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S. S. Pío
XI
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INTRODUCCIÓN En la primavera de 1210, san Francisco de Asís con sus primeros compañeros se arrodilló delante del papa Inocencio III, pidiéndole la aprobación y confirmación de su forma de vida: «Y el señor papa se la concedió y confirmó para él y para sus hermanos, presentes y futuros» (1 R Pról.). Fue un acontecimiento de suma importancia para la Iglesia y para el mundo. En aquel momento la Iglesia aceptó la vida y las aspiraciones de aquel pequeño grupo, las afirmó y les confirió la debida misión. Con esto, se realizó aquel misterio de vocación divina y aprobación eclesiástica del que Francisco escribió con tanta sencillez en su Testamento poco antes de morir: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me indicaba lo que tenía que hacer; fue el mismo Altísimo, por cierto, quien me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo la hice escribir en pocas palabras y con sencillez, y el señor papa me la aprobó». De este modo creció, por el impulso de la divina gracia, por la obediencia humilde de san Francisco y por la misión conferida por la Iglesia, la familia franciscana que con su forma de vida había de fecundizar el mundo entero y todos los tiempos. En estos comienzos tan modestos, ninguno de los presentes podía apenas vislumbrar la importancia de la obra cuyos cimientos ellos, por designio de Dios, pusieron en la Iglesia y para la Iglesia; pues, a partir del pequeño grupo de hermanos venido a Roma con Francisco, llegó a desarrollarse en el curso de los siglos la Orden franciscana para hombres, llamada también Primera Orden, la cual hoy, en sus tres ramas de Menores: franciscanos, capuchinos y conventuales, aspira a servir con todas sus fuerzas a la Iglesia, tanto en la propia patria como en las misiones. El fundamento de su vida es la regla definitiva de la Orden de Hermanos Menores, que desarrolló la regla original aprobada en 1210 por Inocencio III, y que fue solemnemente aprobada por Honorio III el 29 de noviembre de 1223. Pronto se asoció a la Orden de Hermanos Menores la Orden de las Damas Pobres que se agruparon bajo la dirección de santa Clara, llegando a constituir la Segunda Orden (Clarisas). Estas se esforzaban por llevar la vida evangélica de san Francisco en estricta clausura, cumpliendo su misión para con el Reino de Dios en una vida de oración y de sacrificio. Clara, durante toda su vida, luchó por obtener para sus hermanas una regla de vida franciscana. Tan sólo poco antes de morir, en 1253, vio cumplidos sus deseos cuando el papa Inocencio IV aprobó la regla redactada por ella, la cual sigue muy fielmente la regla definitiva de los Hermanos Menores. Mientras estas dos órdenes vivían en el claustro, la Tercera Orden de San Francisco reunía en sus fraternidades hombres y mujeres que «permanecían en sus propias casas». Se les llamó terciarios. Vivían según una regla cuya forma no se remonta directamente hasta el mismo Francisco y que ha experimentado muchos cambios con el correr del tiempo. La regla actualmente en vigor es la de León XIII [Pablo VI posteriormente, en 1978, promulgó una nueva regla]. Para los miembros de estas tres órdenes, Francisco es también hoy aquel magnífico operario: «Con solo que se proclame su forma de vida, su regla y doctrina, contribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo y triunfe la triple milicia de los que se han de salvar» (1 Cel 37). De es modo, el Pobrecillo de Asís, que no quiso ser más que un simple recipiente para la gracia de Dios y un instrumento dócil en las manos del Señor, ha sido para innumerables hombres de todos los tiempos y en todos los pueblos y continúa siendo hasta hoy el «padre y modelo». De las fraternidades de terciarios que vivían en el mundo, se separaron con el tiempo hombres y mujeres que querían llevar una vida claustral observando la regla de esta Orden. A diferencia de los miembros de la Tercera Orden que permanecían en sus ocupaciones y familias, estos nuevos no sólo hacían la profesión de la regla de aquellos, sino que además se obligaban, mediante los tres votos religiosos, a una vida según los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad. Muchos de ellos se dedicaron desde el principio a actividades caritativas y sociales. La experiencia práctica, sin embargo, les mostró que la Regla de la Tercera Orden, que tuvo su origen en las circunstancias del primitivo movimiento franciscano, no alcanzaba a satisfacer las exigencias de una vida claustral. Por esto, el papa León X, en 1521, dio a estos terciarios una regla más adaptada a su forma particular de vida. Para ella tomó de la Regla de la Orden Tercera secular lo que era adaptable a las comunidades conventuales, y añadió algunos elementos nuevos. Cuando a través del tiempo, y especialmente en el siglo XIX, nacieron en la Iglesia muchas congregaciones que querían servir a la misma Iglesia desde una vida conventual llevada según el espíritu y el ejemplo de san Francisco, tomaron como base de su vida la Regla de León X, adaptándola luego a las exigencias del tiempo y a sus propios fines mediante los correspondientes estatutos, constituciones o reglamentos. El número de estas congregaciones asciende hoy a centenares, y el de sus miembros a varios cientos de miles. La mayor parte de estas congregaciones están agregadas a alguna de las tres ramas de la Primera Orden, formando una sola comunidad de oración y de gracia, bien que, por lo demás, son completamente independientes. Estos hermanos y hermanas de la Tercera Orden Regular de San Francisco son hoy la rama más fértil de la familia franciscana. Su servicio a la vida interior y exterior de la Iglesia no puede realmente evaluarse. No habrá seguramente ningún cometido de la Iglesia en sus respectivas patrias y en las misiones que no tomasen a su cargo. Muchos de ellos sentían, y ciertamente con razón, que la Regla de León X estaba redactada en términos demasiado generales, por lo que deseaban una regla que, en su contenido y en su forma, correspondiera mejor a la tradición franciscana. Este deseo fue acogido por el papa Pío XI, quien encargó a algunos expertos la redacción de una nueva regla adecuada. Esta nueva regla que, por su brevedad y por su amplitud, podría compararse a las antiguas reglas franciscanas, fue publicada en una Constitución papal el 4 de octubre de 1927, solemnidad de san Francisco; significa, por así decir, un fruto precioso del VII centenario de su muerte. Desde aquella fecha es para todas las comunidades de la Tercera Orden Regular el fundamento de su vida, y a ella se obligan los hermanos y hermanas en su profesión religiosa. Esta regla suele ponerse delante de los estatutos o constituciones de la mayor parte de las Constituciones franciscanas. Pero sigue siendo ampliamente ignorada. Las referencias a la literatura de los primeros tiempos franciscanos pueden ser provechosas para la comprensión y explicación de la regla y para comprobar que se basa en una tradición verdaderamente franciscana. Puede decirse, en efecto, que el mismo san Francisco hubiera recibido de la mano del señor papa esta regla para sus hermanos y hermanas, con gran agradecimiento y perfecta alegría. ¡Que ayude a todos los que se obligan a ella a desarrollar su vida en el espíritu del gran Fundador para bien de la Iglesia y de los hombres! ¡Que a todos ellos los lleve a aquella gratitud que santa Clara expresa en su Testamento de una manera tan incomparablemente sencilla y profunda: «Entre los otros beneficios que hemos recibido y estamos recibiendo cada día de nuestro bienhechor, el Padre de las misericordias (2 Cor 1,3), y por los que más debemos rendirle gracias, el principal es nuestra vocación, la que, cuanto más perfecta y grande es, tanto más deudores nos hace a Él. Por esto dice el Apóstol: "Reconoce tu vocación" (cf. 1 Cor 1,26)... Por esto doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ef 3,14), a fin de que, por los méritos y la intercesión de la gloriosa Virgen Santa María su Madre, de nuestro beatísimo padre Francisco y de todos los santos, el mismo Señor que nos dio un buen comienzo, dé también el incremento y asimismo nos dé para siempre la perseverancia final. Así sea». REGLA DE LA TERCERA ORDEN REGULAR El estado de cosas era tal a la caída del siglo XII y aún bastante después, sobre todo en Italia, que, si bien universalmente la sociedad cristiana permanecía firme en la fe, sin embargo, demasiados hombres, llenos de ambición por las cosas caducas y engreídos por la soberbia de la vida, se precipitaron en toda clase de depravación de costumbres. Y, al languidecer ya la caridad de Cristo, promovieron odios por doquier, al tiempo que arrastraron calamitosamente las ciudades a la guerra civil. Nada pues podía ser entonces más deseable que Dios hiciese surgir un varón sin par que, sobresaliendo en el mérito de toda virtud, aportase oportunos remedios a estos males y llevase de nuevo los pueblos al espíritu cristiano. Ahora bien, nadie ignora que la misión de reformar la sociedad de entonces fue confiada, por disposición divina, principalmente a Francisco de Asís, el cual, oponiendo a los desenfrenados vicios el celo de la humildad y pobreza cristianas, trató de unir a todos los hombres en la mutua caridad. Y así, como de todas partes acudiesen a tan gran varón multitud de discípulos, creció inmensamente la familia de los franciscanos, tanto por los miembros de las tres Órdenes que fundó el mismo Francisco, como, más tarde, por aquellos terciarios que, deseosos de una vida más perfecta, al vivir en comunidad, fueron llamados miembros de la Tercera Orden Regular. Con razón pues, al cumplirse el VII centenario de su muerte santísima, también estos han celebrado jubilosamente durante este año la memoria del Seráfico Padre, no sólo con piadosas súplicas y solemnes cultos tenidos en público, sino además con propósitos de una piedad más operante. Todos en efecto saben con cuánta diligencia procuraron encarnar los Terciarios Regulares, desde el comienzo de su institución, el santo espíritu de Francisco, y cómo acostumbraron a traducirlo en muchas obras de culto y de caridad. De ahí que nuestro predecesor el papa León X aprobase su regla en la constitución Inter cetera. Pero con el paso del tiempo, cual suele ocurrir en lo humano, muchas de las cosas decretadas por León X, o quedaron trasnochadas por completo, o no están del todo en acuerdo con algunas prescripciones del Código de derecho canónico. Por ello, se hizo necesario acomodar aquella legislación de León X a estos nuestros tiempos y a los más recientes documentos de la Iglesia, a fin de que los Terciarios Regulares, y otras muchas familias religiosas de votos simples que, habiendo introducido en su Instituto el espíritu de Francisco y usando del nombre franciscano, tienen de algún modo a Francisco por padre, revitalizándose con ello, se encaminen con valentía mucho mayor a rendir óptimos servicios a la causa cristiana y ciudadana. Así pues, encomendamos la tarea de rehacer tal legislación a la Sagrada Congregación de Religiosos, la cual, habiendo confeccionado una nueva Regla más plenamente imbuida del espíritu franciscano y acorde con el derecho actual de la Iglesia, Nos la sometió a aprobación según norma. Los capítulos de esa Ley son los que a continuación se exponen. Capítulo
I 1. Esta es la forma de vida de los Hermanos y Hermanas de la Tercera Orden Regular de san Francisco: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, castidad y pobreza. 2. Los Hermanos y Hermanas, a imitación del Seráfico Padre, prometen obediencia y reverencia al Señor Papa y a la Iglesia Romana. Tienen también la obligación de obedecer a sus Superiores canónicamente instituidos en todas las cosas que miran al fin general y especial del propio Instituto (cf. 1 R Pról. y 1; 2 R 1 y 12; Test; TestS; RCl 1 y 12; TestCl). Capítulo
II 3. Los Hermanos y Hermanas a recibir en esta Tercera Orden deben ser fieles católicos, no sospechosos de herejía, firmes en la obediencia a la Iglesia Romana, no ligados por el matrimonio, libres de deudas, sanos de cuerpo, prontos de ánimo, no manchados por ninguna vulgar infamia, reconciliados con los prójimos. Y, antes de ser recibidos, deben ser cuidadosamente examinados acerca de todas estas cosas por aquel a quien compete recibirlos (Regla de León X, cap. I), observados los sagrados cánones y las propias Constituciones (cf. 1 R 2; 2 R 2; RCl 2; 3CtaCl). 4. El año del noviciado, bajo la autoridad del Maestro, debe tener esta finalidad: que se forme el espíritu del candidato con el estudio de la Regla y Constituciones, con la meditación piadosa y la asidua oración, aprendiendo cuanto se refiere a los votos y a las virtudes, con las ejercitaciones oportunas para extirpar de raíz las semillas de los vicios, para dominar los movimientos del ánimo, para adquirir las virtudes. Los conversos, además, sean instruidos diligentemente en la doctrina cristiana, teniendo para ellos una conferencia especial al menos una vez por semana (cf. can. 565 §§ 1 y 2; RCl 2). 5. Terminado el tiempo de prueba, sean admitidos a la profesión los que son idóneos (cf. 1 R 2; 2 R 2: RCl 2). Capítulo
III 6. Removidos por los tres sagrados votos los obstáculos que impiden la santificación, los Hermanos y Hermanas esfuércense en cumplir la ley divina, que se resume toda en el amor a Dios y al prójimo. La caridad es la forma de todas las virtudes y el vínculo de la perfección. Para mortificar los vicios, adelantar en la gracia y conseguir la suma de todas las virtudes, nada mejor, nada más eficaz que la caridad (cf. 1 R 22; CtaF; SalVir; TestCl; 2CtaCl). 7. El gran signo y alimento del amor de Cristo es el frecuente y aun diario acceso a la santísima Eucaristía, que es a un tiempo sagrado banquete y memoria de su Pasión. Sean también solícitas las almas religiosas en visitar con frecuencia y venerar devotamente al Señor Jesús, que permanece con nosotros bajo el admirable misterio: pues este es el máximo Sacramento en la Iglesia y la fuente inagotable de todos los bienes (cf. Adm 1; CtaO; 2 Cel 201). 8. Mas la prueba del amor a Dios es el ejercicio del amor hacia al prójimo; por eso, en el verdadero discípulo de Cristo brille sobremanera el amor al prójimo; que toda palabra sea correcta, útil y honesta: pues para que el amor abunde en el obrar, es necesario que abunde antes en el corazón (cf. 2 Cel 172-183). Capítulo
IV 9. Los Hermanos y Hermanas, según establecen las propias Constituciones, celebren digna, atenta y devotamente el Oficio divino. Los Conversos y Conversas, empero, digan doce Padrenuestros por Maitines y Laudes, y cinco por cada una de las otras Horas canónicas (cf. 1 R 3 y 23; 2 R 3; CtaO; RCl 3; 2 Cel 96-97). 10. Mas todos los días, si no están legítimamente impedidos, deben oír Misa, y han de procurar tener un sacerdote piadoso, aprobado por el Ordinario del lugar, que les predique en ciertos días la Palabra de Dios y los incite a la penitencia y virtudes (cf. Regla de León X, capítulo IV; CtaCle; CtaCus; CtaF). 11. Deben también cada día reflexionar en su interior y ante Dios lo que hicieron, dijeron y pensaron, o hacer examen de conciencia; pedir humildemente perdón de las propias culpas, y ofrecer y encomendar a Dios los propósitos de enmienda (cf. Regla de León X, cap. IV; Adm 24). 12. Cuiden todos nutrir y fomentar cada día el fervor de la devoción por la frecuente meditación de la Pasión de Cristo; sigan e imiten al Seráfico Patriarca, para que puedan también ellos exclamar con S. Pablo: «Con Cristo estoy clavado en la cruz». «Ya no vivo yo: Cristo vive en mí» (Gál 2,19-20. Cf. Adm 6; CtaF; 1 Cel 91-96; 2 Cel 135-139 y 203). 13. Además de los ayunos y abstinencias a que están obligados todos los fieles, observen aquellos que se prescriben en las propias Constituciones, especialmente las vigilias de las solemnidades de la Inmaculada Concepción y del Seráfico Padre Francisco (cf. 1 R 3; 2 R 3; CtaF; RCl 3; 3CtaCl). Capítulo
V 14. Ya que los Hermanos y Hermanas de esta Fraternidad se llaman de Penitencia, lleven cada día la cruz de la mortificación, como conviene a los verdaderos penitentes (cf. 1 R 21-22; CtaF; 1 Cel 40). 15. Conviene además que se abstengan de toda afectación, tanto en los vestidos como en cualquier otra cosa. Y según el saludable consejo del príncipe de los Apóstoles, el bienaventurado Pedro, dejados todos los vanos adornos de este mundo, no deben llevar otro ornamento corporal que el propio hábito religioso (cf. Regla de León X, cap. VI). Deben también guardar la clausura según los sagrados cánones y las propias Constituciones (cf. 1 R 2; 2 R 2; RCl 2 y 5; 1 Cel 22 y 39; 2 Cel 55 y 69). 16. Deben igualmente ser parcos en las palabras y conversaciones, que raras veces se multiplican sin pecado. El comportamiento de los Hermanos y Hermanas sea tal, que a todos edifiquen con la palabra y el ejemplo, y recuerden que el Señor dijo: «Resplandezca de tal manera vuestra luz ante los hombres, que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Anuncien a todos la paz, usando un humilde y devoto saludo; y lleven siempre consigo la paz, no sólo en los labios, sino también en el corazón (cf. Regla de León X, cap. VI; 1 R 11; 2 R 3; Test; Adm 21 y 22; RCl 9; TestCl; 2 Cel 19, 146, 155-157 y 160). Capítulo
VI 17. Si algún Hermano o Hermana cayere enfermo, nadie le niegue su ayuda; pero corresponde a los Superiores disponer el conveniente servicio para el enfermo. A los demás, no encargados de tal servicio, que no les pese visitar al enfermo y confortarlo con palabras de consuelo. Presten todos, cual conviene a hijos del Seráfico Padre, los servicios de la caridad, no sólo a los enfermos, sino también a los ancianos o de cualquier modo necesitados (cf. 1 R 10; 2 R 6; Adm 25; RCl 5 y 8; 3CtaCl; 2 Cel 175 y 210-213). 18. Están obligados, especialmente los Superiores, a exhortar al enfermo o enferma que acepte la penitencia de la enfermedad, que se convierta de veras a Dios; adviértanles también de la proximidad de la muerte, de la severidad del juicio divino y, al mismo tiempo, de la divina misericordia (cf. Regla de León X, cap. VII; Cánt). 19. Cuando muera algún Hermano o Hermana, los Superiores cuidarán que las exequias se celebren con gran piedad (Regla de León X, cap. IX). Y por el alma de cada difunto se aplicarán fielmente los sufragios establecidos (cf. 1 R 3; 2 R 3; RCl 3). Capítulo VII
20. Los que, ayudados por la gracia del Espíritu Santo, se han consagrado al servicio de Dios, huyan del ocio y dedíquense fiel y devotamente a las divinas alabanzas y a las obras de culto o de caridad (cf. Regla de la II Orden, cap. VII.- 1 R 7; 2 R 5; Test; RCl 7; 1 Cel 39; 2 Cel 75, 97 y 161-162). 21. Así, pues, los Religiosos cumplan con sus oficios por Dios, y cualquier cosa que les manden los Superiores realícenla, en cuanto se lo permitan sus fuerzas, fiel y devotamente, como queda dicho. Ni rehúsen las cosas más viles, si tienen que hacerse; más aún, háganlas con mayor agrado que las otras, siguiendo el ejemplo del Seráfico Padre (cf. Test; Adm 3; 1 Cel 39 y 45). 22. Háganse todas las cosas en la caridad, y que el santo amor de Dios mueva de tal suerte los ánimos de los Religiosos a realizar las obras, que no les ocurra obrar sino por su gloria y honor; y cumplan el consejo del Apóstol san Pablo: «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa: hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31. Cf. CtaF). Capítulo VIII
23. Todas y cada una de las cosas que se contienen en la presente Regla son consejos encaminados a que se salven más fácilmente las almas de los que todavía peregrinan por esta vida; y ninguna de ellas obliga bajo pena de pecado, mortal o venial, a no ser que alguien estuviese ya obligado a ellas por derecho humano o divino (cf. Regla de León X, cap. X). 24. Los Hermanos y Hermanas, sin embargo, están obligados a cumplir las penitencias que les impongan los Superiores, cuando se les exija esto. Están igualmente obligados a los tres votos esenciales: a la pobreza, según los términos de los propios estatutos; a la castidad, comprometiéndose a guardar el celibato y además, por un nuevo título, o sea, el del mismo voto, a abstenerse de cualquier acto, tanto externo como interno, opuesto a la castidad; a la obediencia, asumiendo la obligación de obedecer al mandato del legítimo Superior a tenor de las propias Constituciones (cf. Regla de León X, cap. X; 1 R 5; 2 R 7; RCl 9). 25. Todos, tanto Hermanos como Hermanas, dispongan y ordenen su vida según lo prescrito en el estado religioso que profesaron, y, en primer lugar, observen fielmente cuanto se refiere a la perfección de sus votos. Concedan el máximo valor, principalmente, a cuanto induce a seguir la caridad y pobreza del Seráfico Padre: pues lo que más conviene al hijo es reproducir la imagen y virtudes de su Padre (cf. RCl 6; TestCl; 2 Cel 190). Conclusión Y todos los que observaren estas cosas, en el cielo sean colmados de la bendición del altísimo Padre celestial, y en la tierra sean colmados de la bendición de su amado Hijo, con el santísimo Espíritu Paráclito y con todas las Virtudes de los cielos, y con todos los Santos. Y yo, el hermano Francisco, vuestro pequeño y siervo, en cuanto puedo, os confirmo interior y exteriormente esta santísima bendición, que tengáis con todas las Virtudes de los cielos y todos los Santos ahora y por siempre. Amén. (Del Testamento de S. Francisco). * * * Nos, en verdad, abrogando por completo la antigua Regla de León X, gustosamente, al concluirse el VII centenario de la muerte de Francisco, aprobamos y confirmamos con Nuestra autoridad apostólica esta Regla de la Tercera Orden Regular del Seráfico Padre san Francisco; estamos plenamente seguros de que los Terciarios Regulares y todos aquellos que, si bien por derecho no tienen votos solemnes, viven sin embargo la vida religiosa bajo la guía de Francisco, robustecidos por el espíritu de la nueva legislación, como muy bien escribió nuestro Predecesor el Papa Benedicto XV, serán ejemplo en el cultivo de la perfección cristiana para los demás Terciarios que permanecen envueltos en los negocios y preocupaciones del mundo, y seguirán precediéndolos como guías para buscar la salvación eterna. Estas cosas mandamos, decidiendo que las presentes Letras y los Estatutos en ellas insertados e incluidos, sean y permanezcan siempre firmes, válidos y eficaces, y que produzcan y alcancen sus efectos plenos e íntegros, y que favorezcan amplísimamente ahora y siempre a quienes afectan o puedan afectar en el futuro; y así debe ser justamente juzgado y definido, y desde ahora será nulo y vano cuanto se atentare contra estas cosas, por quienquiera que sea y con cualquier autoridad, a sabiendas o ignorándolo. Sin que obsten cualesquiera cosas en contrario, aunque sean dignas de especial e individual mención. Y queremos que a las copias y extractos de estas Letras, aun impresos, firmados por algún Notario público y refrendados por el sello de algún varón constituido en dignidad eclesiástica, se les dé absolutamente la misma fe que se daría a las presentes Letras si fuesen exhibidas o mostradas. Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 4 del mes de octubre, en la fiesta de S. Francisco de Asís, del año 1927, sexto de Nuestro Pontificado. [Cf. el texto latino en Acta Ordinis Fratrum Minorum 46 (1927), 321-325. El texto español en Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 12 (1975) 341-347]
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