DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

HISTORIA FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, OFMCap

LA ORDEN DE LAS HERMANAS POBRES
(Segunda Orden)

Capítulo I
ORÍGENES Y PRIMERA EXPANSIÓN

Clara, "plantita de san Francisco"

San Francisco y Santa CkaraClara de Favarone nació en Asís en 1194, de familia noble. Atraída por el ideal de vida evangélica predicado por san Francisco, se puso bajo su dirección. En la noche entre el 18 y 19 de marzo de 1212 dejó clandestinamente su casa y prometió obediencia a Francisco en la Porciúncula, recibiendo de él el velo, juntamente con su prima, Pacífica de Guelfuccio. Francisco las condujo al monasterio de benedictinas de San Pablo de Bastia y después al de Sant'Angelo in Panzo, en la falda del monte Subasio. Aquí fue a juntárseles Inés, la hermana menor de Clara, que, como ella, tuvo que sufrir la oposición enconada de la familia.

Cuando Francisco hubo dispuesto para ellas el edificio contiguo a la iglesia de San Damián, fueron a vivir allí. La fraternidad femenina creció rápidamente con la llegada de otras jóvenes de lo más distinguido de Asís y sus contornos.

No es fácil precisar el género de vida que Clara y sus "hermanas pobres" llevaron en los tres primeros años bajo la guía de Francisco y sin otra estructura que una elemental "forma de vida" señalada por él. Lo que sí consta es, porque lo afirma Clara en su regla (c. 6), que aquellos comienzos fueron duros y que su empeño por vivir la pobreza evangélica total, sin medios estables de subsistencia, les granjeó afrentas y desprecios. Jacobo de Vitry habla, en 1216, de mujeres que, a imitación de los hermanos menores, "moran comunitariamente en diversos hospicios cerca de las ciudades, viviendo del trabajo de sus manos, sin aceptar rentas de ninguna clase"1. No faltan historiadores que ven descrito en ese texto el modo de vivir de la fraternidad de San Damián y de otras que, a su ejemplo, habrían ido brotando acá y allá. De ser así, Clara habría ensayado, al principio, una experiencia de vida calcada en la de los hermanos, aunque menos itinerante. Pero sabemos que Clara vivía entregada a la contemplación, con sus compañeras, ya en 1212 o 1213, cuando Francisco le envió una embajada para conocer cuál era la voluntad de Dios sobre su vocación apostólica2. Por otra parte, los conceptos expresados por el santo en la "forma de vida" denotan ya una espiritualidad de consagración en retiro silencioso.

En 1215, a lo que parece, en fuerza del canon 13 del IV Concilio de Letrán, el grupo de San Damián hubo de acogerse a la regla de san Benito; y Clara, por imposición de Francisco, comenzó a regir la comunidad con el título de abadesa3. Ella, con todo, seguiría llamándose "sierva de Cristo y de las hermanas pobres". Apoyada por Francisco, se apresuró a obtener de Inocencio III la garantía de que, bajo la regla monástica, quedaría a salvo lo que era fundamental en su vocación de "vivir según la perfección del santo evangelio", es decir, la pobreza absoluta sin posesiones ni rentas.

Entre tanto, iban brotando otras fraternidades femeninas de signo franciscano. Ante semejante proliferación, comprobada por el cardenal Hugolino en su legación de Umbría y Toscana, tomó éste la iniciativa de dar forma al movimiento, poniéndolo bajo la dependencia directa de la Sede apostólica y comunicándole un estilo de vida monástica que, respetando el espíritu de sencillez que las animaba, les diera cierta estabilidad y seguridad económica. El modelo de referencia, por voluntad del mismo Hugolino, era la experiencia de San Damián con sus peculiares "observancias"; de ahí el nombre de damianitas con que fueron conocidas esas comunidades. Esto sucedía en 1218 y 1219.

Hugolino, además, vio en el fermento damianita un medio de sanear y revigorizar la misma institución monástica. Extendió su celo a muchos monasterios de benedictinas y otros ya existentes, que fue haciendo entrar en la nueva corriente de renovación evangélica.

Bajo su dirección, el mismo monasterio de San Damián entró en una nueva fase. En 1218 nombró visitador a su capellán, el cisterciense Ambrosio, y poco después redactó para "todas las monjas pobres reclusas" una regla propia, que se distingue por su rigidez extrema en lo que se refiere al ayuno y la abstinencia. El punto más notable es la severísima clausura: "Deben permanecer encerradas durante toda la vida". No era sino aplicar a las damianitas la misma norma que en 1213 se dio para las monjas cistercienses, extendida por el mismo tiempo a las premonstratenses. Era la introducción de la "clausura papal", que a fines del siglo XIII se convertiría en ley canónica universal para los monasterios femeninos.

No fue la aspereza de la nueva regla lo que desagradó a Clara; en realidad entonaba con su sed de inmolación y de penitencia. Tampoco halló dificultad en adaptarse a la imposición de la clausura, muy apropiada al clima de intimidad contemplativa creada en su fraternidad. Su preocupación seguía siendo la fidelidad a la pobreza prometida, de la cual no se hacía mención en el documento. En un principio, Hugolino quiso poner a salvo ese espíritu en algunos monasterios; pero después él mismo los favoreció con generosas fundaciones.

De 1219 a 1247 todos los monasterios de influencia franciscana adoptaron la regla hugoliniana. Pero el de San Damián y el de Perusa, el de Monticelli de Florencia, al que fue enviada hacia 1230 como abadesa santa Inés, y el de Praga, fundado en 1234 por la beata Inés de Bohemia, mantuvieron su fidelidad a la orientación dada por san Francisco mediante propias "observancias".

Durante la estancia de Francisco en Oriente hubo un intento de sustraer a la influencia cisterciense al menos la comunidad de San Damián; fray Felipe Longo, quizá a petición de Clara, fue nombrado visitador. Pero al regresar Francisco hizo anular el nombramiento, y las "damas pobres", como prefería llamarlas el fundador, continuaron teniendo visitadores de fuera de la orden. Por fin, el mismo cardenal vio la conveniencia de que esa función estuviera a cargo de los hermanos menores; siendo papa, impondría a la primera orden el cuidado de la segunda.

A partir de su ascensión al solio pontificio con el nombre de Gregorio IX, comenzó a otorgar bienes a los monasterios y en 1228, con ocasión de la canonización de san Francisco, se empeñó en persuadir a santa Clara de la necesidad de admitir posesiones y rentas fijas; pero tropezó con la entereza irreducible de la santa, y no tuvo más remedio que confirmar a San Damián el Privilegium paupertatis con fecha 17 de setiembre de 1228, extendido al año siguiente a los monasterios de Monticelli y de Perusa.

Las dos reglas definitivas de santa Clara (1253) y de Urbano IV (1263)

Clara veía en grave riesgo la vocación evangélica mientras estuvieran en vigor la regla benedictina como base canónica, sobre la cual hacían la profesión, y la de Hugolino, que nada tenía de franciscana. En 1234 vino a apoyarla en su aspiración la intrépida Inés de Bohemia, hija del rey Ottocar I. Después de obtener para su nuevo monasterio el privilegio de la pobreza, presentó a la aprobación del papa una regla, que ella misma había compuesto con extractos de la formula vitae de san Francisco y de la regla de Hugolino; Gregorio IX rechazó la petición con delicadeza (1238). Volvió a la carga con Inocencio IV en 1243 alegando la imposibilidad de observar dos reglas a la vez; el papa le recordó en qué sentido obligaba la de san Benito y la invitó paternalmente a seguir la de Hugolino, la cual confirmó solemnemente en 1245.

Tan grave como la cuestión de la pobreza continuaba siendo la de la asistencia espiritual por parte de los hermanos menores, que con tanto tesón reclamaba Clara apoyándose en la promesa de san Francisco. Una bula de 1227 había obligado a la primera orden a atender a las monjas, constituyendo junto a los monasterios pequeñas comunidades cuyos miembros quedaban por ello exentos de la observancia ordinaria y de los trabajos apostólicos de sus hermanos. Esto suponía para la orden una carga excesiva; el general Crescencio de Jesi pidió a Inocencio IV la relevara de tal obligación. El papa trató de acallar los clamores de ambas partes con dos documentos que en 1245 colocaban a las hermanas reclusas enteramente bajo la dirección y el gobierno de los menores; al año siguiente expresaba su deseo de que las monjas quedaran como incorporadas a la primera orden. Esto debió de llenar de gozo a Clara, pero el general y el capítulo de la orden se mostraron preocupados, dado el número de monasterios de que tenían que responder.

En 1247 Inocencio IV promulgaba una nueva regla. En virtud de ella la de san Benito quedaba reemplazada, pero sólo como base canónica, por la de san Francisco. Perdía toda importancia en el régimen de las monjas el cardenal protector, pasando sus atribuciones a los superiores de la primera orden, bajo cuya dependencia quedaban enteramente los monasterios. Las austeridades eran notablemente mitigadas. Clara, arruinada en su salud por causa de los rigores, era ahora la primera en reclamar el espíritu de suavidad evangélica de san Francisco, como se ve en sus cartas a Inés de Bohemia.

Con esta regla aparecían las monjas legalmente franciscanas; pero en ella había una cláusula que debió de ser un rudo golpe para Clara y sus fieles discípulas: la permisión expresa de rentas y posesiones en común.

Inocencio se engañó al pensar que su regla iba a restablecer la uniformidad en todos los monasterios y a asegurar la paz. En realidad su aplicación halló grandes dificultades. Los superiores de la primera orden encontraban demasiado pesado el cometido de dirigir a las monjas; tuvo que intervenir el cardenal protector Rainaldo de Segni, quien poco a poco fue tomando sobre sí todas las atribuciones y, por fin, en 1250 dirigió una carta al capítulo general de Génova prohibiendo a los hermanos injerirse en el gobierno de las monjas y adjudicándose a sí mismo la dirección omnímoda de los monasterios.

En menos de tres años caía por tierra la regla de Inocencio IV.

Clara debió de saludar con esperanza este fracaso y, ya que el papa había sustituido la regla de san Benito por la de san Francisco, ya que, además, había querido aplicar a la segunda orden las constituciones de la primera, ya que, finalmente, había estrechado tanto la unión entre las dos familias, ¿por qué no dar un paso más adoptando, con las modificaciones necesarias, la misma regla de los menores?

Sintiendo que su fin no estaba lejano, había dictado su Testamento, en fecha no fácil de precisar; en él, imitando el de san Francisco, recordaba el origen de su vocación personal y de la fraternidad de las hermanas pobres; afirmaba firme y reiteradamente el compromiso de la pobreza absoluta "prometida a Dios y a san Francisco", inculcando el contenido del "privilegio de la pobreza" y encarecía la unión y concordia entre las hermanas4.

Por fin se decidió a redactar por su cuenta una regla, o mejor, una adaptación de la regla bulada de san Francisco, con sólo los cambios exigidos por la vida encerrada de la fraternidad femenina. El encabezamiento decía: "Forma de vida de la orden de las hermanas pobres, que instituyó san Francisco". Seguidamente, la santa se declara "indigna sierva de Cristo y plantita del padre san Francisco", y proclama su voluntad de seguir obediente a san Francisco en sus sucesores. Los capítulos centrales son el sexto, séptimo y octavo, en que se expresa, en términos vigorosos, el compromiso de vivir en absoluta pobreza, sin otra posesión que el monasterio y el huerto anejo, procurándose lo necesario mediante el trabajo y la limosna. Un sentido de moderación y de comprensión caritativa suaviza aun las normas sobre la clausura, que se mantiene en todo su rigor. La fraternidad se realiza cada día, bajo la guía de la "abadesa y madre", en unión de corazones, sin diferenciación alguna entre las hermanas, si no es la imprescindible, en la recitación llana del oficio divino, entre las que saben y las que no saben leer; aun las hermanas "externas", que no profesan clausura, se integran en la comunidad como las demás. Lo que más llama la atención en la regla de santa Clara es la importancia que se da a la participación de las hermanas en la responsabilidad común, que la ejercitan, sobre todo, en el capítulo semanal. El capítulo doce dispone: "Nuestro visitador sea siempre de la orden de los hermanos menores", y pide a la orden dos sacerdotes y dos hermanos legos para la asistencia espiritual y temporal del monasterio5.

El texto recibió la aprobación del cardenal protector Rainaldo el 16 de septiembre de 1252. El 9 de agosto de 1253 aparecía la bula de Inocencio IV con la aprobación solemne. Clara besó regocijada el documento apostólico; dos días después, el 11 de agosto, moría con la regla entre las manos.

La regla de santa Clara atañía solamente al monasterio de San Damián y para él solo fue aprobada. Pocos fueron los monasterios que la adoptaron en el siglo XIII.

En 1259 la beata Isabel de Francia († 1270), hermana de san Luis, logró de Alejandro IV la aprobación de una regla especial para su monasterio de Longchamp. Ponía éste bajo la dirección de los hermanos menores y admitía posesiones y rentas perpetuas. Esta regla fue adoptada más tarde por algunos monasterios de Francia, Inglaterra e Italia. En la fórmula de profesión, además de los tres votos, prometían las novicias clausura perpetua, por lo que se las denominó sorores minores inclusae. Esta regla fue confirmada por Urbano IV en 1263.

El problema de la asistencia por parte de los hermanos de la primera orden seguía sin resolverse. San Buenaventura, en el capítulo de 1263, sugirió una nueva fórmula de transacción: el servicio espiritual de los hermanos era un mero servicio de caridad, no un deber de justicia, y dependía de la voluntad del cardenal protector, que volvió a ser único para las dos familias, después de un intento de dar un protector aparte a las monjas.

Con el fin de restablecer la uniformidad y de robustecer la disciplina interna, el nuevo cardenal protector Gaetano Orsini compuso una nueva regla, que fue promulgada por Urbano IV el 18 de octubre de 1263. Comenzaba por unificar el título, designando a todos los monasterios como orden de santa Clara. En realidad, esta denominación había ido prevaleciendo después de la canonización de santa Clara en 12556. Quedaban suprimidas las reglas anteriores en todos los monasterios. La nueva regla, inspirada en algunos puntos en la de santa Clara, reproducía gran parte de las prescripciones de la de Inocencio IV, pero deteniéndose más prolijamente en medidas disciplinares meticulosas, destinadas a controlar todos los actos de las hermanas. Se establecían las posesiones y rentas como medio normal de subsistencia.

Como se comprende, esta regla encontró fuerte oposición por parte de las comunidades mejores y de los religiosos celantes de la primera orden, siempre partidarios de una unión estrecha entre las dos familias, a causa, sobre todo, de la cláusula que desligaba a los superiores de la orden de la asistencia a las monjas.

De hecho en adelante los monasterios se irían disociando en dos observancias: la de la regla de santa Clara, clarisas de la "primera regla", y la de la regla de Urbano IV, clarisas "urbanistas" o de la "segunda regla"7.

Expansión en los siglos XIII y XIV

En medio de la aparente confusión de reglas y de observancias, los monasterios se fueron multiplicando prodigiosamente, a favor de la expansión de la primera orden, por toda Europa y aun al otro lado del mar. Cada monasterio era autónomo; la mayor parte de ellos se consideraban ligados espiritualmente con los hermanos menores, lo que les daba cierta unidad en el ideal de vida, así como la dependencia del mismo cardenal protector. Fuera de esa relación externa no existía organización alguna en torno a un centro. El monasterio de San Damián no ejercía autoridad alguna ni siquiera sobre los seis u ocho monasterios que consta fueron gobernados por monjas procedentes de aquella comunidad en vida de santa Clara. Pero debía de ser muy viva la conciencia de que todo aquel movimiento lo reconocía como centro espiritual de irradiación y a Clara como fundadora, cuando las monjas de Asís, al comunicar en 1253 la muerte de la santa Madre, no titubearon en dirigir la circular "a todas las hermanas de la orden de San Damián extendidas por el mundo"8.

Por regla general, las vocaciones procedían de la aristocracia o, por lo menos, de la clase pudiente, sobre todo a partir de Urbano IV, cuando se introdujo la dote como requisito indispensable. Aun en el monasterio de San Damián hubieron de dar este paso, contra lo practicado por santa Clara, no recibiendo sino a las que podían presentar su aportación adecuada.

En 1228 el cardenal Rainaldo, en una circular, enumeraba 24 monasterios de "hermanas pobres" en diversas partes de Italia. En ese mismo año se fundaron un buen número de otros nuevos, entre ellos el de Santa María de las Vírgenes, más tarde Santa Engracia, de Pamplona, primera fundación fuera de Italia comprobada documentalmente. A la muerte de santa Clara se elevaban a unos 110 los monasterios: 68 en Italia, 21 en España, 14 en Francia y 8 en los países germánicos9.

La proliferación de monasterios continuó en todo el siglo XIII y en la primera mitad del siglo XIV, aunque a ritmo más lento, para disminuir a fines de este siglo por las causas generales conocidas.

Hacia el año 1300, el número de monasterios dependientes de la primera orden era de 413; hacia 1371 había subido a 452, y en 1385 había descendido a 404. La distribución por áreas geográficas en 1300 y 1385 era como sigue:

Italia e islas: 196 en 1300 y 245 en 1383;
Oriente y Dalmacia: 23 en 1300 y 11 en 1383;
España y Portugal: 57 en 1300 y 51 en 1383;
Francia: 68 en 1300 y 39 en 1383;
Países germano-eslavos: 46 en 1300 y 50 en 1383;
Islas británicas: 23 en 1300 y 8 en 138310.

Los monasterios solían albergar comunidades muy numerosas. Podría calcularse en unas 15.000 el número de clarisas bajo el régimen de los provinciales franciscanos. Había, además, muchos monasterios que estaban bajo la jurisdicción episcopal.

El primer siglo dio flores de santidad en gran número. Además de santa Clara, de su hermana santa Inés († 1253) y de las dos beatas ya mencionadas, Inés de Bohemia († 1280) e Isabel de Francia († 1270), han recibido el honor de los altares las beatas Helena Enselmini († 1231), Felipa Mareri († 1236), Salomé de Cracovia († 1268), princesa de Galitzia, que introdujo las clarisas en Polonia; Margarita Colonna († 1280), Cunegunda (Kunda, † 1292), princesa de Cracovia, clarisa desde 1279; su hermana Yolanda (Johelet, † 1298) y Mattia Nazzarei († p. 1300). Todas ellas de sangre real o al menos noble. Esta lista, que pone de manifiesto la fuerza de atracción del ideal franciscano y de la vida contemplativa en las altas esferas sociales, podría completarse con otros nombres ilustres, como la reina Constanza de Aragón († 1300), clarisa en Messina en 1294, y la reina Sancha de Nápoles († 1345), clarisa en el monasterio de Santa Cruz, fundado en Nápoles por ella misma con monjas de la regla I pedidas al monasterio de Asís.

Otra muestra de la expansión y del impulso misionero de las hijas de santa Clara es la presencia de monasterios en las vicarías de Oriente y en la provincia de Siria. No faltó la aureola del martirio. En 1289, al caer Trípoli en poder del sultán de Egipto, fueron inmoladas todas las religiosas de la comunidad que allí existían, mártires al mismo tiempo de la fe y de la castidad. Dos años más tarde corrían la misma suerte las setenta clarisas de otra comunidad misionera en Tolemaida; todas ellas, siguiendo el ejemplo de la abadesa, se mutilaron horriblemente el rostro para poner a salvo el tesoro de la virginidad11.

* * * * *

Capítulo II
LAS REFORMAS

El siglo XIV, lo mismo que para la primera orden, señala para las clarisas un descenso en el fervor y en el rigor de la observancia. Con el número de monjas crecieron también las posesiones y las rentas, acumuladas por la devoción de los bienhechores y por la aportación de las dotes; se condescendió con el lujo y la comodidad, recurriendo si era necesario a las dispensas pontificias. Se admitía con excesiva facilidad, y no siempre con miras desinteresadas, en el retiro de los monasterios a damas nobles, que ya no eran dechados de virtud como en el siglo anterior, sino con frecuencia piedra de escándalo para las hermanas sencillas. No era raro el caso de alguna de esas señoras linajudas que se rodeaba dentro del claustro del boato de palacio, incluida la servidumbre, amparándose en amplios privilegios papales, contra lo que expresamente prohibía santa Clara en su regla. El mal subió de punto con el cisma de Occidente y la consiguiente confusión. Dada, sin embargo, la independencia de los monasterios entre sí, no puede hablarse de una decadencia simultánea ni universal. No faltaron algunos, aunque escasos, frutos de santidad, como la beata Clara de Rímini († 1326), convertida y encerrada en clausura después de haber escandalizado su ciudad natal con una vida libre en extremo, y la beata Petronila de Troyes († 1355), abadesa del monasterio de Moncel, filial del de Longchamp.

Entre tanto, la aspiración de santa Clara de ver a sus hijas bajo el cuidado directo de los menores se iba realizando en mayor escala de lo que ella misma pretendiera. A fines del siglo XIII la primera orden intentó nuevamente desentenderse de esta carga; pero Bonifacio VIII renovó en 1296 las ordenaciones de Inocencio IV, y al año siguiente el cardenal protector Mateo Rossi promulgó dos instrucciones en virtud de las cuales se imponía a los ministros de modo más decisivo la asistencia total a las monjas. Los provinciales quedaban obligados a ejercer su vigilancia sobre los monasterios de igual modo que sobre sus propios conventos. Con el fin de que los visitadores pudieran cumplir su oficio con más facilidad, se les otorgaron amplias dispensas en lo tocante a la observancia de la clausura. En vista de los abusos que ya iban cundiendo, el cardenal protector encargaba a los ministros que, en lo posible, indujeran a todos los monasterios a aceptar la regla de Urbano IV. Otro cardenal protector, Felipe Cabassole, volvía a dar idénticas disposiciones en 137012.

No faltaron medidas disciplinares destinadas a extirpar abusos y a reforzar la observancia monástica. Importantes a este respecto son las disposiciones dictadas por el papa cisterciense Benedicto XII en sus constituciones de 1336 para la orden de los menores, únicas que en los primeros siglos dedicaron un capítulo particular para las monjas. Las destinatarias eran las tres agrupaciones más importantes: hermanas menores (minorissae), de la regla de Isabel de Francia, clarisas y damianitas, seguidoras de la regla de santa Clara o de la de Urbano IV, pero dependientes de los provinciales de la primera orden. A cada monasterio debe fijarse el número de monjas que consienten las rentas, y no podrá admitir más allá de ese número. Se insiste, de manera especial, en la vida común y en la recta administración de las posesiones y rentas, con miras a evitar los abusos del peculio personal y de los fraudes en daño del monasterio. Se inculca la clausura papal en conformidad con las reglas y con la constitución de Bonifacio VIII. Y se ordena que, en adelante, observen también estricta clausura las hermanas serviciales, nombre con que eran conocidas las externas desde la regla de Urbano IV. Decisión importante ésta, ya que al integrarse en la comunidad estas "serviciales" formaron una clase inferior de monjas, prácticamente como las conversas en los monasterios benedictinos, empleadas en los servicios domésticos, pero excluidas de la voz activa y pasiva en los capítulos; innovación absolutamente contraria a la voluntad de santa Clara y a la tradición inicial. Para los recados fuera del monasterio el papa permite que se tengan "algunas mujeres seglares, maduras de edad, discretas y modestas"; recibirían en España el nombre de mandaderas. Finalmente, conforme a la regla de Urbano IV, se prohíbe rigurosamente tener celdas individuales en los dormitorios13.

Es evidente el patrón cisterciense que se tuvo presente en estas medidas; pero lo cierto es que influyeron en la fisonomía de las comunidades. Además del recurso ordinario de la visita canónica, hubo en la segunda mitad del siglo XIV visitadores apostólicos extraordinarios, como los cuatro franciscanos comisionados por Gregorio XI en 1373 para la reforma de todos los monasterios de clarisas del reino de Castilla; la visita se prolongó hasta 1376.

La excesiva duración de los cargos, que en épocas de fervor puede resultar beneficioso, se hace altamente perjudicial cuando decae el espíritu. La regla de santa Clara, como la de san Francisco, no limitaba el tiempo de gobierno de cada abadesa; pero disponía que, cuando ya no fuese idónea "para el servicio y utilidad común de las hermanas", éstas la depusieran y eligieran otra. Pero no era de fácil aplicación este recurso jurídico. Inocencio VII decretó, en 1405, que en adelante las abadesas no fueran vitalicias, sino elegidas cada diez años. Más tarde quedaría reducido a tres años el tiempo de gobierno, si bien no se logró uniformidad en el cumplimiento de tales disposiciones, y no faltaron monasterios donde la superiora seguía siendo vitalicia.

Pero, como sucede siempre en los institutos religiosos, los remedios y las reformas que se imponen desde fuera pueden servir, a lo más, para apuntalar la observancia y extirpar abusos, pero nunca han impulsado una verdadera reforma; ésta viene siempre desde dentro.

"Por fortuna, la orden de santa Clara no fue, en sus orígenes, tan sólo una nueva organización monástica, sino que representó más bien un nuevo principio de vida a base de una vigorosa inspiración evangélica. No es cuestión de estructuras, sino de espíritu. Siempre han flotado en el ambiente los ideales encarnados en la regla I, que obran como un reactivo; mientras no se los tenga en cuenta, un monasterio de clarisas no se siente del todo en su centro, por mucho que se cargue el acento en la regularidad monástica. A la inversa, cada vez que se renueva el ideal, se restauran también, como por añadidura, con un nuevo espíritu, la regularidad monástica, la vida común, la clausura, los ejercicios de oración y penitencia, los ayunos y abstinencias"14.

Es esta reserva de perenne renovación la que hizo posibles las reformas del siglo XV y XVI.

La reforma de santa Coleta

Colette Boylet, nacida en Corbie en 1381, llevó primero vida de reclusa o emparedada en hábito de terciaria. Secundando unas apariciones de san Francisco, que la invitaba a reformar su orden, en 1406 abandonó el reclusorio y fue a encontrar en Niza al papa de Avignon, Benedicto XIII; emitió en manos del papa su profesión de la regla de santa Clara y recibió de él la investidura de abadesa y de reformadora de las tres órdenes de san Francisco. Aquella irresistible doncella de veinticinco años había recibido de Dios, con señales irrecusables, la misión de poner fin a los males de la iglesia mediante la renovación de las instituciones franciscanas, comenzando por los asilos de oración y renunciamiento que debían ser los monasterios de la segunda orden.

Apoyada en el favor divino y prevalida de la protección de los grandes de la tierra, Coleta se dio a recorrer todos los caminos de Francia y de los Países Bajos, llevando a todas partes el fermento de la pureza evangélica y de la pobreza. Al morir en Gante en 1447 dejaba 22 monasterios reformados o fundados de nuevo sobre la regla de santa Clara, con las constituciones y ordenaciones que dictó la misma reformadora. Estas constituciones coletinas fueron aprobadas en 1434 por el ministro general y confirmadas en 1458 por Pío II.

En ellas se da importancia primordial a la vuelta a la pobreza inicial de San Damián. No está permitido recibir cosa alguna de las candidatas a título de dote; éstas deben previamente desprenderse de todo. La pobreza, unida a la higiene, debe resplandecer en los vestidos personales. Se prohíben de manera absoluta toda clase de posesiones, rentas fijas, alquileres, graneros y bodegas y toda provisión a largo plazo. Se destierra todo objeto precioso o superfluo. Los edificios han de ser sencillos y humildes. El trabajo es la fuente de sustento, y recae sobre todas las hermanas por igual; las hermanas deben tener como norma no servirse de trabajadores extraños para obras y tareas que ellas mismas pueden hacer. Como signo de minoridad, Coleta prohíbe la bendición solemne de las abadesas y aun la consagración litúrgica de las monjas: "les basta la consagración que lleva consigo la profesión". Por el contrario, no considera la formación intelectual como opuesta al espíritu de la regla: entre las ocupaciones normales de las hermanas enumera la lectura de buenos libros y manda que haya una biblioteca en cada casa. Al par de la pobreza se da la máxima importancia a la unión fraterna. A tenor de la regla, sólo se admite una clase de hermanas; todos los cargos son considerados oficios de servicio; se prescribe la comunicación espontánea de las hermanas en los tiempos de recreación "en grupos de dos, de tres o más". El capítulo semanal recobra todo su valor como expresión de la responsabilidad común. La clausura es rigurosa y bien protegida, pero queda simplificada.

Puede decirse que, en general, Coleta vuelve con decisión a la regla de santa Clara, cuyo espíritu capta con tino sorprendente, si bien toma de la regla de Urbano IV muchos puntos disciplinares concretos, que habían hecho tradición en los monasterios. También siguió a santa Clara en la voluntad de mantener la unión estrecha con la primera orden: los monasterios quedaban sujetos al régimen de los hermanos; cuatro de ellos, dos sacerdotes y dos legos, como quiere la regla, debían estar a disposición de cada monasterio15.

Esto hizo que, como vimos en otro lugar, la acción de la reformadora se extendiera también a los religiosos; los que entraron en la órbita de su empuje renovador se llamaron "coletanos".

El movimiento de "observancia"

No faltaron intentos de llevar a cabo una reforma general de arriba abajo. En 1431 Eugenio IV concedió al general Guillermo de Casale, decidido favorecedor de santa Coleta, facultades extraordinarias para restablecer la disciplina regular entre todas las clarisas. No fue fácil la empresa; en el mediodía de Francia se hizo necesario el recurso al brazo secular para doblegar la obstinación de las monjas. El mismo papa impuso a todos los monasterios la única denominación de Orden de santa Clara, aun manteniendo cada cual la propia regla.

El impulso verdadero de la reforma del siglo XV vendría como efecto de la efervescencia espiritual despertada por los observantes. En un principio, éstos rehuyeron la asistencia a las monjas, pero con el tiempo hubieron de aceptarla por mandato de la santa Sede y a petición de los mismos monasterios reformados. Y entonces comenzó la acción reformadora a fondo, por obra generalmente de monjas de gran talla espiritual, que dieron autenticidad a la renovación interna. La consigna general fue la vuelta a la regla de santa Clara, y ello no solamente en los monasterios de urbanistas, sino aun en muchos de la tercera orden regular y hasta de fundación no franciscana.

Focos importantes de reforma fueron, en Italia, el monasterio del Corpus Christi de Mantua, que había sido de terciarias y en 1420 adoptó la regla de santa Clara; de él partieron fundadoras o reformadoras para varios monasterios en varias regiones; según el modelo del de Mantua se organizó el monasterio de Aquila, también fundación de terciarias claustrales, pasado a la regla I bajo la abadesa beata Antonia de Florencia († 1472) por efecto de la predicación de san Juan de Capistrano; el del Corpus Christi de Ferrara, del que salió en 1456 santa Catalina Vigri († 1463), como abadesa, para la fundación de Bologna, foco a su vez de renovación y de irradiación espiritual; el monasterio de Monteluce de Perusa, formado desde el principio según el espíritu del de San Damián y mantenido siempre fiel a la regla de santa Clara, del que recibieron la reforma hasta nueve monasterios en la segunda mitad del siglo XV y principios del XVI; el de Santa Lucía de Foligno, agente asimismo de reforma en media docena de monasterios del centro y sur de Italia; en Messina inició una reforma muy caracterizada la beata Eustoquia Calafato († 1491); finalmente fue figura de primer orden la beata Battista de Varano († 1524), una de las mujeres más representativas del humanismo italiano, fundadora de los monasterios de Camerino y de Fermo.

Además de estas reformadoras, influyeron también en la renovación espiritual de los monasterios italianos las beatas Felisa Meda († 1444), abadesa de Milán y de Pésaro, Serafma Sforza († 1478), Paula Montaldi († 1514), abadesa en Mantua. Fuera de Italia florecieron las beatas Ludovica de Saboya († 1503) y Margarita de Lorena († 1521).

En Francia y en los Países Bajos es importante el movimiento de reforma, bajo influjo de los observantes, procedente del monasterio de Metz, de hermanas terciarias, que en 1482 profesaron la regla de santa Clara; en 1485 seguía su ejemplo la comunidad de terciarias del Ave María de París, para cuya reforma fueron de Metz las profesas Nicole Geoffroy y Etienne de Saillant; ésta fue llamada, a su vez, a Lille en 1490 para introducir allí la regla de santa Clara; esta reforma llamada del Ave María se extendió aún a otros cinco monasterios a fines de siglo.

En España, el fermento renovador vino del movimiento de santa Coleta, y el centro de irradiación fue el monasterio de Gandía, al que en 1458 llegó un grupo de coletinas procedentes de Lezignan en Francia; desde Gandía la reforma se extendió a otros quince monasterios en España y Portugal en los siglos XV y XVI, entre ellos el famoso de las Descalzas Reales de Madrid (1559), origen a su vez de otros muchos. Las coletinas recibieron en España, en el siglo XVI, el nombre de descalzas; no deben confundirse con las otras descalzas, cuya fundadora fue Marina de Villaseca que en 1490 obtuvo de Inocencio VIII, para su comunidad de terciarias regulares de Córdoba, la facultad para profesar la regla de santa Clara en toda su pureza y para recibir monjas urbanistas sin necesidad de nuevo noviciado. La bula disponía expresamente que el monasterio no dependería de los conventuales, sino de los vicarios de la observancia; durante el siglo XVI irían brotando monasterios filiales en toda Andalucía. Otro centro de reforma fue el monasterio de Santa María de Jerusalén de Barcelona, asimismo de terciarias regulares, que abrazó en 1494 la regla de santa Clara, como lo hicieron en 1496 los filiales de Zaragoza y Valencia.

Aparte de estas corrientes reformadoras, los monasterios volvieron a multiplicarse nuevamente desde mediados del siglo XV, sobre todo en España16.

Pero no todos los monasterios aceptaban espontáneamente la reforma, y los observantes volvieron a intentar introducirla en todas partes aun con medios coercitivos. San Juan de Capistrano se distinguió por su empeño en acelerar el proceso de reforma total. En 1435, en su deseo de unir los monasterios reformados bajo la única dirección de la observancia, quiso incorporar también los de santa Coleta; pero se halló con la actitud inflexible de la santa, que quería seguir dependiendo del ministro general. En 1445 escribió un comentario de la regla de santa Clara con carácter oficial; enumeraba más de cien preceptos, lo cual produjo entre las monjas el comprensible sobresalto. Por ello, en 1446, apareció otra exposición de Nicolás de Osimo, explicando el sentido de tales preceptos, y en 1447 el papa Eugenio IV declaró que sólo eran preceptos obligatorios bajo pecado grave los que se referían a los votos, a la clausura y a la elección y deposición de la abadesa17. En 1449 el cardenal protector nombraba al observante Francisco de Sassoferrato reformador de todas las clarisas italianas, dándole plenos poderes; las que rehusaran aceptar la reforma debían dejar el monasterio y acogerse a otro no reformado. No se trataba de mudar la regla, sino de guardar fielmente la que cada casa tenía por propia.

Con los monasterios reformados y con los de nueva fundación, las clarisas de la estrecha observancia prevalecieron por completo al terminar el siglo XV. En cambio, era triste el cuadro que ofrecían las comunidades refractarias a la reforma en algunas regiones. Por otro lado, no dejaba de crear confusión el forcejeo entre observantes y conventuales por mantener bajo su obediencia respectiva los monasterios. La reforma general llevada a cabo en España bajo la dirección de Cisneros en el reinado de los Reyes Católicos creó tensiones considerables; y no faltaron comunidades indomables, como la del monasterio de Santa Clara de Barcelona, que optó por abrazar la regla benedictina18.

Como grupo marginal debe mencionarse el de los monasterios de las hermanas pobres de Ángel Clareno o clarenas, que una bula de Sixto IV de 1473 ponía, como a los clarenos, bajo el cuidado del ministro general, pero a la dependencia directa del vicario general de sus hermanos19.

A partir de 1517 la mayor parte de las comunidades de clarisas, sin excluir las coletinas, fueron puestas bajo la obediencia de los observantes. Al suprimir los conventuales en España en 1566, Pío V traspasó los monasterios femeninos que dependían de ellos a los observantes, con encargo de reformarlos. Dos años más tarde, el mismo papa sustraía los de Italia a la autoridad de los conventuales y los ponía bajo la jurisdicción episcopal.

Los superiores de la observancia se propusieron restablecer la unidad, imponiendo la recepción de posesiones y rentas fijas conforme a la regla de las urbanistas, ya que la causa más frecuente de la decadencia regular era la insuficiencia de los medios de vida. El ministro general Lichetto ordenó en 1518 no aceptar en adelante ningún monasterio cuyas rentas no alcanzaran para alimentar a cincuenta monjas, y que todas las novicias aportaran la dote conveniente. Pero le salieron al paso graves dificultades, sobre todo por parte de las coletinas, que se resistían a renunciar al privilegio de vivir confiadas a la divina providencia, conforme al ideal de santa Clara. Ni siquiera después del concilio de Trento, que anuló las disposiciones de las reglas contrarias al goce de rentas fijas, se llegó a la unidad.

Como siempre, el régimen de la segunda orden venía a ser una carga cada día más pesada para los observantes, y de ello se lamentaba el capítulo general de 1532. Prohibióse tomar la dirección de nuevos monasterios sin consentimiento del capítulo y, sobre todo, encargarse de los asuntos temporales de las comunidades. En 1565 se suprimieron de golpe todos los antiguos visitadores y se confió este oficio a los ministros provinciales. En 1582 el general Francisco Gonzaga publicó nuevas ordenaciones para los monasterios de monjas; también promulgaron especiales decretos los capítulos de 1593 y 1639.

Las comunidades de clarisas reformadas ofrecieron durante la expansión del protestantismo y las guerras de religión de Francia, que acabaron con gran número de monasterios, ejemplos conmovedores de constancia en la fe y de fidelidad a la virginidad prometida. Se hizo célebre la intrépida abadesa del monasterio de Nüremberg, Caridad Pirckheimer († 1532), culta e influyente, que resistió al luteranismo aun después de haber sido implantado en la ciudad. En Francia ejerció asimismo gran influencia Felipa de Gueldre († 1547), duquesa de Lorena y clarisa coletina.

La reforma de las clarisas capuchinas

La primera expansión de los capuchinos provocó un nuevo movimiento de vuelta al ideal primitivo. En Nápoles ejercía su apostolado caritativo y espiritual la noble dama catalana María Lorenza Longo (italianización del apellido de su marido, difunto, Llonc), fundadora del hospital de incurables, para cuyo servicio había formado una comunidad de terciarias franciscanas. Al llegar los capuchinos en 1529 fueron a hospedarse en el hospital; la dama les confió la dirección espiritual de la comunidad. En 1533 esta dirección quedó en manos de san Cayetano de Thiene, fundador de los teatinos, que imprimió al grupo una orientación marcadamente contemplativa; él mismo les obtuvo de Roma en 1535 la aprobación canónica bajo el nombre de Hermanas Franciscanas de la Tercera Orden; el mismo año María Lorenza adoptaba para sus monjas la clausura rigurosa. En 1538 el mismo san Cayetano las confió al cuidado de los capuchinos, cuyo género de vida venía obrando de hecho fuertemente en el espíritu de la nueva fundación.

Un breve de Paulo III de 10 de diciembre de 1538 confirmaba en forma definitiva la erección del monasterio bajo la regla de santa Clara y lo ponía bajo la dirección de los capuchinos, como la fundadora lo había pedido. Una disposición pontificia limitaba a 33 el número de las monjas, por lo que le quedó el nombre popular que aún hoy se le da: Monastero delle Trentatré. Había nacido la reforma de las capuchinas.

El breve de aprobación respaldaba el propósito de la fundadora de vivir con sus hermanas la "estrictísima observancia de la regla de santa Clara". Para mejor lograrlo, sor María Lorenza adoptó las constituciones de santa Coleta, completándolas y en parte sustituyéndolas con algunos puntos de las constituciones de los capuchinos. Pobreza, austeridad, retiro en rígida clausura, sencillez fraterna y, sobre todo, intensa vida de oración, serán las características que harán de las capuchinas objeto de la veneración general. La fundadora moría el 21 de diciembre de 1542, a la edad de 79 años, venerada como santa20.

La fama de santidad de la comunidad de Nápoles, integrada por hijas de la nobleza napolitana, hizo que a los pocos años fueran brotando fundaciones de capuchinas en otras ciudades italianas: Perusa (1553), Gubbio (1561), Roma (1575), Milán (1576)...; en esta ciudad, san Carlos Borromeo fundó hasta tres monasterios de capuchinas, que confió a la dirección espiritual de los barnabitas. Los capuchinos, en efecto, rehusaron decididamente tomar a su cargo el régimen de la rama femenina, aun en lo espiritual, fuera del protomonasterio de Nápoles. Más tarde, las religiosas supieron hacer fuerza mediante los obispos y los príncipes hasta conseguir que la santa Sede fuera imponiendo, ora en favor de un monasterio, ora de otro, la dependencia respecto de los capuchinos, y éstos hubieron de ceder, siquiera en cuanto a la asistencia espiritual.

A fines del siglo XVI los monasterios de clarisas capuchinas sumaban en Italia 18; en el curso del siglo XVII serían erigidos otros 65.

Fuera de Italia la primera fundación fue la de Granada, donde en 1588 Lucía de Ureña († 1597) había fundado una comunidad de "capuchinas mínimas del Desierto de Penitencia", que sólo en 1625 fueron autorizadas a emitir votos solemnes. En 1599 se hacía la fundación de Barcelona por obra de Angela Margarita Serafina Prat († 1608), "conforme a la regla y a los estatutos de las monjas capuchinas de Roma y de Granada", como decía el decreto de erección del nuncio. A fines del siglo XVII se contaban 24 monasterios en toda España. En 1665, con un grupo de capuchinas llegadas del monasterio de Toledo, se hacía la primera fundación en la ciudad de México; en esta nación la reforma conocería gran expansión en la época moderna. En 1713 las capuchinas llegaban a Lima procedentes de la comunidad de Madrid; en 1725 a Guatemala (la Antigua), también con monjas del de Madrid; en 1727 se fundaba el de Santiago de Chile con religiosas llegadas de Lima.

El primer monasterio de capuchinas en Francia fue el de París, fundado en 1603 por disposición testamentaria de la reina Luisa de Lorena (la fundación debía haber sido en Bourges en la intención de la testadora). En 1615, una comunidad de clarisas coletinas de Amiens pasaba a la reforma de las capuchinas. El tercer monasterio fue el de Marsella, fundado en 1622 e inaugurado en 1626 con monjas llegadas de París. El cuarto fue el de Tours, cuya fundación fue autorizada en 1619, pero no tuvo efecto hasta 1637 con religiosas del monasterio de París.

De este mismo monasterio salieron las fundadoras del de Lisboa en 1665, llamadas por la reina de Portugal. Por entonces debió de fundarse también otro monasterio portugués en Funchal.

Como eran monasterios autónomos, hubo notable variedad en los usos y observancias. En 1610, el procurador general de los capuchinos Jerónimo de Castelferretti hizo una revisión de las constituciones del monasterio de Nápoles; fueron adoptadas por numerosos monasterios de Italia y España; otros obtuvieron constituciones particulares aprobadas por el obispo diocesano, y también por breve pontificio; así, Urbano VIII aprobó en 1630 las constituciones de los monasterios filiales del de Barcelona, adaptadas al de Zaragoza por la sierva de Dios Angela María Astorch († 1665), que más tarde fundaría el monasterio de Murcia.

La flor de santidad más preclara de la rama de las capuchinas es la extática santa Verónica Giuliani († 1727), cuyo voluminoso Diario contiene la más detallada e ingenua relación de los estados místicos que existe en la hagiografía católica. Casi contemporánea es la beata María Magdalena Martinengo († 1737), prodigio de penitencia y de austeridad21.

* * *

Del mismo modo que los capuchinos, también las otras reformas franciscanas dependientes del general de la observancia se resistieron durante mucho tiempo a tomar bajo su dirección los monasterios femeninos; más aún, los reformados de Italia trabajaron con la santa Sede para que todos los monasterios pasaran bajo la jurisdicción de los obispos. De hecho, sin embargo, también ellos tuvieron que aceptar el cuidado de las monjas. Particularmente los recoletos entraron tan de lleno por este camino, que las comunidades dependientes de ellos constituyeron agrupación especial bajo el nombre de recoletas. Bajo la protección del cardenal Francisco Barberini nacieron las descalzas de san Pedro de Alcántara en Italia, la rama más rígida que ha conocido la orden de santa Clara; tuvieron constituciones especiales aprobadas por Clemente X en 1676.

Y todavía en el siglo XVII hubo nuevas reformas entre las clarisas, como la de María del Calvario († 1673) en Francia, cuyas constituciones fueron aprobadas por Alejandro VII en 1664 y la de Francisca Farnese († 1651), urbanista, reformadora y fundadora de varios monasterios en el centro de Italia.

Las concepcionistas y las anunciadas

No son reformas de las clarisas, pero sí dos fundaciones de contemplativas claustrales que por su origen, su espíritu y su integración en la familia franciscana figuran en realidad como formando parte de la segunda orden.

Las concepcionistas fueron fundadas por santa Beatriz Menezes da Silva († c. 1492), dama portuguesa hermana del beato Amadeo, reformador en Italia. En 1489 obtuvo de Inocencio VIII autorización para fundar en Toledo un monasterio bajo la advocación de la Inmaculada Concepción de la Virgen María; era comunidad cisterciense; las monjas vestían hábito blanco con manto azul celeste, llevando la imagen de la Inmaculada en el escapulario y en el manto. Muerta la fundadora, el arzobispo Jiménez de Cisneros, con asentimiento de las monjas, obtuvo de Alejandro VI una bula que las autorizaba a adoptar la regla de santa Clara con facultad para fundar otros monasterios.

En 1511 Julio II aprobó una regla especial, calcada sobre la de santa Clara, pero que admitía la propiedad en común y mitigaba los ayunos, mientras que establecía una clausura sumamente rígida y ponía de relieve la vocación contemplativa de la nueva orden. Fue Francisco de los Angeles Quiñones quien preparó el texto de la regla y las primeras constituciones (1514). Las concepcionistas, en virtud de la bula pontificia, quedaban bajo la jurisdicción de los superiores de la orden. En 1520 León X les concedió todos los privilegios de las clarisas.

Las concepcionistas se extendieron rápidamente por España y otros países de Europa, y más tarde por los países de la América española y portuguesa, con una vitalidad sorprendente. La gloria más insigne de esta orden es la venerable sor María de Águeda († 1665), consejera de Felipe IV, que mantuvo con ella correspondencia secreta por espacio de veintidós años, oráculo espiritual de la sociedad española de su tiempo y conocida más que nada por su obra titulada Mística Ciudad de Dios22. También las concepcionistas tuvieron su reforma de descalzas, iniciada en 1604 en Madrid por María de san Pablo.

Ni por su origen ni por su legislación, sino meramente por depender del régimen de los observantes desde su fundación y participar de los privilegios de las clarisas, pueden figurar como parte de la segunda orden las anunciadas de Francia, instituidas por la reina repudiada santa Juana de Valois († 1505) y su confesor el observante Gabriel María (Gilberto Nicolás, † 1532). El capítulo general de Parma de 1529, aprobó las constituciones. En el siglo XVII llegó a contar esta orden unos setenta monasterios23.

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Capítulo III
VICISITUDES EN LOS ÚLTIMOS TIEMPOS

La máxima expansión (s. XVII y XVIII)

Las pérdidas sufridas en los países dominados por el protestantismo fueron compensadas con creces no sólo en las naciones católicas, sino aun en el Nuevo Mundo y en las misiones de Asia. En 1540 llegaban a México las primeras concepcionistas; en 1551 se fundaba en Santo Domingo el primer monasterio americano de clarisas; antes de terminar el siglo XVI había monasterios de clarisas y concepcionistas en el Perú, Ecuador, Colombia, Chile, Guatemala y Brasil. En 1621 llegaban a Manila las clarisas, y como filial de este monasterio se fundaba en 1633 el de Macao en la costa de China. Ya hemos hablado de la expansión de las capuchinas en América en los siglos XVII y XVIII. Merece destacarse la fundación del monasterio de descalzas de Corpus Christi en México en 1724 para sólo religiosas indígenas, con tanto éxito que luego salieron de él otros dos monasterios con la misma finalidad.

Dada la polimorfía de observancias y de reformas, en que la segunda orden ha superado a la primera, y dada la variedad de la situación jurídica de los monasterios, unos dependientes de los superiores de la orden, otros de los obispos, no resulta fácil ofrecer una estadística ni siquiera aproximada del número de casas, cuanto más del de monjas. Para el siglo XVI poseemos los datos de Gonzaga, incompletos, que corresponden al año 1587; un siglo más tarde, lo mismo que para la primera orden, existe la estadística general de 1680; ambas, sin embargo, nos ofrecen solamente el número de monasterios que dependían de la jurisdicción del ministro general y de los provinciales de la observancia. Utilizo las cifras indicadas por Omaechevarría24. Poseemos también una estadística fidedigna, si bien incompleta, del año 1700, con indicación del número de monasterios y de religiosas25. Se incluyen los monasterios de las terciarias regulares, de las que nos ocuparemos más adelante.

1587:

Italia: 183 monasterios de clarisas, 49 de la III orden regular y 16 de las capuchinas II-III orden.
España: 240 monasterios de clarisas y 71 de la III orden regular.
Portugal: 37 monasterios de clarisas.
Francia: 91 monasterios de clarisas, 34 de la III orden regular y 7 de anunciadas.
Países Bajos: 33 monasterios de clarisas, 20 de la III orden regular y 2 de anunciadas.
Europa Central: 13 monasterios de clarisas.
América: 5 monasterios de clarisas.
En total: 602 monasterios de clarisas, 174 de la III orden regular, 16 de capuchinas, unos 76 de concepcionistas y 9 de anunciadas. Que suman en conjunto 877 monasterios.

1680

Italia: 163 monasterios de clarisas y 85 de capuchinas de la II y III orden.
España: 315 monasterios de clarisas y 20 de capuchinas.
Portugal: 56 monasterios de clarisas y 3 de capuchinas.
Francia: 167 monasterios de clarisas y 15 de capuchinas.
Países Bajos: 69 monasterios de clarisas y 10 de capuchinas.
Europa Central: 24 monasterios de clarisas y 25 de capuchinas.
América: 20 monasterios de clarisas y 1 de capuchinas.
En total: 814 monasterios de clarisas, unos 100 de la III orden regular, 159 de capuchinas de la II y III orden, unos 90 de concepcionistas y 40 de anunciadas. Que suman en conjunto 1.203 monasterios.

1700:

Bajo los observantes, 683 monasterios. Bajo los reformados, recoletos y descalzos, 250. Bajo los conventuales, 20. Clarisas capuchinas, 14. Capuchinas III Ord. reg., 55. En total: 1.122 monasterios.

Se puede aventurar también un cálculo sobre el número de religiosas. En 1590, Bernardino de Castiglion Fiorentino daba la cifra de 40.00026. Según datos recogidos por Arturo de Moustier, en 1626 la suma total de clarisas, concepcionistas, anunciadas y capuchinas se elevaría a 73.900, cifra a todas luces exagerada, a no ser que hiciera entrar en la cuenta la multitud de "beaterios" de terciarias franciscanas que pululaban en Europa27. Para 1661 poseemos una estadística exacta de ocho provincias españolas, una alemana, una francesa y una belga, que dan un total de 216 monasterios con 8.462 religiosas, es decir, una media de 39 por monasterio, lo que da para los 774 monasterios de la misma estadística, un total de 30.186 religiosas bajo el régimen del general de la observancia28. En 1680, según cálculo de Domingo De Gubernatis, los 870 monasterios dependientes del general, según su estadística, albergaban 34.100 monjas y, teniendo en cuenta que eran más numerosos los de jurisdicción episcopal, calculaba en 75.000 el total de las religiosas franciscanas29. La estadística del año 1700 da un total de 33.360, de las que 25.756 dependen de los observantes y 7.243 de los reformados; a este número hay que añadir las 608 dependientes de los conventuales y las capuchinas, que sumarían unas 4.000, con lo que se llega a un total de unas 38.000.

Durante el siglo XVIII siguió creciendo el número de monasterios, aunque a ritmo más lento. No existen estadísticas de conjunto. El mayor crecimiento fue el de las capuchinas, que contaban con más de 200 monasterios antes de las supresiones, sumando los de las clarisas capuchinas y los de terciarias regulares capuchinas30.

El siglo de las supresiones liberales

La primera embestida vino del regalismo ilustrado del emperador José II de Austria. Un decreto de 12 de enero de 1782 suprimía los conventos de clarisas, terciarias regulares y capuchinas. En 1783 se extendía a todos los dominios del imperio, incluida Bélgica, la supresión de todas las comunidades contemplativas.

Luego vino la revolución francesa con sus supresiones sucesivas, primero en Francia y luego en todas las naciones invadidas por las tropas napoleónicas. El 17 de agosto de 1792 se decretó la supresión de todos los conventos de monjas en Francia; muchas comunidades dieron muestras de heroísmo, negándose a jurar la constitución civil del clero y a dejar la vida religiosa; entre los mártires de la revolución, beatificados por la iglesia, se halla la clarisa Josefina Léroux, del monasterio de Valenciennes, guillotinada el 23 de octubre de 1794 por el solo delito de haber reanudado la vida conventual. En 1797 llegó la vez a las comunidades de Bélgica, rehechas después de la supresión de José II; después siguió en Italia, en los países del Rhin, y en 1808 en España. Aquí la vida religiosa se rehizo pronto; pero en 1835 sobrevino la ley de desamortización, que fue aplicada implacablemente a las órdenes masculinas, mientras apenas tuvo consecuencias para la vida regular de las monjas, fuera de la pérdida de los bienes para los monasterios que tenían posesiones. En realidad la mayoría de los monasterios españoles continuaron su vida, a veces aceptando alguna actividad escolar o benéfica para sustraerse a la ley de supresión. Por el contrario, en los demás países católicos un número considerable de monasterios desaparecieron definitivamente. En Portugal, en virtud de la supresión de 1834, desaparecieron todos, incluido el de Macao.

Nuevo florecimiento

En Francia y Bélgica comenzaron a reagruparse las comunidades ya desde los primeros años del siglo XIX. A favor del despertar vocacional de mediados de siglo, brotaron algunos movimientos de expansión, como el impulsado por la dinámica Marie-Dominique Berlamont († 1871), quien, después de haber renovado su monasterio de Bruges, logró la fundación de otros catorce monasterios de coletinas en Bélgica y Gran Bretaña. Fue el tiempo de la florescencia de multitud de congregaciones femeninas de inspiración franciscana. Una de estas fundaciones fue la iniciada en París, en 1854, por la madre María Clara Bouillevaux († 1871), bajo la dirección del capuchino Buenaventura de Ville-sur-Terre († 1887), con sede en Troyes desde 1856. La comunidad adoptó la regla de la tercera orden regular con constituciones propias; elemento esencial de la vida contemplativa, abrazada desde el principio, fue la adoración perpetua del santo Sacramento. En 1871 se hizo una fundación en Polonia; siguieron otras en esta nación, en Francia y, más tarde, en Estados Unidos, en la India, Bangladesh y Japón. Desde 1912 todos los monasterios profesan la regla de Urbano IV y se denominan Pobres Clarisas de la Adoración Perpetua; conservan su unión espiritual con la orden capuchina.

También en las demás naciones, aun antes de pasar la tormenta revolucionaria, se fueron fundando nuevos monasterios al mismo tiempo que volvían a abrirse los antiguos. No faltaron comunidades que, a veces por imposición de las circunstancias, se transformaron en institutos de vida activa sin dejar de profesar la regla de santa Clara.

En el siglo XX las nuevas fundaciones han continuado, sobre todo en el Nuevo Mundo y en los países de misión. El caso más llamativo es el de las capuchinas de México que, no obstante las varias supresiones y la actual legislación contraria a la vida religiosa, han fundado más de treinta monasterios en lo que va de siglo.

El Código de Derecho Canónico (1917) no trajo modificaciones fundamentales en la estructura de la vida monástica contemplativa; se codificaron las normas canónicas anteriores. Por el contrario, señala un momento importante en la conciencia eclesial de la institución de las monjas de clausura y en la adaptación a las circunstancias actuales la constitución apostólica Sponsa Christi de Pío XII (21 noviembre 1950); en ella se reconocía la importancia de la vocación exclusivamente contemplativa; se mantenía inviolable la clausura papal, pero admitiendo dos clases en la misma: la clausura mayor y la clausura menor, ésta para los monasterios que tuvieran que atender a algunas actividades externas sin dejar de ser comunidades contemplativas aun de votos solemnes; se inculcaba el trabajo monástico como medio de subsistencia; pero la innovación más importante era la de las Federaciones: los monasterios de una misma región podían formar agrupaciones federadas, con una madre presidente y un consejo federal, además de un asistente religioso nombrado por la santa Sede, y con estatutos cuya aprobación se reservaba la sagrada Congregación de Religiosos. La nueva estructura tenía como finalidad evitar el excesivo aislamiento de los monasterios, sin mermar su autonomía, facilitar la mejor formación de las religiosas y ofrecer la posibilidad del traslado de las mismas de un monasterio a otro cuando fuera necesario.

La consecuencia fue que en los años siguientes la mayoría de los monasterios de signo franciscano fueron constituyendo federaciones; hoy son muy pocos los que no están federados. El Vaticano II vendría a reforzar el sistema disponiendo que sean promovidas las federaciones de monasterios según la oportunidad (PC 22).

El centenario de la muerte de santa Clara (1953) fue acontecimiento estimulante para todas las contemplativas franciscanas. En los últimos decenios, numerosas comunidades de urbanistas y de la tercera orden regular han abrazado la regla de santa Clara; otros muchos, que profesaban votos simples desde los años inseguros de las supresiones, han vuelto a los votos solemnes.

Por otro lado, después de la promulgación del Código de Derecho Canónico, fueron revisadas las constituciones; las capuchinas recibieron las suyas unificadas en 1927.

Pero el hecho que dejará huella más profunda en la renovación de la vida religiosa en general, y en particular de la vida contemplativa, es el Concilio Vaticano II. Tres son los documentos que afectan a las religiosas claustrales. El decreto Perfectae Caritatis reconoce un puesto eminente en el Cuerpo Místico de Cristo a los institutos que se ordenan íntegramente a la contemplación, conserva firme la clausura papal de las monjas, pero acomodándola a las circunstancias de tiempos y lugares, suprimidos los usos anticuados; se suprime la "clausura menor", sustituyéndola por la clausura constitucional para las monjas contemplativas que tienen actividades externas; cada instituto debe formar a sus miembros según el propio espíritu y los propios fines: se debe llegar a suprimir la distinción de clases entre las monjas. El motu proprio Ecclesiae Sanctae, aplicando los criterios y las normas del concilio, determinó que la revisión de las constituciones de las monjas se hiciera bajo la dirección del superior general de la primera orden respectiva, pero consultando ampliamente a cada comunidad y aun a cada religiosa, lo mismo que a las federaciones; el superior general podía autorizar los cambios experimentales necesarios de índole disciplinar; se dejaba a las constituciones de cada orden determinar las adaptaciones en cuanto a la clausura. El tercer documento, directamente relacionado con las monjas, fue la instrucción Venite seorsum (1969), con las normas para la adaptación de la clausura.

Luego de terminado el concilio comenzó el trabajo de renovación y, en concreto, la preparación del texto de las nuevas constituciones, con el consejo de especiales delegados de los ministros generales en cada nación. Se comenzó con encuestas generales a las comunidades; siguieron después reuniones y congresos federales o nacionales; comisiones especiales de monjas prepararon proyectos del texto, aun a nivel internacional, bajo la orientación de expertos nombrados por los ministros generales. Y por fin se llegó al texto que sería sometido a la aprobación de la sagrada Congregación. Todo este proceso de consulta de la base y de elaboración de los proyectos, bajo la consigna conciliar de vuelta al ideal primero y al espíritu de los fundadores, trajo como fruto palpable un nuevo descubrimiento de los fundamentos evangélicos de la vocación contemplativa y de la espiritualidad de san Francisco y de santa Clara, como el de cada rama en particular, lo cual, unido a la renovación litúrgica, ha creado en las comunidades la sensación de una nueva primavera, sobre todo al recibir las nuevas constituciones, aprobadas ad experimentum por siete años. En 1973 eran aprobadas por la santa Sede las de las capuchinas suizas de la tercera orden regular, las de las clarisas agregadas a los franciscanos y las de las agregadas a los conventuales; en 1975 lo eran las de las clarisas capuchinas y las de las concepcionistas.

La primera mitad del siglo XX conoció un consolador despertar vocacional; pero en los últimos decenios ha alcanzado también a las monjas la crisis general de vocaciones, sobre todo en Europa, haciendo que las comunidades se reduzcan notablemente en número. Esta merma, sin embargo, ha quedado bien compensada con el crecimiento en otros continentes, en especial en América y en los países de misión.

No resulta fácil la labor estadística por el hecho de que, desde la época de las supresiones, casi todos los monasterios se hallan bajo jurisdicción episcopal. Sólo en estos últimos años, gracias a la organización de las federaciones, se va logrando precisar el número de monasterios y aun el de religiosas. Los siguientes datos, necesariamente incompletos, pueden dar alguna idea del desarrollo numérico31.

Monasterios:

Italia: clarisas y concepcionistas, 121 en 1907 y 166 en 1929; clarisas capuchinas, 36 en 1907 y 39 en 1929.
España-Portugal: clarisas y concepcionistas, 236 en 1907 y 252 en 1929; clarisas capuchinas, 29 en 1907 y 34 en 1929.
Francia: clarisas y concepcionistas, 41 en 1907 y 38 en 1929; clarisas capuchinas, 2 en 1907 y 3 en 1929.
Países Bajos: clarisas y concepcionistas, 43 en 1907 y 40 en 1929; clarisas capuchinas, 1 en 1907 y 2 en 1929.
Europa central: clarisas y concepcionistas, 9 en 1907 y 10 en 1929; clarisas capuchinas, 3 en 1907 y 5 en 1929.
Islas británicas: clarisas y concepcionistas, 17 en 1907 y 24 en 1929.
América Hispánica: clarisas y concepcionistas, 27 en 1907 y 29 en 1929; clarisas capuchinas, 12 en 1907 y 18 en 1929.
USA-Canadá: clarisas y concepcionistas, 6 en 1907 y 18 en 1929.
Totales: clarisas y concepcionistas, 500 (566) en 1907 y 577 (686) en 1929; clarisas capuchinas, 83 en 1907 y 100 en 1929.

Una estadística de 1907 daba el número de 10.204 monjas en 518 monasterios. Las concepcionistas contaban con 88 monasterios, de ellos 80 en España, 5 en América del Sur y 3 en Bélgica. En 1929 todas las clarisas sumaban 12.173, sin contar las concepcionistas.

1942 - 1960- 1971

Clarisas agregadas a OFM: en 1942, 579 monasterios; en 1960, 547 monasterios y 12.357 monjas; en 1971, 581 monasterios y 13.322 monjas.
Clarisas agregadas a OFM Conv.: en 1942, 28 monasterios; en 1960, 28 monasterios y 685 monjas; en 1971, 30 monasterios y unas 700 monjas.
Clarisas capuchinas: en 1942, 110 monasterios; en 1960, 122 monasterios y 2.700 monjas; en 1971, 141 monasterios y 2.768 monjas.
Clarisas Adoración Perpetua: en 1942, 12 monasterios; en 1960, 16 monasterios y unas 400 mojas; en 1971, 22 monasterios y 484 monjas.
Total clarisas claustrales: en 1942, 729 monasterios; en 1960, 713 monasterios y 16.142 monjas; en 1971, 774 monasterios y 17.274 monjas.
Anunciadas: en 1942, 6 monasterios; en 1960, 2 monasterios y unas 40 monjas; en 1971, 2 monasterios y unas 40 monjas.
Concepcionistas: en 1942, 106 monasterios; en 1960, 128 monasterios y 2.777 monjas; en 1971, 148 monasterios y 2.911 monjas.
Terciarias claustrales: en 1942, 60 monasterios; en 1960, 50 monasterios y 1.500 monjas; en 1971, 50 monasterios y 1.310 monjas.
Total franciscanas claustrales: en 1942, 901 monasterios; en 1960, 891 monasterios y 20.459 monjas; en 1971, 974 monasterios y 21.535 monjas.

1.910 - Monasterios. Distribución por naciones:

Italia: 128 de clarisas y 36 de clarisas capuchinas.
España: 216 de clarisas, 34 de clarisas capuchinas y 91 de concepcionistas.
Portugal 2 de clarisas y 1 de concepcionistas.
Francia: 41 de clarisas y 3 de clarisas capuchinas.
Países Bajos: 28 de clarisas y 2 de clarisas capuchinas.
Europa central: 5 de clarisas y 9 de clarisas capuchinas.
América Hispánica: 41 de clarisas, 35 de clarisas capuchinas y 34 de concepcionistas.
USA-Canadá: 29 de clarisas.
Asia-África-Oceanía: 13 de clarisas y 3 de clarisas capuchinas.

1975 - Clarisas capuchinas:

Italia: 35 monasterios y 638 monjas.
España: 33 monasterios y 549 monjas.
Francia: 3 monasterios y 59 monjas.
Países Bajos: 2 monasterios y 54 monjas.
Europa central: 12 monasterios y 226 monjas.
América meridional: 6 monasterios y 79 monjas.
México: 46 monasterios y 971 monjas.
África: 4 monasterios y 101 monjas.
Thailandia: 2 monasterios y 40 monjas.
Indonesia: 1 monasterio y 17 monjas.
Total clarisas capuchinas: 144 monasterios y 2.734 monjas.
Clarisas Adoración Perpetua: 22 monasterios y 484 monjas.
Capuchinas III Orden Regular: 20 monasterios y 521 monjas.


NOTAS:

1. Epist. I, ed. H. Boehmer, Analekten. Tübingen 1961, 67.

2. LM, 12,2; Flor 16.

3. Proceso de canonización, I, 6, ed. I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara y documentos contemporáneos. Madrid 1970, 64. La interesante deposición es de sor Pacífica, compañera de Clara en la fuga de la casa paterna y en la consagración en la Porciúncula: "Tres años después de estar madonna Clara en la orden, a petición e instancias de san Francisco, y casi obligada por él, aceptó el gobierno de las hermanas".

4. La prioridad del tiempo del Testamento es patente si se cotejan los pasajes paralelos de la regla; ésta no es citada ni una sola vez en el Testamento.

5. Véase mi libro Letra y espíritu de la Regla de santa Clara. Valencia 1975.

6. Quae primo dicebantur pauperes dominae sanctorum Cosmae et Damiani, modo, postquam beata Clara est canonizata, dicuntur sorores beatae Clarae. S. Buenaventura, Sermo II de b. Francisco, Op. omnia, IX, 576.

7. Para toda la documentación referente a este primer período me remito, principalmente, a los siguientes trabajos: E. Lemp, Die anfänge des Clarissenordens, en Zeitschrift für Kirchengeschichte 13 (1892) 181-245; 23 (1902) 626-629.- René de Nantes, Les origines de l'Ordre de Sainte-Claire, en Etudes Franc. 28 (1912) 105-185.- L. Oliger, De origine regularan ordinis sanctae Clarae, en AFH 5 (1912) 181-209, 413-447.- Z. Lazzeri, Documenta controversiam inter fratres minores et clarissas spectantia, en AFH 3 (1910) 664-679.- Gratien de París, La Orden de santa Clara, en Historia de la fundación..., p. 525-546.- I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara...; Las clarisas a través de los siglos. Madrid 1972, 37-70.

8. Texto en I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara..., 52-57.

9. I. Omaechevarría, Las clarisas..., 46-50, 67-70.

10. Otras estadísticas, casi todas incompletas, en G. Golubovich, Biblioteca..., II, 245s, 249, 253-255, 260. La estadística de 1385 es la publicada por Ubald d'Alençon en Etudes Franc. 10 (1903) 95-97.

11. I. Omaechevarría, Clarisas entre musulmanes y otros infieles. Bilbao 1954.

12. Z. Lazzeri, Documenta controversiam inter fratres minores et clarissas spectantia, en AFH 3 (1910) 664-679.- B. Bughetti, Acta officialia de regimine clarissarum durante saeculo XIV, en AFH 13 (1920) 89-135.

13. Ed. M. Bihl, en AFH 30 (1937) 380-385.

14. I. Omaechevarría, Las clarisas..., 89.

15. Texto en Wadding, Annales Minorum, X, 1435, p. 281-306; y en Seraphicae Legislationis textus originales, 99-175.

16. I. Omaechevarría, Las clarisas..., 87-103.

17. Bull. Franc. N. S. I, 525s.

18. Tarsicio de Azcona, Reforma de las clarisas de Cataluña en tiempo de los Reyes Católicos, en CF 27 (1957) 5-51; Paso del monasterio de S. Clara de Barcelona a la Regla benedictina (1512-1518), en CF 38 (1968) 78-134.

19. AFH 31 (1938) 59-72.

20. Franc. Saverio da Brusciano, Maria Lorenza Longo e l'opera del Divino Amore a Napoli. Roma 1954.- Agostino da Resina, La venerabile Maria Lorenza Longo in Napoli, 1463-1542. Napoli 1968.

21. Felice da Mareto, Le cappuccine nel mondo (1538-1969). Cenni storici e bibliografia. Parma 1970.

22. R. Conde, La beata Beatriz de Silva. Madrid 1931.- I. Omaechevarría, Concezioniste, en Dizionario degli Istituti di Perfezione, II, Roma 1975, 1390-1399.- E. Gutiérrez, Espiritualidad de la orden de la "Concepción franciscana", en AIA 34 (1974) 158-183.

23. J.-F. Bonnefoy, Chronique de l'Annonciade. Villeneuve-sur-Lot 1950. Bibliographie dell'Annonciade, en CF 13 (1943) 117-142, 237-252, 353-375.

24. Evolución estadística de los monasterios de las monjas franciscanas, en Acta OFM 95 (1976) 205-208.

25. Pietro Antonio di Venezia, Giardino Serafico, I, Venezia 1710, 16-24, 33-41, 47-49, 451.

26. Studi Franc. 2 (1915/16) 176.

27. Martyrologium Franciscanum. Paris 1953, 34. Y lo mismo F. Hueber, Menologium. Munich 1698, 122. Más exagerada es aún la cifra de monasterios: 3.580.

28. Annales Minorum, XXXI, 1664, p. 177s.

29. Orbis seraphicus, I, Roma 1682, 477-482.- F. Hueber, o. c., 185. Que en algunos países los monasterios sujetos a los obispos eran más numerosos que los dependientes de la orden lo sabemos por algunos datos; por ejemplo, en 1654, en el territorio de la provincia observante de Venecia había 14 bajo el ordinario y 11 bajo el provincial. Anuales minorum, XXX, 1654, p. 217.

30. Felice da Mareto, o. c., 12. Una estadística de 1762, en Chron. Hist. Leg. IV, 451, es muy incompleta: monasterios 618, monjas 18.507.

31. Véase: Elenchus monasteriorum Ordinis s. Clarae. Roma 1942.- I. Omaechevarría, Evolución estadística, l. c., 205-208.- Felice da Mareto, o. c.- Conspectus generalis monasteriorum monialium franciscalium, en Acta OFM 79 (1960) 310-312.- Statistica monialium capuccinarum, en Analecta OFMCap 89 (1973) 93-96; 92 (1976) 23s.

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