DIRECTORIO FRANCISCANODocumentos Pontificios |
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La lección de Jesús en el Cenáculo Queridísimos Hermanos de la Orden de los Capuchinos y especialmente vosotros, sacerdotes-estudiantes de este Colegio Internacional. 1. Es para mí motivo de especial satisfacción la visita de hoy a esta sede, porque me permite no sólo corresponder a una invitación hecha muchas veces y muy amablemente, sino también celebrar en devota comunión de caridad y de fe la santísima Eucaristía precisamente en la jornada a la que ha sido traslada la solemnidad litúrgica del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Esta circunstancia, o mejor, coincidencia -¡y feliz coincidencia!- hace subir de tono inmediatamente nuestro encuentro y, aun cuando haya en él -como aludiré más adelante- otros temas y motivos que lo caracterizan y definen, sin embargo, hoy el motivo dominante y el tema central quiere ser, debe ser, el eucarístico. 2. In supremae nocte cenae recumbens cum fratribus... He aquí que el lugar y el tiempo de nuestra cita ideal están allí, en el Cenáculo de Jerusalén, donde el Señor Jesús se reunió con sus Apóstoles el día primero de su pasión redentora, y donde también nosotros hoy, todos nosotros, queremos ir con la mente y el corazón para considerar, o volver a considerar, el gran acontecimiento sacramental y eclesial que se verificó allí. ¿Qué hizo Jesús aquella tarde? Son demasiado conocidos los detalles -gestos y discursos, afirmaciones y recomendaciones, advertencias y enseñanzas- que surgen de la última Cena, para que deba yo recordarlos ahora uno por uno. Es cierto que Jesús habla allí y actúa como protagonista, fundiendo juntamente lo antiguo y lo nuevo en un entrelazado de recuerdos históricos y de perspectivas futuras, en una alternancia de emociones sublimes y de decisiones conscientes, cuya profundidad sólo puede ser entrevista, pero que es y será siempre radicalmente insondable. Jesús, el Maestro y el Señor, ante todo, da una lección de humildad a sus discípulos, lavando los pies a cada uno de ellos, incluido el traidor (cf. Jn 13,4-15). Ya este gesto o rito inicial -quisiera observar de pasada-, si tiene gran importancia para todos los creyentes, tiene un valor totalmente singular para los seguidores de san Francisco, como sois vosotros: se diría que el Santo, concentrando su mirada amorosa en toda la existencia de Cristo, desde la humildad del recién nacido de Belén, hasta la «desnudez» del Crucificado en el Calvario, ha querido incluir ahí también este episodio que es, a la vez, enseñanza y ejemplo de profunda humildad, como condición para la disponibilidad hacia los otros y expresión de espíritu fraterno. El banquete pascual 3. Pero tomemos de nuevo el hilo de los acontecimientos: después del lavatorio de los pies, tuvo lugar el verdadero y propio banquete pascual, durante el que Jesús toma en sus manos el pan y el vino. Sabemos bien cuál es el «peso» de estos gestos, porque nos lo dice el mismo Jesús. No se trataba de una simple distribución de comida; no fue aquel un intercambio amistoso entre comensales que se pasan las porciones: no, aquí hay mucho más, hay infinitamente más. «Tomad y comed, (porque) esto es mi cuerpo»; «tomad y bebed, (porque) esta es la sangre de la nueva alianza» (cf. Mt 26,26-28; Mc 14,22-24; Lc 22,17-20; 1 Cor 11,23-25). La fuerza de estas frases está en su implicación causal: hay entre ellas un implícito porque, el cual como puede reforzar la invitación del Maestro a comer y beber, así también sirve para introducir una verdad superior, que es la realidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Vosotros -quiere decir Jesús- debéis «consumir» el pan y el vino que os distribuyo, porque en ellos «estoy» yo mismo. La Eucaristía, hermanos queridísimos, es misterio de realidad, como auténtico signo y sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, pero es también misterio que hay que renovar, porque a la doble afirmación, que acabamos de recordar, acompaña en el texto, según la tradición paulino-lucana, la orden explícita de hacer esto en memoria suya (cf. Lc 22,19; 1 Cor 11,24.25). El pan vivo 4. Los Apóstoles entendieron el sentido de las palabras y el valor de esta orden. El gesto de Jesús no era sino la entrega oficial y -se diría- «el confiar» su cuerpo y sangre, no simplemente para que tomaran de ellos inspiración para una emotiva conmemoración del amado Maestro, sino para tenerlo siempre vivo y presente entre ellos, con ellos, en ellos. Ciertamente entendieron, como nos lo confirma no sólo la costumbre de la Iglesia naciente que solía reunirse in fractione panis, en la fracción del pan (cf. Hch 2,42), sino el programa altamente didáctico del Señor, que los había preparado a ese rito arcano desde hacía tiempo. Esto es precisamente lo que leemos en el Evangelio de hoy, en ese pasaje del Discurso sobre el pan de la vida, que el Maestro tuvo en Cafarnaún, después de la multiplicación milagrosa de los panes (cf. Jn 6,5-13). Procuraos -había dicho con sabiduría clarividente- un pan de calidad superior: un pan celeste, un pan vivo. Y este pan -había afirmado repetidamente- soy yo (cf. Jn 6, 27. 33. 35. 48. 51), y este pan es «mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,52). Desde entonces se hizo la invitación a comer y a beber en términos de una absoluta necesidad espiritual: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna..., habita en mí y yo en él» (Jn 6,53-56). En una palabra, la vida sobrenatural, la misma vida como supervivencia a la muerte física, el permanecer en Cristo, dependen totalmente de esta comida y de esta bebida, porque el Maestro añadió: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). El cumplimiento de todo esto no se hizo esperar: fue exacto y puntual según una línea de alta pedagogía y de gran relieve salvífico. El Jesús del Cenáculo era el que antes había hablado en Cafarnaún y que en la «Iglesia» de la Ciudad Santa realizaba la promesa hecha en la «sinagoga» de la pequeña ciudad lacustre. Fidelidad a Cristo, sumo y eterno Sacerdote 5. Queridos hermanos, creo que estos pensamientos, sacados de la confrontación de textos evangélicos fundamentales, aun cuando conocidos, merecen atención permanente por parte de todos los sacerdotes, y por lo tanto también de vosotros, los miembros de la curia generalicia y del Instituto Histórico de la Orden capuchina, y alumnos de este Colegio internacional, provenientes de las más diversas provincias y estudiantes de las varias Universidades Pontificias de la Urbe. Todos somos sacerdotes y ¿cómo podremos olvidar que nuestro sacerdocio gira en torno a este místico banquete?, ¿que está indisolublemente unido a la Eucaristía en virtud de una relación que no es sólo de derivación o de contacto, sino también de destino y de función? Si las dos realidades sacramentales de la Eucaristía y del Orden Sagrado están estrechamente compaginadas originaria y finalísticamente, si entre ellas subsiste un vínculo de extraordinaria unión, ¿cómo podremos nosotros, sacerdotes, en lo concreto de nuestra vida y en la misma diversidad de las respectivas funciones, dejar de considerar siempre esencial y perenne tal relación? Nacidos de la Eucaristía y habilitados para «hacer» la Eucaristía, ¿cómo podremos dejar de vivir de ella y para ella? Es cuestión de coherencia, es cuestión de fidelidad: fidelidad y coherencia en lo que somos, en nuestro «ser sacerdotes». Por esto, hoy, fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es también nuestra fiesta, y haremos bien en profundizar y desarrollar todos comunitariamente y cada uno «in secreto cordis sui», en lo secreto de su corazón, las reflexiones indicadas, para confirmar nuestra total, convencida, inquebrantable adhesión a Cristo, Sumo Sacerdote y artífice único de nuestro sacerdocio. Orientación para la Orden Capuchina 6. En la medida en que este análisis sea profundo y sincero, se derivará de él, sin duda, más clara la visión de los problemas particulares e, incluso, de las dificultades que hoy, en lo vivo de un proceso de transformación, que parece envolver y trastocar todo, se le plantean a cada sacerdote, tanto secular como regular, a cada familia religiosa, a toda la comunidad eclesial. También vuestros problemas, también las inevitables dificultades del presente, queridos miembros de la Familia Seráfica Capuchina, pueden tomar luz de un examen hecho desde el punto de vista de la Eucaristía. Es éste un enfoque muy oportuno: es el enfoque de la unidad y de la caridad que ayuda a ver bien el núcleo de las cuestiones, para distinguir lo accesorio de lo principal, para elevarse de lo contingente a lo esencial. No se piense que sea una forma de evasión de la realidad, o un modo indebido de ver las cosas, o un alienante «transfert» al plano sobrenatural. La dimensión eucarística -digo yo- puede y debe ser asumida como una medida segura de valorización también por vosotros. Un solo ejemplo: justamente las nuevas Constituciones de vuestra Orden insisten en el deber de hacer vida en fraternidad (cf. cap. VI), para dar a todos los niveles, desde el convento local hasta la casa generalicia, el testimonio del genuino amor evangélico, para superar toda forma de individualismo egoísta, para constituir, según la verdad, una «Orden de hermanos». ¿Acaso es necesario explicar que la fuente primaria, de donde se saca este espíritu, es y sigue siendo la santa Eucaristía? Por tanto, que sea ella el más alto punto de referencia en el trabajo personal y comunitario, en el que estáis comprometidos. 7. Me parece que es el mismo Seráfico Padre quien lo recuerda y recomienda: pensad, queridos capuchinos, en los insuperables ejemplos de fraternidad vivida que os ha dejado él, que por la Eucaristía tuvo, más que devoción, una «pasión» singular, hasta el punto de imponerse e imponer a sus compañeros la mayor reverencia hacia todo sacerdote que encontrasen a lo largo de su camino. Con cuánta emoción leemos en la Vida de fray Tomás de Celano: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad... Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos sus miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201). Y podrían multiplicarse las citas... Humildad, pues, y fraternidad y sacrificio son las llamadas esenciales que os hacen en la fiesta del Corpus Domini la lectura conjunta de la Palabra de Dios, la biografía de vuestro Santo, y también el texto de las Constituciones vigentes. Como defensa y alimento de estas mismas virtudes colocad la espiritualidad eucarística, centrada en Aquel que es la vida y que vino a este mundo para que todos la tengan en abundancia (cf. Jn 1,4; 10,10). Así sea. [Selecciones de Franciscanismo, vol. XIII, NÚM. 39 (1984) 347-351] |
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