es suficiente. Debemos preocuparnos también por su dimensión «política». Cada vez hay más cristianos que rompen el silencio y se comprometen decididamente en esta misión de paz, en movimientos como Amnistía Internacional, la ACAT, Pax Christi, la ANV (alternativas no-violentas), reflexionan seriamente sobre las posturas de los episcopados, se informan sobre la complejidad de los problemas para no contentarse con algunos eslóganes simplistas, están presentes en las estructuras sociales, económicas y políticas que son los lugares ineludibles de una búsqueda de la paz...

Poco importa la opción de cada uno. Pero la vergüenza que debería sonrojarnos a nosotros, siervos de Cristo, diría Francisco, es nuestro silencio indiferente. Porque en un mundo de violencia, en el que la amenaza de guerra ha tomado proporciones de suicidio colectivo, la paz se ha convertido en misión urgente para construir la fraternidad universal.

Un signo de esperanza para nosotros, hermanos menores: la toma de conciencia creciente en el seno de la familia franciscana, particularmente de la joven generación, respecto al problema de la paz. Leed la Carta de Gubbio publicada con motivo del VIII centenario de san Francisco por un seminario internacional (23-26 septiembre 1982), la I Conferencia franciscana sobre el Islam,[9] las declaraciones del primer consejo «Justicia y Paz» a nivel de la Orden, los trabajos del congreso internacional misionero franciscano de Mattli,[10] el mensaje de los Ministros generales franciscanos a los Gobiernos,[11] y su otro más reciente «En el espíritu de Asís»,[12] el documento del Consejo Plenario OFM de 1983[13] y el de los Capuchinos de 1986[14], los escritos de nuestro Ministro general sobre la paz,[15] etc. Todo este hervidero es rico en promesas, y puede serlo en frutos... si nos moviliza a cada uno de nosotros.

J. Benlliure: Francisco predica a los sarracenos

N O T A S:

[1] Cf. T. Matura, La paz en los escritos de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo n. 39 (1984) 361-370; O. Schmucki, San Francisco de Asís, mensajero de paz en su tiempo, en Sel Fran n. 22 (1979) 133-145.

[2] Cf. G. Basetti-Sani, Actitud profética de Francisco de Asís ante el Islam, en Sel Fran n. 16 (1977) 93-105.

[3] Historia del Oriente, c. 32, año 1221; cf. el texto en San Francisco de Asís. Escritos. Biografías..., Madrid, BAC, 1978, p. 967.

[4] Sobre el mismo episodio puede verse además: 1 Cel 55-57; 2 Cel 30; Flor 24; Jordán de Giano, Crónica, n. 10, en Sel Fran n. 25-26 (1980) 240-241.

[5] Historia del Oriente, c. 32, año 1221; cf. el texto en San Francisco de Asís. Escritos. Biografías..., Madrid, BAC, 1978, p. 967.

[6] Cf. H. Koelher, en L'Eglise chrétienne du Maroc et la mission franciscaine, París, Ed. Franciscaines, 1934, pp. 14-15.

[7] Cf. L. Lehmann, Rasgos esenciales del concepto franciscano de misión según 1 R 16, en Sel Fran n. 45 (1986) 428-444; CIFM, Francisco de Asís nos habla de la misión hoy. Introducción a 1 R 16, en Sel Fran n. 42 (1985) 483-486.

[8] Cf. M. Sticco, Mansedumbre y cortesía: virtudes típicas de san Francisco, en Sel Fran n. 11 (1975) 191-196.

[9] I Conferencia franciscana sobre el Islam. Asís, 5-12 octubre 1982, en Sel Fran n. 33 (1982) 493-498.

[10] Mensaje interfranciscano. Mattli 1982 (S. Francisco y el Tercer Mundo), en Sel Fran n. 33 (1982) 484-492.

[11] Ministros Generales Franciscanos, Mensaje a todos los Gobiernos del mundo, en Sel Fran n. 33 (1982) 383-384.

[12] Ministros Generales Franciscanos, En el espíritu de Asís. Carta-Mensaje sobre la paz (16-IV-87), en Sel Fran n. 47 (1987) 217-225.

[13] Consejo Plenario OFM 1983, El Evangelio nos desafía. Reflexiones desde Bahía sobre la evangelización, en Sel Fran n. 37 (1984) 51-63.

[14] V Consejo Plenario OFMCap 1986, Nuestra presencia profética en el mundo: Vida y actividad apostólica, en Sel Fran n. 47 (1987) 226-256.

[15] Varios escritos del P. J. Vaughn pueden verse en Sel Fran. n. 24 (1979) 385-391; n. 29 (1981) 232-234; n. 32 (1982) 227-238; n. 37 (1984) 63-68; n. 41 (1985) 181-210; n. 42 (1985) 462-466; n. 45 (1986) 365-370.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVII, núm. 49 (1988) 37-47]

 


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