DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

Capítulo IV
LA ORACIÓN DE LOS HIJOS


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Jesús ha querido dejar a sus discípulos una oración: el Padrenuestro. Para todos los cristianos es una oración sagrada, no sólo porque ha salido de los labios mismos de Jesús, sino sobre todo porque es una síntesis de todo su Evangelio. Por eso, al recitarla una y otra vez, cada uno descubre con profundidad y cada vez más quién es y a qué está llamado.

Durante su vida terrena, Jesús vivió su relación con Dios al modo humano, por medio de la oración. Por eso su oración fue absolutamente original y única, ya que brotaba de su ser Hijo de Dios. Fue una oración filial, que se dirigía a Dios con toda confianza como «Abbá» y le manifestaba su disposición obediente a realizar con prontitud todo aquello que le agradaba: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36).

Hijos adoptivos de Dios por la fe y el bautismo, habiendo recibido «el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4,6), los cristianos podemos participar ya en esta vida, por medio de la oración del Señor, de la misma comunión que, en su vida terrena, vivió Jesús de Nazaret con el Padre. Al enseñarnos a orar con sus propias palabras, Jesús nos introduce en su propia oración, en su propia espiritualidad, en el secreto de su corazón de Hijo de Dios hecho hombre.

En una palabra, el Padrenuestro es la oración que conforma nuestra mente y nuestro corazón a semejanza de Jesús. Y por ello es a la vez modelo de toda oración cristiana y una forma de vida: la de los hijos de Dios.

Su estructura es simple y esencial. Jesús dice en el Sermón del Monte: «Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). De acuerdo con esta orientación, el Padre nuestro consta de una invocación o llamada («Buscad»), de una primera serie de tres peticiones, que suplican la intervención de Dios en la vida humana («el Reino de Dios»), y de una segunda serie, también de tres peticiones, que presentan a Dios nuestras necesidades («y todo lo demás…»).

Invocación

«Padre»

Jesús nos exhorta a invocar a Dios como «Padre», «Abbá», porque él es su Hijo y quiere que nosotros seamos y vivamos como hijos; de ahí que nos anime a comenzar la oración con este grito de confianza y amor. Al llamar así a Dios, nos sentimos amados y comprendidos por él hasta el fondo. ¿Cómo dudar del amor de quien hizo morir a su Hijo por nosotros cuando todavía éramos pecadores? (cf. Rm 5,8). Le buscamos porque sabemos que es él quien nos está buscando y esperando siempre.

«Nuestro»

Incluso cuando nos dirigimos a Dios en la más absoluta soledad (cf. Mt 6,6), siempre nos presentamos ante él como miembros de una familia, la de los hijos de Dios. Oramos siempre unidos con nuestro Hermano mayor, Jesús, que en realidad es el que ora a través de nosotros; con todos nuestros hermanos cristianos que peregrinan en todas las naciones de la tierra y con los que están ya en la patria; y nuestra oración abarca también a los hijos que no invocan a Dios porque no saben que es su Padre.

«Que estás en el cielo»

No queremos decir que esté lejos, porque es lo más cercano que tenemos: en Cristo el cielo se ha acercado a la tierra y se nos ha abierto un camino para penetrar en él. Lo que queremos expresar es que este Padre es inmenso, grande, inabarcable; no podemos proyectar en él las categorías de la experiencia de la paternidad terrestre, siempre limitada e imperfecta. Porque, si lo hiciéramos, no podrían llamarle Padre los que no han conocido un padre en esta tierra, ni los que han tenido una mala experiencia de él.

Primera parte: El Reino de Dios

En la primera serie de peticiones le suplicamos que cumpla su designio salvador en la historia de los hombres y que éstos acepten su voluntad, ya que sólo así podremos alcanzar la felicidad para la que hemos sido creados. Dicho de otro modo, le pedimos que ejerza su paternidad para que los hombres nos comportemos como hijos y como hermanos.

Y esto se lo decimos de tres modos; no para que él nos entienda mejor, sino para que lo entendamos mejor nosotros.

«Santificado sea tu nombre»

En el ambiente cultural bíblico, el nombre manifiesta y expresa lo que es la persona. Por tanto, le pedimos que sea santificado él mismo.

Pero, ¿cómo es posible una santificación del Santo? Porque la palabra «santo» indica lo que es propio, típico de Dios, aquello que le distingue de todo lo que es finito y creado. No podemos, por tanto, pedir que Dios sea divinizado.

Lo que le pedimos en realidad es que nos haga participar de lo que él es, que su santidad se realice y difunda en toda la gran familia cristiana. Es decir, le pedimos como gracia lo que después se convierte en nuestra máxima exigencia, como nos dice San Pedro: «Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: "Seréis santos, porque yo soy santo"» (1 Pe 1,15-16).

Y, como Jesús nos ha revelado que lo más propio e íntimo de Dios es ser Padre, y un Padre «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45), lo que en último término le pedimos es ser perfectos como él es perfecto (cf. Mt 5,48), imitar su amor absolutamente gratuito, ser signos de su bondad generosa, para que pueda ser conocido por todos los hombres.

«Venga a nosotros tu reino»

El «reino de Dios» es la situación nueva que se crea cuando el hombre acepta, dice sí, a la oferta que le viene de parte de Dios. Se trata, por tanto, de una realidad bilateral, de una «alianza», como la llama la Biblia. En consecuencia, lo que aquí pedimos son dos cosas: que Dios nos ofrezca la salvación y que nosotros la aceptemos.

Ahora bien, la oferta de Dios ha tenido un desarrollo progresivo, y, por tanto, la respuesta del hombre se ha tenido que ir adecuando también a lo que Dios le pedía en cada momento. En Moisés, Dios ofreció su protección a cambio de que el hombre cumpliera sus mandamientos. Pero después, en Jesús, Dios se ha revelado como Padre y nos ha ofrecido ser hijos en el Hijo; y lo que nos pide a nosotros es que creamos en el Hijo que él ha enviado. Pero, una vez llegados a este nivel, aún hay otro desarrollo ulterior: se trata de que Cristo esté cada vez más presente en todos los hombres e incluso en toda la realidad creada, para llevarlo todo a la plenitud querida por Dios. El término de todo este proceso será esa meta final que nos describe San Pablo: «Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que le ha sometido todas las cosas, para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15,28).

A la luz de esto, cuando los cristianos decimos «venga a nosotros tu reino», lo que pedimos es una presencia mayor de la riqueza de Cristo entre los hombres, en su vida, en su convivencia social, en las estructuras, en el mundo en que habitan; y una presencia que sea aceptada por los hombres, ya que sólo así podrá desarrollar toda su eficacia. En una palabra, que la alianza entre Dios y los hombres vaya convirtiéndose en esa comunión total de vida y de amor, que es el término previsto por Dios.

«Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»

Jesús dijo: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Con esta tercera petición, Jesús quiere, pues, que sus discípulos adoptemos su misma opción fundamental y que dé sentido a toda nuestra vida.

Pero, al formularla como oración al Padre, Jesús plantea la cuestión como un compromiso para Dios y para nosotros. Por una parte, nos hace pedir a Dios que realice plenamente en nosotros su designio amoroso. Y, por otra, nos compromete a nosotros a desear y hacer esa voluntad como nuestro bien supremo. Ahora bien, hacer la voluntad de Dios comporta una docilidad permanente respecto a todas las indicaciones que recibimos de él a través de su palabra, encarnada en Cristo e interpretada por el Espíritu, y a través de la historia de cada uno. De modo que, en cada momento de nuestra vida, le digamos al Padre como Jesús: «No sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14,36).

Además, la petición tiene un alcance universal y pleno: «en la tierra», es decir, en todos los hombres y por parte de todos los hombres; «como en el cielo», como se cumple ya en aquellos en los que el designio divino ha alcanzado su objetivo último: la identificación total con la vida y el amor de Dios. Realmente, esto equivale a pedir que la tierra, el mundo de los hombres, se transforme en el cielo, el mundo de Dios.

Segunda parte: Todo lo demás

Tras haber pedido al Padre aquello que es prioritario, lo que afecta a la realización y al reconocimiento de su paternidad, los hijos le planteamos nuestras necesidades más absolutas: el pan de la subsistencia, la reconciliación y la comunión, y la libertad frente «al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el fuego» (Mt 10,28).

«Danos hoy nuestro pan de cada día»

Literariamente, esta petición ocupa el centro del Padrenuestro. Además, es también la que aparece como más característica del cristiano que se dirige al Padre, ya que lo propio de un padre es dar el pan a los hijos.

En el ambiente cultural bíblico, el pan es, al mismo tiempo, una realidad concreta y un símbolo. Y ambos sentidos están presentes aquí.

Como sabemos que Dios Padre se preocupa del desarrollo concreto de la vida del hombre, le pedimos el alimento básico que sustenta la vida. Y este alimento es el pan, un alimento hecho por el hombre para el hombre y que es compartido por cada uno en el seno de la familia.

Pero el pan es también símbolo que evoca todo aquello que hace la vida agradable y digna. Por eso le pedimos también vivienda, vestidos, educación…, todo lo que es necesario para vivir con dignidad y alegría.

Y el hijo de Dios necesita aún otro tipo de alimento: aquél que sólo puede dar directamente el Padre, «el pan de Dios que es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,33). Este pan de vida es Jesús, que se nos da como alimento en la Eucaristía. Por eso los cristianos recitamos solemnemente el Padrenuestro antes de recibir la comunión.

El pan, en todos estos sentidos, lo pedimos hoy y para hoy: por dos veces se insiste en la cotidianidad. Porque estamos convencidos de que nuestro Padre sigue con solicitud el desarrollo de nuestra vida, día a día, momento a momento. De ahí que no busquemos almacenar tesoros en la tierra ni nos preocupemos siquiera de precavernos ante el futuro imprevisible. Vivimos al día porque sabemos que el Padre nos ama y protege día a día, sin anticipaciones ni retrasos.

Finalmente, el pan que pedimos es «nuestro», no «mío»: es de todos y debe alcanzar a todos. Lo pedimos unos para otros.

«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»

Para la verdadera vida, tan esencial como el pan es la reconciliación. Sin ella no hay comunión, no hay verdadera vida humana, vida de hermanos, hijos de Dios. Y la reconciliación pasa necesariamente por el perdón de las ofensas, el perdón pedido y concedido. En esta petición nos encontramos con el misterio central de nuestra fe: Dios «nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,18).

Ofendemos a Dios al no reconocerlo como Padre, pero también, cada vez que ofendemos al hombre, no actuando con él fraternalmente, no reconociéndolo como hermano, no perdonándole lo mínimo cuando Dios nos ha perdonado lo máximo (cf. Mt 18,21-35).

Por eso le pedimos al Padre el perdón de nuestros pecados actuales, sabiendo que este perdón está condicionado a la reconciliación con el hermano: «perdonad y seréis perdonados» (Lc 6,37). Pero le pedimos también el perdón definitivo, el día en que todos los hijos nos encontremos con el Padre. Y, mientras tanto, como hijos que han experimentado la paternidad de Dios en el perdón, nuestra oración hace de nosotros constructores de la «civilización del amor», que perdonan en nombre de Dios: «A quienes les perdonéis los pecados, Dios se los perdonará» (Jn 20,22).

«No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal»

La oración del Señor concluye pidiendo al Padre que nos ayude en el momento en que nuestra fidelidad esté en peligro y nos libere del mayor de los males: no llegar a la vida que nos tiene reservada.

No le pedimos que nos libere de la tentación. En efecto, la tentación es una presión que se ejerce sobre nuestros valores y actitudes. Pero esta presión, si somos capaces de vencerla, consolida los mismos valores y nos hace madurar. Sin embargo, dada la debilidad del hombre, la tentación puede desembocar también en la derrota.

Por eso le pedimos a Dios Padre una intervención de defensa: que nos evite entrar en las arenas movedizas de aquellas tentaciones cuyo resultado sería negativo.

En cambio, le pedimos con toda rotundidad que nos libre del Mal, o del Maligno. El cristiano sabe por experiencia, iluminada por la palabra de Dios, que existe una red misteriosa de insidias que tiende a envolverlo y desorientarlo. Más aún, que existen en él puntos débiles, en los cuales el demonio podría hacer presa, y le es difícil darse cuenta de todos. Dios Padre ha superado el mal de la historia desde el principio, y lo ha vencido a través de la muerte de Cristo. Por tanto, puede defender a sus hijos, no sólo poniéndolos en guardia, sino arrancándolos de la garra del «Maligno».

Esta última petición constituye, en el fondo, una llamada al realismo de la situación precaria del cristiano. Éste no puede hacerse ilusiones. Aunque es en verdad hijo de Dios, no puede creer que ha alcanzado ya un nivel de seguridad por encima de todo riesgo. Está aún en camino. Y por eso pide al Padre que tutele su camino, que lo libre incluso de sí mismo, de aquellas zonas de ataque del Maligno de las que se siente y es portador.

Oración

Padre nuestro, que estás en el cielo, tu grandeza llena el universo. Alabado seas porque has querido que seamos hijos tuyos y nos rodeas siempre con tu providencia.

Padre, que tu nombre sea santificado, conocido, amado, celebrado por todos los hombres. Muéstrate a todos tal y como eres.

Padre, venga tu reino a este mundo, tan oprimido por violencias e injusticias. Venga tu reino de amor a la humanidad entera.

Padre, hágase tu voluntad en nuestra vida y en la de nuestros hermanos, y allí donde haya un ser humano que vive, ama, lucha y espera.

Padre, danos hoy nuestro pan de cada día: pan para dar de comer a los hambrientos, ropa para vestir a los desnudos, trabajo para los que no lo tienen.

Padre, perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Danos la gracia del perdón mutuo y haz que seamos agentes de reconciliación.

Padre, no nos dejes caer en la tentación del dinero, del prestigio y del poder. Guárdanos de la tentación de renegar de ti o de prescindir de ti.

Padre, líbranos del mal y de la opresión del maligno. Líbranos del egoísmo, de la impureza, de las estructuras de pecado.

Porque tuyo es el reino, Padre, tuyo el poder y la gloria por siempre. Amén.

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Sugerencias para la oración personal

En la oración siempre nos debemos dirigir al Padre, origen y meta de nuestra vida. Pero nunca lo hacemos solos. Siempre nos acompaña Jesús. Primero, porque el Padre está en Jesús, y Jesús en el Padre (cf. Jn 14,10). Pero, además, es que Jesús hace siempre suya la oración del discípulo que ora en su nombre: orando somos hijos en el Hijo. Por eso el Padre siempre nos escucha como a Jesús:

«Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14,13-14).

Conviene, pues, que oremos como Jesús y unidos a Jesús. Él debe ser también el camino de nuestra oración. Le debemos decir con frecuencia: «Señor, acompáñanos en nuestro diálogo con el Padre, pídele por nosotros, enséñanos a saber pedir». La oración cristiana es un diálogo con el Padre y con el Hijo. Más aún, y éste es un gran misterio, acaba siendo un diálogo entre el Padre y el Hijo a través de nosotros.

Y aún hay un tercero, que está como «tapado»: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre» (Gál 4,6). Es el Espíritu Santo el que nos hace orar; más aún, el que ora en nosotros. Él nos da la fe, la esperanza y el amor que necesitamos para dirigirnos al Padre. Por eso le debemos invocar muchas veces, sobre todo al principio de nuestra oración.

En definitiva, nuestra oración es un diálogo con la Santísima Trinidad. Un diálogo que comenzamos ahora en nuestra vida terrena y que continuará por toda la eternidad. Por eso la oración es un anticipo del cielo.

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