DIRECTORIO FRANCISCANO
Santuarios Franciscanos

EL ALVERNA
Santuario franciscano

por Vittorino Facchinetti, o.f.m.

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La montaña sagrada

El peregrino que, saliendo de Bibbiena por la antigua puerta romana cerca de la antigua iglesia de la Pieve, toma la senda campestre, ve surgir aislada, emergiendo sobre el valle y los collados, una montaña rocosa, de azulada cumbre, que atrae su mirada más que otra cualquiera. Es el Alverna, el místico calvario del Pobrecillo de Asís.

El aspecto de este monte es verdaderamente extraño; fue comparado por unos a un gigantesco baluarte que alza el mayor de sus ángulos hasta 1283 metros sobre el nivel del mar, y por otros a un original cometa, cuya cola, vuelta al mediodía, y de la cual sale una larga escollera, se prolonga hasta debajo de las colinas de Chiusi; o también a una isla que surgiera del océano, o a una pirámide de Egipto. La mancha que corona su frente, sobre las rocas blanquecinas, y en medio de las cuales aparece como engastado el grupo de los Santuarios franciscanos, está formada por un magnífico bosque, poblado de fresnos y de abetos que el viento hace vibrar como arpa gigante; recortado por rocas, precipicios y cavernas; adornado y embalsamado por musgo y flores silvestres.

Excepto en los meses de verano, el clima es aquí bastante vario, húmedo y frío, a causa de las frecuentes lluvias de casi perpetuo invierno. Pero desde junio hasta septiembre la estancia en el Alverna es verdaderamente agradable y deliciosa. Seguramente por este contraste los historiadores y poetas que describieron la montaña seráfica, al buscar el significado etimológico de la misma, formularon hipótesis diametralmente opuestas, y mientras unos sostuvieron llamarse la Averna, de ver sólo por ironía, por ser lugar sin primavera, otros lo hacen derivar de vernans, casi perenne primavera [en latín, ver, veris, significa primavera].

Creo, con todo, que, a pesar de las razones de estos últimos, la pedregosa montaña casentina, de vastos y encantadores panoramas, no hubiera sido nunca meta de las almas piadosas, que desde hace siglos la visitan en inmortal peregrinación, si Francisco de Asís no hubiese recorrido con sus pies descalzos todos estos riscos y profundos barrancos. Sabemos que cuando el Pobrecillo amoroso subió por primera vez a las rocas del Alverna para orar, meditar y llorar sobre la pasión de Cristo, y recibir finalmente los Estigmas de su martirio, aquel monte estaba infestado por fieras y salteadores. Hoy es uno de los lugares más santos del mundo, asilo de reposo y de paz, morada de corazones puros y generosos, sagrario de místicos recuerdos.

El «crudo sasso» (Dante, Paraíso, XI, 106-108)

Recuérdalo el Dante en el último admirable terceto de su canto franciscano, undécimo del Paraíso. El sublime poeta dedica al milagro del Alverna: «Nel crudo sasso intra Tevere ed Arno / Da Cristo prese l'ultimo sigillo / Che le sue membra due anni portarno», «En el áspero monte entre el Tíber y el Arno / de Cristo recibió el último sello / que sus miembros llevaron durante dos años».

La situación de la prodigiosa roca no puede estar mejor determinada de lo que aparece en el recuerdo de estos dos grandes ríos, que bajando el uno de las alturas del monte Fumaiolo y el otro del Falterona, recorren y bañan el bello Casentino. Bien hizo Alighieri en recordar con preferencia a todo el resto de la montaña el «crudo Sasso», como hace bien nuestro artista en reproducirlo en el boceto adjunto, porque el nombre y vista de aquella traen poderosamente a la memoria el don divino que el Cielo se dignó conceder entre sus piedras al Santo humildísimo.

El enorme macizo, abrupto y desnudo, que mereció convertirse en el altar del más puro y sublime holocausto que criatura humana pudo ofrecer a su Creador, ¿no parece simbolizar la suprema renuncia que hizo Francisco ante el Obispo de su ciudad, cuando se despojó de los vestidos y se desposó místicamente con la Dama Pobreza? ¡He aquí el primer paso decisivo y enérgico hacia el monte del sacrificio! Llegado a estas alturas el Pobrecillo de Dios no poseía ya nada de lo que era suyo: ni sus bienes, distribuidos por él en limosna a los pobres; ni su cuerpo, extenuado por la penitencia y destrozado por las fatigas del apostolado; ni sus instituciones, para cuyo nacimiento, desarrollo y conservación se consideraba como instrumento inútil en las manos del Señor. Cuando llegó por última vez a la vista del «áspero monte» que para él debía ser casi tierno, Francisco, como Cristo, sólo llevaba el peso de su cruz, que era su tesoro; no visible instrumento de martirio que pesara sobre su espalda, sino invisible tormento del corazón: un vivo, profundo y consciente deseo de sufrimiento y de amor; el ansia de una unión más íntima con su Amado, de una completa inmolación por Él, de una total transformación en Él. Es lo que había de suceder poco después, coronando el Alverna de esplendores inmortales, de los fulgores de Sión y de la gloria del Tabor.

Aún hoy, a siete siglos de distancia, al acercarse a la montaña sacra, parece siempre que se ve elevarse sobre la prodigiosa mole, humilde y grande, la figura del Estigmatizado, dominando desde aquella roca el inmenso panorama, alabando a Dios y bendiciendo a sus criaturas.

El castillo del Conde Orlando

Es actualmente un montón de gigantescas ruinas, al sudoeste del «crudo Sasso», que recuerdan al pensador todo un mundo medieval de hazañas caballerescas, de justas y torneos, de guerras y de batallas, de derrotas y de victorias. Pero toda alma franciscana sabe sin embargo que a estos escombros está unido el recuerdo de una de las páginas más sugestivas de la historia del Santo de Asís: la generosa donación del Monte Alverna, por el Conde Orlando Cattani, señor de Chiusi, a Francisco y a sus frailes. Véase la Consideración I sobre las Llagas.

El apóstol umbro y el noble del Casentino se habían encontrado por primera vez en Montefeltro, donde el juglar de Cristo, acompañado de su fiel Fray León, quiso tomar parte en una fiesta mundana, con la esperanza de hacer bien y ganar algún alma para Cristo. Subido sobre un pequeño poyo que dominaba la plaza del castillo, donde se había reunido toda la nobleza de la vecindad, el heraldo del Gran Rey quiso predicar a aquel auditorio disipado, tomando por tema de su discurso los conocidos versos de una canción popular, entonces en boga: «Tanto é il bene che mi aspetto / que ogni pena mi é diletto», «Tanto es el bien que espero, que el penar me es placentero».

Orlando quedó de tal modo admirado y conmovido del fervor religioso con que el frailecillo supo comentar su canto que, después de un coloquio con él, lo selló con la oferta de la montaña de la Verna. Francisco la aceptó, una vez que, visitada por algunos de sus religiosos, la encontraron como muy adecuada para una vida de soledad, de oración y de penitencia. La cesión se realizó oralmente el 18 de Mayo de 1213; pero sólo más tarde, el 19 de Julio de 1274, fue confirmada con documento notarial por los hijos del Conde Orlando.

En este acto legal encontramos la más antigua y exacta descripción de la montaña seráfica, llamada tierra arboratam, saxosam et pratosam, poniendo así en relieve el triple elemento natural, el bosque, la roca y el prado, que encierra también hoy el Alverna en su circuito, dándole un triple aspecto: solemne, selvático e idílico. Donaron igualmente a los hijos del Pobrecillo la servilleta, el vaso y el plato de madera de que se había servido el Santo cuando fue huésped del Conde de Chiusi, objetos que ahora se conservan como reliquias en el Santuario.

Prueba todo ello de la profunda veneración con que el Conde Orlando y sus familiares rodearon siempre la cara memoria del apóstol del Señor, el cual, con su sencillez, su fe y su amor, sabía atraer a sí a todas las almas y a todos los corazones.

El camino entre Chiusi y el Alverna

Se desliza, a veces, llano; otras veces, a través de los bosques; a veces montuoso y entre rocas, pero siempre poético y sugestivo.

El Santo de Asís lo recorrió, sin duda, en el primer viaje que hizo hacia la montaña de su martirio, durante el verano de 1214, o tal vez más probablemente de 1215, a su regreso de España a la Porciúncula. También entonces le acompañaban sus íntimos León, Ángel y Maseo, director este último de la devota peregrinación. Sucedió que, al llegar a Citerna, el varón de Dios quiso predicar al pueblo, que se había reunido en el campo a la sombra de una gran encina. Al apoyarse Francisco en el árbol, vio que era un hervidero de hormigas, pero con una sola palabra suya aquel sinnúmero de insectos abandonó el lugar procesionalmente, alejándose con orden admirable y entre el asombro del estupefacto auditorio.

Al emprender de nuevo el camino y encontrándose al anochecer distantes de poblado, nuestros peregrinos se vieron obligados a refugiarse en una iglesia abandonada, en el término de Caprese, de la cual existen aún algunas ruinas. Dice la tradición que en este lugar el místico Santo, que velaba en oración, fue asaltado con tal furor por una legión de demonios, que el relato de las Florecillas está lleno aún hoy de maravilla y espanto. Pero en esa misma noche Francisco, después de la batalla, fue visto por sus compañeros, al despertar del sueño, «orando con los brazos en cruz por largo tiempo, en el aire y elevado de la tierra y rodeado de una esplendente nube».

El espíritu había triunfado, pero el cuerpo quedó a tal punto extenuadas sus fuerzas por la lucha que, cuando se trató de emprender de nuevo el viaje, fue necesario buscar para el Seráfico Padre un borriquillo, que prestó un pobre aldeano, el cual, en su sencillez, se permitió poner a prueba la humildad del Poverello, exhortándole a que fuera realmente tan bueno como el pueblo creía. Francisco inmediatamente baja del borriquillo «y se arrodilla delante de él y empieza a besarle los pies, agradeciéndole humildemente el que se hubiera dignado amonestarle con tanta caridad. Entonces el aldeano, juntamente con los compañeros de San Francisco, con grande devoción le levantaron del suelo y colocaron de nuevo sobre el borriquillo continuando su camino». Poco después y en obsequio del mismo aldeano, que moría de sed entre las rocas de la montaña, abrasada por el sol, el Pobrecillo hacía surgir de la roca una fuente viva (cf. Consideración I sobre las Llagas).

¡Éste y otros son los recuerdos franciscanos que se presentan a la memoria recorriendo el histórico camino que, desde los valles de Perusa, por Citerna y Capresi, conduce al Gólgota seráfico!

La Capilla de los Pajarillos

Las Florecillas continúan narrando que, al pie de la escarpada pendiente, Francisco quiere descansar un poco a la sombra de una soberbia encina.

Mientras el Santo consideraba alegremente la disposición del lugar, y se gozaba de la encantadora visión del panorama, he aquí que viene una gran bandada de pajaritos de distintos puntos, los cuales, cantando y batiendo las alas, demostraban todos grandísima fiesta y alegría, rodeando a Francisco de tal manera, que algunos se le posaron sobre la cabeza, otros sobre la espalda, otros sobre los brazos, algunos en el regazo y otros en torno a sus pies. Viendo esto sus compañeros y el labriego, y maravillándose San Francisco, lleno de júbilo espiritual dice así: «Yo creo, carísimos hermanos, que a nuestro Señor Jesucristo le agrada que nosotros vivamos en este monte solitario, ya que tanta alegría muestran por nuestra llegada nuestros hermanos los pájaros» (Consideración I sobre las Llagas).

Bellísimo episodio, que lleva toda la impronta de la poesía franciscana. Es bien sabido cómo el amoroso Poverello, llamado con razón poeta de la naturaleza y cantor de la fraternidad, abrigaba singular terneza por las inocentes criaturas del aire, que lo alegran con sus cantos y lo animan con su júbilo. Todos conocen «el bello sermón» que el Santo de Asís dirigió un día a una gran bandada de nuestros hermanos los pajaritos en la llanura de Bevagna. Otra vez, en la laguna de Venecia, se puso a pasear tranquilamente en medio de ellos, recitando el breviario con un compañero; ninguno de aquellos pajaritos huyó, y todos callaron a una señal suya. Ejemplo parecido de pronta obediencia lo dieron en otra ocasión las hermanas alondras, las cuales como distrajesen al auditorio mientras el Santo predicaba en la plaza de Aviano, fueron invitadas por el Santo a que callasen, y los alados animalitos guardaron silencio hasta el final de la ceremonia.

No es, por lo tanto, inverosímil el hecho del Alverna, transmitido por la más constante tradición. En el lugar del gracioso milagro se levanta la pequeña capilla, en la cual una vez al año, durante el estío, se celebra el divino sacrificio. Un pequeño coro de pintados pajaritos en torno del oratorio, frente a la imagen del Santo que bendice -valiosa obra de Graciano de Faenza-, da todavía hoy, a siete siglos de distancia, la ilusión de asistir a la poética escena.

Puerta de entrada al Santuario

Cuando el Pobrecillo llegó por primera vez al Alverna no existía nada del inmenso edificio que se alza hoy a corta distancia de la Capilla de los Pajarillos, en lo alto de la rápida subida que conduce al Pianellino dei Balli, y sigue después, descendiendo, hacia la senda que lleva a Pieve di Santo Stefano. Existían sólo las pocas chozas que la gente del Conde Orlando había construido con ramas de árbol y barro para Francisco y sus compañeros. Lo demás era bosque.

Hoy, en cambio, por lo menos en este sitio, la montaña sagrada presenta un aspecto bien diferente. Parece casi una pequeña ciudadela fortificada, construida en la viva roca, en la falda de la misteriosa floresta. Es curiosa especialmente, por su trazado irregular, la gran puerta que da entrada al edificio. Está formada por una tosca arcada, de estilo casi ojival, apoyada sobre dos enormes peñascos, cerrada y defendida de noche por pesados postigos que recuerdan el castillo feudal. Encima, aparecen alineadas las ventanas de la hospedería exterior.

El que quiera conocer la razón de este aparato de fuerza y de defensa tendrá que hacerse explicar el significado de las armas nobiliarias que se ven esculpidas en medallones de mármol sobre el arquitrabe de la puerta que conduce a la hospedería interior y a las oficinas del convento. Se trata de los escudos del pontífice Eugenio IV, del pueblo florentino, del Municipio de Florencia y de los Cónsules del arte de la lana, todos protectores y defensores del Santuario.

Fijemos nosotros más bien nuestra mirada sobre la inscripción que rodea la arcada y proclama solemnemente: «Non est in toto sanctior orbe mons»: «No hay en todo el mundo otro monte más santo». Evidente hipérbole. Jerusalén, Roma, Asís mismo se jactan de tener santuarios no menos célebres que el Alverna. Pero es también evidente la finalidad de los devotos que la han hecho grabar: el de preparar el ánimo a visitar con la piedad debida las rocas que fueron teatro del más sublime misterio de amor y de dolor que recuerda la historia, después de la tragedia del Calvario, y que encierran algunos de los más conmovedores recuerdos de la vida del tutto Seráfico in ardore.

Aceptemos la devota invitación, descalcémonos en espíritu; purifiquemos la mente y el corazón y preparémonos a visitar el Santuario franciscano con humilde fe y ferviente amor.

El patio exterior del convento y la iglesita de Santa María

Pasada la puerta de entrada, nos encontramos ante un patio rústico que se extiende atravesando el convento y conduce a la hospedería interior. Su estructura, humilde y pobre, hirió la imaginación del artista que quiso reproducirlo aquí, ejecutándolo acertadamente.

Pero, mas bien que comentar este dibujo, prefiero evocar en estas páginas el recuerdo de la devota capilla que se alza a la izquierda de este edificio, por ser la más antigua iglesita edificada en el Alverna, y es rica en recuerdos del Pobrecillo y de algunos de sus más fieles discípulos.

Sabida es la devoción que Francisco de Asís tenía a la Santísima Virgen y el ardiente amor y filial ternura que le profesaba. No es infundada la tradición de que todas las iglesias que hizo edificar las dedicara a la Reina del Cielo, escogida por protectora de su Orden, y que, como la de Porciúncula, llevasen el título de Santa María de los Angeles. De todos modos es cierto que la iglesita del Alverna fue hecha construir por él a consecuencia de una visión celeste, en la cual la misma Madre de Dios se dignó expresar a su siervo el deseo de que se edificase en este lugar un pequeño santuario que le fuera dedicado, dignándose también indicar al Pobrecillo la forma y las medidas del mismo.

Esto sucedía la primera vez que Francisco subió a la sacra montaña. Poco después, gracias a la generosidad de su amigo y bienhechor el Conde Orlando, el diminuto y devoto templo que medía nueve metros de largo por cinco de ancho, estaba terminado. Aumentando el número de los religiosos, y encontrándolo demasiado pequeño, tanto para ellos mismos como para la afluencia de los peregrinos, decidieron agrandarlo, pero sin cambiar el diseño, antes bien separando con una pared divisoria los dos edificios, que fueron consagrados por los Obispos de Umbría y del Casentino, en Agosto de 1260 y en presencia de San Buenaventura, entonces General de la Orden.

La devotísima iglesita fue pronto la predilecta del Seráfico Padre, quien, cuando venía en busca de un poco de reposo a la mística soledad de su futuro Calvario, gustaba refugiarse entre los muros sagrados, tan caros a su corazón, para meditar, orar y disciplinarse hasta hacerse sangre. Más tarde, el alma extática del Beato Juan de Alverna se verá alegrada aquí por apariciones celestes de Angeles y de Santos y por la visita del mismo Salvador «en el momento de ser bajado de la cruz».

Por esto el pequeño santuario de Santa María de los Angeles fue siempre tenido en gran veneración por los religiosos, que lo visitan procesionalmente todos los días, recitando fervorosas plegarias y cantando devotos himnos.

La gran plaza del Cuadrante

Se conoce con este nombre la plaza, de forma bastante irregular, que desde la pequeña subida que hay a continuación de la puerta de entrada termina en la iglesia mayor. En el centro se alza la tradicional cruz franciscana, y, asomado a un bajo pretil, puede el peregrino gozar a satisfacción de uno de los más espléndidos panoramas. No es todavía la escena grandiosa y solemne que puede contemplarse desde la cima de la montaña, pero la mirada extática puede ya deleitarse, especialmente del lado de Chiusi, en una visión de collados, de bosques y de prados que hacen descansar el ánimo y lo elevan hacia el cielo. En medio de tanta paz de la naturaleza y de tanta belleza de lo creado se comprende todavía mejor como Francisco, alma siempre vibrante de los más puros entusiasmos, gustase volver tan frecuentemente, después de sus peregrinaciones apostólicas, a recogerse entre los bosques y prados del Alverna.

Y acaso por esto mismo fue levantado en 1902 sobre esta plaza [hoy se encuentra en otro emplazamiento; véase el trabajo de F. Uribe] un monumento en bronce «al Santo de la fraternidad universal», composición artística del llorado escultor profesor Vicente Rossignoli, que se ha inspirado en uno de los episodios más sugestivos de las Florecillas. Leámoslo nuevamente en el delicioso libro, para gustar toda la íntima poesía de la narración y la genialísima expresión del grupo.

«Cierto muchacho había apresado un día muchas tórtolas y las llevaba a vender. Encontróse con él San Francisco, que sentía especial ternura por los animales mansos, y, mirando las tórtolas con ojos compasivos, dijo al muchacho:

-- ¡Oye, buen muchacho; dame, por favor, esas aves tan inocentes, que en la Sagrada Escritura representan a las almas castas, humildes y fieles, para que no vengan a parar en manos crueles que les den muerte!

El muchacho, impulsado por Dios, le dio al punto todas a San Francisco, y él las recibió en el seno y comenzó a hablar con ellas dulcemente:

-- ¡Oh hermanas mías tórtolas, sencillas, inocentes y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger? Yo quiero ahora libraros de la muerte, y os haré nidos para que os multipliquéis y deis fruto, conforme al mandato de vuestro Creador.

Y San Francisco les hizo nido a todas. Ellas se domesticaron, y comenzaron a poner huevos y a empollar a la vista de los hermanos. Y vivían y alternaban familiarmente con San Francisco y los demás hermanos como si fueran gallinas alimentadas siempre por ellos. Y no se marcharon hasta que San Francisco les dio licencia para irse con su bendición» (Florecillas, 22).

El instante escogido por el artista es aquel en que el Santo, conseguido ya del muchacho uno de los inocentes animales, le pide, con dulce insistencia, el otro. El buen joven no se resiste a las súplicas del Poverello, es claro, pero se resigna con pena al don completo...

El campanario y el pozo

Queremos hablar de ellos aparte, porque ambos constituyen uno de los ángulos más característicos y sugestivos de la plaza del Cuadrante. La cisterna es el ornamento tradicional de todo claustro, singularmente franciscano.

El campanario que se levanta junto a la iglesia mayor trae a la memoria el templo principal del Alverna, en el cual los religiosos celebran constantemente de día y de noche sus devotas funciones. Como se deduce de una inscripción gótica, puesta sobre la fachada, la iglesia fue fundada en 1348, por haberse encontrado insuficiente, dada la afluencia de peregrinos, la capilla, aun ampliada, de Santa María de los Angeles. Al principio debió de tener una forma sencillísima, grave y austera, pero elegante; las anexas y posteriores amplificaciones falsearon su forma: sólo en estos últimos tiempos se intentó restaurar el edificio según sus líneas primitivas.

Además de las terracotas de La Robbia, que pronto ilustraremos, recordemos el órgano secular, cuya construcción se remonta al siglo XVI, que tuvo la fortuna de ser pulsado por manos de habilísimos maestros, como fueron, en lo pasado, los Padres Pagniucci da Fabriano, Luti da Signa, Pasquinelli da Luciana y, sobre todo, del Padre Poggiolini di Rocca San Casciano. Todavía hoy el Padre Vigilio Guidi, siguiendo las gloriosas tradiciones de los maestros que le precedieron, continúa arrancando del viejo instrumento sonoro armonías inefables.

A la música del órgano, que llena los ámbitos de la Basílica de celestiales notas, va unida la de las campanas que, especialmente en las más solemnes festividades, difunden a lo lejos, por montes y valles, sus concentos, invitando a los hombres al júbilo y a la plegaria. Son cuatro las canoras hermanas, voz de Dios y voz del pueblo, las que desde lo alto de la torre del siglo XVI construida con gastada piedra de las ruinas del Castillo de Chiusi, lanzan al cielo y a la tierra sus armoniosos sonidos. Pero la campana más antigua y más famosa es la que hizo fundir, hacia 1260, el Seráfico Doctor San Buenaventura, General entonces de la Orden, y es tradición que estuvo colgada de un haya cercana al convento, no existiendo aún la torre. Ahora, con devotas miras, está colocada sobre el minúsculo campanario que se levanta al lado de la iglesita de los Angeles.

Los cuadros o terracottas de La Robbia

Constituyen el gran tesoro artístico del Santuario del Alverna.

No hay duda que alguno de los magos de la terracotta, probablemente Andrea de La Robbia, subió al Calvario franciscano y que allí trabajó con ardor. Así lo afirma explícitamente Vasari: «En la iglesia y otros lugares del Alverna, hizo (Andrea) muchos cuadros que han permanecido en aquel lugar desierto». Es cierto que los críticos no han llegado todavía a un acuerdo para atribuir a Andrea la paternidad de todas las obras a que nos referimos, y parece que algunas deban atribuirse al mismo Lucas, mientras otras, como la «Natividad», la «Piedad», que se hallan en la pared divisional de la capillita de Santa María de los Angeles, así como el «Desprendimiento», en la capilla del Conde Checco, y el «Crucifijo», en la pared sobre el altar de la capillita de la Penna, pertenecen, sin duda, a su escuela; de todos modos, puede asegurarse que la mayor parte de estos celebérrimos cuadros son obra del más glorioso de los sobrinos del insigne Maestro.

Ocho son las obras de La Robbia custodiadas celosamente, admiradas y veneradas en el Alverna: los cuatro grandes cuadros «Madonna del Refugio», «Anunciación», «Natividad» y «Ascensión», que forman el retablo de las varias capillas de la iglesia mayor; las dos estatuas de «San Francisco» y de «San Antonio Abad», que se admiran a los lados del arco del presbiterio del mismo templo; los otros dos cuadros no menos grandiosos y maravillosos que se conservan en la capilla de los Estigmas y en la capillita de los Angeles, y reproducen, respectivamente, la «Crucifixión» y la «Ascensión». En cambio la «Madonna con el hijo», que se admira en el refectorio del convento, no es de la escuela de La Robbia.

No es preciso describir estas creaciones prodigiosas del genio artístico italiano, porque todo el mundo recuerda aquellas Vírgenes de celestial semblante, aquellos Niños de una ingenuidad divina, aquellas estatuas que parecen hablar, aquellos óvalos y círculos, aquel conjunto de ángeles y jóvenes cantando y tocando, aquellas guirnaldas llenas de suaves e inspiradas figuras y adornos de singulares fajas policromadas, hechas de hojas, de flores y de frutos. Quizás a nadie mejor que a los de La Robbia supo hacerse más dúctil y obediente la materia, para moldearla a imitación de la naturaleza y de los más suaves argumentos religiosos; nadie, entre los escultores del siglo XV, fue más sencillo y mesurado que ellos en el sentimiento, ni nadie supo aunar mejor la fuerza de la expresión con la alegre vivacidad y la plácida compostura. Su arte ingenuo y sublime fue eminentemente franciscano, y no nos resta sino lamentar que los de La Robbia no hayan intentado cantar en la terracotta, con la técnica maravillosa de la cual sólo ellos poseían el secreto, toda la epopeya del Pobrecillo de Asís.

La "Roca cortada" ("Sasso spicco")

Empezamos ahora la visita a los lugares que más íntimamente nos hablan del mártir del Alverna, de su vida de recogimiento y de oración entre las rocas de la sagrada montaña.

Dejando a la izquierda la capilla dedicada al santo de la Eucaristía, Pascual Bailón, que se alza al lado del antiguo cementerio de los religiosos, y a la derecha la dedicada a San Pedro de Alcántara, mandada construir por la Condesa Catalina Tarlati a fines del siglo XV, descendemos por una larga escalinata de cincuenta y cuatro peldaños y llegamos a un balconcillo desde el que se ofrece a la vista un profundo y pavoroso precipicio sobre las praderas del fondo. Bajando otra escalinata más estrecha y desigual, nos hallamos en el centro de una gran caverna, envuelta en una obscuridad casi completa. Dos muros de granito de una altura espantosa forman a nuestra izquierda una especie de corredor estrecho que ofrece un espectáculo terrorífico. Un inmenso pedrusco está como engastado entre los dos muros y parece deba precipitarse a cada momento al suelo. Se desprendió de la montaña el 12 de enero de 1867, en el preciso momento en que un delegado del Gobierno tomaba sacrílegamente posesión del Alverna. Pero sobre nuestra cabeza se encuentra un pedrusco aun más enorme, que mide aproximadamente cuatro metros de ancho por cinco de largo y parece enteramente suspendido en el aire, porque, separado del monte, sólo se halla unido a él por la parte más estrecha. Por esto se le llama Sasso spicco, la roca cortada, pues parece que deba desprenderse de lo alto y caernos encima.

Los biógrafos de nuestro Santo atestiguan que prefería los sitios solitarios idóneos a la oración: Solitaria loca quaerebat amica moeroribus; y la tradición nos cuenta que cuando el Pobrecillo llegó por primera vez al Alverna buscando lugares semejantes, fue de roca en roca hasta la Roca quebrada, la cual le agradó, escogiéndola como celda predilecta para sus meditaciones sobre la pasión del Salvador. Cuando un día, escondido en este su Getsemaní, se preguntaba la razón de las enormes quiebras que tiene la montaña, especialmente en el sitio en que se encontraba, se le apareció un ángel, informándole que el resquebrajamiento del Alverna se había efectuado en la tarde del Viernes Santo, al tiempo de la muerte de Cristo. Desde aquel día el Seráfico Padre cobró aún mayor cariño a la roca, de la que no fueron capaces de alejarlo las insidias del demonio, que muchas veces arrojó desde lo alto grandes piedras, con el fin de aterrarle y distraerle de la oración.

Escalinata de salida a la "Roca cortada"

Antes de 1905 se salía del precipicio de la Roca quebrada por otra escalinata que iba a parar al camino que flanquea la galería que conduce a la capilla de los Estigmas. Este camino es rico en recuerdos franciscanos que vamos a dar a conocer a nuestros lectores.

No nos olvidemos de la capillita llamada de la Magdalena por estarle dedicada, que se eleva más arriba de la Roca quebrada, en el preciso lugar en que estaba la primera celda de San Francisco. Se la hizo construir, de madera y barro, por el Conde Orlando, junto a una altísima haya. Aquí pasó largas vigilias en oración, aquí afligió sus carnes inocentes con penitencias y ayunos, aquí fue favorecido con visiones celestiales.

Un día, deseando Francisco conocer el porvenir de su Orden, se le apareció, benigno, el Señor, quien, sentándose sobre una piedra -ungida después con bálsamo y otros aromas por el Hermano León, y conservada aún como mesa de altar a la piedad de los fieles- formuló cuatro solemnes promesas, consignadas en la Crónica de los XXIV Generales. En este mismo lugar bendito escribió, sin duda, Francisco para su fiel amigo la «Ovejuela del buen Dios», la conocida bendición seráfica, cuyo autógrafo que lleva al dorso las Alabanzas del Dios altísimo, se venera como reliquia en la sacristía del Sacro Convento de Asís. Viene en seguida el pequeño tabernáculo llamado «el haya del agua». La pequeña plancha en terracota policromada, sobre el muro del fondo, da cuenta del prodigio que recuerda: «Aquí -dice una tosca inscripción- existía un haya, al pie de la cual brotaba agua milagrosa, por haberse lavado en ella San Francisco estigmatizado. Desde dicha haya María Santísima bendecía a los religiosos que se dirigían procesionalmente a la capilla de los sagrados Estigmas».

En el fondo del caminito, donde ahora se encuentra el pequeño jardín cultivado por los píos eremitas que custodian el santuario de los Estigmas, se alzaban antiguamente cinco celdas, mandadas construir hacia 1267 por un devoto del Pobrecillo, en memoria de las Llagas de Nuestro Señor y de las del Seráfico Padre. Estas celdas fueron habitadas por hombres célebres por la santidad de su vida, como el Beato Juan de Alverna y el Beato Conrado de Offida.

Por esto, la peregrinación a través de este camino rico en recuerdos es muy a propósito para preparar el espíritu a la meditación del gran misterio que se impone a nuestra consideración con todo el atractivo de su mística elocuencia, en el pequeño santuario junto a la roca que fue testigo del celeste prodigio.

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CONTINÚA

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