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San Luis de Anjou, obispo (1274-1297) por Jean Krynen |
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San Luis de Anjou-Sicilia, que murió siendo obispo de Toulouse a los veintitrés años, nació el año 1274 en Brignoles, hermosa villa de Provenza. Su madre, María de Hungría, era sobrina de Santa Isabel y hermana de tres príncipes que también llegaron a ser reyes y santos: Esteban, Ladislao y Enrique. Su padre, Carlos II de Anjou, rey de Nápoles, Sicilia, Jerusalén y Hungría, era el propio sobrino de San Luis de Francia. El príncipe don Luis brilló desde su infancia por la seguridad de su juicio, su piedad sólida, el desprecio de los honores del siglo y una gravedad que le conciliaban el amor y el respeto de todos. Desde luego, Dios le llamaba para más alto destino que el que la historia política de su tiempo parecía reservarle. Fue testigo, en sus primeros años, de las sangrientas luchas que oponían su familia a los reyes de Aragón. Su abuelo Carlos, al que el papa Inocencio IV había adjudicado el reino de Nápoles, había soñado con reinar en Italia entera. Fue víctima del odio de los sicilianos, sublevados contra su tiranía en las terribles matanzas ocurridas en Palermo conocidas en la historia por Vísperas Sicilianas, el 31 de marzo de 1282. Fracasados los planes de conquista de su abuelo, dos años más tarde, cuando don Luis no tenía más que diez años, su padre, que trataba de resistir en Nápoles, era hecho prisionero. Durante tres años iba a permanecer en Barcelona encarcelado en el castillo Siurana por orden del rey Don Pedro III. Cuando fue puesto en libertad le llegaba a don Luis la hora de los trabajos y sufrimientos más duros: Don Alfonso III de Aragón consentía en libertar a su padre, pero a condición de que sus tres hijos fuesen mandados a Barcelona como rehenes. El cautiverio de los tres príncipes, don Luis, don Roberto y don Raimundo, hubo de durar siete años. El príncipe don Luis, el mayor de los hermanos, tenía entonces trece años; fue tratado con aspereza, tanto más cuanto que tuvo que pagar el rencor que animaba al rey de Aragón contra la política del Papa, que se negaba a revocar la donación e investidura de los reinos de Aragón, Valencia y condado de Barcelona a Carlos de Valois, el hijo segundo del rey de Francia, y acabó coronando al padre de los príncipes encarcelados como rey de Sicilia, absolviéndole de todas las garantías que había dado al rey de Aragón cuando le puso en libertad. El príncipe don Luis aguantó los sufrimientos de su larga prisión con admirable paciencia. Estaba acostumbrado desde hacía años a una vida penitente. La reina Doña María, su madre, declaró que desde la edad de siete años se salía de noche de su cama para echarse a dormir en el suelo de su habitación. En los años transcurridos en Barcelona se acrisoló la santidad del joven príncipe. Sus guardianes le trataban duramente, pero él se estimaba feliz sobremanera en padecer algo a imitación de Jesucristo, su Señor. Les solía decir a sus hermanos que, según el espíritu del Evangelio, la adversa fortuna valía más que la próspera, y que tenían que amar su prisión y alegrarse de que Dios les proporcionara el medio de darle prueba del amor que le tenían sufriendo algo por Él. Palabras éstas de verdadero amor iluminado por el divino sentido de la cruz. Aprovechó su cautiverio para dedicarse también al estudio, aconsejándose con dos varones sabios y piadosos de la Orden de San Francisco, especialmente con el padre Jacques Deuze, que había de ser más tarde Papa bajo el nombre de Juan XXII. Frecuentaba la meditación de las cosas de Dios y los misterios de Cristo Nuestro Señor. Confesaba casi todos los días antes de oír misa y no dejaba de rezar el oficio divino. Era especialmente devoto de la cruz y de la Virgen Santísima. Cuando le concedían libertad la empleaba en visitar a los pobres enfermos de la Ciudad Condal. Cierto día reunió a los leprosos para lavarles los pies y servirles la comida; dicen que uno de éstos estaba tan llagado que a su vista se desmayaron los otros príncipes. Al día siguiente, queriendo volverle a ver, resultó imposible encontrarle en toda la ciudad, de donde se creyó que el mismo Señor se les había aparecido para recibir los amorosos servicios del joven don Luis, su fiel discípulo. Entre estas obras de misericordia se deslizaban los años de su adolescencia, dedicada al estudio y a la meditación divina, hasta que cayó gravemente enfermo. Entendió que el Señor le llamaba y le quería todo para sí en el momento en que se aproximaba el fin de su cautividad. Entonces hizo voto de ingresar en la seráfica Orden de San Francisco si se reponía. Pronto Dios iba a permitir que realizara su voto. Después de una larga enfermedad curó como de milagro. Seguidamente llegó la hora de su liberación: Don Jaime II de Aragón, hijo y sucesor de Don Alfonso III, buscando la paz con el Papa y con las casas de Francia y Nápoles decidió poner en libertad a los hijos de Carlos II, a condición de que la hija de éste, doña Blanca, casase con él. Se habló igualmente en estas conversaciones de Anagni (junio de 1295) de casar al príncipe don Luis con la princesa Violante, hermana del aragonés. Pero Luis, deseoso de realizar su promesa de entrar en religión, se negó, a pesar de las instancias de su padre y de las dos cortes interesadas en que se cumpliera el enlace que robusteciera la unión y la paz entre los dos Estados. Entonces fue cuando pronunció estas palabras en las que se retrata su alma santa: «Jesucristo dijo es mi reino. Poseyéndole a Él, lo tengo todo. Desposeído de Él, lo pierdo todo». De vuelta a Italia con su padre, renunció a la corona de Nápoles a favor de su hermano Roberto (enero de 1296), con ganas de realizar cuanto antes sus deseos de vida retirada, después de recibir las sagradas órdenes. Pensaba vivir escondido en un convento de la Orden franciscana en Alemania. Pero la Providencia divina le tenía preparada otra prueba. Pronunció, efectivamente, sus votos en el convento de Ara Coeli, de los padres franciscanos de Roma, recibiendo seguidamente las sagradas órdenes en Nápoles (20 de mayo de 1296). Pero cuando volvió a Roma, el papa Bonifacio VIII le había designado para ocupar el obispado de Toulouse. El día de Santa Águeda, habiendo revestido el hábito de su Orden, atravesó las calles de Roma descalzo desde el Capitolio hasta San Pedro, donde predicó y fue consagrado. En Toulouse su administración fue cortísima, pero muy provechosa: reformó el clero, poniendo todo su cuidado en examinar con esmero a sus sacerdotes; predicaba a menudo dos veces al día y su palabra encendida, que convertía las almas, era acompañada de prodigios que curaban los cuerpos; llevaba una vida austera de ayunos y disciplinas; visitaba, por fin, a los pobres enfermos, recibiendo a diario veinticinco de ellos en su casa. A pesar de su santo celo apostólico, al joven obispo le atemorizaba la dignidad de su cargo. Llevado de su profunda humildad parece que pensó pedir su dimisión e implorar del Papa que le diera permiso para llevar una vida retirada lejos de los hombres. Otra vez tenían que cumplirse sus anhelos de perfección de manera impensada, por divina disposición de la Providencia. Camino de Roma, donde iba a presenciar los solemnes actos de la canonización de su pariente San Luis de Francia, cayó enfermo en Brignoles, donde había nacido veintitrés años antes. Tuvo pronto la revelación de que allí mismo se le iban a abrir las puertas del cielo. Veía aproximarse la muerte sin temor, preparándose a rendir su alma al Señor, como suelen hacerlo los varones santos, por una profunda meditación de los misterios sagrados y un abandono total y confiado a la divina voluntad: «Voy a morir decía a su compañero de viaje, voy a morir, y me alegro como el marinero que vuelve a divisar la tierra y se prepara a abordar al puerto después de una larga navegación. Ya voy a dejar un cargo demasiado pesado para mis hombros, que no me permitía consagrarme a mí mismo y a Dios». El día de la Asunción recibió los santos óleos y, a pesar de que estaba muy débil por la enfermedad y las austeridades, cuando vio a su Señor que entraba a visitarle se levantó de su lecho y, adelantándose a él, puesto de rodillas, recibió por última vez al huésped amado que le tenía preparada una unión eterna en los cielos. Sus labios repetían sin parar: «Te adoramos, Jesucristo Señor nuestro, y te damos gracias por haber querido rescatar el mundo por tu santa cruz». Pronunciaba también las palabras de la salutación angélica, y contestaba a su compañero que le preguntaba por qué: «No tardaré en morir; la Virgen Santísima acudirá a mi amparo». Murió el 19 de agosto de 1297. Su santidad, su pureza heroica fueron puestas de manifiesto por los milagros que acompañaron su tránsito: uno de los religiosos que le asistían vio a su alma subir al cielo en medio de los espíritus bienaventurados que cantaban: «Así suele tratar el Señor a los que han vivido con tanta inocencia y pureza». El prodigio más sonado fue el de la rosa que se le apareció en la boca para pública manifestación de su pureza y encendida caridad. Fue sepultado en el coro de la iglesia de los padres franciscanos de Marsella, multiplicándose los milagros en su sepulcro. Fueron tantos los enfermos curados por su intercesión, que el papa Juan XXII no tardó en canonizarle (1317). El día 11 de noviembre del año siguiente, los padres del convento de Marsella levantaron el cuerpo del Santo del coro de la iglesia, y lo depositaron en un relicario de plata puesto en el altar mayor. Presenciaba el acto el rey de Nápoles y Sicilia, su hermano menor Roberto, al que había cedido sus derechos a la corona. La devoción que el pueblo cristiano tributaba al santo príncipe se extendió a los mismos reinos de la casa de Aragón, secularmente enemistada con la suya. En 1443, don Alfonso V, que acababa de conquistar el reino de Nápoles, tomaba la ciudad de Marsella. Dicen que en ella no hizo ningún botín, contentándose con llevar en su galera las preciosas reliquias del Santo. Depositó su tesoro en Valencia, donde la memoria de San Luis de Anjou fue objeto de gran veneración. Por fin, el año 1862, el arzobispo de Valencia concedió a la Iglesia de Toulouse una reliquia del que había sido su obispo. Jean Krynen, San Luis de Anjou, |
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