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S. S. Pío
XII
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. | A nuestro amado hijo Clemente de Miwaukee, Ministro general de los franciscanos capuchinos. Amado hijo: Salud y bendición apostólica. Apostolado en las clases humildes... Como ya os dejamos entender a ti y a los tuyos en la audiencia que os fue concedida con ocasión del congreso de casi todas vuestras provincias recientemente celebrado en Roma, nos complacimos no poco al veros tan fervorosamente empeñados en que vuestro Instituto -que ya en el pasado dio tan hermosas pruebas de sí tanto en tender a la perfección de la vida religiosa como en dedicarse a las obras de apostolado- tome cada vez mayor y más vasto incremento. Tales iniciativas de apostolado, como bien sabes, son en nuestros días no sólo oportunas, sino absolutamente necesarias. Precisan, en efecto, cada vez más numerosos y más avisados predicadores del Evangelio que difundan cada día las enseñanzas de Jesucristo y su reinado de paz, no sólo entre los pueblos no iniciados todavía en la vida cristiana, sino en la propia patria; es decir: también en aquellas regiones que desde hace mucho tiempo gozan de las ventajas de la religión y de la civilización que trajo el divino Redentor. Porque sabido es que en no pocas clases sociales la fe cristiana languidece hasta el punto de producir con frecuencia en las almas tedio y olvido de las cosas divinas. Por una parte, aquellos que están largamente provistos de bienes no buscan a menudo otra cosa que abandonarse totalmente a los placeres y goces de la vida presente; y por otra, en cambio, aquellos que angustiados por la indigencia deben procurarse con sudorosa fatiga un escaso alimento para sí y para la propia familia, seducidos por falaces promesas y falsas doctrinas, se van alejando de la Iglesia, como si ésta ignorara o descuidara su miserable suerte, cuando, por el contrario, con todos sus medios tiende no sólo a iluminar con la verdad sus mentes, no sólo a elevar sus ánimos con la esperanza y aliento de los bienes celestiales, sino a proveer en cuanto está en su mano sus necesidades de la vida presente. Por eso es absolutamente necesario que no falten a la Iglesia quienes con fatiga y generosa prontitud la ayuden a desarrollar tan fructuoso ministerio y benéfica actividad. Esto es lo que reclaman especialmente las ingentes masas del proletariado, que a causa de una indigencia más penosa y de una formación menos elevada son más fácilmente arrastradas al engaño por pequeñeces artificiosas y desviadas con demasiada frecuencia del recto sendero de la verdad, con gravísimo peligro para la sociedad y para la religión. Ahora bien, los franciscanos capuchinos, desde su origen, tuvieron siempre como su particular misión la de promover y sostener iniciativas de apostolado y de caridad a favor de las gentes humildes. ¿Cómo, pues, no habrían de intensificar al presente esa actividad evangélica con un celo más pronto, hoy que las necesidades crecen desmesuradamente? Que pongan en ello empeño cada vez mayor lo exigen nuestros tiempos, y eso no sólo en las iglesias -a donde frecuentemente no entran quienes más necesidad tendrían de entrar-, sino en todas las ocasiones en que, como a sacerdotes, se les presente la oportunidad de ejercer el ministerio sagrado en los campos, en las oficinas, en las fábricas, en los hospitales, en las cárceles; en fin, en medio de las masas de trabajadores, hechos hermanos para con los hermanos para ganarlos a todos a Cristo. Que unan su propio sudor con el de los obreros, que disipen de sus mentes las tinieblas del error y les arrastren a la luz de la verdad, que se esfuercen por endulzar los ánimos amargados por el odio y la facciosidad, infundiendo en ellos la caridad divina. Y especialmente, que les hagan comprender bien que la Iglesia es su verdadera madre, madre que se preocupa no solamente de su eterna salvación, sino también de aliviar su suerte miserable, levantándola a una mejor y más elevada condición de vida, no con ideologías falaces, no con tumultos, no con violencias, sino con la justicia, con la equidad, con una amigable pacificación entre las clases sociales. Pero sobre todo es necesario educarles en la observancia de los preceptos cristianos, incitarles a profesar debidamente la religión, a frecuentar los sacramentos y a restaurar la bondad de las costumbres, tanto en la vida privada como en la vida pública; porque, como sabéis, todo vacila, decae y pronto o tarde se derrumba miserablemente cuando se abandona la verdad evangélica y se elimina aquel tenor de vida virtuosa al que el Redentor divino ha llamado a todos los mortales. Empeñaos, pues, en todo esto sin perdonar fatiga y con el alma inflamada de amor divino; penetrad en medio de las masas como mediadores de paz, maestros de verdad, alimentadores de la piedad cristiana y de la santísima religión. Brillad delante de todos por el ejemplo, con lo que podréis más fácilmente conciliaros y, por lo tanto, conquistar para Jesucristo sus almas. Porque sólo de este modo ocurrirá que, con la inspiración y con la ayuda de la divina gracia, emulando las gestas gloriosas y santas de vuestros predecesores, recogeréis cada vez más copiosos frutos de salvación. ...sin debilitarse el tenor propio de la profesión religiosa Tened además por bien cierto y comprobado que para emprender semejantes y tan intensas actividades de apostolado como las que requieren de vosotros los nuevos tiempos, no debe en modo alguno debilitarse, y mucho menos modificarse radicalmente, el tenor de vida propio de vuestra profesión religiosa; más bien es necesario que éste se compenetre y se informe cada vez más con tal espíritu evangélico y que todos resplandezcáis con aquel brillo de pobreza que es conforme a vuestro Instituto, que os distingáis por la amable simplicidad y humildad y, sobre todo, que os mantengáis en vuestra tradicional austeridad de disciplina, de tal manera, sin embargo, que ésta no sirva de impedimento a la acción del sagrado ministerio y os compenetre de la soberana alegría que deriva de la conciencia del deber cumplido; e igualmente que ardáis de aquel amor seráfico hacia Dios y hacia el prójimo del que fue devorado durante todo el curso de su vida el patriarca de Asís. Solamente manteniéndoos fieles a estos principios e intensificando cada día más el ardor de la piedad y de la vida interior, vuestras obras exteriores podrán alcanzar aquella fuerza divina que domina todas las dificultades y las supera felizmente. Esto os auguramos. A hacer esto y a proseguir adelante esforzadamente os exhortamos con ánimo paternal, mientras que imploramos para vosotros de Dios la necesaria ayuda celeste. Que sea auspicio y mediadora de ella la bendición apostólica que, como prenda de nuestra particular benevolencia, te impartimos con efusión de ánimo a ti, querido hijo, y a toda la familia de los franciscanos capuchinos. Dada en Roma, junto a San Pedro, el 4 de diciembre de 1948, año décimo de nuestro pontificado. [Cf. texto latino en AAS 41 (1949) 64. Texto español en: J. M. Merlín, Documentos pontificios sobre la vida religiosa, Madrid, Coculsa, 1959, pp. 39-43] |
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