DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

HISTORIA FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, OFMCap

II. ÉPOCA MODERNA:
OBSERVANTES - CONVENTUALES - CAPUCHINOS

Capítulo XI
LOS ESTUDIOS, LAS CIENCIAS Y LAS ARTES

La rama franciscana en que se ha tomado más en serio el cultivo de los estudios es la de los conventuales. Nunca se observó entre ellos esa prevención recelosa característica de las épocas de reforma. El cultivo intelectual no ha sido solamente un medio de acción, sino quizá la primera de las ocupaciones en servicio de la iglesia. Debido a este prestigio cultural la santa Sede ha echado mano con frecuencia de los conventuales para cargos de singular relieve y se ha complacido en elevarlos a las primeras dignidades. A partir del pontificado de Sixto V han sido siempre consultores oficiales del santo oficio y de la congregación de ritos.

Entre los observantes, superado el recelo inicial hacia el estudio, volvió a considerarse éste como actividad esencial de la orden. El capítulo de 1565 lo declaró obligatorio en virtud de la misma regla, como la más excelsa ocupación del hermano menor. De hecho, las provincias observantes alcanzaron elevadísimo nivel científico en los siglos XVI y XVII; pero a fines del siglo XVIII los estudios entraron en una gran decadencia, sobre todo en la familia cismontana.

Lo mismo que había sucedido en los orígenes de la observancia, en los primeros años de la reforma capuchina se observa una marcada prevención contra los estudios. Aparece palpable en las constituciones de Albacina. Mateo de Bascio carecía de formación científica y poco le aventajaba Ludovico de Fossombrone, y como en los planes de éste no entraba el ministerio apostólico, no podía persuadirse de la utilidad de los estudios.

Pero la vocación apostólica de la orden se imponía, y al ingresar en ella en los años siguientes teólogos de primer orden, no es de extrañar que aquella prevención fuese desvaneciéndose y que en las constituciones de 1536 se decretase la erección de "santos y devotos estudios" para poder predicar dignamente; pero en las exhortaciones que seguían a esta determinación se echaba de ver aún el recelo de que por los estudios se perdiera la vida interior.

Al pasar a la reforma capuchina en 1535 el sabio escriturista y polemista flamenco Francisco Tittelmans de Hasselt († 1537), que dejaba publicadas diecisiete obras y otras muchas inéditas, no pudo conseguir de él Bernardino de Asti que aceptase la dirección de un "estudio general" en Milán; hecho capuchino, y perfecto guardador de la regla, no quería saber nada de libros y cátedras. Muchos otros pensaban como él. La caída de Ochino, atribuida por los frailes sencillos a su excesiva afición a los libros, venía a darles la razón.

Durante muchos años no se pudo pensar en la creación de casas de estudio; pero los estudios se cultivaron con carácter privado. Los jóvenes de alguna cultura fundamental se reunían en torno a los numerosos religiosos doctos y buenos teólogos, y a su lado se iban formando. De esos maestros privados fueron hombres tan eminentes como Bernardino de Asti, Francisco de Jesi, Jerónimo de Montefiori y Bernardino de Monte dell'Olmo. Este había sido conventual y teólogo de gran fama; sin embargo su actitud respecto de la ciencia se diferenciaba poco de la de Tittelmans; solía decir: "Si algún día veis que se establecen en nuestra orden estudios regulares, ya la podéis dar por perdida".

Pero vino el Concilio de Trento y para acomodarse a sus cánones los capuchinos se vieron obligados a organizar sus estudios. Un decreto del capítulo general de 1564 mandaba que en cada provincia se establecieran "estudios teológicos" y otro del de 1567 erigía en Roma el primer estudio general regido por el insigne Jerónimo de Pistoya, que ya había sido lector en Nápoles. Pronto aparecieron numerosos centros oficiales en varios conventos mayores, a los que concurrían estudiantes de varias provincias. En cada provincia habían de nombrarse dos o más lectores. Las constituciones de 1575 recogieron todas estas decisiones, con las debidas cautelas para que el estudio no pusiese en peligro el espíritu interior.

La primera generación capuchina sólo consideraba como objeto del estudio la sagrada Escritura, y tenía por ajenas a los fines de la orden no sólo las ciencias profanas, sino aun la filosofía y teología escolásticas. Aun después de las constituciones de 1575 no cesó la prevención contra ellas. El capuchino debía estudiar únicamente para hacerse mejor y para hacer mejores a los demás; por eso no encajaba en su programa la mera especulación científica.

Organización de los estudios

En general, las diversas familias, sobre todo en Italia, se desligaron de las universidades, dejando de obtener en ellas grados académicos. Los centros de estudio se clasificaron, como en la primera época, en estudios generales anejos a las universidades, estudios generales independientes y estudios particulares o provinciales.

Entre los conventuales, la promoción al rango de maestro en teología era incumbencia del ministro general dentro del capítulo, previo examen. En el siglo XVI se prodigó bastante este título de honor, pero en los dos siglos siguientes, a medida que aumentaban las prerrogativas anejas al magisterio, se usó de mayor rigor, obligando a los candidatos a cursar largos años de estudio y a dar pruebas notables de capacidad. El grado de maestro en teología era considerado requisito imprescindible para el desempeño de cualquiera de las prelacías de alguna categoría.

Entre las iniciativas con que favoreció Sixto V a sus conventuales es quizá la principal la fundación en 1587 del Colegio de San Buenaventura, destinado a ser el gran centro intelectual de la orden. Según los estatutos, debían ser admitidos solamente los jóvenes más aventajados; cursarían estudios superiores durante tres años, dedicados sobre todo a conocer al doctor seráfico, y terminados debidamente, serían promovidos al magisterio. En 1619 el ministro general Jacobo Montanari se propuso reorganizar los estudios, y con este fin reformó la ratio studiorum de la orden y dirigió a todas las provincias una notable circular en este sentido. Sus puntos de vista fueron recogidos después en las constituciones urbanas y estuvieron en vigor hasta la revolución francesa.

Conforme a tales estatutos, los clérigos profesos cursaban primeramente los elementos de la filosofía y la teología en los seminarios de cada provincia. Esta preparación se consideraba suficiente para llegar al sacerdocio. Los jóvenes sacerdotes que ofrecían capacidad suficiente eran admitidos a los estudios superiores, que se clasificaban en cuatro categorías por trienios; las tres primeras pertenecían a los gimnasios y el grado supremo lo formaban los colegios. Los alumnos se clasificaban, según esta gradación, en iniciados, si aprobaban el curso de lógica; estudiantes, si el de física y metafísica; bachilleres, si las sentencias y cánones, y maestros, si, terminado el trienio de teología positiva en un colegio y defendidas las tesis públicas, eran proclamados tales por el ministro general. Los colegios teológicos eran pocos; existían en Roma, Asís, Padua, Bolonia, Nápoles, Malta, Praga, Colonia y Cracovia. Los gimnasios de primera clase eran unos diez, veinte los de segunda, y los de tercera existían en todas las provincias en gran número. Para regir los estudios inferiores en los gimnasios solían ser designados los bachilleres que, terminados los cursos gimnasiales, no eran considerados suficientemente dotados para matricularse en los colegios. En cada estudio o colegio no podía haber más de dos maestros regentes, que podían ser auxiliados por un bachiller o maestro en artes. A principios del siglo XVIII aparece el prefecto de estudios, con autoridad sobre los lectores y estudiantes.

Entre los observantes fue muy diferente la organización y el prestigio de los centros superiores de estudio, pues mientras en la familia ultramontana eran pocos en número y ostentaban maestros selectos, en contacto asiduo con los mejores focos del saber, en la cismontana se multiplicaron al infinito, a pesar de las reiteradas decisiones en contrario tomadas en los capítulos generales, y con frecuencia lograban el rango de "estudios generales" los particulares de cada provincia, por el prurito de ostentar los que regentaban las cátedras el título y los privilegios de "lectores generales".

Desde fines del siglo XVI en ambas familias se obligaba a cada provincia, so pena de perder el rango de tal, a tener por lo menos tres casas de estudio con sus lectores. No obstante este rigor, había provincias que no llegaban a tener ese número. Las de la Europa central, mermadas por el avance protestante, se vieron obligadas durante bastante tiempo a enviar sus estudiantes a colegios extraños, particularmente a los de los jesuitas.

El capítulo de 1526 había determinado que hubiese en la orden seis estudios generales, uno por cada "nación"; pero pronto se echó en olvido esta disposición. Los observantes de Italia los multiplicaron, como ya se ha dicho, de tal forma que en 1682 sumaban 49; en cambio los reformados no admitían más que estudios particulares. Durante el siglo XVIII fueron también apareciendo estudios generales, si bien en menor número, en las demás provincias cismontanas, así los de Viena, Praga, Cracovia... En la familia ultramontana el más importante seguía siendo el estudio de París, que mantuvo su carácter internacional hasta fines del siglo XVII. En virtud de una ordenación capitular de 1529 cada provincia de la orden tenía derecho a enviar dos estudiantes de capacidad comprobada; las provincias "confederadas" de Francia tenían el privilegio de enviar ocho. Una provisión real de 1547 limitaba a 150 el número de estudiantes, de los cuales sólo 25 podían ser extranjeros; después se fue reduciendo aún más la proporción de éstos. En Francia además gozaba de especial crédito el estudio general de Toulouse. El de Lovaina era frecuentado por jóvenes de las provincias germano-belgas. Los más famosos estudios generales de España fueron el de Alcalá, fundado en 1532, el de Salamanca y el de Valencia; en Portugal, el de Coimbra.

Además de estos colegios de formación general, existían otros destinados a fines especiales, como los colegios de misioneros ya mencionados, los erigidos para los jóvenes irlandeses en el siglo XVII en Lovaina, Praga y Roma, el colegio de estudios bíblicos fundado en Amberes por Guillermo Smits en 1767 bajo la obediencia directa del ministro general, hermosa institución desaparecida con la revolución francesa.

El problema de más difícil solución, que llevó a la decadencia progresiva de los estudios, fue el de los lectores. En general la familia cismontana y las ramas reformadas se oponían a que los religiosos adquirieran el doctorado en las universidades y de hecho eran muy pocos los que lo ostentaban. Esta prevención, por lo demás, fue común a toda la observancia, como lo prueba una ordenación capitular de 1532 que prohibía en absoluto obtener grados universitarios. La prohibición quedó sin efecto, primero en las provincias "confederadas" de Francia y en el estudio de París y después en todas las ultramontanas. El capítulo general de 1682 les confirmó el derecho adquirido, a condición de no pagar el arancel exigido por la universidad, condición que se cumplía renunciando por su parte los lectores franciscanos que regentaban cátedras universitarias a cobrar sus honorarios.

Pero la mayoría de los lectores de la orden carecía de formación universitaria; en Italia casi todos. Para suplir esta deficiencia se ideó el sistema de promoción al lectorado por concurso, que fue impuesto a las provincias ultramontanas en 1621 y a las cismontanas en 1633. Los así aprobados eran declarados lectores de filosofía y a los tres años de ejercicio tenían derecho a enseñar teología. La verdadera plaga del profesorado fue el afán creciente de honores, precedencias y exenciones, que creó un riguroso escalafón en que los lectores de filosofía sucedían a los de teología de segunda clase, éstos a los de primera clase y éstos a los "jubilados", llamados "eméritos" entre los reformados y "calificados" entre los descalzos y recoletos. Como la meta suprema era la jubilación, que llevaba consigo la precedencia de ex provincial y el voto en los capítulos, cada lector no permanecía en el ejercicio de su cargo más que el tiempo preciso para el ascenso, de donde resultaba enorme desproporción entre el número de lectores titulares y el de efectivos; éstos no podían ser más de tres en cada provincia, uno de filosofía y dos de teología; sólo en los estudios generales de primera clase se admitían tres lectores de teología. Se comprende la situación inferior en que quedaron los centros de formación al desmembrarse las ciencias eclesiásticas y desarrollarse las naturales y positivas, sin suficiente número de profesores especializados. Juntábase lo deficiente de la formación filosófica con un solo lector y éste siempre primerizo.

No en todas partes se mantuvo, con todo, ese desprecio de la formación accesoria en las ciencias y en las disciplinas humanísticas; por el contrario, hubo provincias, como las de Bélgica y Alemania, que abrieron escuelas públicas y dirigieron colegios externos, sobre todo a raíz de la supresión de la Compañía de Jesús.

En 1763 aparecían los estatutos de los estudios, obra del padre Pascual de Varese, y en ellos se recomendaba que en los cursos de filosofía se estudiaran todas las cuestiones filosóficas modernas y en los de teología se comenzara, a modo de propedéutica, por enseñar a manejar las fuentes de la revelación, del magisterio eclesiástico y de la tradición, antes de entrar en la teología especial, que debía darse siguiendo un manual claro y metódico. En este intento de reforma de los estudios, lo mismo que en las instrucciones dadas en 1792 por el ministro general Joaquín Company, se inculcaba grandemente la teología positiva.

Además de la filosofía y teología escolásticas, se cultivaron ya desde el siglo XVI la teología positiva y la sagrada Escritura. Ejemplo de la primera es la ya citada obra de Luis de Carvajal y prueba del estudio de la segunda la disposición del capítulo general de 1559 que ordenaba se. tuvieran en el estudio de París dos prelecciones diarias de los libros santos como asignatura aparte. A fines del siglo XVI había lectores especiales para la sagrada Escritura y la lengua hebrea. El conocimiento de ésta era obligatorio para todos los alumnos de los estudios generales y para todos los lectores de teología. También las lenguas orientales fueron enseñadas en varios de los colegios fundados con fines misionales. Desde fines del siglo XVI aparecen asimismo los lectores especiales de derecho canónico y teología moral. En los conventos mayores de cada provincia, aunque no fueran casas de estudio, debían tenerse lecciones de moral con asistencia de todos los sacerdotes que no fueran predicadores. También debían tenerse, como ya vimos, lecciones semanales de teología mística en todos los conventos, siguiendo los escritos de Enrique Herph, como lo mandaba una ordenación de 1663. Estos lectores conventuales de mística, moral y regla acabaron por equipararse a los lectores de las casas de estudio. La moral llegó a adquirir tal importancia en el siglo XVIII, que formó curso aparte, añadiéndose dos años de esta ciencia y de derecho canónico después de terminado el estudio de la teología.

Una vez admitidos los estudios regulares en la reforma capuchina, la organización fue similar a la de las otras familias franciscanas. En virtud del decreto del capítulo general de 1567 se erigieron estudios generales en Roma, Aversa, Nápoles, Rieti, Génova, Brescia, Fermo y Bologna. Las constituciones de 1575 trazaron el programa de materias que debían cursarse. El capítulo de 1613 fijó la duración de los estudios: tres años de filosofía y cuatro de teología. Se estudiaban, además, la lengua griega y hebrea para la perfecta inteligencia de la sagrada Escritura. En 1618 se decretó la explicación de casos de moral en los principales conventos de cada provincia.

El plan de estudios siguió casi invariable durante más de un siglo. Dos impulsos importantes hacia un mayor progreso organizativo señalan el decreto capitular de 1733, promulgado por el general Buenaventura de Ferrara, y la reforma general de los estudios decretada en 1757 por Esteban de Ziegenhals y ratificada por Benedicto XIV.

En cada provincia se destinaban dos o más conventos a casas de estudio; la formación de cada uno de los cursos, con su lector respectivo, pertenecía al capítulo provincial; el cargo de lector duraba siete años, es decir, los tres de filosofía y los cuatro de teología, ya que al formarse un nuevo grupo de estudiantes se le asignaba su lector respectivo, que debía explicar todas las materias sucesivamente. El lectorado era en el siglo XVII de libre colación; pero con el tiempo fue adoptándose el uso de otras órdenes religiosas de proveerse por concurso, sistema que nunca cuajó plenamente entre los capuchinos. Tampoco tuvo, hasta época muy tardía, el estímulo trivial de exenciones y privilegios.

A partir de 1726 los seminarios de jóvenes, en que eran colocados los recién profesos al menos por dos años antes de ser admitidos a la filosofía, se destinaron, además de la formación ascética, al perfeccionamiento en las humanidades.

Las materias filosóficas se cursaban siguiendo a Aristóteles, si bien en el siglo XVIII fue dedicándose cada vez más atención a las ciencias naturales y exactas, a tono con las exigencias de los tiempos. El reglamento general de 1757 determinaba: "Como no conviene ignorar lo que en este nuestro siglo ilustrado se enseña en todas partes, los lectores han de tener al tanto a sus discípulos de las doctrinas modernas, refutarlas o presentarlas como objeciones...". Respecto de la teología mandaban las ordenaciones de 1733 que, además de la teología escolástica, se explicara también la teología positiva. Los dos primeros años estaban destinados a las materias morales y los otros dos a las dogmáticas. Con frecuencia, los estudiantes de talento menos apto para la especulación habían de contentarse con el estudio de la moral, renunciando al título de predicadores. El mismo decreto de 1733 impuso como obligación el curso de retórica, cuya colocación en el programa de las materias no fue uniforme en las provincias.

En el momento de dar las clases hubo cierta evolución. En un principio los lectores habían de dictar sus explicaciones para que los alumnos las escribieran, y sólo en ciertas cuestiones que exigían mayor esfuerzo mental se hacía la explanación verbal. Pero paulatinamente fueron editándose cursos o libros de texto para comodidad de lectores y estudiantes; así lo permitía el reglamento de 1757.

En la mayoría de las provincias se tenían dos clases diarias, una por la mañana y otra por la tarde; el citado reglamento mandaba se emplearan en ellas al menos tres horas en conjunto. Era lo más que se podía pedir, dado el tiempo que ocupaban el oficio coral, las dos horas de meditación, las prácticas de piedad y las ocupaciones a que habían de atender los estudiantes. A completar las tareas escolásticas fundamentales venían las disputas académicas, que en el siglo XVIII alcanzaron gran florecimiento.

En la segunda mitad del siglo XVIII, parte por la revolución intelectual provocada por el iluminismo, parte por las imposiciones de los poderes civiles y finalmente por la misma exigencia interna de la orden y las orientaciones de la santa Sede, hubo serios esfuerzos por una amplia reorganización de los estudios y por un encauzamiento más positivo de los mismos. Entre los que más trabajaron por esta reforma se cuentan Francisco de Villalpando († 1797) en España, Viator de Coccaglio († 1793), Jesualdo de Reggio Calabria († 1803) y Adeodato Turchi de Parma († 1803) en Italia. Las provincias del imperio se vieron obligadas bajo José II a enviar sus jóvenes a los seminarios generales y a las universidades, suprimida la enseñanza privada; lo propio sucedió después en la provincia de Colonia. De esta época data la introducción de la sagrada Escritura, Derecho Canónico, Historia Eclesiástica y ciencias exactas como asignaturas aparte1.

El pensamiento franciscano

Abandonado el texto tradicional de las Sentencias de Pedro Lombardo para ser sustituido por la Suma de santo Tomás, sobre todo entre los dominicos y jesuitas, los franciscanos permanecieron ajenos a todo compromiso cerrado de escuela, aunque invocando siempre el magisterio de san Buenaventura y Scoto. La orden como tal nunca impuso la adhesión a un doctor determinado, si bien en la primera parte del siglo XVII hubo intentos de llegar a tal imposición respecto del doctor sutil. Escotistas fueron, pero sin exclusivismos, los grandes teólogos del siglo XVI. Uno de ellos, Luis de Carvajal, en su De restituta Theologia, publicada en 1545, reclamaba la libertad de preferir la verdad a la autoridad de cualquier maestro y protestaba contra las denominaciones de tomistas, escotistas y occamistas.

Sixto V, al fundar en 1587 el colegio de San Buenaventura, había indicado como peculiar del importante centro la "vía del doctor seráfico"; pero los maestros que enseñaban en él eran, en su mayor parte, escotistas, como lo fueron en los demás colegios organizados según el modelo del de Roma. Se respetaba la vía práctica de san Buenaventura, pero se prefería la vía especulativa de Scoto. La Reforma general de los estudios, aparecida en 1620, disponía: "En todos los gimnasios enséñese y defiéndase nuestro doctor sutil Scoto", y recomendaba que los regentes y lectores hicieran por reducir a síntesis la doctrina de Scoto. Esta norma sería disciplinada y precisada en las constituciones urbanas de 1628. Los iniciadores de una sistematización de la filosofía ad mentem Scoti fueron Bartolomé Mastri († 1673) y Buenaventura Belluto († 1676), con el curso que comenzó a publicarse en 16372.

En la legislación de la observancia, desde el capítulo general de Mantua deja de nombrarse Alejandro de Hales, y son recomendados san Buenaventura y Scoto, dando a éste la preferencia; esta orientación oficial quedó clara en la familia ultramontana, en especial en los estatutos de Toledo de 1583; en ellos se daba como razón para imponer a los lectores la enseñanza exclusiva de Scoto la conveniencia del contraste entre tomismo y escotismo en la iglesia, "porque aviva los ingenios y sustenta la escuela, y es causa de sacar la verdad en limpio". En los estatutos subsiguientes se recomendaba "algún curso de teología según san Buenaventura", pero entre los observantes la imposición de Scoto, si bien no en forma exclusiva, se hizo cada vez más taxativa. Los reformados, por el contrario, junto a Scoto recomendaban a san Buenaventura y a los demás escolásticos.

El fervor escotista del siglo XVII, además del afán de competir con las demás órdenes religiosas en la exaltación del propio sistema doctrinal, tuvo como causa la necesidad de salir en defensa del doctor sutil frente a las pretensiones del dogmatismo tomista. El capítulo general de Toledo de 1633, "con el fin de conservar en la orden la uniformidad de las sentencias filosóficas del doctor sutil", decretó la constitución de una comisión encargada de preparar un curso de artes, es decir, la filosofía, según la doctrina de Scoto; una vez hecho, todos los lectores deberían seguirlo bajo pena de privación del oficio. Mandó, además, se hiciera cuanto antes la edición de las obras de Scoto3.

Para obedecer a esta decisión capitular emprendió la publicación de las obras completas el paladín del nuevo movimiento Lucas Wadding e hizo de su colegio irlandés de San Isidro de Roma una ciudadela de la doctrina escotista. El recoleto Juan Ponce († 1661), uno de los colaboradores de Wadding, publicó seguidamente un curso de filosofía y otro de teología ad mentem Scoti y cinco tomos de comentarios al Opus Oxoniense. Carácter oficial tuvo, asimismo, la Summa Theologiae Scholasticae del recoleto flamenco Guillermo Herincx († 1678)4. Pero la polémica de las escuelas no sólo favorecía poco la búsqueda seria de la verdad, sino que originaba disensiones poco edificantes, sobre todo entre las dos órdenes gemelas. Por ello el capítulo general de 1651 mandó que se fomentara la buena hermandad con los dominicos, especialmente en las controversias escolásticas, "ya que con frecuencia el enemigo se sirve de las disputas de escuela para dañar la concordia fraterna"5.

Junto a la filosofía de Scoto, que logró entonces ser mirada con respeto en universidades como Salamanca, Alcalá, Zaragoza y Lovaina, fue recibida la de Ramón Lull, profesada siempre por los franciscanos de Mallorca y mandada explicar en todos los estudios de las provincias españolas por el capítulo de 1688.

Entre los capuchinos debió de haber dificultad, en un principio, en hermanar el cultivo de la escolástica con el espíritu de la orden. Todos los grandes teólogos que vistieron el hábito en los primeros tiempos eran escotistas convencidos. Pero Scoto no podía servir de educador de la joven reforma. Muy luego se notó la preferencia por san Buenaventura, cuyos métodos intelectuales llenaban plenamente el ideal capuchino del estudio. Y consta que ya en 1569 los capuchinos pasaban por decididos bonaventurianos. El capítulo de 1577 exhortaba a lectores y estudiantes a seguir, en teología, la doctrina de san Buenaventura.

El mérito de haber encauzado a la orden en esta dirección corresponde al primer director del Studium generale, de Roma, Jerónimo de Pistoya. Había estudiado ya las obras del seráfico doctor antes de hacerse capuchino, y en cuanto fue encargado del nuevo colegio implantó en él el método y la doctrina de san Buenaventura. Él ideó la primera edición de las obras del olvidado maestro patrocinada por san Pío V. Cuando el papa franciscano Sixto V decretó en 1588 los honores de doctor de la iglesia a san Buenaventura, ya no titubearon los capuchinos. Sería el magister proprius de la orden.

Sin embargo nunca se llegaría a formar una escuela capuchina propiamente dicha; los pensadores capuchinos, en medio de sus caracteres comunes, mantendrían siempre su personalidad individual. A pesar de los esfuerzos de los capítulos generales, san Buenaventura no se convierte nunca en el doctor de la orden. La tradición bonaventuriana será como una atmósfera mental, método y espíritu de trabajo, no un sistema.

Hubo, con todo, insignes teólogos que se esforzaron por crear el sistema bonaventuriano, y el primero fue Pedro Trigoso de Calatayud († 1593), que se había formado en las universidades de Alcalá y Salamanca y había dejado la Compañía de Jesús para hacerse capuchino. Después de haber seguido a santo Tomás durante cuarenta años, se hizo bonaventuriano decidido y acometió la difícil empresa de componer una Summa Theologica del doctor seráfico. Al morir en 1593 dejaba publicado el primer tomo y el segundo en preparación. Su discípulo, Miguel de Nápoles († 1633), completó la obra, dividiéndola en siete volúmenes; pero murió también sin verla publicada. Este empeño por reducir a síntesis el pensamiento de san Buenaventura fue llevado adelante por Mauricio de la Morra († 1613), Francisco de Corigliano († 1625) y Teodoro de Bérgamo († 1637); pero sin resultados positivos. Entre tanto no faltaban eclécticos, como Juan de Udine († 1649), que se esforzaban por armonizar el tomismo con los sistemas bonaventuriano y escotista.

Las constituciones de Barberini, no reconocidas por la orden, daban opción para comentar a san Buenaventura o a santo Tomás. La primera ordenación general en este sentido la hallamos en 1747 y tiene como fin prevenir a los lectores contra las nuevas corrientes teológicas; han de fundamentarse "en la sana doctrina de san Buenaventura, santo Tomás, Scoto y padres de la iglesia".

San Buenaventura fue, por consiguiente, el doctor preferido, el inspirador de la actividad intelectual de la orden; pero los teólogos capuchinos no se creyeron nunca comprometidos en sistema alguno; los hubo escotistas, tomistas, lulianos, etc., como los hubo eclécticos y conciliadores6.

Los franciscanos mantuvieron su independencia en medio de las grandes discusiones teológicas que agitaron las aulas en aquellos tres siglos. Sólo temporalmente la orden tomó una posición oficial en la polémica de los sistemas morales en el siglo XVIII. Ya en el XVI había impugnado el probabilismo Antonio de Córdoba († 1578), pero los moralistas de la orden en general se declararon libremente a favor o en contra. El capítulo de la observancia de 1762 prohibió rigurosamente a los lectores expresar opiniones "menos probables, laxas y peligrosas". Esta imposición, sin embargo, duró poco tiempo7. Los teólogos capuchinos fueron generalmente probabilioristas.

La única posición doctrinal que agrupó en un frente cerrado a todos los hijos de san Francisco fue la defensa de la Inmaculada Concepción. La tesis franciscana, aceptada implícitamente en el concilio de Trento y apoyada por los benedictinos y jesuitas, halló eco universal en el sentir de todo el pueblo cristiano y fue avanzando, sobre todo en el siglo XVII, merced a las continuas gestiones diplomáticas de los reyes de España, hasta quedar madura para la definición dogmática. Uno tras otro, los documentos pontificios fueron reduciendo al silencio la opinión contraria y acentuando el triunfo de los defensores. Paulo V renovó en 1616 las condenaciones lanzadas anteriormente por Sixto IV y Pío V contra los que impugnaran en público la Concepción Inmaculada; Gregorio XV fue más lejos en 1622, prohibiendo manifestarse en contra de esta doctrina aun en privado; Alejandro VII, con su constitución Sollicitudo, que coronó los esfuerzos de Felipe IV y de los franciscanos, dejó la tesis concepcionista a punto de definición; Inocencio XI, a petición de Carlos II, extendió a toda la iglesia, con carácter obligatorio, el oficio y la octava de la Inmaculada; Clemente XI la declaró fiesta de precepto en 1708. Ya no había sino esperar a que el magisterio infalible rubricara lo que la iglesia universal aceptaba como verdad revelada, y este paso lo daría en 1854 el papa terciario Pío IX8.

Escritores de mayor relieve

El concilio de Trento (1545-1563) fue la gran oportunidad para que cada orden religiosa hiciera desfilar sus mejores talentos; y la contribución de las diversas familias franciscanas fue espléndida, así en el número y calidad de teólogos oficiales como en el de los obispos y consultores que tomaron parte. Los conventuales presentes en alguna de las etapas del concilio fueron 62, entre los cuales destacaron como teólogos Juan Antonio Delfmi († 1561), controversista notable, Buenaventura Pío de Costacciaro († 1562), acérrimo defensor de la doctrina de Scoto en el concilio, Octaviano Preconio († 1568), el mallorquín Juan Rubí († 1571), Cornelio Musso († 1574) y Francisco Visdomini († 1574). La mayor parte de ellos eran italianos. Los observantes presentes en Trento fueron 57, la mayor parte de ellos españoles. Se distinguieron el eminente Alfonso de Castro († 1558), enviado al concilio por Carlos V; su obra Adversus omnes haereses, aparecida en 1534, alcanzó veintitrés ediciones en el siglo XVI; y sus Opera omnia tuvieron cinco ediciones de 1571 a 1773; Andrés de Vega († 1549), que influyó decisivamente en el texto del decreto conciliar sobre la justificación; Antonio de la Cruz († 1550); Vicente Lunel († 1549); Luis de Carvajal († 1552), que defendió en Trento la oportunidad de definir el dogma de la Inmaculada Concepción de María; Ricardo de Le Mans († 1552); Francisco de la Concepción († p. 1565); Clemente Dolera († 1568); Alfonso de Contreras († 1569); Miguel de Medina († 1578); Juan Conseil († c. 1578); Francisco Salazar († 1581) y Francisco Orantes († 1584). La reforma capuchina, no obstante su origen reciente y su poco entusiasmo inicial por los estudios, estuvo representada por ocho religiosos, la mitad de ellos por su cargo de vicarios generales; como teólogos intervinieron activamente el español Juan de Valencia († p. 1562), Jerónimo de Pistoya († 1570), Francisco de Milán († 1564) y Ángel de Asti († 1560)9.

Junto a esas figuras de teólogos y canonistas deben alinearse, en la época posterior, en teología dogmática, los observantes Juan de Rada († 1608), llamado a Roma por Clemente VIII como consultor de la congregación de auxiliis gratiae; los mariólogos Pedro de Alva y Astorga († 1667) y Tomás Francisco de Urrutigoiti († 1682); el escotista peruano Alfonso Briceño († 1667); el portugués Francisco Macedo de san Agustín († 1681), talento enciclopédico, profesor en el colegio de la Propaganda. En Francia florecieron como teólogos el profesor de la Sorbona Claudio Frassen († 1711), Francisco Assermet († 1730) y el formidable apologista Hayer, que se enfrentó audazmente con los enciclopedistas. En Italia el cardenal Lorenzo Cozza († 1729), Agustín Matteucci († 1722), Jerónimo de Montefortino († 1740) y Benito Bonelli († 1773). En Irlanda Hugo Cavellus († 1626) y Florencio Conrius († 1631). En Lovaina sobresalieron el westfaliano Teodoro Smising († 1626) y el belga Juan Bosco († 1684). Merece mencionarse también el escotista alemán Crescencio Krisper († 1749).

Coherentes con el lugar concedido al estudio en la vida franciscana, los conventuales consideraron siempre la publicación de obras como uno de los principales servicios a la iglesia. Las constituciones urbanas de 1628 disponían: "Mandamos firmemente y ordenamos que nuestros religiosos, entregándose al estudio cuanto más puedan, procuren y se esfuercen con todo empeño por publicar obras para mayor gloria de Dios, exaltación de la santa iglesia y honor de nuestra orden" (c. V, tít. 7).

Los escritores conventuales de mayor relieve sobre materias teológicas son: el cardenal Constancio Torri († 1595), Ángel Volpi († 1647), ambos comentadores de Scoto, el cardenal Lorenzo Brancati de Lauria († 1693), también expositor de Scoto, nombrado por Clemente X director de la biblioteca vaticana. Pero el siglo de mayor esplendor científico entre los conventuales es el XVIII, como lo fue el XVI para los observantes y el XVII para los capuchinos. Basta citar los nombres de Sebastián Dupasquier († c. 1720), autor de una Summa Philosophiae Scotisticae en cuatro volúmenes y de una Summa Theologiae Scotisticae en ocho volúmenes, editada repetidas veces; Félix Antonio Guarnieri († 1715), notable eclesiólogo; Alejandro Burgos († 1726), gran erudito y escritor fecundísimo, benemérito de la teología positiva por su Dissertatio de necessitate et usu Historiae Ecclesiasticae in rebus theologicis; Buenaventura Amadeo de Cesare († 1761), eminente también como teólogo positivo, particularmente por los ocho tomos de su Haereseologia; el lituano Antonio Buenaventura Bujalsk, que publicó su serie de obras teológicas de 1762 a 1764; Francisco Leoni († c. 1774), profesor de historia eclesiástica en la universidad de Padua y autor de numerosas obras y de una disertación titulada De Ecclesiasticae Historiae ac Theologiae coniunctione; Andrés Sgambiati († 1805), que escribió De Theologicis Institutis en catorce volúmenes y otra extensa obra sobre los lugares teológicos.

De los capuchinos se distinguieron por sus escritos, en el siglo XVI, Francisco de Mazzara, escotista, y los bonaventurianos Pedro Trigoso de Calatayud y sus discípulos mencionados. En el siglo XVII, san Lorenzo de Brindis con sus escritos polémicos contra el luteranismo, los bonaventurianos Teodoro Foresti de Bérgamo († 1637), Juan María de Udine († 1649), Marcos de Bauduen († 1692), Juan Francisco de Carpi († 1713) y el más eminente de todos, Bartolomé Barbieri de Castelvetro, el más fiel intérprete del doctor seráfico; el único tomista cerrado de aquel período fue Luis de Zaragoza, por otro nombre el Caspense († 1647), cuyo Cursus Theologicus tuvo mucha divulgación. El siglo XVIII, muy escaso en obras teológicas de envergadura, conoció un notable florecer del sistema de Raimundo Lulio entre los capuchinos, por obra principalmente de Luis de Flandes († 1746), perteneciente a la provincia de Valencia. Escotista puro fue Bernardo de Bolonia († 1768) en su obra teológica en cuatro tomos, adoptada como texto en algunas provincias. A las obras extensas y originales del siglo anterior sucedieron los manuales o cursos breves para uso de los alumnos: el de Gervasio de Breisach († 1717), el de Pablo de Lyon († 1732) y el más famoso de todos, la Theologia universa, de Tomás de Charmes († 1765), en seis volúmenes, compendiada por el mismo autor en un breve manual; la obra extensa alcanzó en un siglo hasta cuarenta y cuatro ediciones y el compendio cincuenta y una. Deben mencionarse además dos autores de gran talla: Fulgencio de Steenvoorde († 1746) y el gran erudito y temible polemista Viator de Coccaglio († 1793), agustiniano acérrimo.

La Sagrada Escritura, como ciencia aparte, no se estudia hasta el siglo XVIII. Con todo, en el siglo XVI encontramos eminentes escrituristas, y el más saliente, antes de pasar a la reforma capuchina, es el flamenco Francisco Tittelmans († 1537); sus obras continuaron editándose sin cesar durante todo el siglo XVI. Merecen también citarse los observantes Nicolás Tácito Zegers († 1559), Angel del Pas († 1596), Mario de Calasio († 1620), eximio orientalista y editor de unas concordancias de la biblia en hebreo, grandemente estimadas, el descalzo Juan de la Haye († 1661) y el recoleto Guillermo Smits († 1770), fundador en Amberes de una escuela bíblica, aprobada por el capítulo general de 1768, que funcionó hasta la revolución francesa como centro de lenguas orientales, bajo la dirección del sucesor Pedro van Have († 1790). Entre los conventuales fue exegeta notable Buenaventura Luchi († 1785). De los capuchinos debe mencionarse a san Lorenzo de Brindis, que poseyó singular conocimiento de los libros santos, patente no sólo en sus comentarios al texto, sino en todas sus obras. Pasando por alto trabajos de menor importancia, la iniciativa más saliente de los capuchinos fue la academia Clementina que funcionó en el convento de Saint-Honoré, de París, desde 1744 hasta la revolución francesa. Tenía por fin el estudio del hebreo y de las lenguas orientales para llegar a una recta interpretación de los libros del Antiguo Testamento, llevando a cabo la versión directa del texto original. Fueron aprobados sus estatutos por el papa Clemente XIII en 1760 y modificados en 1768; gozó del favor especial de la santa Sede y de los auspicios del rey de Francia. De 1752 a 1780 publicó veintiocho volúmenes de crítica y exégesis y una versión parcial hecha directamente del hebreo. Si bien es cierto que encontró oposición su teoría del doble sentido literal, profético e histórico, tales trabajos, rigurosamente científicos, gozaron de prestigio universal. El alma de la academia fue Luis de Poix († 1782). Además de esta obra monumental, fueron notables los estudios propedéuticos de Benito Laugeois de París († 1689), Enrique La Grange-Palaiseau de Harville († 1630), Jerónimo Bochi de Florencia († 1660). Escribieron tratados generales de exégesis Célestino de Mont-de-Marsan († 1659), Bartolomé Barbieri de Castelvetro († 1697) y José de Ollería († 1716). Los misioneros capuchinos de Siria tomaron parte notable en la preparación de la edición árabe de la biblia, que salió a luz en Roma de 1625 a 1671 bajo la dirección de la Congregación de Propaganda Fide. El más conocido de los antiguos exegetas capuchinos es Bernardino de Picquigny (Piconio) († 1709), cuya exposición de las epístolas de san Pablo ha tenido multitud de ediciones (se conservan 25 en latín, 36 en francés, 2 en inglés, 11 en italiano) y aun en nuestros días goza de crédito. Escribió además una exposición de los evangelios. Sus obras completas se publicaron en cinco volúmenes en París en 1870-1872.

Muchos de los autores citados escribieron también obras sobre materias morales y canónicas. Entre los que adquirieron renombre como moralistas los principales son los conventuales Salvador Bartolucci († 1637), Walter Schopen († 1717), autor de una Theologia Moralis en cuatro tomos y un tratado de derecho canónico, además de muchas obras de filosofía y teología; Meinardo Schwarz († 1745) y Rainerio Sasserath de Holtzheim († 1771), que publicó un compendio de moral muy divulgado y fue uno de los primeros partidarios del probabilismo; el observante Antonio de Córdoba († 1578), impugnador del probabilismo incipiente; los reformados Armando Hermann († 1700), autor de una extensa obra de moral ad mentem Scoti, Anacleto Reiffenstuel († 1703), gran canonista y moralista, cuya Theologia moralis fue usada en la academia romana como manual hasta mediados del siglo XIX lo mismo que su obra de derecho canónico, y Herculano Oberrauch; los recoletos Patricio Sporer († 1714), de cuyas obras hizo gran mérito san Alfonso, Benjamín Elbel († 1756), Wolfgang Schmit († 1779) y Ladislao Sappel († c. 1783), poderoso adversario de Febronio. Ninguno de ellos alcanzó tanto renombre como el observante Lucio Ferraris († 1763), consultor del santo Oficio, autor de la tan conocida Prompta Bibliotheca Canonica, Iuridica, Moralis et Theologica, verdadera enciclopedia eclesiástica, todavía hoy imprescindible como información histórica. Entre los moralistas capuchinos destacan Gregorio de Nápoles († 1601), Jerónimo de Sorbo († 1602), Francisco de Corigliano († 1625), Eligio de La Bassé († 1670), Jaime de Corella († 1699), cuya Práctica del confesonario tuvo más de treinta ediciones en español y varias en italiano, latín y portugués; la versión italiana fue puesta en el Indice por la tacha de laxismo; mayor éxito aún tuvo su Suma de la Teología Moral, en seis volúmenes, completada por José de Cintruénigo († 1730). Otro español de fecundísimo ingenio, Martín de Torrecilla († 1709), escribió diversos tratados sobre materias morales y jurídicas, y además una Suma de todas las materias morales, en dos tomos, y Consultas morales varias, en seis tomos. En muchas provincias tuvo gran aceptación el curso de moral de Pablo de Lyon, revisado más tarde por Buenaventura de Coccaglio († 1778). En Italia son notables las Lectiones Theologico-Morales de los probabilioristas Francisco de Pieve († 1768), Fidel de Pieve († 1799) y Claudio de Pieve († 1805).

A los canonistas mencionados hay que añadir el conventual Angel Winkler († 1780), que publicó obras sobre derecho público eclesiástico en los años del febronianismo, Jacobo Raggi de Génova († 1657), Felipe de Camerino († 1664), Bonagracia de Habsheim († 1672) y Juan Francisco de Carpi († 1713).

El derecho regular interno ocupó a muchos escritores, contribuyendo a acrecentar aún más la enmarañada problemática de la interpretación de la ley fundamental. Se distinguen como expositores de la regla, entre los observantes, Alfonso de Casarrubios, en el siglo XVI, y después Luis de Miranda († p. 1629) y Manuel Rodríguez († 1613); entre los reformados, Ludovico Sinistrari († 1701); entre los descalzos, Tomás de Montalvo († c. 1740); entre los recoletos, Pedro Marchant († 1661), Buenaventura Dernoye († 1653) y Gaudencio Kerkhove († 1703); entre los capuchinos, Jerónimo de Polizzi († 1611), Luis de París († p. 1623), Cipriano de Amberes († 1637) (las exposiciones de estos dos acabaron por ser prohibidas), Leandro de Murcia († p. 1660), Bernardino de Gante († 1732) y Bernardino de Bologna († 1768).

No abundan las publicaciones de filosofía como ciencia aparte. Ya mencionamos los esfuerzos realizados para componer una suma filosófica a base de la doctrina de Scoto. Entre los conventuales destacan como escritores filósofos Simón Ardaeus († 1537), Jacobino Malafossa († c. 1563), Octaviano Strambiati († 1596), Gualterio Schopen († 1717), José Antonio Ferrari († 1775) y el citado José Tamagna († 1798), que dio a la imprenta gran número de obras filosóficas, sobre todo de teodicea, y de tratados científicos. Además de los autores de teología-filosofía de la observancia, merecen ser mencionados como filósofos los recoletos Guillermo van Sichem († 1691), autor de un estimado compendio, el profesor de la academia de Douai Antonio Le Grand († 1699), entusiasta de Descartes, y el reformado Filiberto von Grüber († 1799), buen conocedor de la filosofía helénica. Lo mismo que en teología, hubo en la reforma capuchina un esfuerzo por crear en filosofía el sistema bonaventuriano. El primero que lo intentó fue Marcantonio de Carpenedolo († 1665), tratando de conciliar al doctor seráfico con el angélico en las tres partes de la Summa totius Philosophiae aristotelicae ad mentem s. Bonaventurae. Marcos de Bauduen († 1692) probó el acuerdo entre santo Tomás, san Buenaventura y Scoto. Aquí también el mejor bonaventuriano fue Bartolomé Barbieri de Castelvetro († 1697) con su Cursus philosophicus ad mentem s. Bonaventurae. Fiel intérprete del doctor seráfico es asimismo el catalán Jacinto de Olp († 1695) en los tres volúmenes de su curso de filosofía. Por el contrario, los sicilianos Jesualdo de Palermo († 1653) e Iluminado de Collesano († 1683) optaron decididamente por el escotismo. En filosofía tuvo Ramón Lull mayor número de seguidores y comentadores que en teología; el ya mencionado Luis de Flandes († 1746) expuso en cinco volúmenes el sistema del doctor iluminado; en Sicilia explicó el Arte de Lull Víctor de Palermo († 1635); lulistas fueron también el ingenioso y original Esprit de Ivoy, Ivón de París († 1678) y Juvenal de Nonsberg († 1714). Filósofo independiente de primer orden se manifiesta el genial Valeriano Magni de Milán († 1661); enemigo acérrimo del aristotelismo, respira en la atmósfera de la tradición agustiniana, pero desenvuelve ideas totalmente originales. No faltaron en el siglo XVIII quienes acometieron la tarea de entablar contacto con las nuevas corrientes filosóficas, como lo hizo, no siempre felizmente, Casimiro de Toulouse († 1674) en los seis tomos de su obra filosófica, cinco de los cuales fueron a parar al Indice. Abiertamente antiaristotélico y antiescolástico se declaró Francisco de Villalpando († 1797), cuyo texto fue adoptado aun en las facultades universitarias españolas; en cambio fueron conciliadores Bernardo de Bolonia († 1768) y Mauricio de Beromünster († 1810)10.

La producción histórica, muy abundante, se concentró casi exclusivamente, sobre todo en los siglos XVI y XVII, en el pasado de la orden, como ya se hizo notar en la introducción historiográfica. No faltan, con todo, valiosas contribuciones a la historia civil y eclesiástica. Citemos en el siglo XVI, a Pedro Crabbe († 1554), autor de la primera colección de concilios, a Gaspar Barreiros, notable en la crítica histórica; en el siglo XVII a los irlandeses Hugo Ward († 1635), Juan Colgan († 1658) y Miguel O'Cléirigh († 1643) y el capuchino Enrique de Harvill (La Grange de Palaiseau, † 1630); en el siglo XVIII, el más fecundo en historiadores universales, destaca el conventual Juan Jacinto Sbaraglia († 1764), que publicó obras importantes de historia eclesiástica y de patrística, con sentido crítico muy moderno, y es conocido, sobre todo, por haber iniciado la publicación del Bullarium Franciscanum; los también conventuales Francisco Antonio Benoffi († 1786) y el citado Casimiro Liborio Tempesti († 1758); el erudito bibliotecario de Parma Ireneo Affó († 1797), observante, miembro de multitud de academias científicas y autor de muchas obras; los dos hermanos Rafael y Pedro Rodríguez Mohedano, tan conocidos por su Historia literaria de España, que comenzó a publicarse en 1766; el profesor de la universidad de Friburgo de Brisgovia Paulino Erdt (1800); los capuchinos Aurelio de Génova († 1733), Jeremías de Beinette († 1774), Lamberto de Zaragoza († 1785), autor del Teatro histórico de las iglesias de Aragón, obra continuada por Ramón de Huesca († p. 1802).

A esta lista hay que añadir el largo catálogo de misioneros de América que dejaron obras de investigación histórica y de crónica, imprescindibles hoy para los tiempos anteriores y posteriores a la conquista. Citaremos sólo las más importantes: Historia de los Indios de la Nueva España, de Toribio Motolinía de Benavente († 1565), Relación de las cosas de Yucatán, de Diego de Landa († 1579), Recopilación histórica del Nuevo Reino de Granada, de Pedro Aguado († p. 1589), Historia general de las cosas de Nueva España, de Bernardino de Sahagún († 1590), la fuente más importante para el conocimiento del antiguo México con sus ritos y costumbres, Historia Eclesiástica Indiana, de Jerónimo de Mendieta († 1604), Historia de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada, de Pedro de Aguado († c. 1609), Monarchia Indiana, de Juan de Torquemada († 1624), Noticias históricas de las conquistas de Tierra Firme, de Pedro Simón († c. 1630), Historia do Brasil, de Vicente do Salvador († c. 1639), Memorial de las Historias del Nuevo Mundo Pirú, de Diego de Córdoba Salinas († 1654), Crónica de Michoacán, de Pablo Beaumont († p. 1770), Historia... de la Nueva Andalucía, de Antonio Caulín († 1802).

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La contribución a las ciencias exactas y naturales no puede decirse que haya sido grande, pero no faltan figuras notables, como los conventuales Lucas Pacioli († 1517), eminente matemático, que enseñó en Pisa y Florencia, y fue colaborador de Leonardo de Vinci, Hilario Altobelli († 1637), científico, amigo de Galileo, y Vicente María Coronelli († 1718), talento enciclopédico, que escribió obras en latín, italiano y francés sobre historia, geografía, cosmografía, heráldica y bibliografía, y fundó en 1684 en Venecia la academia cosmográfica de los argonautas, integrada por 260 miembros de toda Europa; fue cosmógrafo oficial de la república de Venecia de 1684 a 1705; y Francisco Andrés Bernabei († 1823), autor de buen número de libros sobre cosmografía, geografía, aritmética y agricultura. Entre los observantes deben mencionarse Policarpo Poncelet, que gozó de notable autoridad en la química orgánica en la segunda mitad del siglo XVIII, José Torrubia († 1761), autor de Aparato para la Historia Natural Española, y José Antonio Liendro y Goicoechea († 1814), profesor en la universidad de san Carlos de Guatemala, que fue el primero en introducir en el programa de estudios eclesiásticos de la orden la enseñanza de la física experimental y de la filosofía racional. Entre los descalzos son beneméritos Cristóbal de Lisboa († 1652), autor de Historia dos animais e árvores do Maranhâo, primer investigador de la fauna y flora del Brasil, predecesor de José Mariano da Conceiçao Veloso († 1811), el padre de la botánica brasileña, especialmente con su obra Flora Fluminensis. Entre los capuchinos son numerosos los que escribieron tratados científicos o merecieron bien de la sociedad con sus adelantos prácticos. Astrónomos y matemáticos fueron Teófilo de Verona († 1638), Antonio María von Schyrle de Reutte († 1659), José María de Cento († 1682), Manuel de Viviers († 1738) y Melitón de Perpignan († 1755), miembros éstos de la academia de ciencias de Toulouse y de la de París, y autores de importantes publicaciones. Eminente matemático y mineralogista fue Francisco de Andújar († 1818), fundador de 1798 de la academia de matemáticas de Caracas. De ciencias físicas escribieron Valeriano Magni, Francisco María de París († 1714), inventor del primer fotómetro, Querubín de Orleans († 1697), que lo es del telescopio binóculo y de varios otros aparatos que se conservan en el museo de historia natural de Florencia, y Ludovico Olivadi († 1833). Dejaron nombre de naturalistas notables Fortunato de Rovigo († 1701) y Petronio de Verona († 1744), autores éstos de una valiosa obra de botánica en nueve volúmenes. Los trabajos escriturísticos ya mencionados y, particularmente, la exigencia pastoral en los países de misión, hicieron florecer en gran escala, también entre los capuchinos, el ramo de la filología. A fines del siglo XVIII la academia Clementina de París preparó la publicación de un gran diccionario en cinco lenguas -armenio literario, armenio vulgar, latín, francés e italiano-, obra principalmente del veterano misionero Gabriel de Villefor; la revolución francesa impidió su aparición cuando ya no faltaba sino hacer la tirada. Los misioneros de la provincia de París fueron durante muchos años profesores de la escuela de lenguas orientales erigida por Luis XIV en Constantinopla.

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El cultivo de la poesía ha sido en todo tiempo connatural al espíritu franciscano. El Siglo de Oro de la literatura española, todo él invadido de inspiración franciscana, registra nombres ilustres de poetas como Luis de Escobar, famoso por sus sátiras morales, los poetas épicos Gabriel de Mata († c. 1593), Antonio de Santa María († 1602), Bartolomé Ordóñez y Alonso de Escobedo († p. 1586), Pedro de los Reyes († 1628), poeta espiritual celebrado por Lope de Vega en el Laurel de Apolo por su tan conocida glosa que termina: "Loco debo de ser, pues no soy santo"; los comediógrafos Diego de Salazar y Miguel de Molina; Antonio Panes († p. 1665), descalzo, autor de la Escala Mística y Estímulo del Amor Divino, obra ésta de muy subida inspiración e ingenua piedad, que contiene letrillas como la tan popular "Bendita sea tu pureza". En la historia literaria portuguesa son figuras de primer orden Agustín de la Cruz († 1619), descalzo, comparable a los mejores ingenios del Siglo de Oro, Paulino de la Estrella, que escribió sus poemas místicos en lengua castellana, Antonio das Chagas, poeta profano en el siglo y después inspirado poeta místico. Fuera de la Península Ibérica son dignos de citarse los flamencos Livino Brecht († 1568) y Guillermo van Spoelberch († 1633), y el irlandés Eugenio O'Douyhee, autor de poemas patrióticos muy inflamados.

Entre los conventuales son muy numerosos los cultivadores de las bellas letras; apenas hay un escritor, sobre todo en el siglo XVIII, que no añadiera a sus publicaciones alguna producción poética, y son numerosos los poetas de auténtico valor. Baltasar Paglia de Caltagirone († 1705), teólogo y filósofo, poeta laureado y miembro de varias academias, cultivó con preferencia la poesía latina; Domingo Guglielmini († 1706), siciliano como el anterior, fue fecundo versificador y se ejercitó también en la pintura; Francisco Moneti de Cortona († 1713) fue muy celebrado en su época como poeta festivo y satírico; el alemán Antonio Wissingh († 1716) dejó publicados muchos poemas latinos de no escasa vena y hasta una Theologia rythmica; del obispo de Acquapendente Bernardo Bernardi († 1758), teólogo, orador y poeta, se conservan varias colecciones de versos; Casimiro Liborio Tempesti, además de autor ascético e historiador, fue literato renombrado y dejó impresas muchas obras poéticas; ninguno quizá alcanzó la fecundidad e ingenio de Guillermo della Valle († 1805), erudito relacionado con los hombres más doctos de su tiempo; escribió copiosamente sobre asuntos de historia y crítica del arte, lo mismo que sobre temas político-sociales; son famosas sus Lettere Senesi; contemporáneo suyo fue Lorenzo Fusconi († 1814), buen literato y miembro de la Arcadia de Roma; publicó cuatro tomos de poesías; como poeta latino se distinguió algo después Francisco Villardi († 1833) y como historiador del arte Luis Pungileoni († 1844).

Los capuchinos de las primeras generaciones hubieran creído traicionar el espíritu de la reforma dedicándose ex profeso a la literatura; sin embargo, ni entonces ni después pareció estar reñida la austeridad capuchina con el culto de la poesía y el gusto por el bien decir. El siglo XVI registra varios nombres de poetas de mérito: Ludovico de Florencia, Arcángel de Alarcón, digno de figurar entre los grandes poetas del Siglo de Oro español, Cosine de Castelfranco, Remigio de Beauvais; en el siglo XVII sobresalen Apolinar de Sigmaringen († 1629), Ludovico de Norcia († 1623), Juan Bautista de Perusa († c. 1631), Ignacio de Reggio Calabria († 1686), Marcial de Brives († 1653), Miguel de Lima, Lucas de Malinas († 1652), Lorenzo de Schnüffis († 1702), Tiburcio de Constanza († 1712); Teobaldo de Constanza († 1723), Arsenio Ham († 1678), Procopio de Templin († 1680); en el siglo XVIII, Francisco Antonio de Milán († 1758), José de Castagna († 1729), Juvenal de Nonsberg († 1714), Vicente de S. Eraclio († 1765), Bernardo María de Giuliano († 1783), Serafín de Brujas († 1728).

Las artes

El arte musical es quizá la actividad en que mejor se pone de manifiesto la diversidad de posiciones según el ideal de vida de cada familia franciscana: mientras los conventuales y los observantes, hechos a la solemnidad del culto en iglesias dotadas de buenos órganos, fomentan la música y pueden presentar compositores de primera línea, por el contrario los capuchinos y los reformados, que miraron como expresión del espíritu de austeridad y de minoridad la supresión del canto, no figuran para nada en este sector del arte. Las constituciones de los conventuales, ya desde 1628, estimulaban al cultivo de la música, a la confección de órganos y otros instrumentos propios de la música eclesiástica, a las artes manuales y figurativas, como la pintura, la vidriería, etc. (c. V, tít. 8). La actividad musical era estimulada mediante privilegios al par del lectorado.

En la historia de este bello arte son conocidas las capillas conventuales de Padua, Venecia, Asís, Milán, Bolonia y Roma. Fuera de la orden deben su origen a renombrados maestros conventuales las capillas catedralicias de Ravenna, Forlí, Osimo y, sobre todo, la de Loreto.

A la escuela veneciana perteneció el famoso contrapuntista Constancio Porta de Cremona († 1601), maestro y reformador de varias capillas catedrales; escribió muchas obras de teoría musical. La edición completa de sus obras (Padua 1971) llena 25 volúmenes. Discípulos suyos fueron Bona Valerio, Ludovico Balbi, Tomás Grazia y Jerónimo Diruta († c. 1625), autor de un importante método para aprender órgano y clavicordio. Por entonces sobresalió Julio Belli de Longiano († 1615), compositor y publicista; y más adelante, Francisco María Angeli († 1697), autor de buenas composiciones a ocho voces y dos coros. En el siglo XVIII fue famoso el veneciano Antonio Calegari († 1742), compositor y tratadista.

Mayor resonancia alcanzó la escuela de Bolonia, en la cual despuntó ya en el siglo XVII Juan Bta. Aloisi; pero el que la llevó al apogeo fue Juan Bta. Martini († 1784), quizá el más eminente compositor italiano del siglo XVIII y ciertamente el más erudito de los musicógrafos de su tiempo; a él se debe la primera historia universal de la música; gozó de fama mundial y tuvo innumerables discípulos dentro y fuera de la orden. Tales fueron José Paolucci († 1776), Luis Antonio Sabbatini († 1809) y el predilecto del maestro y sucesor suyo Estanislao Mattei († 1825), a quien se deben incontables composiciones y tratados teóricos; Mattei formó escuela aparte y contó entre sus discípulos al gran maestro de ópera Joaquín Rossini († 1768). Es interminable la lista de los conventuales que figuraron en casi todas las ciudades italianas como maestros de capilla u organistas. A los italianos debe juntarse el nombre del bohemio Boleslao Czernohorsky († 1740) y el de su discípulo Restituto Fiedler11.

También los observantes cuentan con nombres de prestigio en el cultivo de la música en todas las naciones: en Italia, el insigne compositor y maestro de capilla Ludovico Grossi de Viadana († 1627), reformador de la música religiosa, sus discípulos Jacobo Ganassi, Pablo Cornetti y Gaspar Casati, el milanés Juan Domingo Catenacci († c. 1791) y el bergamasco David Moretti († 1842); en Baviera, Crisanto Fischer y Diácono Zaénkel, representantes de la escuela alemana del siglo XVIII; en el Tirol, Blas Antonio Amon († 1590), en Francia, Juan Jacobo Souhaitty, que floreció en el siglo XVII ; en España, los constructores de órganos Domingo de Aguirre, que hizo los dos de la catedral de Sevilla y el de la de Valencia, y Simón Fontanes, a quien se debe el de la catedral de Orense, y los tratadistas de música Bartolomé de Molina, Juan Bermudo, Tomás Hurtado y Alonso de Tarazona, en el siglo XVI; Pablo Nasarre († 1724), en el XVII; Bernardo Comes y Puig, Antonio Martín y Coll, en el XVIII; en Portugal, Juan da Natividade († 1709) y Gabriel da Anunciaçao († 1747).

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El influjo franciscano en la pintura y en las artes plásticas continuó ejerciéndose a gran escala desde el renacimiento, ocupando lugar destacado la figura de san Francisco y los temas franciscanos. Ninguno de los santos fundadores fue favorecido con más numerosas y variadas interpretaciones por los más renombrados pinceles de la época del barroco. Se llevó, sobre todo, las preferencias del Guercino, El Greco, Zurbarán, Ribera, Murillo y Rubens; de este último se conservan hasta cuarenta y siete cuadros que representan a san Francisco.

Entre los observantes fueron pintores de nota, en el siglo XVI, Guillermo de Suevia († 1535), Simón de Carnoli († 1560) y Cosme Spiezza; en el siglo XVII, Damián de Bérgamo, Gualterio Gijsaerts y Angel María de Génova; en el XVIII, Alberico Clemente Carlini († 1775). Entre los reformados es conocido Manuel de Como († p. 1670); entre los recoletos Lucas François († 1678), Juan Pannemoekers († p. 1700), Lucas de Innsbruck († p. 1723) y Juan Boeksent († 1727). Entre los conventuales, José Sacchi († 1690) y Lupo de Castrogiovanni (siglo XVIII). Entre los capuchinos, Bernardo Strozzi († 1644), Cosme de Castelfranco (Paolo Piazza, † 1620), eximio representante de la escuela veneciana; Semplice de Verona († 1654), muy requerido en toda Italia; Santos de Venecia († 1660), Máximo de Verona († 1679), Hipólito Galantini de Florencia († 1709), insigne miniaturista; Francisco Antonio Caneri de Cremona († 1721), colaborador del anterior; Esteban Solieri de Carpi († 1792), Domingo de Bolonia († 1785) y Félix de Sambuca († 1805); fuera de Italia, Vidal de St. Etienne († 1674) y Damián de Düsseldorf.

Es de notar la protección dispensada a Esteban Murillo por los capuchinos de Sevilla; llevaba vida casi de comunidad y tenía instalado su taller en la biblioteca del convento; recompensó la hospitalidad recibida con buen número de obras maestras para la iglesia de dicho convento y para la de Cádiz; mientras realizaba un lienzo para el altar mayor de esta iglesia cayó del andamio y fue llevado al convento de Sevilla, donde murió.

Es larga también la lista de escultores y tallistas. Recordemos a los observantes Juan de Aguirre y Francisco Benítez en el siglo XVI; Evangelista Wurzer, Severino Aschpacher, Casiano Lohn, Ivo Schweiger y Desiderio de Florencia en el siglo XVIII; los reformados Andrés de Chiusa († p. 1627), Umile de Petralia († 1639), Inocencio de Petralia († 1648), Juan de Reggio Calabria († 1660), Diego Giurato de Careri († 1661), Diego de Monteleone († p. 1666), José de Soleto († 1667), Felipe de Palermo († p. 1692), Vicente de Bassiano († 1694) y Angel de Pietrafitta († c. 1699); los recoletos Marcelo van der Steen († p. 1700), Fernando Tours († p. 1700), Jorge Blank († p. 1701) y Pedro Vincken († 1732); los capuchinos Jerónimo de Brescia († p. 1650), Vicente de Trapani († 1684), Agustín de Trapani († 1690), Ambrosio de Cabiaglio († 1732), Alejo de Cornate († p. 1740), León de Cammarata († 1744), Fidel de Trapani († 1808) y Angel María de Mazzarino († 1809).

Como arquitectos de edificios sagrados son dignos de mención los observantes Bernardino Amico de Gallipoli († p. 1620), que dejó una obra con los planos de todos los edificios sagrados de Tierra Santa, Rafael Antonio Benegazzi († 1754) y Francisco Cabezas († p. 1762); los recoletos José van Halle († p. 1663), Antonio Peyer (Bayer, † 1704) y Oderico Weiler († p. 1724); los capuchinos Miguel de Bérgamo († 1641), hermano nombrado en 1631 arquitecto oficial de la cámara apostólica por Urbano VIII, encargado de inspeccionar y aprobar toda clase de construcciones y obras de arte de la santa Sede, de la casa Barberini y de las órdenes religiosas; Miguel de Gante († 1655), Bonizo de Tréveris († 1680), Matías de Saarburg († 1681), Ambrosio de Olde († 1705), José de Termini († 1779), Miguel de Petra († 1803) y Domingo de Petrés († 1811), arquitecto de la catedral de Bogotá12.

Zurbarán: San Francisco


NOTAS:

1. H. Holzapfel, Manuale, 497-515, 544-547.- Melchor de Dobladura, Historia, I, 212-224; II, 281-305. Significado y amplitud de los estudios en la orden capuchina durante el primer siglo de su existencia, en Estudios Franc. 52 (1951) 317-346.- H. Felder, Los estudios en la orden capuchina en el primer siglo de su existencia. Trad Crispín de Riezu, Pamplona 1959.- Lexicon Capuccinum, Studia, 1638-1646.- E. Frascadore - H. Ooms, Bibliografia delle Bibliografie francescane, en AFH 57 (1964) 329-366.- A. de Serent, La question des grades universitaires chez les Frères Mineurs Cismontains en 1673, en Etudes Franc. n. s. 3 (1952) 71-83.

2. L. Di Fonzo, Lo studio del Dottore Serafico nel Collegio di S. Bonaventura, a Roma (1587-1873), en MF 40 (1940) 153-183.- F. Costa, Il P. Bonaventura Belluto, en MF 73 (1973) 387-394.

3. Annales Minorum, XXVIII, 1633, 34-37.

4. M. Brlek, Legislatio ordinis fratrum minorum de Doctore Immaculatae Conceptionis B. M. Virginis, en Antonianum 29 (1954) 497-522.- Dominique de Caylus, Mervelleux épanouisement de l'école scotiste au XVII siècle, en Etudes Franc. 24 (1910) 5-21, 493-502.

5. Annales Minorum, XXX, 1651, p. 5s.

6. Balduinus ab Amsterdam, Sanctus Bonaventura "magister" proprius a superioribus ordinis capuccinis designatur, en Laurentianum 2 (1961) 79-121.- C. Berubé, Les capucins à l'école de Saint Bonaventure, en CF 44 (1974) 275-330.

7. Z. Franz, De legislatione circa probabilismum in ord. fr. minorum, en Antonianum 29 (1954) 255-268.- Melchor de Pobladura, Historia, II, 2, 118s.

8. M. Brlek, Legislatio ord. fr, minorum de Immaculata Conceptione, en Antonianum 29 (1954) 3-44.- Ch. Sericoli, De praecipuis Sedis Apostolicae documentis in favorem Immaculatae Conceptionis editis, ibid. 373-408.- Melchor de Pobladura, Historia, II, 210-213.

9. G. Odoardi, Serie completa dei Padri e Teologi francescani minori conventuali al Concilio di Trento. Roma 1947.- B. Oromí, Los franciscanos españoles en el Concilio de Trento. Madrid 1947.- R. Varesco, I frati minori al Concilio di Trento, en AFH 41 (1948) 88-160, 42 (1949) 95-158.- Paolino da Casacalenda, I cappuccini nel Concilio di Trento, en CF 3 (1933) 396-409, 571-583.

10. H. Borak, De influxu philosophiae modernae in scriptores capuccinos, en Miscell. Melchor de Pobladura, II, Roma 1965, 141-169.

11. D. M. Sparacio, Musicisti minori conventuali con più diffusa mencione di coloro che vissero dal 1700 al giorni nostri, en MF 25 (1925) 13-29, 33-44, 81-112.

12. Para todos los datos de este capítulo véanse: H. Holzapfel, Manuale, 497-530, 544-548, 573s.- Album generale ord. fr. min. conventualium. Romae 1960, 22-26.- G. Odoardi, Conventuali, en Dizionario Stati Perf. III, 75-86.- Melchor de Pobladura, Historia, II, 461-468, III, 387-408.- Lexicon Capuccinum, 131-133.

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