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S. S. LEÓN
XIII
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Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica. 1. Por una dichosa merced, el pueblo cristiano ha podido celebrar en un breve intervalo el recuerdo de los dos hombres que, llamados a gozar en el cielo de las eternas recompensas de la santidad, dejaron sobre la tierra una gloriosa falange de discípulos, como retoños que sin cesar renacen de sus virtudes. Porque después de las fiestas seculares en memoria de Benito, el padre y legislador de los monjes en Occidente, va a ocurrir una ocasión de tributar honores públicos a Francisco de Asís por el séptimo centenario de su nacimiento. No sin razón vemos en esto un designio misericordioso de la divina providencia. En efecto, permitiendo celebrar el día del nacimiento de estos ilustres padres, parece que Dios quiere advertir a los hombres que tienen que recordar sus insignes méritos y comprender al mismo tiempo que las órdenes religiosas fundadas por ellos no debieron ser tan indignamente violadas, sobre todo en aquellas naciones en que por su trabajo, su genio y su celo han sembrado la civilización y la gloria. Confiamos en que estas solemnidades no serán infructuosas para el pueblo cristiano, que siempre y con justicia ha considerado como amigos a los religiosos, por lo que, así como ha honrado el nombre de Benito con amor y gratitud, hará revivir por medio de fiestas públicas y testimonios de afecto la memoria de Francisco. Y esta noble emulación de piedad filial y devota no se limita a la comarca en que nació el santo hombre, ni a las que honró con su presencia, sino que se extiende a todas las partes de la tierra, a todos los lugares donde el nombre de Francisco ha llegado y en que florecen sus instituciones. Ciertamente aprobamos, más que nunca, este ahínco de las almas por tan excelente objeto, sobre todo estando acostumbrado desde la niñez a tener hacia Francisco admiración y devoción especiales. Nos gloriamos de haber sido inscrito en la familia franciscana, y más de una vez hemos subido por piedad, espontáneamente y con alegría, a las sagradas colinas del Alverna; en aquel lugar, la imagen de ese gran hombre se nos ofrecía por todas partes donde poníamos la planta, y aquella soledad llena de recuerdos tenía a nuestro espíritu embebecido en muda contemplación. 2. Verdadero fruto. Mas por loable que sea este celo, no consiste en él todo. Porque es preciso pensar que serán agradables a Francisco esos honores que se preparan, si aprovechan a los mismos que los tributan. Ahora bien, el fruto real y duradero consiste en asemejarse de algún modo a su eminente virtud y en procurar ser mejores imitándole. Si con la ayuda de Dios se trabaja para ello con ardor, se habrá encontrado el remedio oportuno y eficaz para los males presentes. Queremos, pues, Venerables Hermanos, no sólo atestiguaros públicamente por medio de esta carta nuestra devoción a Francisco, sino también excitar vuestra caridad para que trabajéis con Nos en la salvación de los hombres gracias al remedio que os hemos indicado. 3. Jesucristo fuente de todos los bienes. El Redentor del género humano, Jesucristo, es la fuente eterna e inmutable de todos los bienes que nos vienen de la infinita bondad de Dios; de modo que Aquel que ha salvado una vez al mundo es también el que le salvará en todos los siglos; porque no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que podamos salvarnos (Hch 4,12). Si, pues, sucede que, por el vicio de la naturaleza o la falta de los hombres, cae en el mal el género humano, y parece necesario para levantarle un especial socorro, es preciso absolutamente recurrir a Jesucristo y ver en Él el mayor y más seguro medio de salvación. Porque su divina virtud es tanta y tan poderosa, que contiene a la vez un abrigo contra los peligros y un remedio contra los males. 4. San Francisco y su siglo. La curación es cierta si el género humano vuelve a profesar la sabiduría cristiana y las reglas de vida del Evangelio. Cuando ocurren males como estos de que hablamos, ofrece Dios al mismo tiempo un socorro providencial, suscitando a un hombre, no escogido al azar entre los demás, sino eminente y único, a quien encarga de procurar el restablecimiento de la salud pública. Y esto es lo que sucedió a fines del siglo XII y algo más tarde, y Francisco fue el artífice de la gran obra reparadora. Se conoce bastante bien esta época con su mezcla de vicios y virtudes. La fe católica estaba entonces más profundamente arraigada en las almas; ofrecía también un hermoso espectáculo aquella multitud inflamada de piadoso celo que iba a Palestina para vencer o morir en ella. Pero el libertinaje había alterado mucho las costumbres de los pueblos, y era de todo punto necesario que los hombres volviesen a los sentimientos cristianos. Ahora bien, la perfecta virtud cristiana consiste en esa generosa disposición del alma que busca las cosas arduas y difíciles; tiene su símbolo en la Cruz, que cuantos desean servir a Jesucristo deben llevar sobre sí. Lo propio de dicha disposición es el apartarse de las cosas mortales, dominarse completamente y sufrir la adversidad con calma y resignación. En fin, el amor de Dios es dueño y soberano de todas las virtudes para con el prójimo; su poder es tal, que hace desaparecer cuantas dificultades son el cortejo del cumplimiento del deber, y no sólo hace tolerables, sino hasta agradables, los más duros trabajos. Había mucha escasez de estas virtudes en el siglo XII, porque gran número de los hombres eran entonces, por decirlo así, esclavos de las cosas temporales, o amaban con frenesí los honores y las riquezas o vivían en el lujo y en los placeres. Otros tenían todo el poder, y hacían de su potestad un instrumento de opresión para la multitud miserable y despreciada; y aquellos mismos que hubieran debido, por su profesión, ser ejemplo a los hombres, no habían evitado las manchas de los vicios comunes. La extinción de la caridad en muchos lugares había tenido por consecuencia los pecados múltiples y cotidianos de la envidia, de los celos y el odio; los espíritus estaban tan divididos y tan enemistados, que por la menor causa las ciudades vecinas entraban en guerra, y los ciudadanos de una misma ciudad combatían bárbaramente los unos contra los otros. Tal era el siglo en que apareció Francisco. Con admirable simplicidad e igual constancia, se esforzó con sus palabras y sus actos en colocar a la vista de todos los ojos del mundo corrompido la imagen auténtica de la perfección cristiana. En efecto, de la misma manera que el bienaventurado P. Domingo de Guzmán defendía en esta época la integridad de las doctrinas celestiales y rechazaba, armado con la antorcha de la sabiduría cristiana, los errores perversos de los herejes, así Francisco, secundando el impulso de Dios que lo conducía a grandes empresas, obtenía la gracia de excitar a la virtud a los cristianos y de conducir a la imitación de Cristo a aquellos que habían andado muy errantes y por mucho tiempo. 5. San Francisco y la pobreza. Ciertamente no fue por casualidad por lo que llegaron a oídos del joven Francisco estas palabras: «No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón» (Mt 10,9-10). Y también: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres y luego ven y sígueme» (Mt 19,21). Interpretando estos avisos como dirigidos a él directamente, se despojó al instante de todo, cambió los vestidos, adoptó la pobreza como asociada y compañera por todo el resto de su vida, y adoptó la resolución de que estos grandes preceptos de perfección que él había abrazado con noble y sublime actitud espiritual, fueran las reglas fundamentales de su Orden. Después de este tiempo en medio de la molicie tan grande del siglo y de la delicadeza exagerada que le rodeaba, se le vio avanzar en estas prácticas, tan difíciles; pide su alimento de puerta en puerta, y soporta, no solamente las burlas de un pueblo insensato, aquellas que son más injuriosas, sino que las busca con admirable avidez. Ciertamente había abrazado la locura de la Cruz de Cristo, y la consideraba como sabiduría absoluta; habiendo penetrado ventajosamente en la inteligencia de estos misterios augustos, veía y juzgaba que no podía colocar su gloria en cosa mejor. Con el amor a la Cruz entró en el corazón de Francisco una ardiente caridad que lo impulsó a propagar con celo el nombre cristiano y a exponerse, por tal motivo, incluso a un evidente peligro de su vida. Abrazaba a todos los hombres en esta caridad; pero buscaba especialmente los pobres y los pequeños, de suerte que parecía colocarse entre aquellos de quienes los demás acostumbraban a retraerse, o a los que orgullosamente despreciaban. De este modo, se ganó bien esa fraternidad por la cual Jesucristo, restaurándola y perfeccionándola, ha hecho de todo el género humano una sola familia, colocada bajó la autoridad de Dios, Padre común de todos. 6. San Francisco imagen de Jesucristo. Gracias a tantas virtudes, y sobre todo con tal austeridad de vida, este héroe purísimo se dedicó a reproducir en sí, en cuanto pudo, la imagen de Jesucristo. La señal de la divina providencia apareció bien a las claras cuando le fue concedido tener semejanzas con el divino Redentor aun en las cosas exteriores. Así, a ejemplo de Jesucristo fue dado a Francisco nacer en un establo y tener por lecho siendo niño, como en otro tiempo Jesús, la tierra cubierta de pajas. Se refiere que en aquel momento coros celestiales de ángeles y cánticos oídos a través de los aires, completaron la semejanza. Como Cristo hizo con sus Apóstoles, él se adjuntó por discípulos algunos hombres escogidos, a quienes mandó recorrer la tierra como mensajeros de la paz cristiana y de la salud eterna. Despojado de todo, injuriado, negado de los suyos, tuvo de común con Jesucristo que no encontró ni un sitio propio donde reclinar su cabeza. Como último rasgo de semejanza, cuando estaba sobre el monte Alverna cual sobre su calvario, fue, por decirlo así, crucificado por un prodigio nuevo hasta entonces, recibiendo en su cuerpo la impresión de las sagradas llagas. Recordamos aquí un suceso brillante no sólo por la grandeza del milagro, sino también como testimonio a lo largo de los siglos: un día que san Francisco se hallaba sumergido en ardiente contemplación de las llagas de nuestro Señor y, sediento de aquellas inefables amarguras, se unía íntimamente al Redentor, apareció de repente un ángel descendido del cielo; luego brilló una virtud misteriosa, tanto que Francisco sintió sus manos y pies como horadados con clavos y su costado atravesado por aguda lanza. Desde entonces sintió en su alma inmenso ardor de caridad; sobre su cuerpo llevó hasta el fin de sus días la impresión viva de las llagas de Jesucristo. Análogos prodigios, que deberían ser celebrados por un lenguaje angélico más que por el de los hombres, muestran cuán grande y digno fue el hombre elegido por Dios para llamar a sus contemporáneos a las costumbres cristianas. 7. Francisco columna de la República Cristiana. Ciertamente, en la iglesita de San Damián era voz sobrehumana la oída por Francisco, diciéndole: «Marcha; sostén mi casa vacilante» [cf. 2 Cel 10]. No es menos digno de admiración que esta aparición celestial se presentase a Inocencio III, pareciéndole ver a Francisco sostener con sus hombros los muros inclinados de la Basílica de Letrán. El objeto y el sentido de este prodigio son manifiestos; significaban que Francisco debía en este tiempo ser firme apoyo y columna para la república cristiana, y, en efecto, no tardó en ponerlo en práctica. Los doce primeros que se pusieron bajo su dirección fueron cual semilla pequeña, que, por la gracia de Dios y bajo los auspicios del soberano Pontífice, pareció bien pronto cambiarse en fértil mies. Luego que estuvieron santamente formados en los ejemplos de Cristo, Francisco distribuyó entre ellos las diferentes comarcas de Italia y de Europa para que allí llevasen el Evangelio; encargó asimismo a algunos de los mismos ir hasta África. De repente, pobres ignorantes como eran, se confunden con el pueblo en las calles y en las plazas; sin preparación del lugar ni pompa en el lenguaje, comienzan a exhortar a los hombres al desprecio de las cosas terrenales y al pensamiento de la vida futura. Maravilla ver cuáles son los frutos de la empresa de estos obreros, en apariencia humildes. Multitudes, ávidas de oírles, corrían en masa a ellos, y entonces, compungidas y arrepentidas, se convertían, olvidaban las injurias recibidas y, apagadas las discordias, volvían a designios de paz.
Es fácil comprender qué inmensos servicios ha debido prestar una institución tan saludable por sí misma y por su oportunidad en los tiempos. Esta oportunidad está demostrada por el establecimiento de asociaciones del mismo género en la familia dominicana y en otras órdenes religiosas y por los hechos mismos. En las clases más altas y en las más inferiores hubo un apresuramiento general, un ardor generoso, para afiliarse a aquella Orden de Hermanos Franciscanos. Entre todos, solicitaron ese honor Luis IX, rey de Francia, e Isabel, reina de Hungría; en los tiempos sucesivos se cuentan varios papas, cardenales, obispos, reyes y príncipes que no consideraron como indignas de su jerarquía las insignias franciscanas. Los asociados en la Orden Tercera mostraron siempre tanta piedad como valor en la defensa de la religión católica: si estas virtudes les valieron el odio de los malos, ellas les atrajeron, al menos, la estimación de los sabios y los buenos, única cosa que debe buscarse y la más honrosa de todas. Y aun nuestro predecesor Gregorio IX, habiendo alabado públicamente su valor y su fe, no vaciló en cubrirles con su autoridad y en llamarles honoríficamente "soldados de Cristo, nuevos Macabeos". Este elogio era merecido. Porque daba gran fuerza al bien público que esta corporación de hombres que tomaban por guía las virtudes y las reglas de su fundador, se aplicasen tanto como pudieran a hacer revivir en el Estado las honradas costumbres cristianas. Muchas veces, en efecto, su empresa y sus ejemplos han servido para apaciguar y aun extirpar las rivalidades de los partidos, arrancar las armas de manos de los facciosos, hacer desaparecer las causas de litigios y disputas, procurar consuelos a la miseria y el abandono, y reprimir la lujuria, muerte de las fortunas e instrumento de corrupción. Tanto más, cuanto que el carácter de nuestro tiempo requiere por muchos conceptos el carácter mismo de esta institución. Como en el siglo XII, la divina caridad se ha debilitado mucho en nuestros días, y hay, sea por negligencia, sea por ignorancia, gran relajamiento en la práctica de los deberes cristianos. Muchos, llevados por una corriente de los espíritus y por preocupaciones del mismo género, pasan su vida buscando ávidamente el bienestar y el placer. Enervados por el lujo, disipan su patrimonio y codician el de otros; exaltan la fraternidad, pero hablan de ella mucho más que la practican; les absorbe el egoísmo, y la verdadera caridad para los pequeños y los pobres disminuye diariamente. En aquel tiempo el error múltiple de los albigenses, excitando a las muchedumbres contra el poder de la Iglesia, había turbado el Estado, al propio tiempo que abría camino a un socialismo cierto. 9. Las instituciones franciscanas y los desórdenes actuales. Lo mismo hoy, los fautores y propagadores del naturalismo se multiplican. Estos niegan que sea preciso estarse sometidos a la Iglesia, y por una consecuencia necesaria, van hasta desconocer el mismo poder civil: aprueban la violencia y la sedición en el pueblo; ponen en duda la propiedad; adulan las concupiscencias de los proletarios; quebrantan los fundamentos del orden civil y doméstico. En medio de tantos y tan grandes peligros comprendéis ciertamente, Venerables Hermanos, que hay motivo para esperar mucho de las instituciones franciscanas llevadas a su estado primitivo. Si ellas floreciesen, la fe, la piedad, la honestidad de costumbres florecerían también; este apetito desordenado de cosas perecederas sería destruido, y no se cuidaría sino de reprimir las pasiones por la virtud; lo que la mayor parte de los hombres consideran hoy como el yugo más pesado e insoportable. Unidos los hombres por los lazos de la fraternidad, se amarían entre sí y tendrían para los pobres y los indigentes, que son la imagen de Jesucristo, el respeto conveniente. Por otra parte, los que están penetrados en la religión cristiana, saben con toda certeza que es un deber de conciencia obedecer a las autoridades legítimas. Es justo decir que la paz doméstica y la tranquilidad pública, la integridad de las costumbres y la benevolencia, el buen uso y la conservación del patrimonio, que son los mejores fundamentos de la civilización y de la estabilidad de los Estados, salen, como de una raíz, de la Orden Tercera de los franciscanos, y Europa debe en gran parte a Francisco la conservación de esos bienes. 10. San Francisco e Italia. Sin embargo, más que ninguna otra nación, Italia es deudora a Francisco; ella es la que ha tenido más parte en sus beneficios, como que ha sido el primer teatro de sus virtudes. Y, en efecto, en esta época en que la frecuencia de las iniquidades multiplicaba las luchas privadas, tendió siempre la mano al desgraciado o al vencido; rico en el seno de la mayor pobreza, no cesó jamás de socorrer la miseria del otro, olvidando la suya. La naciente lengua nacional resonó con gracia en sus labios; tradujo los suspiros del amor y de la poesía en cánticos que el pueblo aprendió, y que no han parecido indignos de la posteridad literaria. Bajo la inspiración de Francisco, el genio italiano más cualificado elevó el genio de nuestros compatriotas, y el arte de los más grandes artistas se dedicó a representar por la pintura y la escultura las acciones de su vida. Alighieri encontró en Francisco materia para sus cánticos sublimes y suaves a la vez; Cimabue y Giotto hallaron en él asuntos que inmortalizar con los colores de Parrhasius; ilustres arquitectos tuvieron ocasión de elevar admirables monumentos, tales como la tumba de este pobre y la basílica de Santa María de los Angeles, testigos de tan numerosos y grandes milagros. A estos santuarios vienen los hombres en tropel para venerar a este padre de los pobres de Asís, que después de haberse despojado de todas las cosas humanas, ha visto afluir a él en abundancia los dones de la divina bondad. Se ve con claridad qué raudal de beneficios ha proporcionado este solo hombre para la sociedad cristiana y civil: pero como su espíritu era plena y eminente cristiano, y apropiado a todos los lugares y a todos los tiempos, nadie podría dudar que la institución franciscana no preste grandes servicios en nuestra época. Nada es tan eficaz como esta disposición del espíritu para extirpar todo género de vicio en su germen: la violencia, la injusticia, el espíritu revolucionario y la envidia entre las diversas clases de la sociedad, cosas todas que constituyen los principios y elementos del socialismo. En fin, incluso la cuestión de las relaciones del rico y del pobre, que preocupan tanto a los economistas, sería perfectamente resuelta si una si se grabara en la mente de las personas que la pobreza no es despreciable: es necesario que el rico debe ser generoso y lleno de misericordia; que el pobre esté contento con su suerte y satisfecho de su trabajo; pues ni el uno ni el otro han nacido para el goce de los bienes perecederos, y deben subir al cielo, el uno por la paciencia y el otro por la liberalidad. 11. Deseos del Pontífice. Tales son las razones por las cuales hemos deseado de todo corazón, desde hace mucho tiempo, proponeros la imitación de Francisco de Asís. Y porque hemos tenido siempre un interés particular por la Orden Tercera de los franciscanos, hoy que hemos sido llamados por la altísima bondad de Dios a este soberano pontificado, como se ofrece una ocasión oportuna de hacerlo, exhortamos vivamente a los cristianos a que se hagan inscribir en esta santa milicia de Jesucristo. Se encuentra por todas partes un gran número de personas del uno y del otro sexo que marchan generosamente detrás de los pasos del Padre Seráfico. Aplaudimos y aprobamos vivamente su celo, deseando que su número aumente y se multiplique gracias, sobre todo, a vuestros esfuerzos, Venerables Hermanos. El punto principal de nuestra recomendación es que los que se revistan con los sagrados signos de la Orden de la Penitencia, miren la imagen de su santo autor y se acerquen a él, sin lo cual no puede realizarse nada de lo que se desea. Esforzaos, pues, en hacer conocer y estimar en todo su valor la Orden Tercera; vigilad en esto todos los que tenéis el cargo de las almas, enseñando cuidadosamente lo que ella es, de cuánto es accesible a cada uno, de qué privilegios goza para la salud de los espíritus y cuánta utilidad particular y pública promete. Es menester hacer tanto o más que los religiosos franciscanos de la otra Orden de fundación primera que sufren en este momento por la indigna persecución que les ha herido. Quiera Dios que por la protección de su padre salgan pronto de esta fuerte y tenaz tempestad. Quiera Dios que los pueblos cristianos acudan a abrazar la regla de la Orden Tercera con tanto ardor y en tan gran número como acudieron en otra ocasión al pie del Santo Patriarca. Lo pedimos sobre todo y con más razón todavía a los italianos, que la comunidad de patria y la abundancia particular de beneficios recibidos les obligan a mayor devoción por san Francisco y a mayor reconocimiento también. Así sucederá que al cabo de siete siglos, Italia y el mundo cristiano entero se vean transportados del desorden a la paz, de la ruina a la salvación por la influencia bienhechora del Santo de Asís. 12. Exhortación y conclusión. Pidamos esta gracia en una plegaria común, y sobre todo en estos días a Francisco mismo; implorémosla de la Virgen María, Madre de Dios, que ha recompensado siempre la piedad y la fe de su servidor con su alta protección y especiales mercedes. Mientras tanto, como prenda de los celestiales favores, y en testimonio de nuestra especial benevolencia, os damos, afectuosamente en el Señor a vosotros, Venerables Hermanos, y a todo el clero y pueblo confiado a cada uno de vosotros, la bendición apostólica. Dado en Roma, cerca de San Pedro, el día 17 de septiembre de 1882, año quinto de nuestro pontificado. [Cf. el texto latino en Acta Sanctae Sedis, vol. XV, pp. 145ss; el texto italiano e inglés en http://www.vatican.va/holy_father/leo_xiii/encyclicals/index_sp.htm; el texto español en Colección completa de Encíclicas Pontificias, Buenos Aires, Ed. Guadalupe, 1952, pp. 331-338] |
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