DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

TEMAS BÁSICOS DE ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA

por Julio Micó, o.f.m.cap.


Capítulo XII
LA EVANGELIZACIÓN ENTRE LOS INFIELES

La dinamicidad del modelo apostólico de anunciar el Evangelio a todas las gentes no podía quedar en Francisco limitada solamente a la Cristiandad. El deseo de ser testigo del Reino anunciado por Jesús le hacía mirar más allá de los limites de la Iglesia -los infieles-, para recorrer el camino hacia ellos y ofrecerles la propia fe.

El ambiente de Cruzada, en que había nacido y crecido la fe de Francisco, no era el más adecuado para hacerse una idea real sobre lo que eran y significaban los infieles, especialmente los sarracenos. Tuvo que ir y estar entre ellos para experimentar, más allá de los tópicos interesados, la verdadera imagen de los imaginados, terribles y despreciados sarracenos.

Apoyado en esta experiencia organizará la vida de los hermanos que quieran ir entre infieles, dentro de un marco de respeto a sus creencias y desde la convicción de que sólo Dios puede mover los corazones y hacer que se conviertan a la fe cristiana. A los hermanos sólo les compete anunciarlo, más con obras que con palabras, éstas cuando llegue el momento oportuno, y disponerlos para que se bauticen en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu.

El planteamiento que hace Francisco de la presencia de los hermanos entre los infieles es el de testimoniar la propia vida evangélica. Por eso, más que enzarzarse en disputas y controversias, hay que estar pacíficamente entre ellos a través de un diálogo existencial, que evidencie la fe desde la que se vive y para la que se vive. En definitiva, se trata de estar allí como cristianos que conviven con los mahometanos.

El camino hasta llegar a esta convicción no fue nada fácil. La situación histórica que conmovía la Cristiandad -los infieles ocupando Tierra Santa- hacía difícil una visión serena y sensata del problema. Cuestiones políticas se mezclaban con intereses religiosos, y la misión apostólica de anunciar el Evangelio hasta el confín de la tierra se bastardeaba reduciéndola a un proselitismo que, siendo incapaces de hacerlo por la persuasión, terminaba convirtiéndose en una persecución sangrienta motivada y disimulada por las Cruzadas.

1. LA CRISTIANDAD Y LOS INFIELES

La coincidencia entre el dominio político de un territorio y la imposición a sus gentes de la religión cristiana hacían de la Cristiandad una sociedad extraña, denominada Iglesia, cuyos contornos estaban ocupados por los impropiamente llamados infieles, es decir, por los que no estaban dispuestos a dejar su fe para convertirse al cristianismo. La relación fiel-infiel estaba clara. La misión de la Iglesia era, por tanto, tratar de seguir el mandato de Cristo, conquistando a dichos infieles hasta que la Cristiandad se extendiera por todo el mundo.

El principio, en sí, no era descabellado. Al fin y al cabo no hacían más que continuar el afán proselitista de la Iglesia primitiva. Lo que ya no cuadraba tanto con el talante evangélico era el modo de llevarlo a cabo. La conquista arrolladora de los musulmanes con la guerra santa había provocado en los cristianos una respuesta belicista: las Cruzadas.

Al morir Mahoma en el 632, la religión musulmana experimentó un enorme desarrollo fuera de Arabia, en donde había nacido. El Occidente cristiano había presenciado atónito cómo el Islam conquistaba rápidamente el norte de África, Sicilia y parte de España.

La Iglesia del siglo XI, guiada más por el instinto de conservación que por una visión evangélica, reaccionó a este acoso cada vez más agobiante. A la fuerza bélica utilizada por el Islam para su expansión, la Cristiandad opuso, como barrera, una defensa armada: las Cruzadas.

Sin embargo, aunque la invasión musulmana fuera el motivo principal que desencadenó la aparición de las Cruzadas, no fue el único. El auge de la caballería, con el exceso consiguiente de guerreros cristianos que se habían quedado sin campo de batalla donde luchar porque los invasores bárbaros se habían asentado y ya no ofrecían motivos para grandes guerras, así como la seguridad de los peregrinos que acudían a Tierra Santa, quebrada por el fanatismo de algunos jefes musulmanes que se disputaban el poder, fueron también motivos importantes para que el Papa decidiera la materialización de esta aventura bélica por parte de toda la Cristiandad.

En el fondo se mezclaban motivos políticos y religiosos, pero había que darles un soporte espiritual, para que las masas apoyaran la Cruzada no sólo enrolándose en sus ejércitos, sino ayudando económicamente y, sobre todo, creando el ambiente que la hiciera posible.

La toma de Jerusalén por las tropas de Saladino en 1187 fue el detonante que despertó a la Cristiandad. Occidente no podía seguir indiferente ante la ruptura del camino de peregrinación a los Santos Lugares. En la predicación de la tercera Cruzada no hubo solamente sermones, sino que circularon también escritos que motivaban a su participación.

Los juglares crearon sus propias canciones que describían las matanzas colectivas de cristianos. Elegías en las que el nombre de la Jerusalén perdida evocaba los lamentos de los antiguos profetas y hacía nacer en el corazón del pueblo la impaciencia por liberarla.

El clero sacó en procesión por los mercados imágenes hechas para conmover hasta a la masa más inculta. En una de ellas, por ejemplo, se veía a Cristo ensangrentado, flagelado por los sarracenos, con esta inscripción: «He aquí a Cristo, a quien Mahoma, profeta de los musulmanes, ha golpeado, herido y matado».

Una de las consecuencias de esta solidificación del ambiente de Cruzada fue la aparición de las Órdenes militares. La Iglesia medieval, mezclada como estaba en los asuntos temporales, no podía abstraerse del problema de la guerra ni evitar una respuesta cristiana. El misticismo guerrero no era en el medioevo patrimonio exclusivo del Islam.

El trasfondo ideológico de las Órdenes militares no es más que el desarrollo del sentido de milicia del cristianismo primitivo. Posteriormente san Bernardo, en su Libro de alabanza de las nuevas milicias, les dará el respaldo teórico-teológico necesario. Las favorables circunstancias de una situación de guerra santa -las Cruzadas- y la decadencia de una clase social -la caballería- determinaron la creación de estas Órdenes militares.

Unas Órdenes militares que, en su mayoría, nacieron hospitalarias o para defender a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa, pero que, al materializarse las Cruzadas, se transformaron en verdaderos ejércitos contra los infieles sarracenos.

Su raro componente de «mitad monjes, mitad soldados» les hacía muy valiosos en esta situación de peregrinaje y Cruzada. Adoptando la guerra como apostolado, se dedicarán prevalentemente a la protección de caminos y defensa de las fronteras, donde instalarán sus monasterios, con el fin de que los peregrinos puedan caminar sin demasiados peligros y ser atendidos si caen enfermos.

El parecido de estas Órdenes militares con los "ribat" musulmanes, fortalezas de místicos-guerreros erigidas en las fronteras con los cristianos, han llevado a algunos historiadores a considerarlas una derivación de esas instituciones islámicas. Pero no hay base para afirmar tal cosa. Aunque hubo influencias recíprocas, el nacimiento de las Órdenes militares está justificado por la predisposición asociativa de los laicos desde el siglo XI y la necesidad de defender humanitaria y militarmente a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares.

A.- INOCENCIO III Y EL MUNDO MUSULMÁN

Una de las preocupaciones de la Iglesia, ya desde los orígenes, había sido la evangelización del mundo pagano. Sin embargo, la evangelización se organiza de una forma sistemática con san Juan Crisóstomo ( 407), que propagó la actividad misionera entre los persas y los godos, san Gregorio Magno ( 604), evangelizador de los pueblos anglosajones de la Gran Bretaña por medio de los monjes benedictinos romanos, y, sobre todo, san Columbano ( 615) y san Bonifacio ( 754), monjes irlandeses que evangelizaron Germania.

Con la invasión de los musulmanes, la Iglesia entra en relación con este pueblo, procurando al mismo tiempo autodefenderse y conseguir su conversión con la predicación del Evangelio. Inocencio III, ya desde el comienzo de su pontificado, había presentado un programa de reforma de la Iglesia en el que estaba incluida la liberación de Tierra Santa. Para él estos dos objetivos eran inseparables. Su modo de concebir la reforma estaba condicionado por la idea gregoriana de las relaciones entre la Iglesia y el Imperio; relaciones que suponían la supremacía del pontífice romano, como vicario de Cristo, sobre el Emperador y todos los poderes políticos de la tierra.

Su actitud frente al mundo musulmán presenta dos niveles distintos. Por un lado había intentado una serie de relaciones diplomáticas con algunos soberanos musulmanes. En una carta al sultán de Marruecos para comunicarle la fundación de la Orden de los Trinitarios, termina «con el deseo de que Aquel que es el camino, la verdad y la vida, inspire al sultán para que, una vez conocida la verdad que es Jesucristo, se apresure a abrazarla cuanto antes».

En este mismo sentido escribió al sultán de Egipto recordándole la obligación moral que tenía de hacer lo posible para que la Tierra Santa volviese a manos cristianas. Apelando a su sentido de la justicia, le apremia a restituir lo que no le pertenecía. En el caso de que rechazara esta propuesta, la Cristiandad se vería obligada a retomar con las armas la tierra que le pertenecía.

En 1213 escribía otra carta al sultán de El Cairo para convencerle de que la devolución de Jerusalén y de los prisioneros, liberando los cristianos los suyos, le evitaría complicaciones innecesarias y permitiría mejorar la imagen que se tenían unos de otros.

No obstante esta actividad diplomática, Inocencio III era portador y representante del típico mito despreciativo hacia los musulmanes. El papa había condenado al Islam por ser «una fuerza diabólica, enemiga irreconciliable del cristianismo»; para él representaba «el gran enemigo de la Cruz de Cristo» que solamente la espada de los cruzados podía aplastar.

La victoria de las Navas de Tolosa en 1212 reavivó el entusiasmo y la persuasión entre los cristianos, especialmente del papa, de que el Islam podía ser vencido bélicamente. En el otoño de 1215 daba comienzo el IV Concilio de Letrán. El papa, en su discurso inaugural, tomaba pie de una perícopa sobre la pascua para aplicar el sentido del vocablo paso a tres situaciones concretas: el paso del ultramar, el paso espiritual para la reforma de la Iglesia, el paso a la eternidad.

Del tránsito corporal dice, entre otras cosas: «Todos los lugares santos están profanados, y el sepulcro del Señor, que solía estar espléndido de gloria, yace sin veneración. Donde se adoraba al unigénito Hijo de Dios, Jesucristo, ahora se da culto a Mahoma, hijo de perdición... ¡Oh, qué vergüenza, qué confusión, qué ignominia, que los hijos de la esclava, los vilísimos agarenos, tengan cautiva a nuestra madre, esclavizada la madre de todos los fieles!... Heme aquí, queridos hermanos, me ofrezco a vosotros, me entrego a vosotros totalmente; dispuesto, si vosotros lo juzgáis conveniente, a abrazarme con cualquier trabajo personal, a ir a los reyes, y príncipes, y pueblos, y naciones, y aún más allá, para despertarlos con potente voz y hacer que se levanten a pelear las batallas del Señor, a vengar la injuria del Crucificado».

Entre los decretos que hizo el Concilio está el que habla de la «Expedición para recuperar Tierra Santa», donde se concretan las normas para llevar a cabo la Cruzada. Entre otras cosas dice así:

«El 1 de junio del año próximo (1217), todos los que han tomado la cruz -es decir, los que se han comprometido a partir como "cruzados"- y han elegido la vía marítima, deberán encontrarse en Sicilia, donde Nos mismo estaremos allí para organizar el ejército y bendecirlo... Los prelados no se cansarán de amonestar a todos aquellos que se habían comprometido a partir como cruzados, amenazándoles, si fuera necesario, con la excomunión y el entredicho...

»Todos los patriarcas, arzobispos, etc., y todos aquellos que tienen "cura de almas", deberán predicar la Cruzada a sus súbditos y pedir insistentemente a los reyes, príncipes, señores, ciudades y aldeas, que las personas que no pueden efectivamente participar en la Cruzada, se hagan sustituir por un número suficiente de soldados, a los que asegurarán el mantenimiento durante tres años...

»Además, Nos excomulgamos a los falsos cristianos que abastezcan a los sarracenos, enemigos de Cristo y de su pueblo, de armas, hierro, madera para construir naves; los que les vendan galeras o se pongan a su servicio... Por un período de cuatro años, ningún cristiano enviará naves a los países de Oriente ocupados por los sarracenos, para que los infieles no obtengan ventaja...

»Por último, Nos otorgamos a todos los que toman parte personalmente en la Cruzada a expensas propias, a todos los que toman parte personalmente pero a expensas de otros, a los que ofrecen una parte de sus ingresos para Tierra Santa, la remisión completa de todas sus culpas, con tal de que se arrepientan y se confiesen».

Estos fragmentos del decreto conciliar son un exponente de la mentalidad con que el papa y los obispos presentes en el Concilio habían analizado las relaciones de la Cristiandad con el Islam, y de las conclusiones bélicas a las que llegaron.

B.- HONORIO III Y LA CRUZADA

La muerte imprevista de Inocencio III en 1216, dejó truncada su gran esperanza de ver reconquistada, para la Iglesia, Tierra Santa. Honorio III recogerá el testigo, continuando los preparativos para la Cruzada que el Concilio había decidido. Envió cartas a los príncipes para que hicieran las paces entre ellos y se enrolaran en la empresa, pidiéndoles asimismo ayuda económica para sostener la estancia de los cruzados.

El papa fijó la Cruzada para Junio de 1217. Como era costumbre, numerosos predicadores inundaron la Cristiandad incitando a los fieles para que colaboraran. En Francia se encargo de predicar la Cruzada Jacobo de Vitry, aunque, al decir de algunos, con escaso éxito.

La actividad del papa en la preparación de la Cruzada fue considerable. Basta recordar el nombramiento, con plenos poderes, del cardenal Hugolino para que despertara del sopor a ciertos ambientes que se resistían a participar, así como la carta dirigida a todos los obispos y fieles de Lombardía y Toscana.

Esta carta, entre otras cosas, decía así:

«Es una verdadera vergüenza para el pueblo cristiano que el Rey de reyes, creador de todas las cosas del cielo y de la tierra, sea expulsado de su propia sede y, por nuestros pecados, haya perdido la tierra de su heredad, no comprada con oro o plata, sino con su sangre preciosa. Es una gran humillación para todos aquellos que se glorían de estar bajo el dominio de Cristo, que nuestro Príncipe haya perdido la gloria de su reino terrestre y la tierra de su nacimiento, donde fue visto corporalmente conviviendo con los hombres, mientras que los hijos de la esclava (Agar), que no son los herederos, la tienen miserablemente ocupada juntamente con el hijo de la libre...

»¿Dónde está la indignación de Moisés cuando dijo: "Todo el que pertenece al Señor venga conmigo y levante su espada contra la gente idólatra"? Prepárense, por tanto, los fieles y sean hijos poderosos, pues ha llegado el momento de la venganza contra las naciones que ocupan y profanan la Tierra Santa, contra los que convierten en necedad la gloria de la cruz de Cristo y reprueban la ignominia de la Pasión del Señor. Es necesario apresurarse para recibir el premio de tanta felicidad, de modo que todo fiel tome su cruz y siga el estandarte de la gloria del Sumo Rey, sin eximirse del servicio de Jesucristo...».

Mientras la Cristiandad iba recibiendo estas ideas del papa, en 1218 Melek-el-Kamel sucedía a su padre en el sultanato de Egipto. Con la ayuda de su hermano había conseguido defender a Damieta del asedio de los cruzados, quienes después de un año de escaramuzas no habían logrado nada positivo. En 1219 el sultán ofrecía la paz a los cruzados, dándoles Jerusalén y la santa Cruz a cambio de que se retiraran de Egipto. El rey de Jerusalén y algunos jefes cruzados estaban dispuestos a negociar la paz, pero el cardenal Pelayo -responsable papal de la Cruzada- rehusó tal negociación por estar seguro de una victoria militar. Los cruzados asaltaron Damieta seguros de su victoria, pero los musulmanes no sólo resistieron el embate, sino que contraatacaron al ejército cristiano, causando numerosas bajas y haciendo huir al resto.

Esta euforia por la dimensión bélica de las Cruzadas que se difundía a través de la Cristiandad no era, sin embargo, aceptada por todos; algunas voces se levantaron contra la idea misma de Cruzada. Así, Raoul Niger, en una obra dedicada al obispo de Reims, se pregunta: «¿Hay que decapitar a los sarracenos porque no les ha dado Dios Palestina o, al menos, la ocupan sin su permiso?... Hay que echarlos de nuestras tierras, pero de modo que el remedio de la violencia no sea peor que el mal. Que por todas partes la espada de la palabra de Dios les golpee para que vengan voluntariamente a la fe y no por la fuerza. Pues Dios odia la tortura y los homenajes obtenidos por temor... No veo con qué derecho se pueden coger las armas para matar a los sarracenos. El papa no puede hacer más que lo que permite el sentido común y la equidad».

En los Annales de Würzburgo, su autor arremete contra los predicadores de la Cruzada, cuyo éxito contagioso le parece casi una locura: «Estos pseudoprofetas, estos hijos de Belial, estos apoyos del anticristo engañan con sus discursos a los cristianos, excitándolos a echarse sobre los sarracenos. No sólo la masa, sino reyes, duques y marqueses se precipitan hacia la matanza general, creyendo que rinden homenaje a Dios; y éste es el mismo error que cometen los obispos, los arzobispos y abades precipitándose al seguirles con peligro de sus almas y cuerpos».

El mismo Joaquín de Fiore es partidario de combatir la fiera del Islam; pero añade que «si los cristianos deben llegar hasta el final, ello será más predicando que combatiendo tanto». Habiendo predicho el fracaso de la tercera Cruzada, comentó el desastre sufrido como una lección dada por Dios a toda la Iglesia, «pues la victoria se da a quienes la consiguen no por el número de sus soldados sino por su fe». Con ello estaba anunciando un modo nuevo de ver las relaciones de los cristianos con los musulmanes.

2. FRANCISCO Y EL ISLAM

Al abordar las relaciones de Francisco con los infieles -más en concreto con los sarracenos-, tal como aparecen en los relatos de los cronistas y hagiógrafos medievales, se distinguen dos tipos de apreciación, según que hayan sido redactados por los mismos frailes o por extraños a la Orden. Éstos sitúan la iniciativa de Francisco en un contexto político, aunque sea de matiz eclesiástico, es decir, el de Cruzada. Los frailes, en cambio, la enmarcan dentro del camino espiritual del Santo como búsqueda ansiosa del martirio.

El encuentro de Francisco con los sarracenos es una historia rodeada de ambigüedad, hasta el punto de producir una leyenda: Francisco intuye con originalidad el nuevo estilo de relaciones que en aquel momento convenía establecer entre dos religiones cuya intransigencia recíproca hacía imposible todo diálogo, hasta el punto de estar sus seguidores enzarzados en una larga guerra.

La realidad de esta leyenda es interpretada por cronistas y biógrafos según su posicionamiento social y religioso. Jacobo de Vitry presenta el encuentro de Francisco con los sarracenos como un éxito apologético, en el que su figura ejerce una enorme atracción, pero es impotente para convertir a los infieles.

El cronista Ernoult lo describe desde una vertiente clerical. Francisco tiene que vencer la desconfianza del legado pontificio para entrevistarse con el sultán y, una vez en su presencia, discutir con los teólogos musulmanes.

El poeta Henri d'Avranches, en su Leyenda versificada, presenta a Francisco como un defensor de la fe que imparte doctrina a los filósofos del sultán, empezando por la unicidad divina y condenando la escuela perversa y politeísta de Mahoma.

En todos estos documentos aparecen unos rasgos comunes: la presencia irresistible de un Francisco, defensor apologético de la fe, que, tras fascinar al Sultán y vencer doctrinalmente a sus teólogos, se ve incapaz de convertirlos a causa de su cerrazón.

Los testimonios internos de la Orden ven la presencia de Francisco entre infieles desde otra perspectiva. Tomás de Celano, en su Vida I, coloca el encuentro de Francisco con el Islam dentro de ese deseo progresivo de martirio que enmarca toda su vida. Después de intentarlo varias veces, llegará Francisco a la conclusión de que su planteamiento era irreal porque los musulmanes, sobre todo el sultán, no son tan fieros como los pintan.

También en el relato que nos ofrece san Buenaventura en su Leyenda Mayor, el deseo de martirio es el punto de partida, pero con un sentido completamente distinto que en Celano. Para san Buenaventura el martirio es un gesto solidario de amor por los enemigos; por eso Francisco «deseaba ofrecerse él mismo en persona -mediante el fuego del martirio- como hostia viva al Señor, para corresponder de este modo al amor de Cristo, muerto por nosotros en la cruz, y para incitar a los demás al amor divino» (LM 9,5).

Por último, Jordán de Giano, al relatar en su Crónica el viaje de Francisco a Egipto, parte también del principio de que la finalidad de esta presencia entre infieles es el martirio. Sin embargo, las circunstancias le harán ver que tal deseo es imposible.

A.- PEREGRINACIÓN Y MARTIRIO

Esta mística martirial, como un progresivo caminar hacia Cristo crucificado, está estrechamente relacionada con la peregrinación, sobre todo a los Santos Lugares, donde Cristo nació, padeció y fue muerto por nosotros.

El espíritu de peregrinación, tan propio de la Cristiandad medieval, hunde sus raíces en la espiritualidad monástica. Los monjes celtas -irlandeses y escoceses- ya desde los siglos VI y VII identifican su vocación monástica con la vocación peregrinante. Consideran como esencial a tal vocación el exilio, el destierro y la lejanía de la patria, estableciendo una analogía real entre el monacato, el martirio, el exilio y la peregrinación.

El pueblo cristiano heredaría este talante, lanzándose a los caminos en busca de lo santo que le facilitase la salvación. Una de las metas era Tierra Santa, el lugar que Jesús había santificado con su presencia. Hacia el año 1033 -el milenio de la muerte de Jesús- una multitud inmensa se puso en camino hacia Jerusalén.

Pero el acto de peregrinar tuvo una derivación funesta: la Cruzada. Los cruzados se sentían peregrinos y los fieles los aceptaban como tales. La obsesión por la salvación, que empujaba a los cristianos hasta los lugares de peregrinación, ahora les empuja también hacia Tierra Santa para liberarla de los infieles. La Cruzada se reviste de una mística martirial. Los cruzados que mueren en la guerra santa tienen la salvación asegurada.

No es casual que a partir del siglo XI vuelva a florecer y a valorarse el martirio. Y no se trata de que en los siglos anteriores fueran olvidadas las persecuciones de la joven Iglesia; pero era menos frecuente y, por las circunstancias mismas de la época, menos posible. La vida monástica tendió siempre a presentarse como un martirio cotidiano, hecho de penitencia y mortificación, que sustituía en cierto modo al de sangre.

La corriente monástica irlandesa, como ya hemos insinuado, había elaborado una teoría de la vida monástica como martirio, con una progresión que iba desde la ascesis hasta la muerte como consecuencia de haber predicado a Cristo. Esta teoría no se quedaba en la ineficacia de los simples propósitos, pues basta ver el coraje y la audacia con que estos monjes se acercaban a los paganos hasta terminar recibiendo el martirio, como puede comprobarse con el ejemplo de san Bonifacio.

Pero esta mística de martirio no se limitó a la vida monástica, sino que fue extendiéndose por toda la Cristiandad; basta recordar a san Adalberto de Praga, a san Estanislao en Polonia y a san Gerardo en Hungría. Los mártires representaban los valores de unos pueblos que se estaban formando y buscaban su propia identidad.

En todo el Occidente cristiano había calado tan profundamente esta mística, que los mismo herejes, en su desesperado rigorismo, llegarán a creer que la única garantía de salvación era el martirio; creencia que se convertirá en una práctica habitual entre los Cátaros, al predicar la endura, el martirio-suicidio ritual, como forma suprema de expiación.

Francisco era hijo de este ambiente y no le era posible ignorarlo. El deseo de martirio que traslucen los biógrafos es fruto de esta espiritualidad. Sin embargo, en Francisco hay un motivo añadido en su valoración del martirio. Como ya hemos dicho, durante el siglo XI se escriben en Asís unas Leyendas de los Mártires sobre sus primeros obispos san Feliciano, san Vittorino y san Savino. Pero la Leyenda que sirve de matriz para formar el alma del pueblo de Asís cuando surge el Común es la que, alrededor del año mil, se forma sobre la tradición del martirio de san Rufino. Este pueblo que necesita del martirio para explicar sus raíces -Asís-, es el que alimentará la espiritualidad de Francisco. Sin embargo, la peregrinación y el martirio, dos trazos fundamentales con los que la Cristiandad medieval justificaba la idea de Cruzada, serán vividas por el Santo desde un ángulo distinto, desde la experiencia que le aportaba el Evangelio.

B.- EL ENCUENTRO DE FRANCISCO CON EL ISLAM

Sólo un biógrafo, Tomás de Celano en su Vida I, nos cuenta que Francisco, «en el sexto año de su conversión, quiso pasar a Siria para predicar la fe cristiana y la penitencia a los sarracenos y demás infieles». Para conseguirlo se embarcó en una nave, cruzando el Adriático hasta Dalmacia; pero ante la imposibilidad de llegar hasta Siria, decidió volverse a Italia (1 C 55).

Habiendo fallado el intento por mar, lo intentará esta vez por tierra, recorriendo los caminos de Italia y Francia, a lo largo de la costa mediterránea, hasta llegar a España, con la intención de pasar a Marruecos y convertir al califa, que poco antes había sido derrotado por los cruzados españoles en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212. Sin embargo, tampoco esta vez tuvo Francisco la suerte de ver realizado su sueño al caer enfermo y tener que regresar a Italia (1 C 56).

Estos dos intentos frustrados de ir a tierra de infieles para predicarles el Evangelio y recibir el martirio, son puestos en duda por algunos historiadores al no registrarlos ciertos biógrafos, como los Tres Compañeros, que siguen minuciosamente los movimientos de Francisco en esos años. Aunque esta duda no sea suficiente para negar su historicidad, tales intentos quedan sin embargo en segundo plano al compararlos con el tercero -el viaje a Egipto-, que atestiguan la mayoría de biógrafos y cronistas.

El relato de Celano nos dice que la tenacidad de Francisco fue más fuerte que las adversidades, pues en el año trece de su conversión marchó a Siria con un compañero, al tiempo en que la guerra entre cristianos y sarracenos crecía a diario en dureza y crueldad, sin temer por ello presentarse ante el sultán Melek-el-Kamel (1 C 57). Este episodio es central en la relación de Francisco con el Islam. Entre los varios autores medievales que aportan este hecho, vamos a hacer referencia solamente a dos: Jacobo de Vitry y Jordán de Giano.

Jacobo de Vitry relata el suceso en dos de sus escritos. En una de las cartas escritas a sus amigos de Bélgica, a principios de 1220, de Vitry les cuenta, entre otras cosas, cómo Francisco, el fundador de los Hermanos Menores, «vino a nuestro ejército e, inflamado por el celo de la fe, no tuvo miedo en ir al ejercito de nuestros enemigos. Predicó la palabra del Señor a los sarracenos durante algunos días, aunque en realidad con escaso provecho, y el Sultán, rey de Egipto, le pidió en secreto que orase por él al Señor para que, inspirado por Él, acertase a profesar la religión que más agrada a Dios» (BAC, p. 964).

En su Historia Occidental nos describe el mismo hecho al decir de Francisco que «se hallaba tan penetrado de embriagueces y fervores de espíritu, que, cuando vino al ejército de los cristianos, que se hallaba ante los muros de Damieta, en Egipto, se dirigió intrépidamente a los campamentos del Sultán de Egipto, defendido únicamente con el escudo de la fe. Cuando le arrestaron los sarracenos en el camino, les dijo: "Soy cristiano; llevadme a vuestro señor". Y una vez puesto en presencia del Sultán, al verlo aquella bestia cruel, se volvió todo mansedumbre ante el varón de Dios, y durante varios días él y los suyos le escucharon con mucha atención la predicación de la fe de Cristo. Pero, finalmente, el Sultán, temeroso de que algunos de su ejercito se convirtiesen al Señor por la eficacia de las palabras del santo varón y se pasasen al ejército de los cristianos, mandó que lo devolviesen a nuestros campamentos con muestras de honor y garantías de seguridad, y al despedirse le dijo: "Ruega por mí, para que Dios se digne revelarme la ley y la fe que más le agrada"» (BAC, p. 967).

La otra fuente, la Crónica de Jordán de Giano, está escrita en 1262; pero la participación de Giano en los hechos que relata le confieren un valor excepcional. Después de contarnos que «en el año del Señor 1217, décimo de su conversión, el hermano Francisco, en el Capítulo celebrado junto a Santa María de la Porciúncula, envió hermanos a Francia, Alemania, Hungría, España y a las otras provincias de Italia a las que los hermanos no habían llegado todavía» (n. 3), termina con una reflexión personal reconociendo que «toda aquella misión, tal vez porque se había enviado antes de tiempo, pues el tiempo para cada cosa está escrito en el cielo, no llegó a conseguir nada» (n. 8).

Tomando pie en este fracaso, Giano nos refiere el viaje de Francisco a Egipto:

«Dándose cuenta de haber mandado a sus hijos al martirio y al sacrificio, no quiso dar la impresión de buscar su propia tranquilidad mientras los demás sufrían por Cristo. Debido a su gran coraje y no queriendo que nadie le superase en el seguimiento de Cristo, sino más bien preceder a todos, y puesto que sus hijos habían sido enviados a peligros inciertos entre fieles, él mismo, ardiendo en amor por la pasión de Cristo, en el mismo año en que mandó a los otros hermanos, es decir en el decimotercero de su conversión (1219), afrontó los peligros ciertos del mar y, pasando a los infieles, se presentó ante el Sultán. Pero antes de poder llegar hasta él, tuvo que sufrir muchas injurias y ofensas, e ignorando la lengua gritaba en medio de los golpes: "¡Sultán, Sultán!". Así fue conducido hasta su presencia y recibido por él con mucho honor y atendido humanitariamente en su enfermedad. Y cuando decidió volver, ya que allí no podía hacer nada, el Sultán le hizo acompañar por una escolta armada, hasta el ejército cristiano que estaba entonces asediando Damieta» (n. 10).

El testimonio de estas fuentes es fundamental desde muchos puntos de vista. Aunque no sepamos cómo llegó Francisco a Tierra Santa, lo más probable es que se uniera a los refuerzos de las ciudades italianas que Honorio III había enviado. Francisco debió de llegar a Damieta cuando el asedio de la ciudad estaba en su apogeo, pues de las palabras de Vitry se deduce que él ni quiso ni tuvo protección armada alguna, ni cualquier salvoconducto que facilitara su seguridad. En pleno desarrollo de las operaciones militares se movió solamente por el ardor de la fe y el espíritu misionero. También los musulmanes eran hermanos a los que había que mostrar el verdadero camino de la salvación, la cual sólo puede darla Jesús.

Sin embargo, según cuenta de Vitry, su predicación no tuvo grandes resultados. En primer lugar, Francisco no debía de tener una idea demasiado clara sobre el Islam; a lo sumo la imagen despectiva y apologética que se habían hecho los cristianos. Por otra parte, como afirma Giano, Francisco no conocía la lengua árabe. La pregunta surge espontánea: ¿cómo se expresaba, pues, durante los días que permaneció allí predicando? De Vitry anota que «los sarracenos suelen escuchar gustosamente la predicación de los Hermanos Menores cuando se limitan a exponer la fe de Cristo y la doctrina del Evangelio» (BAC, p. 967). ¿Se trata de que Francisco desconocía la lengua y los otros hermanos no, o es que todos predicaban en ese lenguaje gestual que hace posible captar los contenidos de una manera general? [¿No habría allí mercaderes que hablaran más o menos varias lenguas y que sirvieran de intérpretes?]

El encuentro de Francisco con el sultán Melek-el-Kamel debió de ser algo sorprendente. Lástima que no nos haya quedado un testimonio más fiable de lo que allí sucedió. El «Sultán de soberbia presencia» que nos presenta Dante fue, en realidad, uno de los soberanos más sabios, humanos y generosos que conozca la historia islámica. Los distintos episodios que jalonaron esta guerra, con su apertura a la negociación de la paz, son una prueba de su comportamiento hacia los cruzados invasores. Su cortesía y generosa benignidad hacia Francisco son recordadas por todas las fuentes cristianas.

El contenido de este diálogo entre Francisco y el sultán no lo conocemos, pero podemos hacer conjeturas por lo que sabemos sobre la apologética del tiempo y la actividad misionera del Santo. Posiblemente se centraría en los puntos de divergencia y contraste: Cristo, Hijo de Dios, contra Mahoma, apóstol de Dios; la Trinidad cristiana contra el monoteísmo absoluto del Islam; la Iglesia romana y su jerarquía contra la catolicidad sin clero de la comunidad islámica; etc.

Lo que de todo esto quedó grabado en la mente del sultán lo desconocemos. Sin embargo, lo escuchó con atención rodeado de los suyos: príncipes, jefes militares, jurisconsultos y teólogos. Las discusiones debieron de escandalizar a estos últimos, pidiendo al sultán que tomara medidas frente al monje provocador.

En una fuente literaria árabe del siglo XV se ha encontrado el nombre del «sacerdote íntegro y avanzado en edad» que, según san Buenaventura (LM 9,8), desapareció tan pronto como oyó hablar del asunto de la ordalía. Se trata del teólogo y jurista egipcio Fakhr addin al-Farisi, muerto poco después. Su biografía dice que fue director espiritual y consejero del sultán el-Kamel, y tuvo «una célebre historia» con cierto monje.

La historia, más que a las discrepancias, parece referirse a la ordalía que propuso Francisco. Ésta tiene para el Islam un precedente ilustre: la propuesta del juicio de Dios hecha por Mahoma a los cristianos de Nagrán y que éstos rechazaron. Seis siglos después el hecho se repite, pero a la inversa. La prueba no tuvo lugar, pues la innata humildad y, tal vez, incluso razones políticas del sultán desaconsejaron a Francisco que se sometiera al juicio de Dios. Indudablemente la narración de san Buenaventura tiene mucho de apologético, pero puede tener un trasfondo histórico si analizamos el componente popular de la religiosidad de Francisco.

El intento de evangelización fue un fracaso, si entendemos por tal el no haber convertido a los mahometanos a la fe cristiana. Giano lo resume diciendo que Francisco se decidió a volver, «ya que allí no podía hacer nada» (n. 10). Ignoramos si posteriormente rumió este descalabro misionero entre infieles; de hecho, no lo recordará jamás en ningún escrito. Pero las recomendaciones que nos dejó en la Regla no bulada sobre la actitud y el modo de comportarse entre los infieles es una prueba de que aprendió bien la lección de no fiarse de las imágenes teóricas que sobre el Islam había producido la propaganda cristiana. Su experiencia en el diálogo con el Islam real le llevó a la conclusión de que la fe no se impone, y menos con las armas.

C.- LOS QUE VAN ENTRE SARRACENOS Y OTROS INFIELES

Aunque Inocencio III había intentado la conversión pacífica de los mahometanos, el hecho de querer llevarla a cabo en medio de un ambiente de Cruzada, de guerra santa, descalificaba el intento. Pretender evangelizar imponiendo la propia fe a cambio de renunciar a la suya, es algo que va contra la propia dinámica de la misión apostólica y, apurando mucho, contra el sentido común.

Francisco, en cambio, intenta evangelizar desde su propia opción de seguimiento, desde las misma raíces evangélicas, desde las bienaventuranzas. De Vitry, al describir en su Historia Occidental el encuentro de Francisco con el sultán, hace resaltar su educada benevolencia, actitud que hace extensible al pueblo en general al decir que los sarracenos admiran la humildad y la virtud de los Hermanos Menores, y que, «cuando van sin ningún temor a predicarles, los reciben gustosamente y les proveen con agrado de lo necesario... Los sarracenos suelen escuchar gustosamente la predicación de los Hermanos Menores cuando se limitan a exponer la fe de Cristo y la doctrina del Evangelio; pero desde el punto en que en su predicación condenan abiertamente a Mahoma como a mentiroso y pérfido, esto ya no lo soportan, y los azotan sin piedad hasta llegar casi al linchamiento, de no ser por la maravillosa protección divina, y acaban por expulsarlos de sus ciudades» (BAC, p. 967).

Cuando los hermanos se presentan evangélicamente a predicar la Buena Noticia del Reino, el pueblo los escucha. ¿No era esta la forma de misión utilizada por Jesús al enviar a los discípulos? Francisco había captado bien el sentido de la eficacia evangélica, aunque no obtuviera ninguna conversión. En este sentido se puede hablar de fracaso, como hace Giano, pero sólo así fue posible que, diez años después, otras misiones de Hermanos Menores, enviadas por Gregorio IX, pudieran presentarse ante la corte cairota del mismo sultán el-Kamel, el que había dialogado con Francisco.

La propuesta misionera que ofrece Francisco está avalada por su experiencia. La convicción de ser ejemplo y modelo para los hermanos le llevó a experimentar lo que había insinuado a los demás como una consecuencia de su vocación evangélica: predicar a Jesús hasta los confines de la tierra.

Francisco no estaba capacitado para elaborar ningún estatuto que organizara esta faceta misional de los hermanos. Pero en el capítulo 16 de la Regla no bulada manifiesta de una forma clara lo que él entiende por estar presente entre los infieles -las misiones-, como una consecuencia práctica de haber optado por Jesús y su Evangelio.

El problema de este capítulo radica en saber si fue escrito antes o después del viaje de Francisco a Oriente. Partiendo del presupuesto de que esta Regla se hizo por acumulación, y sólo se fijó en 1221, cabe esta duda sobre el momento en que se redactó dicho capítulo 16.

Mientras que Flood defiende que el motivo de su redacción fue una carta de Inocencio III en 1213, convocando el Concilio Lateranense IV «para la recuperación de Tierra Santa y la reforma de toda la Iglesia», la mayoría de autores prefiere aplazarlo a la vuelta de Francisco de Oriente. Las distinciones que hace el Santo sobre el modo de proceder los misioneros, presuponen una experiencia práctica como la que había tenido entre los musulmanes. De todos modos, este capítulo 16, tal como está colocado dentro de la misma Regla, puede leerse como una especie de Estatuto misionero que define los principios de la misión franciscana.

a) Prudentes como serpientes y sencillos como palomas

El capítulo toma pie de las advertencias hechas por Jesús a los doce al enviarles a misionar: «Dice el Señor: He aquí que os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (1 R 16,1-2; Mt 10,16).

El principio que motiva la opción misionera es siempre la Palabra. La voluntad del Señor, manifestada en el Evangelio, es el punto de referencia para saber que se está actuando franciscanamente. De ahí que todas las decisiones del capítulo en cuestión estén avaladas por las palabras del Señor.

La opción misionera no es fácil. El ser enviados «como ovejas en medio de lobos» es real no sólo porque se trate de los sarracenos. Evidentemente la propaganda de las Cruzadas había creado, ya lo dijimos, una imagen feroz de los musulmanes. Al resistir, como es lógico, los embates ideológicos del cristianismo, el Islam se había convertido en el enemigo de la cruz de Cristo. Pero la peligrosidad de la evangelización radica en el hecho mismo de proponer como estilo de vida nada menos que el Evangelio.

Francisco y sus hermanos lo habían experimentado incluso antes de ir entre infieles. El Evangelio escuchado limpiamente desestabiliza los fundamentos de nuestro modo de vivir. Y ante la incapacidad de convertirnos, optamos por hacer callar al mensajero. Por eso, el que sigue la llamada del Señor a testimoniar su fe entre infieles debe estar dispuesto a seguir a Jesús hasta el final.

Cuando Francisco se enteró de que los hermanos enviados a Marruecos habían sido martirizados, no pudo menos que exclamar: «¡Ahora sé que tengo cinco verdaderos frailes menores!». Pero los modos en que llegaron al martirio -la provocación directa del Islam- no podían ser aprobados. La negativa a que se propagara la Leyenda de los mártires podía avalar la idea de que, para Francisco, el martirio sólo es cristiano cuando se ha predicado a Jesús de forma evangélica.

Estar dispuestos a sufrir las consecuencias de la evangelización no se identifica con poner en peligro la propia vida de una forma irreflexiva. De ahí que a la simplicidad en el modo de comportarse, se añada la prudencia. El comportamiento de los primeros mártires no fue prudente. La desconcertante experiencia de que los sarracenos no eran tan fieros como los pintaban, aunque tampoco fueran unos mansos corderos, como refiere Giano, le llevó a la conclusión de esta presencia realista entre ellos. Prudencia y sencillez serán las dos virtudes que deberán animar la misión de los hermanos.

b) Ir con licencia del Ministro y siervo

La predicación del Evangelio a los infieles tiene como punto de partida la inspiración personal; es decir, el sentirse llamado a ir entre ellos para hacer presente a Jesús como salvador de todos los hombres. Por eso, «cualquier hermano que quiera ir entre sarracenos y otros infieles, vaya con la licencia de su ministro y siervo. Y el ministro déles licencia y no se la niegue, si los ve idóneos para ser enviados; pues tendrá que dar cuenta al Señor si en esto o en otras cosas procede sin discernimiento» (1 R 16,3-4).

La Regla bulada retoma esta decisión práctica, aunque controla más la inspiración, al decir: «Aquellos hermanos que quieren, por inspiración divina, ir entre sarracenos y otros infieles, pidan para ello la licencia a sus ministros provinciales. Pero los ministros no otorguen la licencia para ir sino a los que vean que son idóneos para ser enviados» (2 R 12,1-2).

Ser testigos de la propia fe era algo que no se podía pedir a todos, aunque el seguimiento de Jesús, profesado en la Regla, incluya el acompañarlo hasta la cruz. De ahí que se considere como un carisma especial, que requiere ser discernido; y en este discernimiento no debe participar solamente el interesado, sino que los demás hermanos y, en último término, el ministro provincial, deben ayudarle en esta tarea de llegar a la conclusión de que, efectivamente, el Señor le llama para que lo anuncie a los infieles.

Sin embargo, conviene tener claro que el ir a anunciar la Buena Noticia a los infieles no es una iniciativa del ministro, sino del Espíritu. Este envío es una verdadera llamada, un carisma.

El mismo Espíritu de Cristo resucitado que empujó a los apóstoles a difundir el Evangelio por todo el mundo, es el que mueve ahora a los hermanos a «ir entre los sarracenos» para comunicarles la propia fe. En aquel tiempo las Cruzadas iban contra los sarracenos, y toda la ideología de la cristiandad occidental estaba en contra suya. Francisco, sin embargo, enviará a sus hermanos no sólo a ellos, sino entre ellos, tal vez como ovejas en medio de lobos, pero ciertamente también como hermanos entre hermanos. Con ello se anuncia proféticamente un nuevo método misionero.

En la concepción de los musulmanes como infieles, Francisco es prisionero de su tiempo. Para él todo el que no sea cristiano, aunque sea judío o musulmán, es un infiel que hay que convertir. Lo único que le distingue de la estrategia misionera oficial es su modo de comportarse: él no va contra los sarracenos para vencerles, sino que va entre ellos para demostrarles su amor, si es preciso, hasta la muerte.

Sin embargo, esto no puede utilizarse como una intuición ecuménica de diálogo entre dos religiones, ya que para Francisco la religión musulmana no es una verdadera religión; por tanto, los misioneros, que eran los verdaderos creyentes, tenían que convertir a la religión cristiana a los musulmanes, que no lo eran.

A pesar de las limitaciones de la época, el seguimiento itinerante de Jesús hacía posible que se le predicara no sólo a la Cristiandad sino también en sus alrededores, en los países de infieles. Por eso el «ir entre los sarracenos» es una parte integrante de la vida de los Hermanos Menores.

A la inspiración divina y a la propia decisión de seguirla hay que añadir el permiso del Ministro; éste no puede enviar a ningún hermano a misiones por obediencia, ni impedirlo si lo considera idóneo. Las necesidades de la Provincia, por importantes que sean, no son motivos válidos para retenerle e impedirle que realice su vocación.

c) Dos modos de presencia

«Y los hermanos que van [entre sarracenos], pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos. Otro, que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan cristianos, porque, a menos que uno renazca del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios (cf. Jn 3,5)» (1 R 16,5-7).

En este fragmento se resumen los conceptos fundamentales de misión: la itinerancia, la presencia entre los no cristianos y la apertura al Espíritu Santo.

Testimoniar la fe

De las dos formas de presencia que propone Francisco a los hermanos que van «entre sarracenos», la primera es de simple testimonio franciscano, no promoviendo disputas ni controversias, sino sometiéndose, más bien, a toda humana criatura por Dios. Eso sí, dando testimonio de su cristianismo y no tratando de pasar desapercibidos por temor al martirio.

Resulta curioso que no se proponga en primer lugar la predicación, ni alguna acción social que empuje a los no cristianos al bautismo, sino el modo de vivir del Hermano Menor. Sin embargo, no debería extrañarnos tanto, puesto que el primer y más importante modo de evangelizar es el testimonio de la propia vida evangélica.

La Fraternidad evangélica de los que han optado por seguir a Jesús, con todo lo que ello implica de acogida y servicio mutuos, es la forma de explicitar de un modo plástico en qué consiste el Evangelio y cuáles son sus repercusiones en la vida de los que lo aceptan como proyecto de vida.

En primer lugar, pues, está el testimonio. Después vendrá la predicación, como un medio auxiliar, para dar la razón del qué y por qué se vive así. Por tanto, el vivir la Fraternidad, el inculturizarse o estar sometidos a hombres de otras culturas y religiones, sin perder la propia identidad cristiana, es el principio fundante de la misión franciscana.

Esta actitud misionera lleva implícitos otros valores que configuran y definen la verdadera vocación del Hermano Menor. Así podemos hablar de la disponibilidad para la paz, de la comprensión profunda pero abierta de la propia fe, del diálogo intercultural sin prevenciones, de la capacidad de aventurarse a vivir en la frontera, etc. Todo esto nos puede dar la imagen del misionero franciscano que, por no apegarse a nada, está siempre dispuesto a acompañar a los demás en el difícil camino de buscar a Dios.

Anunciar la Palabra

La otra forma de evangelizar es que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios de forma verbal. Se trata de proclamar el núcleo de nuestra fe: que Dios, trinitario y familiar, se ha volcado en nosotros para comunicarnos su amor y hacernos partícipes de su propia vida.

Esta predicación, sin embargo, no tiene que ser necesariamente dogmática. No se trata de una catequesis propiamente dicha que prepare de forma inmediata para recibir los sacramentos, sino de la «alabanza y exhortación franciscana» (cf. 1 R 21). Con esta clase de predicación, que pueden hacer todos los hermanos, sólo se intenta mover a los oyentes a la conversión. En este sentido, la forma es la misma tanto para los cristianos como para los no cristianos; lo único que cambia es el contenido.

Mientras que el contenido de la catequesis para los cristianos es la exhortación a la penitencia, que recuerda la conversión bautismal, para los no cristianos es una invitación a la fe y a recibir el bautismo. El anuncio franciscano del Evangelio es previo a la sacramentalización; sólo después se acudirá al sacerdote para recibir la penitencia, si son cristianos, o el bautismo si no lo son.

d) Proclamar el Evangelio

Si con la presencia testimonial había que resaltar la cualidad de cristianos, con el anuncio de la Palabra hay que hacer patente que son seguidores de Jesús. La arrogancia y la provocación no facilitan la aceptación del mensaje, pero la falta de convicción y cierto complejo de inferioridad, tampoco. De ahí que, al ver la necesidad de utilizar también la palabra para comunicarles lo que es y significa la salvación manifestada por Jesús, lo hagan con humildad pero sin complejos, «porque dice el Señor en su Evangelio: "A todo aquel que me confesare delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos". Y: "Si uno se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con su gloria, con la del Padre y la de los ángeles"» (1 R 16,8-9; cf. Lc 9,26).

Todas estas cosas pueden decir los hermanos cuando anuncian la Palabra; pero no solamente éstas. El misionero debe estar abierto a nuevas situaciones. Lo importante es que sea testigo de la propia fe, tanto con el ejemplo como con la palabra. El hermano menor, por su profesión, se ha entregado por completo a Jesús. De ahí que trasparente esta pertenencia con todo lo que ella implica de coherencia y de audacia.

e) Testigos del Evangelio

La audacia para predicar el Evangelio puede acarrear la persecución e, incluso, la muerte. Los hermanos, al profesar la Vida y Regla, se han comprometido a seguir a Jesús hasta el final. Cuando la predicación se hace a cristianos, pueden recibir el desprecio y la persecución, como la mayoría de ellos los recibieron en sus viajes de misión fuera de Italia. Pero cuando se trata de misiones entre infieles, entonces la proclamación del Evangelio puede traer como consecuencia la misma muerte. Por eso les advierte Francisco:

«Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que se dieron y abandonaron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: "Quien pierda su alma por mi causa, la salvará para la vida eterna. Dichosos los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán". Y: "Si os persiguen en una ciudad, huid a otra. Dichosos sois cuando os odien los hombres, y os maldigan, y os persigan, y os excomulguen y reprueben, y rechacen vuestro nombre como malo, y cuando os achaquen todo mal calumniándoos por mi causa. Alegraos en aquel día y regocijaos, porque vuestra recompensa es mucha en los cielos. Y yo os digo a vosotros mis amigos: no les cojáis miedo, y no tengáis miedo a los que matan el cuerpo y después de esto no tienen más que hacer. Mirad, no os turbéis. Pues en vuestra paciencia poseeréis vuestras almas, y el que perseverare hasta el fin, éste se salvará"» (1 R 16,10-21).

En esta larga exhortación dirigida a todos los hermanos, no solamente a los misioneros, Francisco les recuerda su calidad de hombres entregados a Jesús y su causa. La imagen del señor feudal, al que pertenecen en cuerpo y alma los hombres de sus posesiones, le sirve para expresar la relación de los hermanos con el Señor Jesús. Después de haberse entregado por completo a él, ya no se dispone del propio cuerpo, como tampoco disponían de él los vasallos sometidos a su señor feudal.

La diferencia entre el señor feudal, que hace y deshace a su antojo, y el Señor Jesucristo está en el hecho de que su señorío se caracteriza por el signo de la Cruz. A través de ella se nos entregó y se sigue entregando cada día en la eucaristía (Adm 1,17-19). Por lo tanto, no debemos retener nada de nosotros mismos, a fin de que nos acoja totalmente Aquel que se nos ofrece también de una forma absoluta (CtaO 29).

La pertenencia a un señor feudal incluye su defensa, el luchar contra sus enemigos. Por eso los hermanos deberán también, por amor a Jesús, exponerse a los enemigos visibles e invisibles. Unos enemigos que no conviene identificar con los sarracenos, sino que representan a todas aquellas fuerzas que se oponen a la realización del Reino.

Quien se expone como Jesús, repite sus mismas experiencias. Él vivió para los demás y lo pagó con su propia vida. Lo mismo puede suceder al que trate de seguirle de una forma seria: persecución, odio, insultos, malos tratos y muerte. Francisco, a la hora de elegir en el texto citado las frases de Jesús, es sincero y no trata de engañar a nadie. Si los hermanos toman a Jesús como punto de referencia y meta para sus vidas, deben estar dispuestos a todo, incluso al martirio.

Dentro de esta peligrosidad que encierra el seguimiento de Jesús en los conflictos y en el dolor, la alegría y la calma no son valores optativos sino obligatorios. La alegría, la paciencia y la estabilidad, cuando uno se expone a los peligros del Evangelio, deben manifestar que el hermano menor no vive en una esperanza superficial, sino que cree firmemente que el mismo Espíritu que levantó a Jesús del sueño de la muerte y lo hizo vencedor del mal, los levantará también a ellos dándoles la salvación definitiva.

La alegría que propone Francisco no está motivada por el éxito de las propias obras y palabras. Incluso los éxitos misioneros pueden llevar a la soberbia. Como decía Francisco al hermano León, «aunque el hermano menor supiera predicar tan bien que llegase a convertir a todos los infieles a la fe de Jesucristo, escribe que ésa no es la perfecta alegría» (Flor 8). La verdadera alegría se muestra, precisamente, en los sufrimientos y adversidades.

El seguimiento de Jesús nos debe llevar a ser consecuentes con su vida. La Admonición 6 es una reflexión en este sentido:

«Reparemos todos los hermanos en el buen Pastor, que por salvar a sus ovejas soportó la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en el sonrojo y el hambre, en la debilidad y la tentación, y en todo lo demás; y por ello recibieron del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6).

La puesta en marcha de las misiones entre infieles, llevadas a cabo con este espíritu evangélico de las bienaventuranzas, dio como resultado la presencia de la Iglesia entre los sarracenos, primero, y entre los mongoles después, de una forma estable. A las misiones entre infieles, motivadas por el presunto arrebato evangélico de recibir el martirio, siguieron otras con una organización más racionalizada y coordinadas por la Santa Sede. Pero el motivo principal de hacer extensible la propia fe, como ofrecimiento respetuoso de lo que para ellos constituía el modo de ser y sentirse hombres ante la presencia del Dios trinitario, siguió alimentando las grandes empresas misioneras llevadas a cabo por los franciscanos.

3. CONCLUSIÓN: UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN

Hoy, cuando ya está superado el concepto de Iglesia como Cristiandad, los términos fiel-infiel no responden tanto a un determinado lugar como a una situación de fe. Por lo tanto, el planteamiento deberá ser distinto. Por misión se entiende la actividad destinada a la evangelización del mundo no-cristiano y a la implantación de la Iglesia en aquellos territorios en que aún no está plenamente organizada.

Mientras que en las jóvenes Iglesias del Tercer Mundo, llamadas tradicionalmente misiones, sigue teniendo vigencia una evangelización acompañada de asistencia humanitaria, no podemos decir lo mismo cuando se trata de culturas más desarrolladas, que no necesitan de esta ayuda, y en donde el Evangelio tiene que anunciarse sin apoyaturas de ninguna clase. La religión forma parte de la cultura, y es tarea casi imposible pretender introducir el cristianismo en unas culturas que tienen su propia tradición religiosa.

Estas dificultades no se reducen a culturas de tradición no cristiana. El problema se plantea también cuando abordamos la realidad de la increencia en aquellas culturas, como la nuestra, tradicionalmente cristianas. Cerrar los ojos y seguir creyendo que la vieja Europa, por tener sus raíces culturales hundidas en el cristianismo, continúa siendo cristiana, es un error que se está pagando caro. La mayoría de bautizados mantienen una vaga religiosidad sociológica, pero la referencia que guía su vida no es la fe ni el Evangelio, sino otras ideologías y motivaciones.

En este caso se impone una nueva lectura de la actividad misionera de Francisco y su Fraternidad. Sin confundirla con lo que entendemos por apostolado, es decir, el fortalecimiento y la celebración de la fe de la comunidad eclesial, la misión deberá entenderse como un acercamiento a esos sectores que ya no se remiten a la fe para entender su vida -intelectuales, obreros, jóvenes, etc.-, con el fin de hacer presente y aceptable el anuncio evangélico del Reino ofrecido por Jesús.

Sin embargo, en este diálogo evangelizador hay que tener conciencia de que la sociedad ha cambiado y no admite ya lo religioso -la fe- como un valor incuestionable. En el mercado plural de ideologías y valores, el cristianismo es otro más, algo irrelevante que no merece especial atención. La cultura contemporánea siente indiferencia hacia la experiencia cristiana. Es decir, que los cristianos hemos dejado de interesar a la cultura de nuestro tiempo. Y al hablar de cultura no me refiero sólo a los intelectuales, sino a esa masa social que asimila de forma inconsciente a través de los medios de comunicación las ideologías a las que me estoy refiriendo.

Si los cristianos ya no interesamos de forma especial a la sociedad, habrá que intentar formas fronterizas de evangelización que hagan posible la comunicación del mensaje evangélico. Estas formas deberán estar despojadas de toda actitud de autosuficiencia y de perfeccionismo, porque ni somos mejores ni tenemos la clave de lo humano.

Evangelizar a cristianos agnósticos, que se han despojado de la fe como un signo de mayor modernidad, requiere no sólo un nuevo lenguaje sino también la recreación de nuevos símbolos que conecten con la cultura actual para que puedan ser entendidos. Proclamar nuestra fe en el Resucitado es hoy una tarea que requiere nuevas maneras de vivir y celebrar la fe. Que esto comporta equivocaciones y errores, es evidente; pero no podemos encerrarnos en esa seguridad cerril que llamamos fundamentalismo. La nueva credibilidad de la fe comporta riesgo y coraje para anunciar a Jesús a una sociedad que tiene su propio esquema cultural y que debemos aceptar para que el mensaje sea inteligible.

Este tipo de misión es, si cabe, más exigente que el realizado en culturas poco desarrolladas, por cuanto implica una mayor preparación y una presencia sin dogmatismos ni formas paternalistas. Se trata precisamente de esa actitud de servicio menor que nos lleve a compartir nuestra visión de las cosas desde la fe, pero sin ninguna pretensión de proselitismo agobiante, dando tiempo al tiempo para que el Evangelio penetre en la vida y madure a la persona, haciéndola capaz de proclamar con libertad: Creo en Dios, Padre, Hijo y Espíritu, que con su silenciosa presencia da sentido a la vida.

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