DIRECTORIO FRANCISCANO
Santa Clara de Asís

SANTA CLARA, ESPEJO E IMAGEN DE LA IGLESIA

por Kajetan Esser, o.f.m.

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Acaso el motivo más profundo de la total desorientación que sufre el hombre sea que lo centra todo sólo en sí mismo. Sabemos por el Evangelio que ese buscarse es perderse (Lc 17,33); pero aún cuando por fidelidad al Evangelio, la santa Iglesia debía haberse mantenido impermeable a esta tendencia natural, ese buscarse ha ido invadiendo cada vez más su propio interior.

La vida sobrenatural de la santa Iglesia, nacida de la plenitud de Dios y en marcha ininterrumpida hacia Él, ha quedado desplazada y, como consecuencia, la salvación individual ha acaparado la atención de forma particular. Resultado de la combinación de ambos factores es que el anhelo de santidad aparece menos como participación en la fecundidad de la Iglesia entera que como perfección personal y estrictamente subjetiva. Las manifestaciones vitales de la santa Iglesia, como son los sacramentos, la liturgia de las horas, los votos religiosos, etc., descubren su principal misión: la glorificación de Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo; sin embargo, en los manuales ascéticos han quedado reducidas a simples medios de perfección del hombre. De ahí se deriva que la vida religiosa en la Iglesia se valore a nivel puramente individual, apreciándola sólo a partir de las ventajas personales y sin que se dé suficiente relieve al servicio que presta a la vida total de la Iglesia. No es así de extrañar que, según estimación corriente, la vida religiosa sea concebida como un estilo singular de ser cristiano emplazado a un nivel superior e inaccesible para el común de los cristianos y que en general se aprecie hoy una como sima de separación entre vida religiosa y vida cristiana. Así se comprende que el cristiano que vive en el mundo no mantenga relaciones verdaderas y vivas con los grandes santos, cuya procedencia sea el estado religioso, y que éstos le resulten extraños. Y ésta puede ser la razón por la que santa Clara de Asís interesa tan poco a los hombres de hoy. ¿Qué es lo que ella, que durante cuarenta años vivió escondida en el estrecho claustro del monasterio de San Damián, podría decir a los hombres de tiempos y situaciones tan diversos?

1.- Al servicio de la vida de la Iglesia

A pesar de todo, esta mujer sencilla, pero tan grande, ha significado mucho para la vida de la Iglesia. Esta importancia la subrayó el papa Alejandro IV en la bula de canonización de la Santa: «¡Qué lumbrarada la de esa luz y qué vehemencia la de su resplandor! Mas esta luz permanecía cerrada en lo secreto de la clausura, y lanzaba al exterior rayos que rebrillaban; se recluía en el estrecho cenobio y destellaba en el ámbito del mundo; se contenía dentro y saltaba fuera. Porque Clara moraba oculta, y su conducta resultaba notoria; vivía Clara en el silencio, y su fama era un clamor; se recataba en su celda, y su nombre y vida eran públicos en las ciudades. Y no es extraño, ya que una lámpara tan inflamada, tan reluciente no podía quedar en lo escondido sin que esclareciese fúlgida en la casa del Señor; ni podía recatarse vaso de tales esencias sin que aromase y con la suave fragancia rociase la mansión del Señor. Es más, cuando ella en el angosto reclusorio de su soledad maceraba el alabastro de su cuerpo, la Iglesia quedaba toda colmada de los aromas de su santidad» (Bula de canonización 3-4).

Estas palabras del papa resaltan el valor de la vida de santidad para la Iglesia, y en ellas se dice expresamente que sus hermanas aprendieron en este libro vivo «la norma de conducta, en tal espejo miraron para conocer los senderos de la vida» (Bula de canonización 10).

Lo que más sorprende es que la propia Santa tuviera conciencia tan clara del valor de su vida enclaustrada para la Iglesia y de que se sintiera llamada por Dios a servir así a la Iglesia. Por eso en su Testamento, que es la última mirada retrospectiva a su vida y la última exhortación a sus hermanas, recuerda la profecía del todavía joven Francisco, cuando, en fecha ya muy lejana, estaba reparando la iglesita de San Damián: «Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia» (TestCl 13-14). En dicha exhortación la Santa proclama la gran benignidad de Dios que «tuvo a bien decir estas cosas por medio de su Santo sobre nuestra vocación y elección» (TestCl 16).

Si las palabras del Crucificado: «Ve y repara mi iglesia, que, como ves, amenaza ruina», las había interpretado Francisco en primer lugar como invitación a la reconstrucción de la iglesia de San Damián y sólo más tarde comprendió por inspiración de Dios que se referían a la Iglesia redimida por Cristo con su sangre (2 Cel 10-11), Clara entendió siempre que su vida había de ser colaboración a la edificación de la Santa Iglesia.

Estaba persuadida, al igual que sus hijas, de que Dios las había llamado para que con su vida totalmente cristiana fueran ellas «modelo para ejemplo y espejo... ante los demás» (TestCl 19-21), y que, por tanto, estaban obligadas a reflejar sobre la Iglesia la luz de Dios, para señalar así a todos los miembros de la misma el camino de su vocación. Su consagración a Dios debía atraer incansablemente a los hombres hacia un camino semejante: «Mediante todo esto, no por méritos nuestros sino por sólo la misericordia y gracia de su benignidad, el Padre de las misericordias difundió la fragancia de la buena fama tanto para las que están lejos como para las que están cerca» (TestCl 58). Exhorta una y otra vez a sus hermanas a que con sus culpas, negligencias e ignorancias nunca se aparten del camino del Señor, pues no sólo cargarían su propia conciencia, sino que faltarían además a sus graves responsabilidades para con la Iglesia triunfante y militante (TestCl 74-75). Por su misma vocación deben las religiosas servir a la Iglesia todos los días de su vida, de suerte que cualquier infidelidad o negligencia en el cumplimiento de su deber dañaría a la vida interior de la Iglesia. Todos estos pasajes demuestran que Clara conocía las repercusiones sociales del pecado; esto es, las perniciosas consecuencias del pecado personal en la vida de la Iglesia, en la comunión de los santos. Por otra parte, escribiendo a santa Inés de Praga, Clara formuló un deseo que concierne a todas sus hermanas: «Que el mismo Padre celestial os dé y confirme esta su santísima bendición en el cielo y en la tierra, multiplicándoos en gracia y en sus virtudes entre sus siervos y siervas en su Iglesia militante» (BenCl 8-10). Este anhelo expresa una vez más, con inimitable precisión, las relaciones de la vida claustral con Dios y con la Iglesia.

Esta vida religiosa claustral es mucho más que «ejemplo y modelo». Clara, que llegó a profundizar en el misterio de la vida de la Iglesia, sabía que en ella es válido el principio de la «representación», por el que un miembro de la Iglesia puede ofrecerse en lugar de los demás para suplir sus deficiencias. Lo reconoce, llena de gozosa gratitud, en una de sus cartas a Inés de Praga: «¡Me siento llena de tanto gozo, respiro con tanta alegría en el Señor, al saber de tu buena salud, de tu estado feliz y de los acontecimientos prósperos con que permaneces firme en la carrera emprendida para lograr el premio celestial! Y todo esto, porque sé y creo que así suples tú maravillosamente mis deficiencias y las de mis hermanas en el seguimiento del pobre y humilde Jesucristo» (Carta 3,3-4).

Si esta ley de sustitución vicaria es válida para la vida interna de una comunidad de religiosas, lo es tanto más para los cristianos «que viven en el mundo» y que por su bautismo han sido también llamados a «seguir las huellas de Cristo» (1 Pe 1,21). Sus continuas infidelidades están exigiendo que haya almas dispuestas a satisfacerlas. Clara llega a comprender así el misterio más profundo de la vida religiosa. En la mencionada carta a Inés de Praga vuelve a recordarlo: «Lo diré con palabras del mismo Apóstol: te considero cooperadora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (Carta 3,8). Es evidente que supo percibir los estrechos lazos que unen íntimamente entre sí a los miembros del cuerpo de Cristo, la Iglesia, de manera que la vitalidad de unos sea ayuda poderosa a los demás. De esta suerte, la vida de las monjas, por ignoradas que sean del mundo, es fuente de enriquecimiento espiritual para la vida íntima de la Iglesia. Pero para Clara las religiosas juegan un papel todavía más importante, y lo expresa llamándolas «coadjutoras de Dios». Ya el mismo san Pablo en sus tareas apostólicas se considera «colaborador de Dios» (1 Cor 3,9). Y Clara, valiéndose de las palabras del mismo apóstol, en su sentido más propio señala a sus hermanas la misma obligación: colaborar con Cristo en la obra de la salvación en su Iglesia. Con su vida, su oración y sus sacrificios colaboran a la obra salvadora de Cristo y la completan (cf. Col 1,24). Tal vez, al expresarse así, Clara tenía en la mente la imagen del primer Adán, a quien Dios puso una ayuda semejante a él (Gén 2,18). Del mismo modo, junto al «nuevo Adán», Cristo, está la Iglesia como colaboradora de Cristo y, en la Iglesia, todos sus miembros vivos.

Sobre este fundamento construye Clara su mística cristiana, que nada tiene que ver con la propia satisfacción individualista, sino que se rige por la ley de la representación, de la actualización de las relaciones entre Cristo y su Iglesia. Precisamente la virginidad nupcial transforma a las religiosas en colaboradoras de Cristo en su obra salvadora, y «sostenedora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable». En su misma Carta tercera a Inés de Praga, Clara nos presenta a continuación sus magníficos conceptos sobre la unión entre el alma religiosa y Jesucristo, su esposo.

Para Clara toda la vida cristiana de sus hermanas es vida eclesial. Es una vida que no busca sólo el perfeccionamiento personal para gloria de Dios, sino que está llamada por Dios a la vida cristiana en su Iglesia y para la Iglesia: «El Señor y Padre engendró en su santa Iglesia» su pequeña grey (TestCl 46). Y no cesará de dar gracias al Señor por ese don de su vocación. En el pórtico mismo de su Testamento dará libre curso a su inmensa gratitud: Entre los beneficios que «recibimos y estamos recibiendo a diario» de la liberalidad de nuestro Padre de las misericordias, y «por las cuales estamos más obligadas a rendirle gracias», «se cuenta el de nuestra vocación; cuanto más perfecta y mayor es ésta, tanto es más lo que a Él le debemos» (TestCl 2-3).

2.- Imagen de Cristo siempre vivo

¿Cómo respondió Clara, en la concretez de su vida, a esta vocación eclesial? La respuesta primera e inmediata es que ella vivió siempre y en todo ante Dios y para Dios. Y una existencia así, en la Iglesia es siempre una prolongación de la presencia de Cristo, siempre vivo.

«Porque el Señor nos ha llamado a cosas tan grandes que en nosotras se puedan mirar aquellas que son ejemplo y espejo para los demás, estamos muy obligadas a bendecirle y alabarle y a confortarnos más en Él para obrar el bien» (TestCl 21-22). A Inés de Praga le dice: «Conservando la vida, podrás alabar al Señor y ofrecerle un obsequio espiritual y tu sacrificio condimentado con la sal de la prudencia» (Carta 3,41). La vida cristiana debe ser alabanza constante al Señor, exteriorizándola por la sublime oración de alabanza que la Iglesia ofrece diariamente al Señor en el oficio divino. Por lo que Clara exigirá a sus hermanas, las que sepan leer, el rezo fiel y diario de la liturgia de las horas (RCl 3; recuérdese que en la Edad Media la expresión "oficio divino" designaba tanto la misa como la liturgia de las horas). Así podrán participar en la oración oficial de la Iglesia, denominada vigorosamente por la piedad medieval «obra de Dios» (Opus Dei), o sea, la oración del propio Cristo en su Iglesia.

Además del oficio divino, tenían de continuo ocupada su alma en santas oraciones y divinas alabanzas (LCl 19), y estimulaba a sus hijas a ofrecer a Dios este culto vivo y santo. Pues sabía que, de mantenerse de ese modo en la presencia continua del Señor por la oración, llegarían a transformarse en «imágenes visibles de Dios invisible», tal como se verificó en el grado más alto en la persona de Jesucristo (Col 1,15). «Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad» (Carta 3,12-13). Cuanto más el hombre se acerca a Dios, tanto más esta aproximación configura al hombre y lo perfecciona, es decir, se realiza su vocación de «asemejarse a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29).

Clara, la más fiel discípula de san Francisco, trata de alcanzar esta meta por el camino real señalado a todo cristiano: por la imitación de la vida del Verbo encarnado, Jesucristo. Este aspecto fundamental de la vida cristiana, tan sobresaliente en Francisco, Clara lo subrayó a su vez con una concisión poco común, viendo en ello la esencia de su propia vocación: «El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras camino, y nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero enamorado e imitador suyo, nos lo ha mostrado y enseñado de palabra y con el ejemplo» (TestCl 5). La vida de Dios-Hombre es el camino que, recorrido sobre las pisadas del mismo Cristo, lleva a Dios, al Padre; también aparece aquí Clara como la más fiel discípula de Francisco, deseosa de «seguir las huellas de Cristo» (Carta 2,18-20; 3,25). Y la Santa, pisando recio en su andadura las pisadas de Cristo, lo sigue sobre todo en sus actitudes fundamentales, que franciscanamente resultan características para la imitación de Cristo.

Para Clara imitar a Cristo significa ante todo imitar al Crucificado: «Ya que Vos habéis comenzado con tan ardiente anhelo del Pobre crucificado, confirmaos en su santo servicio». Como Cristo crucificado nos ha liberado «del poder del príncipe de las tinieblas... reconciliándonos con Dios Padre» (Carta 1,14), así la fuerza salvadora y santificante de la redención obrará en toda su plenitud, únicamente si el hombre se mantiene firme y constante en el servicio de Dios, si, como exhorta el moribundo Francisco, sigue «perfectamente las huellas de Jesús crucificado» (Lm 7,4). Clara recorrerá ese camino con su vida obediente, pobre y humilde, las tres actitudes fundamentales entrevistas en la contemplación del Crucificado y que harán de ella la intérprete más autorizada del más genuino espíritu franciscano. Y esto mismo es lo que recomendará continuamente a sus hijas: la necesidad de contemplar al Crucificado para vivir su misma forma de vida.

Clara prometió solemnemente obediencia «según la luz de la gracia que el Señor nos había dado por medio de su vida maravillosa y de su doctrina» (TestCl 26). Y vivirá en esta absoluta obediencia sin desviarse «en nada de lo prometido» (LCl 12), pero no precisamente con miras a su propio perfeccionamiento, sino iluminada por la vida y las enseñanzas del Señor. Su actitud obediencial se inspira, pues, en la actitud obediente del Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de su Padre (Jn 4,34), y por eso renuncia ella a su propia voluntad «por Dios», y así logra infundir en el seno de la Iglesia la virtud medicinal y santificadora de la obediencia de Cristo (Carta 1), obediencia que salva y santifica.

Pero más aún que la obediencia, Clara admira en la vida del Hijo de Dios su pobreza y humildad. Lo mismo para Clara que para Francisco, estas dos actitudes fundamentales están íntimamente relacionadas entre sí. Muy acertadamente inicia así el biógrafo de Clara el capítulo de «la santa y verdadera pobreza»: «Con la pobreza de espíritu, que es la verdadera humildad, armonizaba la pobreza de todas las cosas» (LCl 13). Y exhorta a todas sus hermanas «en el Señor Jesucristo... a que se esfuercen siempre en imitar el camino de la santa sencillez, humildad y pobreza» (TestCl 56). Así lo ve en la vida de Cristo y, por eso, ama ella este camino como «esposa castísima del Rey supremo». «Ahora bien, en este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como lo podrás contemplar en todo el espejo. Mira -te digo- el comienzo de este espejo, la pobreza, pues es colocado en un pesebre y envuelto en pañales. ¡Oh maravillosa, oh estupenda pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor de cielo y tierra, es reclinado en un pesebre. Y en el centro del espejo considera la humildad: por lo menos, la bienaventurada pobreza, los múltiples trabajos y penalidades que soportó por la redención del género humano. Y en lo más alto del mismo espejo contempla la inefable caridad: con ella escogió padecer en el leño de la cruz y morir en él la muerte más infamante» (Carta 4,17-23).

Y ¡qué acentos los suyos tan inimitables para encarecer la imitación del Crucificado pobre! «¡Oh pobreza bienaventurada, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh pobreza santa, por la cual, a quienes la poseen y desean, Dios promete el Reino de los cielos, y sin duda alguna les ofrece la gloria eterna y la vida bienaventurada! ¡Oh piadosa pobreza, a la cual se dignó abrazar con predilección el Señor Jesucristo, el que gobernaba y gobierna cielo y tierra, y, lo que es más, lo dijo y todo fue hecho! En efecto, las zorras -dice el mismo Cristo- tienen sus madrigueras, las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza, sino que, inclinándola en la cruz, entregó su espíritu» (Carta 1,15-18). Cristo abrazó la pobreza por nosotros «pobrísimos e indigentes, con gran necesidad de alimento celeste», con el fin de redimirnos y asegurarnos «una recompensa copiosísima en los cielos» (Carta 1,20.23).

Estas palabras de la Santa demuestran bien a las claras que supo comprender perfectamente el valor salvífico de la pobreza de Cristo, tal como el apóstol nos dice: «Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2 Cor 8,9). Clara quiere ser pobre para imitar la pobreza redentora de Jesús, pobreza que también sus hermanas deben vivir y actualizar en la Iglesia. En esta perspectiva se comprende el profundo sentido de lo prescrito en la Regla: las hermanas deben vivir «como peregrinas y forasteras en este siglo, que sirven al Señor en pobreza y humildad... pues el Señor se hizo pobre por nosotras en este mundo» (RCl 8,1-3); y no se alejarán de la santísima pobreza porque tampoco «quiso el Hijo de Dios separarse de la misma santa pobreza durante su vida en este mundo» (TestCl 35).

Nada de extraño, pues, que el papa Alejandro IV reconociera elocuentemente la fecundidad de esa vida de pobreza y humildad en el huerto de la Iglesia: «Ella, ciertamente, plantó y cultivó en el campo de la fe la viña de la pobreza, en la cual se recogen frutos de salvación pingües y opulentos; ella dispuso en la heredad de la Iglesia un huerto de humildad, que, entreverado de toda suerte de penurias, produce exuberancia de virtudes» (Bula de canonización 9). Una vida espiritualmente tan rica no puede menos de producir bendiciones redentoras para los miembros de la Iglesia, a la cual le son dados con gran abundancia estos «frutos de salvación». Y, puesto que la imitación de Cristo acerca a los hombres a Dios y pone a Dios al alcance de los hombres, concluirá el papa que Clara es la mujer nueva «que nos ha brindado una nueva fuente de agua vital para refrigero y bienestar de las almas; agua que, divertida en arroyuelos por el territorio de la Iglesia, ha hecho posible un plantío de religión» (Bula de canonización 9).

«Pero la más excelente de todas las virtudes es la caridad» (1 Cor 13,13). Y así también en la vida de la Santa predomina la caridad entre las demás virtudes. Fiel al mandato del Señor: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 13,34), aconsejará ella a sus religiosas: «Amándoos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que interiormente os alienta, a fin de que, estimuladas las hermanas con este ejemplo, crezcan siempre en el amor de Dios y en la caridad recíproca» (TestCl 59-60). Con gran claridad y precisión queda descrita en estas palabras la caridad como principio activo de la unidad y como creadora de fraternidad. Clara intuye que sólo el amor permitirá a esta pequeña célula de la Iglesia, que es su comunidad, «crecer en caridad hasta llegar a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo» (Ef 4,15). Ahora bien, el amor fraterno será posible sólo cuando cada una de las religiosas esté cimentada firmemente en el amor de Cristo. De ahí la exhortación de Clara: «Ama totalmente a quien totalmente se entregó por tu amor..., a aquel Hijo del Altísimo, dado a luz por la Virgen, la cual siguió virgen después del parto» (Carta 3,15.17). Este amor produce la inexpresable maravilla de la unión entre Dios y el hombre. Este amor abre continuamente a Dios un camino en el corazón de la humanidad: «La más noble de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo: los cielos, con las demás criaturas, no pueden abarcar a su Creador; pero el alma -y sólo ella- viene a ser morada y asiento, y se hace tal sólo en virtud de la caridad, de la que carecen los impíos. Así lo afirma la misma Verdad: Quien me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él, y moraremos en él (Jn 14,21)» (Carta 3,21-23). Según santa Clara este amor sublime es posible sólo al hombre que es verdaderamente pobre: «En la medida en que se ama algo temporal, se pierde el fruto de la caridad» (Carta 1,25), que es la identificación con Dios en una entrega sin reservas.

Esa unión con Dios por el amor, que se realiza en la intimidad del alma, necesariamente debe manifestarse al exterior en el amor al prójimo. Por eso, las religiosas «muéstrense siempre celosas por mantener entre todas la unidad del mutuo amor, que es vínculo de perfección» (RCl 10,7). Clara desea que sus religiosas tengan la posibilidad de exteriorizar su amor fraterno de forma sensible, incluso en una vida como la conventual, regida por la obediencia y la pobreza: «Si los parientes u otras personas les mandan algo, la abadesa disponga que se le entregue. Y si ella [la religiosa] tiene necesidad, podrá utilizarlo; y si no, particípelo caritativamente con otra hermana necesitada» (RCl 8,9-10). Con palabras llenas de ternura nos cuenta su biógrafo la caridad con que amaba Clara a sus hijas, sirviéndolas día tras día con desinteresado amor: «No rechazaba nunca las ocupaciones más serviles, tanto que frecuentemente ella se encargaba de verter el agua en las manos de las hermanas, solía permanecer en pie mientras las demás se sentaban, solía servir a la mesa cuando comían... Limpiaba las vasijas residuales de las enfermas; con magnánimo espíritu, ella las fregaba, sin echarse atrás ante las suciedades, sin hacer ascos ante lo hediondo. Con frecuencia, lava los pies de las hermanas externas cuando regresan de fuera y, después de haberlos lavado, deposita en ellos sus besos» (LCl 12). Así cumplía las palabras dirigidas por el Señor a sus discípulos después del lavatorio de los pies: «Os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). Amaba a sus religiosas «según la gracia luminosa que el Señor le había otorgado con su santa vida y doctrina».

Muchas de sus exhortaciones rezuman esta caridad verdaderamente genuina y afectuosa; a Inés de Praga, de quien dice que «es la mitad de su alma y singular joyero de su entrañable amor» (Carta 4,1), escribe: «Sábete que yo llevo grabado indeleblemente tu feliz recuerdo en los pliegues de mi corazón, te tengo por mi más amada entre todas. ¿Qué más? Calle la lengua de carne en esto del amor que te profeso; lo está diciendo y expresando la lengua del espíritu. Sí, oh hija bendita: pues de ningún modo mi lengua de carne podría expresar más plenamente el amor que te tengo, ha dicho eso que he escrito, balbuciendo. Te ruego que tomes mis palabras con benignidad y devoción, mirando en ellas, al menos, el afecto de madre que te profeso a ti y a tus hijas, ardiendo en vuestro amor cada día» (Carta 4,34-37). Clara es un testimonio luminoso de que la verdadera caridad entre los hombres suele ser siempre reflejo del amor espiritual que desciende de Dios. Mientras en la Iglesia ardan estas llamas de amor que transfiguran al ser humano en «ardor de caridad» (Bula de canonización 10), ella permanecerá iluminada por «el candelabro cimero de santidad, que fulgura vivísimamente en la casa del Señor, a cuya esplendorosa luz se han apresurado y se apresuran a venir muchas almas a encender sus lámparas en su llama» (Bula de canonización 9).

Al igual que esta imitación del Crucificado en obediencia, pobreza y humildad y amor verdadero es una glorificación del Padre siempre nueva, procura también al hombre su propia felicidad. Ninguna tristeza podrá ensombrecer esta vida; ninguna aflicción la podrá entristecer porque es fuente de gozo y bienaventuranza y porque le acompaña la alegría de quien se sabe redimido y que debe ser «colaborador de Dios» en la salvación de los hombres. Aquí, como en tantas otras ocasiones, Clara dio en la diana, porque acertó a interpretar perfectamente a su padre espiritual, Francisco; «la pequeña planta del bienaventurado padre Francisco» supo esponjarse en esa perfecta alegría que desconoce el mundo, alegría que rebosa de cada línea de su testamento, donde canta agradecida las maravillas del amor divino en su vida. Goza y se alegra de haber sido llamada y predestinada a recorrer con Cristo el camino de la pobreza. Por eso se entristecía cuando recibía panes enteros, pero saltaba de gozo cuando le daban sólo trozos de pan (LCl 14). Cuanto más acusada era la pobreza, tanto más aumentaba su gozo, porque entonces creía estar más cerca de Cristo (Carta 1,19ss).

El que, seducido por el amor de Cristo, intenta imitarlo, contempla las cosas con nuevos criterios de valoración. De Clara y de sus hijas se puede decir algo desconcertante: ninguna pobreza, ni trabajo, ni tribulación, ni afrenta, ni desprecio del mundo temían, antes, al contrario, los tenían por grandes delicias (RCl 6,2). También Francisco había llegado a experimentar esta misma inversión de criterios, cuando se puso al servicio de los leprosos; antes de su conversión, éstos le inspiraban sólo disgusto y repugnancia; pero una vez transformado por la gracia, lo que antes le parecía amargo se le convirtió «en dulzura de alma y cuerpo» (Test 3). De una experiencia análoga nos habla el biógrafo de Clara: «Conservaba en medio de sus mortificaciones un aspecto festivo y regocijado»; y concluye: «De lo cual se da a entender claramente que la santa alegría de la que abundaba interiormente, le rebosaba al exterior» (LCl 18). Se comprende que, con estas disposiciones en el alma, pudiera soportar la pesada cruz de su enfermedad durante diez largos años, no sólo sin murmurar ni quejarse, sino con una prolongada acción de gracias al Señor (LCl 39). Conocía el valor del sufrimiento compartido con Cristo; de ahí su amor a la cruz. El dolor fue para ella fuente de aquella perfecta alegría cantada por Francisco.

Clara experimentó personalmente muchas veces esa alegría de la cruz, como se lo confiesa a Inés de Praga: «Si con Él lloras, con Él gozarás» (Carta 2,21). ¡Qué alegría la suya, cuando ve o se entera de otras mujeres que se han enrolado también por el mismo camino! Júbilo expresado con singular elocuencia (Carta 4), cuando describe a Inés la felicidad compartida con sus hijas en San Damián, por «el mucho bien que el Señor obra en ti por su gracia» (Carta 2,25). Otra fuente de alegría gozosa la encuentra Clara en el hecho de vivir en comunidad fraterna, donde las unas pueden compensar las deficiencias de las otras: «¡Me siento llena de tanto gozo, respiro con tanta alegría en el Señor al saber de tu buena salud, de tu estado feliz y de los acontecimientos prósperos con que permaneces firme en la carrera emprendida para lograr el premio celestial! Y todo esto porque sé y creo que así suples tú maravillosamente mis deficiencias y las de mis hermanas en el seguimiento del pobre y humilde Jesucristo» (Carta 3,3-4). Vivía en un total despojo personal, sin nada que la encadenara, orientada única y exclusivamente hacia Dios. Y ésta fue la razón de que, pese a sus austeridades, a su despojo exterior y a su pobreza, irradiase constantemente una alegría inmensa y contagiosa, ya que todo en su vida era un camino hacia Dios. Así pudo escribir aquellas memorables palabras: «Realmente puedo alegrarme, y nadie podrá arrebatarme este gozo. Tengo lo que anhelé tener bajo el cielo» (Carta 3,5-6).

La santidad extraordinaria de Clara hunde sus raíces en la plenitud de gracia salvadora de nuestro Señor Jesucristo y de ella extrae su fuerza, ya que Cristo vive y actúa en la Iglesia. Su crecimiento y maduración es, ni más ni menos, un fruto histórico de la fuerza salvadora de la santa Iglesia; es su imagen viva y su reflejo fiel.


Kajetan Esser, O.F.M., Santa Clara, espejo e imagen de la Iglesia, en Ídem, Temas espirituales. Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Aránzazu, 1980, pp. 209-226.-- Nota: En esta edición informática hemos suprimido las notas que lleva el texto impreso.

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