DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

TEMAS BÁSICOS DE ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA

por Julio Micó, o.f.m.cap.


Capítulo III
LA VIDA DEL EVANGELIO

Al identificar y valorar la experiencia espiritual de Francisco solemos recurrir a determinados tópicos, tales como la pobreza, la alegría, la familiaridad con la naturaleza, etc., que, si bien satisfacen la curiosidad de una fe superficial y descomprometida, no reflejan del todo lo que realmente supuso para él encontrarse con ese Dios vivo que le cercó y fascinó hasta conseguir que lo siguiera por el camino del Evangelio.

Porque lo que caracteriza a todo creyente sincero es que, tarde o temprano, Dios le sale al encuentro y le interpela para que se decida desde su fe. La conciencia de la propia responsabilidad o el miedo evasivo a definirse podrán aplazar una y otra vez la decisión responsiva. Pero siempre llega el momento, como le sucedió a Jonás, en que las sucesivas huidas no llevan a ninguna parte y, al sentirse acorralado, termina por ceder y confesar con el corazón y los labios al que es más fuerte que él y de quien no puede prescindir sin que su vida pierda sentido.

A Francisco le sucedió algo así. El encuentro de Espoleto (cf. 2 Cel 6) le desbarató de tal modo su propio montaje y le ensanchó tanto el horizonte existencial, que tardó algunos años en recomponer y organizar su vida de modo que pudiera ser una respuesta coherente y sensata al Dios que le había transformado con su presencia. Una respuesta que, a pesar de su relativa originalidad, estaba en cierto modo condicionada por el ambiente socio-religioso de la cristiandad y por su propia formación.

1. EN BUSCA DEL EVANGELIO

La cristiandad del siglo XII se caracteriza por su movilización, a todos los niveles, en busca del Evangelio. El arte, las peregrinaciones, las cruzadas y la misma teología serán la causa, y a la vez el efecto, de este amplio movimiento espiritual que ocupa todo un período de la Iglesia. Por primera vez se siente esa sensación emocionante de que se va a difundir sobre la tierra el mensaje evangélico, la liberación de todo miedo y de toda angustia.

A.- LA HUMANIDAD DE DIOS

El comienzo de la baja Edad Media parece asumir como tarea el empeño de humanizar a Dios. El arte se espiritualiza para que lo divino se refleje a través de la materia. Lo figurativo en las catedrales tiene como fin la celebración de un Dios encarnado, el Hijo del hombre. El Cristo que había venerado el pueblo hasta entonces era el Cristo mayestático, sublime y teológico, de los Padres del siglo V y de los mosaicos romanos, el Consustancial al Padre, que posee toda ciencia y que un día vendrá a juzgar a vivos y muertos.

El renacimiento carolingio había plasmado en Cristo el rasgo dominante de la grandeza imperial, ofreciendo en consecuencia un Cristo majestuoso. Las miniaturas de los libros de horas y los frescos de las iglesias son el reflejo de este Señor apocalíptico en el que prevalece la manifestación de su poder como gesto de dominio. Desde esta situación se leen los Evangelios, interpretando los acontecimientos cotidianos que allí se narran como simples instrumentos ocasionales para que se manifieste la divinidad en toda su magnificencia. Los rasgos de dolor y sufrimiento que acompañaron la vida terrena de Jesús son oscurecidos o entendidos como signos de gloria, acentuando así su divinidad en detrimento de su humanidad.

Este Cristo apocalíptico, manifestado especialmente en la escena del Juicio final, va dando paso, poco a poco, a un Jesús más humano, cuya función de Juez es tomada ahora de los Evangelios. Esta progresiva evolución se refleja perfectamente en el arte de las catedrales. Los maestros que hacen las nuevas iglesias no hacen sino plasmar en piedra la nueva sensibilidad espiritual de la cristiandad, la nueva imagen de Dios, el Cristo vivo del Evangelio, el Jesús terreno. Este cambio no es brusco sino que mantiene una continuidad con lo anterior. Recoge la simbólica románica, pero orientada hacia una representación de Cristo. La corte de figuras que rodean su imagen, siempre en el centro, va cambiando a partir de esta nueva visión. Los viejos músicos dejan sitio a los apóstoles que habían acompañado a Jesús en su vida terrena. Los antepasados que prepararon y anunciaron su venida, como los Reyes de Judá y los Profetas, rodean la entrada junto con todas las prefiguraciones terrestres del hombre-Dios.

Las expresiones de la humanidad de Cristo en el arte no se reducen a las miniaturas de los manuscritos, los frescos, las esculturas o las vidrieras. Muy pronto aparecen los Misterios con sus temas preferidos sobre la natividad, la pasión y la resurrección de Cristo. Esta dramatización litúrgica de la vida del Señor, que se representaba en las iglesias, estaba basada principalmente en los Evangelios, aunque la piedad popular ampliara las narraciones con múltiples detalles proporcionados por los apócrifos y la propia imaginación. La representación de la Navidad que hizo Francisco en Greccio responde a esta tradición de los dramas litúrgicos o Misterios.

El Cristo que nos muestra el arte del siglo XII es un reflejo del cambio de perspectiva de la nueva espiritualidad. Se va redescubriendo su humanidad como elemento necesario para entender su misterio. Se necesitan los rasgos humanos para afirmar su divinidad; de ahí que los crucifijos tomen formas más humanas donde el dolor sea vehículo del amor redentor de Dios.

Las peregrinaciones a Tierra Santa son otro elemento configurante de la nueva espiritualidad evangélica. Terminadas las invasiones bárbaras, el período que sigue favorece el peregrinar pacífico. La liberación del sepulcro de Jesús y el continuo fluir de peregrinos que se lanzan cada año camino de Jerusalén, harán que la religiosidad se vaya alimentando de ese evangelismo que aportan los Santos Lugares en donde Cristo vivió, sufrió y murió. El descubrimiento de modo tangible por los caminos de Galilea, Samaria y Judea de la humanidad de Dios contribuyó a crear un ambiente donde el Evangelio coloreaba un vasto movimiento espiritual. Los que iban a Jerusalén consideraban su peregrinación como una imitación de Cristo, decisión que expresaban con el gesto de bautizarse en el río Jordán para después recorrer todos los lugares por donde caminó el Señor.

Las cruzadas, además de favorecer este contacto directo de los peregrinos con los lugares descritos en los Evangelios, fueron también una ocasión para conocer un arte religioso, el oriental, que acentuaba la expresión humana de la divinidad. Los saqueos de las iglesias tuvieron como consecuencia la apropiación de innumerables pinturas y reliquias, sobre todo de la pasión, que, una vez repartidas por todo el Occidente, contribuyeron a humanizar todavía más las devociones de los fieles.

La incipiente escolástica, encabezada por san Anselmo († 1109), se hizo también eco de esta nueva espiritualidad al preguntarse Por qué Dios se hizo hombre, pregunta que sirve de título a una de sus principales obras. Las razones que da san Anselmo para justificar la Encarnación son meras elucubraciones, pero indican la sensibilidad de la incipiente teología racional por los problemas que afectaban a la espiritualidad de la Iglesia.

Otros escritores, como Juan de Fecamp († 1076), señalaban los pasos dados por el Redentor para realizar la obra de la salvación, pero no como pura investigación teológica, sino como invitación a participar en ellos por la contemplación afectiva.

Sin embargo es san Bernardo († 1153), sin lugar a dudas, el que más influyó en la humanización de la cristología. Siguiendo la tradición patrística, aprovechará sus sermones y comentarios bíblicos para exponer, con un lenguaje poético y tierno capaz de fascinar a los lectores, los misterios de Jesús narrados en los Evangelios. Las razones que aporta san Bernardo para caminar en tal dirección son que nuestro corazón, por ser de carne, se aficiona más fácilmente a la carne de Cristo que a su divinidad, ya que la carne busca primero lo que es, como ella, carnal. Sin la humanidad de Cristo, nuestro amor a Dios estaría como en suspenso, sin un objeto al que asirse. Por tanto, la encarnación del Verbo es la obra amorosa de Dios en favor nuestro. La humanidad de Cristo es la luz que nos descubre la divinidad. Esta devoción no es simplemente especulativa; como el pájaro en su escondite y la tórtola en su nido, nosotros debemos vivir en las llagas del Señor, muy junto a su corazón, para meditar en los misterios de su humanidad, sobre todo en la encarnación, el nacimiento, la muerte y la resurrección.

Todos estos teólogos contribuyeron a humanizar la imagen de Dios, encontrando en el Cristo de los Evangelios al Hijo que nos hace presente el amor del Padre. De ese modo Cristo es presentado al pueblo como el sacramento del Padre; de ahí que confesarlo, adorarlo y seguirlo se conviertan en el modo más adecuado de responder a la llamada salvadora de Dios.

Los cristianos medievales necesitaban ver para creer. Una visión que empieza por los ojos de la carne para terminar en los del espíritu. Francisco en su Admonición 1 expresa bien el sentir del pueblo, por otra parte coincidente con el Evangelio y la doctrina de la Iglesia, al decir que a Dios no lo ha visto nadie y que el único camino para llegar al Padre es a través de Cristo. De este modo, Jesús es a la vez Camino y Caminante, del que hay que seguir las huellas para llegar al encuentro de Dios.

Esta mediación de Jesús nos llega a nosotros a través del Evangelio, el relato que cristaliza su persona y actividad y en el que se nos muestra lo que es Dios para nosotros y el camino para llegar a Él, una itinerancia espiritual que está animada por el Espirito Santo.

B.- EL EVANGELIO COMO NORMA DE VIDA

Aducir el Evangelio como norma de vida para los creyentes no es ninguna originalidad, ya que la Iglesia lo ha presentado siempre como el fundamento que identifica al cristiano y al que hay que referirse constantemente para valorar la calidad de nuestra fe. La originalidad radica más bien en el modo de abordarlo, es decir, desde dónde y cómo se lee, puesto que la respuesta será distinta según la situación social y religiosa desde la que se pregunte.

La Iglesia del siglo XII, como parte de la sociedad que se remitía a los orígenes de su propia cultura, buscó también su fuerza para la renovación en una vuelta limpia al Evangelio y a la Iglesia primitiva. Monjes, clérigos y laicos, desde lugares distintos, caminarán en busca del Evangelio como ámbito donde poder vivir con sentido su vida cristiana.

a) Evangelismo monástico

Aunque ya san Benito en el Prólogo de su Regla indica el carácter evangélico de la misma al afirmar que «bajo la guía del Evangelio, encaminémonos por sus sendas», es Ruperto de Deutz († 1129), el mejor exponente de la espiritualidad benedictina antigua, el que defiende la ascética cenobítica tradicional y reivindica para el monacato conservador -los monjes negros- el mérito de la apostolicidad contra las pretensiones y el exclusivismo de los innovadores -los monjes blancos o cistercienses-. En su obra Sobre la vida verdaderamente apostólica, afirma que las raíces de la vida monástica están en la misma comunidad de Jerusalén, puesto que la praxis apostólica de vivir el Evangelio unidos en el amor, la oración y los bienes, supone el primer monasterio del que derivaron todos los demás. No hay regla más digna de los Apóstoles que los mismos cuatro Evangelios, los cuales, así como son la doctrina de las doctrinas, son también la regla de las reglas. Los Padres que organizaron después la vida monástica por medio de una Regla no hicieron más que adaptarla al correr de los tiempos; de ahí se deduce que la vida monástica es verdaderamente apostólica por estar fundada por los Apóstoles, que eran verdaderos monjes; y si es apostólica, también es, por lo tanto, evangélica.

Conviene hacer notar, sin embargo, que el evangelismo que defiende Ruperto es el vivido por la comunidad de Jerusalén, un evangelismo estático, concretizado en la vida comunitaria donde se comparte el amor, la oración y los bienes, y que los monjes, anclados en una sociedad feudal, tomaron como modelo.

La reforma cisterciense, al aparecer en un momento en que la sociedad empezaba a despertar de un largo letargo y a buscar nuevas formas de vida, aportará un nuevo modo de entender el evangelismo monástico. A pesar de seguir buscando la soledad como una forma de ser fieles a la Regla originaria, no se limitará a encerrar en la propia convivencia el talante evangélico de su opción. La pobreza y la humildad serán para los cistercienses el camino del Evangelio que san Benito les propone al prologar su Regla.

Indudablemente aún estamos muy lejos de la visión pauperística de los movimientos evangélicos laicales, pero ya se vislumbra un modo nuevo de abordar el Evangelio donde los grupos más sensibles de la Iglesia coinciden: el seguimiento de Jesús pobre y humilde, tal como aparece en los Evangelios, que anuncia la Buena Noticia de la salvación a todos los hombres.

Las polémicas entre san Bernardo († 1153), abad de Claraval, cisterciense, y el conservador Pedro el Venerable († 1156), abad de Cluny, son importantes a la hora de comprobar las distintas concepciones que sobre el evangelismo monástico tenían ambos. Mientras que Pedro defiende la discreción y la moderación sugeridas por la caridad del régimen monástico, Bernardo afirma la radicalidad del seguimiento de Cristo en pobreza y humildad. En realidad se trata de justificar dos posiciones sociales que comprometen la vivencia monástica del Evangelio.

Cluny estaba en el culmen de su poder social y religioso. La riqueza en tierras y dinero le imposibilitaba una visión pobre del Evangelio; de ahí que tratara de justificar su posición apelando a la prudencia como medio de salvar lo salvable. Así, se considera pobreza exigir los derechos sobre las iglesias parroquiales, las décimas y las primicias, puesto que con ellas se asegura la independencia económica de la abadía, que lo recompensa, en cierto modo, con la plegaria, los salmos, las lágrimas, las limosnas y las oportunas concesiones que favorecen el bien concreto de los súbditos. «Las posesiones monásticas dan trabajo a los campesinos, artesanos y otros oficiales, quienes prefieren permanecer bajo la tutela benéfica de los monjes a soportar la tiranía de los señores feudales. Muchas aldeas, que eran verdaderas cuevas de ladrones, bajo el dominio monástico se han convertido en casas de oración; los castillos, en oratorios. En cuanto al trabajo manual prescrito en la Regla, hay que tener en cuenta que se ejerce tanto trabajando en el campo como orando, leyendo o salmodiando, ya que, en fin de cuentas, es mejor orar que cortar árboles».

Los cistercienses, en cambio, habían basado su reforma en una pobreza austera que requería el trabajo para su mantenimiento. Asentados lejos de la civilización, intentaron mantener la sobriedad en los edificios y ocupar solamente las tierras laborables que pudieran trabajar con sus manos. Los ingresos económicos, por tanto, venían casi exclusivamente de la venta de los excedentes que producían, ya que al estar retirados y celebrar el culto litúrgico en un marco de sobriedad, la afluencia de fieles y la cantidad de limosnas era exigua. No obstante este deseo inicial de vivir más evangélicamente la Regla de san Benito, pronto cayeron en las mismas trampas que habían criticado a Cluny. Las posesiones se ensancharon hasta necesitar de conversos para que las trabajaran. Los edificios y las iglesias ganaron en confort y lujo, atrayendo a los fieles y, con ellos, sus limosnas. El retiro voluntario en el que se habían escondido fue rompiéndose ante las salidas cada vez más frecuentes de los monjes. El culmen del prestigio que a finales del siglo XII adquirieron en el aparato eclesial coincide con la pérdida de mordiente evangélico en el conjunto de la nueva espiritualidad.

Además de los cistercienses, otras nuevas fundaciones aportaron savia evangélica al viejo tronco del monacato; me refiero a los cartujos. Esta corriente eremítica también responde a la necesidad de remitirse a los orígenes de la Iglesia para identificarse como evangélica. Las primeras Ordenaciones cartujanas de finales del siglo XI, atribuidas a san Bruno y a su discípulo Landuino, dicen que las reglas monásticas son como una especie de exégesis del códice de los Evangelios. Por tanto, también el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, con la interpretación católica de los doctores de la iglesia, es el que hace de Regla para todos los cartujos.

El evangelismo cartujano está marcado por la soledad, como ámbito para la oración y la pobreza austera. Su predilección por la vida solitaria está basada en «el ejemplo del mismo Dios y Señor Jesús, quien, a pesar de no tener necesidad de ella, la tomó como preparación a su ministerio, siendo probado por tentaciones y ayunos. De Él dice la Escritura que, dejando solos a los discípulos, subió al monte para orar en solitario, lo mismo que en Getsemaní la noche antes de su pasión. Con estos ejemplos, trata Cristo de convencernos de lo provechosa que es la soledad para la oración, puesto que no quiere orar en compañía de nadie, ni siquiera de los Apóstoles». En cuanto a la pobreza, el mismo Guigo escribe en las Costumbres que, «a fin de eliminar toda ocasión para la codicia, con la ayuda de Dios, siempre que sea posible, tanto de nosotros como de la posteridad ordenamos por este documento que todos los habitantes de este lugar no posean nada más allá de los limites de su desierto, ni campos, ni viñedos, ni jardines, ni iglesias ni cementerios, ni ofrendas ni títulos, ni nada que se les parezca». El evangelismo solitario y pobre de los cartujos se completa con la predicación silenciosa. Dedicados a la copia de manuscritos, justificarán este apostolado de una forma lapidaria: «Puesto que no predicamos la Palabra de Dios con la boca, lo hacemos con las manos».

La abadía de Grandmont, fundada por los seguidores de san Esteban (†1124) poco tiempo después de que éste muriera, también basa su vida en la práctica evangélica. En el Prólogo de la Regla, que redactaron a partir de la consolidación de sus costumbres, se dice: «Si bien es verdad que la variedad de itinerarios espirituales ha quedado descrita por algunos Padres, de modo que se habla de la Regla de S. Basilio, S. Agustín o S. Benito, sin embargo, ninguna de ellas es el origen de esa religión, sino las que la conservan y propagan; no son la raíz, sino las hojas. Por el contrario, en cuanto a la fe y a la salvación una sola es la primera y principal regla de las reglas de la que, como riachuelos de una sola fuente, provienen todas las otras: el santo Evangelio que el Salvador transmitió a los Apóstoles y ellos difundieron fielmente por todo el mundo». «Los consejos que el Señor da en el Evangelio son libres y voluntarios; pero una vez hechos los votos, estos consejos se convierten en ley y deber. Por eso, unidos como sarmientos a la vid, que es Cristo, procurad observar los preceptos de su Evangelio en cuanto su gracia os permita, de modo que si os preguntan de qué profesión o de qué Regla o de qué Orden sois, no os avergoncéis de identificaros como seguidores de la primera y principal Regla de la religión cristiana, es decir, del Evangelio, que es la fuente y el principio de todas las reglas».

Los ermitaños de Grandmont, a quienes se les llamaba los pobres de Cristo, concretizaron en la renuncia su seguimiento evangélico. En la Regla se apunta que uno de los principales objetivos de los hermanos debe ser «el renunciar a las iglesias, con todas sus pertenencias, y a los honores mundanos, a los campos, a las bestias, a las décimas y rentas estables, a los mercados, a las ferias, a las visitas de los parientes, a los procesos jurídicos tanto en favor propio como de otros, a pedir limosna, a hacer provisiones aunque sea para un solo día, a todas aquellas otras cosas a las que hemos renunciado por amor de Dios; por el contrario, deberemos perseverar hasta el fin en el eremitorio como muertos y rechazados por el mundo».

También el eremita Norberto de Xant († 1134), fundador de los Premostratenses, tuvo que responder a las acusaciones que se le hacían sobre su talante de predicador popular. Se defendió alegando que su forma de vida estaba inspirada directamente en el Evangelio, por lo que no se le podía reprochar nada.

Abelardo y Eloísa aplicaron igualmente a su concepción monástica un evangelismo centrado en el cumplimiento de los votos. En su intercambio epistolar aportan distintas ideas sobre el talante evangélico que debe tener la nueva Regla del monasterio del Paráclito, del que Eloísa era abadesa. En una de sus cartas a Abelardo le expone su deseo de llegar a observar el Evangelio en su plenitud, «de modo que no pretenda ser más que cristiana, pues los Padres decidieron no imponernos más Regla que el Evangelio, sin ningún tipo de sobrecarga por razón de la multitud de votos». Abelardo le respondió a este su deseo de fundamentar la vida en el Evangelio, por medio de un tratado ascético en el que basa la vida monástica femenina en tres virtudes principales: la continencia, la pobreza y el silencio, las cuales responden a los preceptos dados por el Señor de tener ceñidos los lomos (Lc 12,35), renunciar a todas las cosas (Lc 14,33) y evitar toda palabra ociosa (Mt 12,36). «La pobreza incluye el desapego de la propia voluntad, de modo que, habiéndolo abandonado todo, sigamos desnudos a Cristo desnudo, como hicieron los Apóstoles. Por amor de Dios no sólo debemos abandonar los bienes y afectos terrenos, sino posponer nuestra voluntad a la suya, sometiéndonos al querer de nuestro superior espiritual, y confiarnos por Cristo, y como si fuese Cristo, al que hace para nosotros las veces de Cristo».

b) Evangelismo clerical

La reforma del clero que comienza en el siglo XI no nace de la voluntad de los propios sacerdotes de llevar una vida más acorde con el Evangelio, sino de la decisión, sobre todo del papa Gregorio VII, de solucionar definitivamente el problema de la intervención de los señores laicos en el nombramiento del clero con las consecuencias lógicas de simonía y concubinato.

La pretensión del Papa era servirse de los mismos señores laicos y del alto clero para llevar a cabo la reforma; pero, en las regiones donde estaba fuertemente implantado el sistema feudal, se negaron sistemáticamente a favorecer tal reforma debido a sus intereses personales, mientras que, en las regiones de talante más democrático, sí fue posible la mejora espiritual en la vida del clero al no existir tanta resistencia. Una vez recuperada, en parte, la autoridad eclesiástica para el nombramiento del clero, la lucha se centró primeramente en conseguir que los sacerdotes vivieran su celibato, para después exigirles una vida más pobre.

El clero no ha tenido nunca un modelo espiritual definido, por lo que, al hablar de perfección, siempre se le ha encaminado hacia el monástico. La propuesta de reforma del clero para solucionar el problema del concubinato y la riqueza, tuvo como solución reunir a los sacerdotes de una misma iglesia en canónicas, donde llevaban vida común y compartían sus bienes.

Retomada la idea de san Agustín, quien propone la comunidad de Jerusalén como modelo de vida monástica para el clero, san Romualdo († 1027) difundió entre los sacerdotes la instauración de la vida comunitaria. Para arrancarlos de la simonía, san Romualdo consiguió que muchos canónigos y clérigos, que se comportaban secularmente a modo de laicos, obedeciesen a un superior y viviesen en comunidad. San Pedro Damián († 1072), su discípulo y biógrafo, afirmará que la Regla de los canónigos proviene de la norma de vida apostólica, por lo que estas comunidades imitan, en cierto modo, la tierna infancia de la Iglesia lactante.

Esta insistencia en reunir a los clérigos en comunidad tuvo, una vez superado el peligro de la simonía y el concubinato, la finalidad de exigirles otras virtudes sacerdotales como la pobreza, la penitencia, la gratuidad y la generosidad del ministerio, etc. Pobreza y palabra serán las características de la concepción evangélica de los canónigos regulares. San Pedro Damián relaciona la pobreza y la predicación argumentando que si la función de un sacerdote es predicar, y todo predicador debe ser pobre, entonces todos los sacerdotes dignos de tal nombre deberían ser pobres. La Regla de los canónigos está hecha siguiendo el tipo de vida que vivieron los Apóstoles, una forma de vida en la que nadie consideraba nada como suyo y todo era común para todos. ¿Cómo puede concederse a los clérigos la prerrogativa de la propiedad cuando Cristo no se la permitió a sus Apóstoles?

Por la forma en que se agruparon estos canónigos, muy parecida a la monástica, algunos les negaron el derecho a la actividad apostólica. Pero los canónigos regulares consiguieron extenderse por casi toda la cristiandad ofreciendo un ministerio muy variado. A pesar de que lograron elevar el nivel espiritual del clero, hay que tener en cuenta que los canónigos regulares eran una élite privilegiada que a duras penas consiguió comunicar al restante clero, que no vivía en comunidad y que era mayoría, la espiritualidad evangélica de la reforma. Los canónigos regulares, más que de clérigos conversos, se nutrieron de nuevas vocaciones.

c) Evangelismo laical

El contacto con los monjes y canónigos regulares, que habían optado por una vida evangélica al estilo de los Apóstoles, así como la actividad de los predicadores itinerantes, que presentaban un evangelismo en pobreza y desarraigo, influyó para que muchos laicos se decidieran también por un mayor compromiso en su fe.

El cronista Bernoldo de Constanza († 1100) dibuja los trazos más característicos de este fenómeno ascético del siglo XI que tomó forma en diferentes modelos asociativos de laicos. En aquellos años la vida común floreció en muchas regiones, no sólo entre los clérigos y los monjes que vivían en común con una gran religiosidad, sino también entre los laicos, los cuales comprometían con mucha devoción sus personas y sus bienes en una misma vida común. Aunque por el modo de vestir no figuren ni como clérigos ni como monjes, no son considerados inferiores a ellos en cuanto al mérito. Pues, renunciando al mundo, entregaron por devoción sus personas y sus bienes a las comunidades de clérigos y monjes de vida regular, felices de vivir en comunidad bajo su obediencia y de prestarles servicio. Y no eran solamente los hombres, sino también las mujeres quienes formaban esta multitud sin número que se dedicaba a semejante modo de vida. Incluso en las mismas aldeas, numerosas hijas de aldeanos renunciaban al matrimonio y al mundo poniéndose bajo la obediencia de algún sacerdote. Ni siquiera los mismos casados encontraron impedimento para vivir como religiosos y obedecerles con mucha docilidad. Semejante compromiso estuvo floreciente sobre todo en Alemania, donde aldeas enteras se entregaron a tal religiosidad, compitiendo sin tregua en la emulación de la santidad de vida.

Gerhoh de Reichersberg describe las distintas categorías de conversos o penitentes voluntarios que formaban este movimiento de espiritualidad laical. «En primer lugar están los que se asocian a las comunidades regulares de monjes o canónigos, pudiendo entrar no solamente los inocentes sino también los penitentes. Después están los que, permaneciendo en sus propias casas, imitan, si no a los compañeros, al menos a los seguidores de los Apóstoles; si no a los Apóstoles, al menos a sus discípulos. Permaneciendo en casa siguen un camino más seguro que si la abandonasen para ser unos malos "conversos", ya que, si por atender a los pobres llegaron a la pobreza absoluta, quiere decir que están en el camino de la verdadera vida apostólica; sobre todo si, procurándose el sustento con las propias manos, atendiesen a los enfermos y a los que no pueden trabajar Por último están los casados que, permaneciendo entre ellos el vínculo matrimonial, deciden abstenerse de toda relación sexual por el reino de los cielos; también ellos pueden aspirar al seguimiento de Cristo desde su propio estado».

La práctica comunitaria hace partícipe a cada uno de la perfección apostólica. El que no puede dejarlo todo y seguir desnudo al Cristo desnudo, acoge la regla de los discípulos de los Apóstoles, que éstos mismos compusieron para que se pudiese seguir una vida media: la de aquellos que, siendo inferiores a los Apóstoles pero superiores a los casados, entregan sus personas y sus bienes en favor de los "santos", es decir, de los religiosos, clérigos, pobres, enfermos, peregrinos, etc.

Se trata, en definitiva, de abrir a todos la posibilidad del seguimiento evangélico, «pues ni los casados, ni los ricos, ni los jueces, ni los caballeros, ni los militares pueden carecer de normas si verdaderamente quieren aprender las enseñanzas de Cristo, pues todo orden e, incluso, toda profesión encuentra en la fe católica y en la doctrina de los Apóstoles una regla adecuada a su profesión. Por lo tanto, aprenda el soldado, aprenda el aldeano, aprenda todo cristiano la fe transmitida por los Apóstoles, es decir; aprendan la regla de vida que los Apóstoles han dado a su profesión y a su condición».

Este acercamiento de la perfección evangélica a todos los estados es también defendida por Jacobo de Vitry († 1240) al afirmar que «son regulares no solamente los que renuncian al mundo y entran en religión, sino también todos los fieles cristianos que sirven al Señor bajo la regla evangélica y viven en consecuencia bajo el único y supremo Abad». Los grupos de beguinas que se formaron sobre todo en Bélgica y que de Vitry protegió y favoreció, son un ejemplo de estas comunidades laicales empeñadas en un verdadero seguimiento del Jesús evangélico. Lo mismo cabría decir de las fraternidades de penitentes que, desde sus casas, llevaban una vida de compromiso con el Evangelio; con la pobreza y la plegaria daban testimonio de haber tomado con seriedad las exigencias de la propia fe.

Pero son los movimientos pauperísticos, heréticos o no, los que con mayor fuerza optaron por la vivencia radical del Evangelio. En un informe enviado a san Bernardo por el preboste de la comunidad premostratense de Steinfeld (Colonia) sobre la conducta de un grupo de cátaros, se afirma: «Dicen que sólo ellos forman la Iglesia, porque sólo ellos siguen las huellas de Cristo y son los verdaderos seguidores de la vida apostólica, no buscando las cosas de este mundo, no poseyendo ni casas, ni campos ni dinero, a ejemplo de Cristo que no tuvo posesiones ni las concedió a los Apóstoles. Vosotros, sin embargo -nos dicen-, amontonáis casa sobre casa y campo sobre campo, y buscáis las cosas de este mundo. Nosotros, sin embargo, pobres de Cristo, inestables, fugitivos de ciudad en ciudad, sufrimos persecución con los Apóstoles y los mártires, como ovejas en medio de lobos; no obstante, nosotros llevamos una vida santa y muy pobre con ayunos y abstinencias, perseverando día y noche en la oración y en la fatiga, y pidiendo a los demás solamente las cosas necesarias para la vida».

El origen de los Valdenses está relacionado también con el evangelismo. Al convertirse Pedro Valdo y preguntar a un maestro de teología sobre el camino mejor y más seguro para conseguir la salvación, éste contesto: «Si deseas hacer todo el camino, entonces ve y vende cuanto tengas, y entrégaselo a los pobres (Mt 19,21)». Pedro Valdo y sus compañeros fueron a Roma en 1179 para que el Papa les aprobara el Propósito con el que poder vivir de forma absoluta y literal según la doctrina del Evangelio. En la profesión de fe de 1180, Valdo expresa su proyecto: «Puesto que, según el apóstol Santiago, la fe sin obras está muerta (Sant 2,17), renunciamos al mundo dando a los pobres lo que tengamos, como aconseja el Señor, y decidimos ser pobres hasta el punto de no andar preocupados por el mañana, ni aceptar de nadie oro ni plata ni nada parecido, excepto la comida diaria y el vestido. Nos proponemos observar como preceptos los consejos evangélicos».

En realidad, esto no era literatura piadosa, pues el curial Gualter Map había ya dicho de ellos que no tenían domicilio estable, viajaban de dos en dos, descalzos, vestidos con paños de lana, sin poseer nada y teniendo todo en común como los Apóstoles, desnudos, siguiendo al Cristo desnudo. El evangelismo de los Valdenses, de inspiración apostólica, se concreta en el pauperismo y la predicación itinerante. El fundamento de la pobreza valdense era la imitación de Cristo y los Apóstoles. Por ello dirá Durando de Huesca: «Nuestra fe y nuestras obras están justificadas por los Evangelios. Si preguntas por qué somos pobres, diremos que porque hemos leído que nuestro Salvador y sus Apóstoles fueron pobres».

El afán de comunicar a los demás su propio descubrimiento del Evangelio los llevó a una predicación itinerante, en la que encontrarían el principal obstáculo para ser aceptados por la Iglesia. Cuando en su afán proselitista se asentaron en Milán, lo primero que hicieron fue abrir una escuela o lugar de encuentro para poder predicar y que el público aprendiera de las Escrituras. Los Valdenses lombardos practicaron un evangelismo menos itinerante y más cercano al de los Humillados.

La espiritualidad de los Humillados toma el modelo de la comunidad primitiva. Empeñados en una vida sencilla y honesta, se reunían para rezar y comentar el Evangelio. Solamente los dirigentes iban visitando las comunidades y aprovechaban las pequeñas industrias, dedicadas a la lana, para trabajar ellos mismos durante su estancia. Una parte del movimiento terminó enfrentándose a la Iglesia por cuestiones de predicación. La mayoría aceptó la decisión de la Curia romana de convertirse en tres órdenes: una canonical, formada por clérigos, otra monástica, que comprendía hermanos y hermanas, y otra de laicos, que permanecían en sus casas.

El Propósito de estos últimos, aprobado por Inocencio III en 1201, define su objetivo espiritual de guardar, con la ayuda del Señor, la humildad del corazón y la mansedumbre de las costumbres, según dice el Señor: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Su proyecto evangélico se concreta en la prohibición de hacer juramentos, la restitución de las ganancias injustas o por usura, entregar las décimas al clero, hacer limosnas a los pobres, guardar la castidad matrimonial, ayunar en los días señalados, vestir con sencillez de acuerdo a su estado, rezar por los vivos y difuntos, y reunirse todos los domingos para escuchar la Palabra de Dios y las exhortaciones de algún hermano más preparado para que los anime a corregir las costumbres y a hacer obras de misericordia, sin entrar en los temas de la fe y los sacramentos.

* * *

Haciendo una síntesis del movimiento evangélico en la espiritualidad anterior a san Francisco, podemos descubrir una línea común a todos los estados de la Iglesia que consiste en un acercamiento al Jesús pobre y humilde de los Evangelios, desde una situación de desarraigo o desde otra más estable a ejemplo de la comunidad de Jerusalén, y en la acogida de la Palabra como regla normante de vida, no sólo para el propio caminar en la fe, sino también como oferta a los demás en forma de predicación.

Pobreza y Palabra serán, pues, los elementos configurantes del evangelismo que gestó la conversión y el itinerario espiritual de Francisco, convirtiéndolo en el máximo representante de este movimiento eclesial.

2. EL EVANGELISMO DE FRANCISCO

Para hacernos una idea de lo que supuso el Evangelio para Francisco, es fundamental conocer la importancia que tenía la Biblia para la sociedad medieval. La Biblia era el libro que contenía todo el saber, no sólo el teológico, sino incluso el científico; de ahí que fuera el texto base de toda la enseñanza, tanto en las universidades como en las escuelas, donde se utilizaba para aprender a leer y escribir. En ella se esconde toda la realidad y todas las respuestas a las preguntas que el hombre pueda hacerse. De ello le viene ese halo de misterio con que se la envuelve por tratarse del saber y de la voluntad de Dios hecha libro, provocando un sentido de reverencia a la vez científico y religioso, sobre todo para los laicos, a los que les resultaba inaccesible.

Francisco era un laico; por tanto, se levantaba ante él una doble barrera que lo separaba de las Escrituras: la del libro y la de la lengua. Aunque la Iglesia medieval no prohibió nunca de forma magisterial el leer la Escritura, sin embargo sí que hubo restricciones en el uso de la Biblia debidas, sobre todo, al espíritu sectario y obstinado de algunos grupos pauperísticos, como los Valdenses y los Albigenses. Pero aunque no estuviera prohibido, la verdad era que pocos laicos lo hacían, sobre todo por el precio prohibitivo que tenían los libros y porque la mayoría eran analfabetos. Leer y estudiar el texto bíblico era cosa de clérigos, y ni siquiera todos lo hacían del libro completo, sobre todo por el valor de los manuscritos.

La otra barrera que se alzaba entre Francisco y la Biblia era la lengua. Francisco, aunque aprendió a leer y escribir el latín, nunca llegó a dominarlo; prueba de ello son los autógrafos que poseemos y el testimonio de Tomás de Eccleston en su Crónica, en la que habla de una carta de Francisco escrita "en mal latín". Lógicamente, para un joven comerciante, de poca utilidad le podría ser haber aprendido bien el latín, puesto que la lengua vulgar era la que se utilizaba normalmente.

A.- FRANCISCO Y LOS EVANGELIOS

Esta doble barrera del libro y de la lengua solamente podía ser franqueada por el sacerdote, el cual, como administrador de la Palabra y el sacramento, tenía como misión en exclusiva hacer inteligible al pueblo el mensaje evangélico.

Dos narraciones de los biógrafos del Santo evidencian este comportamiento. En la primera (1 Cel 22; TC 25), Francisco, después de escuchar en la iglesia el evangelio de la misión de los Apóstoles, pide al sacerdote que se lo explique para su mejor comprensión. En la segunda (2 Cel 15; LM 3,3; TC 28), se trata de buscar el programa evangélico de la incipiente Fraternidad y se recurre, igualmente, a la explicación del sacerdote.

No cabe duda de que los biógrafos, con una finalidad ejemplarizante, tratan de que el laico Francisco se comporte como tal, respetando la función mediadora del sacerdote. Pero con independencia de esto, la actitud adoptada durante toda su vida respecto a los teólogos y la palabra escrita, induce a creer que Francisco mantuvo siempre este sustrato laico al tratar con la Escritura.

Aunque es difícil establecer las fuentes del conocimiento bíblico de Francisco, hay que tener en cuenta que la sociedad medieval coincidía aquí en Europa con la Cristiandad, por lo que disponía de muchos recursos para hacer llegar sus valores cristianos al pueblo; recursos que influyeron indudablemente para acercar la Escritura a Francisco.

Uno de ellos era la enseñanza. Ya hemos dicho anteriormente que la Biblia era el libro por excelencia de los estudios; más en concreto, para los que hacían la enseñanza básica, donde el texto fundamental, además de algunas oraciones litúrgicas como el credo, el padrenuestro, etc., era el Salterio. Los Escritos de Francisco nos confirman que él no sólo aprendió a leer y escribir con el Salterio, por lo bien que lo conoce, sino que se sabía de memoria muchos salmos, tal como se practicaba entonces el método de enseñanza.

Otra fuente de conocimiento bíblico debió de ser el arte en sus múltiples expresiones, como la pintura, la escultura, las vidrieras, etc. En una sociedad como la medieval, donde el nivel de cultura era bajo, el arte era uno de los principales vehículos de la cultura y formación religiosa, hasta el punto de ser considerado como el libro de los pobres. Por medio del arte, esparcido por todas las iglesias y catedrales, la gente sencilla y analfabeta llegaba al conocimiento de la historia bíblica y de las verdades de la fe.

Dentro del arte plástico religioso habría que incluir también el drama litúrgico. Escrito en lengua vulgar sobre textos litúrgicos y apócrifos, ayudaba no sólo a mantener viva la piedad popular, sino también a profundizar en los hechos más importantes de la Escritura.

Al arte plástico habría que añadir la predicación como un elemento importante en la configuración bíblica de Francisco. Además de la predicación tradicional de los obispos y de los párrocos estaba la de los predicadores monásticos, sobre todo cistercienses, y también la de los predicadores itinerantes, tanto clérigos como laicos. El anuncio evangélico, hecho en un lenguaje simple y popular, iba acompañado por el testimonio de una vida pobre y sencilla. Aunque no existan datos sobre la relación de Francisco con estos movimientos de predicadores itinerantes, es bastante probable que la tuviera, puesto que el camino europeo para ir a Roma pasaba cerca de Asís.

La liturgia es, sin lugar a dudas, la fuente principal del conocimiento bíblico de Francisco; basta con hojear sus Escritos. En ellos se rastrean antífonas, oraciones, frases del ordinario y del canon de la misa e, incluso, de los comentarios de los Padres en las lecturas del Oficio, lo cual indica el calado de su influjo litúrgico. Los mismos textos escriturísticos, más que por una lectura directa, debieron de entrar en Francisco a través de la liturgia, tal como hacen pensar las citas esparcidas en sus Escritos.

B.- ¿CÓMO LEÍA FRANCISCO LOS EVANGELIOS?

La concepción que Francisco tiene de la Escritura difiere notablemente de la de sus biógrafos. Éstos conocían perfectamente los métodos científicos de la época, por lo que cultivan una exégesis simbólica que se hace notar a la hora de manejar los textos. En cambio, Francisco, que no era teólogo, lee la Palabra de una forma realista, sin alambicamientos de ninguna clase. Esto lo sabían sus biógrafos hasta el punto de que, curiosamente, sólo le atribuyen los textos escriturísticos de los libros abiertos, es decir, los libros que estaba permitido leer a los laicos, como eran los históricos, etc.

La formación religiosa propia de un laico de su tiempo que tenía Francisco no le permitía otra lectura del Evangelio más que la sencilla y realista. Sin embargo, esto no nos puede llevar a confundir su literalismo evangélico con el fundamentalismo de esas nuevas sectas americanas. Para Francisco, la letra de la Escritura no es lo absoluto y fundamental (Adm 7). Él siempre la interpreta desde dentro, condicionado por su cultura religiosa popular. De ahí que incluso ese realismo literal quede matizado al concretar para su vida el seguimiento radical de los consejos del Señor. Esta interpretación realista pero libre de la Escritura le permitió hacer experiencias radicalmente nuevas al colocarse en la misma situación sociorreligiosa que el Movimiento de Jesús, es decir, en una situación de pobreza y radicalismo itinerante que le ayudaba a percibir aquellos textos del Evangelio que los profetas itinerantes de la primitiva Iglesia no sólo habían vivido sino también transmitido a partir de su experiencia con Jesús. La lectura del Evangelio siempre es posicionada, nunca neutra; por eso ayuda a su inteligencia el abordarla desde una actitud similar a la que la vivió Jesús y sus Apóstoles.

Esta toma de posición de Francisco le colocó frente al Evangelio desnudo de todo ropaje científico que sirviera de justificación y pretexto para evadirlo. Su insistencia en que no se hagan glosas del Evangelio diciendo cómo hay que entenderlo (Test 38) explica su decisión de abordarlo limpiamente, puesto que en el fondo sólo es capaz de entenderlo quien lo pone en práctica. Por lo menos eso creía Francisco al dar a una mujer pobre, madre de un religioso, el primer y único Evangelio de que disponía la Fraternidad de la Porciúncula. Las razones aducidas son claras: el Señor se complace más cuando practicamos lo que contiene que cuando solamente lo leemos (2 Cel 91; LP 93). En otras palabras, Francisco parte de la praxis sin esperar a tenerlo todo claro en el plano conceptual. Se aventura a hacer la experiencia de vivirlo y, desde esa experiencia, descubre una nueva forma de entenderlo.

A pesar de este entendimiento práctico y realista, Francisco no aborda el Evangelio con un literalismo burdo y superficial. Se podrían aducir infinidad de ejemplos, en los que, bajo apariencia de literalismo pedestre, hay una relectura o interpretación del texto acomodándolo a las circunstancias concretas. El tema del literalismo evangélico aparece después, cuando la Fraternidad ya se encuentra asentada en los conventos. Pero la comprensión evangélica de Francisco es espiritual, desde dentro, al estilo joánico; una comprensión que se caracteriza, según Egger, por el respeto externo ante la Palabra, la disponibilidad para la conversión espiritual, la pobreza interior ante Dios, la puesta en práctica de la Palabra y la convicción de que el sentido de la Escritura está en la acción.

C.- ¿CÓMO UTILIZABA FRANCISCO LOS EVANGELIOS?

Al estudiar las citas bíblicas en los Escritos de Francisco hay que hacerlo con cierta precaución. En primer lugar porque no podemos proyectar a su tiempo la disección en capítulos y versículos de la Escritura tal como lo hacemos hoy. El lenguaje religioso de Francisco está saturado, por la influencia de la liturgia, del pensamiento de los Evangelios; de ahí que, cuando escribe, aflora de una manera espontánea, sin tener que referirlo estrictamente a citas concretas. Es decir, que cuando Francisco habla del Evangelio, nos ofrece sus ideas sin citar expresamente a los evangelistas sino de un modo general. Expone algún principio radical básico y después lo razona con ideas del mismo Evangelio.

Además, no sabemos exactamente cuál era la capacidad de Francisco para buscar los textos convenientes a las ideas evangélicas que él quería expresar. Da la casualidad que los escritos más seguros, como son los autógrafos y el Testamento, apenas tienen citas, mientras que aquellos en que necesitó colaboradores, por ejemplo las Reglas, están plagados de citas. El caso más llamativo es el de la Regla no bulada, donde el espacio dedicado a las citas supera en mucho al de sus ideas personales. En esta ocasión tenemos un testimonio que nos ayuda a esclarecer el problema. Se trata de Jordán de Giano, quien en su Crónica (n. 15) nos dice que Francisco, viendo que Cesáreo de Espira era muy entendido en el conocimiento de las Sagradas Escrituras, le confió el trabajo de adornar con palabras del Evangelio la Regla redactada por él con palabras sencillas. Y Cesáreo lo hizo así.

De este comportamiento de Francisco se podría deducir que, a mayor número de citas en sus Escritos, más colaboración por parte de los colaboradores. Lo cual no deja de colocarnos ante una situación perpleja al querer comprobar el conocimiento real que tenía Francisco de la Escritura, sobre todo a la hora de utilizarla.

A mi parecer, la solución no está en caer en el extremo contrario y pensar que todo el aparato de citas que aparece en sus Escritos le fuera completamente extraño. Francisco podía conocer perfectamente las principales ideas que aparecen en los Evangelios y sugerirlas a los estudiosos para que se las buscaran y completaran. Por otra parte, el que no redactara personalmente todo el aparato de citas de sus Escritos no quiere decir que las desconociera. La Regla no bulada, por poner un ejemplo, después de ser "adornada" por Cesáreo, la debió leer y revisar varias veces, por lo que su familiaridad con los textos bíblicos debió ser grande, hasta el punto de hacerlos suyos.

Teniendo esto en cuenta, vemos que los libros más utilizados del Antiguo Testamento son: el Génesis, Tobías, los Salmos, Isaías y Daniel. Del Nuevo Testamento: los Evangelios de Mateo, Lucas y Juan, y en menor medida el de Marcos; las Cartas de Pablo, sobre todo Romanos, Corintios y Tesalonicenses; también las de Santiago, Pedro y Juan, y, por último, el Apocalipsis. Para explicar la preferencia de unos textos sobre otros sospecho que habría que conocer cuáles eran los libros más utilizados en la liturgia del tiempo, sobre todo en el círculo donde se movía Francisco.

D.- ¿CÓMO VIVIÓ FRANCISCO EL EVANGELIO?

Francisco era un hombre práctico. Si había optado por el Evangelio no era sólo para conocerlo intelectualmente, sino sobre todo para practicarlo. Pero a la hora de saber qué tipo de evangelismo fue el vivido por Francisco, habrá también que preguntarse desde dónde lo vivió o desde qué imagen lo actuó.

Los Sinópticos traen unos logia o dichos de Jesús que, vividos y transmitidos por el llamado Movimiento de Jesús, proponen un tipo de seguimiento desarraigado y radical. Estos textos radicales, que forman el eje del Evangelio, permiten al que ha optado por Jesús la posibilidad de volver a sus propias raíces personales y, desde ahí, reconstruir todo su proyecto humano según el programa ofrecido por Jesús.

Todos estos dichos radicales que aparecen en los Sinópticos, excepto la frase sobre los eunucos (Mt 19,12) y la otra sobre el escándalo (Mc 9,43-48), aparecen también en los Escritos de Francisco, principalmente en sus dos Reglas. Esto nos aclara la influencia que pudiera tener Francisco sobre sus colaboradores a la hora de buscar y aplicar las citas evangélicas a sus Escritos, aunque él no fuera el ejecutor material.

Los textos radicales aparecen casi todos en la Regla no bulada. Así pues, se insiste en el esfuerzo por entrar por la puerta estrecha (1 R 11,13), dejando en segundo lugar al padre, a la madre e incluso a sí mismo (1 R 1,4); en negarse y tomar la propia cruz para seguir a Jesús (1 R 1,3), perdiendo la propia vida para encontrarla (1 R 16,11), pues de nada sirve ganar el mundo si uno pierde la propia vida (1 R 7,1). Por tanto, hay que convertirse (1 R 21,3), dejando que los muertos entierren a sus muertos (1 R 22,18), olvidándose de todas las preocupaciones para mejor servir al Reino (1 R 8,2).

El seguidor de Jesús debe ser constructor de la paz (Adm 15; 1 R 14,2), libre frente a los legalismos (1 R 9,13-16) y alegre cuando ayuna (1 R 3,2). Confesará a Jesús delante de los hombres (1 R 16,8), aunque tal actitud le acarree persecución (1 R 16,16). Antes que defenderse o resistir (1 R 14,4), será como una oveja entre lobos (1 R 16,1-2), esforzándose por no reaccionar de forma violenta (1 R 22,21-23), sino amando a sus enemigos (Adm 14,4), perdonándolos siempre (1 R 21,6; 22,28) y no temiendo a los que matan el cuerpo (1 R 16,17-18).

El que pretenda seguir a Jesús deberá cumplir la ley desde dentro (1 R 11,4) y saber que el mal no viene de fuera, sino del corazón mismo del hombre (1 R 22,7-8). De cara a Dios y de cara a los hombres, se considerará un esclavo que hace lo que debe y de quien se puede prescindir (1 R 11,3; 23,7). Y si tiene algún cargo de responsabilidad que le da poder, lejos de aceptar el título de padre o de maestro (1 R 22,33-35), se considerará servidor e inferior a todos (1 R 5,10-11), a ejemplo de Jesús el Señor, venido para servir. El que quiera unirse a la comunidad de Jesús abandonará lo que posee en favor de los pobres (1 R 1,2) y se pondrá en camino para la misión, libre de todo lo que estorba (1 R 14,1). Una vez que haya puesto la mano en el arado, no mirará atrás (1 R 2,10), sino que seguirá adelante, seguro de que el Señor cumplirá sus promesas (1 R 1,5). Y, por encima de todo, amará al Señor Dios (2CtaF 18), sabiendo que, si persevera hasta el final, obtendrá la salvación (1 R 16,21).

Entre los textos no sinópticos que piden la misma radicalidad están los de Juan sobre Dios Espíritu, al que hay que adorar en espíritu y verdad (1 R 22,30-31), y el mandamiento del amor (1 R 11,5), así como el de lavarse los pies mutuamente (1 R 6,4).

De las Cartas de Pedro y las Pastorales aparece el tema del seguimiento como una marcha sobre las huellas de Jesús (1 R 22,2), en plena sumisión a toda criatura (1 R 16,6), sin vanas disputas ni querellas verbales (1 R 11,1), sino con benevolencia y dulzura (1 R 11,7-9).

A partir de este mosaico de textos, en el que se nos dibuja la imagen del verdadero seguidor de Jesús, podemos percatamos de la fidelidad con que Francisco captó lo esencial del Evangelio, contribuyendo a ello el tipo socio-religioso de vida itinerante que adoptó a la hora de construir su proyecto de vida.

E.- UNA ESPIRITUALIDAD DE SEGUIMIENTO

La experiencia de Dios como Padre, metido y comprometido en el amor a los hombres, que se percibe en la imagen del Reino, es fundamental a la hora de construir la propia vida de fe. Esta experiencia viva de Dios nos impide recalar en los puertos del pasado, dirigiendo nuestra vida al mar abierto del futuro. El que ha conocido a Dios de forma existencial ya no puede seguir encerrado en su propia quietud, ya que su misma presencia arrastra hacia el futuro, hacia la búsqueda de su rostro, donde poder encontrarle con plenitud. Pero esta experiencia básica de un Dios Padre que nos conduce por el camino en el que el reconocimiento de su bondad se traduce en un amor eficaz a los hombres puede tomar formas distintas, lo cual explica el pluralismo a la hora de concretar el modo de ser cristianos.

No cabe duda de que Jesús entendió esta respuesta al amor interpelante del Padre en forma de itinerancia desarraigada para anunciar la buena noticia del Reino. Al resucitar Jesús, su persona se convierte en camino obligado para llegar a Dios. Pero aún en su vida terrena, como sacramento que era del Padre, el seguimiento de su persona equivalía a responder a la llamada salvadora de Dios; de ahí que Jesús llamara para que le siguieran. Llamada que comportaba la convivencia con Él, la participación en el anuncio del Reino y la com-pasión en los sufrimientos consecuentes.

Cuando Jesús llama no es para compartir una ideología, aceptar un conjunto de verdades teóricas o seguir una normativa más o menos exigente; ni siquiera, por importante que parezca, para aceptar un proyecto común como podía ser el Reino. Todo esto tal vez esté incluido en el seguimiento, pero no constituye su núcleo. El seguimiento se refiere a la persona misma de Jesús y solamente a su persona.

Esta experiencia de relación e intimidad con el Señor no se agota, sin embargo, en sí misma. Jesús llama a los discípulos para que estén con Él y enviarlos a predicar (Mc 3,13-15). Por lo tanto, el seguimiento va más allá de una convivencia íntima con Jesús; implica también la misión y el trabajar para que el hombre se abra a Dios y encuentre su realización.

La participación en la vida y trabajo de Jesús conduce indefectiblemente a la participación en su mismo destino. A través de todo el Evangelio cruza la idea de que el destino de Jesús es la muerte violenta, concretamente la muerte de cruz. Pero también aparece de forma constante la imagen de que el discípulo no es mayor que su maestro; por lo tanto, el que quiera seguir a Jesús tiene que asumir y seguir ese mismo destino cargando con la cruz (Mt 10,38).

Esta imagen del Jesús histórico, que se nos transmite en los Evangelios y que el movimiento de Jesús vivió y mantuvo en la Iglesia, es la que percibió Francisco y la que le sirvió para organizar su vida evangélica y la de su Fraternidad.

El proyecto que aparece en las dos Reglas y que Francisco concreta como forma del santo Evangelio, aunque visto desde una perspectiva pauperística, no se puede reducir al seguimiento de Jesús pobre. El tema joánico de Dios adorado en espíritu y verdad, los temas sinópticos de la misión y las bienaventuranzas, así como el tema del Siervo sufriente de Isaías, son fundamentales a la hora de comprender la espiritualidad de Francisco.

a) Adorar al Señor Dios

No cabe duda de que nuestra cultura se caracteriza por ser antropocéntrica, es decir, que el hombre es la medida de todas las cosas. De ahí que al hablar de experiencia de Dios pongamos inmediatamente el acento en nuestra percepción subjetiva. Este sentimiento no sólo existe a niveles espontáneos y coloquiales, sino que se ha estructurado de forma científica en la llamada fenomenología de la religión.

Para el hombre medieval, por el contrario, el hecho de la objetividad de la existencia de Dios era algo evidente. De ahí que Francisco no se pare a cuestionar su existencia, como nosotros exigiríamos por considerarlo necesario, sino que desgrane su concepción teocéntrica de la realidad por medio de un lenguaje en el que Dios es el objeto normal y espontáneo al que se debe remitir el hombre.

Este hablar acrítico sobre Dios puede resultamos extraño al leerlo desde una óptica coloreada por la sospecha. Pero el testimonio de Dios que nos ofrece Francisco no parte de un mero ejercicio intelectual, sino de la convicción que aporta la experiencia. La presencia apabullante de un Dios que trastoca los fundamentos en los que se apoyaba su vida, es motivo más que suficiente para hablar de Él sin tener que justificar su existencia. El problema del hombre actual es que pretende hablar de Dios sin haberlo experimentado. Por eso su lenguaje se detiene en analizar la posibilidad de un encuentro con Dios. Francisco, por el contrario, parte de la evidencia de que Dios se le ha hecho presente; de ahí que su hablar de Dios sea una narración de su propia experiencia espiritual.

En la Regla no bulada, sobre todo en los capítulos 22 y 23, aparece claramente que, para Francisco, la exigencia de búsqueda y encuentro con Dios constituye el corazón del proyecto evangélico que él quiere vivir y que propone a los hermanos: Animados por el Espíritu, seguir las huellas de Jesús y poder así llegar hasta el Padre. La respuesta al Dios trinitario es el núcleo del Evangelio y, por tanto, del proyecto de vida con el que Francisco pretende ayudarse y ayudar a los demás a ser fieles a sus exigencias.

Ya que voluntariamente lo hemos dejado todo, nada más lógico, dice Francisco, que seguir con solicitud la voluntad del Señor y agradarle en todo (1 R 22,9). Pero esta búsqueda no se da de forma espontánea. En el fondo del hombre está ese poder misterioso del mal que, para apoderarse de su corazón, trata de hacerle olvidar lo que significa Dios para él (1 R 22,19-21); de ahí que haya que estar vigilantes para remover todo impedimento y posponer toda preocupación, de modo que puedan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con un corazón transparente, a fin de que el Padre, el Hijo y el Espíritu puedan tomar posesión de él (1 R 22,26s).

Sólo un corazón habitado por la Trinidad es capaz de dar gracias al Padre por haber creado, por medio de su Hijo y con el Espíritu Santo, todas las cosas espirituales y corporales, y especialmente a nosotros, hechos a su imagen y semejanza (1 R 23,1).

Esta acción de gracias se extiende también a la generosa actitud del Padre que nos demostró su amor al hacer que naciera de la Virgen María, por medio del Espíritu, su querido Hijo Jesús, redimiéndonos con su cruz, sangre y muerte (1 R 23,3). Resucitado por el poder de Dios y sentado a la derecha del Padre, ese mismo Señor vendrá en su gloria al final de los tiempos para examinarnos del amor y ofrecemos la posibilidad de seguir amando según la capacidad de nuestro corazón (1 R 23,4).

Pero nuestra debilidad como pecadores nos impide alabarle como es debido. Por eso, «imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo, como a ti y a Él mismo le agrada» (1 R 23,5). De este modo, nuestro corazón estará dispuesto para abrirse al amor misericordioso de Dios. «Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres, al Señor Dios... Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos agrade y deleite, sino nuestro Creador, Redentor y Salvador... Nada impida, nada separe, nada adultere este amor; todos nosotros, en cualquier lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días y continuamente, creamos con humildad y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabamos y bendigamos, glorifiquemos y sobreexaltemos, engrandezcamos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, trinidad y unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que en Él creen, esperan y lo aman» (1 R 23,8-10).

El núcleo del Evangelio, que es la actitud confiada y orante de Jesús hacia su Padre, es captado por Francisco y traducido en una continua búsqueda del Dios trinitario para responderle en alabanza por todo el misterio salvador con el que se nos ha hecho presente.

b) El Evangelio de misión

El comienzo de la revelación hecha por el Señor a Francisco de que viviera según la forma del santo Evangelio, lo describen los biógrafos como un descubrimiento de la lectura del Evangelio en el que Jesús envía a los discípulos a misionar (1 Cel 22; LM 3,1; TC 25). Las versiones de Lucas (10,1-16) y de Mateo (10,5-15) son utilizadas en el capítulo 14 de la Regla no bulada para dibujarnos la figura del hermano menor enviado por el mundo. En él se recogen todos los elementos propios de la misión: itinerancia, pobreza, pacifismo, disponibilidad, etc.

Aunque en este capítulo 14 se concentren las pautas de comportamiento del misionero, el conjunto de las dos Reglas, con la complementariedad de los biógrafos, es el que perfila la verdadera identidad del movimiento franciscano que, con su talante de apertura confiada en Dios, recorre los caminos anunciando la penitencia para que todos puedan acoger la buena noticia de Jesús.

La misión de los Apóstoles configura de tal modo la conducta de Francisco y los primeros hermanos que, al pretender condensar en una Regla su opción evangélica de vida, este texto de misión se convertirá en el eje vertebrador de todo el programa. Incluido seguramente en el Proyecto presentado a Inocencio III en 1210, aparece en la Regla no bulada como una forma de identidad del evangelizador franciscano.

«Cuando los hermanos van por el mundo, nada lleven para el camino: ni bolsa, ni alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón. Y en toda casa en que entren digan primero: "Paz a esta casa". Y permaneciendo en la misma casa, coman y beban lo que haya en ella. No resistan al mal, sino que, a quien les pegue en una mejilla, vuélvanle también la otra. Y a quien les quita la capa, no le impidan que se lleve también la túnica. Den a todo el que les pida; y a quien les quita sus cosas, no se las reclamen» (1 R 14,1-6).

Este talante misionero condiciona toda la organización de la Fraternidad. La liturgia, la pobreza, la convivencia, etc., están al servicio de este vagar apostólico para anunciar la bondad misericordiosa de Dios, que nos llama a la penitencia y a la conversión a fin de que podamos acoger la nueva realidad que nos trae el Reino.

La sedentarización de la Fraternidad al integrarse en el cuadro pastoral de la Iglesia, hará que este texto resulte molesto para la nueva configuración de la Orden; de ahí que prácticamente desaparezca de la Regla bulada. Para Francisco, sin embargo, seguirá siendo fundamental porque marcaba el inicio de su vocación evangélica y la matriz donde se fraguó la primitiva Fraternidad. En el Testamento tratará de recordar estos orígenes misioneros como una llamada a tener en cuenta para que los hermanos no olviden las propias raíces. Pero la Orden se miraba ya en otros textos que justificaran las nuevas estructuras adoptadas.

c) Las Bienaventuranzas

Los textos de misión son ciertamente configuradores del movimiento franciscano. Pero existe más allá de ellos un sustrato que explica su talante y su conducta, y que no es otro más que el espíritu de las Bienaventuranzas. Las Admoniciones son un ejemplo, detallado y sutil, de este espíritu que resulta incomprensible para el que no lo vive desde dentro. Las Bienaventuranzas resultan escandalosas porque describen al hombre nuevo que nos ofrece Jesús completamente enfrentado con el proyecto de hombre que nosotros nos hemos forjado; de ahí que aceptar la confrontación, tomando como árbitro el texto de las Bienaventuranzas, ponga a prueba nuestra calidad de fe.

A través de las Admoniciones, sobre todo las que comienzan con el término beatus (dichoso o bienaventurado) y que algunos autores han calificado de bienaventuranzas franciscanas, se va dibujando el verdadero perfil del seguidor de Jesús. El que es capaz de tomar estas actitudes está ya en el camino nuevo que Jesús anuncia como querido por Dios; de ahí que sea ya dichoso porque está viviendo la realidad que sólo la utopía nos puede proporcionar.

En este sentido, son dichosos los que tratan de mantener un corazón transparente, de modo que puedan relativizar lo terreno y buscar a Dios por encima de todo para adorarle y contemplarle (Adm 16,1-2). El Evangelio es el lugar donde se nos manifiestan las palabras y las obras del Señor, para que las practiquemos y arrastremos a los demás a descubrirlas con alegría (Adm 20,1-2). Al leer el Evangelio con una mirada transparente, descubrimos que la pobreza va más allá del no tener cosas, hasta anidar en el fondo mismo de nuestra persona (Adm 14,1-4). Si nos reconocemos pobres, deberemos referirlo todo al Señor (Adm 18,2), sin retener para nosotros nada de nosotros mismos (Adm 11,4). Sólo así seremos capaces de discernir el obrar de Dios a través de nosotros, sin apropiárnoslo (Adm 12,1-3), agradeciendo igualmente lo que el Señor hace por medio de los demás (Adm 17,1). El que se sabe verdaderamente pobre, acepta las correcciones de los propios fallos, sin pretender ocultarlos con justificaciones innecesarias (Adm 22,1-3), ya que no teme perder su imagen ante los demás, sino que trata de servir a todos con humildad, ya sea simple súbdito (Adm 23,1) o se le ponga en un cargo de responsabilidad (Adm 19,1-4).

Tratar de seguir a Jesús hasta el final lleva consigo el compartir su mismo destino de persecución, sufrimiento y cruz; el que sabe mantener la paz cuando llegan los momentos conflictivos va por el buen camino del Reino (Adm 15,1-2; 13,1-2). Pero este camino nunca se anda solo, sino siempre en fraternidad. El reconocimiento de la fraternidad humana lleva consigo el soportarse unos a otros (Adm 18,l), amándose y respetándose tanto en las ausencias como cuando se está juntos (Adm 25), y preocupándose del hermano enfermo con el mismo interés que si estuviera sano (Adm 24). Comunicar con discreción la obra del Señor en el propio camino espiritual puede ser una ayuda para recorrerlo con fidelidad; pero el que utiliza indiscretamente los favores que el Señor le hace para fanfarronear de su santidad, colocándose orgullosamente por encima de los demás, es que no sabe verdaderamente lo que significa seguir a Jesús (Adm 21,1-3; 28,1-3).

El poder vivir las Bienaventuranzas es un don que se nos ofrece a través de la Iglesia. El Evangelio sólo es posible vivirlo en su seno; de ahí que las mediaciones, la jerarquía entre ellas, sean la única forma de clarificar el camino del seguimiento. Aceptarlas, sin escandalizarse por su falta de transparencia, es abrirse al hecho misterioso de la propia encarnación de Jesús, traspasando la densidad de la carne para descubrir al Dios que nos invita a una transformación de nuestra forma de ser, y pensar para vivir en plenitud la humanidad nueva que nos aporta el Reino (Adm 26,1-4).

Pero no está sólo en las Admoniciones el espíritu de bienaventuranza que caracteriza a la primitiva Fraternidad. Por los demás escritos, sobre todo las dos Reglas, corre también ese mismo impulso que revela de forma positiva, aunque dolorosa, lo que puede ser el hombre y sus relaciones vividas desde lo profundo del Evangelio.

Descubrir que la pobreza nos convierte en herederos y reyes del Reino (2 R 6,4-6), supone buscar continuamente la voluntad de Dios (1 R 22,9) para amarlo y adorarlo con un corazón puro (2CtaF 19). Así pueden ir los hermanos por el mundo sin despreciar ni juzgar a nadie por vestir o comer lujosamente (2 R 2,17), caminando con humildad como anunciadores de la paz (2 R 3,12-13). Tratar de vivir según el espíritu de las Bienaventuranzas comporta enfrentarse con el mal. En tal caso hay que amar a los enemigos y hacer bien a los que nos odian, como hizo el mismo Jesús (1 R 22,1; 2CtaF 38). Sólo así serán dignos de seguirle, configurando ese nuevo talante de vida que es el ser cristiano.

Francisco fue capaz de apostar por esa forma de vida; de ahí que su persona se nos presente como una mezcla de fascinación y temor, porque, en el fondo, nos está interpelando para que caminamos por este sendero incomprensible y duro, a la vez que plenificador, de las Bienaventuranzas.

d) Jesús el Siervo

El que se atreve a seguir a Jesús por el camino de las bienaventuranzas no queda impune. El poder diabólico del mal no perdona, como tampoco le perdonó a Él, que pretendamos salir del círculo de su influencia (1 R 22,19). Por eso, el seguimiento evangélico debe contar con el hecho de la cruz como una consecuencia más de la opción tomada. El misterioso Siervo sufriente de Isaías (Is 42,1ss) tomó carne en Jesús. Las palabras que el Padre le dirigió en el momento en que era bautizado por Juan, «Tú eres mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto» (Mc 1,11), configuran la vocación de Jesús como tarea y misión del siervo sufriente, solidarizándose con los miserables y pecadores, con todos los malvados de la tierra, para sufrir por ellos y en lugar de ellos (Is 53,12). Pero el Padre, al resucitar a Jesús, nos mostró que el mal, causante de sufrimientos y de muerte, no es lo más poderoso ni lo definitivo, ya que más allá de todo eso está Él con su voluntad amorosa de hacer del hombre su propia gloria.

En el caminar evangélico de Francisco, como en el de todo creyente que se decida a seguir a Jesús hasta el fin, está el encuentro doloroso con la cruz. Llamado por el Señor a seguir sus huellas, no se acobardará al encontrarlas teñidas de sangre. Su tarea de realizador de un grupo evangélico, la Fraternidad, lo condujo a momentos de oscuridad en los que no percibía, a no ser en la contradicción, que se estuviera realizando el plan de Dios sobre ese grupo. La identificación en sus últimos años, enfermo y fracasado, con el Siervo sufriente le permitió comprender en su propia carne lo que es y significa la cruz para el cristiano. La aparición de las llagas es un signo de su firme voluntad de seguir hasta el final, hasta la cruz, al Jesús del Evangelio.

Sin embargo, él estaba persuadido de que la cruz no era lo último ni lo definitivo. En Jesús estamos llamados todos a pasar a la nueva vida, en la que el hombre tenga ya pleno sentido por estar junto a Dios. Por eso, el sufrimiento y la cruz no son para Francisco hechos deshumanizadores, capaces de destrozarle. Precisamente en el momento más oscuro de su vida, es capaz de expresar con un canto, el de las Criaturas, lo que siente en su interior. Reconciliado con Dios y la creación, asume el dolor que le proporciona el haberse atrevido a seguir a Jesús, confiado en su promesa.

Estos cuatro temas que hemos visto y que constituyen el camino espiritual de Francisco -adoración, misión, bienaventuranzas y cruz-, se entrecruzan de tal modo en su vida, que llegan a formar la trama evangélica con la que se identificó y por la que se le reconoció como hombre de Evangelio.

F.- SEGUIR LA DOCTRINA Y LAS HUELLAS DE JESÚS

El itinerario espiritual de Francisco se caracteriza por su búsqueda incesante de configurar toda su vida en el Evangelio que nos ofrece a Jesús. La lectura de los textos evangélicos de misión le confirmó en la idea que venía madurando desde hacía tiempo sobre el proyecto de su vida. Por fin había encontrado lo que buscaba porque, en realidad, lo necesitaba (1 Cel 22) no sólo él, sino también los compañeros que Dios le había dado. Al final de su vida recordará estos inicios como una gracia del Señor, que le inspiró vivir según la forma del santo Evangelio (Test 14).

En este ambiente de evangelismo romántico, pero duro, transcurrieron los comienzos, hasta que presentaron en Roma un proyecto de vida, escrito en pocas palabras, para que el Papa lo aprobara (Test 15); un proyecto, nos dirá Celano, que escribió Francisco sirviéndose principalmente de textos del santo Evangelio (1 Cel 32).

Hoy nos resulta imposible conocer con precisión el contenido de este programa, pero es verosímil que estuvieran en él los textos de misión junto con el radicalismo itinerante y sus consecuencias de desarraigo familiar, así como la confianza heroica en la providencia de Dios, la libertad en las comidas y el anuncio gozoso de la penitencia y de la paz; todo esto, dentro de un ambiente de decidida voluntad de seguir desnudos a Cristo desnudo hasta la propia cruz.

Por lo que nos dicen los biógrafos, parece que la vivencia del proyecto fue real: una vivencia itinerante y misionera que trataba de mantener su difícil cohesión por medio de una fe viva en Dios, una oración constante y la voluntad de acogerse mutuamente desde su fragilidad. La entrada progresiva de clérigos y gente culta influyó en este tipo de evangelismo ingenuo, pero profundo. El talante eremítico que configuraba a la primitiva Fraternidad fue dando paso a una forma más asentada y organizada, según el modelo de vida religiosa que proponía la Curia romana, en la que no tenían cabida los radicalismos que hasta entonces habían caracterizado al movimiento franciscano.

La vuelta de Francisco de Oriente en 1220 marca el momento crítico en el que estas tendencias tradicionales van imponiéndose, haciendo de la Fraternidad un grupo estructurado en el que los valores evangélicos asumidos al principio tienen que ser replanteados, perdiendo esa frescura que hacían del movimiento franciscano una interpelación constante a toda la Iglesia sobre su vivencia radical del Evangelio. La potencial fuerza cuestionadora que suponía la vivencia libre del Evangelio por la primitiva Fraternidad, es domesticada y trasvasada a unos odres viejos, en los que pierde su capacidad interpelante y provocadora, para convertirse en una espiritualidad integrada en los esquemas socio-religiosos del tiempo.

La aceptación de este cambio supondrá para Francisco, como nos dice en el Testamento, el tener que defender los valores evangélicos que el Señor le inspiró como elementos estructuradores de su Fraternidad, concretándolos, en la medida de lo posible, en las dos Reglas. Dentro del entramado jurídico de este tipo de escritos, procurará trazar con vigor, en cuanto el consenso con las otras fuerzas existentes en la Fraternidad se lo permitan, lo que para él era fundamental a la hora de reconocerse como un grupo de creyentes que pretendían seguir a Jesús de un modo consecuente.

Para ello tuvo que defender con uñas y dientes el tipo de evangelismo en el que se le había dado, según su propia confesión, el poder seguir con fidelidad las huellas de Jesús. Pero los acontecimientos fueron por otra parte y, si bien es verdad que el núcleo fundamental del Evangelio prometido al Señor se mantuvo dentro de la Fraternidad, también lo es que se realizó en las formas tradicionales en que se movía la reforma de la vida religiosa del tiempo.

Si la vida llevada al principio le proporcionó el gozo de practicar el evangelismo que coincidía con sus deseos, luego, el Señor le fue llevando a una interiorización progresiva, hasta llegar, por el mismo camino que llegó Jesús, a la madurez evangélica de confiar sólo en Dios desde la oscuridad de su noche. El Francisco de los últimos años, aunque con momentos bajos en los que parece acentuarse su cansancio, nos muestra que el seguimiento de Jesús, en última instancia, no es una iniciativa nuestra que discurra por el camino deseado, sino que es el Espíritu el que nos conduce por sendas queridas por el Padre, aunque a nosotros nos resulten incomprensibles y extrañas. Dejarse conducir por la mano providente de Dios, como hizo Francisco, es la mejor prueba de que se ha entendido lo que es y nos exige Jesús a través del Evangelio.

3. CONCLUSIÓN: LO PELIGROSO DEL EVANGELIO

Vivir con seriedad el Evangelio siempre ha sido peligroso y desestabilizador. Si Francisco hubiera seguido las pautas tradicionales de religiosidad que se vivían entonces en la Iglesia, no hubiera pasado nada. Pero se atrevió a caminar el camino que su encuentro con Dios le había descubierto. Por eso, tanto la sociedad como la Iglesia lo miraron con suspicacia, hasta que fueron capaces de integrarlo.

La forma evangélica de vida tomada por Francisco era subversiva aun sin pretenderlo, ya que chocaba con los nuevos valores que la sociedad de su tiempo estaba gestando; de ahí que la primera reacción fuera la de desautorizarlo como loco, como marginado. La sociedad no podía tolerar que alguien pensara y viviera por libre; eso era peligroso, pues creaba inseguridad. Con el paso de los años, lograron cierta domesticación al considerarlo como santo; un santo de la burguesía que era capaz de satisfacer las necesidades religiosas que tenían como clase. En adelante, los mendicantes, y en concreto los Franciscanos, serán las órdenes de la nueva sociedad, de la burguesía.

Respecto a la Iglesia pasó algo parecido. Costó bastante que en Roma, tal vez por experiencias recientes, se fiaran de la viabilidad del proyecto presentado por Francisco. Suponía aceptar que el Evangelio que los curiales predicaban, pero no cumplían, sí era practicable. Hubo que asegurar la plena fidelidad de Francisco y su integración dentro de los planes de reforma de la vida religiosa que la Curia estaba realizando, para que la vida del Evangelio que el santo presentaba como una forma coherente de vivir en la Iglesia fuese aprobada.

La misma Fraternidad tampoco llegó a asimilar del todo el evangelismo de Francisco. Además del corrimiento hacia posiciones y estructuras más tradicionales, los biógrafos lo interpretaron desde las mismas posiciones en que se había colocado la Orden. La forma de vida que Francisco intuyó y vivió como un seguimiento dinámico de Jesús tal como nos lo transmitió el grupo de carismáticos ambulantes de la Iglesia primitiva, es entendida como perfectio evangelica, expresión monástica que refleja en contenidos de imitación, y por lo tanto de forma estática, la vivencia evangélica de la propia fe.

El cuadro antes descrito puede hacernos pensar que el proyecto de vida pretendido por Francisco fue un intento frustrado de hacer real el Evangelio de Jesús; y la verdad es que no fue así. Lo que no prosperó -tal vez porque es ley general que los movimientos radicales nazcan, se desarrollen y se disuelvan hasta desaparecer de una forma muy rápida- fue la forma del santo Evangelio vivida al estilo de los movimientos pauperísticos laicos, que Francisco entendió como voluntad del Señor. La evolución del movimiento franciscano hacia un tipo de Orden aceptable para la sociedad y la Iglesia, mantuvo los valores fundamentales, pero encarnados e historizados en formas menos sencillas y espontáneas que le restaban frescura.

De todos modos, el evangelismo vivido por Francisco sigue siendo para nosotros un reto a la hora de estructurar nuestra vida, ya que nos está invitando a recorrer el camino de Jesús desde la perspectiva del Reino; un Reino por el que se nos hace posible ser, a nivel individual y colectivo, lo que siempre hemos soñado y todavía más: lo que Dios ha proyectado, desde su amor, para nosotros.

Francisco recorrió este camino de Evangelio acompañado de la mano segura de la Iglesia. De ella recibió las santas palabras del Señor (2CtaF 34s), que para él eran espíritu y vida (Test 13), y a ella se dirigió para que le confirmara el vivir según la forma del santo Evangelio escrito en pocas palabras y sencillamente (Test 14s). Su empeño por vivirlo dentro de la Iglesia le confirmó como un verdadero creyente que no busca tanto seguir su propio camino, por muy seguro que esté, cuanto seguir el camino de Jesús que se nos muestra en el Evangelio.

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