DIRECTORIO FRANCISCANO
J. Joergensen:
San Francisco de Asís

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Capítulo V

LA BENDICIÓN A FRAY LEÓN
Y EL ADIÓS AL ALVERNA

Imposible fue a Francisco ocultar por mucho tiempo el milagro obrado en su cuerpo. En primer lugar, vivía rodeado de amigos entusiastas y abnegados, que estaban siempre pendientes de él y cuya vida toda giraba en torno a la suya. En segundo lugar, las llagas le producían tan vivos dolores hasta en sus más mínimos movimientos, que necesariamente se veía forzado a recurrir al auxilio de los otros. Con toda probabilidad, Fray León fue el primero que tuvo el consuelo de conocer el secreto. Para que Francisco pudiese mover las manos y los pies, alguien tenía que encargarse de aplicarle vendas en la parte saliente de los clavos, y esta tarea fue confiada a la solicitud de dicho hermano, que la desempeñaba diariamente, salvo, según se dice, desde el jueves hasta el sábado, espacio en el cual quería el Santo padecer íntegramente los dolores de la pasión de Cristo. Poco después se enteró del secreto Fray Rufino, que estaba encargado de lavar la ropa de Francisco, y no tardó en advertir que los paños menores salían manchados de sangre al lado derecho de la cintura, lo que no podía ser sino efecto de la hemorragia de la llaga del costado; incluso se cuenta que, andando el tiempo, valiéndose de un ardid logró ver y tocar esta llaga. Celano dice expresamente que, en vida del Santo, si bien las llagas de las manos y de los pies las vieron algunos hermanos, nadie vio la del costado sino Rufino (2 Cel 135-138). Basado sin duda en una falsa información de Fray Elías, el mismo Celano escribió antes que también este hermano la vio mientras Francisco vivía (1 Cel 95).

Es difícil imaginarse el estado en que quedó el alma de Francisco después de la recepción de las llagas. Desde aquel instante vivía el Santo tan por encima de las condiciones ordinarias de la humanidad, que todos al verle o tratarle se veían impelidos a prosternarse en su presencia, besando el suelo que hollaban sus benditas plantas. León le sorprendía continuamente elevado en los aires a la altura de las copas más altas de los árboles, y entonces exclamaba espontáneamente el fiel discípulo: «Dios mío, muéstrate propicio a este indigno pecador que soy yo, y por los méritos de este hombre santísimo, dispénsame tu santa misericordia» (Actus, 38).

Parece ser, sin embargo, que el efecto inmediato de la estigmatización fue para Francisco una inmensa alegría, un acabarse en él por completo todo abatimiento, todo cuidado de la tierra. Expresión elocuente de este sentimiento de inefable felicidad es el cántico de alabanzas que el Santo compuso muy poco después de haber recibido los estigmas, en acción de gracias por tan incomparable favor. He aquí la traducción de esta laude llamada Alabanzas del Dios altísimo (AlD):

«Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas.

»Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo, tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra.

»Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses, tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero.

»Tú eres amor, caridad; tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia, tú eres belleza, tú eres mansedumbre, tú eres seguridad, tú eres quietud, tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres justicia, tú eres templanza, tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción.

»Tú eres belleza, tú eres mansedumbre; tú eres protector, tú eres custodio y defensor nuestro; tú eres fortaleza, tú eres refrigerio.

»Tú eres esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra, tú eres toda dulzura nuestra, tú eres vida eterna nuestra: Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador».

Al mismo tiempo que Francisco se sentía en toda la plenitud de la alegría cristiana, colocado, como otro Moisés, en la cumbre del monte Nebo enfrente y a la vista de la Tierra Prometida, su mejor y más íntimo amigo padecía cruelísima tentación, no corporal, sino espiritual, según las fuentes, que, por lo demás, no dan de ello explicación precisa. ¿Sentiría León, por ventura, alguna envidia de su maestro? ¿Sería acaso un secreto sentimiento de inquietud celosa por ver a su amigo y padre andar por regiones adonde no le era dado seguirle? Sea de esto lo que fuere, parece indudable que León deseaba vehementemente tener una prueba de que él no era echado en olvido por Francisco a pesar de los grandes favores que éste había recibido, de que las relaciones entre uno y otro eran las mismas de antes y de siempre. León traía a la memoria aquel tiempo en que Francisco le escribía cartas afectuosas, y todo el que sepa la impresión que produce la vista de una letra querida trazada en la cubierta de un sobre de correos, convendrá en que lo que Fray León deseaba ardientemente era recibir una vez más algún papel escrito de mano de su maestro; pero, ¿cómo obtenerlo si, según le parecía, las relaciones entre ambos no eran ya las mismas de antes?

Francisco, con su habitual delicada penetración, parece haberse dado cuenta de lo que pasaba en la conciencia de su amigo, pues un día de aquellos lo llamó para pedirle que le trajera un pedazo de pergamino, pluma y tinta; en seguida, mientras León aguardaba de pie, presa de intensa emoción, Francisco se puso a escribir el poema que hemos trascrito más arriba y, al terminarlo, volvió la hoja y en el dorso y con letra de grueso perfil copió la bendición del antiguo patriarca Aarón:

«El Señor te bendiga y te guarde; te muestre su faz y tenga misericordia de ti. Vuelva su rostro a ti y te dé la paz».

Esto escrito, Francisco se recogió un momento y luego terminó así la escritura: «El Señor te bendiga, hermano León».

Por fin, puso la firma, pero no escribiendo su nombre, sino estampando la letra T, símbolo de la cruz en el Antiguo Testamento, debajo de la cual dibujó una calavera sobre un monte, imagen de la victoria reportada por Jesucristo sobre la muerte. Acto seguido cogió el pergamino escrito y, radiante de sonrisa y de bondad, lo alargó a León, diciéndole: «Toma para ti este pliego y consérvalo cuidadosamente hasta el día de tu muerte». Recibir León el papel, prorrumpir en dulces lágrimas y disiparse sus siniestros pensamientos, todo fue obra de un solo instante. León guardó conforme al encargo de su maestro el precioso pergamino, prenda de una amistad maravillosa, llevándolo siempre junto a su corazón hasta el último día de su vida, que fue en el año 1271; aún ahora se conserva en el Sacro Convento de Asís (2 Cel 49; LM 11,9).1

El día 30 de septiembre, Francisco y León dejaron el monte Alverna. El Santo bajó montado en un jumento que le había enviado el conde Orlando, porque el dolor de las llagas no le permitía ya caminar a pie. Francisco oyó misa muy de mañana, y en ella dirigió una última admonición a sus hermanos. A continuación se despidió Maseo, Ángel, Silvestre e Iluminado, diciéndoles: «Quedad en paz, amadísimos hijos. Dios os bendiga, amadísimos hijos. ¡Adiós! Me separo de vosotros corporalmente, pero os dejo mi corazón. Parto con fray Ovejuela de Dios y voy a Santa María de los Ángeles, y aquí ya no volveré. Me voy, adiós, adiós a todos. Adiós Monte, adiós Monte Alverna, adiós Monte de los Ángeles. Adiós amadísimo, adiós amadísimo hermano halcón, te agradezco la caridad que conmigo tuviste. Adiós; adiós "Sasso Spico", ya no volveré jamás a visitarte. Adiós roca, adiós, adiós, adiós roca, que dentro de tus entrañas me recibiste quedando el demonio burlado; ya no nos volveremos a ver. Adiós Santa María de los Ángeles, te recomiendo éstos mis hijos, Madre del eterno Verbo». Mientras que así decía el Santo, lloraban sus hermanos lágrimas de intensa ternura; mas él los abrazó de nuevo y se puso en marcha, abandonando definitivamente aquella montaña, teatro de sus más íntimas comunicaciones con el cielo.2

Francisco tomó el camino de Borgo San Sepolcro, no sin pasar antes por el castillo de Chiusi a despedirse de su amigo y bienhechor el conde Orlando. Siempre acompañado de su «ovejuela de Cristo», atravesó el torrente del Rasina, franqueó los montes Arcoppe y Foresto y llegó a la cumbre del monte Casella, donde hizo alto para contemplar la última vez, por entre los nubarrones otoñales que lo envolvían, su querido Alverna; se apeó de su asno, se arrodilló y, vuelto a la santa montaña, junto con describir con su llagada diestra una gran cruz en el espacio, exclamó, dándole su último adiós, sus últimas gracias, su última bendición: «¡Adiós, monte del Señor, monte santo, monte excelso, monte escarpado, monte en que Dios tuvo a bien habitar! ¡Adiós, monte Alverna! ¡Que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo te bendigan! ¡Que su paz sea contigo! Ya no te veré más. ¡Adiós!»3

Acto seguido volvió a subir en su jumentillo, y prosiguió su marcha, tan profundamente absorto en sí, que atravesó la ciudad de Borgo San Sepolcro y no lo advirtió. Habían salido ya de ella cuando volvió de su éxtasis, y entonces preguntó a Fray León cuánto faltaría para llegar a Borgo (2 Cel 98).

Por lo demás, aquel viaje revistió cada vez más el carácter de una verdadera marcha triunfal: los pueblos del camino salían en masa al encuentro de Francisco, agitando ramos de olivos y exclamando a voz en cuello: Ecco il Santo!, ¡Aquí viene el Santo! A cada instante le pedían la mano para besársela; con su sola presencia iba sembrando milagros: una mujer aquejada de grave enfermedad quedó repentinamente sana con solo tocar la cuerda con que el Santo iba gobernando su asno (Consideraciones, IV; 1 Cel 63-64).

Desde Cittá di Castello, donde Francisco se detuvo un mes entero y donde, entre otros milagros, sanó con sólo pronunciar una palabra a otra pobre mujer atacada de horrendo delirio, prosiguió el camino hacia la Porciúncula. Era entonces el mes de noviembre, y ya la nieve cubría los Apeninos. Una de aquellas noches le tocó a Francisco tener que pasarla en medio de la nieve en compañía de León y del campesino que le había prestado el asno; no les fue posible llegar a tiempo a ninguna vivienda humana, y hubieron de contentarse con el hueco de una peña. Semejante lecho nada tenía de extraño para Francisco y su secretario; pero sí y mucho para el otro acompañante, que pasaba la noche lamentándose y maldiciendo su suerte sin conciliar el sueño. Notando el Santo que aquel hombre se revolvía de una parte a otra murmurando quedamente con quejumbrosos gemidos, como quien mal abrigado no podía estar quieto a causa de la atrocidad del frío, encendido en el fervor del amor divino, extendió su mano y le tocó con ella, y, al contacto de aquella mano sagrada, huyó todo frío del cuerpo del labriego y se vio envuelto en tanto calor, dentro y fuera, como si lo hubiese invadido una bocanada salida del respiradero de un horno. Así, confortado al instante en el alma y en el cuerpo, durmió hasta el amanecer tan suavemente entre piedras y nieve como jamás había descansado en su propio lecho, según el mismo declaró más tarde (LM 13,7; Consideraciones, IV).

A poco de llegar a la Porciúncula emprendió Francisco una nueva misión apostólica por los alrededores, porque sentía renacer en su pecho el celo de sus años juveniles, y no cesaba de hablar de grandes cosas que tenía que realizar. Sin duda, le ocurrió el pensamiento de comenzar nueva vida, con nuevos alientos y con mayor perfección, pues solía decir: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado». No pensaba haber llegado aún a la meta, y, permaneciendo firme en el propósito de santa renovación, estaba siempre dispuesto a comenzar nuevamente. Le hubiera gustado volver a servir a los leprosos y padecer desprecios, como en tiempos pasados (1 Cel 103).

Cabalgando siempre en un jumentillo, solía visitar en un solo día hasta cuatro o cinco castillos y aun villas, predicando en cada una (1 Cel 97) y sirviendo y acariciando a los leprosos que encontraba a su paso.

A este período de su vida pertenece seguramente un relato que traen las Florecillas. En un hospital en que los hermanos servían a los leprosos, había uno malhumorado e insolente que, juzgándose desatendido de los frailes, los maltrataba sin cesar de palabra y de obra, y no contento con tratar mal a sus enfermeros, la emprendía contra los santos y la Virgen y contra el mismo Dios con horribles blasfemias, y no se podía estar con él. Por más que los hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia sus villanías e insultos, tuvieron que optar por dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía soportar las injurias contra Cristo y su Madre. Pero no quisieron hacerlo sin haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio próximo.

Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó diciendo:

--Dios te dé la paz, hermano mío carísimo.

--Y ¿qué paz puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?

--Ten paciencia, hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con paciencia.

--Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.

Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la oración, volvió y le dijo:

--Hijo, te voy a servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros.

--Está bien -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?

--Haré todo lo que tú quieras -respondió San Francisco.

--Quiero -dijo el leproso- que me laves todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo.

San Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las lágrimas.

Cuando se vio completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta voz:

--¡Ay de mí, que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!

Estuvo así quince días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera confesión con el sacerdote.

San Francisco, al ver el milagro tan evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia (Flor 25).

Capítulo VI

EL CÁNTICO DEL SOL

Esta renovación del celo apostólico de Francisco era como la última llamarada de una luz próxima a extinguirse. El espíritu del Santo se mantenía siempre vivo y apasionado; pero su cuerpo, cuando se veía al Santo caballero en su asno, más parecía un cadáver que no un cuerpo vivo; y Fray Elías, que pasó algún tiempo con él en Foligno, pudo conocer claramente que la vida de su maestro no podía durar mucho tiempo más (1 Cel 109). Además, la enfermedad de los ojos que había contraído en Egipto, y de la que nunca se había cuidado Francisco, ahora iba aumentando por instantes, de manera que no sólo Elías, sino muchos otros hermanos insistían en convencerlo de que recurriese al cuidado de los médicos.

Ahora bien, un tal recurso no agradaba a Francisco. En otro tiempo, él mismo, en una de sus exhortaciones, había aconsejado a sus hermanos enfermos que no se afanasen tanto por la salud del cuerpo, sino, al revés, por dar gracias a Dios por todas las cosas que les sucedían, no deseando más que lo que fuera de la voluntad de Dios, porque a los que Dios ama, a ésos precisamente prueba y atribula (1 R 10,3-4; EP 42). En consecuencia, por lo que a él hacía, en vez de consultar a doctores gustaba de recogerse en la soledad, y así esta vez resolvió retirarse a San Damián. Allí, junto al convento de las hermanas, Santa Clara había hecho construir una pequeña celda de ramas y cañas para que sirviese de morada a San Francisco (EP 100).4

Era el verano de 1225, y la claridad brillante y deslumbradora del sol italiano no podía naturalmente hacer bien a los ojos de San Francisco. Por un tiempo estuvo ciego del todo, y además molestado, luego que llegó a San Damián, por una verdadera invasión de ratones que se habían asilado en las paredes de paja de la celducha y que, saliendo de allí, llevaban su insolencia hasta pasar corriendo por la cara de Francisco, no dejándolo en paz ni de día ni de noche. Nunca antes de ahora había tenido el Santo que vivir una vida más incómoda y miserable, y no obstante allí, en aquella lastimosa yacija de enfermo, envuelto en las tinieblas de su ceguera y entre el tormento de los ratones, compuso Francisco su esplendorosa obra maestra, el Canticum fratris solis, «el Cántico del hermano Sol».

Para apreciar debidamente esta obra maestra, es menester comprender bien las relaciones de Francisco con la naturaleza. Nada sería más falso que considerar al Santo como un panteísta: nunca jamás le vino en mientes confundir ni a Dios ni a sí mismo con la naturaleza, y la alternativa de embriaguez desenfrenada y de dolor pesimista, efecto del sentimiento panteísta, estuvo siempre lejos, muy lejos de su ánimo. Nunca Francisco deseó, como más tarde Shelley, llegar a ser una cosa con la naturaleza; nunca tampoco, como el Werther de Goethe o como Tourguénef, cayó en la tentación de abandonarse temblando a la ciega fatalidad de las cosas ni de entregarse como víctima al «monstruo eternamente ávido» de la naturaleza. Su actitud ante la naturaleza fue pura y simplemente la del primer artículo del Credo de la Iglesia: Francisco creía en un Padre que es al mismo tiempo un Creador.

Y porque en todas las cosas ve una relación con su padre común, por eso ve también en todos los vivientes y aun en todos los seres creados, otros tantos hermanos y hermanas verdaderos. En el reino del Padre celestial hay muchas mansiones, pero la familia es una sola. Este concepto no es por nada ni griego ni germánico; es genuinamente bíblico y, por ende, genuinamente cristiano. En el canto de alabanzas que entonaron Ananías, Azarías y Misael entre las ardientes llamas del horno del tirano babilonio (Dn 3,57-88), y que de la Sinagoga ha pasado a la Iglesia, leemos:

Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.

Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
cielos, bendecid al Señor.

Aguas del espacio, bendecid al Señor;
ejércitos del Señor, bendecid al Señor.

Sol y luna, bendecid al Señor;
astros del cielo, bendecid al Señor.

Lluvia y rocío, bendecid al Señor;
vientos todos, bendecid al Señor.

Fuego y calor, bendecid al Señor;
fríos y heladas, bendecid al Señor.

Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;
témpanos y hielos, bendecid al Señor.

Escarchas y nieves, bendecid al Señor;
noche y día, bendecid al Señor.

Luz y tinieblas, bendecid al Señor;
rayos y nubes, bendecid al Señor.

Bendiga la tierra al Señor,
ensálcelo con himnos por los siglos.

Montes y cumbres, bendecid al Señor;
cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.

Manantiales, bendecid al Señor;
mares y ríos, bendecid al Señor.

Cetáceos y peces, bendecid al Señor;
aves del cielo, bendecid al Señor.

Fieras y ganados, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.

Hijos de los hombres, bendecid al Señor;
bendiga Israel al Señor.

Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;
siervos del Señor, bendecid al Señor.

Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;
santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.

Bendito el Señor en la bóveda del cielo,
alabado y glorioso y ensalzado por los siglos.

Ninguna nota es olvidada en esta sinfonía de la creación, en que todos los seres, desde el querubín hasta el átomo, cantan concordes el gran cántico de alabanzas. Ahora bien, día tras día, año tras año, San Francisco, solo o acompañado de sus hermanos, había repetido, en el cotidiano rezo del breviario, este himno de todas las criaturas al Creador. La poesía de este himno lo había conmovido profundamente desde muy temprano. Habiendo construido en 1213 una pequeña capilla entre San Gemini y Porcaria, hizo pintar en el frontal del altar las frases siguientes: «Todos los que temen al Señor deben bendecirlo. Cielo y tierra, bendecid al Señor. Ríos, bendecid al Señor. Criaturas todas, bendecid al Señor. Aves del cielo, bendecid al Señor» (Waddingo, 1213, 17). En el mismo pensamiento se inspira su predicación a los pájaros cerca de Bevagna: los pájaros, según él, están obligados a alabar y ensalzar a su bondadoso creador que vela amorosamente por ellos y provee a las necesidades de su vida (Flor 16). Aquí no hay ni la más mínima huella del pesimismo moderno: según Francisco, la existencia es para los seres creados una dicha infinita, de donde les nace el deber de dar gracias, a fuer de hijos, a su padre, por el don de la vida.

San Francisco amaba a la naturaleza toda; pero con preferencia amaba aquellas cosas que más podían justificar este su optimismo. Y así, siempre se dirigía con particular amor a todo lo que en la tierra hay de más claro y hermoso: a la luz y al fuego, al agua limpia y que corre, a las flores y a los pájaros. Su contemplación de la naturaleza tenía mucho de simbólica: amaba el agua, porque era símbolo de la santa penitencia, por cuyo medio el hombre llega a purificarse, y porque el agua es el medio o instrumento del bautismo. De aquí que tuviera una veneración tal por el agua que, cuando se iba a lavar las manos, buscaba siempre un lugar donde las gotas que de ellas caían no pudiesen ser holladas. Al asentar el pie sobre las piedras y las rocas, lo hacía siempre con infinita cautela, porque luego al punto se le iba el pensamiento a Aquel que simbólicamente es llamado piedra angular. Al hermano encargado de preparar la leña para la lumbre le decía que nunca cortase el árbol entero, sino que dejara algunas ramas íntegras, por amor del que quiso salvarnos en el árbol de la cruz. Igualmente, decía al hermano encargado de cultivar el huerto que no destinase toda la tierra para hortalizas comestibles, sino que dejara un trozo de tierra para plantas frondosas, que a su tiempo produjeran flores para los hermanos, por amor de quien se llama Flor del campo y lirio de los valles (Ct 21,1). Decía incluso que el hermano hortelano debería cultivar en algún rincón de la huerta un bonito jardincillo donde poner y plantar toda clase de hierbas olorosas y de plantas que produzcan hermosas flores, para que a su tiempo inviten a cuantos las vean a alabar a Dios (EP 118).

Mas a este simbolismo se juntaba en él un amor puro y directo a la naturaleza. El fuego y la luz le parecían tan hermosos, que nunca veía con gusto apagar una vela o una lámpara. Amén de la hortaliza que sirve para la cocina, le agradaba que en los huertos de los conventos hubiese también hierbas olorosas y que no faltasen en ellos «nuestras hermanas las flores», a fin de que todos, admirando su belleza, se levantasen a un mayor reconocimiento y gratitud al Creador. En Greccio acostumbraba acariciar, inclinándose, los hijuelos de «nuestros hermanos los petirrojos»; en Siena, él mismo hacía nidos para las tortolitas. Cuando veía por el camino los gusanillos arrastrarse miserablemente y expuestos a ser a lo mejor aplastados, los recogía cuidadosamente y los colocaba a un lado de la vía para impedir que fuesen pisados por los transeúntes. Y en invierno nunca dejaba de poner miel en los panales de las abejas.

Toda criatura era para él, absoluta y directamente, una viva palabra de Dios, pues toda criatura pregona y clama: «¡Dios me ha hecho por ti, oh hombre!» (EP 118). Como todas las personas piadosas, Francisco sentía en alto grado el valor de todas las cosas y las veneraba como algo muy precioso. La criatura le servía para comprender al Creador; la fuerza y solidez inquebrantable de las peñas lo llevaba al punto a considerar la fortaleza de Dios y cuán potente escudo tenemos en Él. La vista de una flor en su frescura matinal, o la de los tiernos picos de las avecillas cuando los abren en el nido con ingenua confianza, todo esto le descubría la cándida pureza y hermosura de Dios al par que la infinita ternura del divino corazón. En el Espejo de Perfección se nos dice: «Y nosotros que estuvimos con él veíamos que era tan grande su gozo interior y exterior en casi todas las creaturas, que, cuando las palpaba o contemplaba, más parecía que moraba en espíritu en el cielo que en la tierra. E, impelido por los muchos consuelos que experimentó y experimentaba en la consideración de las creaturas, poco antes de morir compuso unas alabanzas al Señor por las creaturas para excitar a los que las oyeran a alabar a Dios y para que el mismo Señor fuera alabado en sus creaturas por los hombres» (EP 118; 2 Cel 165).

Y este sentimiento llenaba a Francisco de una perenne alegría ante la vista o el pensamiento de Dios, lo mismo que de un incesante anhelo de rendirle gracias. En esta acción de gracias deseaba que todos los seres participasen, y le parecía que todos de hecho tomaban parte en ella con placer. «Querido hermano faisán, alabado sea nuestro Creador», decía a un ave con que uno de sus bienhechores lo había obsequiado, y el faisán nunca se apartaba de Francisco y rehusaba toda otra compañía. «Canta, hermana mía cigarra, y alaba jubilosa al Señor, tu Creador», solía exclamar bajo los olivos de la Porciúncula, y al instante la hermana cigarra rompía a cantar hasta que el Santo le mandaba callarse. Muchas veces los animales silvestres le hacían compañía: por ejemplo, la liebre aquella que no quería abandonarlo un punto mientras moró en la isla del lago Trasimeno, o el conejo silvestre de Greccio. Un día, en los suburbios de Siena, se vio de repente rodeado de un hato de ovejuelas. Los mansos animalitos fueron poniéndose en torno de él hasta formar un círculo y después comenzaron a balar, cual si quisiesen decirle alguna cosa. Navegando una vez por el lago de Rieti, le regalaron un pez vivo recién pescado; Francisco lo arrojó de nuevo al agua, y el animalito por largo espacio fue siguiendo la barca. Un pájaro, cogido aquel mismo día y que había sido dado al Santo, no quiso separarse de su lado hasta que Francisco le dio orden formal de hacerlo (2 Cel 167-171; LM 8,7-10).

Pero lo que sobre todo movía a Francisco a dar gracias a Dios era la creación del sol y del fuego. Solía decir: «Por la mañana, cuando nace el sol, todos deberían alabar a Dios, porque ha creado el sol para nuestra utilidad: por él nuestros ojos ven la luz del día. Y por la tarde, al anochecer, todo hombre debería alabar a Dios por el hermano fuego; por él ven nuestros ojos de noche. Todos, en efecto, somos como ciegos, y el Señor da luz a nuestros ojos por estos dos hermanos nuestros. Por eso, debemos alabar especialmente al Creador por el don de estas y de otras creaturas de las que nos servimos todos los días» (EP 119).

El Cántico del hermano Sol brotó al calor de este sentimiento. En su tugurio de San Damián Francisco vivía como un ciego, sin poder aguantar ni la luz del sol ni el brillo del fuego. Una noche sus padecimientos arreciaron tanto, que no pudo menos de exhalar para Dios este grito: «¡Señor, ven en mi auxilio y socórreme en mis flaquezas para que pueda sobrellevarlas con paciencia!»

Entonces oyó en espíritu una voz que le decía: «Dime, hermano; si alguno te diera por tus enfermedades y tribulaciones un tesoro grande y precioso en cuya comparación estimaras en nada la tierra convertida en oro puro, todas las piedras convertidas en piedras preciosas, y toda el agua en bálsamo, ¿no te alegrarías de verdad?»

Respondió el bienaventurado Francisco: «Señor, grande y precioso sería ese tesoro, apetecible y muy codiciable».

Y oyó de nuevo en su interior: «Pues regocíjate, hermano, y salta de júbilo por tus enfermedades y tribulaciones, y condúcete en adelante con tanta seguridad como si estuvieras en mi reino».

Al otro día se levantó por la mañana y dijo a sus compañeros que sentados lo rodeaban: «Si el emperador diera a un criado suyo todo un reino, ¿no debería estar repleto de alegría aquel criado? Y si le diera todo su imperio, ¿no debería regocijarse más todavía?» Y añadió: «Pues yo tengo que gozarme muchísimo en mis enfermedades y tribulaciones, y fortalecerme en el Señor, y dar gracias a Dios Padre, y a su único Hijo, el Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo por la inmensa gracia que el Señor me ha hecho; quiero decir, por haberse dignado certificar en vida a este indigno siervo suyo que gozaré de su reino. Por eso, para alabanza de Dios, para nuestro consuelo y para edificación del prójimo, quiero componer una nueva alabanza de las creaturas del Señor, de las cuales nos servimos todos los días, sin las cuales no podemos vivir y en las cuales el género humano tantas veces ofende a su Creador. Y continuamente somos ingratos a tantas gracias y beneficios que nos da; no alabamos al Señor, creador y dador de todos los bienes, como es nuestra obligación».

Y, sentándose, se puso Francisco a meditar. Corto espacio había meditado, cuando los hermanos oyeron que entonaba los primeros versos del Cántico del hermano Sol: «Altissimu, onnipotente, bon signore», «Altísimo, omnipotente, buen Señor», etc. Aplicó una música a esta letra y enseñó a sus compañeros a recitarla y cantarla.

Su espíritu gozaba ya entonces de consuelo y dulzura tan hondos, que quería mandar que llamasen al hermano Pacífico, que en el mundo era llamado el «rey de los versos» y fue muy cortesano maestro de cantores; tenía intención de darle algunos compañeros, buenos y espirituales, que fueran con él por el mundo predicando y cantando las alabanzas del Señor. Deseaba que quien mejor pudiera predicar entre ellos, predicase primero al pueblo y después cantaran todos juntos las alabanzas del Señor, como juglares de Dios.

Quería que, después de cantar las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en verdadera penitencia» (EP 100 y 119; 2 Cel 213).

Y he aquí el Cántico, primero en su versión original y después traducido. No doy ahora más que el texto primitivo; de las dos estrofas que añadió Francisco más tarde, hablaré en el capítulo próximo. El texto original del Cántico suena así:

Altissimu onnipotente bon signore,
tue so le laude, la gloria e l'onore et onne benedictione.

Ad te solo, altissimo, se konfano,
et nullu homo ene dignu te mentovare.

Laudato sie, mi signore, cun tucte le tue creature,
spetialmente messor lo frate sole,
lo qual'è iorno, et allumini noi per loi.

Et ellu è bellu e radiante con grande splendore,
de te, altissimo, porta significatione.

Laudato si, mi signore, per sora luna e le stelle,
in celu l'ài formate clarite et pretiose et belle.

Laudato si, mi signore, per frate vento,
et per aere et nubilo et sereno et onne tempo,
per lo quale a le tue creature dai sustentamento.

Laudato si, mi signore, per sor aqua,
la quale è multo utile et humile et pretiosa et casta.

Laudato si, mi signore, per frate focu,
per lo quale enn'allumini la nocte,
ed ello è bello et iocundo et robustoso et forte.

Laudato si, mi signore, per sora nostra matre terra,
la quale ne sustenta et governa,
et produce diversi fructi con coloriti flori et herba.

Laudate et benedicete mi signore,
et rengratiate et serviateli cun grande humilitate.

Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.

A ti solo, Altísimo, corresponden,
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.

Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,
especialmente el señor hermano sol,
el cual es día, y por el cual nos alumbras.

Y él es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.

Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas.

Loado seas, mi Señor, por el hermano viento,
y por el aire y el nublado y el sereno y todo tiempo,
por el cual a tus criaturas das sustento.

Loado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta.

Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual alumbras la noche,
y él es bello y alegre y robusto y fuerte.

Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra,
la cual nos sustenta y gobierna,
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba.

Load y bendecid a mi Señor,
y dadle gracias y servidle con gran humildad.

NOTAS:

1) Las palabras de la bendición están tomadas de la Biblia, libro de los Números 6,24-26. Sobre la T simbólica, véase Ezequiel 9,4. Sobre el empleo de este símbolo por San Francisco, véase LM 4,9 y 3 Cel 3.

2) Se cree que este Adiós al Alverna lo puso por escrito Fray Maseo, y todo hace creer que el texto del documento reproduce bien el sentido general de las palabras de Francisco. Pero la copia del Adiós, que se conserva actualmente en el convento del Alverna, y que es la única copia antigua que poseemos, no se remonta más allá del siglo XVI. Es una hoja grande de pergamino, de 27 por 13 centímetros, y el texto empieza así: «Pax XPI. Giesu Mâ speranza mia, fra Masseo peccatore indegno servo di Giesu XPO Compagno di fra Francesco da Assisi huomo a Dio gratissimo». Y termina diciendo: «Io, fra Masseo, ho scritto tutto. Dio ci benedica», Yo, fray Maseo, lo he escrito todo. Dios nos bendiga. Sabatier, que no llegó a conocer este documento, oyó hablar de él como de un documento original; el texto que él reproduce y que está tomado de la edición impresa más antigua, que es de 1710, no difiere de la copia del Alverna más que en detalles sin importancia, pero tiene un final conmovedor: «Io, fra Masseo, ho scritto con lacrime», Yo, fray Maseo, lo he escrito con lágrimas en los ojos, lo que indicaría que aún era muy reciente la despedida de Francisco en el Alverna cuando su discípulo dejaba constancia por escrito de la misma.

3) Palabras citadas en la traducción italiana de la Vita Secunda de Celano, publicada por Amoni (Roma, 1880), pág. 315. Se encuentran también en un manuscrito del convento del Alverna, fechado el 31 de septiembre de 1818, aniversario de la salida de Francisco del sacro monte.

4) Boehmer pone equivocadamente en octubre de 1224 esta postrer estancia del Santo en San Damián. Francisco dejó el Alverna sólo el 30 de septiembre del dicho año; después se dirigió, parándose aquí y allí, hacia Cittá di Castello, donde permaneció un mes entero, y los Apeninos no los pasó sino después del primero de noviembre. En este mes, el clima de Asís no es todavía tal que se pueda vivir al aire libre en una choza construida de ramaje.

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