DIRECTORIO FRANCISCANO
Documentos Pontificios

S. S. Pablo VI
MENSAJE DE SAN BUENAVENTURA
Discurso en el "Seraphicum" de Roma
durante el Congreso internacional para celebrar
el VII centenario de la muerte de S. Buenaventura
(Martes, 24 de septiembre de 1974)

 

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Con mucho gusto hemos andado el breve camino que desde nuestra residencia nos ha traído hasta aquí.

La circunstancia que ha originado esta visita nuestra es la solicitud de Pastor de todo el Pueblo de Dios que siempre guía nuestros pensamientos y dirige nuestros pasos, y nos hace compartir los mismos sentimientos que embargaban el espíritu de san Pablo en el momento en que se proponía visitar de nuevo a los primeros cristianos de Roma: «Cuando llegue a vosotros, lo haré con la plenitud de la bendición del Evangelio de Cristo» (Rom 15,29).

1. Sabemos que en esta sede, que se honra con el ilustrísimo nombre del Doctor Seráfico, estudiosos de diversa condición y de varias nacionalidades han ilustrado estos días la multiforme personalidad de san Buenaventura de Bagnoregio al cumplirse el VII centenario de su muerte, a fin de que las solemnidades celebradas en otros lugares y de distintas formas culminasen como en una alabanza multiplicada.

A todos cuantos por cualquier razón han participado alegres en dicha conmemoración, Nos es grato hacerles llegar nuestra complacencia. Al mismo tiempo nos sentimos obligado a formular el deseo de que las celebraciones del centenario de una muerte redunden en una celebración de vida, que san Buenaventura, con su ejemplo y su enseñanza, puede transmitir con toda seguridad incluso a la Iglesia de nuestro tiempo. ¿Acaso no hemos escrito, en nuestra carta Scientia et virtute a los Ministros generales de las tres Familias franciscanas, del 15 de julio de 1974, que «este mismo maestro de doctrina y de vida aún habla, aunque ya difunto desde hace siete siglos?».[1]

2. Así pues, como al presente vamos a permanecer por un momento entre vosotros, hijos devotos del Santo, maestros en la enseñanza de su doctrina, cultivadores de su pensamiento y de su obra, Nos no podemos menos de sentirnos atraído por el título de un breve escrito suyo que, si bien no se encuentra entre los mayores por el tamaño y por las cosas que contiene, es sin lugar a dudas muy conocido y frecuentemente comentado, hasta el punto que sólo él basta para situar a su autor en la historia de las doctrinas de la Edad Media, por su peculiar doctrina y por su método unitario. Nos referimos, como habéis adivinado ya, al libro titulado Itinerario de la mente a Dios, escrito en el monte Alverna en 1259.

El mismo título de Itinerario nos suena a nosotros, hombres de hoy y herederos más serios y severos del patrimonio doctrinal de san Buenaventura, como algo grato y, por lo mismo, bien aceptado por algunas sencillas pero rectas y muy útiles indicaciones que nos dan la gozosa impresión de que el autor está próximo a nosotros, como guía y como intérprete de ciertas tendencias de nuestra mentalidad. Itinerario: en este mismo título nos parece que hay un cierto movimiento del espíritu que todo lo indaga e investiga, conforme al estilo inquieto y progresivo de la cultura contemporánea, la cual ciertamente se propone la investigación de la naturaleza de las cosas; pero con mucha frecuencia, recorriendo los caminos de la filosofía y teología, fácilmente se cansa y se detiene en ciertas estaciones, como si fuesen las últimas y supremas, mientras que el Itinerario, orientado a la única meta que puede compensar la fatiga del áspero y largo camino, continúa rectísimo hacia el supremo término de la Verdad divina, que coincide plenamente con la divina «Realidad».

El Itinerario de san Buenaventura reconoce el valor de las etapas intermedias, que marcan el orden de nuestros conocimientos, pero tiende a una ascensión más elevada, ejercitando, en un constante esfuerzo, el vigor del entendimiento, ya mediante la experiencia ya mediante el raciocinio, y respondiendo así a los postulados innatos de una pedagogía aprehendida tanto por los sentidos como por la mente y el alma, tal como la mejor escuela de nuestro tiempo puede apreciar.

Dicho Itinerario, además, sostenido y confirmado por aquella iluminación de san Agustín que incita a la ascensión con las palabras Quaere super nos, llega finalmente al primer umbral del misterio infinito; pero tampoco se detiene aquí, sino que, como si se hubiese interrumpido el ascenso, prosigue adelante en otra dirección, cual si descendiese, abriendo un nuevo camino: nos referimos al camino de las soledades interiores del espíritu humano, donde Cristo, luz y alimento, se adelanta, en las regiones del alma, a entrar en una nueva y no menos ardua búsqueda, que ya no se desarrolla afuera, en el mundo de las cosas creadas, sino dentro de nosotros, de modo que en todo tiempo se aplique a la inenarrable presencia de Dios, quien, mediante su gracia, estableció para sí en el alma una nueva y mística morada.

Este es el sendero que el hermano Buenaventura emprendió felizmente y el que con igual sabiduría propone de nuevo al hombre de hoy: el Itinerario de la mente a Dios, del que es propio reformar interiormente al hombre y abrirle un nuevo camino por el que pueda acercarse a Cristo el Señor.[2]

Hemos dicho itinerario emprendido y propuesto por el hermano Buenaventura.

Este apelativo de hermano lo hemos utilizado ciertamente de propósito, por cuanto nos parece no menos apto que el muy ilustre de Cardenal para calificar con precisión su vida y su extraordinario mensaje.

En verdad, él compartió, más que otros varones religiosos que en aquel tiempo florecieron en la santa Iglesia, las vicisitudes de su Orden poco antes fundada, a la cual dio mucho después de haber recibido mucho de ella. Él supo igualmente establecer una conexión permanente de su vida con el Fundador de su Orden, del que aprendió el plan de vida ascética y un altísimo sentido eclesial, y del que vino a ser como la «conciencia pensante». Por ello, se dirigió a los lugares donde san Francisco nació, vivió y murió, a fin de exponer con toda verdad los sucesos de su vida y trasmitirlos a la posteridad.[3]

Mas como «en los grandes oficios» que se le confiaron siempre postergase «la preocupación perversa»,[4] es decir, la solicitud de las cosas terrenas, se retiró «al monte Alverna como a lugar de quietud, con ansias de buscar la paz del alma»;[5] todavía hoy, varones prudentes y circunspectos enumeran este monte entre los «lugares excelsos del espíritu»,[6] por la manera del todo singular en que allí Francisco experimentó en persona a Cristo. Además, de san Francisco aprendió aquella pulquérrima y muy natural forma de alabar a Dios «en todas y por todas las criaturas...», y de creer firmemente y confesar con sencillez «las verdades de la fe según lo que cree y enseña la Santa Iglesia Romana».[7]

¿Acaso no arranca de esta fuente franciscana aquella laboriosidad de vida y serena tranquilidad de mente que caracterizaron al hermano Buenaventura, y que ponen de manifiesto que Dios está próximo a nosotros en la naturaleza y presente en nosotros por la fe?

3. Efectivamente, el itinerario que san Buenaventura propone a los demás, así como el que él mismo recorrió, no ha de tenerse por una peregrinación en solitario y que tienda a una meta lejana y completamente desconocida. Se trata, por el contrario, de emprender el camino junto con el Hijo de Dios que, hecho hombre, se conformó a nuestra imagen humana, para llevarnos de nuevo a su propia imagen divina, que fue impresa en el hombre en el momento mismo de la creación.[8] En Cristo, pues, hecho hermano del género humano,[9] también el universo, cual bellísimo poema,[10] nuevamente se ha convertido en voz que habla de Dios e impele «a que en todas las criaturas veas, oigas, alabes, ames y reverencies, ensalces y honres a tu Dios, no sea que todo el universo se levante contra ti».[11] Y puesto que Cristo, Dios desde la eternidad y hombre para la eternidad, fue autor de una nueva creación en los fieles por medio de su gracia, se sigue de esto que la exploración de la presencia de Dios se hace para ellos contemplación en sus almas, «en las que habita mediante los dones de su abundantísima caridad».[12] Esta contemplación, por consiguiente, se convierte finalmente en itinerario hacia Dios, itinerario que se lleva a cabo dentro de nosotros mismos, en quienes Dios se dignó establecer su morada (cf. Jn 14,23).

¡Oh, a qué maravillosos hallazgos nos conduce este itinerario interior!

Porque, abierto un nuevo cauce, nos lleva a encontrar la gracia, que es como el «fundamento de la rectitud de la voluntad y de la perspicua ilustración de la razón»;[13] a encontrar la fe, por la que se aumentan y perfeccionan nuestras facultades cognoscitivas, y por la que se participa del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y del mundo; a encontrar, además, la esperanza, por la que se prepara nuestro encuentro irrevocable con Cristo Señor; a consumar la amistad que ya ahora nos une con Él; a encontrar finalmente la caridad, por la que compartimos la vida divina, y esto nos empuja a que, según la voluntad de Dios, consideremos a todos los hombres como hermanos nuestros.

4. Finalmente, ¿qué significa el mensaje de san Buenaventura sino una invitación al hombre a que recupere la verdadera imagen de sí mismo y a que alcance la plenitud de su persona?

Confiado os entregamos este mismo mensaje a todos y a cada uno de vosotros, a quienes la comunión de la profesión religiosa o la consonancia de pareceres os constituye en inmediatos herederos del Doctor Seráfico, para que investiguéis sus fecundas riquezas y os consagréis a divulgarlo por doquier. Pero lo recomendamos también con igual interés a todos los hijos de la Iglesia que están hoy, tal vez como nunca, expuestos a una especie de descomposición interior; y esto lo hacemos con el propósito de que cada uno, meditando diligentemente dicho mensaje, encuentre en él ayuda para hacer eficaz el testimonio de su vida tanto en la Iglesia como en el mundo.

Ojalá que Dios omnipotente «os haga dignos de la vocación y con su poder lleve a feliz término todo vuestro propósito de hacer el bien y la actividad de la fe» (2 Tes 1,11); gustosamente confirmamos este deseo con nuestra bendición apostólica.

* * *

NOTAS:

[1] Cf. el texto de la mencionada carta, más abajo, a continuación del presente texto.

[2] Cf. Pablo VI: Aloc. 9-V-1973: AAS 65 (1973), p. 323; Bula Apostolorum Limina, 23-V-1974: AAS 66 (1974), p. 306.

[3] Leyenda Mayor (=LM), Prólogo, n. 4.

[4]Dante: Paraíso, XII, 128s.

[5] Itinerarium mentis in Deum, Prol., n. 2: Opera omnia, t. V, p. 295.

[6] Cf. J. Guitton, en L'Osservatore Romano, 25-X-73, p. 3, col. 1.

[7] LM 4,3.

[8] Cf. Vitis mystica, cap. 24, n. 3: Opera omnia, t. VIII, p. 189.

[9] In Ev. Luc., 22, 66: Opera omnia, t. VII, p. 561a.

[10] In I Sent., d. 44, a. 1, q. 3, concl.: Opera omnia, t. I, p 786b.

[11] Cf. Itinerarium, cap. 1, n. 15: Opera omnia, t. V, p. 299.

[12] Itinerarium, cap. 4, n. 4: Opera omnia, t. V, p. 307.

[13] Itinerarium, cap. 1, n. 15: Opera omnia, t. V, p. 298.

[Textos latino e italiano en: http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/speeches/1974/index_sp.htm

Texto español en: Selecciones de Franciscanismo 9 (1974) 336-338]

S. S. Pablo VI
MENSAJE DE SAN BUENAVENTURA AL HOMBRE DE HOY
Carta a los Ministros Generales Franciscanos
con motivo del VII centenario de la muerte de san Buenaventura
(15 de julio de 1974)

A los amados hijos
Constantino Koser, Ministro General de la Orden de Hermanos Menores,
Vital Bommarco, Ministro General de la Orden de Hermanos Menores Conventuales,
Pascual Rywalski, Ministro General de la Orden de Hermanos Menores Capuchinos.

Amados hijos, salud y apostólica bendición.

Se celebra este año el séptimo centenario de la muerte de san Buenaventura, llamado tradicionalmente «Doctor Seráfico», hombre famoso por su doctrina y virtud, que aún hoy sigue resplandeciendo.

Este mismo año se celebra una memoria aniversaria similar de santo Tomas de Aquino, de manera que podemos unir en un mismo recuerdo a estas dos personalidades, verdadero ornamento de la Iglesia en el ejercicio del ministerio singular que ejercieron hasta su muerte. En efecto, santo Tomás murió mientras, por invitación del Sumo Pontífice, estaba de viaje para participar en el II Concilio Ecuménico de Lyon. San Buenaventura murió justamente al terminar las labores conciliares el 15 de julio de 1274.

San Buenaventura puede iluminar con su doctrina también nuestra época. Y a este propósito Nos place repetir las palabras de nuestro predecesor san Pío X: «Pensamos que Buenaventura fue un verdadero don de Dios, útil no sólo a su tiempo sino también a cada edad sucesiva, lo mismo que los demás grandes Doctores de la Iglesia».[1] Pero hoy, como es sabido, se trata de dedicarse a una renovación del mundo católico y a la realización fiel y continua de la doctrina y de las normas del Concilio Vaticano II, de manera que pueda resonar viva en la Iglesia, y por ella en el mundo, la palabra del Evangelio.[2] Esta renovación se hace tanto más urgente por el Jubileo universal ya proclamado por Nos, cuya finalidad es la de promover la conversión de cada uno para llegar a la reconciliación de todos. Por este motivo todos los cristianos son llamados a un nacimiento laborioso, del que san Buenaventura fue predicador, maestro y cultor, para que en todos se edifique la fe, Dios sea honrado y se enderecen las costumbres.[3]

Ciertamente el Doctor Seráfico cumplió por su parte la misión a la que, por lo demás, está obligado todo hijo de la Iglesia para que «cada uno, según sus dones y funciones, avance con decisión por el camino de la fe viva, que suscita esperanza y se traduce en obras de amor».[4] Él, en efecto, en su búsqueda teológica, asidua y diligente, había fijado este programa: «Comenzar por la estabilidad de la fe, avanzar con la serenidad de la razón, para llegar a la suavidad de la contemplación».[5] Y puesto que Jesús es el autor y el perfeccionador de la fe (cf. Heb 12,2), «en quien se consuma toda la revelación de Dios sumo»,[6] a él sobre todo miraba como «fundamento de toda la fe cristiana... de toda la doctrina auténtica».[7] En efecto, teniendo como maestro supremo al Hijo de Dios e hijo del hombre, muchas cosas imposibles de comprender por la sola razón humana llegan a ser posibles a la razón ayudada divinamente; y esta llega así a ser capaz «de participar de los bienes divinos que superan del todo la capacidad de la mente humana»,[8] y así logra alcanzar una absoluta certeza. Pues aunque el entendimiento humano está limitado intrínsecamente, como se dice, por unas fronteras bastante estrechas, y puede equivocarse, sin embargo, se ve lleno en un cierto modo de la infalibilidad e inmutabilidad del mismo Dios.

No hay que pensar que nosotros alguna vez creemos de forma irracional, «porque la gracia y la luz infundida desde arriba dirige, más que desorienta, a la razón».[9] Por lo cual, muy lejos de descansar en cualquier clase de fideísmo, como lo llaman, nos vemos impulsados a inquirir más y más, empleando incluso los mismos ejemplos y términos que pertenecen a todo género de ciencia, ya que la fe nos enseña que el mismo Dios está escondido en cualquier cosa que se percibe o se conoce.[10]

Ni se ha de obstaculizar la investigación teológica por los desvíos que quizá se originen de ahí y de los cuales «apenas se vio libre algún tratadista católico»,[11] con tal de que todos los investigadores sean movidos por el deseo de servir a la verdad y reconozcan la fuerza de la misma, transcendiendo cualquier clase de juicios personales. Pues toda verdad acerca de Dios o de la voluntad proveniente de Él, no se adquiere con ninguna diligencia humana, sino desciende del Padre de las luces, quien «por propia iniciativa nos engendró con la palabra de la verdad, para que seamos como una primicia de sus criaturas» (Sant 1,18). Así pues, nunca es lícito tergiversar esta verdad, ya presentando lo cierto como dudoso, ya afirmando lo dudoso como cierto.

Pues toda sanción última o definitiva sobre las cosas divinas corresponde al magisterio establecido por Cristo, debido a que posee una cierta connaturalidad, como dicen, con la palabra misma de Dios; es decir, corresponde al magisterio de la Iglesia, al cual se ha confiado en exclusiva la tarea de interpretar auténticamente.[12] De lo cual se sigue que nadie puede ser un fiel discípulo del Salvador Jesús, a no ser que conceda un fiel acatamiento a aquel magisterio que se ejerce en su nombre dentro de la Iglesia. Ambas fidelidades confieren a la investigación teológica una singular excelencia y hacen que la misma esté estrechamente emparejada con la misión salvífica de la misma Iglesia, ya que gracias a ella la vocación sobrenatural del hombre se conoce más profundamente y se fomenta más persuasivamente.[13]

Tal como enseñó Cristo, principal maestro nuestro,[14] es necesario que Dios sea honrado por nosotros en todas las cosas.

Y Dios ha de ser honrado ante todo en su naturaleza, la que, como total y absolutamente transcendente a la humana, exige que estemos apoyados en ella enteramente, pues «Dios reina en nosotros, cuando nosotros estamos sujetos del todo a Él».[15] Aunque tanto el dominio de Dios como nuestra sumisión sólo se consumarán al final de los tiempos, sin embargo, los discípulos del Señor deben atender con diligencia a ambas cosas todos los días.

Además se ha de honrar a Dios que actúa a través de sus ministros,[16] y sobre todo a través de los ministros en quienes «el Señor Jesucristo se hace presente en medio de sus fieles».[17] En particular se debe honrar a los «pastores de la Iglesia, pues quien los escucha, escucha a Cristo y a Aquel que envió a Cristo».[18] Pues aunque los pastores tengan también la misma cabeza, Cristo, con todo han sido constituidos como intérpretes intermediarios entre los demás fieles y Dios, «para transmitirles las divinas respuestas», que arrancan de la palabra de Dios y que abarcan todo lo necesario para la salvación del hombre: lo que hay que creer, lo que hay que esperar, lo que hay que obrar.[19]

Y como entre los sagrados Pastores en el ministerio de la salvación, el primer lugar lo ocupa el Sumo Pontífice, le niega honor a Dios quien rehúsa la reverencia y obediencia debida al mismo Romano Pontífice. Por lo cual san Buenaventura, hombre piadoso e indulgente, no duda en proferir estas duras palabras: «No puede, en consecuencia, permanecer dentro de la unidad eclesiástica quien se aparta de la obediencia de aquel que se sienta en la cátedra de Pedro».[20]

En fin, Dios debe ser honrado en su imagen, es decir, en el hombre, porque en el Verbo eterno hecho hombre, en cierto modo ha alcanzado una dignidad divina. Porque Cristo, como dice san Buenaventura, «es al mismo tiempo prójimo y Dios, hermano y Señor, y también rey y amigo»,[21] exige que nuestro amor sea manifestado a todos los hombres y no se limite a ninguna de sus cualidades peculiares. Pues siendo así que nuestra caridad toma principio y recibe su fin de Cristo, es preciso que tenga la misma universalidad que el amor con que Cristo nos amó (cf. Jn 15,9).

De igual modo han de ser honrados dentro de la Iglesia los diversos estados, dado que «el Restaurador del linaje humano regala los diversos dones de sus carismas, concede los diversos oficios de grados y prelaciones, y ofrece, finalmente, ejemplos diversos».[22]

Y si acá y allá se hallan pecados y desmayos, sin embargo, los gérmenes de bondad, infundidos por Dios en cualquier hombre, muy lejos de extinguirse enteramente, guardan tal eficacia que, con la ayuda de la divina gracia, pueden incluso sacar bien del mal. Así, pues, no hay ningún pretexto para desesperar en medio de tantas dificultades por las que sucede que la vida humana, en algunas ocasiones, ni esté de acuerdo con la fe, ni se avenga con el honor debido a Dios: la misericordia de Dios, en efecto, es mayor que nuestra miseria y nos podemos ver imantados hacia Dios por el peso mismo de sus beneficios.[23] Y como el mayor beneficio otorgado por Dios a la humanidad es la Encarnación del propio Dios, los mismos hombres obtuvieron por Cristo y en Cristo un poder por el que, aun cruzando entre bienes temporales, no pierdan los eternos. Gracias a esta suprema efusión del amor divino, toda la creación, aunque siga existiendo en ella el peligro de que se aparte de Dios, puede conducir, dada la Encarnación, a Dios de un modo más excelente.

La misma creación es como un libro que ha de leerse a la luz brillante de las Sagradas Escrituras, que estimulan a conocer, alabar y amar a Dios. Y como nadie puede llegar a la plena comprensión de las mismas divinas letras, a no ser por la cruz de Cristo, el cual cumplió toda la Escritura derramando la verdad de Dios,[24] es preciso que todos imiten a Cristo Crucificado, puesto que Él vino para apartar al hombre de las cosas terrenas y excitarle al amor de Dios,[25] y padeció por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus pasos (cf. 1 Pe 2,21).

Este seguimiento de Cristo, por tanto, impulsa a una reforma continua y la convierte en una recta propensión del espíritu que consiste en que, por el Verbo encarnado, en cuanto es reformante del género humano, todas las cosas sean devueltas a aquel estado primitivo que recibieron del Verbo increado.[26] Cristo, en efecto, como «perfecto viador y poseedor al tiempo» (simul perfectus viator et comprehensor),[27] mientras acompaña el camino terrestre de todos, invita al tiempo a todos a Sí, una vez ya fijado en el cielo. De donde se deduce que la vida del hombre sobre la tierra, por su misma naturaleza, es una peregrinación escatológica, es decir, un itinerario o un retorno a Cristo con Cristo «del cual procedemos, por el cual vivimos, al cual tendemos».[28]

San Buenaventura hace una proclamación elogiosa del ejemplo de este itinerario en su padre Francisco quien, configurado en el Monte Alverna por modo singular a Cristo Crucificado, celebró la «pascua» con el Señor, consumando en cierta manera su tránsito a Dios. Con este luminoso ejemplo, todos los hombres son invitados al mismo tránsito.[29]

Al elaborar este itinerario de la mente hacia Dios, san Buenaventura, traspasando las cumbres más arduas de la especulación, de tal manera se expresa acerca de la teología mística que en ella «puede ser considerado como máximo exponente».[30] El mismo piensa juiciosamente que todo hombre justo debe buscar la contemplación de Dios y que ha de llegar hasta el bien infinito, del cual el alma se llene, aunque tenga capacidad finita.[31]

A la vez está persuadido de que son reprensibles «aquellos que al mismo tiempo que quieren ascender a la cumbre de la contemplación, quieren descansar y se niegan a descender al trabajo de la acción».[32] Puesto que la perfección conduce a la caridad, el hombre, cuanto más se adhiere a Dios, es preciso que tanto más se entregue al incremento del Reino de Dios.

El mismo san Buenaventura cultivó ambas formas de vida, necesarias para merecer la bienaventuranza, haciendo desembocar en cierto modo la contemplación en la acción. En efecto, desempeñó de tal forma el cargo de superior general de su Orden que creció el mérito de la virtud en la grey a él encomendada, se cerró el camino a los vicios y se inculcó la disciplina en las costumbres.[33] Elevado a la dignidad cardenalicia, respondió de tal manera a las esperanzas del Romano Pontífice, que con él se consagraba a los oficios divinos y al el servicio de la Iglesia Universal.[34]

Exactamente igual piensa el Doctor Angélico al ensalzar aquella operación de la vida activa «que nace de la plenitud de la contemplación»;[35] y por esto san Buenaventura se asocia a él como Francisco se unió a Domingo para llevar el yugo del Señor.[36] Por todo ello, estas dos lumbreras de la Iglesia resplandecen como en duplicado fulgor en todo el pueblo de Dios, incluso hasta nuestros días, como «príncipes de la sagrada teología».[37]

Con estas reflexiones y exhortaciones de san Buenaventura a que nos acabamos de referir, se comprueba paladinamente que este maestro de doctrina y vida aún habla, aunque ya difunto desde hace siete siglos. A él, que aún habla, Nos unimos nuestra voz exhortando a todos los hijos de la Iglesia a que se fijen en aquel que así se comportó (cf. Flp 3,17). Plácenos también dirigir a Dios la oración que se usa en la liturgia al conmemorar la memoria del Seráfico Doctor, para que «aprovechemos su admirable doctrina e imitemos los ejemplos de su ardiente caridad».[38]

Que estos votos los confirme la bendición apostólica que os impartimos de corazón a vosotros, amados hijos, y a todas las Familias Franciscanas que presidís.

NOTAS:

[1] Epist. Doctoris Seraphici sapientiam, 11-IV-1904: Pii X Pont. Max. Acta, I, p. 235.

[2] Cf. Dei verbum, 8.

[3]Cf. S. Buenaventura, De reduct. art. ad theol., 26: Opera omnia, Ad Claras Aquas, V, p. 325.

[4] Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 41.

[5] De rebus theologicis, Serm. 4, 15: Opera omnia, V, p. 571.

[6] Concilio Vaticano II, Dei verbum, 7.

[7] De rebus theologicis, Serm. 4,5: Opera omnia, V, p. 568.

[8] Concilio Vaticano I, Dei Filius, cap. 2: Denz-Schön 3005.

[9] S. Buenaventura, Quaest. disput. de mysterio Trinitatis, q. 1, a. 2, n. 3. Opera omnia, V, p. 57.

[10] Cf. Id., De reduct. art. ad theol., 26: Opera omnia, V, p. 325.

[11] Id., In II sent., dist. 15, dub. 3: Opera omnia, II, p. 390.

[12] Cf. Concilio Vaticano II, Dei verbum, 10.

[13] Cf. S. Buenaventura, In I Sent., Proem., q. 3, concl.: Opera omnia, I, p. 13.

[14] Cf. Id., De rebus theologicis, serm. 4, 20: Opera omnia, V, p. 572.

[15] Id., In Evang. Luc., c. 11, 12: Opera omnia, VII, p. 280.

[16] Cf. S. Buenaventura, Quest. disp. de perfect. evang., q. 4, a. 1, 9: Opera omnia, V, p. 182.

[17] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 21.

[18] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 20.

[19] Cf. S. Buenaventura, Sermones de B. Virgine Maria, De Annunt. Serm. 4, 2: Opera omnia, IX, p. 674b: In Exaëm., Coll. 11, 13: Opera omnia, V, p. 338.

[20] Id., Quest. disp. de perfect. evang., q. 4, a. 3, 14: Opera omnia, V, p. 191.

[21] Id., Itinerarium mentis in Deum, c. 4, 5: Opera omnia, VIII, p. 307.

[22] Id., Apologia pauperum, c. 6, 4: Opera omnia, VIII, p. 267.

[23] Cf. Id., In Ioan., Coll. XXVIII, 5: Opera omnia, VI, p. 567.

[24] Cf. Id., In Exaëm. Coll. XIII, 12: Opera omnia, V, p. 390; In Evang. Luc., c. 4, 45 y c. 16, 33: Opera omnia, VII, pp. 99 y 415; Sermones de tempore, Fer. VI in Parasc., Serm. 2: Opera omnia, IX, p. 28b.

[25] Cf. S. Buenaventura, Sermones de tempore. Domin. I Advent., Serm. 3: Opera omnia, IX, p. 28b.

[26] Cf. San Buenaventura, Breviloquium, p. 6, c. 13: Opera omnia, V, p. 279b.

[27] Id., De rebus theologicis, Sermo 4, 19: Opera omnia, V, p. 572b.

[28] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 3.

[29] Cf. S. Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, c. 7, 2-2: Opera omnia, p. 312.

[30] Cf. León XIII, Alloc. ad professores Collegii S. Antonii de Urbe, 11 Nov. 1890: Acta Ord. Min. 1890, p. 177.

[31] Cf. S. Buenaventura, In II Sent., dist. 23, a. 2, q. 3, 6: Opera Omnia, II, p. 546 a; In I Sent., dist. 1, a. 3, q. 2, 2; Opera omnia, I, p. 41b.

[32] Cf. S. Buenaventura, In Evang. Luc., c. 1, 62: Opera omnia, VII, p. 236.

[33] Cf. Id., Epistolae Officiales, II, 1: Opera omnia, III, p. 712.

[34] Gregorio X, Epist. Fr. Bonaventurae Ord. Min. Gen. Min.: Bullarium Franciscanum, III, p. 206a.

[35] Santo Tomás, Summa theologica, II-II, q. 188, a. 6.

[36] Cf. S. Buenaventura, Sermones de Sanctis, De Sancto Dominico: Opera Omnia, IX, p. 565b.

[37] Pío XII, Litt. Enc. Sacra virginitas: AAS 46 (1954) 165.

[38] Misal Romano, día 15 de julio.

[Texto latino en: AAS 66 (1974) 435-440; ActaOFM 93 (1974)195-199; y en http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/speeches/1974/index_sp.htm

Texto español en: Selecciones de Franciscanismo n. 8 (1974) 115-119, y en Enchiridion OFM, I, Roma 2010, pp. 481-488]

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