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DIRECTORIO FRANCISCANODocumentos Pontificios |
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Leemos estas palabras hoy en el Evangelio según Marcos, cuando los Apóstoles responden a la pregunta de Cristo: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Mc 8,27). Conocemos esta pregunta, y conocemos las respuestas que dieron los interlocutores. Finalmente, Jesús preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy? Pedro le contestó: Tú eres el Cristo, que quiere decir el Mesías» (Mc 8,29). Conocemos también esta respuesta de Pedro en la versión más amplia del Evangelista Mateo. Pedro profesa la dignidad mesiánica de Jesús de Nazaret. Y he aquí que el mismo Pedro, cuando oye que el Mesías, el Hijo del hombre, debe ser condenado, torturado y ejecutado, toma aparte a Jesús y se pone a increparlo (cf. Mc 8,32). «Increparlo» significa que trata de convencerle de que esto no le sucederá jamás (cf. Mt 16,22). Así piensa y así habla el mismo Pedro que ha confesado a Jesús de Nazaret como el Mesías. Y entonces Cristo increpa a Pedro con palabras tan severas como quizá nunca usó en relación con ningún otro de los Apóstoles: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc 8,33). El mismo Pedro que confesó la fe en el Mesías, no quería creer que Él, «El Ungido de Dios», era, al mismo tiempo, «el Cordero de Dios», era «el Siervo de Yavé» del Antiguo Testamento, afligido y humillado hasta el fin, como había anunciado el Profeta Isaías, según el pasaje que hemos escuchado en la primera lectura de hoy. Y por esto Cristo protestó tan categóricamente. El ejemplo de san Francisco y de san Antonio 2. Queridos hermanos y hermanas: Nos encontramos hoy aquí siguiendo las huellas de dos Santos, que aceptaron el misterio del «Cordero de Dios» y del «Siervo de Dios» con toda el alma y le amaron con todo el corazón. Francisco de Asís, de quien recordamos el VIII centenario de su nacimiento, ¿acaso no podía repetir con el Apóstol Pablo las palabras: «Cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14)? Y la misma fe profesó, con su maestro de Asís, Antonio de Padua, de quien la Iglesia ha celebrado, el año pasado, el 750 aniversario de la muerte, particularmente en esta ciudad, tan íntimamente ligada a su nombre. Francisco y Antonio no sólo profesaron su fe en la cruz y en el Crucificado, sino que también amaron a Aquel que nos ha amado de tal manera, sin reservas, hasta llegar a aceptar la cruz. Con la mirada puesta en san Antonio y en su maestro san Francisco, os saludo a todos los que os habéis reunido en esta inmensa plaza para la celebración eucarística. Saludo en primer lugar al Pastor de esta diócesis, Mons. Filippo Franceschi, y a su predecesor, el venerado Mons. Girolamo Bortignon; saludo cordialmente a las autoridades, a los sacerdotes, religiosos, religiosas, padres y madres de familia, trabajadores, a los jóvenes y a las jóvenes, a los niños, enfermos, a todos los presentes. 3. San Francisco y san Antonio meditaron en su corazón sobre todo lo que el Profeta Isaías había escrito acerca del «Siervo de Yavé», y que, con bastantes siglos de antelación, parece describir, de manera muy detallada y precisa, los acontecimientos del Viernes Santo: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos...» (Is 50,6). ¡Cuán cercanas estaban al corazón de Francisco y de Antonio estas heridas y ofensas! Cuán vivo era, para cada uno de ellos, este «pleito» que Jesús de Nazaret afrontó por la salvación del hombre: «...no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado... ¿Quién pleiteará contra mí? Vamos a enfrentarnos: ¿quién es mi rival? Que se acerque. Mirad que el Señor me ayuda; ¿quién probará que soy culpable?» (Is 50,7-9). Francisco y Antonio leyeron con el espíritu y el corazón, con la fe y el amor, este «pleito mesiánico», que alcanza su ápice en Getsemaní y sobre el Calvario. Y por esto, crecían en ellos no sólo la fe, la esperanza y la caridad, sino que, a la vez, crecía ese «gloriarse en la cruz» de que escribió el Apóstol en la carta a los Gálatas. 4. ¿Por qué «gloriarse en la cruz»? ¿Por qué no «gloriarse más que en la cruz de Cristo»? Porque la cruz proclama hasta el fin y por encima de toda medida, por encima de todo argumento del entendimiento y de la ciencia, quién es el hombre ante los ojos de Dios, en su plan eterno de amor. Lo proclama de una vez para siempre e irreversiblemente. No se puede aprender a fondo la dignidad del hombre sino «gloriándose sólo en la cruz». Y no se puede captar el sentido de la vida humana, el sentido que tiene el designio eterno de amor, si no es mediante ese «pleito mesiánico» que Jesús de Nazaret entabló un día con Pedro y que continúa entablando con cada uno de los hombres y con toda la humanidad. El cristianismo es la religión del «pleito mesiánico» con el hombre y en favor del hombre. Nos damos cuenta de ello con claridad, especialmente cuando retornamos sobre las huellas de los grandes seguidores de Cristo crucificado: Francisco de Asís y Antonio de Padua. Fe, alegría y amor 5. La Palabra de Dios en la liturgia de hoy nos permite comprender que ese pleito mesiánico en favor del hombre... con el hombre, tiene siempre su dimensión temporal e histórica. ¿No habla de esto, en la segunda lectura, el Apóstol Santiago, al enseñar que la fe sin las obras está muerta en sí misma? «Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras?; ¿es que esa fe lo podrá salvar?» (Sant 2,14). Y así, mediante esas sencillas y fundamentales palabras del Apóstol, ese pleito mesiánico con el hombre y en favor del hombre se expresa como el contenido de la vida humana en la dimensión de cada día y de toda la historia terrena de la humanidad. En la perspectiva de la fe hay, en cada lugar, otro hombre: «un hermano o una hermana... sin ropa y faltos de alimento diario» (Sant 2,15). El otro hombre, el hombre necesitado en cualquier grado de la longitud y latitud geográfica, representa un desafío a la fe. ¿Cuántos son estos hermanos y hermanas en todo el mundo? ¿Cuántos hay a nuestro alcance inmediato? ¿Y de cuántos modos sufren privaciones: hambre, penuria, violación de sus fundamentales derechos humanos? Por esto Francisco de Asís y Antonio de Padua emprendieron, en su tiempo, ese pleito evangélico con cada uno de los hombres y en favor de cada uno de los hombres, a medida de los Apóstoles y de los Santos. Por esto también en nuestros días la Encíclica «Redemptor hominis» recuerda que el hombre es y no deja de ser el «camino fundamental de la Iglesia» (núm. 14), el hombre contemporáneo, cuya dignidad, ante los ojos del Creador y Redentor, no cesa de testimoniar la cruz de Cristo. 6. Ese pleito con el hombre... y en favor del hombre, que emprendió Cristo, tiene, al mismo tiempo, otra dimensión: en ella se decide el perenne y a la vez eterno destino del hombre, como ser creado a imagen y semejanza de Dios. En la existencia humana dentro de este mundo se desarrolla como un gran drama de la vida y de la muerte, en conformidad con lo que nos recuerda hoy el Salmista: «Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia» (Sal 114,3). Cristo vino al mundo para unirse al hombre en este drama definitivo de su existencia. Precisamente por ello Pablo de Tarso y, después de él, Francisco de Asís y Antonio de Padua se glorían en la cruz de Cristo. Porque en ella está la respuesta plena a este grito tan profundo del hombre consciente de sus destinos ultratemporales. «Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida» (Sal 114,8s). La fe, en su dimensión temporal e histórica, vive por medio de las obras de caridad del hombre. La fe, en su dimensión definitiva y eterna, se expresa mediante la participación en este amor, que permite superar el pecado y la muerte. Este mismo amor de Dios engendra la alegría, la alegría ilimitada de existir, de caminar en la presencia de Dios. Esta alegría daban al mundo, en su tiempo, Francisco y Antonio, y el eco de esa alegría dura hasta hoy: «Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante; porque inclina su oído hacia mí, el día que lo invoco» (Sal 114,1s). Así, pues, ese «pleito mesiánico» con el hombre... en favor del hombre, que emprendió Cristo, se resuelve mediante el amor, y el amor hace al hombre definitivamente feliz; el amor de Dios sobre todas las cosas, que se manifiesta por medio del amor del hombre, de cada uno de los hermanos y hermanas que Dios pone en el camino de nuestra peregrinación terrena. 7. He aquí la elocuencia que también en nuestro tiempo tiene, después de tantos siglos, el testimonio de la vida de Francisco de Asís y de Antonio de Padua. Ellos caminan a través de los siglos, sin gloriarse cada uno de ellos más que en la cruz de Cristo, y dicen a las generaciones siempre nuevas cuánta fuerza tiene la fe vivificada por el amor. Y nosotros, que recordamos su santa vida y sus obras, debemos hacernos una pregunta: ¿Estamos decididos a aceptar este pleito que Cristo entabla con el hombre en favor del hombre?... ¿Estamos dispuestos a participar en él? Se trata de la pregunta sobre nuestra fe, amor y caridad. ¡Se trata de la pregunta sobre nuestro hoy y mañana cristiano! [Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, núm. 33 (1982) 363-367] |
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