DIRECTORIO FRANCISCANO
Santuarios Franciscanos

SANTA MARÍA DE LOS ÁNGELES
LA PORCIÚNCULA
Santuario franciscano de Asís

por Vittorino Facchinetti, o.f.m.

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BASÍLICA DE SANTA MARÍA DE LOS ÁNGELES

De cualquier parte de la colina de Asís que nos asomemos a contemplar la llanura, vemos alzarse al cielo, dominando el valle, el grandioso Santuario coronado por la bella cúpula de Galeazzo Alessi, que ha inspirado los conocidos versos de Carducci. En torno de la gigantesca basílica existe hoy todo un poblado que deriva su nombre de la prodigiosa capillita, tan querida al corazón del Seráfico; pero en tiempo del Pobrecillo toda la llanura era bosque. Solamente después de la muerte de Francisco, la devotisima capilla fue encerrada dentro de una nueva iglesia, que guardó la Porciúncula durante tres siglos.

En el año de 1569, el Pontífice dominico San Pío V, viendo que el edificio era insuficiente para contener la multitud de fieles que de todas partes acudían para la fiesta del Perdón (2 de agosto), ordenó que fuese derribado, y erigido en su lugar un amplio y magnífico templo. Más de un siglo duró la construcción de la inmensa basílica, cuyos planos se dice que trazó Jacobo Barozzi, llamado el Vignola, planos modificados después por los arquitectos perusinos Julio Danti y Galeazzo Alessi. Se escogió el orden dórico, que indudablemente a la elegancia y majestad unía también la solidez. A consecuencia de los numerosos y violentos terremotos que sacudieron trágicamente todo el valle umbro, también la maravillosa basílica mariana, agrietada por muchas partes, se arruinó casi totalmente. Según las leyes estáticas la primera en derrumbarse debiera haber sido la admirable cúpula, que alcanza setenta y tres metros de altura, hasta la cruz; todo lo contrario, sólo ella quedó ilesa. Estaba protegiendo la querida Porciúncula, y la Virgen no podía dejar de custodiar el devoto santuario.

Pocos años después, por orden de Gregorio XVI, comenzaban las obras de reedificación y restauración, confiadas al arquitecto Poletti, quien desconsideradamente trocaba los planos de Vignola Barozzi, así que, no sólo la antigua loggia o pórtico desapareció, sino también la espléndida y original fachada de singular esbeltez. Desde el lado posterior de la Basílica se puede admirar el ábside grandioso con la cúpula y la torre.

Mas el Domingo in Albis de 1925, con una solemnísima fiesta que llevó a Santa María de los Angeles no menos de cincuenta mil personas, fue bendecida la primera piedra de la nueva fachada monumental, proyecto magno y atrevido del ingeniero César Bazzani, arquitecto insigne, digno de unir su nombre a los de los más célebres de entre sus predecesores, y de coronar triunfalmente el artístico monumento.

LA PORCIÚNCULA (EXTERIOR)

El tesoro de la inmensa Basílica es la Porciúncula, encerrada, como una joya, en el propio seno. Casi parece que la enorme y blanca nave, que se alza majestuosa sobre la humilde iglesita ennegrecida por los siglos, está allí solamente para proteger, defender y custodiar el minúsculo santuario, objeto singularísimo de predilección por parte de San Francisco y rico más que ningún otro recuerdo franciscano.

Una piadosa tradición dice que la devota capilla data del siglo IV de la era cristiana, en tiempo del Papa Tiberio, y que fue fundada por cuatro peregrinos venidos de Jerusalén; dos siglos después el Patriarca San Benito, habiéndola adquirido con una parcelita de terreno para sus monjes, la habría reconstruido más amplia y sólidamente. Lo cierto es que cuando San Francisco, en el período de su conversión, andaba por el campo silvestre de Asís buscando lugares solitarios, al encontrar la Porciúncula medio en ruinas, la restauró con sus manos. En 1211 la recibió en don por los monjes del monte Subasio, para hacer de ella la cuna y madre de su naciente Orden. Y fue aquí donde el Poverello, una mañana de Febrero de 1209, oyendo en la Misa de San Mateo leer el Evangelio del apostolado, lo acogió como un llamamiento a una nueva vida de renuncia y de sacrificio; aquí, tres años después, la noche del 19 de Marzo de 1212, Clara Favarone di Offreduccio, recibida por los hermanos en Cristo con antorchas encendidas y cantos de júbilo, vino a consagrarse para siempre al Señor, dejándose cortar la rubia cabellera, y trocando sus vestidos de seda por la áspera túnica franciscana; aquí, en Julio de 1216, el Seráfico Padre, rogando a Jesús por la salvación de las almas y la conversión del mundo, obtiene de Él la célebre indulgencia del Perdón de Asís. En torno de la Porciúncula los frailes se reunían, venidos de todas partes del mundo, para tener sus solemnes capítulos; de aquí partían los humildes heraldos del buen Dios para las misiones más lejanas y peligrosas; aquí quiso ser traído el Patriarca de los pobres en el otoño del 1226, para morir allí donde había renacido a nueva vida.

Gracias a Dios, la prodigiosa capillita se ha conservado como en tiempos del Pobrecillo: sencilla y tosca, y por ello tanto más querida. Sólo la fachada sufrió modificaciones. Como se puede ver en nuestra tricromía, en el exterior, en el muro a la derecha del que mira el Santuario, se ven dos pinturas fragmentarias, reproduciendo una a San Bernardino de Sena, y la otra a la Virgen en el trono, en medio de San Antonio y de San Bernardino, de autor desconocido, pero que recuerdan la manera de Gozzoli.

LA PORCIÚNCULA (INTERIOR)

Hemos aludido a la Indulgencia del Perdón de Asís o de la Porciúncula. Este acontecimiento merece una ilustración más amplia, y la haremos visitando el interior del devotísimo santuario.

Se cuenta que en una callada noche del estío de 1216, Francisco se encontraba en la pequeña y tan querida capillita, absorto en la profunda dulzura de la oración. De pronto un torrente de luz vivísima inunda el místico santuario, semejante a un sol. En medio de aquella ardiente luminosidad de oro ve aparecer, rodeada de una multitud de ángeles, la dulce figura de Jesucristo y la imagen sonriente de la Virgen María. Los dos celestes personajes, sentados sobre trono real, venían a visitar al Seráfico y a preguntarle qué es lo que más deseaba. Francisco, sin dudar un momento, respondió con confianza: «Padre nuestro Santísimo: puesto que yo soy mísero y pecador, te ruego que a todos los que, arrepentidos y confesados, vengan a visitar esta iglesia, Tú les concedas amplio y generoso perdón con una completa remisión de todas sus culpas». --«Lo que tú pides, oh Fray Francisco, es grande -le dice el Señor-, pero de mayores cosas eres digno y mayores tendrás».

Bien sabido es lo que luego ocurrió. Al día siguiente el Pobrecillo, acompañado de Fray Maseo, tomaba el camino de Perusa para ir a exponer al Papa Honorio III, recientemente sublimado a la cátedra de Pedro, la causa de las almas. El Pontífice, después de dudar algo al pensar sobre todo en la universalidad de la Indulgencia, la concedió, limitándola sólo en cuanto al tiempo, y fijándola a perpetuidad, para todos los años, desde las primeras vísperas del primero de Agosto hasta las vísperas del siguiente día.

En el día escogido para la solemne consagración de la humilde capilla, San Francisco, encargado por los Obispos de la Umbría reunidos con esta fausta ocasión en Santa María, promulgaba ante una inmensa muchedumbre la célebre Indulgencia, iniciando su discurso con aquellas palabras que han quedado famosas: «Hermanos míos, yo quiero enviaros a todos al Paraíso».

Desde aquel día la capillita de la Porciúncula se convirtió en una piscina probática, a la que acuden los fieles de todas partes del mundo para obtener, por la oración, consuelo, perdón y esperanza. Es muy raro el que delante de la Virgen no se encuentre siempre a alguien, arrodillado en humilde oración. Pero el espectáculo llega a ser verdaderamente sublime cuando, al llegar el aniversario de la concesión del insigne privilegio, la multitud innumerable acude a la «rota», el tribunal de la indulgencia, haciendo resonar en la inmensa nave de la mole gigantesca gritos de alegría unidos a lágrimas de arrepentimiento.

LA CAPILLA DEL TRÁNSITO

Es otra preciosa joya de esta Basílica, que, según Cristofani, debe contarse entre las mayores y mejores de Italia. Se encuentra a la derecha del templo, detrás de la Porciúncula, cerca del presbiterio. En tiempo del Pobrecillo era una de las humildes celdas que se levantaban alrededor de la Porciúncula y servía de enfermería. En este lugar venerado, conservado por la piedad de los Padres a la admiración y a nuestra devoción, acaecía la tarde del 3 de Octubre de 1226 la conmovedora escena del tránsito de un Santo. Francisco era colocado sobre una pobre yacija. De pronto, despojándose de su miserable túnica, quiso que le pusiesen sobre el desnudo suelo, para morir en el regazo de la Dama Pobreza. Cubriéndose después con la mano izquierda la llaga del costado, levantó los ojos al cielo y volviéndose a los frailes les dijo: «He concluido mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra».

Después bendijo a todos sus religiosos presentes y ausentes, y haciéndose leer aquel trozo del Evangelio de San Juan que habla con tanta intimidad del amor de Jesús a sus apóstoles en la Última Cena, el dulce y humilde servidor del buen Dios, quiso entonar el Salmo 141 de David: Voce mea ad Dominum clamavi, «A voz en grito clamo al Señor», y con el último versículo que así se expresa: «Sácame de la prisión; me rodearán los justos cuando me devuelvas tu favor», los labios de Francisco de Asís se cerraron para siempre a los cánticos de esta tierra, para abrirse a los de la eternidad. Era la hora de la puesta del sol y una bandada de alondras, posándose sobre el techo de la mísera cabaña, rendía al poeta de la naturaleza con un fuerte gorjeo el último adiós.

La capilla del tránsito está adornada en el interior por pinturas del Spagna; en el exterior Bruschi representó en un fresco la muerte y los funerales del glorioso Patriarca. Pero bastante más preciosas son para nosotros las dos imágenes del Pobrecillo, una atribuida a Giunta Pisano y pintada sobre una tabla, que parece ser del féretro del Santo, y la otra que preside el altar, modelada por el admirable artífice de la terracota, Luca della Robbia.

LA CAPILLA DE LAS ROSAS

Parece que debe su nombre al vecino rosal. En tiempo de San Francisco no era más que un miserable tugurio, construido, como de costumbre, con barro y ramas, en el cual gustaba refugiarse el Seráfico para meditar, cuando habitaba en la Porciúncula; y acaso estaba en él rezando aquella noche, invernal, en que el rey del infierno se le presentó tentándole para que abandonara sus rígidas penitencias, prolongadas vigilias y extenuantes ayunos. Francisco, para triunfar de la tentación se desnuda, sale de su celda, y se echa en la maleza vecina, hiriéndose el cuerpo con las duras espinas. Al contacto de aquellas carnes purísimas los zarzales se transformaron en rosales, y, aún hoy, las pequeñas plantas de aquellos rosales sin espinas, tienen las hojas manchadas de un color sanguinolento...

La capillita de las rosas se compone ahora de dos partes claramente distintas: una más baja, la pequeña gruta del Santo, y otra más alta, transformada en oratorio con altar dedicado al Seráfico Padre y construido en tiempo de San Buenaventura. Las pinturas de la pared del centro representan a San Francisco con sus compañeros, las de las laterales a los principales santos de la Orden Franciscana. Al minúsculo santuario se añadió más tarde, y precisamente en 1438 por iniciativa de San Bernardino, un atrio largo, que sirve como vestíbulo al oratorio del cual está separado por una reja.

Otros frescos bastante discutidos de Tiberio de Asís, recuerdan en cinco compartimentos toda la historia del Perdón de Asís. En el primero, a la izquierda del altar, está Francisco desnudo entre las espinas rodeado de dos ángeles, los cuales, en el segundo, conducen al Santo cubierto de vestiduras blancas, hacia la capilla de la Porciúncula. En el tercero, aparece el Pobrecillo postrado ante el Redentor y la Virgen, sentados sobre el altar de la santa capilla, como sobre un trono de misericordia. En el siguiente está el Pontífice, Honorio III, que, a instancias de Francisco, confirma la gran Indulgencia, y en el quinto se desarrolla toda la escena de la promulgación del Perdón ante innumerable muchedumbre.

En este último fresco, la pequeña, querida y devota Porciúncula está pintada con tanta riqueza de detalles, que este fresco ha podido suplir a la falta de documentos, no sólo acerca del estado y la forma de ella, sino aun de la iglesia que en aquel tiempo la rodeaba y del antiguo y gracioso conventito que conoceremos en las siguientes páginas.

EL CLAUSTRO DEL «CONVENTITO»

El conventito, construido entre 1230 y 1350, se había convertido, especialmente en los últimos siglos, casi en un montón de ruinas despreciables e insignificantes, ahogado entre la Basílica inmensa y el espacioso convento actual, edificado en varias épocas. Pero finalmente hoy, merced a la inteligencia y actividad de los religiosos de Santa María de los Angeles, se ha restituido a sus viejas líneas de sencillez y pobreza franciscanas.

Desembarazado, en sabia restauración, de las muchas alteraciones que había sufrido, da al peregrino, enamorado y ávido de la más pura poesía seráfica, una visión sugestiva e inolvidable. Es el lugar sagrado de la más vieja morada de nuestros Padres, de los gloriosos muros consagrados por los éxtasis de los Santos que en la Porciúncula tejieron la tela heroica de sus vidas, por sí mismos y por otros generosamente ofrecidas a Dios, que resucita de la tumba secular, donde la carcoma del tiempo y de la incuria consumían las queridas reliquias.

El pequeño claustro medieval se ofrece por primera vez al visitador evocando siglos lejanos y provocando en el ánimo una sensación tranquila y alegre, que brota de la sencilla harmonía de las líneas, de la ágil elegancia de las columnas, de los recuerdos de un tiempo que fue. Observándolo atentamente es fácil descubrir que todo ello es la resultante de tres elementos distintos: él pórtico, las paredes de apoyo y un gracioso arco travesero. Del pórtico, construido hacia mediados del siglo XV, queda una ala entera de cuatro arcadas y una truncada en el segundo arco. Los muros son de ladrillos rojizos, con columnas de cuatro caras, y la archivolta que se encorva sobre los capiteles tiene sencillos dibujos lineales; el único ornamento es una especie de hoja retorcida en la base de cada arranque. Es evidente que gran parte de la pobre y tosca fábrica fue construida pocos años después de la muerte del Fundador, acaso por iniciativa del primogénito de su espíritu Bernardo de Quintaval. Algunos elementos son quizá anteriores a la primera habitación franciscana, porque su construcción en piedra es muy similar a la de la Porciúncula, si es que no son idénticas. Además, sabido es como los historiadores atestiguan la existencia de una casa benedictina en las cercanías de la capilla de Santa María de los Ángeles, mucho tiempo antes de que el Pobrecillo restaurase con sus propias manos el santuario de sus oraciones y de sus éxtasis.

Todo el pequeño claustro, iluminado por una luz sobria e igual que cae desde lo alto, está poblado de fragmentos arquitectónicos y ornamentales, algunos notabilísimos, que pertenecieron en gran parte a la iglesia y al convento. Un conjunto de pequeños detalles, que añaden austeridad al claustro minorítico con una nota de nobleza, completan su significado histórico y simbólico.

EL POZO DE SAN FRANCISCO

Se encuentra justamente en medio del pequeño patio, a la derecha del que entra, protegido por un gran arco que le sirve de marco, excavado en una de las paredes de la Basílica actual, que ha absorbido gran parte del pequeño convento. Evidentemente los religiosos no supieron resignarse a la destrucción de la cara joya de todos conocida con el nombre de «Pozo de San Francisco», así llamado también en las crónicas conventuales. Parece que esta vieja cisterna, que se encontraba en un tiempo en el centro del claustro, debe su denominación al hecho de que sus aguas surgieron prodigiosamente del suelo por las oraciones del Seráfico Padre; el cual, un día, durante el Capítulo de las Esteras, pudo salvar, invocando la ayuda de la Virgen de los Angeles, a un pobre frailecito que en él cayó incautamente.

Sabido es el respetuoso amor del Serafín de Asís a la hermana agua, humilde, preciosa y casta, y de ahí, la obediencia del límpido elemento a su virtud taumaturga. Conocido es cómo deseaba él verla brotar clara, rústica y fresca en torno de los pequeños eremitorios franciscanos; prohibía a los religiosos derramarla en tierra, en lugares donde pudiera ser hollada; se extasió un día contemplando una bella fuente en la que Fray Maseo podía empapar los pedazos de pan duro, recogidos de limosna y puestos sobre una hermosa piedra blanca... Por esto la hermana agua no se opuso jamás a su voluntad, y así como se calló y desvió su curso en el bosque de las Cárceles, así en el eremitorio de San Urbano, para socorrer a los pobres religiosos, se trocó prodigiosamente en vino. Innumerables surtidores se jactan del honor de haber brotado del suelo por la oración del Santo y conservan milagrosa virtud terapéutica. Acaso en honor a esta tradición todos los franciscanos tuvieron después siempre un culto singular por nuestra hermana agua y jamás se olvidaron de cavar en sus claustros las características cisternas.

Los religiosos de Santa María, en particular, constantemente se preocuparon, en el transcurso de los siglos, de que el precioso elemento no faltase a la multitud de fieles que acudían a la Porciúncula, en ocasión del Perdón. En el siglo XV trataron con Cosme de Médicis para que fuese traída del monte Subasio una vena de agua pura, y a su caridad inteligente y generosa las buenas gentes que habitan a la sombra del Santuario mariano deben el beneficio del agua, abundante y fresca, que alegra su casa.

LAS PEQUEÑAS CELDAS DE LOS MENORES

Se alinean una junta a otra, blancas y pobres, en el modesto dormitorio, al que se sube por una estrecha pero fácil escalera de caracol, que corre por el muro potente de la Basílica. Se dijo al principio que era el «dormitorio de San Bernardino», pero parece ser que la construcción es anterior al mismo nacimiento del Santo. En efecto, el arreglo de estas celdas, que en el transcurso de los años se redujeron de veinticuatro a dieciséis, se hizo hacia el año 1350, esto es, en la época de la construcción de la galería inferior. Gracias al pavimento, que se conservó casi en su totalidad y a los restos murales y columnas cubiertas de estuco, y ahora despojadas de él, el viejo dormitorio, salvo alguna indispensable modificación, se ha podido restaurar en su primitiva forma, aun allí donde parecía utopía sólo el pensar en ello. De modo que hoy aparece verdaderamente sugestivo, por su austeridad, no desnuda de gentileza, que le dan las atrevidas portezuelas y el arco que le iluminan.

Cualquiera de las minúsculas celdas ofrece un atractivo especial por los objetos allí reunidos, pertenecientes al antiguo convento y a la vieja iglesia; pequeños y pobres utensilios de cocina, de farmacia, de trabajo, interesantísimas colecciones de grabados, madreperlas y sellos. Una de estas celdas reproduce a lo vivo el pobre mobiliario de un cubículo franciscano y otra reconstruye la habitación para calentarse, con una bella chimenea del siglo XV. Pequeñas y obscuras lámparas de hierro forjado cuelgan de cada celda; en los patios y en los claustros lámparas más grandes se bajan mediante retorcidas cadenas. No falta en un ángulo del dormitorio la campanita, coronada de una cruz, que servía para despertar a los religiosos a media noche y al amanecer. Como último y supremo ornamento, bendice, desde el fondo del pasillo, la imagen del divino Redentor, en la forma piadosa establecida en los tiempos de los Montes de Piedad.

¿Cómo no pensar en la gran multitud de almas generosas que aquí pasaron largas horas en profunda meditación, en místicos coloquios con el divino Esposo? Almas ingenuas y penitentes apartadas del mundo, de sus engaños y de su vanidad, a la sombra del Santuario de María, acogiéndose dichosas bajo el sayal de la Dama Pobreza. Almas heroicas que obtuvieron en la oración la fuerza para vencer en las luchas interiores. Almas apostólicas que, inflamadas del amor de Dios y del prójimo, se separaban a disgusto de la mística Porciúncula, para recorrer los caminos del mundo predicando a todos el bien y la paz. Sus nombres queridos, obscuros, ignorados por los hijos de la tierra, brillan con sempiterna gloria en los esplendores del cielo.

LA CELDA DE SAN BERNARDINO

Es la última del pequeño dormitorio que admiramos y se encuentra en el fondo, a la izquierda del minúsculo corredor; pero es la primera por los santos recuerdos que su visita despierta en el ánimo. Lleva el nombre del gran reformador senense, porque, como quiere una antigua y constante tradición, él solía habitarla cada vez que, para descansar de sus fatigas apostólicas, venía a pasar algunos días junto a la Porciúncula. Además de un buen pedazo de túnica del Santo, se conserva en ella, cual preciosa reliquia y en un gracioso armario del siglo XV, una oración suya latina manuscrita sobre pergamino. La figura del famoso fraile toscano, que, elocuente y sutil, difundió por el mundo la palabra de sencillez y caridad franciscana, se evoca en su imagen afirmada por el arte del Renacimiento.

Pero no menos sugestiva se nos ofrece otra celda que lleva el nombre del gran cardenal milanés, San Carlos Borromeo. Bien conocida es su gran devoción a Francisco, el Apóstol de Asís, y el afecto que tenía a su Orden, de la que fue por muchos años Protector inspirado y activo. De muy buena gana el santo Prelado, en las frecuentes peregrinaciones que hizo a Roma, pasaba por la Umbría y venía a descansar en la Porciúncula. Es lógico pensar que en el pobre y pequeño convento le estaba asignada la habitación destinada a los huéspedes más ilustres, habitación que, a juzgar por las dimensiones, menos exiguas, y por la ventanilla cuadrada más amplia que todas las demás, rectangulares y minúsculas, debía ser ésta que lleva su nombre. Una carta manuscrita del Santo, colocada en un cuadro colgado de la pared; una reliquia de sus vísceras, conservada en un relicario de cristal, y un retrato suyo de la época, donado al Capítulo de Asís, confirman la fácil hipótesis.

Antes de alejarnos del pequeño convento demos una mirada al interesante Museo, últimamente ordenado. Allí están ahora recogidos regalos caros y preciosos: libros corales, blondas del siglo XVI y frontales bordados en seda y oro, objetos de oro, plata, bronce, marfil y cristal de roca, albas de hilo con ricos encajes, damascos, ornamentos sagrados, tejidos finamente trabajados y, finalmente, una gran cruz, que se alza en medio de la sala sobre un pedestal de madreperla, estupendo trabajo de los Franciscanos de Tierra Santa.

La visita ha terminado, pero no es fácil que se borre rápidamente la impresión de la sencillez, y al mismo tiempo de poesía y de arte, que la visión de este oasis de tranquilidad y de paz suscita en el ánimo.

EL ANTIGUO ORATORIO

Es ciertamente la parte más querida del atrayente conventito. Al pensar en los recuerdos que brotan de las piedras del pobre cenobio, las de la capilla restaurada nos interesan y atraen como un enigma. Se sabía por concordes testimonios de antiguas crónicas que, en la destrucción de los oratorios dedicados a la memoria de los primeros minoritas, uno sólo se salvó y se precisaba también el lugar donde estaba: cerca de la cocina de los pobres frailes. Pero las mudanzas que se siguieron no dejaban esperanza alguna de que se conservase todavía. El lugar de la capilla oscura y reaparecida, toda estropeada y deslucida, pero siempre reconocible, unida mediante una puerta que lleva encima el tradicional monograma de Jesús, cerca de la vieja cocina, la cual no es sino el paso lóbrego que la precede, es hoy tan poéticamente sugestivo por algunas figuras austeras de santos pintados sobre la pared y por el tosco púlpito consagrado por la predicación de San Bernardino de Sena.

La pequeña capilla es abovedada, con las paredes desnudas; una reja, deliciosamente trazada y apoyada sobre un basamento a cuadros, en piedra bicolor, separa el pavimento en dos planos; sobre el pequeño altar de cipo se admira una tabla de Giunta Pisano, representando a Jesús crucificado. Dos sencillas lámparas, de hierro forjado, penden de la bóveda; algunos oscuros bancos en torno; la humildad del vetusto oratorio emana una sutil poesía de ascético atractivo para el espíritu del visitador que aquí se detiene envuelto en las ondas suaves de los recuerdos, más densas y queridas por el profundo silencio.

Aquí se hace más vivo el deseo que tantas veces ya habíamos sentido, de ver de nuevo a los místicos caballeros de la Tabla Redonda, rodeando al amoroso Padre. Nuevamente el peregrino suspira por no haber podido encuadrar aquí la figura fina y luminosa del Santo, viva en la memoria en aquel bosque de la Porciúncula, testigo desaparecido de su oración y de su vida. Mas, ¿para qué lamentarse de aquello que el tiempo y los hombres han destruido para siempre? Consolémonos al pensar que aquí tuvo origen la epopeya del Pobrecillo; que él quiso dejar en preciosa herencia a sus frailes el propio corazón. Aquí pudo pasar horas suavísimas de éxtasis paradisíacos la hermana Clara, cuando vino a tomar parte en el ágape fraternal, al que le había invitado el dulce Padre y que, por los divinos coloquios de aquellas celestiales almas, se transformó bien pronto en un banquete de luz y de amor. Aquí, como en las Cárceles y en San Damián, convinieron siempre y se darán cita los devotos y los admiradores del Santo de Asís, seguros de encontrar vivo su espíritu entre las paredes de su mística y amada Porciúncula.


Vittorino Facchinetti, O.F.M.,
Los Santuarios Franciscanos. Tomo II: Asís, en la Umbría.
Barcelona, Biblioteca Franciscana, 1928, pp. 135-184.

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