DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

VIDA Y CONTEMPLACIÓN
por sor Marie-Claire, O.S.C.

[Vie et contemplation, en Évangile Aujourd'hui nn. 55-56 (1970) 401-417].

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Estas páginas nacieron de un cierto sufrimiento: el de constatar que, demasiado a menudo, existe como un foso de ignorancia, de indiferencia o de incomprensión entre la vida contemplativa y la vida laical, dos formas de una misma vida cristiana que se reclaman y se completan mutuamente, que necesitan sostenerse una a otra para crecer juntas hasta la plenitud de la edad adulta que hace realidad el Hombre perfecto, el Cristo total del que habla san Pablo (cf. Ef 4,1ss).

No obstante ese aparente abismo, cuántas cosas se descubren cuando un amor familiar profundo y tenaz, una amistad sencilla y fiel, superan los obstáculos, esta áspera corteza que a veces aturde y desconcierta... Frágil lazo vital que une a los seres por encima del espacio y del tiempo... Lento trabajo oculto que un día hace alumbrar, más fuerte y más viva, una unidad tan íntima que asombra incluso a quienes la gustan.

En efecto, ¿no se ofrece a todos esta ascensión común hacia la única vocación cristiana a la contemplación -experiencia vivida del Dios Amor-? Intuición bíblica, litúrgica, espiritual, que moviliza a la humanidad entera tras las huellas de Dios... Por otra parte, la vida contemplativa, puesto que se centra sobre una relación permanente de persona a persona, de ser a ser, de origen a imagen, ¿no es acaso el «sacramento» por excelencia de una «manera de ser en relación»?

¿No es, pues, uno de los problemas más urgentes en la actualidad el favorecer un intercambio real entre los monasterios y el Pueblo de Dios?

«Se necesitan monasterios -escribía recientemente un profesor de enseñanza pública- a condición de que no sean más un misterio contra el que se choca, sino un misterio con el que se comulga, gracias, la mayoría de las veces, a un lenguaje renovado».

Parece ser que nosotras las Clarisas nos encontramos en un punto de confluencia: exigencias de los laicos hacia nosotras y exigencias de nuestra vocación franciscana a la contemplación. ¿Estas exigencias son contradictorias? Aparentemente tal vez, pero en realidad encajan bien en la estela evangélica, de la que Clara de Asís fue testimonio privilegiado.

Diversas experiencias me han permitido reunir cierto número de testimonios, reflexiones espontáneas, preguntas que nos interpelan... ¿Por qué no confrontarlas con la propia experiencia de la vida, tal como la puede sentir una Clarisa, confrontarlas igualmente con las intuiciones de santa Clara, libremente expresadas en sus cartas? Si la fuente es suficientemente viva y trasparente para revelarnos lo esencial, nos encontraremos posiblemente en condiciones de extraer de ahí el dinamismo verdadero de una vida espiritual fecunda, respondiendo a las necesidades más profundas del ser humano, capaz de renovar y transformar, desde el interior, nuestro mundo, en búsqueda de verdad.

VIVIR LA FE

«Gracias por vuestra oración. La necesito. La fe no es tan fácil. Mis comienzos fueron encantadores, pero ahora me llegan momentos de duda y de oscuridad. Tengo menos miedo que la primera vez, pues siempre reaparece la luz; pero algunos momentos son duros. Es estúpido decirlo, pero lo que más temo es "perder la fe". Yo sé lo que eso significa, pues he vivido más de 30 años sin ella. Mi vida se ha transformado de tal manera desde que conozco a Cristo, que tiemblo ante la idea de no tenerlo ya para siempre cerca de mí. Sin duda, usted desconoce lo que esto significa... pero nuestras vidas, tan diferentes en apariencia, ¿no son, en el fondo, completamente análogas? Desde que comencé a conocerlas un poco más de cerca, me sorprendió esta semejanza» (Una señora joven convertida).

Para una convertida, la fe es algo tan frágil, tan precioso... ¿No se esfumará todo un día? Angustia de una existencia que busca un agarradero firme, una seguridad, y se debate a veces en la duda...

¿Pero no hemos conocido, también nosotras, esta especie de locura que se deja deslumbrar justo lo suficiente para dar el paso, para depositar nuestra confianza total en Dios, y luego marchar largamente con Él en un claroscuro, experimentar esas alternancias de luz y de noche, esos ritmos que desconciertan y hacen flaquear? Es necesaria la fe para entrar en la vida cristiana, para abrazar la vida contemplativa; hace falta la fe para permanecer en ella. Saber esperar la venida de Dios, saber reconocer su paso, captarlo en ese algo que ocurre de improviso, conmoviendo mi vida... Saber también creer en la banalidad de lo cotidiano, que el Evangelio se actúa hoy y que nosotros somos sus intérpretes. Saber que el Señor está en nosotros, está en los demás, está en todo.

Ahora bien, santa Clara compartió esta experiencia humana. ¿No conoce ella el precio de este don, su valor inestimable? Así escribe a Inés de Praga: «Verdaderamente puedo alegrarme (...) cuando veo que abrazas estrechamente con la humildad, con la fuerza de la fe y con los brazos de la pobreza, el incomparable tesoro escondido en el campo del mundo y de los corazones humanos, con el que se compra a Aquel por quien fueron hechas todas las cosas de la nada» (3CtaCla 5-7).

Pero lo que ella nos enseña, sobre todo, es: contar con Aquel que es infinitamente grande, nos envuelve con un amor eterno y no puede jamás faltarnos, aun cuando no se tenga siempre plena conciencia de ello. Contemplación alimentada en la Biblia, bajo su pluma se revela el rostro de Aquel que es el «Creador que los cielos y las demás criaturas no pueden contener...». Aquel que es Sabiduría y Gloria. Aquel que es fiel a su palabra y santo en sus obras. Aquel que es el Altísimo, Rey de reyes, Señor de señores, autor de la gracia, autor de la salvación. Aquel de quien proviene todo bien y toda perfección, el Padre que nos ama...

¡Realidad maravillosa que da sentido a la vida, pues este Dios, cuya presencia ella percibe, es a la vez íntimo y cósmico, personal, familiar y total!

Una frase la había impresionado: «El que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él... El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,21.23).

Qué temer, entonces, cuando «resulta evidente que, por la gracia de Dios, la más digna de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo, ya que los cielos y las demás criaturas no pueden contener al Creador, y sola el alma fiel es su morada y su sede, y esto solamente por la caridad» (3CtaCla 21-22). «Así como la gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente -escribe santa Clara a santa Inés-, así también tú, siguiendo sus huellas, ante todo las de la humildad y pobreza, siempre puedes, sin duda alguna, llevarlo espiritualmente en tu cuerpo casto y virginal, conteniendo a Aquel que os contiene a ti y a todas las cosas, poseyendo con Él el bien más seguro, en comparación con todas las demás posesiones de este mundo, que son pasajeras» (3CtaCla 24-26). «Él es nuestro redentor y la recompensa eterna» (5CtaCla 16).

¿Esta verdad permanece todavía palpable hoy en nuestras vidas contemplativas? Sí, indudablemente, incluso sin saberlo nosotras:

«Confío mucho en vuestra fe tan radiante, tan apacible y natural, me apoyo en vosotras -escribe una señora joven-. En el desconcierto actual, vosotras sois el único valor seguro, sólido, indispensable. Yo soy la responsable del catecismo de mi barrio. Tengo un grupo de seis niños, dos de los cuales no están bautizados, pero se maravillan de lo que descubren. Los otros no conocen a Dios. Acepté esta responsabilidad porque sabía que podía contar con vuestras oraciones».

Cierto día, con motivo de una reunión, otra señora confesó:

«Me veo obligada a pensar que la vida del monasterio no es lo que yo me imaginaba, que no se limita a trabajar o a rezar entre los muros del claustro, que va mucho más allá; y casi me atrevería a decir: pensar que estáis enclaustradas es falso, al menos espiritualmente hablando. Vosotras veis más allá de vosotras mismas. El pensamiento y la reflexión carecen de límites y vuestro horizonte visual es mucho más vasto que el de muchos seres que se agitan en nuestro mundo actual...».

Como es evidente, el efecto de la fe nos desborda con mucho. No hay motivo para vanagloriarse de ello, antes bien para dejarse recrear día a día, para nacer a la vida divina que nos ofrece sin cesar. Creer no es sinónimo de cómoda pasividad; es, al contrario, todo un programa, pues si la contemplación es una actividad de fe, es también una obra de amor.

VIVIR EL AMOR

«A los 30 años se constata que la vida no es fácil y que incluso es dura si se la quiere vivir en la verdad. Tú que llevas una vida sencilla, realista, profunda, tienes tiempo de pensar, de reflexionar. Nosotras nos convertimos en máquinas. Me gustaría que pudieses introducirme un poco en tu universo, que es maravilloso, a fin de estar más cerca de Dios» (Una joven madre de familia).

«La mujer no quiere permanecer más en la penumbra. Es una función ardua, difícil e ingrata. Exige demasiada abnegación... Es un tremendo problema, ya que la mujer, con frecuencia sola y aislada en su casa durante toda la semana, quisiera ver amigos, moverse... Hace falta una gran dosis de filosofía para aguantar, y mucho amor. Los momentos de descorazonamiento son frecuentes, incluso cuando se está bien templada. Es cuestión de conservar el entusiasmo en el corazón para permanecer joven e interesar a otro. Saber crearse una vida propia en el seno de la familia: tiempo de reflexión y de aceptación que permite ser todo amor mediante el don de sí mismo a cada uno... ¡Con el amor de Dios en el corazón todo parece más fácil de cumplir! » (Un ama de casa).

«Estar formada y ser capaz para el desempeño de un empleo es algo bueno; pero en un trabajo rutinario, donde se codea con tantas personas y no se entra en contacto con ninguna, se puede tener la impresión de una despersonalización total. El individuo no sabe lo que le falta para dar un sentido a su vida, porque no se le ha enseñado a amar y a dar amor, y para crear. Nuestra esencial tarea de cristianos consiste en difundir esa llamada de amor y en saber responder a ella» (Una trabajadora).

Estas mujeres nos exponen su soledad, su descorazonamiento en el seno de su vida familiar, de su trabajo... Es duro asumir, con frecuencia ella sola, la educación de los hijos, es duro sacrificarse por la felicidad de los demás, sentirse olvidada, inútil o acabada por un trabajo agotador. La mujer de casa desea trabajar fuera de ella, la empleada en un trabajo quiere ser finalmente ella misma en otra parte...

Problemas complejos, tanto sociales como psicológicos, que requieren para su solución toda una concordancia de esfuerzos, todo un conjunto de condiciones de las que no es cuestión de hablar aquí. Sin embargo, ahí están los hechos, y lo que conviene subrayar, pues parece capital, es la dimensión espiritual del problema. ¿La mujer actual está formada para una vida interior lo suficientemente fuerte y personal como para que le permita adaptarse a las diversas situaciones, permaneciendo, no obstante, ella misma? Los hombres, la familia, la sociedad son exigentes para con ella. Tiene que dar siempre más y mejor (a menos que no se le pida nada, que aún es peor) mientras, aparentemente, son raros los que se preocupan por promover esa capacidad de interioridad que le permite vivir a su ritmo, a su manera, y donar todo su potencial; en una palabra, ser respetada como persona, amada por sí misma, llamada libremente a una coparticipación real de las responsabilidades.

Si santa Clara ejerció tanta influencia sobre las mujeres de su tiempo fue, tal vez, porque supo revelarles la presencia de Cristo que transfiguraría sus vidas, que daría a sus existencias, tanto a las más humildes tareas como a las más pesadas cargas, esa razón de ser infinita que ellas en vano buscaban. Clara, en efecto, da consejos preciosos, ricos en promesas: «Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad, para que también tú sientas lo que sienten los amigos cuando gustan la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para quienes lo aman» (3CtaCla 12-14). «Ama totalmente a Aquel que por tu amor se entregó todo entero... Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró tal Hijo, a quien los cielos no podían contener, y ella, sin embargo, lo acogió en el pequeño claustro de su sagrado útero y lo llevó en su seno de doncella» (3CtaCla 15-19). «Feliz aquella -escribe también a Inés- a quien se le concede gozar de este banquete sagrado, para que se adhiera con todas las fibras del corazón a Aquel cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales, cuyo afecto conmueve, cuya contemplación reconforta, cuya benignidad sacia, cuya suavidad colma, cuya memoria ilumina suavemente, a cuyo perfume revivirán los muertos, y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial» (4CtaCla 9-13).

¿Quién es, pues, este Cristo del que Clara habla con tanta pasión?

Una especie de letanía bíblica brota en cada página de sus cartas: «Cordero sin mancha, que quita los pecados del mundo». «Altísimo Hijo de Dios y de la Virgen gloriosa». «Rey de los cielos, Rey de los siglos». «Esplendor de la gloria eterna». «Brillo de la luz sin fin, espejo sin mancha»...

El Hombre-Dios, en su gloria, la ha fascinado. ¿Acaso no puede con todo derecho ser preferido Él antes que todos los grandes de este mundo? «Su poder es más fuerte, su generosidad más excelsa, su aspecto más hermoso, su amor más suave y toda su gracia más elegante» (1CtaCla 9).

¿Pero no es Él también quien reúne en sí a todos los pobres del mundo? «Reina nobilísima -escribe Clara a Inés-, mira atentamente, considera, contempla, deseando imitarlo, a tu Esposo, el más hermoso de los hijos de los hombres, que, por tu salvación, se ha hecho el más vil de los hombres, despreciado, golpeado y flagelado de múltiples formas en todo su cuerpo, muriendo en medio de las mismas angustias de la cruz» (2CtaCla 20). «Considera la humildad, la bienaventurada pobreza, los innumerables trabajos y penalidades que soportó por la redención del género humano... Contempla la inefable caridad, por la que quiso padecer en el árbol de la cruz y morir en el mismo del género de muerte más ignominioso de todos» (4CtaCl 22-23).

Y todo esto había empezado con la pobreza del niño recostado en el pesebre, envuelto en pañales: «¡Oh admirable humildad, oh asombrosa pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es acostado en un pesebre» (4CtaCl 20-21).

San Francisco y santa Clara quedan confundidos ante la estupefaciente pobreza de este misterio de encarnación y redención. De ahí que la lógica del amor se torne más apremiante y reclame una imitación más ardiente, una configuración más estrecha, una comunión más auténtica: «Virgen pobre -le dice a Inés de Praga-, abraza a Cristo pobre. Míralo hecho despreciable por ti y síguelo, hecha tú despreciable por Él en este mundo» (2CtaCla 18-19). «Oh carísima -escribe Clara a Ermentrudis-, mira al cielo que nos invita, y toma la cruz y sigue a Cristo, que nos precede; porque, tras diversas y numerosas tribulaciones, por él entraremos en su gloria. Ama con todas tus entrañas a Dios y a Jesús, su Hijo, crucificado por nosotros pecadores, y que su memoria no se aparte nunca de tu mente; procura meditar continuamente los misterios de la cruz y los dolores de la madre que está de pie junto a la cruz» (5CtaCla 9-12).

Ahí se encuentra la clave del gesto loco de santa Clara y de sus hermanas; ahí radica indudablemente, en el realismo del don, la solución interior a muchas dificultades, el secreto de una fuerza que se enraíza en la debilidad.

¿Cómo no cambiar cuando Cristo sale a nuestro encuentro? «Salía de Él una fuerza que los curaba a todos» (Lc 6,19).

Ahora, el contacto tiene lugar en la eucaristía, en la lectura evangélica, en el instante de oración silenciosa o de una acogida; pero lo cierto es que el contacto existe. Sin Él, ¿cómo podríamos conservar nosotras, monjas, nuestro equilibrio de mujeres y encontrar nuestra paz? ¿Podríamos asumir nuestra soledad y vivir en comunión permanente nuestra fraternidad claustral? Ahora bien, esto es posible, plenamente humano, y esta «presencia» pasa por entre nosotras, a menudo sin que nos apercibamos de ello, pero eficazmente. Lo atestigua esta confidencia tan viva y espontánea:

«Hace un instante, me sentía cansada, vacía, sin ganas. La semana pasada, con las huelgas y manifestaciones estudiantiles, fue particularmente penosa. Los nervios fueron sometidos a dura prueba... Para darme un respiro, antes de empezar a trabajar, he acariciado los libros de mi biblioteca. He abierto un libro sobre las Clarisas. He ojeado algunas páginas. Las he leído. Y he encontrado de nuevo la paz... Humildad, pobreza... ¡Cuán lejos está nuestro mundo de todo eso! ¡Gracias! Unas pocas líneas me han devuelto la alegría; era preciso que la compartiera con vosotras. ¡Gracias! Vuestra comunidad es un poco como mi familia y me gusta mucho sentirla vivir...» (Una responsable de un servicio académico).

Esta paz contagiosa no es un monopolio y con frecuencia se es testigo maravillado de la acción del Señor en el fondo de los corazones de mujeres, de madres, de esposas:

«Verdaderamente, es en la oración y el recogimiento donde se encuentra uno a sí mismo, sin engaños ni complacencias, desnudo y verdadero. Yo no seré jamás una contemplativa (?), pero rezo ofreciendo todas mis acciones diarias y conservo en mí la presencia de Dios. Eso me fortalece para acoger todo cuanto se me exige cada día y eso da su pleno sentido tanto a las alegrías como a las penas. Tan grande es mi fatiga que, sin esta presencia de Dios, algunos días, no podría perseverar».

¿Mas, acaso, la vida contemplativa es algo diferente de eso? La bienaventuranza de los pobres de Yahvé...

VIVIR LA ESPERANZA

La iniciación en la vida y misterio de Cristo resulta muy paradójica. Lejos de dejarnos en reposo, su Espíritu nos hace experimentar, en un grado con frecuencia doloroso, la tensión íntima entre estas dos realidades: Dios cuenta con nosotros para seguir encarnándose en nuestro tiempo, entre los hombres cuyos afanes viene a compartir, y, sin embargo, nosotros somos siervos inútiles y el Todopoderoso no necesita de nadie para realizar su obra...

Esto exige continuamente una adhesión apasionada a la vida, un interés por el presente del mundo, un esfuerzo de comprensión, de realización, de adaptación a las nuevas necesidades de una sociedad que reclama nuestras energías y, al mismo tiempo, un desasimiento, una disponibilidad pronta a eclipsarse para ceder el puesto al Otro, para continuar laborando silenciosa e invisiblemente.

Una consejera de orientación expone con claridad su pensamiento:

«Yo creo que lo más válido es hacer comprender a los hombres que vosotras no sois mujeres amputadas del mundo, sino que estáis abiertas a sus problemas, que les comprendéis y que les tenéis presentes en la oración. En la Iglesia hay personas que actúan; algunas incluso, obsesionadas por la eficacia, se olvidan de orar. Vosotras tenéis una función particular: rogáis por la acción de esas personas y le dais una dimensión trascendental; oráis a Dios para que se manifieste a esos hombres que a menudo están muy cerca de Él, pero que todavía no le han reconocido. Vosotras participáis en la construcción del mundo... Es Dios mismo quien se da, y no creo que nosotros podamos darle a los demás... Sólo que ya es hora de que mostremos a los hombres una religión encarnada, un Cristo vivo, humano y divino a la vez. Es inútil hablar de amor a los otros; eso debe vivirse concretamente y es aquí donde se fracasa. Sin la ayuda de Dios, nada podemos... Por ello, cuento con vosotras para "ayudarme", pero entiéndeme bien: no sois vosotras, humanas, quienes me ayudaréis, sino Dios por vuestra mediación...».

¡Pequeña frase, terriblemente simple!

La verdadera pobreza consiste en eso precisamente: aceptar un «quedarse aparte» (no una amputación o aislamiento), «poner las esperanzas» en Dios... Vivir en continuo éxodo de sí mismo, arriesgar la propia vida, asumir plenamente, a medida de las circunstancias, la función social que nos corresponde, pero asumirla como una vocación, sin dejarse encerrar ahí... Prontitud para olvidarse de sí misma, para recomenzar de otro modo, flexibilidad a los impulsos del Espíritu.

Santa Clara poseía el espíritu del «quien pierde gana» evangélico. Para ella, la vida era el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado, servidor en totalidad, que arrastra a su seguimiento: «Si sufres con Él, reinarás con Él; si lloras con Él, gozarás con Él; si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás con Él las mansiones celestes en el esplendor de los santos» (2CtaCla 21).

Era una carrera hacia la felicidad, la felicidad total y definitiva del reino de los cielos, percibida como el fin supremo del hombre, el único que no decepciona. Pero ¡ qué inversión tan radical de valores para llegar a esta plenitud que la entusiasma!: «Qué negocio tan grande y loable: dejar las cosas temporales por las eternas, merecer las cosas celestiales por las terrenas, recibir el ciento por uno, y poseer la bienaventurada vida eterna» (1CtaCla 30). «Saltad de gozo y alegraos muchísimo, colmada de inmenso gozo y alegría espiritual, porque, por haber preferido vos el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales, y guardar los tesoros en el cielo antes que en la tierra... habéis merecido dignamente ser llamada hermana, esposa y madre del Hijo del Altísimo Padre y de la gloriosa Virgen» (1CtaCla 21-24).

Lo que santa Clara nos pide es que preparemos el porvenir, un porvenir infinito, viviendo el presente en la línea de las bienaventuranzas. «El Señor no da ni promete el reino de los cielos sino a los pobres, porque cuando se ama una cosa temporal, se pierde el fruto de la caridad; que no se puede servir a Dios y al dinero... Por eso vos os habéis despojado de los vestidos, esto es, de las riquezas temporales, a fin de evitar absolutamente sucumbir en el combate, para que podáis entrar en el reino de los cielos por el camino estrecho y la puerta angosta» (1CtaCla 25-29).

¿En qué forma puede y debe vivirse actualmente esta pobreza evangélica, franciscana? No quisiera hacer aquí un estudio de la cuestión detallado, sociológico. Baste con notar, de pasada, la importancia creciente para nosotras del trabajo, de la coparticipación, de la solidaridad social...

«Os halláis -escribe un sacerdote- en plena re-lectura del Evangelio, con esa libertad que Dios os ha concedido frente a las riquezas, como dice santa Clara. Pero me parece que no probaréis nada con vuestra pobreza decente. ¡La pobreza cristiana no prueba nada! Es la pobreza del mundo la que prueba la injusticia o la desgracia. Vuestra pobreza es diferente: es una condición de la calidad de vuestra contemplación. Lo que tenéis que enseñarnos es que la contemplación de los hombres exige el desasimiento de los suyos y de todo haber para ser contemplación universal. La contemplación de Dios encarnado comporta un compromiso enorme. Lo digo porque todas vosotras me dais testimonio de ello».

Estamos muy de acuerdo: la miseria es un mal que debe combatirse resueltamente dentro de una perspectiva de desarrollo humano integral, y la pobreza cristiana, aparentemente, no «prueba» nada. Lo que hace falta es discernir, más allá de sus manifestaciones exteriores, su realidad profunda, que pertenece al orden del misterio. Apropiándose, a ejemplo de Francisco, el ser mismo del Crucificado, es como la pobreza cambia, por así decirlo, de sentido y se convierte en liberación, en capacidad de apertura y de progreso, en re-creación... La pobreza es, en efecto, condición para la contemplación, pero es aún más identificación transformante con Aquel que «quiso aparecer en el mundo, despreciado, indigente y pobre, para que los hombres, que eran paupérrimos e indigentes, y que sufrían una indigencia extrema de alimento celestial, se hicieran en Él ricos mediante la posesión del reino de los cielos» (1CtaCla 19-20).

¿Quién no ve el lazo profundo que une estas dos caras de la vida, pobreza evangélica - esperanza?

Es asombroso constatar con qué realismo dinámico santa Clara enfoca nuestra condición itinerante, la de toda la Iglesia. Estamos en camino, la vocación es una marcha en la esperanza, tensa hacia un «más allá» que hace más imperiosas las exigencias del presente: «He sabido que tú, oh hermana carísima -escribe Clara a Ermentrudis-, con la ayuda de la gracia de Dios, has huido felizmente del cieno del mundo; por lo cual me alegro y me congratulo contigo, y de nuevo me alegro, porque tú, con tus hijas, caminas valerosamente por las sendas de la virtud» (5CtaCla 2-3). Y a Inés de Praga: «Te suplico y aconsejo por amor de Aquel a quien te ofreciste como hostia santa y agradable: que acordándote de tu propósito y viendo siempre tu punto de partida, retengas lo que tienes, hagas lo que haces, y no lo dejes, sino que, con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies, para que tus pasos no recojan siquiera el polvo, segura, gozosa y alegre, marcha con prudencia por el camino de la felicidad...» (2CtaCla 10-13).

¿No corresponde este programa al deseo profundo que aflora acá y allá? «Que los cristianos no se instalen en un confort material y espiritual, sino que busquen siempre más perfección», es el deseo de un militante laico.

La Iglesia está en movimiento. Este movimiento tumultuoso puede ser percibido de manera muy diferente por unos y por otros; pero, en cualquier caso, ¿no nos corresponde a nosotras salvar la esperanza, viviéndola nosotras mismas y dando a los demás razones para esperar? Permítaseme citar unas reflexiones que me parecen muy sugestivas:

«Quiera Dios conceder a la Iglesia los signos que necesita para salir de una crisis grave, pero que, en definitiva, puede ser saludable. Estoy persuadido de que usted confía en el porvenir, pero queda un largo trecho, y muy escarpado, hasta llegar a la cima desde la que se descubrirá, con una perspectiva más amplia, que toda la efervescencia actual es, en el fondo, muy poca cosa en el conjunto de la historia de salvación» (Un profesor de colegio).

«Gracias a su humilde eclipse durante estos últimos años, la Iglesia parece que sea ahora aceptada de nuevo por el mundo. Al no inspirar ya miedo ni respeto obligatorio, vuelve a ser una compañera de los hombres (Gén 2,18), a la que se ama, se "contesta", se combate a veces. Entre compañeros, además, es necesario que cada uno se especialice un poco y aporte a los demás la originalidad de su persona. Conviene que nuestra "compañera" la Iglesia recuerde su dimensión mística. Los estadísticos, perdidos en sus cifras, dicen que el mundo se descristianiza, pero ¿cómo medir la sensibilidad del alma, sus tensiones a menudo secretas, sus profundas esperanzas? Frente a los hombres que necesitan cada vez más del silencio para hablar a su propia alma y a Dios, pero que no saben ya cómo crear este silencio, la Iglesia ofrecerá ese estado de oración, esos lugares de oración donde una atmósfera peculiar sofoca los ruidos parásitos» (Un joven urbanista).

«Sí -dice de nuevo un sacerdote joven-, actualmente tenemos necesidad de esos remansos de paz que nos ponen en contacto con lo esencial».

Esto plantea, pues, bien a las claras, la cuestión de nuestro servicio y de nuestro compromiso de contemplativas en la Iglesia.

VIVIR LA IGLESIA

En 1969, dos Clarisas recibidas en audiencia por Pablo VI, preguntaron al Papa: «Santísimo Padre, ¿qué esperáis de vuestras contemplativas?».

La respuesta vino rápida, ardiente; su mirada se hizo más brillante, más cálida: «Ejemplo de fidelidad... Oración por la Iglesia, por los pecadores y por la conversión de todo el mundo... El silencio, signo de vuestra adhesión y de vuestro amor a Cristo».

Por otra parte, un laico se expresa de esta manera:

«¡Los cristianos en las catacumbas! Es allí donde, reducidos en número, encontrarán la verdad. La caridad renace en la miseria. Será preciso mostrar el verdadero rostro de la vida cristiana, pura y completa, a quienes ya no comprenden lo que es la vida cristiana. Será necesario crear esa atracción que vuestro absoluto legitima. Hará falta asegurar, con vuestro retiro y vuestro silencio, el apostolado del ejemplo. Ciertamente, todo eso salvaguardará vuestra independencia, excitará el amor divino que habita en vosotras y arrastrará tras de vosotras a quienes, disgustados por los excesos, reemprenderán la búsqueda de la verdad» (Un hombre de negocios).

¿Qué piensa de esto santa Clara?

Una evidencia se impone: su convicción de que ella y sus hermanas tienen una función que cumplir, una misión que realizar en la Iglesia para el mundo. ¿Cuál es esta misión?

-Un combate, el de la santidad: «Hermana carísima... -escribe a Inés-, tan esplendorosamente distinguida por el estandarte de la virginidad inviolable y de la santísima pobreza, confortaos en el santo servicio comenzado con el deseo ardiente del pobre Crucificado» (1CtaCla 12-13). «Confortaos en su santo servicio, creciendo de lo bueno a lo mejor, de virtudes en virtudes, para que Aquel a quien servís con todo el deseo de vuestra alma, se digne daros con profusión los premios deseados» (1CtaCla 31-32).

-Una libertad incesantemente renovada en la fidelidad. Clara de Asís tiene la violencia de los convertidos. Le fue necesario romper con su ambiente, con su pasado; ¡ningún compromiso con lo que ha dejado! Por ello, mira el mundo con una visión espiritual lúcida: lo que ella discierne, no es un mundo malo en sí mismo, sino la presencia del «enemigo del género humano y de sus astucias». Consiguientemente, pone en guardia a las destinatarias de sus cartas: «No creas ni consientas a nadie que quiera apartarte de este propósito o que te ponga algún obstáculo en el camino para que no cumplas tus votos al Altísimo en aquella perfección a la que te ha llamado el Espíritu del Señor» (2CtaCla 14). «Carísima, sé fiel hasta la muerte a Aquel a quien te has prometido...; que no te hagan perder el juicio los vanos fantasmas de este siglo falaz... Ora y vela siempre. Y la obra que has comenzado bien, llévala a cabo con empeño, y cumple el ministerio que has asumido en santa pobreza y en humildad sincera» (cf. 5CtaCla 5-14).

Conversión, fidelidad, oración: nos hallamos en la línea trazada por el Santo Padre.

Pero ¿cómo dar o devolver a los hombres, a los cristianos el gusto de la contemplación? ¿Cómo nutrir su hambre espiritual? Amándolos, sirviéndolos a imitación de Cristo y del Padre, compartiendo con ellos penas y alegrías: «Y, para usar con propiedad las palabras del mismo Apóstol, te considero colaboradora del mismo Dios y apoyo de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (3CtaCla 8).

La caridad no tiene límites. Inventa y permanece a la escucha de necesidades, actuando sin ruidos, presente, permanente, arraigada.

-Apoyo de la oración: «Le ruego que pida por mí, para que pueda encontrar solución a esta desdichada situación» (Un amigo que ha pedido el divorcio).

-Fidelidad en la correspondencia: «Usted es la única persona que piensa aún en mí y que me escribe» (Un disminuido físico).

-Trabajo: «Pienso a menudo en el locutorio blanco, en su enmaderado de abeto, en nuestras conversaciones cuando, al escoger los colores, los dibujos, los tejidos, hablábamos de lo que nos preocupa o nos maravilla en nuestra vida diaria. Usted me ha ayudado muy frecuentemente sin saberlo» (Un sacerdote joven).

-Consuelo de una amistad: «¿Qué sería de nosotros sin la comunión de los santos y la confianza absoluta? ¡Me siento rodeada de amistad, de gracias!» (Un hogar en dificultades).

-Acogida: «Créalo, no cesaré, incluso desde lejos, de pensar en usted y en todos cuantos me han ayudado tanto y con tanta amabilidad en Europa» (Un estudiante africano).

-Ayuda misionera: «Su caridad ha sido para mí una fuerza tal en las dificultades de mi apostolado...» (Un jesuita indio).

-Unidad: «Siento que estamos unidas por la oración para la eternidad; no me parecen indispensables las palabras entre nosotras. Dios existe y esto es, en definitiva, lo que cuenta. Él está cerca de cada una de nosotras y, gracias a Él, estamos juntas. Aunque Él está junto a cada criatura con la misma solicitud, es sólo con usted con quien me siento unida de esa manera» (Una compañera de trabajo).

-Fraternidad: «Nuestra debilidad es grande, pero nuestra unidad será nuestra fuerza. Ser más es unirse más» (Un franciscano).

También entre hermanas se expresa con la mayor normalidad el afecto del que santa Clara estaba penetrada. ¿Qué sería una comunidad sin estos lazos que se tejen día a día, sólidos y duraderos, en un clima de oración y de intercambio, de responsabilidad y de ayuda mutua, de paz y de sencillez? Hace falta a veces el alejamiento para tomar conciencia de ello, y esta fraternidad no tiene fronteras: «¡Qué hermoso es vivir unidas en el Señor! Jamás podremos olvidar los días de convivencia que crearon entre nosotras y todas las Clarisas lazos de tan profunda fraternidad. Estaremos de nuevo separadas, pero nunca jamás lo estaremos realmente, gracias a la auténtica cohesión de nuestras vidas en un mismo ideal, aunque multiforme» (Unas Clarisas españolas).

¿No es esto como un eco de lo que Clara escribía a Inés de Praga? «Aunque no te haya escrito con frecuencia, como tu alma y la mía lo desean y anhelan por igual, no te extrañes, ni creas de ninguna manera que el incendio de la caridad hacia ti arde menos suavemente en las entrañas de tu madre. Este ha sido el impedimento: la falta de mensajeros y los peligros manifiestos de los caminos. Pero ahora, al escribir a tu caridad, me alegro mucho y salto de júbilo contigo en el gozo del Espíritu» (4CtaCla 4-7). «Puesta en esta contemplación, recuerda a tu pobrecilla madre, sabiendo que yo he grabado indeleblemente tu feliz recuerdo en la tablilla de mi corazón, teniéndote por la más querida de todas. ¿Qué más? En cuanto al amor que te profeso, que calle la lengua de la carne, digo, y que hable la lengua del espíritu. ¡Oh hija bendita!, porque la lengua de la carne no podría en absoluto expresar más plenamente el amor que te tengo, ha dicho esto que he escrito a medias. Te ruego que lo recibas con benevolencia y devoción, considerando en estas letras el afecto materno por el que, a diario, ardo de caridad hacia ti y tus hijas...» (4CtaCla 33-37).

Desear la felicidad de sus hermanas, su salud, su florecimiento espiritual, verlas progresar y triunfar en su vocación, tal es la alegría de santa Clara que resplandece en sus cartas: «Que te vaya bien, carísima hermana y señora, por el Señor tu esposo; y procura encomendarnos al Señor en tus devotas oraciones, a mí y a mis hermanas, que nos alegramos de los bienes del Señor que Él obra en ti por su gracia. Recomiéndanos también, y mucho, a tus hermanas» (2CtaCla 24-26). «Reboso de alegría por tu buena salud, por tu estado feliz y por los prósperos acontecimientos con los que entiendo que te mantienes firme en la carrera emprendida para obtener el premio celestial... Verdaderamente puedo alegrarme, y nadie podría privarme de tanta alegría, cuando veo que tú echas por tierra de manera terrible e inopinada las astucias del taimado enemigo, y cuando veo que abrazas estrechamente con la humildad, con la fuerza de la fe y con los brazos de la pobreza, el incomparable tesoro escondido... ¿Quién, por consiguiente, me dirá que no goce de tantas alegrías admirables? Alégrate, pues, también tú siempre en el Señor, carísima, y que no te envuelva la amargura ni la oscuridad...» (cf. 3CtaCla 3-11).

Vivir en la Iglesia, ¿no es, en definitiva, vivir en comunión, con alegría de la salvación de Dios?

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Al principio de este artículo he tenido en cuenta el foso que parecía existir entre contemplativas y pueblo de Dios. He planteado también el problema de un lenguaje llamado a renovarse para permitir un intercambio auténtico entre laicos y monjas.

¿A qué resultados hemos llegado tras estas páginas? ¿No habría que replantear ahora la cuestión clave: somos verdaderamente dos mundos aparte, condenados a ignorarse? Esto me parece imposible. Todos vivimos la misma fe, el mismo amor, la misma esperanza. Todos nosotros somos la Iglesia. Espero que los testimonios citados lo habrán hecho sentir suficientemente.

¿Dónde reside entonces el malentendido? ¿No radica a menudo en una imagen falseada de la contemplación evangélica a la que todos estamos invitados? Los siglos pasados de alguna manera petrificaron y complicaron cosas, por esenciales, sencillas. Una escenificación un tanto teatral no ha podido menos que crear en torno a los monasterios un halo de extrañeza, engendrando a veces desconfianza o miedo. La trasformación rápida de las condiciones de vida, por otra parte, corre el riesgo de absorber todas las fuerzas interiores del hombre que se debate, aguijoneado por todas partes, solitario en la masa...

¿No es, pues, necesario reencontrar juntos, a partir de las realidades de la vida, la mirada de Cristo, atenta a los signos del Reino, para hacerla nuestra allá donde estamos? Porque la contemplación es, tal vez en primer lugar, una cierta mirada, penetrante, amorosa, maravillada, dolorosa, compasiva... Es también, tal vez, una cierta calidad de vida, que exige la donación sin reservas, gratuita, desinteresada... Es, tal vez, la escucha del Otro, con trasparencia de acogida y de servicio, con densidad de relación...

En esta perspectiva, ¿no es toda la Iglesia, morada del Espíritu, la que está en el mundo en situación permanente de contemplación, y todo bautizado, si quiere vivir a fondo su consagración bautismal, el que ha de adorar al Padre en Espíritu y en Verdad?

El hombre necesita comprender su vida, la vida, con esa comprensión sin fin que hace de él un desposeído alegre... Comprender el sentido de las cosas y de los acontecimientos, actuar en la obra creadora, descansar en un silencio en el que la Palabra de amor puede pronunciarse y resonar ampliamente como un eco...

Los laicos deben aportarnos esta carga de vida para que, en diálogo prolongado, maduro e interiorizado, se revelen mejor las dimensiones insospechadas de una existencia que es, al mismo tiempo, vocación, comunión, misión; y si santa Clara pide a sus hermanas que sean «espejos de los fieles», ¿no es para que, a su vez, los fieles puedan descubrir en ellas el reflejo de su propio rostro, el misterio de una presencia en Dios y en el mundo?

Si la contemplación cristiana es en verdad una forma de vida en la que uno se sabe amado, si la vida mística consiste en dejarse amar y dejarse manejar por Dios, en conformarse en todo a su voluntad y a sus caprichos... Si nuestra aportación consiste sobre todo en mostrarnos dóciles a la acción y a la influencia divinas, en dejar al Espíritu de Dios plena libertad sobre nosotros mismos, entonces nadie puede ya dudar que la contemplación es el bien común, tanto de una monja como de un laico, de un sacerdote o de un religioso; la fuente de nuestra alegría, de nuestro amor, de nuestra fecundidad.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. II, núm. 5 (1973) 157-169].

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