DIRECTORIO FRANCISCANO
Documentos franciscanos oficiales

La vocación de la Orden hoy.
Declaración del Capítulo general OFM, Madrid 1973

NOTAS Y COMENTARIOS

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[Estas "Notas y comentarios" no forman parte de la Declaración capitular, sino que fueron añadidas al documento oficial, traducido del original francés, por nuestra revista Selecciones de Franciscanismo (n. 6, 1973, pp. 293-335), que las tomó de los textos que le facilitaron los PP. Bernardino Beck y Sebastián López, y de la documentación capitular. Aquí las hemos reducido considerablemente.]

La vocación de la Orden hoy

1) El título del documento, «La Vocación de la Orden hoy», nos alerta desde el comienzo sobre la finalidad principal que ha presidido su elaboración. El acento se pone sobre el «hoy». No porque esto sea lo más sustantivo y principal, sino porque esto es lo más nuevo y por descubrir. La vocación de la Orden, la Vida y Regla que diría Francisco, es un dato conocido y profesado por todos y cada uno de nosotros. Desde él, nuestra identidad es clara, aunque no definitivamente descubierta. Lo que necesita aclaración es la encarnación de dicha vocación en nuestro hoy y aquí. Es el eterno problema del cristianismo. La Buena Nueva sólo es inteligible si se traduce al lenguaje de los hombres a los que se anuncia. Dios se despojó de su rango para ser palpable, audible y visible a nosotros (1 Jn 1,1-2). La vocación franciscana no puede sustraerse a esta ley fundamental de la encarnación. De ahí la urgencia, el reto del «hoy» a nuestra vocación. Y ésa, por lo mismo, la finalidad del documento, que, de no tenerse en cuenta, corre el peligro de no entenderse, de estimarse pobre, demasiado funcional y preocupado de la efectividad concreta hacia afuera de la Orden.

Presentación

2) Francisco fue sensible también a esta pregunta sobre la Vida y Regla de los Hermanos Menores, que surgía desde las concretas y determinadas situaciones cambiantes en las que se encontraban sus frailes, y a las que obedecen los cambios introducidos en la Regla, desde la primera redacción en 1209 hasta la definitiva de 1223, por Francisco, en diálogo con sus hermanos en los distintos Capítulos. En la base de este hecho está la dimensión dinámica de la fe, del encuentro con Cristo. Como la Iglesia, nunca definitivamente poseedora de su propio misterio, tampoco la Orden, realidad eclesial al fin, se hace y es de una vez para siempre. Al ritmo del tiempo y del corazón, que recuerda las palabras de Francisco, la Orden va descubriendo toda la riqueza de su propia vocación, su siempre nueva identidad. En este contexto tienen plena validez las recomendaciones de Francisco de conservar sus Escritos, de difundirlos, de leerlos, de entenderlos, de recordarlos, de aprenderlos de memoria y convertirlos en operación, observarlos.

3) Esta búsqueda insistente ha sido afán ya desde el principio de la Orden. Fue la inquietud, por de pronto, de Francisco mismo, desde los primeros días de su conversión hasta el final de la misma: «Oraba con devoción para que Dios eterno y verdadero guiara sus pasos y le enseñase a cumplir su voluntad» (1 Cel 6). «Oyó durante el sueño nocturno que alguien le llamaba y preguntaba a dónde deseaba ir. Contestó Francisco claramente y expuso por completo sus planes, y el que se le había aparecido en sueños añadió: "¿Quién te puede ayudar mejor, el señor o el siervo?" Francisco respondió: "El Señor". Continuó: "¿Por qué, pues, abandonas al señor por el siervo". Francisco dijo: "Señor, ¿qué es lo que deberé hacer?"» (TC 6). «Afanosamente buscaba y devotamente deseaba dar con la manera más a propósito, con el medio más adecuado para entregarse con más encendido anhelo al Señor y unirse a Él más perfectamente, según el consejo y beneplácito de su voluntad. Ésta fue siempre su ciencia, éste el supremo deseo que durante su vida abrigó de continuo: indagar de los sencillos y de los sabios, de los perfectos y de los imperfectos, cómo podría hallar el camino de la verdad y llegar a la encumbrada cima de su aspiración» (1 Cel 91). «El bienaventurado Francisco, mientras oraba de continuo en algún lugar, o cuando iba predicando por el mundo, siempre estaba preocupado por conocer la voluntad del Señor según la cual le pudiese complacer más» (LP 93; cf. n. 100). La misma pregunta le hacen con frecuencia sus primeros hermanos (cf. LP nn. 66 y 69).

4) La Declaración, por tanto, no se propone una definición de la vida franciscana desde dentro, sino de cara al mundo actual, subrayando aquellos aspectos de la misma que más sintonizan con las preocupaciones e interrogantes de nuestro mundo. De ahí, la indudable y reconocida incompleta exposición de lo que llamamos Espiritualidad franciscana. La vocación de la Orden, sin duda, puede encarnarse en nuestros días de diversas maneras y tomar expresiones vitales diferentes, partiendo de un fondo espiritual común y dentro de los mismos contornos de un carisma; la Declaración arranca de los orígenes de la vocación franciscana para poner de manifiesto el carisma de San Francisco, su talante y andadura espiritual, la forma de vida que llevó en su tiempo, así como la vida de la Orden y su realidad en nuestros días. El desarrollo de la Declaración no es lineal ni sistemático; se han tenido en cuenta algunos elementos esenciales del franciscanismo (Pobreza, Fraternidad, etc.), de los que se ha considerado tanto su valor evangélico y franciscano, cuanto la forma y manera de vivirlos hoy con autenticidad, con fidelidad a Francisco y atentos al curso de la Historia de la Salvación.

5) La Declaración, por evidente necesidad, ha debido permanecer en el terreno de lo general, válido y aceptable para el conjunto de toda la Orden. De aquí, la necesidad de que cada Provincia, e incluso cada Fraternidad, partiendo de los principios y orientaciones de la Declaración y habida cuenta de la Relación del General, proyecte y aplique en concreto a su situación particular los puntos que quedaron como enunciados universales y un tanto genéricos. Sin esta labor de llevar a la vida real tales enunciados, mediante las oportunas y eficaces aplicaciones a los diversos lugares, culturas, etc., la Declaración perdería mucho de su eficacia. El Capítulo ha querido orientar a la Orden, pero no podía precisar la manera concreta de encarnar unos valores que han de revestir formas vitales diversas, «según los tiempos y frías regiones». Decía la Relación del General, nn. 95 y 145: «Si esto no fuere realizado, el Proyecto no pasará a la vida porque quedará deficiente en cuanto a determinación y orientación concreta y operativa».

Introducción

6) El Obispo de Sabina, Juan de San Pablo, hizo muchas preguntas a Francisco y quiso inducirle a que abrazase la vida monástica. Francisco rehusó tal proposición, no por desprecio, sino por estar firmemente persuadido de que su misión era otra. Reducido el Obispo por las vehementes instancias del siervo de Dios, trabajó el asunto con el señor Papa. «Inocencio, enterado del deseo de aquellos hombres y tras madura reflexión, asintió a su demanda y la hizo efectiva» (1 Cel 33).

7) La expresión define intensa y acertadamente la experiencia espiritual de San Francisco, su carisma, si se quiere. Francisco, el hombre del Evangelio, el absoluto del Evangelio en la Cristiandad, que diría Congar. Él mismo lo afirma con toda claridad: «La regla y vida de los hermanos menores es... guardar el santo Evangelio» (2 R 1; cf. 1 R 1). «Yo, hermano Francisco, quiero seguir la vida y pobreza del altísimo Señor Nuestro Jesucristo» (UltVol). «Y después que el Señor me confió el cuidado de hermanos, nadie me enseñó lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test). Francisco «no había sido un oyente sordo del Evangelio, sino que, reteniéndolo en su mente, se empeñaba tenazmente en cumplirlo a la letra» (1 Cel 22), nos dice Celano al narrar la prontitud con que realizó lo escuchado en el Evangelio de la Misión de los Apóstoles. Esta sedienta acogida del Evangelio, este estar de par en par a su llamada, nos lo expresa así su biógrafo: «La suprema aspiración, el principal deseo y el sumo propósito suyo era observar, en todo y sobre todo, el santo Evangelio e imitar y seguir la doctrina y huellas de N. S. Jesucristo con toda perfección y solícita vigilancia, con todo el afecto de su mente, con todo estudio, con todo el fervor de su corazón» (1 Cel 84).

8) «Entonces el bienaventurado Francisco reunió a todos los hermanos y les habló largo y tendido del Reino de Dios...; después los dividió en cuatro grupos de dos, y les dijo: "Id, carísimos, de dos en dos y recorred todas las partes del mundo, anunciad la paz a los hombres y predicadles la penitencia que obtiene el perdón de los pecados"» (1 Cel 29). «Hermanos carísimos -decía Francisco-, consideremos nuestra vocación. Dios, en su misericordia, nos ha escogido no sólo para nuestra salvación, sino también para salvar muchas almas; marchemos por el mundo exhortando a los hombres, más con nuestros ejemplos que con nuestras palabras, a que hagan penitencia de sus pecados y mantengan el recuerdo de los preceptos divinos» (TC 36). «Para esto os ha enviado Dios al mundo -añadía el Santo-, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que Él solo es omnipotente» (CtaO 9).

Dice Celano: «Recorría Francisco ciudades y pueblos, anunciaba el Reino de Dios, proclamaba la paz y predicaba la salvación y penitencia con el perdón de los pecados, no con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con la doctrina y gracia del Espíritu Santo... Como primero había practicado en sí lo que aconsejaba a los demás, no temía acusador alguno» (1 Cel 36).

En el Cristianismo, toda gracia, toda vocación supone un envío, lleva consigo la misión entre los hombres y para los hombres. La acogida del mensaje evangélico en la fe más absoluta, hace de Francisco un proclamador del mismo y de su exigencia más central, la vuelta a Dios, la penitencia, porque Dios es Amor. En la Carta que envió a todos los fieles, Francisco empieza diciendo: «Puesto que soy siervo de todos, a todos estoy obligado a servir y a suministrar las odoríferas palabras de mi Señor» (2CtaF 2). Los biógrafos son más explícitos, si cabe, al decir que la vocación de la Orden es predicar a los hombres la penitencia, el Reino de Dios y su amor a los hombres.

Francisco quiso a todos sus hijos alegres, juglares del Dios-Bondad, buena noticia viviente del amor de Dios siempre actual, presente en sus palabras y obras, nuestra única fuente de gozo, que en la Cruz y debilidad de la Cruz consigue nuestra plenitud. «Decía Francisco: ¿Qué otra cosa son los siervos de Dios sino una especie de juglares suyos, encargados de conmover los corazones de los hombres y de infundir en ellos una santa alegría espiritual?» (EP 100).

9) En Francisco admira su dinamismo, su incontenible deseo de avanzar, de ir tras las huellas de Cristo. Celano nos ha dejado un testimonio decisivo sobre esto: «Aunque el glorioso Padre estuviese ya consumado en gracia ante Dios..., estaba siempre pensando en emprender cosas más perfectas... Se proponía llevar a cabo grandes proezas bajo la jefatura de Cristo, y, a pesar de irse descomponiendo sus miembros, y muerto ya su cuerpo, esperaba que con una nueva batalla había de conseguir el triunfo sobre el enemigo... Ardía por esto en deseos vehementes de poder volver a aquellos comienzos de humildad... Y cuando por la enfermedad se veía precisado a mitigar el primitivo rigor, solía decir: "Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado". No pensaba haber llegado aún a la meta, y, permaneciendo firme en el propósito de santa renovación, estaba siempre dispuesto a comenzar nuevamente» (1 Cel 103).

10) Uno de los puntos fundamentales al que convergen todos estos números de la Declaración es el tratar de avivar en la conciencia la necesidad de una conversión o «metanoia» permanente, a la que los hermanos deben entregarse con total sinceridad y empeño. En el alma de la vida cristiana y particularmente en la raíz de toda auténtica renovación, ha de estar la conversión evangélica y, en nuestro caso, franciscana, es decir, la conversión a Cristo y a Francisco.

I. El Evangelio y la Fe

11) Este primer punto de la Declaración nos coloca en el centro mismo de la Historia de la Salvación, la Alianza. Dios, entrega, don, con nosotros y a nuestro favor. Y el hombre, respuesta, apertura, fe. El tema central de este apartado es la primacía que en toda vocación corresponde a la fe; fe que es certeza y búsqueda a la vez, fe que vivimos en fraternidad y en medio del mundo. Ya en el plano de lo franciscano, estos números, en síntesis, desarrollan la siguiente idea: la experiencia vital de Francisco fue la experiencia de la fe y, precisamente, de la fe en la persona viva de Cristo, de la que se enamoró y la que lo invadió por completo, modelando y matizando su vida y todas sus manifestaciones. La experiencia de Francisco puede ser un rayo de luz que oriente las ansias e inquietudes del hombre actual hacia la vida de fe que, por ser dinámica, lleva consigo la constante búsqueda y conversión. También nosotros, aunque tocados por el carisma de Francisco, participamos de la inseguridad e incertidumbre del hombre de hoy, al que nuestra genuina vivencia evangélico-franciscana puede aportar acercamiento a Cristo, confianza en el mensaje evangélico, desbroce del camino que lleva al encuentro personal con Cristo en la fe.

Francisco, al repasar su vida, pocos días antes de su muerte, en su Testamento, la ve así: don de Dios («El Señor me concedió», «El Señor me llevó», «El Señor me dio», «El mismo Altísimo me reveló», etc.) y respuesta suya y de sus primeros hermanos. Nos parece, pues, un acierto, uno de los mejores logros de la Declaración este primer punto, porque de golpe nos hace comprender lo que realmente era para Francisco el seguimiento de Cristo: adhesión personal, libre, arriesgada, a una Persona. Porque, además, es esto precisamente lo que hoy más nos falta: una fe en Dios, en Cristo «a fondo perdido, un abrirse responsivamente a Él en el amor y devolverle en gratitud total el amor que Él nos deja sentir como fundamento ontológico de nuestra existencia... Creer improductivamente, creer sin esperar eficacias históricas de ningún género. Lo contrario significaría prostituir la relación con Dios que, como toda relación personal, no deriva en ningún otro fin, sino que se acaba en la dimensión sagrada e intransferible del "tú" que tenemos frente a nosotros» (O. González de Cardedal: Elogio de la Encina, Salamanca 1973, 301). El tema «seguir las huellas de Cristo», tan explicativamente central de la experiencia y del proyecto vital de Francisco, no significa otra cosa: Cristo, suficiencia de Francisco.

12) Cf. particularmente los cc. 22 y 23 de la I Regla y el Testamento.

13) Como ya hemos dicho en la nota 11, en Francisco es fundamental y fundante la fe, como en cualquier cristiano que lo quiera ser jugándoselo todo. Francisco se lo jugó todo a ser pobre, a no tener nada, para no ser otra cosa que unos brazos abiertos al abrazo y comunión con el Dios, todo Bien, sumo Bien, el único Bueno (1 R 17), con el Padre que, por el gran amor que nos tuvo, nos entregó a su Hijo (1 R 23).

Francisco habla de la fe al menos en dos sentidos: fe-objeto, el Credo de la Iglesia. A ella se refiere, sobre todo, cuando en ambas Reglas exige que los candidatos sean examinados sobre la fe católica (1 R 2 y 2 R 2), que sus hermanos «sean católicos» (1 R 19 y 20; Testamento). Pero la fe tiene para él, además, una dimensión dinámica y personal, supuesta por el dato revelado, el misterio de Dios hacia nosotros. Es la fe-búsqueda, fe-deseo, fe-atención, fe-camino, fe-seguimiento, fe-memoria, fe-recuerdo, etc. Fe que lleva tras sí a la caridad y a la esperanza, todo el acto teologal. El cap. 23 de la I Regla lo expone de forma inmejorable.

14) La Declaración acierta a destacar y resumir los elementos teologales principales de la Regla, que la fe, tan acentuadamente inquisitiva de Francisco, le exigía y nos exige a nosotros. Es uno de los puntos más importantes y centrales de toda la Declaración, que ilumina y da sentido a todo lo demás. Aunque no podemos detenernos en cada uno de los elementos, queremos subrayar el primero: la búsqueda de Dios. El tema, tradicional, no se encuentra en Francisco en su expresión literal, pero sí la idea, el impulso incontenible hacia Dios, la fatiga infatigable de ir tras de Él; valgan como muestra estas palabras: «Toda la voluntad, en cuanto puede con la ayuda de la gracia, se dirija a Dios, deseando con ello complacer al solo sumo Señor» (CtaO 15).

La fe cristiana es la confesión admirativa de la sinrazón del Agapé del Padre, que nos entrega al Hijo por el Espíritu. «Te damos gracias por Ti mismo y porque has creado todas las cosas... También te damos gracias porque así como nos creaste por medio de tu Hijo, así, por el amor con que nos amaste, hiciste nacer de la Virgen María a este mismo Dios y hombre verdadero...» (1 R 23). Tenemos un Padre en el cielo, un Hermano, un Esposo (CtaF). Ésta es la seguridad de Francisco, y éste también su canto y su oración (cf. todo el 1 R 23). De nuevo la Declaración señala y acierta con la más profunda razón de la vida de Francisco y de su proyecto de vida, que Fray Gil expresa así: «Una de las cosas que el Señor concedió al bienaventurado Francisco fue el reconocer que todos los beneficios eran dones de Dios y el devolvérselos» (Dicta, p. 89-90). ¡El Señor me dio! Y desde esta fe, devolver, dar al que se nos dio. Nuestra gloria, dar gloria al Señor (2 Cel 134). Todas las tareas y eficacias históricas que la Declaración señale en nuestro proyecto de vida, han de entenderse y así las entiende la Declaración, desde esta insobornable gratuidad de nuestra vida, que no puede gloriarse más que en la debilidad de la Cruz de Cristo (Adm 5).

15) La Iglesia, al dirigirse a las diversas Familias franciscanas, ha repetido insistentemente la actualidad del carisma de Francisco y nuestro deber de fidelidad al mismo. Traemos, como ejemplo, este texto de Pablo VI: «El otro pensamiento que espontáneamente surge en nuestra mente es suscitado a causa de aquellos que, confrontando los tiempos en que vivió San Francisco con los nuestros, notan la enorme diversidad histórica, y consiste en la pregunta acerca de la actualidad del Franciscanismo; en primer lugar, si el Franciscanismo es practicable; si tiene algún mensaje perenne que anunciar también a las presentes generaciones; si puede, siendo tan disconforme e incluso contrario a la mentalidad y a las costumbres de nuestro siglo, ser considerado como expresión moral y religiosa viva y operante, o, más bien, como singular y venerable reliquia de tiempos pasados. Y a esta duda podemos responder inmediatamente con un hecho paradójico, pero real: vuestra existencia... El Franciscanismo está vivo y floreciente. Nos somos los primeros en gozarnos de ello. Y a la apremiante pregunta de las razones de tal vitalidad y de la adaptabilidad a las condiciones espirituales y sociales de nuestro tiempo, responde la apología que acostumbran realizar los expositores de vuestra familia religiosa y no pocos simpatizantes vuestros en el campo de la cultura y admiradores en el de la vida cristiana; la apología de la actualidad de San Francisco es una apología extrañamente fuerte, basada en los más inopinados argumentos. Y entre todos, el de la pobreza que caracteriza al Pobrecillo de Asís y a quien quiera ser sincero seguidor suyo. Sí, Francisco es actual porque es Profeta de la Pobreza... Dejadnos reconocer en esta tradición franciscana una fuente católica de perenne actualidad evangélica...» (23-VI-67).

Y añadía el mismo Pablo VI en la Carta dirigida al Capítulo de 1973: «Dicha vocación quedaría falsificada y seríais infieles a la misma, si solamente la considerarais como un hecho pasado. Al contrario, es necesario que esté siempre "en acto"...».

16) Los textos de San Francisco prueban suficientemente que la fe, para él, además de ser un Credo que se admite y acepta, era también una aventura personal que comprometía la existencia toda, al hallar la realidad suprema, el Señor. «¿Quién es mayor, el Señor o el esclavo?», oirá Francisco en Espoleto (TC 6); y al dar por fin con lo que había sido búsqueda insistente e incansable, durante el período de su conversión, después de escuchar el Evangelio de la misión de los Apóstoles, éstas fueron sus palabras: «Esto es lo que quiero, esto es lo que busco y esto deseo cumplir de todo corazón» (1 Cel 22). Hallazgo y encuentro que exigirá un largo camino de despojo hasta la entrega de una fe que alcance a ser abrazo y comunión con Dios. El texto siguiente nos lo dice con rara profundidad: «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos a fin de que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29). Y también este otro: «En todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días sin interrupción, todos, con verdad y humildad, creamos y abracemos y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, bendigamos y loemos, glorifiquemos y ensalcemos, engrandezcamos y rindamos gracias al Altísimo...» (1 R 23).

17) Mas la fe es, al mismo tiempo, fuente de alegría (Col 2,5; Flp 1,3-5) y victoria sobre el mundo (1 Jn 4,4; 5,4). Igualmente, al lado de los hombres comprometidos en esa difícil búsqueda, hay otros que viven una fe sencilla y sólida.

Francisco, cuando lo alababan, objetaba: «No queráis alabarme como a quien está seguro; todavía puedo tener hijos e hijas. No hay que alabar a ninguno cuyo fin es incierto. Si el que lo ha dado quisiera en algún momento llevarse lo que ha donado de prestado, sólo quedarían el cuerpo y el alma, que también el infiel posee» (2 Cel 133). Y a los hermanos les decía: «Nadie debe vanagloriarse de practicar todo cuanto el pecador podría hacer...» (2 Cel 134). Estos textos son suficientemente expresivos de la conciencia que tenía Francisco de la fragilidad de su fe como postura existencial frente a Cristo.

El texto de la Declaración hace alusión más bien al no siempre fácil encuentro con la Verdad-Dios y con la verdad sobre Dios y su misterio; pero al fin revela el mismo oscuro avanzar del hombre hacia Dios que la fe lleva consigo y a la que hoy somos más sensibles. Fr. Gil decía: «Toda la sagrada Escritura es un puro balbuceo, como cuando la madre balbucea con su hijo pequeño, pues sólo así puede entenderla» (Dicta, p. 6).

La insistencia de la Declaración en la fe como búsqueda, fe lanzamiento hacia Otro, no es ignorar los otros aspectos de la fe, sino presentárnosla en su dimensión más acuciadoramente sentida por el hombre de hoy. No está ausente, sin embargo, el otro aspecto de la fe, la fe-objeto, la fe-creencia a la que la Declaración se refiere al hablar del Dios-Amor revelado en la fe, del Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, revelación primordial y definitiva de toda la Palabra de Dios.

18) También este n. 8 es la afirmación de la dimensión fundante de la fe para con todo lo cristiano, y, por lo mismo, de la verticalidad de todos los compromisos a los que nos ate, y sobre los que la Declaración hablará largamente a continuación. Aquí se destaca especialmente la oración, porque nada como ella se apoya en la fe cristiana, porque la oración es la fe en su mejor y más auténtica expresividad.

Francisco nos ofrece la misma experiencia: su más larga oración arranca desde la fe en las maravillas de Dios en la Historia de la Salvación (cf. 1 R 23; CtaF; CtaO). Y en ella funda su radicalidad también. Porque Dios es don, nosotros no somos más que entrega, devolución. La oración será lo primero y principal y se incautará de todo, como la fe, cuando es auténtica (2 R 5; 1 R 22). Y esta fe-oración es la que constituirá para él el testimonio fundamental que habrán de dar sus hermanos al mundo que los contempla: «Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle gracias por todos a él, de quien proceden todos los bienes. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los honores y reverencias... Y cuando veamos u oigamos decir o hacer el mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos y hagamos bien y alabemos a Dios que es bendito por los siglos (1 R 17,17-19).

II. Vida en la Iglesia

19) La Declaración no busca en este apartado, como lo sugiere suficientemente el título, ofrecer una teología de lo que es la Iglesia en sí, ni tampoco una exposición del pensamiento de San Francisco sobre la misma, sino simplemente señalar, desde la fe expuesta en los números anteriores, nuestra actitud frente a ella y en ella, puesto que en su seno somos y nos realizamos como comunión con Dios Trino (LG 4). Actitud que tiene en cuenta sobre todo el impacto que la dimensión humana, «necesitada de purificación constante» (LG 8), de la Iglesia producía en los contemporáneos de Francisco y produce en los hombres de nuestro tiempo. Porque una de las victorias de la fe de Francisco, ardoroso de reformas evangélicas, la constituyen estas palabras del Testamento, que fueron verdad toda su vida, que son por otro lado de las más significativas y centrales de su carisma, y que hoy, en una situación semejante, hemos de destacar como lo hace la Declaración: «Y no quiero fijarme en el pecado de los sacerdotes, porque veo en ellos al Hijo de Dios y porque son mis señores». No falta, sin embargo, en la Declaración, una suficiente presentación de lo que la Iglesia es y significa al señalar la voluntad de Cristo como origen de la misma y al presentarla como el lugar por excelencia de la Palabra y de los Sacramentos que hacen a Cristo presente y actual entre nosotros, como dice reiteradamente el Vaticano II.

20) Pablo VI, Carta al Capítulo de 1973 (26-V-73). Dice la Regla de San Francisco: «Mando por obediencia a los Ministros que pidan al señor Papa un Cardenal de la santa Iglesia Romana, que sea Gobernador, Protector y Corrector de esta Orden, para que, siempre súbditos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad, y el santo Evangelio de N. S. Jesucristo, que firmemente prometimos» (2 R 12).

21) El amor y obediencia a Cristo son la razón de la sumisión de Francisco al sucesor de Pedro y de que sólo en la Iglesia viese segura la fidelidad de los suyos a la promesa de seguir las huellas de Cristo y de observar el Evangelio (cf. 2 R 12). Pablo VI decía a los Conventuales el 12 de junio de 1972: «Una última recomendación deseamos confiar a vuestra reflexión: la fidelidad a la Sede Apostólica. Creemos que en este punto podemos contar particularmente con vosotros, que perpetuáis en el mundo el testimonio de S. Francisco, quien, justamente por esta fidelidad a la "Santa Iglesia Romana", que prescribió a sus discípulos en la Regla, fue llamado "varón católico, totalmente apostólico" (J. de Espira, Vida 88). Se trata de una fidelidad que tiene como fundamento, no tanto los vínculos exteriores del derecho canónico, cuanto, y más bien, un profundo amor y un sincero propósito de obediencia a la voluntad de Cristo, el cual ha confiado su Iglesia a San Pedro y a sus sucesores».

22) Es ésta, diríamos, toda la teología de Francisco sobre la Iglesia, que repite casi siempre que habla de la veneración a los sacerdotes: son los que realizan la Eucaristía, lo único visible y corporal del Hijo de Dios en este mundo, y los que nos administran la Palabra de Dios.

23) «La Iglesia no es una pantalla opaca, es un diafragma diáfano que nos dispone para ponernos en contacto con Cristo... ¿Pero cómo es que esta trasparencia se revela de tarde en tarde? Más aún, ¿cómo es que tanta gente ve en la Iglesia un obstáculo, un impedimento, por no decir precisamente una deformación de Cristo? Es sabido cuánto han escrito sobre este tema los adversarios de la Iglesia, y que también a muchas personas en particular les cuesta trabajo descubrir en las formas concretas con que se presenta la Iglesia una consoladora y luminosa irradiación cristiana... ¿Cómo es que no muestra la Iglesia su virtud de signo, su belleza, su prerrogativa de la presencia de Cristo?» (Pablo VI, Alocución a la Audiencia general del 19-X-66). «Tenemos confianza de que la espalda fuerte y paciente de S. Francisco, al igual que en la pintura célebre, sostendrá la Iglesia visible y humana, sometida a la crisis de este mundo, en su amenazado edificio; sostendrá, sí, a la Iglesia, que Cristo quiso fundar y construir para gloria suya, sobre el humilde pescador Simón, hijo de Juan; la sostendrá tal como es y como Cristo la quiere, aunque está muy necesitada de indulgencia y de comprensión; la sostendrá en este momento histórico, después del Concilio, en que parece que hasta los hijos se aprestan a debilitar y a intentar derribar el místico y también temporal edificio. Los propios hijos, no menos que los adversarios externos, acaso menos conscientes de su injusta obra...» (Pablo VI, Alocución a los Terciarios, 19-V-71).

24) La Declaración constata lo que cada día es más dolorosa realidad, la dificultad que supone la Iglesia para la fe de muchos. Dificultad que es continuación del escándalo de la Encarnación del Hijo de Dios, que la Iglesia continúa y contemporaliza hasta nosotros. La Iglesia es institución por voluntad y decisión de Cristo, y desde aquí la dificultad no tiene otra solución que la aceptación humilde de dicha voluntad de Cristo. Y la Iglesia tiene instituciones que su dimensión histórica le ha obligado a asumir para estar presente en el hoy y aquí de los hombres y que están sujetas, al pasar el hoy y aquí que las hicieron nacer, al cambio y por lo mismo a la caducidad.

«Llamamos santa a la Iglesia... Desearíamos, por esto, invitar a estos hijos fieles a no dirigir sistemáticamente, casi por norma, la mirada sobre los aspectos negativos de la Iglesia, o mejor, de la vida de los que pertenecen a la Iglesia... Es decir, a pasar de la crítica corrosiva a la observación amorosa de ella. Realista pretende ser la primera, la que, acaso partiendo de una buena intención, quiere ser reformadora, y quiere arrogarse la función de denunciar, ahora ya sin medias tintas, las debilidades y las deformidades de la Iglesia actual respecto a su compromiso evangélico...» (Pablo VI: Alocución en la Audiencia general del 20-X-71).

25) Francisco supo ver esto con una decisión admirable en aquel tiempo de rebeldías al parecer justificadas. Esa es, desde este punto de vista, la novedad y la originalidad del carisma de Francisco para aquel entonces, que explica la insistencia de la Declaración en este punto. Porque, a pesar de todo, la Iglesia seguía siendo para él la Madre Iglesia y la seguridad de la permanencia y autenticidad de su carisma evangélico, por lo que somete al Señor Papa la aprobación de sus Reglas e insiste en la fidelidad constante a la Iglesia.

Francisco, después de la visión que tuvo de la gallina pequeña y negra y de sus innumerables polluelos, en que se identificó a sí mismo y a sus hermanos, dijo: «Iré, pues, y los encomendaré a la santa Iglesia romana... Desde esa hora, los hijos experimentarán las dulces atenciones de la madre Iglesia y se adherirán por siempre con especial devoción a sus huellas veneradas. Bajo su protección no se alterará la paz en la Orden... Conservará en nosotros inviolables los lazos de la equidad y de la paz imponiendo severísimas penas a los disidentes. La santa observancia de la pureza evangélica florecerá sin cesar en presencia de ella y no consentirá que ni por un instante se desvirtúe el aroma de la vida». Y añade Celano: «Esto es lo que el santo de Dios únicamente buscó al decidir encomendarse a la Iglesia; aquí se advierte la previsión del varón de Dios, que se percata de la necesidad de esta institución para tiempos futuros» (2 Cel 24).

El 23 de junio de 1967 decía Pablo VI a los franciscanos: «Y he aquí que vuestro afianzamiento se robustece con otro testimonio que Nos esperamos recibir igualmente de vosotros, y en estos tiempos más que nunca: el testimonio de la fidelidad a la Iglesia, a aquella "Santa Iglesia Romana", a la cual fray Francisco en su Regla y en su Testamento promete obediencia y reverencia, y a cuya adhesión empeña a sus seguidores: "Que todos los hermanos -escribe en la Regla- sean católicos, vivan y hablen como católicos". Desde el día en que el crucifijo de la capilla de San Damián habla por tres veces al joven Francisco y le dice: "Francisco, ve y repara mi Iglesia que amenaza ruina" (2 Cel 10), el "Heraldo del gran Rey" se convierte en restaurador de los sagrados muros ruinosos, en primer lugar de un modo material y como simbólicamente; luego, moralmente, por vía de fidelidad y de santidad, se convierte en sostén del edificio eclesiástico. Es la afirmación franciscana de la fidelidad a la Santa Iglesia Católica. Carísimos Hermanos Menores: la visión de Inocencio III de Francisco que sostiene la Basílica Lateranense, es decir, la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, en su expresión histórica y central, unitaria, jerárquica y romana, ha venido a ser la vocación y la misión de vuestra gran familia religiosa (2 Cel 17). Nos place representar esa fatídica visión ante nuestro espíritu en este preciso momento... y nos agrada reconocer, entre las fuerzas más generosas, la de Francisco, sostenedor de la Iglesia de Cristo mediante la virtud de su eterno Evangelio».

26) «Francisco amonestaba también a los hermanos que no juzgaran a nadie, ni despreciaran a los que viven con regalo y se visten con lujo y vanidad, porque Dios es Señor nuestro y de ellos, y los puede llamar hacia sí, y, una vez llamados, justificarlos. Decía también que quería que los hermanos respetaran a estos hombres como a hermanos y señores suyos... Y les decía: "Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados. Pues muchos que parecen ser miembros del diablo, llegarán todavía a ser discípulos de Cristo» (TC 58). Y en la Regla les prescribió: «Aconsejo también, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo que, cuando vayan por el mundo, no litiguen, ni contiendan con palabras, ni juzguen a otros; mas sean benignos, pacíficos y moderados, mansos y humildes, hablando honestamente a todos, según conviene» (2 R 3).

III. Hermanos entre los hombres

27) La fe, el seguimiento de Cristo convirtió a Francisco en el hermano Francisco, como puede verse a cada paso en sus Escritos. «El Señor me dio hermanos», dirá en su Testamento. La entrega a Cristo lleva siempre consigo el abrirse en comunión a los demás, en donación generosa de lo que antes ha sido gracia en nosotros. Así queda señalada la razón de ser de este apartado, del lugar que ocupa en la Declaración y de su importancia con relación a todo lo que sigue. Todos los compromisos que irá señalando la Declaración tienen su razón de ser en nuestra dimensión comunional. Porque somos comunión, fraternidad, la realización de la misma es una exigencia ineludible y urgente.

También aquí el título nos avisa que la fraternidad se contempla no sólo en sí, sino también en su ser para los otros, y hacia afuera, siguiendo la línea de pensamiento funcional y misional que, según decíamos, era uno de los valores de la Declaración. No se es hermano en el cristianismo sino para hacer y contagiar fraternidad, sino entre los hombres y para los hombres.

Por lo demás, la Declaración nos ofrece las características principales de la fraternidad franciscana: origen, el ejemplo del Señor, el Espíritu que nos hace unos en la comunión de la Trinidad y de la Eucaristía (nn. 12, 13 y 14); su importancia, somos fraternidad y desde ella y en ella somos para Dios (n. 12); sus notas, igualitaria, recíproca (n. 12); sus exigencias, amor con obras, respeto y reverencia, servicio, familiaridad (n. 12), corresponsabilidad, búsqueda de Dios en común (n. 13), obediencia caritativa (n. 14), etc.

28) Al respecto recordamos algunos textos: «Y ámense unos a otros, como dice el Señor: "Este es mi precepto, que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15,12), y muestren con obras el amor que se deben» (1 R 11). «Y dondequiera que estén o se encuentren los hermanos, muéstrense familiares entre sí» (2 R 6). «San Francisco, recomendando a todos la caridad, exhortaba a mostrar afabilidad e intimidad de familia. "Quiero -decía- que mis hermanos se muestren hijos de una misma madre; y que a uno que pidiere la túnica, la cuerda u otra cosa, se la dé el otro generosamente. Préstense también mutuamente los libros y cuanto puedan desear, para que nadie se vea forzado a quitárselo al otro". Y, con el fin de no decir tampoco en esto algo que Cristo no hiciera por medio de él, era el primero en hacerlo» (2 Cel 180).

29) Son rasgos de nuestra vocación reiteradamente inculcados por Francisco: «Y nadie se llame prior; mas todos indistintamente llámense hermanos menores; y los unos laven los pies a los otros» (1 R 6). La alusión a la parábola del amor, escenificada por Cristo en la última Cena, es clara. «Todos vosotros sois hermanos (Mt 23, 8)» (1 R 22). Hermanos, porque si Dios es Padre no cabe mayor dignidad ni mayor rango frente a Él. «Y confiadamente manifieste un hermano a otro su necesidad» (2 R 6). «Ningún hermano haga o diga mal a otro, mas con caridad de espíritu, de buena voluntad, se sirvan y obedezcan unos a otros» (1 R 5). «Y muestren con obras el amor que se deben, como dice el Apóstol: No amemos de palabra y lengua, sino de obra y de verdad (1 Jn 3,18)» (1 R 11). «Y confiadamente manifieste uno a otro su necesidad; porque si la madre cuida y ama a su hijo carnal, ¿con cuánta más solicitud debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6).

30) La fraternidad franciscana, al ser apertura total al otro, es necesariamente convivencia desde todo y para todo, como lo es la Eucaristía, su signo y fuente. Por eso, todo en ella es comunional, y su alimento no puede ser otro que la Comunión, que la Celebración Eucarística es y hace. Así lo expresaba Francisco en su Carta a toda la Orden al recomendar que se celebrara una sola misa al día en cada fraternidad.

Desde aquí se explica la necesidad de compartir que encontramos en Francisco y en los primeros hermanos, que les hace adoptar como eslogan el evangélico «da a todo el que te pida» (1 R 14; 1 Cel 17; TC 44; etc.).

31) Porque todos los hermanos han sido llamados por el mismo Espíritu, porque a todos los obliga la misma forma de vida, porque sólo Dios es Padre y Jesucristo, Maestro, de ahí la igualdad, la ausencia de poder y dominio entre sus hermanos.

Dice al respecto el primer biógrafo de Francisco: «El Santo tuvo siempre constante deseo y solicitud atenta de asegurar entre los hijos el vínculo de la unidad, para que los que habían sido atraídos por un mismo espíritu y engendrados por un mismo Padre, se estrechasen en paz en el regazo de una misma madre. Quería unir a grandes y pequeños, atar con afecto de hermanos a sabios y simples, conglutinar con la ligadura del amor a los que estaban distanciados entre sí» (2 Cel 191). «Quería Francisco que la Religión fuera lo mismo para pobres e iletrados que para ricos y sabios. Solía decir: "En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se posa igual sobre el pobre y sobre el rico". Hasta quiso incluir estas palabras en la Regla; pero no le fue posible, por estar ya bulada» (2 Cel 193).

En su Regla, siguiendo de cerca el Evangelio, establece Francisco: «Todos vosotros sois hermanos; y no llaméis padre a ninguno de vosotros en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el que está en el cielo. Ni os llaméis maestros; porque uno es vuestro maestro, el que está en el cielo» (1 R 22,33-35). «Y ninguno se llame prior, sino todos sin excepción llámense hermanos menores. Y el uno lave los pies del otro (cf. Jn 13,14)» (1 R 6,3-4). «Igualmente, ninguno de los hermanos tenga en cuanto a esto potestad o dominio, máxime entre ellos. Pues, como dice el Señor en el Evangelio: Los príncipes de las naciones las dominan, y los que son mayores ejercen el poder en ellas; no será así entre los hermanos. Y todo el que quiera llegar a ser mayor entre ellos, sea su ministro y siervo (cf. Mt 20,25-26). Y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor (cf. Lc 22,26)» (1 R 5,9-12).

Porque el mismo género de vida, observar el Evangelio, les ha hecho hermanos, todos son responsables del mismo. La obediencia primera del Hermano Menor, como ha visto K. Esser, la que le hace ser comunión, es la fidelidad a la Regla y Vida profesada.

32) De nuevo la Declaración subraya la razón de ser de la fraternidad franciscana, su finalidad radical y última, agradar a Dios, en expresión repetidísima de Francisco.

«Los hermanos que son ministros y siervos de los otros hermanos, visiten y amonesten a sus hermanos, y corríjanlos humilde y caritativamente, no mandándoles nada que sea contrario a su alma y a nuestra Regla. Mas los hermanos que son súbditos recuerden que, por Dios, negaron sus propias voluntades. Por lo que firmemente les mando que obedezcan a sus ministros en todo lo que al Señor prometieron guardar y no es contrario al alma y a nuestra Regla» (2 R 10,1-3).

Para Francisco, la fraternidad es obediencia, porque ser hermano es ser menor, es servir. Es hermano quien vive a merced del hermano, ad invicem, como ya hemos indicado.

«Ningún hermano haga o diga mal a otro, mas con caridad de espíritu, de buena voluntad, se sirvan y obedezcan unos a otros. Que ésta es la santa y verdadera obediencia de N. S. Jesucristo» (1 R 5).

33) La Declaración pasa a presentar las exigencias hacia afuera de la fraternidad franciscana descrita en los números anteriores. Imposible ser hermano recortando la fraternidad. Donde hay un hermano según el Evangelio, hay un ser cercano a todos, comprometido con todos y por todos, luchando con todos y por todos. Francisco, de hecho, vivió como hermano universal. Se llamó y sintió hermano de todos. Así decía en su Carta a los fieles: «A todos los cristianos religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres, a todos los que habitan en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y súbdito: obsequio con reverencia, paz verdadera del cielo y sincera caridad en el Señor. Puesto que soy siervo de todos, estoy obligado a serviros a todos y a administraros las odoríferas palabras de mi Señor» (2CtaF 1-2).

A sus hijos, Francisco no les dejó otra herencia. Deberían ser con todos los Hermanos Menores, sumisos y sujetos a todos. Hombres a la intemperie del amor, desposeídos, abiertos de par en par, siervos inútiles. No se puede expresar mejor el ser para los demás de nuestro ser franciscano, que justificará todas nuestras entregas y compromisos, que no serán otra cosa, no lo olvidemos, que respuesta al don que hemos recibido.

34) «Vio Francisco una vez a un compañero suyo con cara melancólica y triste, y, como le desagradaba esto, le dijo: "No va bien en el siervo de Dios presentarse triste y turbado ante los hombres, sino siempre amable. Tus pecados examínalos en la celda; llora y gime delante de tu Dios. Cuando vuelvas a donde están los hermanos, depuesta la melancolía, confórmate a los demás"... Y amaba tanto al hombre lleno de alegría espiritual, que en cierto capítulo general hizo escribir, para enseñanza de todos, esta amonestación: "Guárdense los hermanos de mostrarse ceñudos exteriormente e hipócritamente tristes; muéstrense, más bien, gozosos en el Señor, alegres y jocundos y debidamente agradables"» (2 Cel 128; 1 R 7,16).

Volvemos a encontrar en este número lo que la Declaración ya había señalado: la fraternidad es una gracia; no es poder, ni dominio, sino dar, darse, porque antes se nos ha dado Dios en la entrega de su Hijo pobre y humilde. «Puesto que soy siervo de todos, estoy obligado a serviros a todos y a administraros las odoríferas palabras de mi Señor» (2CtaF 2).

Por otra parte, san Buenaventura nos recuerda: «La piedad del Santo se llenaba de una mayor terneza cuando consideraba el primer y común origen de todos los seres, y llamaba a las criaturas todas -por más pequeñas que fueran- con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que todas ellas tenían con él un mismo principio» (LM 8,6). «Si la ternura de su corazón lo había hecho sentirse hermano de todas las criaturas, no es nada extraño que la caridad de Cristo lo hermanase más aún con aquellos que están marcados con la imagen del Creador y redimidos con la sangre del Hacedor. No se consideraba amigo de Cristo si no trataba de ayudar a las almas que por Él han sido redimidas. Y afirmaba que nada debe preferirse a la salvación de las almas, aduciendo como prueba suprema el hecho de que el Unigénito de Dios se dignó morir por ellas colgado en el leño de la cruz» (LM 9,4).

35) La Declaración recoge en este punto la postura de la Iglesia, particularmente desde el Vaticano II (GS nn. 9, 27 y 29 entre otros), que alcanza su más decidida expresión en el Sínodo de los Obispos de 1971: «Nuestra misión exige que denunciemos sin miedo las injusticias, con caridad, prudencia y firmeza, en un diálogo sincero con todas las partes interesadas. Sabemos que nuestras denuncias en tanto podrán obtener asentimiento en cuanto sean coherentes con nuestra vida y se manifiesten en una acción constante» (Ecclesia n. 1572, 18-25-XII-1971, 2300).

Es significativo al respecto este hecho, que no es el único en la vida de Francisco: «Un día en que predicaba el bienaventurado Francisco en la plaza de Perusa a una gran multitud que allí se había congregado, unos caballeros de Perusa se pusieron a correr con unos caballos simulando un torneo de armas, e impedían con ello la predicación... Volviéndose a los caballeros el bienaventurado Francisco, les dijo con todo el ardor de su alma (...): "Vuestro corazón está hinchado de arrogancia y soberbia por vuestra fortaleza. Saqueáis a vuestros vecinos y matáis a muchos de ellos. Por eso os digo que, si no os convertís pronto a Él y no dais satisfacción a aquellos a quienes habéis ofendido, el Señor, que no deja sin castigo injusticia alguna, os prepara una terrible venganza, castigo y humillación: hará que os levantéis unos contra otros, estallará la discordia y guerra civil y os sobrevendrán mayores males que los que os pudieran causar vuestros vecinos". El bienaventurado Francisco, en efecto, no pasaba por alto en su predicación los vicios de la gente que ofendían públicamente a Dios o al prójimo» (LP 75).

36) Es una de las más acuciadoras ideas fijas de Francisco: obras, obras, obras. «Tanto sabe el hombre, cuanto obra» (LP 105). «Gran vergüenza es para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6). «¡Ay de aquel religioso que no guarda en su corazón los bienes que el Señor le muestra y no los muestra a los otros con obras, sino que, con miras a la recompensa, ansía más bien mostrarlos a los hombres con palabras!» (Adm 22). «Todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,3). La misma insistencia encontramos cuando Francisco habla de la caridad, del amor de los hermanos entre sí; amor de obras ha de ser, para ser auténtico: «Y muestren por las obras el amor que se tienen mutuamente, como dice el Apóstol: No amemos de palabra y de boca, sino de obra y de verdad (1 Jn 3,18)» (1 R 11,6). «Ama de verdad a su enemigo aquel que no se duele de la injuria que le hace, sino que, por amor de Dios, se consume por el pecado del alma de su enemigo. Y muéstrele su amor con obras» (Adm 9).

37) Decía Pablo VI en su alocución a los Franciscanos el 23 de junio de 1967: «Os exhortamos a que no temáis afirmar vuestro estilo de vida, por más que resulte en contraste con el estilo del mundo, a saber, por el desasimiento, antítesis ascética, vuelo místico... No desdeñéis las formas originales de vuestro estilo franciscano. Con tal que las llevéis con digna sencillez, pueden reencontrar la eficacia de un lenguaje libre y audaz, tanto más apto para impresionar al mundo cuanto menos conforme con los imperativos de su gusto y de su moda».

IV. Servidores de todos

38) Porque somos hermanos, hemos de ser menores. No se puede ser hermano según el Evangelio sin escoger el último lugar. Cristo no se hizo hombre, hermano nuestro al fin, sin descender, sin hacer suyo el último lugar. «No vine a ser servido sino a servir» (Mt 20,28). Es el texto evangélico que explica al Francisco siervo y súbdito de todos, siempre a los pies de los demás, sin otro privilegio que estar al servicio de todos. Y nuestra vocación no es otra: Hermanos Menores, súbditos y servidores de todos, sumisos a toda criatura por Dios.

39) «Fue Francisco quien fundó la Orden de los Hermanos Menores y quien le impuso ese nombre en las circunstancias que a continuación se refieren: se decía en la Regla: "Y sean menores"; al escuchar esas palabras, en aquel preciso momento exclamó: "Quiero que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores". Y, en verdad, menores quienes, sometidos a todos, buscaban siempre el último puesto...» (1 Cel 38).

«Todos los hermanos, en cualquier lugar en que se encuentren en casa de otros para servir o trabajar, no sean mayordomos ni cancilleres, ni estén al frente de las casas en que sirven; ni acepten ningún oficio que engendre escándalo o cause detrimento a su alma; sino que sean menores y súbditos de todos los que están en la misma casa» (1 R 7,1-2).

«No he venido a ser servido, sino a servir, dice el Señor (cf. Mt 20,28). Aquellos que han sido constituidos sobre los otros, gloríense de esa prelacía tanto, cuanto si hubiesen sido destinados al oficio de lavar los pies a los hermanos» (Adm 4).

«Mas aquel a quien se ha encomendado la obediencia y que es tenido como el mayor, sea como el menor (Lc 22,26) y siervo de los otros hermanos. Y haga y tenga para con cada uno de sus hermanos la misericordia que querría se le hiciera a él, si estuviese en un caso semejante (cf. Mt 7,12). Y no se irrite contra el hermano por el delito del mismo hermano, sino que, con toda paciencia y humildad, amonéstelo benignamente y sopórtelo» (2CtaF 42-44).

«Los ministros reciban a los hermanos caritativa y benignamente, y tengan tanta familiaridad para con ellos, que los hermanos puedan hablar y obrar con ellos como los señores con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10).

40) Cuando Francisco quiere subrayar la minoridad del Hermano Menor hacia fuera, acude al texto de la primera Carta de San Pedro (2,13): «Estad sujetos a toda humana creatura por Dios». Cinco veces lo encontramos en sus Escritos. Sujeción y sumisión que no tienen otra razón que el señorío de Dios sobre todos.

«Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por amor de Dios (1 Pe 2,13» (2CtaF 47).

«A todos los cristianos religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres, a todos los que habitan en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y súbdito: obsequio con reverencia, paz verdadera del cielo y sincera caridad en el Señor... Yo, el hermano Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y os conjuro, en la caridad que es Dios y con la voluntad de besaros los pies, que recibáis con humildad y caridad éstas y las demás palabras de nuestro Señor Jesucristo, y que las pongáis por obra y las observéis» (2CtaF 1 y 87).

V. Discípulos de Cristo pobre

41) Desde la adhesión a Cristo por la fe, de la que ha hablado la Declaración en los nn. 5-8, a la pobreza. Es la razón más decisiva y primera del vacío y despojo a que sometió Francisco su vida y la de sus hermanos. También aquí tomar partido por la pobreza y por los pobres es una postura desde la fe.

Como en puntos anteriores, la Declaración presenta la pobreza en sí y la pobreza de cara al mundo de hoy. Porque la pobreza menos que nada es sólo deseo interior, vacío espiritual, pobreza por las nubes, una idea o definición...

La Declaración nos ofrece, además, los aspectos principales de la pobreza franciscana: es un vacío y despojo de todo, material y espiritual, que tiene su razón de ser en la "exinanitio" del Hijo de Dios y en la transcendencia de Dios, el Bien, todo Bien, sumo Bien, el único bueno y de quien procede todo bien, hacia quien caminamos, huéspedes y peregrinos, por este mundo. De ahí algunas de sus características: minoridad, inseguridad, coparticipación de todo con todos, asombro, porque desposeídos, ante la maravilla de Dios en sus creaturas...

42) Es un tema en el que Francisco insiste reiteradamente. Al comienzo de su primera Regla dice: «La regla y vida de estos hermanos es ésta, a saber, vivir en obediencia, en castidad y sin propio, y seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo, quien dice: Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres...» (1 R 1); y al comienzo de la Regla bulada repite: «La regla y vida de los Hermanos Menores es ésta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad» (2 R 1). Y más sobre la misma tesis de fondo: «Empéñense todos los hermanos en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo...» (1 R 9,1). «Los hermanos nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como peregrinos y forasteros en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente, y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo... Esta sea vuestra porción, que conduce a la tierra de los vivientes. Adhiriéndoos totalmente a ella, amadísimos hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, ninguna otra cosa jamás queráis tener debajo del cielo» (2 R 6,1-6). «Para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de N. S. Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,4). «Yo, fray Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su Madre santísima y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol).

Según muchos textos de S. Francisco, el seguimiento de Cristo se reduce en el Pobrecillo a la pobreza y humildad. Es la exinanitio, el despojamiento de que habla San Pablo, sólo que expresada de forma más concreta y sencilla, pero con la misma carga de urgencia, de premura por conseguir repetir el modelo primitivo, que llevará a los Hermanos Menores a no tener otro talante ni estilo que el de huéspedes y peregrinos, porque a la intemperie de todo. La pobreza evangélica lleva consigo irremediablemente esta andadura y esta actitud.

Por supuesto que para Francisco la pobreza no era todo su ideal, ni tampoco la meta absoluta de sus deseos. Él no buscaba más que a Jesucristo, su suficiencia y plenitud, no quería otra cosa que ser siervo suyo. Pero sí es cierto que en la pobreza vio él la manera de hacerle sitio, el camino para acogerlo. Y por eso fue su Dama y la consideró como lo que nos hace más amigos de Cristo. Y por eso es nuestra tarea más urgente, lo que más radical y decididamente hemos de ser y lo que más significativamente nos debe distinguir.

43) Es otra de las razones de la pobreza de Francisco. Él y sus Hermanos Menores no tienen nada, no son nada, ni pueden apropiarse nada, porque todo es don y regalo de Dios, el Bien, todo Bien, sumo Bien, el único bueno, el que dice y hace todo, el gran Limosnero. Ningún otro dueño y señor de todo que Dios-Bondad, Dios-Agapé. Nadie tiene nada de sí ni por sí, por lo tanto, sino sus vicios y pecados. Lo que descubre al hombre su pobreza más auténtica, su altísima pobreza, y lo encara en contrapartida con la cortesía, la generosidad de Dios dador de todo bien y don de sí mismo al hombre en la pobreza más desvalida, en la kénosis o anonadamiento de su vida encarnada y de su misterio pascual. La pobreza es pues el sacramento, la manifestación de la absoluta transcendencia de la bondad de Dios. En el Testamento de Francisco, a la repetida insistencia del «el Señor me dio», corresponde el «no queríamos tener más». Es la lógica de la Encarnación: porque Dios se ha dado inverosímilmente, el hombre ha de ser don para Dios.

Los textos en que Francisco insiste en estos temas abundan, sobre todo en las Admoniciones.

«Suplico en la caridad que es Dios a todos mis hermanos... que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos... Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle gracias por todos a él, de quien proceden todos los bienes» (1 R 17). «Así se puede conocer si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algún bien, no por eso su carne se exalta...» (Adm 12). «Bienaventurado aquel siervo que no se exalta más del bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio de otro» (Adm 17).

Pablo VI decía a los Conventuales: «¿Qué virtud debe distinguir principalmente vuestra vida religiosa? Responderá quienquiera os sepa franciscanos: la pobreza, la pobreza que se transforma en amor, que quiere imitar y amar a Cristo pobre, y que considera a Dios como la única verdadera riqueza del alma religiosa» (12-VII-1966).

44) «No han de hacer -decía Francisco a sus hermanos- que les levanten grandes iglesias con el pretexto de predicar al pueblo o alegando otros motivos, pues la humildad será mayor y el ejemplo más atrayente si los hermanos van a otras iglesias para predicar por mantenerse fieles a la santa pobreza, a la humildad y a su estado. Y si aconteciere que algunos prelados o clérigos regulares vienen a sus lugares, las casas pobrecitas, las celdillas y las iglesias que hay allí les servirá de verdadera predicción y marcharán edificados» (LP 58).

45) Manda Francisco en la Regla: «Los hermanos nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como peregrinos y forasteros en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente, y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo...» (2 R 6,1-3).

«Y deben gozarse los hermanos cuando conviven con personas de baja condición y despreciadas, con pobres y débiles y enfermos y leprosos y los mendigos de los caminos. Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente, puso su faz como roca durísima (Is 50,7), y no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos» (1 R 9). Los hermanos, «por el trabajo, podrán recibir todas las cosas necesarias, excepto dinero. Y cuando sea necesario, vayan por limosna como los otros pobres» (1 R 7). «Y yo -dice Francisco en su Testamento- trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar la ociosidad. Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 20-22).

La Declaración afirma y proclama la validez actual del ideal de pobreza de Francisco. Pero sólo una fe como la de Francisco en el valor de la altísima pobreza como seguimiento de Cristo y proclamación de la paternidad bondadosa de Dios hará que la encarnemos.

46) En las redacciones precedentes de la Declaración, se hablaba aquí y en el n. siguiente del vivir como inquilinos, en viviendas alquiladas. Con ello se querían expresar dos ideas fundamentales. Por una parte, la de no ser propietarios, sino vivir como tantos pobres de nuestra sociedad, en alojamientos alquilados, reducidos y humildes. Al mismo tiempo, se quería subrayar la actitud de peregrinos y transeúntes en este mundo, la movilidad franciscana, nuestra condición de itinerantes del Señor, sin domicilio fijo, que no se instalan en lugar alguno, despegados de edificios, estructuras y actividades, libres para seguir el soplo del Espíritu, fieles a nuestra vocación y al servicio de los demás.

Sin embargo, en la redacción definitiva se suprimieron tales palabras por lo difícil de su interpretación concreta y práctica y, sobre todo, porque el significado y alcance del inquilinato y de los alquileres varían sustancialmente según las diversas situaciones socio-económicas. Mientras para muchos países, con tales palabras, se expresaba bien la idea deseada, para otros, vivir como inquilinos no es signo de pobreza, ni de situación precaria; más aún, en algunas partes, como se hizo notar, son los ricos quienes habitan en viviendas o mansiones alquiladas, sin tener que preocuparse de la administración ni mantenimiento de las mismas, mientras los pobres se construyen su casa o casita, choza, chabola o lo que sea.

47) La Declaración subraya en este número la proyección social de nuestra pobreza. La pobreza es una gracia y, por lo mismo, anterior a toda opción que pudiéramos llamar social. Indudable. Pero como toda gracia, coge al hombre entero con su circunstancia. Por ello exige, si quiere ser fiel a la misma, «vivir como los pequeños de hoy». Francisco es terminante en este punto. Cuando encontraba a alguien más pobre que él, ya no se consideraba Hermano Menor: «El alma de Francisco -escribe Celano- desfallecía a la vista de los pobres; y a los que no podía echar una mano, les mostraba el afecto. Toda indigencia, toda penuria que veía, lo arrebataba hacia Cristo, centrándolo plenamente en él. En todos los pobres veía al Hijo de la señora pobre llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos. Y, aun cuando se había desprendido de toda envidia, no pudo desprenderse de una, la única: la envidia de la pobreza; si veía a alguien más pobre que él, de seguida lo envidiaba» (2 Cel 83). El pobre era el espejo en el que Cristo reflejaba su auténtica figura de pobre. Y los pobres serían siempre los herederos de los bienes a los que renunciaban los candidatos a la vida franciscana.

En una correría apostólica, al encontrar a un pobre, dijo Francisco a su compañero: «La pobreza de este hombre es motivo de mucha vergüenza para nosotros y una muy grande reprensión de nuestra pobreza». Y añadió: «Yo he escogido la pobreza por todas mis riquezas, por mi señora; y ve ahí que la pobreza brilla más en él. ¿No sabes que se ha propagado por todo el mundo que somos los más pobres por amor de Cristo? Pero este pobre nos convence de que de lo dicho no hay nada» (2 Cel 84). A otro compañero suyo el Santo le dijo: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su madre pobre. Y mira igualmente en los enfermos las enfermedades que tomó él sobre sí por nosotros» (2 Cel 85).

A la vez, es sintomática en Francisco su pasión por compartir la pobreza, aunque sólo fuesen sus vestidos, como encontramos ya en el período de su conversión. Y la misma actitud exige a sus hermanos en la Regla. Francisco había comprendido que no se es pobre sino con los pobres, cuando la pobreza es real y auténtica.

48) Pablo VI decía a los Franciscanos el 23 de junio de 1967: «Sí, Francisco es actual porque es profeta de la Pobreza. Decid vosotros por qué es así; demostrad a los hombres de hoy, todos los cuales parecen estar empapados del ansia económica, cómo la pobreza de espíritu, que nos enseña el Evangelio, es liberación de espíritu, disponibilidad para el reino de las realidades superiores, reivindicación del verdadero y supremo fin de la vida, que es el amor, el amor de Dios y del prójimo; mostrad que la pobreza es educación en el aprecio y estima... educación al uso discreto y a la administración honestísima y pura de las peligrosas riquezas, y educación incluso al sobrio disfrute de las realidades temporales, hechas signo de la Providencia divina; y decid vosotros por qué, en fin, la pobreza, como lo demuestran los grandes dramas civiles de nuestro tiempo, puede ser el principio, la condición de una solidaridad social, que la riqueza egoísta, en cambio, pronto compromete o repudia. Vosotros demostráis que todo eso es constantemente moderno, y si realmente la seducción antigua de poseer bienes terrenos no penetra engañosamente en vuestros conventos y en vuestras almas, vuestra vocación de pobreza franciscana os convierte en testimonio de autenticidad evangélica y os asegura la admiración, la simpatía, la confianza de los hombres».

Y a los franciscanos seglares les enseñaba el mismo Pablo VI el 19 de mayo de 1971: «Tenemos en vosotros una triple confianza. La primera es que vosotros sabéis ser ejemplo de la pobreza predicada por Cristo, profesada por San Francisco, elegida por vosotros como virtud específica de vuestra pertenencia a su Orden Tercera... Economía y sociología se han convertido en los dos objetivos predominantes y casi obsesivos de nuestra vida moderna. ¿Dónde colocar la pobreza, nuestra pobreza evangélica?... Vosotros conocéis que la pobreza evangélica significa, en primer lugar, no cifrar nuestro concepto de la vida en esta tierra, en sus riquezas, satisfacciones, placeres, no en lo que ella es y en lo que ella nos puede dar, no en su reino de la tierra, sino en el "Reino de los Cielos", en la búsqueda y en la posesión de Dios, en la libertad del espíritu ante los lazos de esta perpetua seducción que es la riqueza, en la capacidad de reducir los bienes terrenos a su esfera, que es la utilidad, que es el pan necesario para la existencia temporal, que es el comercio, es decir, el trabajo y el destino de sus resultados económicos en beneficio de la vida, interpretada en su sentido más amplio, es decir, de nuestra vida y de la vida del prójimo, del bien común, de la caridad... Por fortuna, esta idea evangélica de la pobreza hoy se abre camino en la Iglesia; y vosotros, alumnos e hijos del Pobrecillo de Asís, debéis no sólo honrarla, sino profesarla, para ejemplo y para sostén de la Iglesia, y como advertencia para el mundo, al que vemos frecuentemente sumido en la exclusiva o predominante búsqueda de la riqueza, en el conflicto social en torno a la riqueza, en el abuso epicúreo, egoísta y vicioso de la riqueza...».

Relato del tiempo de Francisco: «Un hombre llamado Guido daba limosna a los pobres que había en la iglesia. Cuando llegó a los hermanos, les quiso dar dinero a cada uno de ellos, como acostumbraba hacer con los otros pobres, pero ellos rehusaron recibirlo. Entonces él les preguntó: "¿Por qué vosotros, siendo pobres, no recibís dinero como los demás?" El hermano Bernardo le respondió: "Es cierto que somos pobres, pero a nosotros no nos pesa la pobreza, como a otros pobres, pues por la gracia de Dios, cuyo consejo de pobreza cumplimos, nos hemos hecho voluntariamente pobres"» (TC 39).

49) En sus Reglas (1 R 2; 2 R 2), el texto evangélico por el que Francisco exige a los candidatos el despojo total de cosas, les obliga también a hacer el corazón y la vida a la generosidad del compartir: «Procuren dar sus cosas a los pobres». La pobreza lleva consigo irremediablemente el dar a los demás. «Da a todo el que te pida», era el eslogan que los hermanos debían hacer realidad viva cada día (1 R 14).

Celano dice de Francisco: «Nadie ha ansiado tanto el oro como él la pobreza; nadie ha puesto tantos cuidados en guardar su tesoro como él esta margarita evangélica... El hábito pobre indicaba ya en él dónde tenía amontonadas sus riquezas. Contento con esto, así seguro, ligero, por tanto, para la carrera, se sentía gozoso de haber cambiado las perecederas riquezas por el céntuplo» (2 Cel 55). Y así, en toda su vida, Francisco da la impresión de que respira alegría. Es su aire. También sus hermanos deben hacer de ella tarea y afán. «Y guárdense los hermanos de manifestarse externamente tristes e hipócritas sombríos; manifiéstense, por el contrario, gozosos en el Señor, y alegres y convenientemente amables» (1 R 7,19). El cap. 6 de la Regla bulada es un himno a la pobreza que no puede disimular el gozo y la alegría. La primera fraternidad franciscana impresiona por la cantidad, la espontaneidad, la difícil alegría que vive en la pobreza.

A los Terciarios franciscanos por su parte, les decía Pablo VI el 19 de mayo de 1971: «Os corresponde a vosotros cristianos, os corresponde a vosotros terciarios, hacer la apología verdadera y vivida de la pobreza evangélica, que es la afirmación de la primacía del amor de Dios y del prójimo, que es expresión de libertad y de humildad, que es estilo gentil de sencillez de vida. Es un ideal, es un programa; impone renuncia y vigilancia, adaptación al ambiente y al propio deber de cada uno, pero es también, en el fondo, fuente de alegría, de la alegría del Pesebre, de la "perfecta alegría" franciscana».

50) Acerca del amor que tenía Francisco a todas las criaturas por el Creador, afirma Celano: «Sería excesivamente prolijo, y hasta imposible, reunir y narrar todo cuanto el glorioso padre Francisco hizo y enseñó mientras vivió entre nosotros. ¿Quién podrá expresar aquel extraordinario afecto que le arrastraba en todo lo que es de Dios? ¿Quién será capaz de narrar de cuánta dulzura gozaba al contemplar en las criaturas la sabiduría del Creador, su poder y su bondad?... Como en otro tiempo los tres jóvenes en la hoguera (Dan 3,17) invitaban a todos los elementos a loar y glorificar al Creador del universo, así este hombre, lleno del espíritu de Dios, no cesaba de glorificar, alabar y bendecir en todos los elementos y criaturas al Creador y Gobernador de todas las cosas» (2 Cel 80). «... En fin, a todas las criaturas las llamaba hermanas, como quien había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios... Y ahora, ¡oh buen Jesús!, a una con los ángeles, te proclama admirable quien, viviendo en la tierra, te predicaba amable a todas las criaturas» (2 Cel 81).

VI. El trabajo de los hermanos

51) Cuando Francisco evoca en su Testamento su vida y la de sus primeros hermanos, hace esta constatación: «Yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo honesto».

La Declaración, en sus primeras redacciones, se proponía en este apartado subrayar, entre otras cosas, la importancia dada por Francisco al trabajo manual, indudable en este texto y en otros (1 R 7; 2 R 5; 1 Cel 39; TC 41; etc.), dentro de su decisión de seguir a Cristo pobre y humilde, porque, aparte otras razones (evitar la ociosidad, dar buen ejemplo, medio de evangelización), el trabajo manual era para Francisco signo de sencillez, de minoridad, de servicio y ayuda a los pobres. Francisco quería estar sometido, como los menores de su tiempo, a la actividad del trabajo manual. El mundo actual, en su deseo de encarnación y cercanía a los más necesitados, ha vuelto a descubrir tales motivos.

Sin embargo, durante las discusiones capitulares, pareció que la exposición desestimaba excesivamente otras clases de trabajo, y la revisión hecha al texto primitivo no revela con tanta incisividad y mordiente la fuerza de «protesta» que contenía la opción de Francisco por el trabajo manual, ni la razón evangélica de encarnación, de ser pueblo, de ser los menores y hacer lo que ellos, y no sólo ir al pueblo, ir a los menores.

En este documento, la palabra «trabajo» no se limita al trabajo manual; abarca toda actividad, cualquiera que sea: ministerio sacerdotal, estudio, apostolado en sus diversas formas y campos, cuidado de los enfermos, etc. Reducir el trabajo al manual y éste «fuera de casa» sería un radicalismo cuya paternidad no se podría atribuir a San Francisco. El Pobrecillo se ocupó y quiso que sus hermanos se ocupasen en los trabajos que solían hacer los humildes y pobres, los «menores» en aquella sociedad; prohibió igualmente que sus hermanos ejerciesen cargos u oficios que llevasen consigo superioridad o dominio sobre los demás; pero nunca canonizó el trabajo como un valor supremo, él mismo dedicó parte de su tiempo a diversas clases de trabajo, admitió y promovió la pluriformidad de trabajo entre los hermanos, y las primeras fraternidades, aunque no tenían «obras propias» como sucedería más tarde, no necesitaron gente a su servicio para las tareas domésticas. Por lo demás, no es del caso hacer la historia de la Orden a este respecto. Sin duda, ésta ha sabido ser fiel a su vocación a través de los siglos en una parte, mientras en otra necesita renovación y conversión, y a ello incita la Declaración teniendo en cuenta tanto la mente del Fundador como las circunstancias actuales.

Parece claro que la Orden tiende, aunque no de modo exclusivo, al trabaje fuera de casa, compartiendo la suerte de las gentes sencillas, del pueblo llano, de los hombres menos afortunados de nuestra sociedad. Ello, sin embargo, no significa ni puede significar identificarse con el mundo del trabajo en sus dimensiones socio-económico-políticas, ni con sus luchas y tensiones que frecuentemente miran a objetivos poco evangélicos y sirven a intereses bastante ajenos a la promoción y liberación integral del hombre. Si hemos de meternos en medio del pueblo y compartir su suerte y su trabajo, ha de ser para que, siguiendo el ejemplo del Señor y de Francisco, sirvamos y amemos al hombre, enseñándole con nuestra vida la fuerza liberadora del Espíritu, mostrándole de cerca la transformación en alegría y esperanza que la Palabra de Dios ha obrado en nosotros, actuando de fermento evangélico, anunciándole con palabras y con obras la Buena Nueva, al mismo tiempo que convivir con los pobres, los «menores», es ocupar nuestro sitio y ayudarnos a preparar acogida en nosotros al Hijo de Dios que por nosotros se hizo pobre y sirviente, y vino a evangelizar a los pobres y a ofrecer el Reino a los «menores». Esto no es todo, pero es lo principal.

Hoy hemos de cuidarnos de caer en las redes del ídolo de un trabajo mitificado que, en realidad, lejos de servir al hombre, hace de él un esclavo de la producción al servicio de la sociedad de consumo, y que con frecuencia lesiona la dignidad humana sin demasiados escrúpulos. Encarnarse en el mundo del trabajo, por sí y sin mayor «transcendencia», no encaja con la opción vocacional del Hermano Menor; esto lo hacen, y mucho mejor, otras ideologías de nuestro tiempo. Pero aquí puede plantearse un problema serio: los Hermanos Menores deben estar donde están realmente los hombres, sin más privilegios que los evangélicos, los que lleva consigo la fe en el Evangelio y su vivencia, a lo que todos están llamados. En muchos aspectos y situaciones del Hermano Menor en el mundo del trabajo, serán particularmente inspiracionales aquellas palabras de Jesús: «... están en el mundo... pero no son del mundo... No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como no soy del mundo yo... yo los envié a ellos al mundo...» (Jn 17,11ss).

En tiempos de Francisco, los hermanos vivían con las gentes; poco a poco nos hemos ido distanciando de ellas. Hoy compartir el trabajo de la mayoría de los hombres puede significar, en muchos casos, meterse en un mundo dominado por unas estructuras opresivas y deshumanizantes que, con frecuencia, fuerzan a los hermanos a unas opciones más clasistas que amantes de la justicia, a unas opciones políticas y sindicalistas que dividen a los hombres y no siempre convienen a quien se haya comprometido a ser hermano de todos. Esto no obstante, debemos ser fieles a nuestra misión de sembrar el mensaje evangélico y franciscano en el corazón de las masas, en esa sociedad que se llama de consumo; hemos de optar, como Francisco, por el pueblo y estar con él, fermentando desde el interior, con la vida evangélica, con la pobreza unida a la perfecta alegría, esa situación en que viven tantos hombres de hoy; hemos de escoger los trabajos que nos asemejen a los pobres de nuestro tiempo y aquellos en que mejor servicio les prestemos según nuestro carisma y misión.

Enrolarse en el mundo del trabajo actual, sin ser arrollado por el mismo, es tarea difícil y que exige una profunda vida espiritual, junto a una fuerte y equilibrada personalidad psicológica. Compartir la pobreza y el trabajo de los «menores» de hoy, por fidelidad a nuestra vocación, y sin perder nuestra propia identidad, es un ideal bello y arriesgado. Imitar las actitudes y manifestaciones de la pobreza de Francisco, sólo podemos hacerlo en la medida en que compartamos con él la vivencia íntima de la pobreza de N. S. Jesucristo. De ahí que el mundo nos urja la fidelidad a nuestra vocación, la intensidad de nuestra vida, la autenticidad de nuestro testimonio, para que compartir su suerte no sea hundirnos todos en la fosa, sino construir entre todos el Reino cuya venida pedimos en el «Padre nuestro». Cristo envió a sus discípulos, aun sabiendo que se encontrarían como ovejas entre lobos (Mt 10,16); los peligros que lleva consigo participar en el trabajo de los hombres de hoy, más que amedrantarnos y aislarnos, debiera incitar nuestra responsabilidad a armarnos intensamente con la vivencia y mentalidad del Evangelio.

La diversidad de situaciones y mentalidades en una Orden que se extiende por todo el mundo, no permite que la Declaración descienda a muchas cuestiones concretas ni determinaciones prácticas. Bastan los principios y orientaciones que contiene para que, a su luz, se busquen las formas y los caminos más apropiados en cada ambiente y más adecuados a cada hermano o fraternidad.

La Declaración pone de relieve el trabajo como servicio a los demás, como gracia de Dios, como testimonio evangélico, como medio de evangelización. Muestra, igualmente, los múltiples trabajos que realizó Francisco, cuidando a los leprosos, ayudando al clero, acudiendo a la mesa del Señor de puerta en puerta, predicando...

52) «Todos los hermanos, en cualquier lugar en que se encuentren en casa de otros para servir o trabajar, no sean mayordomos ni cancilleres... Y los hermanos que saben trabajar, trabajen y ejerzan el mismo oficio que conocen, si no es contrario a la salud del alma y puede realizarse con decoro... y cada uno permanezca en el arte y oficio en que fue llamado... Y séales permitido tener las herramientas e instrumentos convenientes para sus oficios» (1 R 7). «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5). «Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar la ociosidad» (Test 20-21).

53) Decía Pablo VI a los Capuchinos el 21 de octubre de 1968: «Muchas veces nos hemos preguntado por qué los hijos de San Francisco no estaban presentes, como les conviene, en medio de las masas de trabajadores, hablándoles según la costumbre del pueblo; llamados por su misma vocación a compartir con los humildes el pan ganado con muchos sudores, y siendo hábiles para suscitar la alegría y la esperanza entre las duras penalidades de la vida. Conocemos bien que tenéis ya muchísimas ocupaciones y que vuestro número es menor del que piden vuestros deberes crecientes. No obstante, estas palabras nuestras quieren mostraros cómo juzgamos eficaz y adecuada vuestra misión en el mundo».

54) Para Francisco, lo primero y principal en la vida del Hermano Menor era la oración, reina a la que todo debe servir y condicionarse: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5). La expresión aparece también en la Carta a San Antonio: «Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Sobre todo otro deseo, el de la oración: «Y los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia...» (1 R 10). La oración, por lo tanto, es lo primero y principal. La Declaración establece con toda claridad esta principalidad y primariedad.

55) La Declaración resume en este número la visión del trabajo desde la teología actual. Francisco, por supuesto, no nos ofrece tanto; pero al presentar él el trabajo como una «gracia» (2 R 5), lo incluye dentro de su visión de Dios actor constante y decisivo en la vida humana y, por lo mismo, dentro de la respuesta y como respuesta que dicha acción supone.

VII. Mensajeros de paz en nuestro mundo

56) Es la última de las actitudes de nuestra vida que destaca la Declaración. Su exposición sigue la misma línea que en las anteriores. Parte de nuestro ser de hombres de la paz para hacer ver que debemos ser constructores, hacedores de la misma en medio del mundo y para el mundo. Más que en ninguno de los apartados anteriores, habrá que señalar aquí que todo cuanto se dice arranca de la misma fuente que las actitudes anteriormente indicadas: la fe en Cristo de Francisco (nn. 5-8) como actitud principal, totalizante y abarcadora de toda la existencia. Porque si la paz se lleva en el corazón, irremediablemente sale a la cara y a las manos, como suma en cierto sentido de las actitudes anteriores.

Para Francisco, Cristo, el Señor es la Paz (AlD), que pacificó todas las cosas en su misterio pascual (CtaO) y que nos dejó, como anuncio y tarea, la paz, cuya realización expresa así Francisco en la Leyenda de los Tres Compañeros: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados. Pues muchos que parecen ser miembros del diablo, llegarán todavía a ser discípulos de Cristo» (TC 58).

57) «Y los hermanos que van entre sarracenos y otros infieles, pueden conducirse espiritualmente entre ellos de dos modos. Un modo consiste en que no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13) y confiesen que son cristianos. El otro modo consiste en que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios, para que crean en Dios omnipotente...» (1 R 16,5-7). «Todos mis hermanos pueden anunciar, siempre que les plazca, esta exhortación y alabanza, u otra semejante, entre cualesquiera hombres, con la bendición de Dios: Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios...» (1 R 21). «... porque por esa razón os ha enviado el Señor al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino Él» (CtaO 9).

Cierto día se leía en la iglesia de Santa María de la Porciúncula el evangelio que narra cómo el Señor había enviado a sus discípulos a predicar; presente allí el santo de Dios y oída la explicación del texto que le dio el sacerdote, exclamó: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (1 Cel 22). Inocencio III, después de aprobar la forma de vida de Francisco, le dijo a él y a sus compañeros: «Id con el Señor, hermanos, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la penitencia. Cuando el Señor omnipotente os multiplique en número y en gracia, me lo contaréis llenos de alegría, y yo os concederé más favores y con más seguridad os confiaré asuntos de más transcendencia» (1 Cel 33).

58) «Todos los hermanos guárdense de calumniar y de contender de palabra... Y no litiguen entre sí ni con otros, sino procuren responder humildemente... Y no se irriten... Y ámense mutuamente... Y muestren por las obras el amor que se tienen mutuamente... No murmuren, no denigren a otros... Y sean modestos, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres. No juzguen, no condenen. Y, como dice el Señor, no consideren los pecados mínimos de los otros; al contrario, recapaciten más bien en los suyos propios...» (1 R 11). «Cuando los hermanos vayan por el mundo... en cualquier casa en que entren, digan primero: Paz a esta casa» (1 R 14). «Los hermanos que van entre sarracenos y otros infieles... no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios... » (1 R 16). «Aconsejo de veras, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo que, cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan con palabras, ni juzguen a los otros; sino sean apacibles, pacíficos y moderados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, como conviene... En cualquier casa en que entren, primero digan: Paz a esta casa» (2 R 3).

«En toda predicación que Francisco hacía, antes de proponer la palabra de Dios a los presentes, les deseaba la paz, diciéndoles: "El Señor os dé la paz". Anunciaba devotísimamente y siempre esta paz a hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes le buscaban. Debido a ello, muchos que rechazaban la paz y la salvación, con la ayuda de Dios abrazaron la paz de todo corazón y se convirtieron en hijos de la paz y en émulos de la salvación eterna» (1 Cel 23). Francisco dijo a sus hermanos: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados. Y permaneced pacientes en la tribulación, seguros, porque el Señor cumplirá su designio y su promesa. A los que os pregunten, responded con humildad; bendecid a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y calumnien, pues por esto se nos prepara un reino eterno... Estas palabras las repetía siempre que mandaba a algún hermano a cumplir una obediencia» (1 Cel 29).

59) «No murmuren, no denigren a otros... Y sean modestos, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres. No juzguen, no condenen. Y, como dice el Señor, no consideren los pecados mínimos de los otros; al contrario, recapaciten más bien en los suyos propios con amargura de su alma» (1 R 11). «Es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6).

VIII. Sentido de las estructuras de nuestra fraternidad

60) Así lo proclama el principio de la Regla: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores» (2 R 1; cf. 1 R Introd). Y el final de la misma: «Para que, siempre súbditos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, estables en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente hemos prometido» (2 R 12).

Ordena además Francisco: «Los hermanos que son ministros y siervos de los otros hermanos, visiten y amonesten a sus hermanos, y corríjanlos humilde y caritativamente... Y dondequiera haya hermanos que sepan y conozcan que no pueden guardar espiritualmente la Regla, a sus ministros puedan y deban recurrir. Y los ministros recíbanlos caritativa y benignamente, y tengan tanta familiaridad para con ellos, que los hermanos puedan hablar y obrar con ellos como los señores con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10). Ya en la primera Regla decía Francisco: «Todos los hermanos que son constituidos ministros y siervos de los otros hermanos, coloquen a sus hermanos en las provincias y en los lugares en que estén, visítenlos con frecuencia y amonéstenlos espiritualmente y confórtenlos... Y recuerden los ministros y siervos que dice el Señor: No he venido a ser servido sino a servir (Mt 20,28), y que, porque les ha sido confiado el cuidado de las almas de los hermanos, si algo de ellos se pierde por su culpa y mal ejemplo, tendrán que dar cuenta en el día del juicio ante el Señor Jesucristo» (1 R 4).

61) La Orden tiene su carácter peculiar, su idiosincrasia, y sus leyes deben sintonizar con tales características. Dentro del ámbito común a entidades eclesiales semejantes, las leyes deben brotar del organismo vivo que es nuestra Fraternidad, con sus peculiaridades (comunidad fraterna, minoridad y servicio, pobreza y sencillez, etc.), y apoyar y reforzar la vivencia de nuestro carisma. De ahí que nuestra legislación deba estar profundamente saturada de nuestro estilo de vida, de nuestro talante y andadura, de nuestro ideal y forma de vida; y que no pueda ser aséptica ni permanecer impermeable a cuanto nos es connatural y propio.

62) Francisco, enfermo y ya próximo a la muerte, repetía a sus hermanos: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado» (1 Cel 103).

[Extraído de la revista Selecciones de Franciscanismo n. 6 (1973) 293-335]

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