DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

TEMAS BÁSICOS DE ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA

por Julio Micó, o.f.m.cap.


Capítulo V
HIJOS DE DIOS Y HERMANOS
DE LOS HOMBRES Y DE LAS CRIATURAS
La Fraternidad Franciscana

Una de las pocas seguridades que jalonaron el camino espiritual de Francisco fue su convicción de que la forma de vida evangélica que el Señor le había inspirado debía crecer y realizarse dentro de la Iglesia. La Iglesia era el ámbito natural de la presencia del Señor hecha Palabra; en ella resonaba el Evangelio como una invitación a convertirse y entrar en la dinámica del Reino; por eso, en ella debía concretarse la respuesta existencial de la fe, viviendo el Evangelio según el modo que mejor expresase la decisión de seguir a Jesús.

El Evangelio, como utopía realizable de una nueva vida ofrecida por Jesús, puede quedarse en un proyecto etéreo si no se materializa en las formas ordinarias que los humanos tenemos para ser y expresarnos como hombres. Las propuestas de Jesús son para ser vividas, y en cada momento histórico hay que traducirlas a los esquemas y estructuras sociales que las hagan posibles.

Entre las propuestas evangélicas de Jesús está la fraternidad. El amor que Dios tiene a cada persona fundamenta la experiencia del amor fraterno. Si Dios quiere a todos, incluso a los ingratos y perversos (Lc 6,35), el amor cristiano debe hacerse extensible también a los enemigos (Lc 6,27s).

La fraternidad proclamada por Jesús tiene su expresión máxima en las comunidades primitivas. En ellas se palpa, al menos como tarea, el primer fruto del Espíritu: el amor. La comunión de corazones y el compartir los bienes aparecen no sólo como características de la comunidad de Jerusalén, sino como ideal para todos los cristianos que en el futuro entren a formar parte de la Iglesia.

Esta experiencia de fraternidad se fue condensando de manera particular en la vida monástica. La espiritualidad de los monjes tenía como modelo la vida apostólica; es decir, la imitación de los apóstoles y la primitiva comunidad de Jerusalén, hasta el punto que Casiano verá en el monacato la prolongación histórica de esa comunidad.

La fraternidad, como trama de relaciones mutuas donde se concreta de una forma real el amor de unos a otros, tiene en cada época su modo de estructurarse. A la fraternidad monástica acompañó, a partir del siglo XII, otro modo de sentirse hermanos, fruto de los cambios sociales y políticos. Los monjes entendían su fraternidad a partir del modelo estático y sedentario de la comunidad de Jerusalén. La sociedad feudal, que les aporta las estructuras, será la matriz de un amor jerarquizado y vertical, donde las relaciones con los iguales o no existen o están ritualizadas; mientras que las Fraternidades medievales, por apoyarse en estructuras socioculturales caracterizadas por relaciones de solidaridad y horizontalidad, buscarán su modelo apostólico en la comunidad de Jesús enviada en misión.

Francisco disponía, al menos, de estas dos formas eclesiales para encarnar su voluntad de vivir el Evangelio. La decantación por un tipo de Fraternidad que concentraba las nuevas aspiraciones tanto sociales como religiosas de la sociedad que estaba naciendo, supuso la aparición del grupo franciscano como la encarnación del ideal evangélico en unas estructuras significantes y provocadoras que trataban de desencadenar la conversión al Reino desde la perspectiva penitencial.

1. DE LA FRATERNIDAD A LA ORDEN

Cuando hablamos de Fraternidad, aunque no seamos conscientes, estamos hablando de dos cosas distintas si bien relacionadas entre sí. Por un lado, con la palabra Fraternidad estamos designando la institución, la estructura que agrupa a los hermanos y que en castellano podríamos denominar Hermandad. Por otro, el término fraternidad significa la relación existente entre los hermanos, la convivialidad o, como algunos prefieren, la fraternalidad. Nosotros, para seguir la tradición y, por otra parte, distinguir las dos acepciones, hablaremos de Fraternidad en mayúscula cuando se trate de la institución, y en minúscula cuando designemos las relaciones fraternas.

Francisco utiliza siempre este término en el primer sentido, o sea, para describir la institución. Mientras que para designar las relaciones fraternas usa siempre la palabra hermano, con todas sus implicaciones de reciprocidad. Para él, la fraternidad no consiste en la relación del hermano con la comunidad, sino en la relación de cada uno con los otros - alter alterius-, por lo que no habla nunca de fraternidad como un absoluto abstracto, sino de hermanos concretos que se relacionan unos con otros.

Este vocablo, tan fundamental a la hora de conocer la identidad del grupo franciscano, tiene una trayectoria curiosa, y es que solamente lo utilizan Francisco y sus biógrafos, mientras que posteriormente desaparece al ser sustituido por Religión y Orden. En concreto, los comentarios de la Regla provenientes tanto de la Comunidad como de los Espirituales no emplean nunca la palabra Fraternidad; como tampoco la utilizaron las Constituciones hasta llegar a las de Perpiñán, en 1331, con la desgracia de que sólo estuvieron en vigor durante dos años.

Esto suscita una pregunta, y es por qué trataron de olvidar esta palabra apenas muerto Francisco y sustituirla por la de Orden, siendo así que está en la misma Regla como expresión del grupo de hermanos comprometidos en el seguimiento evangélico. La verdad es que en el siglo XIII, tanto en las fuentes franciscanas como en los otros escritos, el uso de los términos Fraternidad, Orden y Religión es bastante fluctuante, utilizándolos indistintamente. El mismo Francisco los usa así al hablar de los sacerdotes de la Orden (2 R 7,2; CtaO 38; VerAl 4.5) o de nuestra Religión (1 R 20,1); de los ministros de nuestra Religión (1 R Pról. 3; 2 R 8,1; CtaO 2.38.47) y de la prohibición de salir de esta Religión (2 R 2,12) o pasar a otra Religión (1 R 2,10); ser expulsado de nuestra Religión (1 R 13,1) y aceptar de los hermanos las cosas saludables que no se desvíen de nuestra Religión (1 R 19,3).

Aunque no conviene ignorar que las palabras Orden y Religión están aplicadas al grupo de hermanos, sí es curioso que se relacionen con actitudes jurídicas, por lo que no sería descabellado pensar o que fueron introducidas por los Ministros y Hugolino, colaboradores de Francisco en la tarea legislativa, o que el mismo Francisco las utilizara citando el derecho eclesiástico.

Esta intercambialidad de los términos Fraternidad, Religión y Orden ha dado pie para que la mayoría de franciscanistas las tome como sinónimos, puesto que para Francisco, piensan, también lo eran presumiblemente. Pero la realidad es que no lo son y, por tanto, la sustitución de los términos tiene una intencionalidad que conviene aclarar.

A.- FRATERNIDAD, RELIGIÓN, ORDEN

Todo vocablo tiene su historia semántica, y para conocer la del término Fraternidad hay que remontarse, nada menos, que a la antigüedad romana.

a) Fraternidad

En la Roma clásica existían diversos tipos de corporaciones: corporaciones de los que ejercían el mismo oficio; hermandades de devotos de una misma divinidad; asociaciones de pobres interesados en tener una sepultura digna mediante un cementerio comunitario. Todos estos grupos son designados con los términos collegium, consortium y societas.

La ley romana les permitía reunirse para recoger las cotizaciones de sus miembros, realizar algún rito religioso o participar en alguna comida extraordinaria, a la que llamaban convivium. También existían grupos de amigos que se reunían para celebrar algún banquete festivo, contribuyendo a ello con alguna aportación en especie o en metálico.

Muchas de las disposiciones estatutarias de estos grupos romanos pasaron a los estatutos de corporaciones o cofradías de la Edad Media. Pero en el Medioevo, empapado de religiosidad, para designar a estas pías asociaciones de laicos se recurrirá a las palabras latinas ágape, cáritas, fratérnitas y a sus respectivos neologismos, que en castellano será el de hermandad, palabra que engloba tanto a los grupos profesionales o gremiales, como a las asociaciones piadosas.

La descripción un tanto imprecisa de estos términos se debe, en parte, al silencio de los juristas. Ni el derecho civil ni el canónico parecen interesados en conceder entidad jurídica a esta realidad social, por lo que su conocimiento sólo nos llega a través de los propios documentos internos de dichos grupos. Sin embargo, sí podemos afirmar que la palabra fratérnitas es polivalente; sirve tanto para designar a esos grupos que, en sentido amplio, podríamos llamar predecesores del franciscanismo, como a otros que no tienen ninguna relación con él. La fratérnitas es, pues, un grupo de iguales, asociados por una obra común, que puede ser religiosa o profana.

Además de esta acepción del término fratérnitas entendida en el sentido de pías uniones de laicos, con el nombre de fraternitates, associationes, societates, familiaritates son conocidos desde finales del siglo VIII particulares modos de unión entre monasterios con vistas a una ayuda caritativa. Inicialmente se trataba de asociaciones de oración y de caridad, extendiéndose posteriormente a las ayudas materiales. En tiempos de Pedro el Venerable, Cluny contaba con una fratérnitas de 314 asociados entre iglesias, monasterios y capítulos.

b) Religión

La palabra Religio, aunque alguna vez se use como sinónimo de cofradía, significa casi siempre la vida religiosa o el grupo reconocido y aprobado en el que se vive la vida religiosa, significado que expresa bien la frase entrar en religión. Esta afirmación del término se debe a la preferencia del concilio Lateranense IV (1215) al reservar el vocablo ordo para las órdenes sagradas (1 R 19,3; Test 6), y religio para las órdenes religiosas.

c) Orden

El término orden también tiene varios significados. San Benito en su Regla (21, 43. 63) da a esta palabra el significado de fila, de puesto del monje en el coro, de orden de antigüedad. Otro significado es el de disposición ordenada, del modo de realizarse una ceremonia, como en la expresión Ordo divinii officii. Para los religiosos, orden significa el modo de vivir, como expresa el Liber Ordinis de los canónigos regulares de S. Víctor.

El traslado semántico hacia el significado actual se hizo al designar con el término orden el conjunto de monasterios que observaban las mismas costumbres, es decir, el mismo ordo. Así Ordo Cluniacensis y Ordo Cisterciensium es lo mismo que el conjunto de monasterios que profesaban la Regla de S. Benito según el libro de costumbres de Cluny o de Cîteaux.

Otro sentido del término orden es el referente a los estados en la Iglesia. Aunque varía con el tiempo, en los siglos XII y XIII se da el ordo de los casados, de los continentes y vírgenes y, por encima, el de los prelados. Junto a estos órdenes eclesiásticos están los sociales; lo que hoy llamaríamos clases o capas sociales. La sociedad medieval se dividía, jerárquicamente, en estos órdenes: los oratores, los bellatores y los laboratores; es decir, los que rezaban, los que guerreaban y los que trabajaban, según la terminología empleada en el famoso poema de Adalberto de Laon.

Resumiendo el proceso de estos tres conceptos -Fraternidad, Religión y Orden-, podemos concretar, a partir de los documentos medievales, que, mientras Orden y Religión tienden a convertirse en sinónimos, Fraternidad y Orden no lo son nunca, y Fraternidad y Religión, en muy contadas ocasiones.

B.- LA JERARQUÍA Y LAS FRATERNIDADES

La reacción oficial ante estas Fraternidades fue siempre negativa. Además de negarles su existencia jurídica al no incluirlas en el Corpus Juris, cada vez que la autoridad local se preocupa de ellas es para denunciar abusos -o supuestos abusos- y condenarlas. Esta actitud de la jerarquía hacia ellas denota, en el fondo, una desconfianza absoluta, ya que suponían una amenaza para la institución. Estas Fraternidades representaban una nueva concepción del poder que se basaba en el pacto mutuo, lo cual vaciaba de sentido la obediencia feudal, con todo lo que esto suponía de desestabilización. En una sociedad jerárquica y vertical, en la que cada uno está ligado a superiores e inferiores sin tener en cuenta las relaciones entre iguales, el juramento mutuo de ayuda y fidelidad supone una organización social solidaria que echa por tierra todo el sistema feudal.

Las Fraternidades, por su inspiración y por su lógica interna, son la negación de los órdenes como estructura cerrada. Si miramos la eclesiología de los órdenes del siglo XII, da la impresión de que están insistiendo en un arcaísmo ya superado. Incluso en la formación de los Comunes, el motivo evangélico en el que éstos se basan denota que no se consideraban subversores sino cumplidores de la ley de Cristo al proponer una sociedad igualitaria y fraterna. Al menos así lo expresan los fundadores de uno de esos Comunes: «Algunos de los nuestros, deseando no abrogar la ley sino cumplirla, han hecho juramento común, con vistas al propio gobierno, de que todo prójimo fuese protegido, en caso de necesidad, como un hermano».

C.- FRANCISCO Y LA FRATERNIDAD

Uno de los pocos caminos por el que se puede rastrear la identidad de la primitiva Fraternidad es el de las Fuentes. Pero hay que tener en cuenta que todas ellas fueron escritas cuando la Fraternidad se había convertido en Orden, por lo que sus autores tienden a describir los hechos antiguos según el cuadro de las instituciones que ellos conocen y viven diariamente, cometiendo a veces anacronismos que ellos ni siquiera perciben.

Por los materiales que nos ofrecen estas Fuentes, sobre todo las biográficas, se puede deducir que la voluntad de Francisco al encontrarse con los primeros compañeros es formar una de esas Fraternidades piadosas laicas en la que poder vivir el Evangelio de una forma gratificante.

El ambiente social de los Comunes, en el que se había criado Francisco, favorecía la tendencia a buscar y preferir, en los grupos, las relaciones horizontales fraternas e igualitarias a las verticales, más propias del feudalismo. El que Francisco perteneciera a una peña o grupo de jóvenes, que se reunían, entre otras cosas, para organizar banquetes y divertirse (1 Cel 7; TC 7), es una prueba de su sensibilidad por este tipo de asociaciones seculares que afloraban en la sociedad.

Cuando Francisco se convierte, su lectura del Evangelio está condicionada por esta formación comunal que había recibido. Al formar la Fraternidad, la respuesta que dan los primeros compañeros a los que preguntan por su identidad es clara: «Somos penitentes y oriundos de Asís» (TC 37). Esta forma de organizarse en Fraternidad se mantiene aún después de haber sido aprobados por Roma, puesto que sus pautas de comportamiento no pueden definirse como de verdaderos religiosos. Carecen de Regla propiamente dicha; no tienen residencias estables donde poderse remitir; no rezan el oficio canónico, etc. Por el contrario, sus formas de desenvolverse son las típicas de los movimientos religiosos laicales: consiguen la Porciúncula como sede social de la Fraternidad; hacen reuniones o capítulos, según Vitry, «para alegrarse en el Señor y comer juntos»; realizan un apostolado de talante laico, a pesar de que ya hay algunos sacerdotes, etc. Todo ello indica que el grupo primitivo franciscano, lejos de considerarse una Orden, se ve más bien como una Fraternidad de iguales que buscan vivir el Evangelio.

D.- UNA FRATERNIDAD QUE SE CONVIERTE EN ORDEN

Si el franciscanismo nació como Fraternidad, cabe preguntarse por qué motivo llegó a convertirse en una Orden que se avergonzó de sus propios orígenes y los ocultó por considerarlos humillantes. El análisis del proceso seguido nos puede ayudar a encontrar la respuesta.

Para explicar esta transformación se suele dar un peso decisivo a la intervención de la Curia romana. Pero en realidad lo que hacía la Curia era poner en práctica las ideas de Inocencio III, el cual, por lo que se refiere a la vida religiosa, seguía una política de centralización. En 1201 proyectó unir bajo una sola Regla a todos los religiosos que misionaban en Livonia. En 1203, con el fin de promover la reforma de la vida religiosa, ordena a todos los abades de una misma región que se reúnan en capítulos generales. Hacia 1207 se propuso reunir a todas las monjas de Roma en un solo monasterio de estricta clausura.

Por otro lado, hay que destacar su empeño en normalizar jurídicamente, por medio de un Propósitum, a todos los movimientos pauperísticos disidentes que reunieran las mínimas condiciones para ser readmitidos en la Iglesia. Así los Valdenses de Durando de Huesca y Bernardo Prim, los Humillados, etc. Este proceso de centralización se percibe también en su habilidad para convertir en congregaciones religiosas algunos grupos que, aun disponiendo de una Regla propia, no eran considerados corno órdenes monásticas o canonicales. Así lo hizo con los Trinitarios y los Hospitalarios de Montpellier y de S. Marcos de Mantua, los cuales, habiendo sido reconocidos primeramente como Fraternidad, se transformaron en Religión.

Sin embargo, si bien es verdad que la Curia tenía su propio plan de reforma de la vida religiosa que Inocencio III trató de llevar a cabo, su acción no fue impositiva sino, más bien, persuasiva. Es decir, que aprovechó sus dotes para terminar de convencer a la mayoría de los frailes más representativos para que trabajaran en la evolución de la Fraternidad en el sentido que estaba marcado desde Roma.

Francisco había intuido una forma de vivir el Evangelio bastante original, pero la mayoría de los frailes que le seguían no estaban del todo convencidos de que ese modo tan informal y jurídicamente indefinido fuera el mejor; de ahí que desearan ser aprobados por la Iglesia como una Orden más y con todas las consecuencias. Vivir el Evangelio como pretendía Francisco podía ser algo sublime, pero la ausencia de referencias jurídicas les hacía vacilar en su identidad, por lo que se prefería andar por los caminos ya trillados, pero seguros, de las Ordenes religiosas ya aprobadas por la Iglesia.

Un ejemplo del desprecio con que se miraba a estos nuevos grupos que, a pesar de ser reconocidos por la Iglesia, no formaban parte del Corpus Juris es la respuesta de Esteban de Tournai, abad de Santa Genoveva de París, a la pregunta del maestro de novicios de la abadía cisterciense de Pontigny sobre si podía dar el hábito a unos novicios de Grandmont a pesar de las promesas que habían hecho. La respuesta resulta pintoresca: «El libro que contiene sus constituciones, los grandmonteses no lo llaman "Regla" sino "Vida". Por consiguiente, si los que profesamos una Regla somos "regulares", ellos, que profesan una Vida, deberían ser llamados clérigos o laicos "vitales"». La infravaloración de la forma de vida de Grandmont, que pretendía hacer vivir el Evangelio como principal Regla, es evidente; pero esta coherencia cristiana no significaba nada para los que pretendían seguir a Jesús desde una visión jurídica.

La forma de vida evangélica que Francisco trataba de realizar era jurídicamente insegura, y uno de los motivos de esta inseguridad ante un modelo de vida no identificado jurídicamente pudo ser el crecimiento tan rápido y desorbitado de la Fraternidad, en la que se hacía imposible la asimilación del carisma de Francisco que los aglutinara y les diera consistencia. De los doce que eran en 1209 cuando van a Roma, se convierten en cinco mil en el Capítulo de 1219. No existe un grupo humano capaz de asimilar esta tasa de crecimiento sin que tenga que realizar profundas reformas en su estructura. El paso de la Fraternidad a la Orden se realiza en un contexto de reforma estructural y de lucha por el poder.

En un grupo tan numeroso y sin capacidad de autocontrol por carecer de una autoridad impositiva, es lógico que aparecieran los grupos de poder que trataran de dirigir a la Fraternidad hacia sus propios planteamientos. Esta situación se convirtió en explosiva cuando en el Capítulo de 1219 el grupo formado, sobre todo, por los Ministros provinciales trató de presionar a Francisco, por medio del cardenal Hugolino, para que la asamblea se decidiera por una de las Reglas clásicas, tal como había propuesto el concilio IV de Letrán, y así pudiera ser aprobada como una Orden más (EP 68). Aunque de momento no se adoptó esa decisión, un año después Francisco tuvo que dimitir, y en su lugar se ponía a Pedro Catáneo (2 Cel 143).

La situación se estaba clarificando. Los partidarios de la Fraternidad seguían en minoría, mientras que los más eran partidarios de una estructura clásica. Por otra parte, la Curia tampoco veía con buenos ojos esa estructura igualitaria e incontrolable con que pretendía Francisco llevar adelante su forma de vida evangélica. El resultado fue el previsto. La Regla bulada de 1223, aunque mantenía en cierto modo la inspiración de Francisco, consagra el paso de la Fraternidad a la Orden.

Tal aprobación no puede ser leída como un triunfo de la tenacidad de Francisco por mantener la estructura de la Fraternidad, ya que la bula Solet annuere era un formulario que se utilizaba para conceder privilegios ordinarios y no en el caso de aprobación de una Orden religiosa, que solía hacerse con el formulario más solemne: Religiosam vitam eligéntibus. La prueba está en que la bula utiliza el término Orden, mientras que la Regla emplea el de Fraternidad.

Este silencio sobre la estructura primitiva del grupo se irá generalizando progresivamente. El título oficial de Orden de Hermanos Menores hará que se vaya olvidando poco a poco que en la Regla Francisco describe la organización del grupo en forma de Fraternidad, no de Orden. Ni los compañeros de Francisco ni los Espirituales después evocarán esta realidad, por lo que los Cronistas seguirán creyendo y escribiendo que los franciscanos eran, evidentemente, una Orden, ya que no podían sospechar que alguna vez pudieran haber sido otra cosa.

2. VIVIR EN FRATERNIDAD

Aunque Francisco adoptó la estructura fraterna como una exigencia del Evangelio, el entorno sociorreligioso de su tiempo le condicionaba para que apuntara en esa misma dirección y no en otra. Indudablemente lo que pretendió Jesús al predicar el Reino era hacer patente la decisión de su Padre de acercarse misericordiosamente hasta los hombres por medio de un amor eficaz que les devolviera su dignidad de hijos y, por tanto, de personas. Es decir, que la llamada de Jesús desde el Evangelio es un anuncio de la igualdad entre los hombres porque el mismo Dios sale garante de ellos y está empeñado en que se realice.

Pero esta realidad toma formas diversas según el ambiente cultural en que se ponga en práctica. Jesús la realizó rodeándose de un grupo de discípulos, hombres y mujeres, que convivieron con Él hasta el punto de ser testigos de que su defensa de los humillados y su ataque a los opresores, no era una opción suya sino la manifestación de lo que había decidido el mismo Dios.

Francisco, a la hora de dar forma a su decisión de seguir a Jesús y su Evangelio, contaba con una tradición social y religiosa que le inclinaba hacia la Fraternidad como estructura para vivir y anunciar el Reino. Su participación en el nacimiento de Asís como pueblo libre e igual expresado en el Común, le había familiarizado con un tipo de relaciones horizontales, en contraposición a las feudales que se caracterizaban por su relación jerarquizada y vertical, que expresaban el nuevo modo de entender el poder y la capacidad de todos los ciudadanos de ejercerlo, al menos en teoría, de una forma responsable y solidaria. El poder pertenecía al pueblo, y su ejercicio de forma mancomunada respondía al descubrimiento de la propia igualdad y capacidad para ser protagonistas de su propio destino. El sofisma de que Dios había organizado la sociedad de una forma jerarquizada y que, por tanto, no podía alterarse su constitución sin ir contra la voluntad divina, se venía abajo al comprobar que lo único que quiere Dios es el bien de todos los hombres, y no el de unos pocos privilegiados a costa de los demás.

Esta sensación ambiental de libertad responsable frente a la opresión feudal se traduce también en los movimientos religiosos, sobre todo laicos, que aparecen en la cristiandad. Agrupados en torno a algún carismático, mantienen unas relaciones que les permiten vivir su proyecto de una forma corresponsable, donde la autoridad es compartida y controlada por todos como la mejor forma de contribuir al diseño y consolidación del grupo.

Aunque de forma diversa, todos ellos tienen el sentimiento común de que son una organización de iguales, donde la solidaridad y la corresponsabilidad son las virtudes fundamentales. De ahí su novedad y la desconfianza recelosa con que los miraban los otros grupos tradicionales de la Iglesia, como eran los monjes, e, incluso, la misma jerarquía. En éstos, modelados en el feudalismo con su estructura piramidal, las relaciones se reducían a los superiores e inferiores, con excepción de los iguales. En esta situación de responsabilidad vertical resultaba imposible sensibilizarse ante las necesidades de los que estaban en un mismo plano, concretándose la obediencia en la sumisión a la persona del superior en vez de ser al grupo.

Francisco asimiló, pues, aquel modo de relacionarse, y, al tener que optar por el Evangelio, lo cristalizó en forma de Fraternidad: un grupo de iguales en el que la responsabilidad viene condensada en la reciprocidad, y donde el discernimiento colectivo entra a formar parte esencial de la búsqueda de la voluntad de Dios.

A.- «EL SEÑOR ME DIO HERMANOS»

En el proyecto de conversión de Francisco no parece que entrara el formar un grupo de penitentes empeñados en seguir el Evangelio. Él sabía que el descubrir el Evangelio como forma de vida no era una conquista que se podía apuntar en su haber, puesto que sólo el Espíritu del Señor es capaz de abrirnos los ojos y el corazón a esa voluntad amorosa del Padre, manifestada en Cristo, de transformar las relaciones humanas desde su raíz para que el hombre pueda vivir de una forma nueva. Por eso lo considerará siempre como una concesión del Señor (Test 1) que le permitió vivir abierto siguiéndole a Él en el camino de humanización que Cristo había realizado.

Si no somos capaces de descubrir el Evangelio como plenitud humana más que con la ayuda del Espíritu, tampoco podemos encontrar la forma concreta de realizarlo si no es con su ayuda. La Fraternidad no es fruto de nuestra iniciativa sino un don que nos concede Dios. Francisco lo experimentó a través de toda su vida, y al releer al final de ella todo su camino de gracia nos dirá que fue el Señor el que le concedió los hermanos (Test 14). Es decir, que el mismo Señor que le llevó por el camino del Evangelio le inspiró también el vivirlo de una forma adecuada a las exigencias del Reino: en Fraternidad.

a) Hijos del Padre y hermanos de Jesús

La Fraternidad supone la convicción de que todos somos hermanos, no solamente por ser iguales en dignidad, sino porque nuestras relaciones están fundadas en el Jesús hermano, Hijo del Padre (1CtaF 1,7; 2CtaF 50. 53. 56). El Espíritu es el que nos dice que la humanidad no es sólo una unidad biológica, y por eso hermana, sino que la razón de su fraternidad es por hundir sus raíces en un mismo Padre, que nos ama y nos espera para reunirnos a todos en la plenitud de una familia. En esto se basa nuestra identidad de hermanos; y no podemos arrogarnos la cualidad de padres porque uno sólo es nuestro Padre, el que está en los cielos (1 R 22,33-35).

La paternidad divina significa, pues, que la Fraternidad está reunida por el Espíritu, para seguir a Jesús en el camino de la realización de la voluntad del Padre, y que, entre otras cosas, consiste en hacer posible la trama de relaciones fraternas entre iguales, donde el amor y la solidaridad sean los valores normales y fundamentales de nuestra convivencia (1CtaF 1,13). La comunidad trinitaria es el origen y el modelo de la Fraternidad. Creados a imagen de Dios-Trinidad, los hermanos estamos llamados a reproducir estas relaciones de amor a partir de nuestras diferencias. Indudablemente hay que ser realistas a la hora de trabar nuestras relaciones fraternas, pero la realidad no se agota en nuestras propias limitaciones. Éstas son sólo el comienzo de un camino que debe mirar y desembocar, al menos como intención, en las relaciones de amor que constituyen la realidad de Dios.

Jesús es el que nos manifiesta y hace presente el amor familiar de Dios. Su ser de Hijo es testigo de que el amor del Padre que lo engendró es también el que nos ha creado a nosotros, haciéndonos hijos. Este testimonio se convertirá en tarea al dedicar su vida a desvelamos que los hombres, por nuestro origen, somos relacionales, y sólo caminando en esa dirección podremos encontrar nuestra propia identidad; para ello dejó su Espíritu que nos recuerda y posibilita nuestra condición de humanos.

El amor de Jesús, gratuito, universal y total, comunitario y recíproco, es la fuente y el modelo, principio y término de la Fraternidad a la que hemos sido llamados. Por eso Francisco reconoce la grandeza de tener un Padre en el cielo y un Espíritu como acompañante y consolador de nuestra Fraternidad. Pero sobre todo proclama con agradecimiento el tener un tal hermano, Jesús, que aceptó esta responsabilidad hasta el punto de dar la vida por nosotros (2CtaF 54-60).

b) «Amaos unos a otros»

La necesidad del amor mutuo para reconocerse creyentes y seguidores de Jesús ha acompañado siempre a la vida religiosa, puesto que es una condición esencial o una consecuencia normal de toda vida cristiana vivida en común. La originalidad de Francisco, si se puede llamar así, es haber hecho de la reciprocidad el principio constituyente de la Fraternidad.

La Fraternidad es algo más que una comunidad. Ser hermano no es sólo existir en el seno de un grupo. Para Francisco la ley del inter se (entre sí) es el ínvicem (mutuamente). La fraternidad no reside en la relación de cada uno con el todo objetivo de la comunidad; la fraternidad sólo existe a través de las relaciones recíprocas de cada uno con cada uno. De todo esto se puede deducir que el principio básico que constituye y cohesiona la Fraternidad es, pues, la reciprocidad.

Francisco no sabe de conceptos abstractos, como puede ser la fraternidad, que sirven muchas veces para escamotear las verdaderas relaciones fraternas. Francisco habla siempre de hermanos y de lo que, como tales, tienen que hacer unos con otros. Una reciprocidad que no se basa en la carne sino en el espíritu; es decir, que nuestra solidaridad no apunta, como en la sociedad, a una mayor consecución de poder o de medios económicos. Somos hermanos para ayudarnos a realizarnos según el proyecto evangélico por el que hemos optado como una forma eficaz de entrar en la dinámica del Reino. De ahí que esta preocupación mutua no se deba quedar en un falso espiritualismo, sino que deba abarcar la totalidad de la persona; un amor eficaz que no se puede reducir a palabras sino que tiene que traducirse en hechos (1 R 11,5s).

c) Amar con las obras

Contrariamente a lo que solemos entender, el amor fraterno no se expresa tanto en el dar cuanto en el recibir. Aunque la prueba más grande de amor sea el darse al otro, podemos ir hacia los demás desde nuestra propia autosuficiencia, distorsionando el sentido del amor. Pero hay otra forma de darse y es desde la confianza o la menesterosidad. Por eso en un grupo de hermanos y de iguales, como es la Fraternidad, no cabe la ayuda hecha de forma condescendiente como una limosna, que nos sitúa por encima del otro, ni el sentirnos humillados por tener que abrirnos a los demás pidiéndoles ayuda.

Aunque teóricamente hablemos de nuestro ser relacional, en el fondo actuamos de forma autónoma. Pensamos que un hombre no tiene que depender de nadie; debemos realizarnos por nosotros mismos, siendo independientes de los otros. Por eso, aquel que se queda atrás, el que no puede triunfar por sí mismo, parece fracasado. Sin embarco, esta actitud es antievangélica puesto que Jesús recibe su ser de Hijo como don, acogiendo y actualizando de manera personal la esencia de Dios Padre.

Francisco captó esta necesidad de amor desde la igualdad, desde el servicio menor (1 R 5,13-15), tejiendo una Fraternidad que, por estar remitida a la reciprocidad personal y no a una institución o lugar, tenía que cubrir las necesidades básicas del amor en todas sus gamas, las psicológicas y las materiales. En esto se debe mostrar y demostrar que los hermanos están dispuestos a poner en práctica las exigencias del Reino que Jesús anunció en su Evangelio.

La preocupación por asegurar lo necesario para la vida no se circunscribe a la propia persona, sino para sí y para los demás, es decir, a toda la Fraternidad. Su opción pobre les aboca al trabajo como medio de subsistencia. Por eso, y como remuneración, podrán aceptar para sí y para sus hermanos las cosas necesarias para la vida corporal (2 R 5,3).

Cuando Francisco habla de la responsabilidad afectiva de los hermanos, es claro y contundente: «En cualquier lugar donde estén y se encuentren unos con otros los hermanos, compórtense mutuamente con familiaridad entre sí. Y exponga confiadamente el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 6,8; 1 R 9,11). Con este ejemplo Francisco no pretende construir las relaciones fraternas sobre el cañamazo de las familiares. La Fraternidad no es una familia en sentido natural, sino un grupo que se reúne a la voz del Espíritu para seguir las huellas de Jesús según la forma del santo Evangelio; de ahí que hable de hermanos espirituales, no porque quiera unas relaciones desencarnadas, sino porque cree que si es el Espíritu de Jesús el que reúne y une a la Fraternidad, este lazo es más íntimo que el lazo natural más fuerte, como puede ser el afecto de la madre a su hijo.

d) Si falta el amor...

Pero decir que los vínculos fraternos deben ser fuertes por ser espirituales no equivale a afirmar que las relaciones deban ser frías y sin afecto. La descripción que hace Celano, aunque un poco estereotipada, del amor que anima al grupo de los primeros compañeros en sus encuentros dista mucho de ser un simple sentimiento espiritual. Allí se habla de besos y abrazos, risas y alegrías (1 Cel 38). Los Tres Compañeros refuerzan esta descripción al decir que el amor con que se amaban unos a otros era tan íntimo, que se ayudaban y se daban de comer mutuamente como una madre a su hijo único. El amor que les unía era tan entrañable que les parecía lógico llegar, incluso, a dar la vida no sólo por el nombre de Cristo sino también por salvar a sus hermanos (TC 41). Como ejemplo de esta actitud traen la anécdota del fraile que, al ver a su hermano ser apedreado por un loco, no duda en ponerse delante con el fin de parar con su cuerpo las piedras (TC 42).

El término espiritual puede ser desvirtuado si se desliga del conjunto de la vida que llevaban los hermanos. Desprovistos de toda seguridad material con que hacer frente a la vida, el único apoyo es el hermano que materialice la providencia y la vigilancia de Dios sobre sus hijos. Esta preocupación material por el hermano suponía la infraestructura de la Fraternidad. Todo esto era necesario, ya que si un grupo no dispone de ese ámbito afectivo que le permita experimentar lo que es el amor y la solicitud de unos para con otros no puede madurar espiritualmente.

La Regla de 1221 describe con verosimilitud la necesidad que tenían los hermanos de cultivar el afecto entre ellos. Al hablar, en el capítulo VII, de la afabilidad con que deben acoger a todo tipo de personas, les advierte que «dondequiera que estén o en cualquier lugar en que se encuentren unos con otros, los hermanos deben tratarse espiritual y amorosamente y honrarse mutuamente sin murmuración. Y guárdense de mostrarse tristes exteriormente o hipócritamente ceñudos; muéstrense, más bien, gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables» (1 R 7,l5s).

Eso explica que todo en la Fraternidad deba estar en función de los hermanos, puesto que el crecimiento egoísta es una falsa ilusión que no responde a la realidad. El hermano crece en la medida en que ayuda a crecer a los demás, ya que así potencia una serie de relaciones mutuas que, en definitiva, también recaen sobre él. Por eso la apropiación, tanto a nivel colectivo como individual, es una actitud antifraterna. En la Fraternidad todo debe ser de todos; o, mejor, del que lo necesita; de ahí que el trabajo y la limosna, como medios de aportar lo necesario a la Fraternidad, no pueden entenderse de un modo egoísta y particularizado (2 R 5,3).

e) Los enfermos

Pero donde mejor se muestra el amor profundo y desinteresado es en el servicio a los enfermos. El que ama a su hermano enfermo más que cuando está sano es que ha comprendido que las personas no son ningún medio para que nos sirvamos de ellas y las utilicemos (Adm 24). El enfermo, por cuanto nos necesita, se convierte en el centro de atención de la Fraternidad. Ante su requerimiento pierden fuerza todas las otras normas, aunque sean las del ayuno (2 Cel 175s).

La Regla no bulada dedica todo un capítulo a lo que podríamos llamar la teología del enfermo dentro de la Fraternidad. En él se descubre, por una parte, la atención que le deben prestar los hermanos, quedándose con él para cuidarlo o, si es grave, encomendándolo a una persona de confianza para que lo atienda. Pero el enfermo tampoco puede abusar de estas atenciones. Enfermo y todo sigue siendo uno de los hermanos que han optado por la vida evangélica y, por tanto, tiene que seguir siendo consecuente con su opción, manteniendo una apertura gozosa ante las cosas y su Creador, sin pretender convertirse en el centro de todo; una actitud egoísta que no es propia del hermano menor (1 R 10,1-4).

En el amor a los enfermos Francisco parte, como en otras ocasiones, de la realidad. Es al hombre concreto, con todas las circunstancias que rodean al enfermo, al que hay que amar. Por eso insiste en la delicadeza con que se les ha de tratar, proponiendo una meta evangélica que, por evidente, no ha de ser menos eficaz: Servirles de la misma forma que a nosotros nos gustaría que nos sirvieran (2 R 6,10).

f) Aceptar las debilidades personales

En la Fraternidad hay que admitir con lucidez que no se trata de un grupo de perfectos sino que todos, en mayor o menor medida, tenemos fallos y debilidades. Es decir, que la psicología humana, tan complicada ella, no se sana por el hecho voluntarista de querer vivir con honradez unas relaciones fraternas más abiertas y humanizantes. Siempre quedan zonas oscuras que se resisten, voluntaria o involuntariamente, a ser iluminadas y que, por tanto, constituyen la cruz del individuo y del grupo.

La primitiva Fraternidad es un ejemplo de la diversidad de caracteres y niveles que conformaban el grupo, a pesar de tener un mismo objetivo. Los primeros fervores de conversos podían paliar las deficiencias y los enfrentamientos a causa de la diversidad de caracteres; pero con el tiempo y la inclusión de la rutina en sus vidas, era imposible ignorar que existían y que había que hacerles frente. Debido a la visión sacralizante que se tenía de la realidad, los fallos e incompatibilidades psicológicas se colocan en el marco de la religiosidad ascética, confiriéndoles una carga, si no de pecado, al menos de imperfección.

Francisco es consciente de estas limitaciones personales, y en su organización de la Fraternidad pone en guardia sobre los peligros que pueden amenazar sus relaciones fraternas. Así, en la Regla no bulada, desgrana una serie de actitudes negativas que, por sí mismas, pueden destrozar el proyecto fraterno de vivir el Evangelio. Con esto refleja su experiencia de que la Fraternidad, más que de perfectos, está formada por un grupo de penitentes que intentan seguir a Jesús convirtiéndose a su Reino. Por eso trata de superar estas tendencias antievangélicas, presentando los valores opuestos. De este modo advierte a los hermanos: «Y guárdense todos los hermanos de calumniar y de contender de palabra; más bien, empéñense en callar, siempre que Dios les dé la gracia. Ni litiguen entre sí ni con otros, sino procuren responder humildemente, diciendo: Soy un siervo inútil. Y no se aíren, porque todo el que se deja llevar de la ira contra su hermano será condenado en juicio... Y a nadie insulten; no murmuren ni difamen a otros, porque está escrito: Los murmuradores y difamadores son odiosos para Dios. Y sean mesurados, mostrando una total mansedumbre para con todos los hombres; no juzguen, no condenen. Y, como dice el Señor, no reparen en los pecados más pequeños de los otros, sino, más bien, recapaciten en los propios en la amargura de su alma» (1 R 11,1-12).

Todas estas miserias humanas forman parte también de la realidad fraterna; pretender ignorarlas es evadirse de la realidad para no tener que esforzarse en superarlas. Hay que plantearlas con claridad y no reservarlas para ese oscuro material que alimenta las críticas, pues entonces no se está amando al hermano (Adm 25) ni se le intenta acoger. Y en la Fraternidad todos tenemos necesidad de ser acogidos como expresión de que el Padre nos acoge en Jesús.

La Carta a Fr. León es un ejemplo de esta aceptación fraterna en los momentos difíciles. Fr. León debía sufrir de escrúpulos; no se sentía lo suficientemente seguro para decidirse en sus actuaciones. Francisco le responde lo que, seguramente, le había dicho muchas veces: que se comporte como mejor le parezca que agrada al Señor, siguiendo sus huellas y pobreza (CtaL 1-4).

El amor fraterno también debe abarcar estas zonas. Aceptarlas con naturalidad y apoyarnos unos a otros con una actitud sanante puede hacer viable la marcha de la Fraternidad, ya que, de no abordarlo con realismo, se puede convertir en un problema que imposibilite una relación fraterna fecunda y luminosa.

g) Acoger al que peca

Otra situación especial en la que se puede poner a prueba el amor fraterno es cuando un hermano peca. Es decir, cuando su actitud es incoherente con la opción de vivir el Evangelio. En tal caso el amor desaconseja el enfado y el chismorreo inútiles (1 R 5,7s; Adm 21,2s), ya que lo eficaz es ayudarle a percibir la situación, no colocándose en una posición de juez, sino de hermanos interesados en que el problema se resuelva en bien para todos. La realidad con la que debemos contar es que todos somos pecadores y, por tanto, inclinados al mal. Y no de una forma superficial, sino que nuestra maldad sale de dentro, del corazón del hombre (1 R 22,5-8). Por eso, el amor fraterno tiene que ser vigilante para que podamos realizar el proyecto evangélico que hemos prometido al Señor. Dentro de este ambiente de ayuda mutua se enmarca la obediencia. La corrección fraterna no es exclusiva de la autoridad. Es una responsabilidad que tienen todos los hermanos de preocuparse por el progreso espiritual de la Fraternidad y de cada hermano en particular. Por eso se establecen mecanismos, como los Capítulos, para que este servicio, propio de todos los hermanos, pero especialmente de los que detentan la autoridad, pueda realizarse de forma eficaz (1 R 5,2-6; CtaM 14.18; Test 31-33).

El pecado, desgraciadamente, es una realidad con la que debe contar la Fraternidad. Por eso conviene no multiplicarlo escandalizándose farisaicamente, ya que entonces nos estamos apropiando de lo que pertenece a Dios: el sentirse ofendido y juzgar (Adm 11,1-4). Francisco advierte a los hermanos, tanto a los ministros y siervos como a los otros, que «se guarden de turbarse o airarse por el pecado o el mal del hermano, pues el diablo quiere echar a perder a muchos por el delito de uno solo; más bien, ayuden espiritualmente, como mejor puedan, al que pecó, ya que no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos» (1 R 5,7s).

La Carta a un Ministro es, una vez más, un claro exponente de la actitud de Francisco ante los pecadores. La respuesta que da a este Provincial, angustiado por la actitud de algunos hermanos, es un modelo de comprensión y acogida fraterna: «Que no haya en el mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti, después de haber contemplado tus ojos, sin haber obtenido tu misericordia, si es que la busca. Y si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere. Y si mil veces volviera a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor; y compadécete siempre de ellos» (CtaM 9-11).

Aunque este sea el modelo a seguir en el trato con los hermanos, no siempre somos capaces de realizarlo. Por eso no es extraño que el mismo Francisco, tan comprensivo con los fallos de los demás, caiga también algunas veces en la misma trampa. La dureza con que trata a algunos hermanos cuando se obstinan en no querer comprender que su conducta es incorrecta (Test 31-33; CtaO 44), no llega a explicarse del todo, a no ser que se tratara de casos límite o su enfermedad le impidiera abordarlos con serenidad.

B.- HERMANO DE TODOS

Las relaciones fraternas no se reducen al ámbito de la Fraternidad. Francisco trata de realizar en ella lo que Jesús anuncia como la novedad del Reino. Es decir, que la humanidad puede tomar un rumbo nuevo si es capaz de relacionarse de una forma más solidaria. Cristo resucitado ha roto todas las barreras que existían entre los hombres, y su Espíritu es testigo eficaz de que esa igualdad ante Dios se lleve a término en el entramado social. Por eso no tiene sentido dividir a los hombres en clases y estamentos, ya que todos somos iguales por haber nacido de las mismas manos y estar destinados a formar la misma comunidad; pero, sobre todo, porque el amor de Dios es el mismo para toda la humanidad.

Francisco desplegó de una manera inmediata y concreta en la Fraternidad este tipo de relaciones evangélicas, pero también las Clarisas vivieron ese mismo espíritu fraterno con su matiz femenino y enclaustrado. De santa Clara cuenta Celano en su Leyenda que por las noches se levantaba para tapar a las hermanas y protegerlas del frío. Si alguna estaba en crisis, la consolaba y hasta llegaba a postrarse a sus pies para aliviar sus penas (LCl 38).

Sin embargo, la Fraternidad de célibes no era la única posibilidad. Grupos de penitentes casados trataron de plasmar en su vida familiar y social esta nueva dimensión del Reino, donde la dignidad toma formas fraternas e igualitarias. En la Carta a todos los Fieles, Francisco les exhorta a poner en práctica el principio evangélico del amor fraterno: Amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos (Mt 22,39). Pero él sabe por experiencia que la fragilidad humana es impotente para asegurar este precepto de Jesús. El egoísmo radical del hombre ha hecho de la historia humana una historia de insolidaridades. Por eso Francisco, conocedor de la fuerza que tiene el ego personal de convertirlo todo en fin de sí mismo, les insinúa que, «si alguno no quiere amarlos como a sí mismo, al menos no les haga el mal, sino hágales el bien» (2CtaF 26s).

Nos podría parecer que Francisco no se hacía demasiadas ilusiones sobre el hombre; y en parte era verdad, si lo miramos desde la perspectiva que nos ofrece el mito de Adán y Eva: el hombre que no admite ser criatura, ser relativo, y se rebela contra Dios, el absoluto. Pero esta desastrosa opción por la autonomía existencial no es capaz de borrar la verdadera identidad del hombre, puesto que al hombre sólo puede hacerlo Dios, y ese amor creador no cesa de fluir a pesar de la realidad del pecado. De ahí que Francisco crea en el hombre, no por lo que él sea capaz de hacer, sino por lo que Dios es capaz de hacer con él, con nosotros: fundar nuestra dignidad en su amor.

El hombre, por tanto, no debe, no puede ser un lobo para los demás. Hay que convencerse de que los otros no son una amenaza, sino una ayuda en nuestro camino de realización. Esta confianza fundamental en el hombre, como ser amado por Dios, es lo que llevó a Francisco a salir al encuentro de todos con el corazón en la mano, seguro de que en el fondo el hombre no es tan fiero como lo pintan, sino que adopta esa actitud como escudo para defenderse de su inseguridad.

En este sentido, su camino hacia el encuentro del hombre, para convertirlo en hermano, traspasa todos los límites y barreras que los humanos hemos levantado. Si la Iglesia había puesto murallas a la cristiandad, Francisco las atraviesa buscando a los sarracenos y otros infieles para reconocerles su dignidad a la vez que les ofrecía su fe como el mejor don que podía hacerles.

Igualmente, la sociedad había plantado sus propias vallas separando ricos y pobres, sanos y enfermos, hombres de bien y malhechores. Francisco tratará de allanar esas barreras acercándose a todos, pero de una manera especial a los que sufren porque se les ha arrebatado su dignidad de hombres. Así, no evita el trato con los ricos (TC 45), pero su preferencia es por la gente de baja condición y despreciada, por los pobres y débiles, por los enfermos y leprosos, por los mendigos de los caminos (1 R 9,2).

Admite la ley como forma de organización social, pero considera a los marginados por ella, ladrones y salteadores, como hermanos que todavía conservan su dignidad de hombres y, por tanto, su derecho a ser atendidos como tales. La historia de los ladrones de Monte Casale es un ejemplo tan sublime de apertura fraterna hacia los marginados, que podemos convertirla en utópica para no tener que aceptar el reto evangélico de fraternidad que nos plantea (LP 115).

El amor a los demás no puede ser interesado. No se ama por la recompensa sino como agradecimiento por sentirnos amados por Dios. La prueba más clara está en el amor a los enemigos. Francisco sabe que la proclamación del Evangelio va a despertar el mal que todos llevamos dentro, transformando al hombre en enemigo. Pero asumir el espíritu de las bienaventuranzas supone contar con la persecución por causa de Cristo. En este sentido recuerda Francisco las consecuencias que puede traer el haber optado por el seguimiento de Jesús: «Prestemos atención todos los hermanos a lo que dice el Señor: "Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian", pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir llamó amigo al que lo entregaba y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron. Son, pues, amigos nuestros todos los que injustamente nos causan tribulaciones y angustias, sonrojos e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; y los debemos amar mucho, ya que por lo que nos hacen obtenemos la vida eterna» (1 R 22,14; 2 R 10,9-12; 2CtaF 38).

Profesar la Regla es haberse decidido por el Evangelio de una forma absoluta. Gastar e incluso dar la vida por él es la consecuencia lógica de esta entrega. Por eso, «todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que se dieron y abandonaron sus cuerpos al Señor. Y por su amor deben exponerse a los enemigos tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: "Quien pierda su alma por mi causa, la salvará... Dichosos los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán... Dichosos sois cuando os odien los hombres, y os maldigan, y os persigan... y rechacen vuestro nombre como malo, y cuando os achaquen todo mal calumniándoos por mi causa. Alegraos en aquel día y regocijaos, porque vuestra recompensa es mucha en los cielos"» (1 R 16,10-16).

Si afrontar con amor el odio y la persecución por causa de Cristo resulta duro, todavía lo es más cuando viene de alguno de nuestros hermanos. La obediencia al Evangelio tiene sus mediaciones; y la autoridad es una de ellas. Pero la que decide en último término cuál debe ser la verdadera obediencia es la propia conciencia, y esto puede causar conflicto cuando no coincide con la decisión de la autoridad. En este caso se impone la objeción de conciencia como gesto de fidelidad al Evangelio prometido. Por ello recuerda Francisco que, si llegara tal caso, no se abandone la Fraternidad. «Y si por ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios. Porque quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma por sus hermanos» (Adm 3,8s).

C.- HERMANO DE LAS CRIATURAS

La Fraternidad, para Francisco, no se agota en las personas. También las cosas han salido de las manos y del corazón de Dios, y por eso mantienen su parentesco con los hombres. El Dios familiar y trinitario es el creador de todas las cosas, espirituales y corporales; especialmente del hombre, hecho a su imagen y semejanza (1 R 23,1). Esta certeza fontal de que todas las cosas vienen de Dios y se mantienen en su amor creador que llamamos providencia, es la que llevó a Francisco a experimentar toda la vida creatural como un don. Los que llegan a la Fraternidad para compartir su proyecto son hermanos dados por el Señor (Test 14). Todos los cristianos y cuantos habitan el mundo entero son para él hermanos a los que debe servir (2CtaF 1.2). Pero más allá de las personas, todas las restantes criaturas son también un don que las convierte en hermanas (Cánt).

A Francisco se le conoce por su amor y respeto a la naturaleza, hasta el punto de ser actual como prototipo ecológico. Sin embargo, hay que tener en cuenta que su visión de la naturaleza, como hombre medieval, era muy distinta de la nuestra. Por una parte, el mundo era considerado en el Medievo como un todo cerrado, inmutable, perfectamente ordenado, que tenía al hombre como centro. Mientras que, por otra, por su condición religiosa, se veía en Dios el fundamento de toda la creación.

Aunque la naturaleza había perdido ya su carácter sagrado, todavía conservaba cierto misterio. La reacción ante esta naturaleza, muchas veces hostil, adoptaba la forma de un desprecio del mundo que podía llevar a excesos incomprensibles para nosotros. Sin llegar a tanto, podríamos decir que la naturaleza, para los medievales, no tenía valor propio sino que lo recibía de su relación con Dios, haciéndose sacramento de valores eternos.

Es curioso que Francisco sólo hable directamente de la naturaleza en el Cántico, hasta el punto que, de no existir este poema, difícilmente hubiéramos podido adivinar en el Santo a un hombre con sensibilidad fraterna hacia las criaturas. Han tenido que ser los biógrafos los que nos desvelaran esta faceta suya, con el agravante de cierta sospecha por cuanto estos biógrafos podían haber utilizado el mito hagiográfico de la vuelta del santo al estado original de armonía con la naturaleza. Sin embargo, no cabe pensar en una simple invención -ahí está el Cántico-, aunque sí en una ampliación del tema al entrar Francisco en la espiral progresiva del culto.

Por debajo de las numerosas descripciones que los biógrafos hacen de las relaciones fraternas de Francisco con la naturaleza, hay un poso de realismo que parece evidenciar la extensión de su amor no sólo a los hombres sino también a los mudos y brutos animales, reptiles, aves y demás criaturas sensibles e insensibles (1 Cel 77. 80. 81; 2 Cel 165-171; LM 8,1 - 9,1; LP 86f. 88).

Gozaba viendo el sol, mirando la luna y contemplando las estrellas y el firmamento, sentía ternura por los gusanillos, hasta el punto de apartarlos del camino para que no los aplastaran los transeúntes. Hacía que a las abejas les sirvieran miel o buen vino en invierno para que no murieran de frío. Estallaba de alegría al contemplar la belleza de las flores, la galanura de sus formas y la fragancia de sus aromas. Y, al encontrarse en presencia de muchas flores, les predicaba, invitándolas a alabar al Señor, como si gozaran de razón. Y lo mismo hacía con las mieses y las viñas, con las piedras y las selvas, y con todo lo bello de los campos, las aguas de las fuentes, la frondosidad de los huertos, la tierra y el fuego, el aire y el viento, invitándoles a que permanecieran fieles en su amor al Señor. En fin, a todas las criaturas las llamaba hermanas, como quien había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios y podía penetrar hasta el corazón de las criaturas (1 Cel 80. 81).

La relación de hermandad que liga a Francisco con todo lo creado no proviene de su visión poética, ni de lo que hoy llamaríamos sensibilidad ecológica. Si Francisco llama hermanas a las criaturas es porque ha experimentado que el sustrato del que nacen y en el que hunden sus raíces el hombre y las cosas es el mismo; es decir, Dios. Su percepción es, por tanto, teológica, puesto que el lazo fraternal que nos une con los restantes seres no es la simple naturaleza biológica, sino el tener un mismo Creador (1 R 23,1).

La revitalización de la figura de Dios como Creador venía condicionada por el problema cátaro. Ante la afirmación por parte de los herejes de una naturaleza oscura y mala, obra del diablo, la Iglesia había insistido en la bondad de todo por venir del amor creador de Dios. Una prueba de ello es que en todos los Concilios, a la hora de proclamar la fe por medio del Credo, se subraya de forma especial la actividad creadora del Dios trinitario. Lo mismo que en las profesiones de fe exigidas a los grupos heréticos para su reinserción en la Iglesia.

Otro aspecto a tener en cuenta en la visión teológica que Francisco tiene de la creación es la utilización de las criaturas como transparencia de las bondades divinas. En parte tiene su explicación en el ambiente religioso del tiempo. El descubrimiento de la ciencia clásica y su aprovechamiento simbólico para expresar las verdades de fe era para los teólogos medievales un método muy usado, que se divulgó por medio de los sermones y sobre todo del arte. De ahí que no sea extraña la lectura que hace Francisco de la creación (EP 113-120).

La cosmología de Francisco, a diferencia de la que sustenta a la ecología actual centrada en el hombre, es teocéntrica. Todo proviene de Dios y sólo en Él tiene sentido. Si al profundizar en el ser del hombre no encuentra otro modo más cabal de realización que la alabanza divina, las criaturas se convierten, como sacramentos de la misma divinidad, en el instrumento más adecuado para cantar la gloria de Dios. Más aún, a ese coro humano son invitadas todas ellas para que alaben a su Creador y cumplan así su razón de ser: hacernos presentes a Dios y recordamos que a Él debe dirigirse nuestra alabanza continua (1 Cel 80).

En este sentido hay que interpretar la relación de Francisco con la naturaleza. Por considerarlas como criaturas hermanas no dispone de ellas como dueño y señor, sino que convive con ellas aprovechándose de su transparencia para sentirse religado con su Creador, pero respetando siempre su propia autonomía. El que Dios haya puesto al hombre en medio de la creación no le da derecho a dominarla de forma despótica; el ocupar ese lugar privilegiado lleva consigo la responsabilidad de humanizar la creación usando, pero no abusando, de las cosas.

El comportamiento de Francisco con las criaturas no es de una hermandad fanática. Las utiliza cuando es necesario, puesto que están al servicio del hombre, pero sin pretender apropiarse de ellas dominándolas caprichosamente. Su postura ante ellas es de respeto, favoreciendo su propia identidad de criaturas hermanas del hombre para que le ayuden a sentirse también criatura creada y amada por Dios.

3. LA FRATERNIDAD COMO ESTRUCTURA

La decisión de vivir el Evangelio en un marco fraterno de relaciones, como imperativo del Reino anunciado por Jesús, necesitaba una estructura que la corporeizase e hiciese posible. Indudablemente el Evangelio inspira y exige formas que estén de acuerdo con los valores proclamados, pero nunca las da de un modo concreto; eso es tarea de cada uno y de cada tiempo, por lo que requiere una gran creatividad para plasmar en organizaciones nuevas los contenidos evangélicos que deseamos vivir. Esto siempre supone asimilar estructuras del ambiente que nos rodea, puesto que nadie es creador absoluto.

Francisco aceptó formas de organización grupal que se estaban dando tanto en grupos sociales - los Comunes- como religiosos - movimientos pauperísticos-. Sin embargo, no por ello las asumió de forma ingenua y acrítica. El Evangelio propone unas actitudes que no se pueden diluir al expresarlas en modos de organización concretos. La estructura de un grupo debe estar al servicio de su finalidad; es decir, debe favorecerlo y alentarlo, de lo contrario, no tiene sentido.

Ese valor evangélico, por el que nos descubrimos unos hermanos de otros y que constituye el marco del seguimiento de Jesús, Francisco lo concretó en la Fraternidad. Las organizaciones sociopolíticas y religiosas le aportaron material más que suficiente para diseñar la estructura del grupo, pero el espíritu que lo debía animar no podía venir más que del Evangelio. El ambiente comunal en el que había crecido y participado, por más igualitario y democrático que pretendiera ser, no dejaba por ello de albergar el afán de poder dominativo de todo grupo político. Las mismas organizaciones religiosas, aun procurando ser fieles al espíritu de Jesús, no escapaban tampoco a la tentación de imponerse sobre los demás, aunque la disfrazaran de autoridad y servicio.

Francisco era consciente de que el grupo de hermanos, por haber vivido anteriormente en estas organizaciones dominativas, no estaban exentos de caer en lo mismo. La voluntad de seguir el Evangelio les obligaba a vivir la Fraternidad, a pesar de estar constituida con esas formas de poder, de una forma nueva. Por eso les advierte que la estructura de la Fraternidad debe ser una organización sin poder dominativo, sino servicial. En los grupos políticos y religiosos los que detentan la autoridad se apropian de ella para dominar a los súbditos. En la Fraternidad no debe ser así; la autoridad deberá vaciarse de poder para ser capaz de servir (1 R 5,9-12). Cuando la autoridad recurre al poder para dominar al hermano súbdito, está destruyendo la Fraternidad, puesto que no puede existir tal cuando un hermano está por encima de otro. Así es como debe entenderse la organización del grupo, y así se debe entender también el ejercicio de la autoridad.

Esto tan claro y evidente desde el punto de vista evangélico, no lo es tanto en el proceso de estructuración de la Fraternidad. La propia fragilidad del grupo y la divergencia de pareceres en cuanto al contenido de la autoridad, marcarán el diseño de la Fraternidad, jalonado de miserias y de luchas por imponer los propios criterios. A pesar de todo, Francisco seguirá con voluntad indomable intentando configurar el grupo desde la perspectiva de las bienaventuranzas, dotándolo de elementos de control que favorecieran su vivencia e impidieran aflorar los deseos de dominio que todos llevamos dentro.

A.- LOS CAPÍTULOS

El Capítulo, como reunión de hermanos para celebrar la Fraternidad y responsabilizarse de la misma, se confunde con los orígenes del grupo. Es una necesidad de reconocerse y sentirse hermanos. Por eso ponen lo institucional al servicio de lo fraterno. Normalmente se celebraban por Pentecostés en Santa María de los Angeles, y en ellos se trataba el modo de responder con más fidelidad al Evangelio, distribuían a los hermanos por las Provincias y designaban a los predicadores (TC 57).

En estas asambleas se estructuraba la Fraternidad según los objetivos propuestos. Jacobo de Vitry describía en 1216 el modo de desarrollarse los Capítulos. «Una vez al año -nos dice- se reúnen en un lugar determinado para alegrarse en el Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones redactan y promulgan algunas santas constituciones, luego aprobadas por el Papa. Después de esto se dispersan por las Provincias».

Con el crecimiento y posterior extensión de la Fraternidad se hacía imposible reunirse todos los años, por lo que para los Ministros de fuera de Italia se decidió que cada tres, y los de Italia todos los años. Hasta 1221, los Capítulos eran abiertos, pudiendo acudir todos los hermanos. Pero a partir de ese año se limitaron sólo a los Ministros, como dice Jordán de Giano en su Crónica (n. 16). La Regla bulada se adapta ya a las normas del concilio Lateranense IV, que manda a los priores y abades reunirse en Capítulo cada tres años en sus respectivos reinos y provincias.

Con la desaparición del Capítulo general como asamblea de todos los hermanos donde se revisaba la marcha de la Fraternidad y se promulgaban leyes con la simple finalidad de cumplir mejor lo prometido al Señor, se había roto esa forma directa de autogestión. Para paliar ese problema producido por el aumento considerable de frailes y la expansión que había alcanzado, se llegó a la creación de los Capítulos provinciales. Una vez terminado el de los Ministros por Pentecostés, podían éstos reunir en sus respectivas Provincias a todos los hermanos para comunicarles las decisiones prácticas que habían tomado y ver el modo de ejecutarlas.

En definitiva no era más que una trasposición del antiguo Capítulo general, ahora ya imposible, a cada una de las Provincias. Si los Capítulos generales terminaron por ser una reunión de Ministros exclusivamente, lo mismo pasó con los Capítulos provinciales, que terminaron también por convertirse en una asamblea donde sólo acudía la aristocracia de los frailes. En cuanto a los Capítulos locales, aparecieron mucho más tarde. De todo esto se deduce que la Fraternidad comenzó con una estructura democrática y asamblearia, donde lo que concernía a todos era también decidido por todos, aunque poco a poco se restringió su participación hasta convertirse en una reunión elitista.

Los Capítulos, que en principio expresaban la primacía de la Fraternidad, a cuyo servicio debían estar las estructuras, se convierten en reuniones de superiores para decidir lo que conviene a los demás. Pero en un grupo donde se admite la existencia de superiores e inferiores se está, por principio, negando toda fraternidad y utilizando la estructura puesta a su servicio -el Capítulo- como arma de poder y dominio, justamente lo opuesto al sentido evangélico del servicio.

B.- EL MINISTRO GENERAL

El vocabulario adoptado por Francisco para designar a los que están al frente de la Fraternidad, aun no siendo del todo original, refleja el contenido evangélico del servicio fraterno que deben prestar. Ministro, Custodio y Guardián serán los términos con que la Fraternidad designe a los hermanos elegidos para proteger y acrecentar la vivencia del proyecto prometido al Señor. El depositar en ellos la confianza de la autoridad no quiere decir ponerlos por encima de los otros hermanos, sino en el corazón de la Fraternidad, para que velen por ella y guarden el calor y la calidad de sus relaciones.

En las órdenes monásticas era el abad, considerado como vicario de Cristo, el que debía regir desde arriba a la comunidad de los monjes; de ahí que se encontrase en una posición de superioridad respecto a los súbditos. Sin embargo, para Francisco el Ministro es un compañero, un hermano entre hermanos, cuya autoridad está al servicio de la Fraternidad.

Al contrario de la organización monástica, la estructura de los Movimientos itinerantes se apoyaba sobre bases estrictamente personales. La mayoría de ellos habían surgido alrededor de algún carismático que polarizaba la autoridad del grupo. Pero este centralismo se hacía notar poco ya que, en general, desconfiaban de toda jerarquía rígida que condicionara la espontaneidad del Movimiento. Una de las mayores dificultades con las que tuvo que enfrentarse Inocencio III a la hora de captar para la Iglesia a algunos grupos disidentes fue el de su organización jerárquica. La Curia necesitaba un control de estos Movimientos que solamente podía garantizarse con una organización personal que centralizase el poder en una sola persona. Este fue también el caso del grupo Franciscano.

Apenas se han unido a Francisco algunos compañeros con el fin de compartir su vida y deciden ir a Roma para que les aprueben el proyecto, tienen que prometer todos obediencia y reverencia a Francisco, según el precepto del señor Papa (TC 52). Esta total dependencia de los hermanos de la persona de Francisco no es solamente jurídica, sino que responde a una atracción carismática que hace impensable, al menos en los primeros años, otro tipo de organización.

Con la división en Provincias disminuyó un poco la centralización del gobierno, pero éste seguía teniendo la potestad de nombrar y destituir a los Ministros. La crisis de 1220 motivó la reestructuración de la Fraternidad y con ella la concesión de poderes a los Ministros. El mismo Francisco se vio marginado del gobierno al nombrarle un Vicario que llevara la organización práctica del grupo. Todos ellos gobernaron de una forma absolutista que solamente se superó cuando destituyeron a fray Elías en 1239. Esta forma de gobierno pudo mantenerse tanto tiempo, además de que la desempeñaran hombres con una personalidad muy acusada, por la facilidad que suponía para la Curia mantener el control de la Fraternidad organizada de este modo.

Ante este panorama de gobierno autoritario, cabe preguntarse si la voluntad de crear una cabeza de la Fraternidad -el Ministro general-, que ejerciera de forma democrática el servicio de la autoridad, no fue un acto de buena voluntad que se diluyó al encuadrarse dentro del esquema jurídico de las órdenes religiosas tradicionales. No obstante, la referencia al Evangelio para vaciar de todo poder el servicio fraterno de la autoridad queda ahí en el proyecto de vida o Regla como reto para intentar de nuevo esta práctica fraterna del cargo de Ministro.

C.- LOS MINISTROS PROVINCIALES

La figura del Ministro provincial aparece en 1217 a raíz de la división de la Fraternidad en Provincias. Ante la imposibilidad de que el Ministro general pudiera atender fraternamente a todos los hermanos, se hizo necesaria la creación de los Ministros provinciales que prestaran el servicio de la unidad en la misma línea que lo venía haciendo el Ministro general. La coincidencia de que ocuparan estos puestos hombres prestigiosos, como Fr. Elías, con un concepto de la autoridad más jurídico que evangélico, desencadenó una carrera hacia la participación en el gobierno. Poco a poco fueron consiguiendo espacios de poder, apoyados por la Curia, hasta conseguir convertirse en la cabeza práctica de la Fraternidad en su Provincia, ya que el General quedaba muy lejos. Este reparto de la autoridad fue plasmándose en la legislación de la Fraternidad, arrastrándola hacia formas jurídicas más propias de una Orden.

Posiblemente no pudiera ser de otro modo, dada la extensión y el crecimiento de la Fraternidad, pero se percibe un afán de estructurar el grupo de una forma un tanto rígida que choca con la fresca libertad de los orígenes.

La actitud que pide Francisco a los Ministros en el desempeño de su cargo está fielmente reflejada en la ya clásica Carta a un Ministro. Encarnar el poder misericordioso de Dios, ofreciéndolo desde la ternura, será el mayor servicio que podrán hacer a la Fraternidad. El poder autoritario, corriente en los grupos políticos y religiosos, no es el mejor modo de ejercer la autoridad. El grupo de hermanos se remite al ejemplo de Jesús que lava los pies a sus discípulos para enseñarles cuál debe ser el modo de ejercer la autoridad entre ellos (Jn 15,14).

Para Francisco, el Ministro no es una autoridad que refleje miméticamente el comportamiento sociopolítico, sino que encarna la voluntad de la Fraternidad, para que le evidencie de una forma concreta las exigencias del proyecto de vida que han prometido, y les ayude a vivirlo con realismo.

Por eso mismo, el Ministro, por cuanto es el garante de que la Fraternidad se realice siendo fiel al Evangelio, no puede ejercer su oficio más que en la forma que la Fraternidad tiene de ser ella misma; es decir, sirviendo fraternalmente a los demás, sin apropiarse del cargo (Adm 4).

D.- LOS CUSTODIOS

Las mismas razones que impulsaron a establecer las Provincias -la extensión de la Fraternidad- motivaron también la creación, dentro de ellas, de las Custodias. La función del Custodio en su territorio es la misma que la de los Ministros en el suyo: garantizar la fidelidad al Evangelio, expresado en la Regla, dentro de un marco de relaciones fraternas.

La imprecisión original de los términos Custodio y Ministro al aplicarlas a responsabilidades concretas no merma la intención de conferirles un contenido bien preciso: el servicio y el cuidado de los hermanos, para que permanezcan en su opción de realizarse cristianamente desde las relaciones interpersonales que constituyen la Fraternidad. Todo su sentido radica en ejercer el cargo sabiendo que su función es espiritual. Alejarse de esta perspectiva evangélica, adoptando posturas y criterios "mundanos", es entrar en el círculo de la incoherencia, donde es imposible que la Fraternidad pueda adquirir su madurez por estar apoyada en la desigualdad.

E.- LOS GUARDIANES

Los Ministros y Custodios, aun teniendo como función el servicio de los hermanos, quedaban un poco alejados del contacto directo y el roce diario de los frailes. Los Guardianes, por el contrario, eran la expresión más próxima de la autoridad dentro de los grupos itinerantes y, una vez asentados, de las casas o conventos. Lo mismo que el término Custodio, su contenido es de vigilancia para que el grupo de hermanos pueda ser fiel a su proyecto evangélico de vida o Regla. Más que un guardián de la autoridad entendida como poder impuesto, es el procurador de que algo tan esencial como es el Evangelio, por cuanto configura al grupo, no quede diluido en una vida irresponsable, sin mordiente ni fuerza para provocar la conversión.

Más que representantes de Dios, son servidores de los hermanos en el mantenimiento de su fidelidad. Por eso, más que instituciones vitalicias, son funciones temporales, para que no se apeguen al cargo y lo conviertan en feudo de su poder autoritario. La funcionalidad de este servicio queda patente por la facilidad con que se le puede destituir. Cuando un Guardián no ejerce de forma adecuada su ministerio fraterno, se le cambia por otro.

La imagen que tiene Francisco de los Guardianes no deja de ser medieval. En el Testamento expresa con firmeza su voluntad de obedecer al Ministro general y al Guardián que quiera darle, poniéndose en sus manos como un cautivo, de tal modo que no pueda ir ni hacer nada fuera de la obediencia y su voluntad. La razón de esta disponibilidad tan absoluta es que lo considera su Señor (Test 27s).

Los comentaristas hacen una trasposición inmediata al señorío de Cristo, pero yo creo que en el camino habría que tener también presente al señor feudal. El grupo franciscano nace con la contradicción de pretender seguir a Jesús desde la fragilidad humana. De ahí que aspire a realizaciones sublimes, como es vivir el Evangelio desde la Fraternidad, con actitudes y criterios que dificultan, si es que no hacen imposible, su vivencia radical.

F.- AUTORIDAD Y OBEDIENCIA

Las relaciones que hacen posible el mantenimiento de la Fraternidad como estructura son la autoridad y la obediencia. Del talante con que se ejerza esta autoridad y se realice la obediencia depende que el grupo sea Fraternidad o no.

El punto referencial al que mira todo servicio en la Fraternidad es el proyecto evangélico cristalizado en la Regla y que todos los hermanos han prometido seguir. La tradición monástica y sociorreligiosa había vaciado esta apertura servicial al Evangelio en unos moldes de absoluta dependencia feudal y verticalista, que hacían de la obediencia una inmolación de la propia persona al superior, entendido como sacramento exclusivo de la voluntad divina.

Francisco, aunque participaba de esta concepción tradicional, ofrece una organización de la Fraternidad que evidencia la responsabilidad de todos, los Ministros y los que no lo son, en la realización del proyecto evangélico emprendido. Ni los Ministros pueden ir más allá de lo prometido al Señor en la Regla, ni los otros deben quedarse más acá. Unos y otros deben revisar continuamente su propia actitud para crecer en fidelidad a las exigencias evangélicas.

Ni cualquier tipo de autoridad ni cualquier forma de obediencia son capaces, por sí mismas, de crear Fraternidad. La responsabilidad de todos los hermanos en la buena marcha del grupo excluye cualquier relación de tipo paterno-filial. Sin embargo, Francisco sí que acepta las relaciones materno-filiales (1 R 9,10s; 2 R 6,8; CtaL 2). Los motivos no son de tipo sentimental sino teológico. La actitud paterna representaba, y aún representa, el poder como fuerza de actuación, mientras que la materna expresa la autoridad hecha ternura. La imagen de Dios que nos ofrece Jesús en los Evangelios, lejos de ser la de una divinidad tronante y amenazadora, es la de un Padre que nos manifiesta su amor desde la debilidad humana del Hijo. Su poder radica en la capacidad de hacerse pequeño, encarnándose en la fragilidad humana y continuando esta humilde presencia en el pan y el vino eucarísticos (Adm 1,9-20).

Esta especie de poder impotente es el que define la autoridad del Padre y el que Jesús propone como norma del Reino para todos los que quieran entrar en esa gran familia de hermanos. La autoridad es necesaria para fraguar la unidad y vitalidad de cualquier grupo; pero entre los seguidores de Jesús debe estar desprovista de todo poder dominativo que rompa y deteriore la igualdad fraterna.

El modelo materno-filial que nos propone Francisco realiza la doble responsabilidad que debe alentar en las relaciones entre los hermanos. Por una parte, la autoridad debe ejercerse sin poder y con ternura, como la de una madre. Por otra, la obediencia debe realizarse sin las reticencias y los prejuicios que la convierten en un acto servil; es decir desde la confianza absoluta del niño que no duda del amor de su madre.

Esta relación no excluye el ejercer la responsabilidad desde la critica lúcida de nuestra condición de adultos. La autoridad deberá ser lo suficientemente fuerte para poder cumplir el servicio de unidad que los hermanos le han encomendado; y la obediencia lo suficientemente generosa como para poder pedir explicaciones y controlar el ejercicio de la autoridad. En todo este camino fraterno de fidelidad al Evangelio se impone la práctica del discernimiento como el único modo posible de crear una Fraternidad donde la autoridad y la obediencia vayan juntas en una misma dirección: ser fieles al proyecto fraterno del Reino.

G.- DE LA SUBSIDIARIDAD A LA AUTONOMÍA

El rápido crecimiento de la Fraternidad fue el principal desencadenante del proceso sufrido por el grupo. Incapaz de ir asimilando adecuadamente su acelerada transformación, el movimiento franciscano acabará convirtiéndose en una Orden, cuya forma de vivir los valores originales será causa de conflicto para los que compartían con Francisco el proyecto de la primitiva Fraternidad.

A medida que la Fraternidad va convirtiéndose en Orden, los medios jurídicos de que dispone van también aumentando, de modo que puede contar con un mayor control de los frailes y una mayor independencia frente al clero. Mientras se mantuvo itinerante y sin ambición de ocupar un puesto en la organización pastoral de la Iglesia, no se preocupó demasiado por buscar la propia autonomía. Pero cuando percibió que tenía la suficiente fuerza para colocarse dentro de la estructura ministerial de la cristiandad, trató de ir consiguiendo todos los apoyos posibles para hacerse fuerte interiormente y ser eficaz en el apostolado.

Así fue formando un aparato jurídico que controlara, incluso con penas canónicas, la marcha de la Fraternidad. Se proveyó de un equipo de predicadores capaz de satisfacer las más variadas necesidades apostólicas y, como exigencia, aparecieron los primeros Estudios de teología.

La eficacia prevaleció, una vez más, sobre la minoridad. La intuición de Francisco de aportar a la Iglesia una vivencia humilde del Evangelio, donde la teología de la Cruz alimentara todo su ser y quehacer quedó inservible para los objetivos de la Orden. De lo que se trataba era de organizar una Fraternidad que se adaptara a las necesidades de la Iglesia y la nueva sociedad, y para ello ya no era suficiente vivir el Evangelio desde la debilidad, como pensaba Francisco, sino que hacía falta una potente organización que diera respuestas eficaces en el campo de la pastoral.

4. LA FRATERNIDAD COMO ALTERNATIVA

Francisco no tuvo nunca vocación de fundador; pero, al recibir como hermanos a los que venían a compartir su vida, comenzó a tejer una Fraternidad que, por su voluntad de vivir el Evangelio, chocaba con las formas sociales y eclesiásticas de su entorno. Y es que el hecho de pretender seguir a Jesús de una forma radical coloca al creyente, aun sin quererlo, en una situación adversa frente a los poderes del mal enquistado en la sociedad. Esto es así porque el decidirse a entrar en el Reino que Jesús anunció, vivió y por el que murió, debe llevar irremisiblemente a luchar contra el mal que entorpece la realización de la buena noticia de que Dios nos ama a todos.

Si creemos en un Dios que no es indiferente a los sufrimientos que lleva consigo el mal, y una prueba de ello es que Jesús adoptó la condición de un oprimido hasta el punto de verse finalmente, por su solidaridad, condenado a muerte en cruz, nuestro seguimiento debe pasar el mismo camino de liberación que Él recorrió. Un camino que no compromete sólo a la interioridad de la persona sino también a toda la estructura social.

A.- EL CAMINO DE FRANCISCO

Francisco había acumulado la suficiente experiencia como para saber del mal y sus consecuencias. Por eso, una vez que el Señor le puso en el camino de la conversión penitencial (Test 1), le fue imposible seguir viviendo en una sociedad que ahogaba su deseo de organizarse según las bienaventuranzas evangélicas. Francisco, al abandonar el mundo, no hizo otra cosa que tomar distancia frente al mal que se ocultaba en la nueva sociedad en formación. Pero este alejamiento no suponía desinterés alguno; al contrario, se trataba de formar un modelo de vida, la Fraternidad, que se inspirase en el Evangelio y fuese una alternativa válida a los distintos modelos sociales que la sociedad estaba produciendo, con vistas a encontrar una forma nueva de ser y sentirse hombre.

El hablar de alternativa a los modelos sociales no quiere decir que Francisco intentara un cambio sociopolítico distinto del que se estaba realizando. Él mismo había participado en su consolidación y no veía otra posibilidad mejor. Su aportación consiste en ofrecer una crítica constante desde los valores evangélicos, para no caer en la trampa de considerarlo bueno en sí mismo. Él sabía que la Fraternidad no era la panacea que pudiera sustituir a las organizaciones sociopolíticas. Pero sí que podía ser el revulsivo que les hiciera reflexionar sobre el modo de ejercer su servicio a la sociedad, supuesta la imbricación entre lo religioso y lo social.

El camino de Francisco como cuestionador, en nombre del Evangelio, de los valores sociales, tuvo el mismo destino que el de la Fraternidad. Imposible de asimilar en su radicalidad, se le recuperará dentro de un esquema hagiográfico, donde la nueva sociedad burguesa pueda contar con la seguridad y la satisfacción de tener un santo entre los suyos. La imagen cultual que la Orden cultivará posteriormente es la de un Francisco capaz de aportar a la sociedad unos valores evangélicos que no cuestionen de forma radical la imagen que se tiene del hombre y el modo de ponerse a su servicio.

B.- PROPUESTAS DE LA FRATERNIDAD

La Fraternidad, siguiendo los pasos de Francisco, se colocó al margen de la sociedad establecida para vivir el Evangelio con más radicalidad. Esto supuso el ser rechazados por ella como un elemento distorsionante de sus valores y propuestas.

La primitiva Fraternidad se planteó cómo distanciarse de esa sociedad organizada en torno a tantas ambigüedades; cómo vivir de distinta manera, integrando en su forma de vida la lucha de Jesús contra la injusticia, para que floreciera el Reino; cómo vivir una fraternidad humana regida, en lo posible, por las bienaventuranzas.

Pero una Fraternidad que decide tomar distancias frente al mal debe ser capaz de analizarlo para saber y poder nombrarlo. En este sentido, la Fraternidad adoptó una serie de actitudes que, sin pretender directamente provocar a la sociedad, pusieron en crisis su bondad incontestable.

a) Aunque es verdad que la sociedad medieval era formalmente religiosa, ese mismo formalismo le impedía tomar en serio las exigencias éticas del Evangelio, utilizando a Dios como una superestructura que justificaba todas las ambiciones de su despertar adolescente. La fe se diluía en una religiosidad incapaz de dar respuestas radicales, asegurando así la imagen de un Dios cómplice que bendecía los atropellos que, en nombre de la ley, se hacían al hombre. El Dios de Jesús, exigente en cuanto bondadoso, se convertía en un ídolo al que se puede dominar para que no perturbe el orden establecido.

La Fraternidad, por el contrario, ofrece un modo de convivencia anclado fundamentalmente en Dios y abierto de mil formas en la búsqueda de su voluntad manifestada en Cristo, sabedora de que sólo así podía alcanzar su plenitud humana. El Dios que Francisco ofrece a los suyos es el todopoderoso que es capaz de conducir al hombre por la senda del amor hasta la meta de la plenitud. Por eso, ni le coarta ni condiciona su libertad, dejándole en su imprevisibilidad, porque sabe y confía en su buen hacer. A los hermanos sólo les toca abrirse a Él y buscarle con empeño por todos los sitios (1 R 22,25s; 23,10), sin temer las consecuencias que pueda acarrear esta opción (1 R 16,1-21).

b) El Común constituía un nuevo tipo de agrupación, en el que la familia era el vehículo de integración y de búsqueda de apoyo para continuar defendiendo y transmitiendo los valores propios del nuevo sistema. Desde la institución familiar se realizaba la organización y el control social, las asociaciones y los pactos e, incluso, las decisiones políticas y económicas. En su nombre se ejercía la dominación entre hombres y mujeres, utilizándola como instrumento idóneo para las recuperaciones.

La Fraternidad, a partir de Francisco, supone una ruptura con este tipo familiar y comunal (I R 1,3-5), aportando un modelo de relaciones gratuitas y desinteresadas, en el que la búsqueda de Dios sustituye al afán de poder (1 R 22,9). El viejo tópico de que el hombre sólo puede madurar en familia se rompe ante la presencia liberadora y ejemplar de Jesús. La Fraternidad de célibes se presenta como posibilidad que ofrece el Reino de crear otro tipo de relaciones que no sean tan opresoras como las familiares.

c) La sociedad medieval había pasado en el siglo XIII de una economía de subsistencia a otra de beneficio, con la consiguiente explotación del hombre y la aparición de un nuevo sector de marginados. El nuevo poder económico se había trasladado, en parte, del campo a la ciudad. Los viejos terratenientes habían dado paso a los ambiciosos comerciantes y a una serie de oficios liberales que hacían de la ciudad el punto de atracción del excedente demográfico. La falta de control de una economía de mercado dejaba fuera de sus beneficios a gran parte de esta población flotante, humillada además por la ostentación de sus riquezas que hacían las clases pudientes.

Frente a esta situación de riqueza que engendra pobreza, la Fraternidad optó por una estructura económica de mínimos, basada en el trabajo, donde no hubiera víctimas y se posibilitara la solidaridad con los marginados producidos por el sistema. El trabajo subsidiario y, a falta de salario, la limosna eran suficientes para cubrir las necesidades básicas (1 R 7,3-8; 2 R 5,3); de ahí que fuera posible la renuncia a la utilización del dinero (1 R 8,1-12; 2 R 4,1-3). Su opción por una pobreza austera en el comer y el vestir (1 R 2,14s; 9,1; 2 R 2,17) les permitía ser solidarios con las clases más bajas (1 R 9,2).

d) Toda estructura requiere un poder, y la sociedad medieval no sólo trató de conquistarlo sino que lo utilizó de forma dominante. La aparición de los Comunes como forma sociopolítica de gobierno había paliado un poco el dominio de la estructura feudal, pero todavía era un campo propicio, a pesar de la pretendida democracia, para el juego de las ambiciones políticas y del dominio autoritario. Incluso los menores de Asís, cuyo nombre puede inducir a engaño, se unieron para arrebatar el poder al Emperador, representado por los señores feudales colaboracionistas.

La Fraternidad supuso un modelo contrastado al basar la utilización del poder en el mismo Evangelio. «Los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores dominan; pero entre los hermanos no debe ser así; el que quiera ser mayor que sirva y el que se considere mayor que actúe como menor» (1 R 5, 10-12).

Admitiendo que en todo grupo es necesaria una autoridad lo suficientemente fuerte para alcanzar los objetivos propuestos, Francisco la vacía de todo poder dominativo, creando unos controles que impidan el abuso autoritario. El único poder que tiene la autoridad franciscana es el hacer posible, mediante el servicio, que todos los hermanos sean fieles al proyecto de vida evangélica prometido al Señor. El empleo de la fuerza coercitiva para hacer cumplir esta promesa vendrá luego cuando la Fraternidad se estructure como Orden. No obstante, el principio fundamental de ejercer la autoridad sin dominio quedará como punto de referencia evangélica.

5. CONCLUSIÓN: LA FRATERNIDAD COMO TAREA

La Fraternidad creada por Francisco es la historización de uno de los valores del Reino predicado por Jesús. Tomando los materiales culturales que su entorno le ofrecía, supo fraguar un grupo cuyas relaciones personales superaron este modelo, basando en las palabras y la práctica de Jesús el nuevo modo de comportamiento, no sólo entre ellos sino también con los demás.

En el fondo de todo subyace un modelo antropológico distinto al que le presentaba la sociedad y que Francisco descubrió en el Evangelio. Este nuevo modo de entender al hombre y sus relaciones fue, y sigue siendo, peligroso por cuanto comporta un desenmascaramiento del mal enquistado en el mundo. Decir y expresar en conductas significativas que el hombre sólo puede entenderse desde Otro distinto y mayor que él, es desvelar su impotencia para liberarse del oscuro mal del pecado que le atenaza e impide su plena realización. La inseguridad que le produce el sentirse débil provoca la reacción de dominio posesivo como forma de encubrir el miedo a los demás al percibirlos como una amenaza.

La creencia de que la fraternidad es una fantasía, cada vez más extendida en nuestro entorno cultural, parte del supuesto de que la humanidad es un rebaño de violentos que están juntos y no se atacan porque se lesionan a sí mismos. Es decir, que el viejo axioma homo hómini lupus, «el hombre es un lobo para el hombre», sigue vigente para entender y explicar las relaciones humanas.

Nuestro proyecto de hombre ya no puede construirse con los elementos antropológicos que utilizó Francisco en su tiempo. Pero los valores evangélicos que subyacen al concepto de Fraternidad que Francisco nos legó, pueden y tienen que ser recreados en formas nuevas para que podamos ofrecer a la sociedad nuestro modelo de hombre como ser relacional, no basado en el miedo sino en la confianza de unos con otros.

El convencimiento de que nuestras relaciones personales no se inscriben en la estrecha franja biológica, animal, sino que provienen y están destinadas a realizarse en el marco relacional de la Trinidad, cambia por completo la perspectiva y la confianza en la cualidad societaria de los hombres. La Fraternidad, después de Jesús, ya no es una ilusión sino una utopía llamada a hacerse realidad. Francisco percibió esta posibilidad y trató de ponerla en práctica, llegando al hermanamiento no sólo con los hombres sino con las restantes criaturas. Para nosotros, los seguidores de su carisma, el vivir y ofrecer a los demás una Fraternidad evangélica se convierte en tarea y reto a la vez.

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