DIRECTORIO FRANCISCANO
Documentos franciscanos oficiales

CON LUCIDEZ Y AUDACIA
Informe del Ministro General
al Capítulo Extraordinario del 2006

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CON LUCIDEZ Y AUDACIA
en tiempos de refundación.

Informe del Ministro General,
Fr. José Rodríguez Carballo, OFM,
al Capítulo General Extraordinario.
Monte Alverna - Asís, 2006

Í N D I C E

Saludo
"EL SEÑOR OS DÉ LA PAZ"

Introducción
CERTEZAS ÍNTIMAS

Preámbulo
PASADO, PRESENTE Y FUTURO
DE NUESTRA VIDA Y MISIÓN

Primera parte
RECORDAR CON GRATITUD EL PASADO

Segunda parte
VIVIR CON PASIÓN EL PRESENTE

I.- Espíritu de oración y devoción

II.- La vida fraterna en comunidad

III.- Minoridad, pobreza y solidaridad

IV.- Evangelización - Misión

V.- Formación y estudios

VI.- La disminución numérica y la fragilidad vocacional

Tercera parte
ABRIRNOS CON CONFIANZA AL FUTURO

CONCLUSIÓN
¡Duc in altum!

SIGLAS Y ABREVIATURAS

Saludo
«EL SEÑOR OS DÉ LA PAZ»

Saludo y acción de gracias

1. Queridos hermanos, con gran afecto os acojo a todos; con profundo gozo os abrazo a todos; a todos os saludo con las palabras reveladas por el Altísimo al hermano Francisco: «El Señor os dé la paz» (Test 23).

2. En esta admirable congregación de Hermanos Menores, provenientes de tan distintos países y culturas, se hace patente la abundancia y la belleza de los dones del Señor, del gran "limosnero". Por todos y cada uno de vosotros doy gracias al Dador de todo bien, quien, en su gran bondad, me hizo el regalo de tantos hermanos.

Gracias, Señor, por tu bondad. Gracias, Señor, por tu fidelidad, pues has renovado entre nosotros, con la efusión de tu Espíritu, la gracia de Pentecostés, y has llamado a una multitud de hermanos de países distintos, de razas diversas, de lenguas y culturas diferentes, para que formasen parte de una única familia unida en Cristo. Gracias, Señor, porque en María de Nazaret, «virgen hecha iglesia» (SalVM 1), Madre de misericordia, y Medianera de toda gracia, nos diste una Madre, la madre del amor hermoso, y hoy permites a sus hijos encontrarse reunidos en su casa, en torno a ella. Gracias por tu siervo, hermano y padre nuestro Francisco, que después de 800 años sigue siendo «forma minorum, virtutis speculum, recti via, regula morum».

Con temor y temblor

3. Me dirijo a vosotros, hermanos capitulares, y a través de vosotros a todos los hermanos de la Orden, con temor y temblor, pues soy consciente de que no dispongo de palabras apropiadas para acercarme a la verdad del presente, ni tengo entre manos la llave del futuro. Creo simplemente que el Señor, con amorosa providencia, me ha confiado el ministerio de siervo de la Fraternidad, y me ha dado la responsabilidad, la gran responsabilidad, de ser para los hermanos centinela de la mañana (cf. Is 21, 1-12), testigo de la esperanza que Él, por pura gracia y a pesar de mi fragilidad, ha puesto en mi corazón.

Me dirijo a vosotros con temor y temblor, porque he de referirme a la vida concreta de los hermanos, y también a la historia de gracia y de salvación que el Señor va escribiendo en nuestra vida personal y fraterna, y esto sólo merece admiración y respeto.

Me dirijo a vosotros con temor y temblor, porque tratándose de la vida de los hermanos, ésta siempre es mucho más rica que la descripción que de ella ninguno de nosotros pueda hacer. Por mi parte, sólo podré tomar en consideración lo que está a la vista; y todos sabemos que la vida es, sobre todo, lo que no se ve, lo más íntimo de nosotros mismos, nuestras actitudes, nuestros sentimientos, nuestros afectos, la fe, esperanza y caridad con que el buen Dios ha enriquecido la vida de los hermanos.

Me dirijo a vosotros con temor y temblor porque mis apreciaciones, por más cuidado que ponga en matizarlas, no dejarán de ser apreciaciones subjetivas. Soy consciente de que la descripción de la vida de la Orden que me propongo hacer será necesariamente incompleta y, en los pareceres expresados será manifiestamente mejorable. En lo que diré, puede que algunos hermanos no vean reflejada su experiencia personal, puede que alguno se sienta no suficientemente comprendido, puede incluso que alguno se sienta herido. Por ello pido ya desde ahora que se me perdone y os confieso que al escribir estas páginas, mi deseo más ardiente es que en mi palabra resuene sólo el que es la Palabra, en mi voz la voz de Cristo el Señor, el único que es capaz de poner vida también en el reino de la muerte.

Pido al Padre del cielo que mis palabras, como las de Jesús de Nazaret, lleven a vuestros corazones el soplo del Espíritu. Pido que la gracia de lo alto nos toque el corazón, nos libere del miedo, de la tristeza y de la nostalgia, y avive en nosotros el fuego que hay bajo nuestras cenizas.

Sé que corro el riesgo de intentar más de lo que soy capaz de hacer -dame, Señor, fe recta-. Sé que corro el riesgo de equivocarme al aventurarme en propuestas de futuro -dame, Señor, esperanza cierta-. Sé que corro el riesgo de medir con criterios mundanos nuestras posibilidades -dame, Señor, caridad perfecta-. Desde la fe, la esperanza y la caridad, quiero dirigirme a vosotros, convencido de que nos encontramos en un tiempo, en el que hemos de tomar decisiones que afectan a la vida de la Orden, un tiempo de gracia, que hemos de aprovechar, pues el Señor se hace cercano. Estoy convencido de que mis palabras, nacidas del amor que siento por los hermanos que el Señor me ha confiado y de la responsabilidad que he asumido al aceptar ser vuestro Ministro y siervo, pueden contribuir, por la gracia del Señor, a que la Orden, con formas adecuadas a las necesidades del presente, avance decididamente por el camino de su vocación, y los hermanos se dispongan a escribir una página nueva, más luminosa si cabe, de esa historia nuestra que ha comenzado hace ocho siglos. A vuestro lado quiero caminar; con vosotros quiero vivir el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, con vosotros quiero servir a todos los hombres nuestros hermanos.

Y lo que por ignorancia u olvido no sea capaz de hacer yo, lo supla vuestro trabajo y, sobre todo, la fuerza del Espíritu Santo, verdadero Ministro de la fraternidad, que nos empuja hacia el futuro, para seguir realizando en nosotros sus maravillas (cf. VC 110), como un día las hizo con el pobre y humilde Francisco y como hizo con muchos hermanos y hermanas a lo largo de estos 800 años de gracia.

Roma, 8 de Mayo 2006. Fiesta de S. María Mediadora.

Introducción
CERTEZAS ÍNTIMAS

4. No sé si considerarlas como normas de comportamiento, como criterios de discernimiento, o como luces para caminar en la noche; tal vez sean todo eso a la vez; aquí las voy a llamar «certezas íntimas», certezas impresas por la gracia de Dios en las tablas del corazón.

En mi vida personal y en el ministerio que me ha sido confiado de animar y estimular a los hermanos a progresar de lo bueno a lo mejor (cf. EEVC 3,1), hay algunas certezas que me mueven y que deseo compartir con vosotros, pues pueden ayudar a entender mejor cuanto seguirá. Soy consciente de las incoherencias que mi vida presenta en relación con esas certezas íntimas, pero no por ello dejan de ser norma para mi conciencia, criterio para mi juicio, y luz que el Señor ha puesto en mi vida para guiar mis pasos en la dirección justa.

El Evangelio aún es Evangelio

5. Ésta es la primera de mis certezas. El Evangelio sigue siendo la noticia, bella como la gracia, y ardiente como el amor, que transforma a quien la recibe con corazón de niño: «Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt 11,25). El Evangelio sigue siendo manantial de bienaventuranza para quien, como María de Nazaret, lo acoge con corazón pobre y disponible: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). El Evangelio sigue siendo camino de libertad para quien, como Francisco, lo acoge en su inmediatez, en su frescura, en su radicalidad: «Esto buscaba, esto quiero vivir...» (1 Cel 22). El Evangelio sigue siendo Evangelio, cuando cada uno de nosotros, aun contando con nuestras pobrezas, se atreve a vivirlo.

A distancia de 800 años, los Hermanos Menores somos llamados a situarnos ante el Evangelio como niños, pues «de los tales es el reino de Dios» (Mc 10,14); como pobres, pues ellos son bienaventurados (cf. Lc 6,20); con la alegría de quien encuentra la dracma perdida (cf. Lc 15,8ss); con la sorpresa de quien lo descubre por primera vez en su frescura, pues sólo así lo transformaremos en vida y Regla (1 R 1,1), sin domesticar sus exigencias radicales (cf. Sdp 2).

A distancia de 800 años de la experiencia de Francisco, los Hermanos Menores somos llamados a encontrarnos, libres e indefensos, con el Evangelio; somos llamados a dejarnos iluminar por él; a dejarnos cuestionar por él, para que nuestra vida recupere el sabor y la juventud de los orígenes; para que nuestra vida escandalice y cuestione, como escandalizaba y cuestionaba la vida de Francisco y sus primeros compañeros.

A distancia de 800 años de la conversión de Francisco al Evangelio, también los Hermanos Menores somos llamados a descubrir el Evangelio como libro de vida, -sin reducirlo a ideología, una más entre otras muchas-, a asumirlo como libro de cabecera, texto fundamental en nuestra formación, que ilumine nuestras opciones y las pueda justificar.

Queridos hermanos: volvamos al Evangelio, porque volver al Evangelio es volver a Cristo, el único que puede justificar nuestra vida. Volvamos al Evangelio, porque volver al Evangelio es revivir la gracia de los orígenes. Volvamos al Evangelio y nuestra vida recobrará la poesía, la belleza y el encanto de los orígenes. Volvamos al Evangelio y seremos rescatados de nuestras miserias y de nuestras esclavitudes, de nuestros miedos y de nuestras tristezas, y rescataremos a nuestros hermanos los hombres de sus miserias y esclavitudes, de sus miedos y tristezas. Volvamos al Evangelio y respiraremos aire puro, y nuestras propuestas serán nuevas, y la inteligencia, valentía, generosidad, fidelidad de tantos hermanos, gastadas sin reservas y sin restitución, darán fruto, y fruto abundante.

Todo el esfuerzo que estamos haciendo para dar pasos en la refundación de nuestra Orden, todas las reformas, todos los esfuerzos por acomodar las instituciones a las nuevas situaciones, todo lo que estamos haciendo para encarnar en la vida de cada día las Prioridades de la Orden, todo este esfuerzo no valdría de nada, sería estéril, si no volvemos al Evangelio.

En este momento de gracia, para acoger la gracia de los orígenes, aceptemos el Evangelio como «fuerza de Dios para quien cree» (Rom 1,16; cf. 1 Cor 1,18); que no se convierta para nosotros, como para los incrédulos, en escándalo y locura (cf. 1 Cor 1,18. 21. 23); que no permanezca velado para nosotros, cegados por «el dios de este mundo» (2 Cor 4,4). Recibámoslo en «la obediencia de la fe» (Rom 1,5), abrámonos al «Evangelio de la gracia» (cf. Hch 20,24).

Sí, hermanos, el Evangelio sigue siendo Evangelio. ¿En qué medida lo es para nosotros que lo hemos profesado como Regla y vida? Dejemos que el Evangelio sea Evangelio para nosotros Hermanos Menores. Liberemos el Evangelio, y el Evangelio nos liberará.

Estamos en un momento de crisis

6. Vivimos un momento de crisis, mejor aún, vivimos en la crisis. No la crisis de la Iglesia y de la Orden frente al mundo que sería el poseedor de lo real. No la crisis de la sociedad, de la cual la Iglesia y nosotros mismos tendríamos la solución.

En nuestro caso crisis significa un momento de paso marcado por tiempos de dificultad, a veces de desorientación y seguramente de sufrimiento, en los que emergen interrogativos, necesidades y urgencias inesperadas que llevan a una nueva opción, y que -al final- hacen que emerja casi una nueva identidad. En este sentido bien podemos parangonar la crisis con un cruce de caminos, ante el cual la persona tiene que elegir lo que intenta ser. Es, por lo mismo, un período de prueba, de búsqueda, de discernimiento y de sufrimiento, pero también de crecimiento, de novedad. La crisis requiere las actitudes propias del que camina en el desierto, es decir, la constancia en el camino, el silencio para la escucha, la necesidad de un guía, la libertad interior y la pobreza para esperar y disponerse a recibir ayuda. La krisis es el discernimiento, el juicio, la urgencia de ir más allá.

Ir mas allá, pasar a la otra orilla... (cf. Mt 8,18; 9,1; 14,22) ¿Tendremos la valentía y la osadía de hacerlo? ¿Tendremos la valentía y la osadía de poner el vino nuevo en odres nuevos? (cf. Mc 2,22). ¿Tendremos la valentía y la osadía de «volver a lo esencial... para nutrir desde dentro, con la oferta liberadora del Evangelio, a nuestro mundo fragmentado, desigual y hambriento de sentido»? (Sdp 2). ¿Tendremos la valentía y la osadía de proponer el «reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad» de Francisco, «como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy»? (VC 37). ¿Tendremos la valentía y la osadía de volver a «los manantiales de agua viva» (Jr 2,13), «acoger el Espíritu» y disponernos a «nacer de nuevo» (Jn 3,3)? ¿Tendremos la valentía y la osadía de dejarnos arrastrar por la fuerza del Espíritu a los claustros olvidados? (cf. Sdp 37). ¿Tendremos la valentía y la osadía de alargar el espacio de nuestra tienda? (cf. Is 54,2) ¿Tendremos la valentía y la osadía de soñar? ¿Tendremos la valentía de apuntarnos a la refundación con todo lo que este camino lleva consigo?

Sólo una respuesta positiva a estos interrogantes hará de la crisis un momento de gracia, a pesar de que pone en movimiento un período de sufrimiento y de purificación dolorosa -como diría san Juan de la Cruz-, un camino en el desierto, un salir de la tierra hasta ahora conocida, como Abrahán, sin saber ni a donde se va ni, menos aún, qué es lo que sucederá (cf. Gn 12,1ss).

Pero, para dar una respuesta positiva a estas preguntas es necesario, ante todo, vencer el miedo. El miedo de nosotros mismos, de la debilidad de nuestro camino, del carácter extremadamente vulnerable de cuanto intentamos hacer. Sentimos necesidad de seguridad. El miedo, que parece defendernos y protegernos, en realidad nos amarra a grandes o pequeñas seguridades que nos hacen sentir cómodos, que nos permiten sentirnos bien.

A veces, o tal vez con demasiada frecuencia, pensamos que basta la buena voluntad, la voluntad pura y simple para ir más allá.

Pero no, no basta la buena voluntad. Es necesario tener la valentía de arriesgar nuestra pobre palabra para extraer de un silencio de muerte lo que crea espacio a la vida. Y para ello es necesaria la fe en aquel para el cual nada hay imposible (Lc 1,37), fe en el que hace nuevas todas las cosas (Ap 21,5), fe en el que es «la estrella brillante de la mañana» (Ap 22,16), fe en el que camina en medio de nosotros (cf. Ex 34,9). Sin fe, sin confianza, sin abandono en el Señor, seremos víctimas de nuestros análisis sin futuro, de nuestro realismo asfixiante, de nuestras pobrezas sin esperanza de superación.

Por otra parte siento que, si queremos pasar a la otra orilla, lo primero que hemos de hacer es romper el lenguaje que "dice la verdad", pero falsamente. No hay peor mentira que decir falsamente la verdad. Y decimos falsamente la verdad cuando, dejando a un lado los valores, cedemos a la ideología. Cuando hablamos de fraternidad en lugar de vivir la comunión de vida en fraternidad que, entre otras cosas, comporta aceptar al otro como hermano, y aceptar sus diferencias como manifestaciones de la riqueza de los dones del Señor. Y decimos falsamente la verdad cuando hablamos de minoridad, de opción por los pobres y de justicia, paz e integridad de la creación, en lugar de estar al lado del que sufre, de sentimos contentos cuando tratamos con la gente que no cuenta, de vivir valores tan sagrados como la justicia, la paz y la integridad de la creación dentro de nuestras fraternidades y fuera de ellas. Decimos falsamente la verdad cuando hablamos de Francisco como «el hijo del viento, del Espíritu», y nos proclamamos itinerantes, y luego permanecemos anclados en nuestra "estaticidad", en la rutina del «así se hizo siempre», en la esclavitud de las estructuras.

Hermanos: el nuestro es un momento de crisis. ¿Somos conscientes de ello? Es hora de despertarnos y de vigilar (cf. 1 Tes 5,6). ¿Estamos dispuestos?

El presente exige de nosotros audacia y osadía

7. Estamos viviendo un tiempo nuevo. Se necesitan, por tanto, opciones nuevas, opciones alternativas: «Vino nuevo en odres nuevos» (Mc 2,22).

Desde la celebración del último Capítulo General Extraordinario en Santa María de los Ángeles, en 1976, se han hecho en la Orden muchos análisis a todos los niveles: local, provincial y general. Estos análisis eran necesarios y, por lo que yo puedo conocer, han sido lúcidos. Los documentos emanados, principalmente por los Capítulos generales y por los Capítulos provinciales, así nos lo hacen pensar.

Seguramente tendremos que seguir interrogándonos sobre nuestra vida y analizando la situación en que nos encontramos y la situación de la sociedad en que vivimos, conscientes de que, como dice un amigo mío, cuando aprendemos la respuesta, nos cambian la pregunta; seguramente tendremos que volver a empezar de nuevo. La fidelidad, hoy más que nunca, sufre de soledad, por eso debe ir siempre acompañada de la creatividad (VC 37). Sin embargo en este momento ya no basta con seguir analizando o preguntándonos, precisamente porque la fidelidad debe ser creativa, es necesario pasar de la ortodoxia a la "ortopraxis" (G. Bini, La Orden franciscana, hoy, I, p. 9), es necesario optar por líneas de acción concretas (cf. NMI 3), es necesario pasar a la otra orilla, es necesario vivir el presente «no sólo como memoria del pasado, sino como profecía del futuro» (NMI 3). Y para ello son necesarias audacia y osadía evangélicas. Audacia y osadía como antídotos contra el miedo: «No tengáis miedo», nos repite hoy el Señor, como hace siglos dijo a las mujeres que el primer día de la semana se acercaron al sepulcro (Mc 16,6). Audacia y osadía como antídoto contra el realismo asfixiante: «Todo lo puedo en aquel que me conforta», debiéramos poder decir nosotros como Pablo (Fil 4,13). Audacia y osadía que nacen de la certeza de que el Señor está siempre con nosotros: «¿Por qué se turba vuestro corazón?» (Lc 24,38), «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Sí, necesitamos audacia y osadía que nacen de la fe renovada en aquel para el que nada hay imposible (cf. Lc 1,37).

¿Estamos dispuestos a asumir la creatividad como compañera de la fidelidad?

El presente exige de nosotros la fuerza de la fe

8. Asumir el Evangelio como Buena Noticia, pasar a la otra orilla, vivir el presente con audacia y osadía evangélicas, ponernos en camino, presupone la fe. Sin fe, nada de esto es posible. Sin fe, el peligro de instalarnos, de repetirnos, de anular los sueños más profundos, de perder, poco a poco, la alegría que brota de la pasión en la vivencia de nuestra vocación y misión (cf. Sdp 6), es más que una posibilidad.

Los creyentes -Abrahán, nuestro padre en la fe (cf. Plegaria eucarística I); María, la mujer creyente; Jesús, el autor y consumador de nuestra fe (cf. Heb 12,2); Francisco, humilde siervo de Cristo pobre y crucificado; la Iglesia que, unificada por virtud y a imagen de la Trinidad, aparece ante el mundo como cuerpo de Cristo y templo del Espíritu (cf. Prefacio VIII dominical del T. O.)- todos fueron invitados, y en ellos también nosotros lo somos, a «salir de la tierra nativa, de la casa paterna», a ponernos en camino «hacia la tierra que el Señor nos mostrará» (cf. Gn 12,1).

Como ellos, también nosotros nos pondremos en camino sólo movidos por la fe en la Palabra de Dios. Por la fe en sus promesas saldremos sin saber a dónde vamos; por la fe emigraremos como extranjeros a la tierra prometida; por la fe nos haremos hombres del camino y habitaremos en tiendas, esperando la ciudad con cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios (cf. Heb 11,8-10).

Movidos por la fe en la Palabra de Dios contemplaremos la realidad con los ojos de la fe y nos moveremos en esa realidad guiados por la luz de la fe, y cuando un día alcancemos lo que esperamos, entonces la fe -que es hoy nuestra luz y nuestros ojos-, desaparecerá. En efecto, «esperanza de lo que se ve ya no es esperanza; ¿quién espera lo que ya ve?» (Rom 8,24); y en otro lugar leemos: «La fe es anticipo de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven» (cf. Heb 11,1).

A nosotros no nos pondrá en camino la hermosura descriptible y efímera de lo que vemos, sino la belleza inefable y permanente de lo que esperamos. Por eso renunciamos a fijar nuestras tiendas «en las ciudades de la vega», aunque ésta pueda parecernos «un jardín de Dios» (cf. Gn 13,10-12), y nos hacemos seguidores de Cristo pobre y crucificado, en quien esperamos encontrar la plenitud de las bendiciones de Dios sobre nuestra vida.

Es el momento de ejercitarnos en la fe, de movernos desde la fe, de vivir de la fe. Sólo la fe nos permite ver que todo es gracia y que en todo se nos manifiesta el infinito amor que Dios nos tiene. Ésta es la fe que mueve montañas, la esperanza que pone en marcha a los hijos de la Iglesia, el amor que abre caminos hacia el futuro. Ésta es la vida que llena de paz el corazón de todos nosotros.

San Francisco y su forma de vida siguen siendo actuales

9. San Francisco no es seguramente el santo más popular, pero sí el santo más universal y actual. De su universalidad dan testimonio los miles de seguidores esparcidos por todo el mundo, no sólo dentro de la Iglesia Católica, sino también en otras Iglesias hermanas. San Francisco no es patrimonio exclusivo de los franciscanos o de los católicos, es, en realidad, el santo de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. De su actualidad nos hablaba Juan Pablo II en su mensaje al Capítulo de Pentecostés 2003: «El atractivo de San Francisco es muy grande» (n. 5). Con razón ha sido elegido como el hombre del II milenio.

Ante semejante constatación es lógico que le preguntemos también nosotros: ¿por qué a ti?, ¿por qué a ti? Personalmente me lo he preguntado muchas veces y la respuesta que encuentro es siempre la misma: el secreto de la fascinación que sigue suscitando Francisco después de 800 años está en su "inactualidad". Francisco, como todo profeta, es "inactual", va siempre más allá, se anticipa al futuro, no se deja atrapar por el presente.

Es la suerte de los centinelas (cf. Is 21,11-12) y de quien se siente verdadero «peregrino y forastero en este mundo» (1 Pe 2,11; cf. 2 R 6,2); es la condición del homo viator o en statu viae, del creyente en búsqueda constante, del seguidor de Jesús y de quien, como Francisco, hace del Evangelio su Regla y vida (cf. 2 R 1,1); es el destino de todo peregrino que hace suyo este código: «Acogerse bajo techo ajeno, sentir sed de la patria, caminar en paz» (LM 7,2).

Lo actual pasa, pero el Evangelio, como forma de vida, no pasa: «Jesucristo [evangelio del Padre a la humanidad] es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). Como no pasa de moda quien, como el Poverello, asume el Evangelio como Regla y vida, como exigencia de totalidad.

Desde su actualidad, o mejor desde su "inactualidad", Francisco nos provoca, nos llama a vivir con radicalidad el mensaje de Jesús, a «abrir el oído de nuestro corazón para escuchar atentamente la voz del Hijo de Dios» (CtaO 6), y a la total entrega de sí y de las propias fuerzas para la causa del Reino. Desde su "inactualidad" Francisco nos invita a dejarnos tocar por la mano de Cristo, a dejarnos conducir por su voz y sostenemos por su gracia (cf. VC 69).

¿Acogeremos estas provocaciones? ¿Tendremos la valentía de dejarnos tocar por Cristo, de asumir realmente el Evangelio como Regla y vida? De la respuesta que demos a estas preguntas dependerá nuestra actualidad o, mejor, nuestra "inactualidad", dependerá nuestra capacidad de hacemos significativos y nuestra capacidad de provocar.

10. Estas son algunas certezas de las que partiré a la hora de intentar hacer un diagnóstico de nuestra vida y misión en el momento actual y al hacer algunas propuestas de cara al futuro. Estas son las certezas desde las cuales os propongo partir también a vosotros mis queridos hermanos.

Pido al Señor que me dé lucidez para hacer un análisis lo más objetivo posible de la situación de la Orden en estos momentos delicados y duros (cf. VC 13), y, al mismo tiempo, pido audacia y osadía evangélicas para hacer propuestas que ayuden a los hermanos a mantener viva la llama profética de nuestra forma de vida -la gracia de los orígenes-, de tal modo que podamos seguir siendo evangelio viviente «para nutrir desde dentro, con la oferta liberadora del Evangelio, a nuestro mundo fragmentado, desigual y hambriento de sentido, tal como hicieron en su tiempo Francisco y Clara de Asís» (Sdp 2).

Preámbulo
PASADO, PRESENTE Y FUTURO
DE NUESTRA VIDA Y MISIÓN

11. Pasado, presente y futuro se implican y se explican mutuamente. Si el pasado es un texto y el presente es su interpretación, el futuro es lo que mueve al presente y da sentido pleno al pasado. El pasado constituye las raíces del presente y, al menos en alguna medida, lo condiciona; el presente, a su vez, ilumina el pasado y éste cobra su verdadero sentido desde aquél; el futuro, por otra parte es, de algún modo, presente. Ni pasado sin presente, ni presente sin apertura al futuro. Pasado, presente y futuro son inseparables.

Nuestro pasado, presente y futuro, en cuanto Hermanos Menores, están íntimamente unidos por un fuerte dinamismo que le viene de su capacidad de ir/salir, encontrarse, edificar y testimoniar. Estas cuatro expresiones verbales, que normalmente se suceden y ciertamente se complementan, son las que cualifican nuestro pasado y hemos de esperar que califiquen también nuestro presente y nuestro futuro.

Ir/salir revela una cierta itinerancia física y espiritual, que ha caracterizado y debe seguir caracterizando a los que han prometido vivir «sine proprio», sin nada propio. Encontrar, consecuencia del ir, indica una actitud y un programa de vida, típico del Hermano Menor, dinamizado por la voluntad de dialogar con el "otro", por distinto que sea, de conocimiento recíproco, de intercambio de puntos de vista, de compartir experiencias. Edificar es la actitud creativa que hace posible la apertura del ir y del encontrar hacia el futuro y, a la vez, les da consistencia. Testimoniar es la meta de los tres movimientos anteriores; es lo que los justifica y les da fuerza, y es lo que realmente abre nuestra vida y misión al futuro.

Juan Pablo II, al concluir el gran jubileo del año 2000, en su Carta Apostólica Novo Millenio Ineunte, nos invitaba a «recordar el pasado con gratitud, vivir con pasión el presente, y abrirnos al futuro con esperanza» (NMI 1). Es el camino que deseo recorrer con todos los hermanos y es el esquema que seguiré en lo que sigue.

PRIMERA PARTE
RECORDAR CON GRATITUD EL PASADO

12. Al volver la mirada hacia nuestro pasado, llevados del compromiso por la verdad, hemos de reconocer los errores cometidos, pero hemos de reconocer igualmente que nuestra historia está llena de páginas heroicas que escribieron, muchas veces con su propia sangre y siempre con su testimonio, nuestros antepasados. Mientras por los errores cometidos no dudamos en pedir perdón, por todo el bien que el Señor ha realizado a lo largo de estos 800 años de historia de nuestra Fraternidad, queremos ser gratos y restituírselo «al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7,4), con un canto de acción de gracias.

Movidos por esa exigencia acuden espontáneas a nuestro corazón y a nuestros labios las palabras del Apocalipsis: «Gracias te damos, Señor, Dios omnipotente» (Ap 11,17). Creo que es justo y necesario vivir este jubileo de la fundación de nuestra Orden como un «único e ininterrumpido canto de alabanza a la Trinidad» (Bula Incarnationis mysterium, 3), al «omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios» (1 R 23,1). Por ello abrimos nuestro corazón a la alabanza y con el salmista repetimos: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 88,2).

En esta dimensión de alabanza y de gratitud se mueve toda respuesta auténtica de fe a la acción del Señor en la historia de nuestra Fraternidad. Nuestra historia es una historia de gracia, revelación asombrosa de un Dios que no cesa de obrar maravillas en los hermanos y por medio de los hermanos, haciendo posible la generosidad de la entrega y manifestando la gloria de la gracia divina en nuestras reconocidas fragilidades.

Custodios de la memoria

13. No es éste el marco para ofrecer ni siquiera una síntesis de la historia de los 800 años de nuestra Fraternidad. Tenemos una historia grande y hermosa para contar y para transmitir. Pero quisiera rendir un merecido homenaje de gratitud a cuantos nos han precedido y han escrito páginas gloriosas de esa historia que ahora con orgullo llamamos nuestra.

Con suma gratitud pensamos en todos los hermanos que, comenzando por el mismo Francisco, han salido de su tierra y han ido al encuentro de otras gentes: a partir del año 1217, los hermanos salieron de Italia hacia Alemania, España, Francia, Hungría y Portugal; luego se dirigieron al norte de África, donde Berardo y sus compañeros dieron testimonio de Cristo; luego se volvieron al extremo Oriente, a las tierras de la China, a donde llegó primero, en 1246, Juan de Pian de Carpine, y luego, en 1305, Juan de Montecorvino; y cuando se abrieron las rutas hacia el continente americano, los hermanos se dirigieron a aquellas tierras para llevarles el único tesoro de que disponían, el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo.

Queremos recordar aquí también a Odorico de Pordenone, evangelizador en Armenia, Persia, India, Indonesia, China, Tartaria, y el Tíbet; a Tomás de Tolentino, evangelizador de Persia y Armenia; a Giacomo della Marca, evangelizador en Dalmacia, Croacia, Albania, Bosnia, Austria, Boemia, Saxonia, Prusia, Polonia, Dinamarca, Noruega, Suiza y Rusia; a Juan de Dukla, evangelizador en Rutenia y Armenia; a Ladislao de Gilniow, que evangelizó en Rusia y Lituania. Son sólo algunas de las figuras más ilustres que salieron de su tierra para proclamar el Evangelio en tierras distantes de sus tierras de origen.

14. Sentimos un profundo reconocimiento hacia cuantos han hecho del encuentro con los demás la forma primera y principal de su actividad misionera. Además de los hermanos citados anteriormente, y del mismo Francisco que buscó con caridad evangélica el encuentro con el Sultán, y puso de ese modo las bases para nuestra misión «ad gentes», cabe recordar, entre otros, a Juan de Montecorvino, que tradujo el Nuevo Testamento y el Salterio a la lengua tártara; a Tomás de Florencia y Alberto de Sarteano, que trabajaron con los Coptos, durante la celebración del Concilio de Florencia; a Martín Ignacio de Loyola, que en el sínodo de Asunción adoptó como lengua de comunicación del Evangelio al pueblo guaraní la lengua de aquel pueblo; a San Diego de Alcalá, catequista en las Islas Canarias; a Juan de Silva, misionero en La Florida, que nos dejó las primeras noticias sobre la tribu Timucua y su lengua, a la que tradujo varios devocionarios; a Pedro de Gante, músico, que compuso un himno a San Francisco en lengua náhuatl; a Juan de Zumárraga, fundador de la Iglesia mejicana; a Toribio de Motolinía, de Benavente, y a Jerónimo de Mendieta, conocidos por sus trabajos etnográficos y lingüísticos sobre los indios en América; a Pedro de Álvaro y a Pablo de Jesús, compiladores de gramáticas y de diccionarios en lengua indígena; a Luis Bolaños, a quien se debe la idea de fundar las "reducciones"; a Junípero Serra, fundador de las misiones en California; a Bernardino de Sahagún, educador de la clase aristócrata de los indígenas y gran conocedor de la antigua cultura mejicana; a Jerónimo Mendieta, a Juan de Torquemada, a Andrés de Olmos, todos ellos grandes evangelizadores de Méjico; a Pedro de la Piñuela, que publicó por primera vez un catecismo en chino; y, en tiempos más recientes a nosotros, a Fr. Gabriel María Allegra, traductor de la Biblia al chino.

15. Nuestro recuerdo agradecido va a quienes edificaron, para dar solidez a su presencia en medio de las gentes. Nuestros apóstoles comprendieron bien pronto la necesidad de cierta creatividad en el campo de las estructuras. Entendieron que no era posible llevar a la práctica un proyecto eficaz de relaciones culturales sin un aparato organizativo adecuado. No pudiendo citar aquí todas las "edificaciones" realizadas por nuestros hermanos de ayer, deseo simplemente hacer mención de algunas de ellas que me parecen sumamente significativas. Así, Lucas Wadding, uno de los mayores organizadores del saber franciscano, que fundó en Roma un Colegio de estudiosos para la publicación de la Historia de la Orden y de los escritos de Juan Duns Escoto. La fundación de los Colegios misioneros de San Bartolomé y San Pedro in Montorio -en Roma-, para la formación de los misioneros destinados al Lejano y Medio Oriente; y en Priego de Cuenca, Santiago de Compostela y Chipiona -en España-, para la formación de los misioneros destinados a Marruecos; así como la fundación de los Colegios de Propaganda Fide para los misioneros destinados a Latinoamérica -Herbón, Querétaro, Guatemala, Zacatecas, Méjico, Pachuca...-. La fundación de centros de estudio, entre los que cabe citar: la fundación de la Universidad de Alcalá de Henares -España- por obra de Francisco Ximénez de Cisneros, humanista y reformador, bajo cuyo patrocinio se realizó la Biblia Políglota de Alcalá; la fundación del Antonianum -Roma- y del Colegio de Quaracchi, hoy Colegio San Buenaventura de Grottaferrata, por parte del Ministro general Bernardino de Portogruaro; la fundación del Colegio que daría origen a la Universidad de San Buenaventura -en USA-, por parte de Panfilio da Magliano; y la fundación de la Comisión Escotista y la Pontificia Academia Mariana Internacional, por Carlos Balic.

En este contexto también merece mención especial Pedro de Gante, fundador de las primeras escuelas para los niños indígenas en Méjico, y la fundación de los Montes de Piedad en el s. XV, ideados por los franciscanos para combatir la usura y humanizar la relación con los bienes. Almas de esta institución, entre otros, son Pedro de Juan Olivi, uno de los iniciadores de la reflexión sobre la ética económica, y San Bernardino de Siena, gran promotor de los Montes de Piedad.

16. Finalmente queremos mostrar nuestra gratitud a todos aquellos que, doctos o simples, pastores o eremitas, letrados o zapateros, matemáticos o carpinteros, filósofos o porteros, teólogos o limosneros... han dado «testimonio de la belleza del seguimiento del Señor» (cf. VC 66), de Cristo pobre y crucificado, en las más diversas circunstancias de la vida, haciendo que nuestra historia sea una historia de santidad, coronada por más de 300 mártires, 128 beatos y 68 santos. La Iglesia ha reconocido la santidad de muchos, el pueblo ha "canonizado" a muchos más. Hermanos de todos los continentes muestran cómo la santidad es la dimensión que mejor expresa la sequela -el seguimiento- de Cristo, tal y como la vivió y la quiso Francisco.

17. Ésta es parte de nuestra historia, de la historia de nuestra Orden, de la historia de nuestra familia. Una historia que no siempre conocemos y que muchas veces no logramos contar ni transmitir. En esa historia del pasado no faltan, como tampoco faltan en nuestro presente, momentos y actitudes por los que hemos de pedir perdón. Sí, en nuestra historia no faltan infidelidades con las que hermanos nuestros, y tal vez nosotros mismos, a lo largo de estos 800 años, han o hemos ensombrecido esa "gran historia" que contar y transmitir. Llamados a celebrar las maravillas del Señor en nuestra historia, queremos también purificar nuestra memoria, «para reforzar nuestros pasos en el camino hacia el futuro, haciéndonos a la vez más humildes y atentos en nuestra adhesión al Evangelio» (NMI 6).

Vivir el pasado como crecimiento

18. Siendo nuestra historia «una experiencia del Espíritu» (cf. MR 11) y reconociendo en ella una experiencia original re-vivida, custodiada en fidelidad creadora, profundizada y desarrollada por los hermanos a lo largo de estos 800 años, no por ello hemos de olvidar que nuestra fidelidad a ella no consiste en hacer durar el pasado, sino en superarlo, en hacerlo entrar y vivir en el presente y proyectarlo en el futuro.

La verdadera fidelidad a nuestra tradición es continuación o prolongación, no simple imitación o repetición. La verdadera fidelidad no es la repetición de un momento de la historia, aunque se le considere privilegiado, sino que es vida, transmisión, crecimiento. Lo propio de la fidelidad es ser siempre joven. Ella es la que da a cada momento su frescor. La fidelidad es creativa (cf. VC 37), es hacer nosotros hoy lo que Francisco y nuestros hermanos de ayer hicieron en sus tiempos, y, de este modo, «ser nosotros mismos signos de vida legibles para un mundo sediento de "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Is 65,17)» (Sdp 7).

El mejor servicio que podemos hacer a nuestra historia, es recoger lo mejor del pasado y actualizarlo, sin repetirlo materialmente. El mejor servicio que podemos y debemos hacer a Francisco y a sus seguidores en estos 800 años de historia, es hacer lo que ellos harían si vivieran hoy. El mejor servicio que podemos hacer a nuestra historia es «reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad» (cf. VC 37) de Francisco y de muchos hermanos que nos han precedido. Ni ruptura con el pasado, ni simple repetición, sino fidelidad creativa a la actitud vital de adhesión incondicional a Cristo y de docilidad abierta al Espíritu, en obediencia activa a la Iglesia y en servicio generoso a los hombres, con preferencia a los más pobres de los pobres, como lograron Francisco y tantos de nuestros hermanos.

¿Cómo nos situamos, personal e institucionalmente en relación con nuestro pasado? ¿Desde qué óptica leemos ese pasado? ¿Cómo lo transmitimos? ¿Qué nos está pidiendo la fidelidad creativa en relación con nuestra historia? Con frecuencia constatamos que se da un sentido débil de pertenencia a la Orden. ¿No estará en el desconocimiento de nuestro pasado, de nuestra historia, una de las causas de esa desafección por la Fraternidad universal?

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