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DIRECTORIO FRANCISCANODocumentos Pontificios |
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LA ESTIGMATIZACIÓN DEL ALVERNA 1. Este es el hombre que «en su vida reparó la casa, y en sus días fortificó el santuario» (Sir 50,1). Este hombre se llama Francisco, «hombre nuevo, que el cielo dio al mundo» (LM 12,8). Nos encontramos aquí siguiendo sus huellas. Por aquí pasó el Poverello de Asís. Aquí reveló el gran amor que ardía en su corazón. Ese amor lo hizo semejante al Amado, al Crucificado: «Llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús» (Gál 6,17). Las palabras de Pablo se cumplieron en él admirablemente y Umbría fue testigo de ello. Este lugar montañoso, que hoy tengo la oportunidad de visitar, también fue testigo: el Alverna. 2. Queridos hermanos y hermanas, tuve la intención de visitaros el año pasado, pero, como sabéis, entonces no fue posible. Por tanto, con gran alegría me encuentro hoy entre vosotros. Os saludo a todos con afecto. Ante todo, saludo al cardenal Silvano Piovanelli, arzobispo de Florencia, al obispo de esta diócesis, monseñor Giovanni D'Ascenzi, a los demás prelados presentes, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a los representantes de las diferentes asociaciones y movimientos apostólicos. Saludo al señor alcalde de Florencia, ciudad ligada al Alverna desde hace siglos por muchos motivos, así como al representante de la administración pública del antiguo barrio montañés, al que confiere singular prestigio el apellido Chiusi de La Verna. Deseo manifestar mi complacencia a la Orden de los Frailes Menores en las personas del ministro general y del ministro provincial de Toscana. Saludo al padre Eugenio Barelli, custodio de este sagrado convento, y le agradezco su acogida, así como a los demás religiosos, que «practican la hospitalidad» (Rom 12,13). Queridos hermanos del Alverna, os corresponde a vosotros mantener viva la presencia de san Francisco en este lugar para que, quien suba hasta aquí, pueda hallar en su autenticidad el misterio de la configuración con Cristo crucificado, que se manifestó precisamente aquí mediante el don de los estigmas en septiembre de 1224. 3. Los estigmas, las cicatrices de la pasión de Cristo en el cuerpo de Francisco, eran el signo extraordinario mediante el cual se revelaba la cruz que cada día cargaba sobre sí, en el sentido más literal del término. ¿No dijo Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame... Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará»? (Lc 9,23-24). Francisco abrazó toda la verdad de esta paradoja. El Evangelio fue para él su pan de cada día. No se limitaba a leer sus palabras, sino que a través de las expresiones del texto revelado trataba de descubrir a aquel que es el Evangelio mismo. En Cristo, en efecto, se revela hasta el fondo la economía divina: "perder" y "ganar" en sentido definitivo y absoluto. Con su existencia Francisco anunció y sigue anunciando también hoy la palabra salvadora del Evangelio. Es difícil encontrar un santo en el que el mensaje perdure tan profundamente más allá de la prueba del tiempo. Francisco es un santo, en cierto sentido, universal; a través de él Cristo quiso proclamar el Evangelio no sólo en su época, sino también en las demás, en la nuestra, en culturas y civilizaciones muy diversas entre sí. Así pues, quien pierde la vida por Cristo, la salva. La salva de una manera maravillosa. 4. Los estigmas que Francisco recibió en este lugar, el monte Alverna, constituyen un signo particular. Sonel testimonio íntimo de la verdad del Poverello. De manera auténtica y profunda «se gloriaba de la cruz de Cristo», y de nada más: solamente «de la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (cf. Gál 6,14). Se trata de un signo de semejanza en virtud del amor. Lo dice el apóstol Pablo y lo repite Francisco de Asís: por medio de la cruz de Cristo y gracias a la fuerza del amor «el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo» (Gál, 6,14). El mundo no quiere ser crucificado: escapa de la cruz. El hombre aborrece ser «crucificado para el mundo». Así era en tiempos de Francisco y así es también hoy. La lucha entre el mundo y la cruz existe desde siempre, ¡es lucha con la cruz de la salvación! Podría parecer, por tanto, que Francisco se ha convertido prácticamente en un testigo poco actual o inútil. Quien dice a Cristo: «Tú eres mi bien. Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen» (Sal 16,2), parece ir contra la mentalidad contemporánea. En efecto, el hombre con frecuencia no reconoce al Señor; quiere ser el señor de sí mismo y del mundo. Por esta razón, el mensaje de Francisco es signo de contradicción. Un mensaje de este tipo debería ser rechazado y, en cambio, cada vez se lo busca más. 5. Se trata de un mensaje que constituye un llamamiento apremiante a volver a Cristo, a redescubrir en su cruz «el camino y la antorcha de la verdad» (San Buenaventura, De triplici via III, 5): la verdad que nos hace libres, porque nos hace discípulos del Maestro divino. El itinerario espiritual de san Francisco se distinguió por este seguimiento fiel del Hombre-Dios, cuya renuncia y despojo total (cf. Flp 2,7) se esforzó por imitar sin reservas. Esto hizo de él, como dice san Buenaventura, «el cristianismo pobre» por excelencia (cf. LM 8,5). Este itinerario-seguimiento alcanzó su culmen en el Alverna con la impresión de los estigmas. Aquel momento, a pesar del desgarramiento de la carne, fue su grito de victoria, análogo al de san Pablo, que refiere la segunda lectura que acabamos de escuchar: «Llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús» (Gál 6,17). La estigmatización del Alverna representa así la conformación visible con la imagen de Cristo que hace de Francisco el ejemplo en el que todo cristiano puede inspirarse en su camino de acercamiento progresivo a Dios creador y redentor. Al respecto son significativas las palabras pronunciadas por el Poverello al concluir su vida: «He cumplido mi tarea; que Cristo os enseñe la vuestra» (LM 14,3). 6. Estas palabras no representan un complaciente repliegue sobre sí mismo, sino la humilde acción de gracias por cuanto el Señor había realizado en él. Su sentido es el siguiente: que Cristo os enseñe, como hizo conmigo, a ser sus discípulos. En especial, son dos las enseñanzas del Maestro divino que Francisco siguió con total fidelidad: obedecer al Papa, vicario de Cristo en la tierra, y venerar e imitar a su santísima Madre María. La legitimación de su actuación en la Iglesia, también con la fundación de una nueva orden religiosa, depende completamente de las palabras del primer capítulo de la regla: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al Señor Papa». En esta perspectiva, poco antes de morir recomendaba a sus discípulos «la fidelidad a la santa Iglesia romana» (LM 14,5). San Francisco, además, «mostraba un amor inefable a la Madre del Señor Jesús», por haber hecho «al Señor de la majestad hermano nuestro», y «en ella principalmente, después de Cristo, depositaba su confianza» (LM 9,3). Imitó a María en su silencio meditativo, sobre todo después de haber sido honrado por Cristo, en este monte, con los signos de su pasión, para mostrar que cuanto mayores son los privilegios concedidos por Dios, tanto más tiene que humillarse quien los ha recibido. «El hombre evangélico Francisco», refiere san Buenaventura, «bajó del monte llevando consigo la efigie del Crucificado... dibujada en su carne por el dedo de Dios vivo»; y «consciente del secreto regio, ocultaba cuanto podía aquellos signos sagrados» (LM 13,5). 7. «Él cuidó de su pueblo para evitar su ruina y fortificó la ciudad contra el asedio» (Sir 50,4). Queridos hermanos y hermanas, este pasaje del libro del Sirácida, que hemos escuchado al comienzo de la misa, se refiere a Cristo mismo: en toda circunstancia "cuidadoso de su pueblo". Ha arraigado la cruz en la historia del hombre; la arraigó en los corazones humanos. "El mundo crucificado" en Cristo se muestra cada vez más como el mundo amado: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Francisco testimonió este amor inconmensurable y sigue testimoniándolo también en nuestros días. Sólo el amor puede salvar del fracaso a la humanidad y al mundo, a este mundo por el que el hombre se siente asediado y amenazado de diferentes maneras. 8. Venimos, oh Francisco, a encontrarte Venimos a ti para confirmarnos, Te saludamos al final del segundo milenio cristiano. Te saluda la Iglesia Y te pedimos, Poverello de Asís: Fortifica a la Iglesia. Amén. DANOS TU ALEGRÍA Y TU PAZ
* * * LA OPCIÓN POR CRISTO Queridos jóvenes; queridos hermanos y hermanas: 1. ¿Qué os ha traído a este lugar que, hace ocho siglos, contempló la identificación mística entre Cristo crucificado y su extraordinario imitador, Francisco de Asís? Os ha atraído la figura carismática del Poverello. Pasan los siglos, y el santo de Asís nos habla como si viviera hoy. El movimiento espiritual que nació de él es como una primavera de juventud, que puntualmente florece en cada generación. Sin embargo, en el estilo de vida de este hombre del siglo XIII, hay algunos rasgos tan originales, que podrían hacernos pensar que es inimitable e inaccesible. A pesar de esto, o quizá por esto mismo, sigue ejerciendo una fascinación increíble. La realidad es que nuestro tiempo, que oscila entre conquistas y derrotas, y que lucha entre la esperanza y la desesperación, busca el camino de una nueva autenticidad. San Francisco ofrece con nitidez la imagen de un hombre auténtico, de un hombre realizado, que supo alcanzar la paz con Dios, consigo mismo, con los demás y con el cosmos. 2. Pero, ¿cuál es la raíz profunda de esta personalidad, el verdadero secreto de su encanto? No cabe duda: es su opción por Cristo. El camino de conversión de Francisco se extiende desde el coloquio que tuvo, en su juventud, con el Crucifijo de San Damián hasta la identificación con Cristo crucificado, expresada plásticamente en los estigmas que recibe aquí en el monte Alverna. En su Testamento, él mismo evoca el momento del cambio de su vida. Vale la pena volver a escuchar la prosa sencilla y conmovedora de su narración: «El Señor me concedió a mí, fray Francisco, comenzar así a hacer penitencia, pues, estando en pecado, me parecía algo demasiado amargo ver a los leprosos; y el Señor mismo me condujo entre ellos, y fui misericordioso. Al alejarme de ellos, lo que antes me parecía amargo se mudó en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-2). Cristo, a quien escuchó en San Damián y abrazó en sus hermanos leprosos, es la nueva luz de Francisco. ¿Es una renuncia a la vida? Al contrario, ahora puede gastarla y cantarla mejor. Su Cántico de las criaturas, que brotó en un momento de sufrimientos atroces, no sólo será una plegaria maravillosa, sino también un himno a la vida, a la alegría, al mundo visto a la luz de Dios. Queridos jóvenes, amad la vida. Amadla con la profundidad y la pasión de Francisco de Asís. Amadla en la hermosura de la naturaleza, en la alegría de la amistad, en las conquistas de la ciencia y en el esfuerzo generoso por construir un mundo mejor. No la desperdiciéis en alegrías efímeras, en aventuras sin retorno o en un conformismo vacío. ¡Mirad a las alturas! ¡Aspirad a lo eterno! 3. María, Madre de Jesús, Madre de Francisco y de todos los santos, a quien invocan constantemente las poblaciones de esta región, en la que abundan santuarios y capillas dedicados a ella, os guíe por el camino de la alegría verdadera, que anhela vuestro corazón. Me complace recordar, sobre todo, el antiguo y sugestivo santuario de Santa María del Sasso, situado a pocos kilómetros de aquí, y que es un punto de referencia importante para la devoción mariana de toda la región de Casentino. Saludo cordialmente e imparto una bendición especial a los padres dominicos, que custodian ese templo sagrado, a las religiosas contemplativas de la misma orden, que constituyen una presencia silenciosa y orante a la sombra del santuario, y a todos los devotos de la Virgen, venerada allí con el título de Madonna del Sasso y Madonna del Buio. María, in tenebris lux, ilumine las mentes y las conciencias de los hombres con la luz de la verdad y del amor. Os ilumine especialmente a vosotros, queridos jóvenes, que, como Francisco, invocáis confiadamente a la Virgen, Madre de la Iglesia y modelo de su juventud perenne. DISCURSO A LAS COMUNIDADES FRANCISCANAS Queridos hermanos y hermanas: 1. Este encuentro con vosotros, hijos e hijas de san Francisco, en un lugar tan sugestivo y significativo para la historia y la espiritualidad franciscana, suscita en mi alma una alegría íntima y profunda. Agradezco al padre Hermann Schalück, ministro general de los Frailes Menores, las amables palabras que me acaba de dirigir, también en nombre de los superiores generales de las demás órdenes -a quienes saludo cordialmente- y de todos los presentes. Numerosas fuentes históricas describen el deseo de contemplación que acompañó toda la existencia de Francisco. Se lee en la Leyenda mayor de san Buenaventura que él «dejaba a la gente con su alboroto y buscaba la soledad, con su secreto y su paz: allí, dedicándose más libremente a Dios, limpiaba su alma de la más pequeña partícula de polvo» (LM 13,l). Las prolongadas estancias del Poverello en este monte son testimonios elocuentes de su necesidad de soledad. Al respecto es significativo el hecho de que Francisco, siendo tan firme en su opción radical por la pobreza, no haya rechazado el don del monte Alverna, ofrecido, como se sabe, por el conde Orlando di Chiusi, a fin de que pudiera pasar allí largas cuaresmas entregado totalmente a la oración y a la penitencia. Las características naturales del lugar y su gran aspereza hacían que, como afirman las Florecillas, fuera «sumamente adecuado para quien quisiera hacer penitencia, en un lugar alejado de la gente, o para quien deseara la vida solitaria» (Ll 1). El eremitorio del Alverna se convirtió así en uno de los refugios preferidos por Francisco, y también por la tradición de los Frailes Menores. Aquí el Poverello de Asís recibió los estigmas casi como para sellar su constante y apasionada búsqueda de Dios. 2. El austero y magnífico santuario en que nos encontramos sigue siendo aún hoy uno de los signos casi tangibles del alma contemplativa de Francisco y de la lección que ha dejado a todo el franciscanismo; y recuerda a los numerosos peregrinos y visitantes, también a los de nuestros tiempos, según la feliz expresión de la Leyenda menor, que «el verdadero amor de Cristo» transformó «al amante en la imagen perfecta del Amado» (Lm 6,4). La contemplación de Cristo crucificado fue para Francisco tan intensa e imbuida de amor, que lo condujo gradualmente a la identificación con él. En la pobreza, en la humildad y en los sufrimientos del Crucificado descubrió la sabiduría divina, revelada a los hombres en el Evangelio, una sabiduría que sobrepasa y vence todo saber mundano. De la fecundidad de esta intuición franciscana han brotado numerosos frutos de santidad en la Iglesia. San Francisco continúa ejerciendo a lo largo de los siglos una fascinación singular en innumerables personas que, en los diferentes estados de vida, se sienten atraídas a emprender el mismo itinerario espiritual y religioso. 3. En la sociedad actual, entre muchos fenómenos de signo opuesto, surge de manera cada vez más clara una necesidad real de la verdad, de lo esencial y de una auténtica experiencia de Dios. Queridos hijos e hijas de Francisco, con motivo de vuestra vocación especial que sintetiza y armoniza el recogimiento en este eremitorio y el compromiso apostólico, tenéis la misión de señalar también a nuestros contemporáneos, con actitud de fraternidad universal, la respuesta que satisface esas expectativas. Esa respuesta consiste en abandonarnos con confianza al amor salvífico del Señor Jesús, aunque nos crucifique. Queridos hermanos y hermanas, haced que vuestras comunidades, siguiendo la huella de una tradición ya secular, irradien cada vez más esta espiritualidad viva, inviten constantemente a vivir los valores cristianos, y propongan de forma valiente la elección total de Dios, de la que brotan el servicio sincero a cada hombre y el compromiso activo por la construcción de la paz. 4. Junto a Francisco, la divina Providencia puso a Clara, la joven de Asís que mejor que nadie supo comprender y asimilar su espíritu. Este año estamos celebrando el octavo centenario del nacimiento de esa virgen, mansa y fuerte. Como recordé en la carta que dirigí a las monjas contemplativas con ocasión de la apertura de ese jubileo, «el itinerario contemplativo de Clara, que concluirá con la visión del Rey de la gloria (Proc 4,19), comienza precisamente con su entrega total al Espíritu del Señor, como lo hizo María en la Anunciación» (n. 2). La figura de Clara, primera plantita de Francisco (LM 4,6), ha de ser para todos los Frailes Menores modelo de vida entregada completamente a «observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1). Deseo de corazón que las celebraciones del centenario despierten en las clarisas la frescura del entusiasmo originario y lleven a cuantos caminan siguiendo las huellas del Poverello a redescubrir el carácter esencial de la contemplación en su tradición más genuina. Con estos sentimientos encomiendo al Señor a toda la familia franciscana. A cada uno y a cada una de vosotros os aliento nuevamente a proseguir en el seguimiento fiel de vuestro Padre seráfico. Que os acompañe el deseo de paz y bien, tan querido para él, y mi bendición, que de corazón os imparto, y extiendo con gusto a cada una de vuestras comunidades esparcidas por todo el mundo. [Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIII, núm. 67 (1994) 3-12] |
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