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San Lorenzo de Brindis (1559-1619) por Lamberto de Echeverría |
. | El Santo nació en Brindis, cerca del lugar en que la bota italiana llevaría la espuela contra el Balcán turco. Era en julio de 1559. Tres semanas después, el viejo papa Paulo IV, duro campeón de la reforma católica, moría en Roma. El populacho mostraba su alegría por verse libre de su firme puño, y echó abajo la estatua del Pontífice. El recién nacido heredaría en cierto modo el celo del reformador difunto, pero sabría ser más caritativo y más flexible. Había nacido de noble familia. Recibió en el bautismo el nombre de Julio César. Se cuenta que a los seis años predicó en la catedral y que el auditorio quedó transportado de admiración. Reduzcamos las cosas a sus justos límites: no es imposible que participara en alguna fiesta infantil, al estilo de las que tan frecuentemente vemos organizarse en las catequesis. Y nada tendría de raro que el despierto muchacho, puesto en una ocasión tal, encantara a su auditorio por el despejo y la soltura con que trataba de las verdades religiosas. Muerto su padre, César entra en los franciscanos conventuales, y queda allí hasta la edad de catorce años. Pero ya hemos dicho cuál es el emplazamiento de Brindis. Los turcos amenazaban con su poder creciente la pequeña ciudad y César, con su madre, se refugia en Venecia, donde un tío suyo cuidará tiernamente de su formación. El adolescente no había olvidado el ideal franciscano. Y el 17 de febrero de 1575 entra en la Orden capuchina tomando el nombre de Lorenzo. Su ingreso tuvo lugar en el convento de Verona. Novicio modesto y grave, penitente hasta el extremo, cayó enfermo y hubo que retrasar su profesión. Por fin, el 24 de marzo, víspera de la Anunciación, pudo hacerla. El futuro doctor de la Iglesia recibió en la Orden capuchina una formación verdaderamente excepcional. Enviado a estudiar a Padua, conoció a fondo la Sagrada Escritura, y así, durante su vida, hemos de verle muchas veces discutir directamente sobre el texto hebreo con los herejes y los judíos. Tuvo un conocimiento de idiomas poco corriente, pues hablaba el francés, el alemán, el griego, el siríaco y el hebreo. Su formación teológica era tal que, no siendo aún sacerdote, predicó dos cuaresmas en Venecia, ciudad nada fácil para un predicador bisoño. Alguna de sus conquistas apostólicas tuvo enorme resonancia en la ciudad, así, por ejemplo, la de aquella cortesana que, venida al sermón con ánimo de hacer alguna mala conquista, fue conquistada por Cristo. Una vez sacerdote, sus trabajos continuaron a un ritmo todavía más vivo. Durante tres años, por encargo de Clemente VIII, predica a los judíos de Roma, obteniendo buenos resultados gracias a sus conocimientos de hebreo. Pero las dos grandes empresas de su vida habían de ser la lucha antiprotestante y la cruzada contra los turcos. El historiador, aun profano, que recorra sumariamente los acontecimientos religiosos de la edad postridentina, y estudie la contraofensiva de la restauración católica, tropezará necesariamente con la figura de este capuchino italiano que, aun perteneciendo a la provincia de Venecia, fue enviado en 1599 a Austria, al frente de un grupo de doce hermanos suyos, con los que se estableció en Viena, Graz y Praga. Llegaba allí Lorenzo precedido de la fama de religioso austero, de hombre cultísimo, de predicador iluminado, de polemista eficaz. A sus cuarenta años de edad había recorrido ya con éxito asombroso toda Italia. Y, en efecto, en Praga sus predicaciones conmueven la opinión pública y provocan la reacción de los protestantes que solicitan del emperador Rodolfo II su expulsión. Un doble paréntesis se abre en su acción antiprotestante, para atender a la guerra contra los turcos, y al cargo de ministro general de su propia Orden (1602-1605). Pero apenas libre de los cuidados de este cargo, vuelve de nuevo a la lucha, primero en Praga (1606-1610), y después en Munich (1610-1613), junto a su amigo íntimo el duque Maximiliano de Baviera. Se esforzó en la constitución de una liga de príncipes católicos de Alemania que pudiera oponerse a la unión de los protestantes, y con una misión oficial en Madrid consiguió que se adhiriera y ayudara financieramente a dicha liga el rey Felipe III de España. Cuando parecía seguro que iba a tener que marchar de Alemania, una intervención del cardenal Dietrichstein ante el papa Paulo V lo impidió. Así él pudo continuar su trabajo. Obtuvo después el restablecimiento de la paz entre las autoridades españolas y el duque de Saboya, Carlos Manuel el Grande, en 1618, y desarrolló una feliz legación en Madrid y Lisboa (1618-1619), en defensa de la ciudad de Nápoles contra la tiranía del virrey Osuna. Es difícil sintetizar en pocas líneas la colosal labor de este predicador. «Dios me ha llamado repetía a ser franciscano para la conversión de los pecadores y de los herejes». Y, en efecto, predicó, de manera incesante, en Italia, en Hungría, en Bohemia, en Bélgica, en Suiza, en Alemania, en Francia, en España y en Portugal. Apoyado por los jesuita, desarrolló una admirable labor en la Europa central, y sembró de conventos franciscanos gran parte de estas naciones en las que había predicado. Hacía falta también un animador espiritual en la lucha contra los turcos, que golpeaban las puertas del Imperio. El papa Clemente VIII envió a San Lorenzo de Brindis al emperador Rodolfo II, «seguro de que él solo valdría lo que un ejército». Y, en efecto, San Lorenzo fue el brazo derecho del príncipe Felipe Manuel de Lorena, que consiguió el año 1601 una victoria resonante sobre el Islam en Stuhiweissenburg (Alba Real) contra la masa de cerca de 80.000 turcos, capitaneados por Mohamet III, que se aprestaba a invadir la Stiria y amenazaba conquistar Austria, invadiendo desde allí Italia y Europa entera. San Lorenzo nos escribió una preciosa crónica de la campaña y, aunque ocultase en parte sus rasgos de valor, capitanes y soldados le aclamaron como el principal autor de la batalla. No cabe la menor duda de que también San Lorenzo pudo ejercitar, en aquel cosmopolita ejército, su conocimiento de idiomas. Lo que es cierto es que resultó un admirable capellán militar, que a la hora de la victoria únicamente se lamentaba de no haber podido lograr con aquella ocasión el mérito del martirio. Recientemente, en marzo de 1959, Su Santidad el Papa elevó a San Lorenzo de Brindis a la dignidad de doctor de la Iglesia universal, después de haber escuchado el parecer de la Sagrada Congregación de Ritos. Es el tercero de los franciscanos que recibe este honor, después del doctor seráfico, San Buenaventura, y del doctor evangélico, San Antonio de Padua. A San lorenzo de Brindis podría cuadrar bien el título de doctor apostólico. Independientemente de su admirable predicación por toda Europa, nos dejó San Lorenzo una multitud de obras editadas desde 1926 a 1956 en una espléndida colección de quince volúmenes, que nada deja que desear ni en cuanto al aparato científico ni en cuanto a la magnífica presentación tipográfica. Allí encontramos más de ochocientos sermones, que ocupan once de los quince volúmenes: Marial, Quadragesimales, Adviento, Domingos del año, Santoral, etc. Se ha señalado que estos once volúmenes constituyen un admirable ejemplo de lo que modernamente se ha llamado teología kerigmática, y que esta manera de exponer las verdades eternas le sitúa en la línea de clásica actividad pastoral de los Santos Padres y de los grandes Doctores obispos. En especial, destaca su admirable mariología, de una claridad de conceptos verdaderamente extraordinaria. Encontramos también en su obra literaria reflejada la actividad que desarrolló en pro de la conversión de los judíos. Estas tareas y la enseñanza de la Sagrada Escritura a los religiosos de su Orden, juntamente con su conocimiento profundo del hebreo y suficiente del arameo y el caldeo, le permiten mostrarse como espléndido exegeta en su Explanación del Génesis. Uniendo una sana filosofía con profundos conocimientos teológicos, trata de manera magistral todas las cuestiones referentes a Dios Creador, a sus atributos, a los ángeles, a la naturaleza y composición del hombre, a la institución matrimonial, etc. También se refleja en su obra literaria el admirable apostolado antiprotestante que desarrolló. Tuvo en Praga una disputa con el luterano Policarpo Leiser, teólogo escritor y predicador de la corte del príncipe elector de Sajonia. Reflejo de aquella disputa son los tres volúmenes de la Lutheranismi hypotyposis, manual práctico de apología de la fe católica y confutación de la interpretación protestante. El vigor de la dialéctica teológica está sostenido por la exactitud del estudioso, que se informa sobre la génesis histórica y doctrinal del protestantismo directamente en la literatura y en los símbolos protestantes, en una cuarentena de autores reformados, sin excluir los manuscritos y los libelos, además de las obras de Lutero. En esta empresa, defensiva y confirmativa al mismo tiempo, característica de una época en que la controversia adquirió tanta importancia, San Lorenzo emula, con acentuación polémica, la acción de San Pedro Canisio y simplifica, para el uso ministerial, el método escolástico de las Disputationes de San Roberto Belarmino. La proclamación de San Lorenzo como Doctor de la Iglesia universal contribuirá al conocimiento de su biografía y, consiguientemente, de su influencia en la historia del pensamiento y en la misma marcha política de Europa. Porque aún ocultan muchísimos documentos interesantes los archivos europeos, que podrán dar luz sobre aspectos desconocidos de su increíble actividad. En medio de tareas tan extraordinarias, acogido en todas partes como un santo, habiendo obtenido ciertos éxitos extraordinarios en su acción diplomática, se mantuvo siempre, aunque rodeado de ovaciones, sencillo y afable, revestido de una humildad típicamente franciscana. Rechazaba los honores con la mayor naturalidad. Permaneció siempre fiel a su costumbre de dormir sobre tablas, de levantarse durante la noche para salmodiar, de ayunar con frecuencia a pan y verdura, de disciplinarse cruelmente y, sobre todo, de meditar con asiduidad los sufrimientos de Cristo. Se encontraba en Lisboa, tratando con Felipe III la causa de los napolitanos vejados y oprimidos por el virrey, cuando le llegó la muerte. Era el 22 de julio de 1619. Su cuerpo fue llevado al convento de monjas franciscanas de Villafranca del Bierzo, en Galicia. Fue beatificado por Pío VI en 1783 y canonizado por León XIII en 1881. Según hemos dicho, Su Santidad el Papa Juan XXIII, el 19 de marzo de 1959, le otorga el título de Doctor de la Iglesia por el breve Celsitudo ex humilitate. «Con esta proclamación la Iglesia adscribe oficialmente al senado luminoso de sus maestros, que unen la santidad con una ciencia sagrada auténtica y excelente, su trigésimo miembro.» Lamberto de Echeverría, |
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