DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

HISTORIA FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, OFMCap

II. ÉPOCA MODERNA:
OBSERVANTES - CONVENTUALES - CAPUCHINOS

Capítulo VI
FISONOMÍA INTERNA

La imagen cultural y religiosa del medio ambiente en que se desenvuelve la vida de la orden se diferencia profundamente de la del período anterior, y ello no puede menos de repercutir en la configuración interna de la misma forma que condiciona la proyección externa y la actividad apostólica. Hasta la imagen geográfica es totalmente nueva después del descubrimiento del Nuevo Mundo y de las nuevas rutas hacia Oriente, y como consecuencia de la escisión política y religiosa de Europa. La nueva conciencia nacional sustituye al concepto medieval de "cristiandad", y con las nacionalidades se afianza cada vez más el absolutismo de los monarcas. La lucha de las grandes monarquías nacionales por la hegemonía incide fuertemente en los problemas internos de la orden, como ya lo vimos; pero, además, inspira actitudes diversas a los religiosos de cada nacionalidad.

Y mientras el renacimiento hace avanzar cada vez más el pensamiento moderno por el camino del subjetivismo crítico y de la experimentación científica positiva, la cultura eclesiástica se repliega progresivamente sobre sí misma, creando una ciencia clerical, "sagrada", distanciada cada vez más de la ciencia "profana".

La religiosidad queda totalmente influenciada por el sentido barroco de la vida, lo mismo que el arte y las manifestaciones sociales. Y en la cultura barroca el gesto es valor primario, la forma cuenta más que el contenido, todo medio de expresión se hace hiperbólico. Por esto las reformas franciscanas se hacen tanto más populares en los siglos XVI y XVII cuanto más cultivan la figura exterior con miras a impresionar: en los pies descalzos, en la rudeza del hábito, en la austeridad de los edificios, en el continente personal al presentarse en público. Mientras todo eso fue expresión sincera de una vida, lo tomaron en serio los de fuera y los de dentro; lo malo sería cuando esas exterioridades sobrevivieran como una herencia vacía de sentido.

Recursos de renovación

No resultaba tarea fácil para los responsables mantener en vibración espiritual la masa enorme de religiosos que integraban cada provincia y aun cada convento, y más con la tradición de alergia a toda planificación disciplinar, inherente a las instituciones franciscanas.

Y es precisamente ese impulso de iniciativa personal, al calor de la inquietud por el ideal, el que proporciona el primer recurso de renovación: la reforma de abajo arriba1. Entre los observantes fue el movimiento de las casas de retiro, por fin legalizado y aun decididamente apoyado por los capítulos, el fermento permanente que en cada provincia obraba sobre el resto de las comunidades. En las varias reformas, la misma conciencia de serlo, es decir, el compromiso de retorno constante a los orígenes, mantenía eficientes los factores de fidelidad; la misma austeridad, sinceramente cultivada y amada, se convertía en garantía de lealtad espiritual. La vida en esas reformas, aunque exenta de preocupaciones económicas, porque la devoción de la gente proporcionaba limosnas suficientes, en realidad era dura y sacrificada, humanamente poco apetecible.

Contra los efectos negativos de la indisciplina se echaba mano de los medios normales previstos en la regla y en las constituciones: la visita del superior mayor, que solía llevarse con rigor, las penas paternales o canónicas, entre las que no faltaba la de cárcel y en casos excepcionales, la expulsión. En la reforma capuchina la pena de prisión no estaba prevista en la legislación, pero consta que existió en varias provincias ya desde el siglo XVI2.

Ya hicimos notar en otra parte los recursos empleados a nivel de capítulos y de gobierno general para frenar los abusos e impulsar positivamente la renovación. Un ejemplo notable de ese esfuerzo ofrecen los estatutos generales promulgados para las dos familias observantes en el capítulo general de Toledo de 1633: Estatutos generales para reformar las costumbres y restablecer la disciplina de la vida regular. Aunque en ellos ocupaba principalmente la atención el capítulo de las observancias, se hacía hincapié en temas fundamentales, como la oración litúrgica y personal, la formación, los estudios, la pobreza, la caridad fraterna, sobre todo con los enfermos. El apartado tercero, "de la observancia de la regla", establecía que "cada provincial estuviera obligado a reunir al menos una vez al año, bajo pena de privación del oficio, a los definidores y padres de la provincia para tratar con ellos de la extirpación de los abusos, que se hubieran introducido, y para promover en serio y conservar la disciplina regular"3. Como esos estatutos no afectaban a los grupos reformados, al año siguiente el ministro general Juan Bautista Campagna (1633-1639) dirigió una fervorosa circular a los reformados de Italia exhortándoles a la fidelidad al propio tipo de observancia, y se declaraba dispuesto a aceptar gustosamente las opiniones y propuestas aun del frailecito más insignificante, si estaba animado de buen espíritu y de verdadero deseo de colaborar con buen celo4.

Bajo este aspecto es, asimismo, de importancia la bula de Urbano VIII de 1640 dirigida a la familia cismontana sobre la disciplina regular; la de Alejandro VII de 1664 nombrando al ministro general Ildefonso Salizanes (1664-1670) comisario y visitador apostólico de la orden con miras a un impulso de renovación; y la de Inocencio XI apoyando el plan de reforma de Samaniego en 16795.

Ya vimos el fermento de reforma entre los conventuales en el siglo XVI y las diversas medidas tomadas por los capítulos generales en 1565, en 1593 y en 1596 con miras a la renovación interna, así como la iniciativa de Jacobo Montanari en 1615-1617.

En la reforma capuchina el medio fundamental para mantener vivo el espíritu religioso fueron las visitas de los ministros generales, un deber al que se posponían todos los demás. En ocasiones los generales dirigían a sus hermanos cartas pastorales estimulando a la fidelidad a la propia vocación; entre ellas son de notar la de Bernardino de Asti en 1548 sobre la caridad y la pobreza, las dos virtudes peculiares del capuchino; las exhortaciones de Inocencio de Caltagirone (1644-1650) sobre la pobreza; la circular de José María de Terni en 1740 sobre el cultivo del espíritu seráfico; la de Serafín de Ziegenhals en 1755 sobre el modo de conducirse los superiores en el gobierno de los hermanos, y la de Pablo de Colindres en 1761 sobre la disciplina regular6.

Entre los recursos de renovación fue adquiriendo importancia, desde mediados del siglo XVII, la práctica de los ejercicios espirituales cada año, que el capítulo general de los capuchinos de 1650 impuso a todos los religiosos durante diez días. El capítulo general de Toledo de 1658 prescribía para la familia observante ejercicios anuales de ocho o diez días; eran obligatorios para los jóvenes en período de formación, a los demás se los recomendaba7.

La comunidad local

Las reformas, en sus comienzos, tendieron siempre a limitar el número de hermanos en cada fraternidad local, en bien de la sencillez, de la pobreza e intimidad familiar. Pero paulatinamente, por exigencias de la vida regular, como la solemnidad del oficio coral, se tendía a elevar el número. Las primeras constituciones capuchinas, de 1529, fijaban en siete u ocho el número de hermanos -y sólo permitían elevarlo a diez o doce en las grandes ciudades- "a fin de asegurar la pureza de la regla juntamente con la altísima pobreza, y por cumplir la voluntad de san Francisco". Las de 1536 mandaban que no fueran menos de seis ni más de doce, y añadían el motivo del "debido orden de las cosas divinas", motivo que, en 1608, hizo cambiar el texto en sentido opuesto y por la misma razón: no menos de doce8. Urbano VIII, en 1625, establecería ese número mínimo para toda nueva fundación9.

Era también la norma en el resto de la orden, pero sólo para los conventos llamados "formados", ya que existían hospicios y residencias dependientes que no alcanzaban ese número. En 1680 la media de religiosos por casa era de 17 en todos los grupos, ligeramente inferior en los conventuales; en 1762 se había elevado a 20. Por regla general las comunidades italianas eran menos numerosas que las del resto de Europa. Para las casas de retiro Quiñones había señalado quince como número ideal, sin contar los novicios; los estatutos de 1621 determinaban: no más de veinte ni menos de doce. Y daban la razón: en una comunidad demasiado numerosa no se puede guardar bien la pobreza rígida ni la clausura, y en una comunidad demasiado pequeña no puede llevarse bien la vida regular y el ritmo conventual10.

Las comunidades se componían de sacerdotes, clérigos o coristas, hermanos legos y donados (llamados también terciarios perpetuos, oblatos); éstos no eran religiosos, pero estaban integrados en la familia conventual. Los sacerdotes se clasificaban en simples sacerdotes, llamados humorísticamente "de misa y olla", predicadores y lectores o maestros. Ya vimos en qué proporción en cada uno de los grupos y en cada tiempo. El número de legos, muy elevado en las reformas al principio, fue disminuyendo progresivamente en virtud del rigor en la selección, y fueron perdiendo también como categoría social, ya que les precedían aun los coristas novicios. El Concilio de Trento les privó de la voz activa y pasiva; pero les fue reconocida en la orden capuchina por Pío V en 1566; los legos capuchinos, en efecto, siguieron tomando parte con pleno derecho en la elección de los discretos para el capítulo provincial y podían ser elegidos como tales11. El número de los simples sacerdotes, excluidos de los estudios superiores, bien por haber ingresado en edad madura, bien por carecer de las necesarias cualidades, se mantuvo elevado en los tres siglos, si bien entre los capuchinos disminuyó notablemente en proporción con los predicadores. En muchas provincias constituyó serio problema esta clase de religiosos, que ni ejercían ministerios pastorales ni se aplicaban a los trabajos manuales. Por lo demás, el problema de la ocupación siguió siendo de actualidad no menos que en la época anterior.

No obstante las disposiciones contrarias de la legislación, eran muy numerosos los legos que obtenían breve pontificio para pasar al estado clerical entre los conventuales, observantes y reformados12.

También por lo que hace a precedencias, exenciones y privilegios las reformas adoptaron una postura netamente franciscana. Entre los reformados no había derecho alguno de precedencia ni lugar de honor, fuera de los que correspondían a quienes desempeñaban cargos de gobierno; y éstos, terminado su cargo, volvían a ocupar su puesto como cualquier otro13. El texto de las constituciones capuchinas se mantuvo siempre inmune de ese problema; pero las actas de los capítulos generales fueron acusando progresivamente las complicaciones que creaba, sobre todo en el siglo XVIII, el afán por los títulos honoríficos, por las situaciones privilegiadas y por los derechos de precedencia14. Ya dijimos en qué grado llegó a ocupar este tema las sesiones de los capítulos generales de la observancia y las intervenciones pontificias a que dio lugar. Un breve de Urbano VIII abolía, en 1639, "todas las paternidades (título de padre de provincia o de la orden), exenciones, precedencias y privilegios", a excepción de algunos muy contados; ese breve fue completado por otros sucesivos contra los privilegios personales, el recurso a los extraños para lograr grados y privilegios en la orden, etc.15 Pero de nada sirvió.

El capítulo general de los conventuales de 1659 daba todo un catálogo de motivos por los cuales el ministro general podía conceder ciertas "prerrogativas menores" aun a los frailes sencillos por el desempeño de ciertos cargos y oficios, por haber pasado cierto tiempo en las misiones, por sermones relevantes, por la cura de almas, por el ministerio del confesonario, por enseñar en los seminarios, por el "mérito de obras musicales" y por otros servicios ejercidos laudablemente por espacio de doce años, "y ello con el fin de estimular, mediante la recompensa, el ánimo de los que, con frecuencia, hallan pesados o poco atrayentes tales trabajos". Asimismo, entre los conventuales, recibían el título y los derechos de definidores perpetuos los que habían desempeñado durante doce años el oficio de ministro provincial, de lector, de predicador, de maestro de novicios, de inquisidor, pero a condición de que fuesen maestros en teología16.

El oficio divino de día y de noche, teniendo como centro la misa conventual, era la ocupación central de la jornada. Las constituciones de los conventuales conservaban el oficio nocturno en las comunidades donde existiera esa costumbre; las demás familias franciscanas lo consideraban normal. Siguió celebrándose en forma solemne y con canto, conforme a las posibilidades; pero los capuchinos y los reformados prefirieron la recitación llana, sin canto, por espíritu de austeridad y, también, para poder darse más libremente a la contemplación y servir de edificación al pueblo17.

La misma diferencia existió en cuanto a la celebración de la misa conventual. La prescripción de las primeras constituciones capuchinas de no tener más que una misa en cada lugar fue pronto dada al olvido; pero se mantuvo la prohibición de recibir estipendio por la celebración, hasta el capítulo general de 1698. En las casas de retiro estaba dispuesto, desde los estatutos de 1523, que todos los sacerdotes celebrasen "según la intención que Cristo tuvo en la cruz", sin recibir estipendio y durante todo el siglo XVI se mantuvo la prohibición de las "misas particulares". Sólo entre los conventuales se aceptaban fundaciones de misas y legados perpetuos, pero aun en esta orden las constituciones de Urbano VIII imponían criterios rígidos en cuanto a dicha aceptación18.

La comunión de los hermanos no sacerdotes fue haciéndose progresivamente más frecuente. Hasta las constituciones de Salamanca de 1553 la norma era comulgar de quince en quince días; desde esa fecha se impone la comunión más frecuente en los tiempos de Adviento y Cuaresma; y desde mediados del siglo XVII la norma fue recibirla todos los domingos y en las festividades principales. Entre los capuchinos la comunión semanal se prescribió ya en 1573, y las constituciones de 1577 la impusieron tres veces por semana; las ediciones posteriores de las constituciones se limitaban a recomendar la comunión frecuente con el consentimiento del superior19. La confesión se hacía dos veces por semana, de norma general.

Importancia primordial tenía, asimismo, la oración mental en tiempos determinados. Las constituciones urbanas señalaban a los conventuales una hora íntegra, o dos medias horas, en el coro; una hora era el tiempo mínimo exigido entre los observantes; entre los capuchinos se establecían dos horas, una por la mañana y otra por la tarde; entre los reformados y en las casas de retiro, tres tiempos, uno a media noche, otro por la mañana y otro por la tarde. Los estatutos de Quiñones y las primeras constituciones capuchinas dejaban libertad en cuanto al lugar de la oración mental; cada cual se retiraba a orar donde mejor le parecía.

El capítulo conventual propiamente dicho se mantuvo solamente entre los conventuales; eran vocales todos los hermanos de la comunidad profesos y ordenados in sacris, excepto en los conventos más importantes, en que sólo lo eran los maestros de teología y los "padres de provincia"; el capítulo era convocado periódicamente para revisar la economía, autorizar arriendos y censos, etc.20 En las demás familias franciscanas fue sustituido por el capítulo de culpas, que se celebraba con frecuencia diferente; en las reformas, por regla general, tres veces por semana.

Formación de los candidatos

La edad mínima de admisión al noviciado, que en el período anterior había sido de 14 años, se elevó por lo general a los 16 años, en los capuchinos a los 17 desde 1575; para los candidatos legos se requerían 19 ó 20 años. Las constituciones de los conventuales exigían 15, y preveían alguna excepción para los candidatos clérigos en los conventos principales donde existiera el seminario: podían admitir aun candidatos de 12 años cumplidos. Las demás condiciones de admisión fueron taxativamente determinadas por Sixto V en la constitución apostólica Cum de omnibus (26 noviembre 1587) y por Clemente VIII en la Cum ad regularem (19 marzo 1603); este documento trazaba, además, el programa detallado del año de noviciado. Estas disposiciones aparecen, como es natural, en la legislación franciscana21.

Nunca se planteó el problema de una pastoral vocacional; los aspirantes abundaban siempre y lo que importaba era una acertada selección; a lograrla tendían en gran parte los métodos empleados para someter a prueba la autenticidad de la vocación. Por lo mismo no se pensó nunca en instituciones pedagógicas destinadas a la formación anterior al noviciado, ya que también desapareció la antigua costumbre de admitir niños oblatos, si bien entre los conventuales subsistía aún en el siglo XVI. Para ingresar como clérigo se requería una instrucción escolar común junto con el conocimiento del latín.

Hasta fines del siglo XVI hubo cierta libertad en cuanto a la sede del noviciado y el número de noviciados en cada provincia. Pero desde el decreto de Clemente VIII Regularis disciplinae (12 marzo 1596) y su constitución citada de 1603, debía destinarse en forma estable un convento o dos, y en dicho convento un lugar completamente separado o incomunicado, donde nadie debía tratar con los novicios fuera del maestro y su socio. Los novicios tomaban parte en los actos comunes con los profesos. A este fin se destinaban a casas de noviciado los conventos donde se observara ejemplarmente la vida regular. En la observancia, desde 1676, debía escogerse como sede del noviciado una de las casas de retiro, que no debían faltar en ninguna provincia. En el curso del siglo XVII comenzaron a aparecer noviciados aparte para los candidatos legos, con su propio maestro de novicios, lo que contribuyó aún más al desnivel entre las dos categorías de religiosos.

La función del maestro de novicios, que en los tres primeros siglos de la orden respondía a la del padre espiritual y educador familiar del grupo de los jóvenes, en esta nueva etapa adquiere una configuración jurídica así en los requisitos para tal oficio como en las atribuciones que le corresponden. Pero no siempre era fácil hallar religiosos idóneos que aceptaran una misión de tanta responsabilidad y de tanta sujeción, por lo cual la orden recurrió con frecuencia al incentivo que era habitual: la concesión de títulos y prerrogativas22.

La labor del año de probación consistía, sobre todo, en explicar a los novicios la regla con sus preceptos y las declaraciones pontificias, las normas de educación religiosa a base del Speculum disciplinae y de otros libros clásicos, las normas ascéticas, la recitación del oficio divino, el ceremonial de la orden, y en particular, entre los conventuales y observantes, el canto eclesiástico23.

Mas por encima de esa preocupación de la formación moral y disciplinar, a base de obligaciones y observancias, tal como suele aparecer en la legislación, estaba la guía espiritual en el ejercicio de la oración y en la práctica de la virtud. Hubo eminentes maestros de novicios que transmitieron sus experiencias en luminosos tratados de pedagogía religiosa y mística; entre ellos sobresale Diego Murillo († 1616) con su Escala Espiritual (Zaragoza 1588), que alcanzó enorme divulgación; y los capuchinos Honorato de París († 1624), Francisco de Sestri († 1692) con sus dos volúmenes de Ragionamenti ai novizi (Génova 1682/85), Francisco de Montereale († 1728) y Andrés de Faenza († 1783). Así como multitud de tratados ascéticos y disciplinares destinados a encaminar a los religiosos jóvenes por las vías del espíritu. El buen maestro de novicios había de proponerse, además, transmitir a las nuevas generaciones el depósito de las santas tradiciones recibidas de los mayores.

Con el fin de que los recién profesos no perdieran el espíritu adquirido en el noviciado se establecieron los seminarios de jóvenes, así llamados entre los conventuales y en la reforma capuchina, o profesorios, como se los designó en la familia cismontana observante. Era como una continuación del noviciado; los neoprofesos, bajo la dirección de un maestro, en la misma casa de noviciado o en otra de las más observantes, seguían practicando durante dos o tres años todo cuanto practicaban los novicios. Ese tiempo solían dedicarlo a completar los estudios de gramática y lógica aquellos clérigos que no los tenían hechos, a fin de prepararse a pasar luego a los conventos de estudio. Durante ese tiempo los jóvenes, así clérigos como laicos, se ejercitaban en las faenas domésticas. Aquellos que, previo un examen sobre su conducta y aptitudes, eran juzgados idóneos, eran promovidos en el capítulo provincial al rango de estudiantes, es decir, designados para cursar los estudios filosóficos y teológicos, fuesen o no sacerdotes. Las constituciones capuchinas desde 1608 exigían ocho años de vida religiosa antes de ser promovidos los clérigos al sacerdocio. Las de los conventuales no permitían iniciar los estudios hasta cumplidos los 21 años24.

La formación no terminaba al cumplirse el período destinado a ella; existían también disposiciones relativas a la formación permanente, por medio de lecciones y conferencias periódicas. Un breve de Urbano VIII de 1641 mandaba que en cada provincia de reformados hubiera dos o tres conventos en que se dieran lecciones de teología moral dos veces por semana para sacerdotes y clérigos; en cada convento debería enseñarse el modo de orar y dar una lección sobre la regla cada semana para todos, sacerdotes, clérigos y legos25. Y el capítulo general de Toledo de 1633 había mandado para las dos familias de la observancia se tuviera en todos los conventos, y para todos, aun legos y novicios, una lección semanal de teología mística, pero en lengua vulgar, a cargo de un lector especializado, que debería explicar principalmente a Enrique Herp, y daban como razón el elemento contemplativo de la vida franciscana26.


NOTAS:

1. D. Bluma, De vita recessuali in historia et legislatione OFM, 84-87.

2. La mencionan las ordenaciones del capítulo general de 1577, Analecta OFMCap 75 (1959) 335s.

3. Annales Minorum, XXVIII, 1633, 19-47.

4. Annales Minorum, XXVIII, 1634, 139-144.

5. Annales Minorum, XXVIII, 1640, 559-562; XXXI, 1664, 179s; 1668, 346-357; XXXII, 1679, 425-429.

6. Litterae Circulares superiorum generalium Ord. Fr. Min. Capuccinorum, ed. Melchor de Pobladura, Historia, I, Roma 1960, 3-10, 84-106, 210-215, 239-247, 278-289.

7. Melchor de Pobladura, Historia, II, 229-241.- Annales Minorum, XXXI, 1664, 15.

8. Venantius a Lisle-en-Rigault, Monumenta ad Constitutiones OFM Cap. Roma 1916, 286.

9. Bullarium Cap., VI, 392.

10. D. Bluma, De vita recessuali in historia et legislatione OFM, 91.

11. Alessandro da Ripabottoni, I fratelli laici nel primo Ordine francescano. Roma 1956.

12. Cf. Annales Minorum, XXXI, 1661, 52s; 1662, 95s; 1663, 153s; 1664, 218s; 1665, 262; 1666, 295; 1667, 340; 1668, 386; 1669, 419; 1670, 478; XXXII, 1671, 79; 1672, 129; 1675, 271; 1676, 322; 1677, 364.

13. Annales Minorum, XXVIII, 1634, 145s.

14. Venantius a Lisle-en-Rigault, Monumenta ad Constitutiones OFM Cap. Roma 1916, 607-638.

15. Annales Minorum, XXVIII, 1639, 493ss. Ya en 1626 un breve suprimía todos los privilegios y exenciones personales en todas las órdenes religiosas de España, pero inútilmente; ibid. XXVI, 1626, 422-423.

16. Annales Minorum, XXX, 1660, 552s; XXXII, 1671, 49-51.

17. D. Bluma, o. c., 111-117; Melchor de Pobladura, Historia, II, 182-185.

18. D. Bluma, o. c., 112s; Constitutiones Urbanae Ord. Fr. Min. Conventualium, Romae 1928, tit. 2 y 3, p. 78-84. Sobre la prohibición de las misas particulares Chron. Hist. Leg. I, 505.

19. Chronol. Hist. Leg. I, 153, 393, 400; Constit. Merin. 1642, c. V 3; Constit. Urbanae, tit. 10, p. 100s; Melchor de Pobladura, Historia, I, 207s; II, 185-192.

20. Constit. Urbanae, tit. 49, p. 320s.

21. Enchiridion de Statibus Perfectionis, I, Roma 1949, 80-84, 98-105.

22. Decretó tales prerrogativas el capítulo de Toledo de 1633, "para que, además del premio que les espera en el cielo, reciban también alguno de la orden": pero el capítulo de 1639 abolió esa decisión. Annales Minorum, XXVIII, 1633, p. 41; 1639, p. 480.

23. Constit. Urbanae, tit. 14-16, p. 44-46.- P. D. Bertinato, De religiosa iuventutis institutione in ord. fr. minorum, Roma 1954, 12-33, 61-90, 105, 109-122, 144-148.- Melchor de Pobladura, Historia, I, 125-127; III, 166-174.

24. Constit. Urbanae, tit. 1 y 2, p. 27s, tit. 22, p. 63s.- P. D. Bertinato, o. c., 35-50, 91-105, 127-148.- Melchor de Pobladura, Historia, II, 174-176, 290-292.

25. Annales Minorum, 1641, p. 2s.

26. Annales Minorum, XXVIII, 1633, p. 32-34.

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