DIRECTORIO FRANCISCANO
Santuarios Franciscanos

EL ALVERNA SEGÚN YO LO VI
por Agustín Gemelli, o.f.m.

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CONTINUACIÓN

Esta mañana he debido llevar a su celda a un pobrecillo fraile, un querido viejito todo sonrisas y todo oraciones. Una insuficiencia del corazón, cortando la respiración, lo derribó. Cuando lo recogí no podía respirar, y aún me sonrió. ¡Qué celda! Un jergón, una silla, un cántaro y una mesa más rústica que todo el resto. La había adornado con una estatuita de yeso de la Virgen, de cuatro centavos, cubierta y custodiada, como bajo una campana, por una botella cortada por la mitad y dada vuelta. Jadeaba el viejito, pero sus ojos, pequeños y negros, brillaban en el rostro encendido por el golpe de sangre; y sonreía: "¿Cómo está Tonino?" "¡Ah, como Dios quiere! Podría estar peor". Lo visitaba diariamente. La noche del Jueves Santo me dijo: "He tenido que hacer mis visitas desde aquí, pero las he hecho, ¡bah!", y sonreía aún.

Este viejecito me recordó una leyenda franciscana animada por el arte del sienés Sassetta. En el último año de su vida, dirigíase el Santo a pie desde Rieti a Siena, cuando, llegado un día hacia el atardecer a un lugar desierto entre Campiglia y San Quirico de Orcia, se le aparecieron de improviso tres jóvenes: la Pobreza, la Castidad y la Obediencia; la primera vestía un sayal de paño y tenía los pies descalzos, la segunda llevaba una túnica blanca y la tercera una de color rojo sanguíneo. El Santo divisó en seguida a la muy amada pobreza y quiso desposarla por pacto de fe. En el cuadro de Sassetta se ven las tres figuras que, después de saludar a San Francisco, vuelven al cielo desapareciendo en la Amada y la elegida, que al partir vuelve la cabeza hacia San Francisco con una sonrisa de reconocimiento.

¿Cuántas veces se repite esta escena aquí abajo?

La pobreza reina también aquí en la austeridad del convento. Pero no digamos convento, sino "Lugar". Así quería San Francisco que se llamasen "las casas donde se albergaban los frailes". Y el mismo Santo nos dice cómo debían ser:

«Cuando los hermanos llegan a una ciudad donde no tienen lugar y encuentran quien quiera darles terreno suficiente para edificar el lugar, tener huerta y cuanto necesiten, lo primero que han de ver es cuánto terreno les basta, teniendo en cuenta siempre la santa pobreza que prometimos observar y el buen ejemplo que hemos de dar a los demás... Después de recibir la bendición del obispo, vayan y hagan que se les abra una zanja larga alrededor del terreno recibido para la construcción del lugar, y, en vez de levantar una tapia, planten un buen seto en señal de pobreza y humildad. Luego hagan que les construyan casas pobrecitas, de barro y maderas, y algunas celdillas donde los hermanos puedan orar algunas veces, morar más honestamente y trabajar libres de toda palabra ociosa... Y si aconteciere que algunos prelados o clérigos regulares vienen a sus lugares, las casas pobrecitas, las celdillas y las iglesias que hay allí les servirá de verdadera predicción y marcharán edificados» (LP 58).

El convento del Alverna, que los frailes erigieron sobre el monte donado por aquel Maese Orlando, Conde de Chiusi, que habitaba en el mismo Chiusi un castillo del que aún hoy se ven las ruinas, no contraviene, ciertamente, la regla de San Francisco: «Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas y todo lo que para ellos se construya, si no fueran como conviene a la santa pobreza que hemos prometido en la Regla, hospedándose allí siempre como forasteros y peregrinos» (Testamento 24).

El edificio se levanta en una sinuosidad del monte y se oculta hasta el final para el que sube desde el valle. Lo construyeron con piedras oscuras del lugar; los vientos, la nieve y las nieblas de aquí, de las que en estos días yo mismo estoy probando el rigor, lo han ennegrecido. Es un manojo de edificios, agregados a medida que las necesidades lo requerían. Dividen y unen los edificios algunos patios oscuros, en parte cubiertos, a donde llegan las mulas cargadas de lo necesario para el enorme número de peregrinos y de visitantes que aquí vienen y encuentran, en todo momento, sincera y franciscana hospitalidad; abundan grandes cuartos de delgadas paredes, donde han construido pequeñas celdas que tienen el aspecto característico de las celdas del siglo XIV, como se conservan en Santa Clara, en Nápoles y en San Damián de Asís. Algunas celdas son tan pequeñas que es difícil darse vuelta en ellas. El ala destinada a los forasteros tiene cierta pretensión arquitectónica; pero es una pretensión muy campesina y simple. El convento no pertenece a los frailes. Cuando la abolición, la Comuna de Florencia compró el convento, la iglesia, las obras de arte, todo, y lo alquiló a los frailes.

¿Y quién cuenta allí las capillas? Las obras de arte están también rodeadas de pobreza. Las maravillosas cerámicas de Della Robbia están esparcidas por doquier; no voy a describirlas. Hemos visto todas las reproducciones; un docto fraile me dice que las mejores están en nuestros conventos, porque cuando fueron ejecutadas eran cosa de gente pobre que los grandes desdeñaban y que nuestros conventos conservaron para nosotros, sus posteriores admiradores.

No te olvidaré jamás querido convento del Alverna, construido sobre ese monte que es "sublime altar del sacrificio a Dios de esa sangre italiana, que fue más cristiana". ¡No te olvidaré, oh monte amado, "donde la miel surge de la piedra y el dulce y perfumado aceite de la roca durísima!" Amado asilo de la hermana Pobreza, te volveré a ver con la mente en las laboriosas jornadas de la vida de ciudad, y, recordando a la gente que siguió tras Francisco y que llega aquí a tomar inspiración santa, y reviviendo con el pensamiento los bellos días que aquí he pasado, volveré a emprender sereno ese calvario que también existe para todos y que no tiene las majestuosas soledades de tus forestas, el silencio de tus noches y la sencillez austera de tus celdas, pero que tiene, por el contrario, sus amarguras y sus ásperas pruebas.

* * *

He dicho a todos que no quiero cartas. Pero he aquí una de Roma. Es julio Salvadori, el poeta y literato cristiano, de alma que tiene profundas e íntimas resonancias franciscanas. Me envía algunos "sones de la vieja guitarrita". ¿Cómo no reproducirlos?:

«Oh monte del Alverna / tu foresta / cuán seguro asilo / es de la tempestad! / ¡Cuán lleno de paz / es tu convento! / ¡Su rústica corte / cómo recuerdo! / Pasan los frailes a la noche / diciendo "¡Ave!" / La golondrina canta / bajo el alero. / Tierna y delicada / la melodía. / La golondrina canta / por el camino. / Del pequeño corazón amante / todo el tesoro / ella derrama en ese canto / dulce y sonoro. / La golondrina ha paz / entre los altos techos / allí donde el aire es grave / profundos los pensamientos. / Mas aquí viene Francisco: / tras esos muros / la golondrina canta / sin temor».

Sí, "bajo la protección de San Francisco", encuentran paz las golondrinas. Llegaron el otro día, pocas todavía, porque el frío, el viento, las nieblas y también la nieve son aquí cosa habitual; pero algunas han vuelto a buscar sus nidos. Los pájaros tienen aquí derecho a la paz tanto como un alma franciscana; el escultor V. Rossignoli, que murió hace pocos años en los brazos de otro poeta franciscano, Battaglia, quiso reproducir, en un animado grupo, a San Francisco que pide a un joven, según narran las Florecillas, las tórtolas que llevaba a vender: «¡Oh hermanas mías tórtolas, sencillas, inocentes y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger? Yo quiero ahora libraros de la muerte, y os haré nidos para que os multipliquéis y deis fruto, conforme al mandato de vuestro Creador» (Flor 22).

Y la golondrina, la paloma, el faisán, el halcón y todos los demás pájaros de que hablan las Florecillas, encontraron aquí, desde que vino San Francisco, el reino de la paz. El bosque está lleno de ellos; y es un verdadero encanto de voces diversas y armoniosas; el pinzón responde al paro; el cuclillo repite su monótono estribillo; las golondrinas pasan rápidas con su agudo silbido; durante la noche otros pájaros, fuera del bosque, cantan también continuamente las alabanzas de Dios; nunca cansada, la alondra canta, canta, canta y nos inspira dulces pensamientos y el recuerdo de Dante.

Parece que también él llegó aquí a buscar paz. Algunos estudiosos dicen (no tengo autoridad para afirmarlo o negarlo) que Dante se dirigió desde el Alverna a París para laurearse en teología; los "pobrecitos" ayudaban al Poeta acogiéndolo bajo sus techos y en su escuela.

Y se comprende. El Franciscanismo no termina en la constitución de una Orden. El Franciscanismo es una interpretación de la vida, es una vocación, es un espíritu animador, es una fuente inagotable: la gran alma de Francisco, por ser humilde, es la fuente a la cual acuden innumerables almas; cuanto más da, más puede dar. En muchos de nuestros antiguos libros de la Orden se repite con pocas variantes una ilustración característica: San Francisco sostiene o planta en la tierra un gran árbol y otros cuelgan en él los frutos de ciencia, de arte y de santidad.

Más aún, el Franciscanismo no es el espíritu de una época que perpetúa una idea o una concepción; sería no comprender el Franciscanismo, reducirlo a una mezquina visión circunscripta y encerrada en algunas fórmulas. El Franciscanismo que produjo la sencilla, la fragante interpretación de los primeros secuaces, que inspiró el humorismo puro de fray Junípero, la fuerza heroica de fray León, la seria reflexión de fray Gil y que ha unido a estas primeras figuras en la serenidad luminosa del Maestro de toda armonía; que después inspiró a la hermana Clara, la virgen custodia de la pobreza franciscana, la madre de nuestras hermanas en San Francisco, las "damas pobres de Asís"; que inspiró y alimentó a los primeros poetas italianos y al poeta del Paraíso; que hizo defensor de una doctrina serena a San Buenaventura, de una doctrina sutil a Duns Escoto y que ha multiplicado los partidarios de la escuela franciscana en la filosofía y en la teología; que ha inspirado a Cimabue y a Giotto y a cuantos pintores nos han dejado las huellas luminosas del primitivo Franciscanismo.

Después, cuando todo el primitivo vigor interior parecía agotado, he ahí el maravilloso ejemplo de San Bernardino de Siena, quien con sus discípulos, Alberto de Sarteano, Antonio de Rimini, Silvestre de Siena, Roberto de Lecce, Antonio de Vercelli, viviendo en el Renacimiento, profundo conocedor de los corazones, no sumió a Italia en la Edad Media, sino que infundió sangre y vida cristiana al mismo Renacimiento.

Y el milagro de esta continua renovación de vida franciscana se repite con Jaime de la Marca, con Juan de Capistrano, con Leonardo de Puerto Mauricio, y se repite en todos los siglos con instituciones, con nuevas iniciativas, con renovada formación de almas.

He aquí por qué cada uno de nosotros que descubre en sí, como un precioso don de Dios, un alma franciscana, debe venir a este monte a inspirarse al formular sus propios propósitos.

* * *

Las campanas del Jueves Santo, han sonado largamente: Cantono le campane "Ave María" / s'effonde il canto nella valle. / Da questi massi, forse, in questa via / ora, la scarna tua mano, o Francesco, / lenta benedice dal Casentino: «Cantan las campanas "Ave María" / se esparce el canto por el valle. / Desde estas rocas, tal vez, en este camino / tu descarnada mano, ahora, oh Francisco / lenta bendice desde el Casentino».

Es la voz del Alverna. El bronce de las cuatro campanas repica sus sones, unos largos, mesurados, iguales, en una escala de vibraciones sonoras y fuertes; otros breves, argentinos, en una escala de vibraciones penetrantes y agudas; y todos llegan hasta los lejanos pueblos del valle. En esa voz está el eco de la grandeza secular de este monte; es la voz de una fe que debe renacer; es el grito que llama a los hombres al reino de Dios en la tierra.

Pero hay en el Alverna una campana que amo más que a ninguna. Fue fundida por orden de San Buenaventura en el mismo año de su elección como General de la Orden. En un principio estaba suspendida de una haya, junto a la pequeña iglesia; la Municipalidad de Florencia la ha hecho colocar ahora sobre un campanario del siglo XIV, construido sobre el techo de la misma pequeña iglesia. Me cuentan que lleva escrito alrededor: A. D. MCCLII. Ave María, gratia plena, Dominus tecum. Ora pro nobis, Beate Francisce. Leonardus Pisanus me fecit: Año del Señor 1252. Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo. Ruega por nosotros, Bienaventurado Francisco. Leonardo Pisano me hizo.

¡Queridas, campanitas franciscanas, cuánto os amo! Colocadas sobre los pequeños campanarios, suspendidas de un árbol, modestas y humildes comparadas con vuestras hermanas que desde las torres de las vetustas catedrales cantan las glorias y los triunfos de la Iglesia y dicen su amor y su solicitud a las poblaciones; vosotras, pequeñas campanitas franciscanas de sonoro y argentino timbre, me recordáis las pequeñas almas que con humildad de espíritu y con santa pobreza prestan obediencia y sirven al Señor Dios en la forma más modesta. Queridas campanitas que sonáis a maitines en medio de la noche y llamáis a rezar y a velar sobre el mundo, intercediendo la misericordia de Dios; queridas campanitas que repetís vuestro canto a prima, a tercia, a sexta, a nona, iniciando el día con la oración al Altísimo, que renováis la invitación a vísperas y después, por la tarde, saludáis al día antes de que se haga noche, y a los muertos evocáis en el último toque; queridas campanitas, existe en vosotras toda el alma de estas ignoradas milicias de pobres frailes que por siglos han continuado cantando las alabanzas del Señor a la noche, a maitines, a mediodía, a vísperas, a la tarde. Vosotras sois la voz de la obediencia que llama dulcemente y dulcemente es escuchada, invitación que se repite cada día hasta que los frailes, de dos en dos, desciendan de la celda al coro, cargando sobre sus espaldas al hermano que ha muerto; y también ahora saluda y canta la campana en lugar de aquel que ya no puede cantar aquí: Ave María, gratia plena, Dominus tecum. Ora pro nobis, Beate Francisce.

* * *

Debe haber en el alma franciscana algo de la vocación del eremita. En el Alverna se repite en mayor grado lo que ya vi en las Carceri. Los más grandes santos han dejado su nombre ligado a alguna de las numerosas capillas diseminadas por el sagrado monte; todos han tenido una pequeña celda que les permitía recogerse en la beata soledad para contemplar y alabar a Dios. He aquí la celda de San Francisco, la de San Buenaventura, la de San Antonio. Y las capillas ¿quién puede contarlas y recordarlas todas en el Alverna? Más hermosa que cualquier otra es la de la haya, así llamada porque allí cerca se levantaba una haya sobre cuyo tronco el beato Juan del Alverna había clavado una cruz. Refieren las Florecillas que existió una época en que este santo estaba muy atribulado y recorría la floresta llorando y golpeándose el pecho y pidiendo piedad a Dios. Un día, bañado el rostro en lágrimas, estaba sentado al pie de la haya, cuando, en un vallecito cercano se le apareció el mismo Jesús. Juan, al verlo, se arroja a sus pies diciéndole:

«¡Ven en mi ayuda, Señor mío, porque sin ti, salvador mío dulcísimo, yo me hallo en tinieblas y en llanto; sin ti, cordero mansísimo, me hallo en angustias y temores; sin ti, Hijo de Dios altísimo, me hallo en confusión y vergüenza; sin ti, yo me siento privado de todo bien y ciego, porque tú eres, Jesús, verdadera luz del alma; sin ti, yo me veo perdido y condenado, porque tú eres vida de las almas y vida de las vidas; sin ti, soy estéril y árido, porque tú eres la fuente de todo bien y de toda gracia; sin ti, yo me siento desolado, porque tú eres, Jesús, nuestra redención, nuestro amor y nuestro deseo, pan que da fuerzas y vino que alegra los corazones de los ángeles y los corazones de todos los santos! Lléname de tu luz, Maestro graciosísimo y Pastor misericordioso, porque yo soy tu ovejita, aunque indigna».

Las Florecillas siguen diciendo:

«Mas como el deseo de los hombres santos, cuando Dios tarda en darles oído, se enciende en mayor amor y mérito, Cristo bendito se fue por aquella senda sin escucharle y sin decirle una palabra. El hermano Juan entonces se levantó, corrió detrás y se le echó de nuevo a sus pies, deteniéndole con santa importunidad y suplicándole entre lágrimas devotísimas:

-- ¡Oh Jesús dulcísimo!, ten misericordia de este pobre atribulado; escúchame por la abundancia de tu misericordia y por la verdad de tu salvación, y devuélveme el gozo de tu rostro y de tu mirada de piedad, ya que de tu misericordia está llena la tierra entera.

Y Cristo se marchó todavía sin decirle palabra y sin darle consuelo alguno; se portaba con él como la madre con el niño cuando le hace desear el pecho y le hace ir detrás llorando para que luego lo tome con mayor gana.

Entonces, el hermano Juan, con mayor ardor y deseo, fue en seguimiento de Cristo; cuando le alcanzó, Cristo bendito se volvió a él y lo envolvió en una mirada llena de gozo y de gracia, y, abriendo sus brazos santísimos y misericordiosísimos, lo abrazó con gran ternura... El hermano Juan se arrodilló a los pies de Cristo y le decía devotamente:

-- Te ruego, Señor mío, que no tengas en cuenta mis pecados, sino que, por tu santísima pasión y por la efusión de tu preciosa sangre, resucites mi alma a la gracia de tu amor, porque es tu mandamiento que te amemos con todo el corazón y con todo el afecto; un mandamiento que nadie puede cumplir sin tu ayuda. Ayúdame, pues, amadísimo Hijo de Dios, y haz que yo pueda amarte con todo mi corazón y con todas mis fuerzas.

Y como el hermano Juan permaneciera así, repitiendo estas palabras, a los pies de Jesús, fue escuchado por Él y recibió de Él la primera gracia, o sea, la gracia de la llama del divino amor, y se sintió totalmente renovado y consolado; al experimentar que había vuelto a él el don de la divina gracia, comenzó a dar gracias a Cristo bendito y a besarle devotamente los pies» (Florecillas 49).

Nos refieren las Florecillas que desde ese momento Juan fue escuchado; recuperó la llama del divino amor y quedó su inteligencia tan iluminada en los divinos misterios y su corazón tan inflamado del amor divino, que explicaba maravillosamente las difíciles cuestiones de la Santísima Trinidad.

Cuando se leen estas narraciones se siente un deseo íntimo de abandonar todo y refugiarse en la soledad. El convento no basta; es preciso la ermita; se necesitan lugares solitarios como el Alverna, donde la voz de Dios se hace oír a través de la naturaleza o a través de lo íntimo del alma o a través de los libros sagrados. Es necesario cerrar los ojos a todo y, como el hermano asno se rebela a seguir este camino, es necesario imponerle penitencia y ayunos y disciplina a fin de que se doblegue a la voluntad del alma.

¡Oh solitaria beatitud, o beata soledad, en la que Dios, a quien ha sabido hacer callar cualquier otra voz, hace oír la propia!

Un semejante deseo de vida más perfecta y una semejante nostalgia de soledad eremítica me invadió también a mí esta mañana al visitar las "cinco celdas". Fueron construidas arriba de la capilla de los Estigmas. Allí viven todo el año dos o tres religiosos, en perfecta soledad, sin tomar parte en ninguno de los actos de la comunidad religiosa, salvo las comidas en común; aquí las horas del día transcurren en oración, en la contemplación, en velar a Jesús en la capilla de los Estigmas, en recordar lo que el Padre Seráfico realizó aquí.

Visité las celdas con atención y con reverencia: estrechas más que chicas; austeras más que pobres; traté de rezar sobre un reclinatorio colocado delante de la pequeña ventana desde la cual se domina la capilla de los Estigmas; recorrí a lo largo y a lo ancho el pequeño jardín, llegando hasta la capilla del Beato Juan. "¿Si encerrara aquí mi vida?", me dije. El sueño de paz, de soledad y de oración ha vuelto insistentemente durante todo el día; me persiguió durante el oficio divino en el coro. ¿Será un deseo vano? ¿Una llamada del Señor? ¿Una ilusión? ¿Una señal de debilidad espiritual? ¿Una tentación?

La campana que llama a coro quebró bruscamente un sueño. Soñaba que con un queridísimo compañero habíamos obtenido venir a pasar nuestros últimos días aquí; habíamos conseguido las "cinco celdas" de los eremitas; aquí se hacía vida de oración y de austeridad. La campana, despertándome, quebró el hilo del sueño. Más tarde, al volver del coro a la celda, abrí al acaso un libro de lectura espiritual, y encontré (la Providencia me la puso bajo los ojos) esta página de San Bernardino de Siena:

«Entonces me vino la idea de querer vivir de agua y de hierbas, y pensé irme a vivir al bosque, y comencé a decirme a mí mismo: ¿Qué harás en un bosque? ¿Qué comerás? Respondía así a mí mismo y decía: Pues bien, como hacen los Santos padres, comeré hierba cuando sienta hambre, y cuando sienta sed, beberé agua. Así resolvía hacer, y para vivir conforme a Dios, decidí también comprar una Biblia. Y con mi pensamiento buscaba dónde podría ir a encaramarme, y resolví ir buscando hasta Massa; y cuando recorría el valle de Rochegiano, observaba; miro sobre esta colina, miro sobre esta otra, reviso esta selva, reviso esta otra, y me decía: ¡Oh, éste será el lugar! ¡Oh, éste será mejor! Por último, no decidiéndome por ninguno, volví a Siena y decidí comenzar a probar la vida que deseaba llevar y fui a Follonica, en las afueras de la Porta; y comencé a recoger una ensalada de cerrajas y otras hierbas, y no tenía ni pan, ni sal, ni aceite, y dije: Comencemos, por esta vez, a lavarla y a limpiarla, para otra vez, probaremos sólo a limpiarla, y cuando estemos más acostumbrados, probaremos a no limpiarla, y más tarde, probaremos a no recogerla. Y en el nombre de Jesús bendito, comencé por un bocado de cerraja; una vez en la boca comencé a masticarla. Mastica, mastica, no bajaba. No pudiendo tragarla, dije: probemos a beber un sorbo de agua. ¡Nada! El agua bajaba y la cerraja permanecía en la boca. En fin, bebí varios sorbos de agua con un solo bocado de cerraja, y no la pude tragar. ¿Sabes qué te quiero decir? Con un bocado de cerraja me quité toda tentación. Lo que siguió después fue elección, no tentación. ¡Oh!, cuando se quiere imitar, antes que a otras, seguid la propia voluntad, pues a veces, aquéllas resultan muy malas, pareciendo muy buenas».

"Comprendo, me dije; una sola cosa debo desear: hacer la voluntad de Dios y Él se apresurará a hacérmela comprender. Por ahora mi voluntad es volver a la ciudad, a mis tareas, a mi Universidad; santificándome al santificar el trabajo; ganarme el paraíso, sobrenaturalizando el trabajo. ¡Nada de beata soledad! ¿Y si me sucede como a San Bernardino de Siena con la cerraja y no la puedo tragar?"

* * *

Fue una gran ventura pasar en este santo lugar de retiro los días de semana santa. En otro tiempo, antes de convertirme, me parecía extraño que se pudiera estar tanto tiempo en la iglesia. ¿Para qué? Y me sublevaba el hecho de que en estos días, en los que se recuerda la Pasión de Nuestro Señor, aun los más duros de corazón iban a la iglesia y recordaban que habían sido bautizados. Ahora, todos los años, desde que la luz se hizo en mi inteligencia y abrasó mi corazón, desde que comprendí que la muerte llega un día, de improviso, y entonces comienza la verdadera vida, estas jornadas piadosas de la semana santa ponen en mi alma una fresca alegría espiritual. Aun cuando el jueves callan las campanas me parece tener en el oído la armonía de las campanas de Pascua, cuando se adora al Señor descendido de la Cruz al sepulcro y las iglesias, oscurecidas, relucen en miles de llamitas encendidas alrededor del tabernáculo en que está depositada la hostia santa, siento en el corazón un canto de alegría. La semana santa, que debería llenarme el corazón de tristeza por lo que nuestro Señor ha sufrido, llena mi corazón de paz y alegría espiritual; abandono todas las tareas, aun las urgentes, y vivo enteramente de los sagrados ritos.

Pero aquí estos ritos llenos de significado, estas ceremonias tan profundamente evocativas, tienen un significado especial. No sólo los religiosos las cumplen con austeridad y diligencia; no sólo el canto de los novicios tiene un especial sabor de frescura; no sólo los aldeanos acuden a la iglesia mayor y comentan con piadosos sentimientos las ceremonias del rito. Aquí se tienen bajo los ojos dos Pasiones: la Divina de Nuestro Señor, la humana, pero santa, de Francisco; ésta ayuda a comprender aquélla, y, sobre todo, a comprender que sin aquélla no era posible nuestra salvación, que de ahí emana nuestra verdadera vida, que recordarla es el medio mejor para santificar el alma. «Nos autem, hemos cantado esta mañana en la Misa, nos autem gloriari oportet in cruce Domini Nostri Jesu Christi in quo est salus et vita et resurrectio nostra; per quem salvati et liberati sumus», nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, en la cual está nuestra salvación, vida y resurrección, y por la cual hemos sido salvados y liberados.

* * *

Heme llegado al último día.

Evoco los años de mi vida. Etapa por etapa, acontecimiento por acontecimiento. Me detengo en los últimos años, en los últimos sucesos. ¡Cuántas gracias me ha concedido Dios! ¡Qué paz evocar la propia existencia y descubrir cómo la Providencia nos ha guiado, a veces inconscientes, a veces rebelados, a veces cansados, a veces entusiastas! En estos días de santo retiro que el Señor me ha concedido hacer aquí, siento que un gran cambio ha tenido lugar en mí; cambio que no sé explicar pero que percibo confusamente. No son los propósitos de reforma con los que cierro el período de ejercicios espirituales los que me dan esta vaga sensación de mudanza. Es más bien una sensación de novedad en mi vida, la impresión de que algo se ha roto para siempre; que un nuevo ritmo se establece; que nuevas luchas, nuevas tareas, nuevas fatigas me esperan; circula por las venas una nueva vida; me invade un deseo intenso de hacer; experimento una necesidad de actividad. ¡Cómo pierden sentido nuestras angustias, nuestros dolores, las penas! ¡Cómo aun el mismo porvenir ya no me preocupa! Este es el aspecto más consolador del Cristianismo; es su virtud iluminativa, más fuerte que cualquier libro. Basta dar a Dios un poco de uno mismo, basta olvidarnos un momento de nosotros ante su divina majestad; basta hacer callar un poco la voz de nuestros intereses y de nuestro porvenir; pronto Él nos devuelve paz y serenidad; es Él mismo quien invade nuestra alma y todo se considera sólo desde su punto de vista.

Todavía queda una sensación de temor; así como a lo lejos, como algo indefinible, hay en el alma un pequeño punto de amargura. ¿Qué haré mañana cuando haya dejado este maravilloso y santo monte? Mañana, cuando haya vuelto a las ocupaciones cotidianas, mañana, cuando haya retomado el ritmo febril de la vida, ¿podré conservar aún esta paz? ¿No se esfumará como el candor de una flor purísima al contacto del aire viciado de nuestra ciudad? ¿Qué quedará en mí de la santa poesía del Alverna?

Al principio no consigo hacer callar esta voz de temor, pero después pienso en San Francisco y en sus hijos, cuando de aquí partían para evangelizar el mundo, para Tierra Santa, para Francia, para Alemania, y me venzo y me digo a mí mismo que soy pusilánime, que desconfío de la gracia de Dios.

No; mañana como hoy; volveré a recordar estos días, volveré con el pensamiento al Alverna, como a un dulce oasis espiritual; y recordaré el rústico monte, los negros arrecifes, la inmensa foresta de árboles seculares y la capilla de los Estigmas y las iglesitas y la iglesia mayor y estas obras de arte "robbiano" que atestiguan el alma religiosa de quienes las han inspirado y de quienes las han ejecutado, y los novicios, corderitos del Señor, y este camino hecho de oración y de oscuros sacrificios, y, volviendo a vivir paso a paso lo que aquí he vivido, sentiré que sólo una cosa importa en este mundo: amar a Dios y hacerlo amar.

El carro me lleva de vuelta a Bibbiena, pasando rápido entre los viñedos. Mi viaje y mi retiro han terminado. Demasiado pronto, sin embargo. La tormenta de la noche ha puesto sobre la cima del monte un capuchón frío de nieve y en el cielo el gris uniforme de las pesadas nubes como si éstas estuviesen cansadas por las locas carreras cumplidas durante la noche bajo el ardor del viento. Vuelvo a pensar en los días transcurridos en la paz, en la soledad, en el silencio, en la alegría que el Señor me ha concedido. Pero en el corazón hay algo inquieto. Vuelvo a pensar en anteayer. Estaba tendido sobre la hierba, en un amplio prado rodeado de hayas. Una gota de rocío posada en una hoja, reflejaba en mil colores el rayo de sol que, discreto, llegaba hasta ella a través de la grieta de una roca. Recuerdo los pensamientos de esa hora: Somos límpidos, transparentes como las gotas de rocío, reflejamos en mil rayos de bondad las gracias que nos iluminan; pero es suficiente un soplo del viento de la pasión para sacudirnos, para separarnos de la hoja que nos sostiene, para caer, como la gota de rocío, en el fangal en que la lluvia de la mañana ha transformado todos los caminos. Vuelvo a pensar en esa gota de rocío, en las místicas reflexiones que ella me sugería. Esta noche el tren me llevará, veloz, a la gran ciudad, a mi trabajo cotidiano, a la batahola de una vida completamente dedicada a la acción, al trabajo, en medio de mil causas de inquietudes, de sufrimientos, en medio de agitaciones que se renuevan, en medio de pasiones que se combaten, y he aquí que el sueño de una vida consumada, día tras día, en la ofrenda a Dios, desaparece.

Seguí el hilo de los pensamientos, roto de tanto en tanto por las sacudidas del carro bamboleante sobre el camino fangoso y empedrado, cuando al volverme un tanto como para buscar algo, sobre el valle, en una abertura de las nubes, se me apareció el cielo de un azul intenso y filtró por ella un cálido sol primaveral que envolvió al Alverna, mi Alverna solitario, solemne como una enorme nave que enfila la proa hacia el infinito, la proa batida por los vientos y besada por Dios, el Alverna, como se me presentó el primer día que aquí vine, sueño y encanto, esperanza y belleza, el monte santo del Franciscanismo, el Calvario del Pobrecito de Cristo. El sol inundó también con su luz la cadena de montañas que se continúa hasta formar la ribera derecha del Tíber. Reconozco Casella. Desde allí saludó San Francisco por última vez a este monte santo.

Hago detener el carro; revuelvo en la valija, saco un libro, busco una página y leo este relato del discurso de despedida al Alverna de San Francisco cuando se disponía a volver a Asís, que, tal vez, no es auténtico, ¿pero qué más da? Si no es tal, se siente en él el alma de mi Padre, y por esto lo transcribo de Guida illustrata della Verna, de Saturnino Mengherini, segunda edición, p. 372:

«Jesús, María esperanza mía. Yo, fray Maseo pecador, indigno siervo de Jesucristo, compañero de fray Francisco de Asís, hombre gratísimo a Dios: Paz y salud a todos los hermanos e hijos del gran Patriarca Francisco, alférez de Cristo.

Resolviendo el gran Patriarca tomar el valle de este Monte Sagrado el 30 de septiembre de 1224, día de la solemnidad de San Jerónimo, habiéndole el Conde Orlando, conde de Chiusi, enviado un asno para que sobre él cabalgase, no pudiendo posar los pies en tierra por tenerlos llagados y horadados por clavos, a la mañana, después de haber oído la santa Misa en Santa María de los Angeles, según su costumbre, reunidos todos en el Oratorio, nos mandó por obediencia que estuviéramos todos en caridad, que nos dedicáramos a la oración, que cuidáramos diligentemente del lugar y que lo habitáramos día y noche. Sobre todo recomendó todo el Monte Sagrado, exhortando a todos los hermanos, tanto presentes como futuros, a no permitir que dicho lugar sea jamás profanado, sino siempre respetado y reverenciado...

Me dijo:

-- Fray Maseo, sepas que mi intención es que en este lugar moren religiosos temerosos de Dios y los mejores de mi Orden; que, por consiguiente, se esforzarán los superiores por poner allí frailes de los mejores. ¡Ah, ah, ah!, fray Maseo, no digo más.

Ordenó e impuso a nosotros, fray Ángel, fray Silvestre, fray Iluminado y fray Maseo, que tuviéramos especial cuidado del lugar donde ocurrió esa maravilla de la impresión de los sagrados Estigmas. Dicho esto dijo:

-- Adiós, adiós, adiós, fray Maseo.

Luego, volviéndose a fray Ángel, dijo:

-- Adiós, adiós, adiós, fray Ángel.

Y lo mismo dijo a fray Silvestre y a fray Iluminado.

-- Quedad en paz, amadísimos hijos; Dios os bendiga, amadísimos hijos; ¡adiós!, me separo de vosotros corporalmente, pero os dejo mi corazón. Parto con fray Ovejuela de Dios y voy a Santa María de los Ángeles, y aquí ya no volveré. Me voy, adiós, adiós a todos. Adiós Monte, adiós Monte Alverna, adiós Monte de los Angeles. Adiós amadísimo, adiós amadísimo hermano halcón, te agradezco la caridad que conmigo tuviste. Adiós; adiós "Sasso Spico", ya no volveré jamás a visitarte. Adiós roca, adiós, adiós, adiós roca, que dentro de tus entrañas me recibiste quedando el demonio burlado; ya no nos volveremos a ver. Adiós Santa María de los Ángeles, te recomiendo éstos mis hijos, Madre del Eterno Verbo.

Mientras nuestro amado Padre decía estas palabras, vertían nuestros ojos fuentes de lágrimas, de donde partió, llorando también él, llevándose nuestros corazones, quedando nosotros huérfanos por la ida de tal Padre.

Yo fray Maseo, escribí todo. Dios nos bendiga».

¡Oh querido fray Maseo, cuán agradecidos te estamos por habernos conservado estas palabras que Francisco, desde el monte Casella, antes de emprender el camino de Monte Aguto, habría pronunciado bendiciendo por última vez el Alverna! "¿Volveré yo a ver el Alverna? ¿Y veré el monte de gloria donde el Hijo de Dios con la Cruz esplendente en la mano juzga y premia para la Eternidad?"

"Padre, se hace tarde, abandone ese libro, es preciso llegar a Bibbiena antes del mediodía". "Vamos", respondí. "Vamos", agregué en mi corazón. "¡Vayamos a servir a Dios en el duro trabajo cotidiano, a sentir nostalgia del Alverna! ¡Vayamos al mundo de donde vine y al cual, a pesar de todo, no querría volver, al mundo que es ciego, que no conoce a Dios, que no lo ama, que no lo sirve, que es locura y pecado! ¡Vayamos al mundo como Francisco entre los sarracenos, a hacer allí penitencia por amor de Dios!".


Agustín Gemelli, O.F.M., El Alvernia según yo lo vi, en Idem, S. Francisco de Asís y sus "Pobrecitos". Buenos Aires, Ed. Pax et Bonum, 1949, pp. 19-46.

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