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CÁNTICO DE
AZARÍAS (Dn 3, 26-29. 34-41) |
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[Este cántico evoca el tiempo del exilio de Israel en Babilonia, cuando tres jóvenes judíos fueron condenados al fuego del horno ardiente por el rey Nabucodonosor porque se habían negado a adorar la estatua que él había levantado. En aquella circunstancia, uno de los jóvenes entonó el cántico; así nos lo refiere Dn 3, 24-25: «Caminaban entre las llamas alabando a Dios y bendiciendo al Señor. Entonces Azarías, de pie en medio del fuego, se puso a orar así: "Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres..."». En el texto litúrgico se omiten los vv. 30-33 en los que Azarías reconoce las infidelidades de los israelitas y la justicia con la que Dios los ha castigado: «30No hemos obedecido, / ni hemos cumplido lo que se nos mandaba / para nuestro bien. 31Y en todo cuanto nos has enviado, / en todo cuanto nos has hecho, / has actuado con justicia fiel. / 32Nos entregaste en poder de enemigos sin ley, / malvados y apóstatas, / y en poder de un rey injusto, / el más perverso de toda la tierra. / 33Y ahora no podemos ni abrir la boca, / la vergüenza y la deshonra / abruman a tus siervos y a tus fieles».-- El cántico de Azarías no está en el texto hebreo, sino que forma parte de las secciones griegas llamadas deuterocanónicas. Parece una interpolación insertada por el último redactor a la parte hebrea y aramea. La oración de Azarías gira en torno a la tragedia del pueblo israelita, castigado por Dios con el exilio; es una confesión del pueblo por sus pecados, puesta en labios de Azarías por el compilador de esta antología fragmentaria que es el libro de Daniel. Las fórmulas de confesión de los pecados son estereotipadas y corrientes en la literatura de los Salmos: Israel ha sido castigado por sus pecados justamente, y parece como si Dios hubiera retirado las promesas de su alianza. Israel se halla como una grey dispersa, sin jefe ni caudillo, sin profeta que les comunique las revelaciones de su Dios. En sustitución de los sacrificios, que no se pueden ofrecer porque no tienen templo, el protagonista se ofrece humildemente a Dios. Sólo Dios, por su misericordia, puede salvar a su pueblo; su ofrenda es un corazón contrito y humilde. El arrepentimiento es seguido de sinceros propósitos de una vida nueva. La generalidad de los autores de nota creen que esta composición es del tiempo en que la vida de los repatriados de Palestina se desenvolvía en medio de las mayores dificultades de todo género. La afirmación de que no hay profetas hace claramente pensar que han pasado los tiempos en que las figuras de Jeremías y Ezequiel dominaban el horizonte del exilio israelita. El compilador ha querido ponerla en boca del joven Azarías con el fin de hacer resaltar más su heroica conducta en la hora de mayor sufrimiento, como estímulo para los que sufrían persecuciones en la época macabea.-- Maximiliano García Cordero, en la Biblia comentada de la BAC] CATEQUESIS DE JUAN PABLO II 1. El cántico que se acaba de proclamar pertenece al texto griego del libro de Daniel y se presenta como súplica elevada al Señor con fervor y sinceridad. Es la voz de Israel que está sufriendo la dura prueba del exilio y de la diáspora entre los pueblos. En efecto, quien entona el cántico es un judío, Azarías, insertado en el horizonte babilónico en tiempos del exilio de Israel, después de la destrucción de Jerusalén por obra del rey Nabucodonosor. Azarías, con otros dos fieles judíos, está «en medio del fuego» (Dn 3,25), como un mártir dispuesto a afrontar la muerte con tal de no traicionar su conciencia y su fe. Fue condenado a muerte por haberse negado a adorar la estatua imperial. 2. Este cántico considera la persecución como un castigo justo con el que Dios purifica al pueblo pecador: «Con verdad y justicia has provocado todo esto -confiesa Azarías- por nuestros pecados» (v. 28). Por tanto, se trata de una oración penitencial, que no desemboca en el desaliento o en el miedo, sino en la esperanza. Ciertamente, el punto de partida es amargo, la desolación es grave, la prueba es dura, el juicio divino sobre el pecado es severo: «En este momento no tenemos príncipes ni profetas ni jefes; ni holocausto ni sacrificios ni ofrendas ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia» (v. 38). El templo de Sión ha sido destruido y parece que el Señor ya no habita en medio de su pueblo. 3. En la trágica situación del presente, la esperanza busca su raíz en el pasado, o sea, en las promesas hechas a los padres. Así, se remonta a Abrahán, Isaac y Jacob (cf. v. 35), a los cuales Dios había asegurado bendición y fecundidad, tierra y grandeza, vida y paz. Dios es fiel y no dejará de cumplir sus promesas. Aunque la justicia exige que Israel sea castigado por sus culpas, permanece la certeza de que la misericordia y el perdón constituirán la última palabra. Ya el profeta Ezequiel refería estas palabras del Señor: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado (...) y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) Yo no me complazco en la muerte de nadie» (Ez 18,23.32). Ciertamente, Israel está en un tiempo de humillación: «Ahora somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados» (Dn 3,37). Sin embargo, lo que espera no es la muerte, sino una nueva vida, después de la purificación. 4. El orante se acerca al Señor ofreciéndole el sacrificio más valioso y agradable: el «corazón contrito» y el «espíritu humillado» (v. 39; cf. Sal 50,19). Es precisamente el centro de la existencia, el yo renovado por la prueba, lo que se ofrece a Dios, para que lo acoja como signo de conversión y consagración al bien. Con esta disposición interior desaparece el miedo, se acaban la confusión y la vergüenza (cf. Dn 3,40), y el espíritu se abre a la confianza en un futuro mejor, cuando se cumplan las promesas hechas a los padres. La frase final de la súplica de Azarías, tal como nos la propone la liturgia, tiene una gran fuerza emotiva y una profunda intensidad espiritual: «Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro» (v. 41). Es un eco de otro salmo: «Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro". Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 26,8). Ha llegado el momento en que nuestros pasos ya no siguen los caminos perversos del mal, los senderos tortuosos y las sendas torcidas (cf. Pr 2,15). Ahora ya seguimos al Señor, impulsados por el deseo de encontrar su rostro. Y su rostro no está airado, sino lleno de amor, como se ha revelado en el padre misericordioso con respecto al hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32). 5. Concluyamos nuestra reflexión sobre el cántico de Azarías con la oración compuesta por san Máximo el Confesor en su Discurso ascético (37-39), donde toma como punto de partida precisamente el texto del profeta Daniel. «Por tu nombre, Señor, no nos abandones para siempre, no rompas tu alianza y no alejes de nosotros tu misericordia (cf. Dn 3,34-35) por tu piedad, oh Padre nuestro que estás en los cielos, por la compasión de tu Hijo unigénito y por la misericordia de tu Santo Espíritu... No desoigas nuestra súplica, oh Señor, y no nos abandones para siempre. No confiamos en nuestras obras de justicia, sino en tu piedad, mediante la cual conservas nuestro linaje... No mires nuestra indignidad; antes bien, ten compasión de nosotros según tu gran piedad, y según la plenitud de tu misericordia borra nuestros pecados, para que sin condena nos presentemos ante tu santa gloria y seamos considerados dignos de la protección de tu Hijo unigénito». San Máximo concluye: «Sí, oh Señor, Dios todopoderoso, escucha nuestra súplica, pues no reconocemos a ningún otro fuera de ti» (Umanità e divinità di Cristo, Roma 1979, pp. 51-52). [Audiencia general del Miércoles 14 de mayo de 2003]
MONICIÓN PARA EL CÁNTICO El libro de Daniel pone en boca de Azarías, precipitado en el horno por haberse negado a adorar la estatua erigida por Nabucodonosor, este cántico de penitencia. En medio de las llamas, Azarías reconoce y confiesa humildemente los pecados de Israel, por los que Dios parece haber olvidado sus antiguas promesas. Toda esta plegaria refleja la situación de persecución del tiempo de los Macabeos. A causa de sus pecados, Israel ha quedado reducido al más pequeño de todos los pueblos, sin príncipes ni profetas, sin holocausto ni sacrificios, sin templo ni altar donde ofrecer primicias, la humillación no puede ser mayor. Pero al profeta le queda aún un medio a través del cual encontrar la faz de Dios: El corazón contrito y el espíritu humilde pueden ser un sacrificio igual, e incluso mejor, que el holocausto de carneros y toros. Al empezar el nuevo día, hagamos nuestra esta plegaria. «Se acerca la hora, ya está aquí -decía Jesús a la Samaritana-, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu» (Jn 4,23). Como Azarías y como los mártires del tiempo de los Macabeos, también nosotros somos pobres y estamos desprovistos de todo: de buenas obras e, incluso, quizá, de ilusiones y de deseos de mejorar. Ofrezcamos, pues, a Dios lo único que está a nuestro alcance, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, y confiemos que el Dios de nuestros padres no romperá su alianza y multiplicará nuestra descendencia como la arena de las playas marinas, por Abrahán, su amigo, por Isaac, su siervo, por Israel, su consagrado, y, sobre todo, por Jesús, su Hijo amadísimo. En la celebración comunitaria, si no es posible cantar la antífona propia, este cántico se puede acompañar con alguna antífona de matiz penitencial, por ejemplo: «Desde lo hondo a ti grito, Señor», sólo la primera estrofa (MD 825) o bien «¡Padre, he pecado contra el cielo y contra ti!» (MD 932). Oración I: Escúchanos, Señor, Dios de nuestros padres, y no retires de nosotros tu favor; humillados a causa de nuestros pecados y descorazonados por nuestras debilidades, pero sabiendo que los que en ti confían no quedan defraudados, acudimos a tu misericordia: acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde y danos la abundancia de tu perdón y de tu paz. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén. Oración II: Concede, Señor, a tu Iglesia una pobreza siempre creciente de medios y de fuerzas propias, que le haga poner toda su confianza sólo en tu fidelidad; haz también que el recuerdo de tus maravillas a lo largo de la historia de la salvación sea su fuerza ante las pruebas presentes, para que, firme en la esperanza, haga de todas sus obras un sacrificio espiritual, agradable a ti por Jesucristo, tu Hijo. Que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. [Pedro Farnés] NOTAS A LOS VERSÍCULOS DEL CÁNTICO La oración de Azarías es una confesión colectiva, compuesta probablemente en tiempo de la persecución de Antíoco Epífanes (175-163 a.C.), rey sirio de la dinastía de los seléucidas que, con sus agresiones a la religión judía, provocó la rebelión de los Macabeos. Sin duda la oración circuló primero entre el pueblo, y después fue incorporada al libro de Daniel. Lo artificial de esta inserción aparece por lo poco en consonancia que está con las circunstancias. Juntamente con Dn 3,46-90 es parte deuterocanónica. VV. 26-28: La oración, como otras del AT, comienza por el reconocimiento de los atributos divinos (la justicia y la rectitud en todo su proceder). VV. 29-33: El rey injusto del v. 32 y la humillación a que se alude, en consonancia con el v. 38, debe de designar a Antíoco Epífanes y su persecución, aunque las frases, de por sí, pudieran referirse también a Nabucodonosor. VV. 34-36: Se invoca en primer lugar la gloria de Dios vinculada, en cierta manera, por una disposición divina, a la suerte de Israel. Israel humillado parece poner en contingencia la gloria divina. VV. 37-39: Todo lo afirmado aquí cuadra perfectamente en el momento del destierro, a excepción de que no hay profetas. VV. 39-40: Destruido o cerrado el templo, no está permitido, según la ley deuteronómica (Dt 12), el sacrificar en otro sitio, y sólo queda el sacrificio interior. VV. 41-45: Se ruega a Dios que obre según las antiguas maravillas con respecto a su pueblo, humillando a los pueblos enemigos. [J. Alonso Díaz, en La Sagrada Escritura. Texto y comentario, de la BAC] * * * MONICIONES PARA EL REZO CRISTIANO DEL CÁNTICO Introducción general Antíoco IV Epifanes (175-163 a.C.), rey sirio de la dinastía de los seléucidas, para unificar a los pueblos de su reino, prohibió a los judíos seguir la Ley. Posteriormente ordena la abolición de los sacrificios en honor a Yahvé e implanta otros en honor de Zeus olímpico. De entre los judíos, algunos son partidarios de su política. Otros quieren permanecer fieles a las costumbres de sus mayores. Se desencadena así la persecución religiosa. Eleazar, los siete hermanos Macabeos y su madre, entre otros, perecen en esta persecución. Los fieles, por su parte, se agrupan en torno a Matatías. Este ambiente hostil se refleja en la plegaria de Azarías, compuesta el año 166 a.C., con este interrogante de base: ¿Cómo debe comportarse el creyente en las actuales circunstancias? Diversos personajes y acontecimientos del pasado ofrecen una respuesta, esclarecen el drama presente. Esta plegaria consta de dos partes. La primera es una confesión pública de los pecados nacionales. La segunda, una serie de peticiones para el momento presente. La primera, después de una alabanza, contrapone la justicia y la fidelidad de Dios al pecado del pueblo, a su injusticia e infidelidad. Cada una de estas partes puede ser salmodiada por un coro distinto: Coro 1.º, Confesión de los pecados: «Bendito eres... en todo hemos delinquido» (vv. 26-29). Coro 2. º, Peticiones para el presente: «Por el honor de tu nombre..., buscamos tu rostro» (vv. 34-41). «Elías vendrá primero» El autor de la plegaria menciona a Abrahán, Isaac e Israel. Esta denominación se encuentra en otros lugares escriturísticos, relacionándola siempre con el culto. En esos pasajes y en la oración de Azarías peligran las promesas hechas a los patriarcas. También Elías estuvo solo en su lucha contra Baal y sus seguidores. Sin embargo, había aún un futuro para el pueblo (2 R 19,18). ¿También ahora habrá un futuro? ¿Lo habrá cuando Jesús acaba de anunciar la necesidad de su muerte y la de aquellos que le siguen? Ciertamente, porque Elías vendrá primero y lo restablecerá todo (Mc 9,12). Mejor «mi-Dios-es-Yahvé» ya ha venido. Ha restablecido a Jesús, nombrándole Señor. Aquellos que no amaron tanto su vida que temieran la muerte han vencido también. La voz de su testimonio llega hasta nosotros, asegurándonos que hay futuro. Un sacrificio grato a Dios Ahora no hay holocaustos, ni sacrificios, ni ofrenda, ni incienso, ni lugar donde ofrecer primicias (Dn 3,38). ¿Será imposible cualquier sacrificio para alcanzar misericordia? El sacrificio de Isaac, el siervo de Dios, tiene un valor expiatorio parecido al del siervo sufriente de Yahvé. Es el sacrificio de la propia existencia, más valioso que la sangre de toros y de machos cabríos. Cristo se ofreció a sí mismo. Reducido a nada, se confió totalmente a Dios y renovó su total fidelidad. De modo análogo, el cristiano ofrece, junto con el pan y el vino, un sacrificio de profunda humildad, que incluye el don de la propia existencia. Si el sacrificio de Cristo abrió el camino hacia el Santuario, hacia el «Dios presente», los cristianos -aun perseguidos y diezmados- caminan tras los pasos de Jesús, con la plena seguridad de entrar también ellos en el Santuario. Que Dios sostenga nuestra marcha. La hora de la fidelidad La deserción cunde. Es difícil la fidelidad a sí mismo, a Dios. Otro personaje del pasado encarna una postura de fidelidad: Caleb. No se unió al pueblo amotinado, sino que «siguió perfectamente a Yahvé» (Núm 14,24) «para que todos los hijos de Israel sepan que es bueno seguir al Señor». Caleb, por su conducta, «obtuvo una parte en la herencia de la tierra». Del mismo modo Jesús, el Sacerdote fiel, entró en la tierra. Los perseguidos del tiempo de Antíoco han de renovar la fidelidad de los antepasados. Están solos contra todos, pero el autor de la promesa es fiel. Nosotros ¿seremos capaces de imitar su ejemplo? ¿Seremos capaces de hacer nuestra su confesión: «Los que en ti confían no quedan defraudados»? Entraremos en la Tierra de Caleb, de Jesús, de la nube de testigos que nos han precedido y han mantenido su fidelidad. Resonancias en la vida religiosa Aceptará nuestra humillación como un gran holocausto: Nuestros programas fallan. Nuestra vida comunitaria y misionera está trenzada de buenos propósitos: tantas veces hemos prometido personal y comunitariamente volver a empezar... Y, sin embargo, aquí estamos ante el Señor con nuestras limitaciones, nuestros fracasos, nuestros pobres resultados, nuestro pecado: «Hemos pecado... rebelándonos contra ti... no obedeciendo a tus mandamientos». Pero es bueno presentarle al Señor nuestra pobreza porque El no nos desamparará ni nos negará su misericordia. Esa ha sido su línea de conducta desde Abrahán, Isaac e Israel, a quienes, sin tener en cuenta sus obras, les hizo su Promesa de vida. Quizá nuestra comunidad haya decrecido en número, esté humillada porque sus empresas van fracasando. No podemos presentarle grandes realizaciones; únicamente un corazón quebrantado, un espíritu humillado. Estamos seguros de que el Señor no nos desamparará; él multiplicará nuestra descendencia; aceptará nuestra humillación como un gran holocausto. Busquemos el rostro del Señor y nunca quedaremos defraudados. Oraciones sálmicas Oración I: Reconocemos, Señor, nuestro pecado y lo justificado de la situación que de él dimana; pero, por el honor de tu nombre, ¡no nos abandones para siempre, no rompas tu alianza!; te seremos enteramente fieles, de todo corazón te seguiremos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén. Oración II: Tú, Señor, no quieres sacrificios de animales; un corazón quebrantado y humillado Tú lo recibes como oblación; este es hoy nuestro sacrificio ante ti, en continuidad con el sacrificio de tu Hijo Jesucristo, que se entregó a la muerte reconciliadora siendo Él víctima, sacerdote y altar, y vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén. Oración III: Confiados en tu gracia reconciliadora, Padre, estamos seguros de que te seremos enteramente fieles y seguiremos de todo corazón las huellas de tu Hijo Jesús; concédenos tu Espíritu para que te temamos como hijos y busquemos tu rostro. ¡No nos defraudes, Señor! Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén. [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]
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