DIRECTORIO FRANCISCANO
ENCICLOPEDIA FRANCISCANA

LEÓN DE ASÍS
COMPAÑERO DE SAN FRANCISCO

por Daniel Elcid, o.f.m.

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Fray León es el más celebre de los compañeros de San Francisco. Era sacerdote. Debido a su gran pureza de alma y a su sencillez, Francisco lo escogía con frecuencia como compañero y le hacía confidente de sus secretos. Le llamaba «ovejuela de Dios». Era su confesor y también su secretario. Debió de unirse a la fraternidad en 1210 y vivió hasta 1271. Gran parte de las fuentes biográficas sobre San Francisco, desde la Vida segunda de Celano, en adelante, se inspiran en los recuerdos que dejó escritos el hermano León; el sector de los «espirituales» le miró como la personificación y el testigo de excepción del auténtico ideal del Fundador. Fue el único testigo de la estigmatización de San Francisco. De él recibió el conocido autógrafo con la bendición y las alabanzas de Dios, que llevó siempre junto al pecho como reliquia preciosa, lo mismo que la carta de libertad evangélica, que se halla entre los escritos del Santo (L. Iriarte).


Entre todas las páginas del franciscanismo primitivo, no habrá otra que le gane en celebridad a la del Diálogo de la perfecta alegría. Ese diálogo se da entre San Francisco y el hermano León. Quizá también, por eso, este hermano León sea el más universalmente conocido entre los compañeros de San Francisco (Flor 8).

Lo ha hecho también famoso Niko Kazantzakis, en su libro El Pobre de Asís, tan opimo de bellezas literarias como escaso de historicidad. En él, a mi juicio, se comete un pecado mortal con la figura de este hermano León, dándonoslo como un permanente contrapunto de la humanidad luminosa de Francisco, y, en muchas páginas, como el Sancho Panza del Superquijote que fue el idealista Pobrecillo: escudero y seguidor fiel del más alegre de los santos, pero él con su alma más bien roma y trágica.

Dejemos esa hermosa creación poética del novelista griego, y pasemos a conocer el retrato real de nuestro personaje.

Con el hermano León viene a nuestra galería un retrato singular y plural: singular, en el sentido de peculiar, y mucho; plural, porque habría que pintarlo, no en la unidad de un marco, sino como en un escudo de tres cuarteles bien diferenciados. Vayamos con el primero.


La persona

En los archivos han quedado unos pocos datos biográficos: que era oriundo del Condado de Viterbo, que ingresó en la Orden después de 1212 (Wadingo dice que ingresó en 1210), y que murió en Asís en 1271. Por fortuna, en compensación, abundan los datos psicológicos, que también son biografía y son los que nos interesan más aquí.

«Fue el más simple y puro entre los compañeros de San Francisco» (Gemelli), «alma de niño» (Cuthbert), «el más humilde y el más manso de los discípulos del Santo» (Fortini). Por esa su mansedumbre, el Pobrecillo lo bautizó con el apodo de «Ovejuela de Dios», y el autor de su Vida afirma que lo llamaba así con frecuencia, y que era «por su simplicidad columbina» (1). Y en la definición paradigmática del verdadero hermano menor, el mismo Francisco lo propone como modelo de «sencillez y pureza» (EP 85). Y Celano afirma que «resplandecía por su simplicidad llamativa». Y estas buenas prendas no eran sólo unas simpáticas cualidades temperamentales, sino verdaderas virtudes, aprendidas en la escuela del Pobrecillo: «Fue un hombre llamativamente activo, y fue aun más un auténtico contemplativo, hasta llegar a las más altas intimidades con Dios».

La «simplicidad columbina» del hermano León tenía poco que ver con la del hermano Junípero. El hermano León fue sacerdote, y sacerdote culto, y un hábil calígrafo y escritor. Francisco lo tomó como su secretario y su confesor, y por ese doble título se puede afirmar que supo del Pobrecillo como ningún otro, por fuera y por dentro: «Francisco le tenía al tanto de casi todos sus secretos», y nadie disfrutó como este hermano León de la alegría y el asombro de conocer en conjunto y al detalle al humanísimo y celestial San Francisco. Esa intimidad excepcional de trato justifica lo que hay de verdad en esta afirmación de Gemelli, que suena a ditirambo: «El es el intérprete más fiel de San Francisco».

Según Sabatier, esta confianza entre los dos habría nacido en su amistad juvenil, anterior a la conversión de Francisco. Y habría que aplicarle el siguiente párrafo de Celano: «Tenía Francisco a la sazón en la ciudad de Asís un compañero, amado con predilección entre todos. Como ambos eran de la misma edad, y una asidua relación de mutuo afecto le hubiera dado a Francisco ánimo para confiarle sus intimidades, le conducía con frecuencia a lugares apartados, a propósito para tomar determinaciones, y le aseguraba que había encontrado un grande y precioso tesoro. Gozábase con ello este su compañero, y, picado de curiosidad por lo oído, salía gustoso con él cuantas veces era invitado» (1 Cel 6).

Lo indudable es que Francisco «le amaba tiernamente», y «le tenía por su más cordial amigo»; lo cual lleva a Wadingo a considerarlo como «el más amado de Francisco», y a Fortini a llamarlo «su predilecto». Hermosos títulos, avalados con las más hermosas pruebas.

Cuando, al principio de la Orden, Francisco envió en pañetes al hermano Rufino a predicar en una iglesia de Asís y él subió después a la ciudad en la misma guisa, fue a este hermano León a quien llamó, le puso en las manos su hábito y el de Rufino, y le mandó que le siguiera. Y los dos -aquí sí, como un Quijote con su escudero- subieron a la ciudad, entraron en aquella iglesia, Rufino y Francisco predicaron desnudos, y León les dio luego sus hábitos para que se los vistieran, y los tres retornaron a la Porciúncula, vestidos como Dios manda (Flor 30).

Más tarde, en 1213, Francisco tomó también al hermano León como escudero para otra hazaña célebre, de más alto corte caballeresco. La narra así la primera Consideración sobre las llagas:

«Inspirado por Dios, San Francisco se puso en camino desde el valle de Espoleto en dirección a la Romaña, llevando al hermano León por compañero. Siguiendo esta ruta, pasó al pie del castillo de Montefieltro, donde a la sazón se estaba celebrando un gran convite y cortejo, con ocasión de ser armado caballero uno de los condes de Montefieltro. Al enterarse San Francisco de que había allí tal fiesta, y de que se habían reunido muchos nobles de diversos países, dijo al hermano León:

-- Subamos a esta fiesta. Puede ser que, con la ayuda de Dios, hagamos algún fruto espiritual.

Había, entre otros nobles llegados para la comitiva, un grande y rico gentilhombre de Toscana, por nombre messer Orlando de Chiusi, en el Casentino. Este messer, por las cosas admirables que había oído de la santidad y los milagros de San Francisco, le profesaba gran devoción, y ardía en deseos de verle y de oírle predicar.

Llegó San Francisco al castillo, entró en él sin más, y se fue derecho a la plaza de armas, donde se hallaba reunida toda aquella multitud de nobles. Lleno de fervor de espíritu, se subió a un poyo y se puso a predicar, proponiendo este tema en lengua vulgar: Tanto è quel bene ch'io aspetto, che ogni pena m'è diletto», que, vertido a nuestro «román paladino», podría decir así: Tanto es el bien que espero / que en las penas me deleito.

«Y con ese lema, bajo el dictado del Espíritu Santo, predicó con tal devoción y profundidad, alegando las diversas penas y suplicios de los santos apóstoles y mártires, las duras penitencias de los santos confesores, y las muchas tribulaciones de las santas vírgenes y de los demás santos, que toda la gente estaba con los ojos y la mente fijos en él, escuchándole como si hablase un ángel de Dios. Y dicho messer Orlando, tocado por Dios en el corazón con la admirable predicación de San Francisco, tomó la resolución de ir después del sermón a tratar con él los asuntos de su alma.

Terminada, pues, la prédica, tomó aparte a San Francisco y le dijo:

-- Padre, yo quisiera hablar contigo sobre los asuntos de mi alma.

-- Me parece muy bien -le respondió San Francisco-. Pero ahora vete, y cumple esta mañana con los amigos que te han invitado a la fiesta, come con ellos, y después de la comida hablaremos todo lo que quieras.

Y se fue messer Orlando a comer. Terminada la comida, volvió a San Francisco, y trató y dispuso con él plenamente los asuntos de su alma. Al final dijo messer Orlando a San Francisco:

-- Tengo en Toscana un monte muy a propósito para la devoción, que se llama monte Alverna; es muy solitario y está poblado de bosque, muy apropiado para quien quisiera hacer penitencia en un lugar retirado de la gente o llevar vida solitaria. Si lo hallares de tu agrado, de buena gana te lo donaría a ti y a tus compañeros, por la salud de mi alma.

Al escuchar San Francisco tan generoso ofrecimiento de algo que él deseaba mucho, sintió grandísima alegría, y, alabando y dando gracias, primero a Dios y después a messer Orlando, le habló en estos términos:

-- Messer, cuando estéis de vuelta en vuestra casa, os enviaré a algunos de mis compañeros, y les mostraréis ese monte. Si a ellos les parece apto para la oración y para hacer penitencia, ya desde ahora acepto vuestro caritativo ofrecimiento.

Dicho esto, San Francisco se marchó, y, terminado su viaje, regresó a Santa María de los Ángeles».

Simple y bella es la narración, y marca uno de los momentos que luego tuvo la más alta resonancia de su vida. Pero aquí quiero destacar la presencia del hermano León: gracias a él y a su buena memoria de secretario, contamos con la anécdota, y con esos versos pareados del poeta Pobrecillo, que, además de condensar su espiritualidad, son la primera producción lírica suya que se nos ha conservado; aunque también pudieron ser unos versos de la literatura caballeresca en boga, recreados por él para aquella circunstancia. De cualquier modo, se han venido diciendo hasta hoy como unos versos de San Francisco, y los conocemos seguramente gracias a la memoria admirativa y tenaz del hermano León.

Con lo que hemos dicho sobre la confianza del Pobrecillo en él, nada extraña verlos juntos por esos mundos de Dios, y, a veces, deliciosamente juntos. Como cuando el Pobrecillo repitió, al llegar al Alverna, el prodigio poético de Cannara, conversando con las hermanas avecillas; o cuando Francisco y un ruiseñor rivalizaron en un largo certamen canoro, a ver quién de los dos loaba más y mejor al Creador. Otras veces, Francisco lo tomaba por su hombre de confianza, para misiones delicadas o importantes. Un día le encargó -a él y al hermano Maseo- que le transmitiera al turbado hermano Ricerio unas palabras tiernamente amigas, con las que recobró la paz. Más notable -trascendental para la buena marcha de la Orden- fue esta otra circunstancia: intentando acabar de una vez los disgustos y las disensiones, en 1223 tomó consigo al hermano León y al hermano Bonicio -doctor jurista por el Estudio de Bolonia-, se retiró con ellos dos al eremitorio de Fontecolombo, y redactó con su ayuda la regla definitiva, aprobada luego por el papa. Y cuando Cristo y la Virgen se le aparecieron en la Porciúncula y le concedieron el inusual privilegio de que se les perdonaran los pecados a cuantos visitaran aquella capillita, de inmediato tomó consigo al hermano León, y subió con él a Perusa, donde estaba la corte pontificia, para que el papa se lo confirmara. Precisamente, uno de los testigos más cualificados de esta indulgencia es el hermano Francisco de Fabrione, el cual adujo como prueba principal a nuestro hermano León, a quien conoció cuando entró en la Orden, y «le dijo el hermano León que él oyó de labios de Francisco -en su diálogo místico con Cristo y la Virgen- cómo logró esta indulgencia».

Al final, cuando el cuerpecillo de Francisco era ya un desecho humano, confió el cuidado de su persona a cuatro de los más suyos, «que le merecían un amor singular», y uno de ellos fue el hermano León. Y dice la Vida que se dejaba cuidar de él como «por su más cordial amigo»; y le permitía que le tocara sus sagradas llagas cuando le cambiaba las vendas manchadas con su sangre; lo cual era para el hermano León un gozoso y doloroso rito, que «le anonadaba de humildad ante su penitente», observa Gemelli.

Francisco, celoso de que nadie se percatara de ese privilegio de sus estigmas, llegó a tener con el hermano León esta delicadeza excepcional: una vez, colocó morosa y amorosamente su mano llagada sobre el corazón del hermano León; y éste sintió tal delicia espiritual, que, respirando admiración y estupor, prorrumpió en entrecortados sollozos.

Y, ya en su maravillosa agonía, fue al hermano León y al hermano Ángel Tancredi a quienes les pidió que entonaran el Cántico de las hermanas criaturas, con el estreno de la estrofa que compuso para aquel momento sobre la muerte, sobre su hermana la muerte.


* * *


Si de tan netos quilates fue la amistad de Francisco con el hermano León, no fue menor el aprecio de éste a su padre espiritual; estimación y querencia, nimbados por el asombro de su excelsa santidad. En esto fue una antítesis de su contemporáneo el hermano Jordán de Jano, el cual, «mientras vivió Francisco, no lo tuvo por santo perfecto ni del todo libre de humana flaqueza, y sólo después de su canonización sintió por él una veneración absoluta». Nuestro hermano León le tenía tal estima que, según afirmaba en confianza, de ninguna manera podría vivir sin él. Y, cuando algunos ponderaban las virtudes de los santos, viviendo aún Francisco, decía:

-- Carísimos, todos los santos son grandes, pero no es de los menores nuestro santo padre Francisco.

En ese amor de predilección que Francisco le profesaba, el hermano León no fue celoso -prueba de su madurez psicológica y espiritual-, pero sí llegó a ser algo caprichoso. Tuvo sus pruebas interiores, y Francisco se las adivinaba, como si viera reflejada su alma en el cristal de su candidez, y su silencio sufrido era una súplica de que Francisco le ayudara. Y éste, una vez, para animarle, le escribió una tierna carta:

-- «Hermano León, tu hermano Francisco: Salud y paz.

En este escrito dispongo y te aconsejo reduciendo todas las palabras que hemos hablado en el camino. Y, si después tienes necesidad de venir a mí en busca de consejo, mi consejo es éste: haz en todo, con la bendición de Dios y mi obediencia, lo que te parezca mejor como agrado del Señor, y sigue sus huellas y pobreza. Y si te es necesario para tu alma, por motivo de otro consuelo, y quieres venir a mí, ven, León».

Ese billete fue, para el hermano León, el refrendo de la libertad evangélica, la alegría de su libertad franciscana.


El contraste

El segundo cuartel, en el escudo de armas de nuestro hermano León, habría que pintarlo en un aguafuerte de tonos violentos, prueba de que todo hombre es una complejidad, aun el más sencillo. Se podría titular así: «De cómo el hermano ovejuela se transformó en el hermano león». Es un tema difícil de escribir; y más que difícil, imposible. Si hasta aquí hemos podido narrar su vida como una relación gozosa entre él y el hermano Francisco, ahora no podemos soslayar lo que también fue: una contraposición entre él y el hermano Elías. Y aquí radica la dificultad, como señalaba ya en la monografía del hermano Bernardo: las aguas revueltas de la tormenta turbaron tanto a la Orden después de la muerte de su fundador, que ya no es posible ver clara hasta el fondo la historia real, con plena objetividad; la mayor parte de lo que llamamos «las fuentes franciscanas» -los documentos primitivos históricos-, difícilmente se libran de parcialidad, cuando no adolecen claramente de apasionamiento desfigurativo. Ya conocemos el problema. La Orden se partió en dos bandos, y el disgusto y la pasión afectaron a tirios y troyanos, cegándolos en su fidelidad para no ver lo que había de fidelidad en los otros. Y, en esa barahúnda intestina, el jefe de una tendencia era indiscutiblemente el hermano Elías, y el otro grupo tomó como su más denodado abanderado al hermano León. Pero, aun en la confusión que produce toda batalla, históricamente no podemos dejar de ver sombras en la actuación del hermano Elías, ni chocantes contrastes psicológicos en el que hemos visto calificado por Fortini como «el más humilde y más manso de los discípulos de San Francisco».

Sabatier, mirando la evolución del franciscanismo a través de los siglos, llegó a afirmar que «la Orden franciscana ha sido la sociedad más revolucionaria de la historia»: tensiones de vida, reformas y más reformas, empeños por volver radicalmente al idealismo primitivo, distensión y esfuerzos por acomodar ese carisma al realismo de las circunstancias y de los diversos tiempos. Este que nos ocupa fue el primer brote de esa revolución, endémica en el franciscanismo; por primero, el más violento; y los representativos de ambos extremos -el hermano Elías, el hermano León- resultaron a la vez, en aquella confusión apasionada de la vorágine, actores y víctimas. Y vayan por delante dos juicios que habría que tener básicamente en cuenta para todo lo demás:

El primero -ya lo conocemos-, sobre el hermano Elías. En plena tormenta, Santa Clara le escribe estas palabras a Santa Inés de Bohemia en su segunda carta (fechada entre 1235 y 1236): «Sigue los consejos de nuestro venerable hermano Elías, ministro general; antepón su consejo al de todos los demás, y tenlo por más preciado que cualquier regalo».

El segundo juicio, sobre nuestro hermano León; es de hoy, y fruto de los estudios serios sobre «la cuestión franciscana»; lo expresa así Matanic: «El hermano León fue considerado como portaestandarte de los primitivos hermanos celantes. Es difícil decir con seguridad qué escribió y cómo pensó el hermano León... Los espirituales han distorsionado al hermano León, definido por San Buenaventura como humilde y simple, mientras ellos difícilmente encuentran una palabra buena para con San Buenaventura». De la misma Vida del hermano León (1) nos advierten los editores de Quaracchi que «la escribió probablemente un anónimo de los hermanos espirituales, en el siglo XIV».

Luego de hacer constar esos dos criterios objetivos, aviso una vez más -para las páginas que siguen- que voy a pintar con los colores de que dispongo: unas fuentes primitivas, sí, y de indudable e imprescindible riqueza, pero un tanto alejadas del venero primordial -los hechos como tales-, y con sus aguas turbadas por el apasionamiento, el cual, por otra parte, no es del todo falso ni ilegítimo.


* * *


Una cosa parece innegable: el enorme disgusto del hermano León por el cariz que empezó a tomar la evolución de la Orden ya antes de la muerte de San Francisco, y que se precipitó y culminó pocos años después, propugnando muchos como utópica e impropia de los tiempos la pura observancia evangélica primitiva. Y él, que «no podía vivir sin Francisco», ¡tuvo que vivir tantos años sin él su fidelidad a él, con dolorida nostalgia! Sin embargo, al menos durante los primeros años, supo unir ese dolor con su paciencia, con su mansedumbre. Copio de la Leyenda de Perusa: «En cierta ocasión dijo nuestro Señor Jesucristo al hermano León:

-- Me lamento de los hermanos.

-- ¿Por qué, Señor? -le preguntó el hermano León.

-- Por tres razones. Primero, porque no reconocen los beneficios que les otorgo con largueza cada día, sin que siembren ni recojan. Después, porque pasan todo el día murmurando y sin hacer nada. Por último, porque con frecuencia se provocan mutuamente a la cólera, y no se reconcilian ni perdonan las injurias que han recibido» (LP 21).

Aquí, en esta queja del Señor -escrita por un partidista interesado-, se muestra abierta y enconada la herida del problema, y podemos decir -pues la queja es por otros y no por él- que el hermano León seguía siendo el hermano Ovejuela. Mas la verdad es que sus ojos -entre irritados y espantados- fueron viendo cosas como para ir acrecentando su disgusto. Lemmens afirma que es auténtico suyo un escrito titulado -lo traduzco literalmente- Intención de la Regla de nuestro santísimo Padre Francisco, el cual es una ardorosa defensa de la pobreza evangélica según San Francisco, contra los Ministros. Y aquí late ya su corazón de león.

Recordaría cómo el hermano Elías «había perdido» la primera versión de esa Regla escrita por Francisco, y sabía que luego él no cumplía la segunda versión de la misma, en cuya redacción el mismo hermano León ayudó al Pobrecillo, y que luego fue aprobada por el papa. Y recordaría que también su humildísimo fundador había llegado a estallar de indignación, prorrumpiendo una vez en estas palabras imprecatorias que nos transmiten Celano y San Buenaventura:

-- De Ti, Santísimo Señor, y de toda la corte celestial, y de mí, pequeñuelo siervo tuyo, sean malditos los que con su mal ejemplo confunden y destruyen lo que por los santos hermanos de esta Orden has edificado y no cesas de edificar.

Y su amarga desazón y su santa iracundia crecerían hasta el paroxismo cuando veía levantarse la ingente y hermosa basílica de Asís con las limosnas procuradas y recogidas por el hermano Elías en todas las provincias de la Orden; y -¡el colmo!- para recaudar las limosnas de los que acudían a visitar la basílica, colocó a la entrada una gran concha de lujoso mármol. Y el hermano León no pudo más, y fue a contárselo al hermano Gil, y éste se exasperó también, y le encargó que no lo consintiera; y el hermano León regresó a Asís y, con la ayuda de otros «leales», hizo trizas aquella preciosidad de concha.

Posteriormente, ya con la basílica concluida, el hermano Gil viajó a Asís por devoción a San Francisco, y le llevaron a ver la monumental iglesia, y se la mostraron con orgullo. Cuando acabó de verla, bien despacio, les dijo, sin levantar la voz pero sí con un filo agudo en cada vocablo:

-- Os digo, hermanos, que ya no os falta sino que os caséis.

Y se lo tomaron a mal, y hasta se escandalizaron. Pero él prosiguió, con su amor sereno y su sorna hiriente:

-- Hermanos míos, bien sabéis que tan ilícito es que os dispenséis de la pobreza como de la castidad. Y, ya que os habéis divorciado de la primera, fácilmente podéis divorciaros también de la segunda.

Largos años de pena -de ira contenida- le esperaban a nuestro hermano León, según fue conociendo el influjo desejemplificador del hermano Elías, y luego la excomunión papal del mismo, y, como fruto emponzoñado de todo eso, el descrédito general de la Orden. Nos cuenta Salimbene, refiriéndose seguramente al temporal que siguió a su excomunión, que la conducta del hermano Elías «dio ocasión de escándalo hasta a los incultos y a los demás seglares. Y, en efecto, la plebe, los jóvenes y las jóvenes, cuando encontraban a los hermanos menores por el camino de la Toscana -como yo lo escuché cien veces- les cantaban así (en toscano vulgar, que traduzco): Ya ha vuelto el hermano Elías, / que ha tomado la mala vía».

A nuestro hermano León no le quedaba ya otro consuelo que acompañarse de los más fieles -que también eran muchos-, y desahogarse con ellos, y mantener así viva la llama de la lealtad. Especialmente, mientras ella vivió, con la hermana Clara, la fidelísima, la que sostenía sin desmayo, alta y lúcida, la antorcha del ideal. Y también ella se le fue. Estando moribunda, el hermano Ovejuela no quería separarse de su lecho, y se agarraba a él, y lo besaba, con ardor y dolor. Ella y él, afilando nostalgias y fidelidades; ella y él, luchando sin tregua por la misma causa. Se aferraba así con todas sus fuerzas a lo mejor de sí mismo, que por nada ni por nadie estaba dispuesto a renunciar.

Quizá el lector ha quedado confuso ante esos dos retratos opuestos de nuestro protagonista: el hermano ovejuela y el hermano león. ¿Una esquizofrenia, o doble personalidad? Creo que no.

Quizá el haber conocido como nadie la tragedia interior del Pobrecillo al ver iniciada y en aumento la corrupción de su limpio proyecto evangélico, y al comprobar ya en germen la división de la Orden, le hizo reaccionar con mayor ímpetu que otros al constatar aciagamente cumplidos aquellos presagios. Ante el mismo problema, el Pobrecillo se condujo de una manera, el hermano León de otra: Francisco, acentuando su humildad y paciencia: «para evitar el escándalo, transigía con muchas cosas, nada conformes a su voluntad»; León no olvidaba que San Francisco le había encargado personalmente en una carta «que siguiera las huellas y pobreza de nuestro Señor Jesucristo», y se convirtió en «el altísimo celador de esta pobreza evangélica», y hubo momentos en que, llevado por ese celo vehemente, llegó al apasionamiento del corazón y al arrebato de la acción. Creo que por aquí hay que buscar la clave que descifre esa antinomia psicológica. La psicología y la historia saben que no hay violencia como la de un hombre manso, cuando ella rompe a desatarse.


La imagen que perdura



Y pasemos al tercer cuartel, volviendo a las tonalidades plácidas del primero.

Y comencemos con un interrogante: pero ¿qué tienen que ver todas las páginas precedentes con el título de El hermano León o la alegría? Pues el rótulo le viene al cuadro, en su conjunto, muy propio: ya he dicho que este libro no es la suma de las biografías de algunos compañeros de San Francisco, sino la presentación monográfica, con cada uno de ellos, de unas actitudes vitales típicas del franciscanismo primitivo. En el caso de ahora: ¿es la alegría franciscana del hermano León, o es la alegría franciscana mostrada en las anécdotas de San Francisco con el hermano León? Al cabo, son matices de dos realidades recíprocas.

Empecemos por verle ya alegremente en acción. Lo transcribo de su Vida, y lo podíamos titular Maitines sin breviario.

Moraban San Francisco y el hermano León en un conventillo en el que era tanta la pobreza que no había ni un libro para rezar el Oficio. Una noche, al levantarse para orar a la hora de maitines, San Francisco le dijo al hermano León:

-- Carísimo, no tenemos breviario para rezar maitines. Mas, para ocupar este tiempo en las alabanzas del Señor, se me ocurre lo siguiente: yo te indicaré lo que te corresponde decir a ti, y guárdate bien de cambiar una sola sílaba. Yo diré: «¡Oh hermano Francisco, tú cometiste tantos pecados en tu vida mundana, que eres digno del infierno!» Y tú responderás: «Así es: mereciste ir a lo más profundo del infierno».

Y el hermano León, «el purísimo, el de la simplicidad columbina» -así lo califica el biógrafo precisamente en esta ocasión-, respondió:

-- De acuerdo, padre. Comienza en el nombre del Señor.

Y San Francisco dijo:

-- ¡Oh hermano Francisco!, tú cometiste tantos pecados en tu vida mundana, que eres digno del infierno.

Y el hermano León le respondió:

-- Dios hará por ti tantos bienes, que irás al paraíso.

Pero San Francisco le corrigió:

-- No hables así, hermano León, sino que, cuando yo diga: «¡Oh hermano Francisco!, tú has hecho tantas iniquidades contra Dios, que eres digno de ser maldito por El», tú responderás esto, sin cambiar un vocablo: «Digno eres de ser contado entre los malditos».

Y el simple hermano León, con su mejor voluntad, prometió:

-- A gusto lo haré, padre.

Y San Francisco, llenos de lágrimas los ojos, suspirando profundamente y golpeándose el pecho con vigor, prorrumpió en alta voz:

-- ¡Oh Señor, Dios del cielo y de la tierra, yo he cometido contra Ti tantos y tan graves pecados, que merezco ser del todo maldecido por Ti!

Y el hermano León contestó:

-- ¡Oh hermano Francisco!, Dios te va a hacer tal, que serás singularmente bendito entre los benditos.

Y San Francisco se extrañó de que le dijera lo contrario de lo que él le indicaba. Y le reprendió, diciéndole:

-- ¿Por qué, hermano León, no respondes como te indico? Por santa obediencia te mando que contestes de pe a pa según lo que te voy a apuntar. Yo diré así: «¡Oh perverso hermano Francisco!, ¿piensas que Dios va a tener compasión de ti, después que has cometido tantos pecados contra el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo? ¡No, de ningún modo eres digno de hallar misericordia!»

Y, en cuanto acabó San Francisco de repetirlo con lágrimas y sollozos, el hermano León añadió:

-- El Dios Padre, cuya misericordia es infinitamente superior a todo nuestro pecado, tendrá misericordia de ti, y se complacerá en ti, y encima añadirá gracia sobre gracia.

Ante tal respuesta, San Francisco se airó dulcemente, y, con su paciencia turbada, le dijo:

-- Hermano León, ¿por qué has osado no obedecer, y una y otra vez has respondido lo contrario de lo acordado?

Y el hermano León, con alguna confusión de sí mismo, y con tono de gran humildad y respeto, le manifestó:

-- Dios lo sabe, amadísimo padre: yo me he propuesto cada vez responderte como tú me lo habías mandado; pero Dios me ha hecho hablar según El lo ha querido, y no como me había comprometido yo.

Al oírle, San Francisco se asombró, pero volvió a su insistencia:

-- Te suplico, amadísimo, que esta vez sí me digas, cuando me acuse como antes, que no merezco misericordia.

Y el hermano León se lo prometió:

-- Dilo, padre, que esta vez te he de responder según tu voluntad.

Y dijo San Francisco, vuelto a sus sollozos y lágrimas:

-- ¡Oh malvado Francisco!, ¿piensas que Dios va a tener misericordia de ti?

Y el hermano León replicó con la prontitud de un eco:

-- ¡Sí, padre! Dios se compadecerá de ti. Y más aún: te concederá una gran gracia, y te exaltará y te glorificará en la eternidad, porque el que se humilla será enaltecido (Mt 18,4). Y no puedo decir otra cosa, pues es Dios quien habla por mi boca.

Y así, en esta contienda, animada con la amarga compunción del uno y la exaltada réplica divina del otro, permanecieron los dos en vela hasta el amanecer. Anota Gemelli: «Aquella noche, la simplicidad columbina del hermano León venció sobre la humildad del Santo». Para nuestro hermano León fue una victoria doble: la de ganarle a su maestro, y la de constituirse en salmista de la inmensa gloria que le preparaba el Señor. Alborozo como el de un niño, júbilo como el de un profeta de la mejor buenaventura.

Y sigamos cantando la alegría de este León. Ahora, con el candor de las Florecillas y por visiones. Fortini incluye ampliamente esta anécdota en su Nueva Vida de San Francisco. No olvidemos que, como buen discípulo del Pobrecillo, el hermano León fue un auténtico contemplativo:

«Una vez que San Francisco se hallaba gravemente enfermo y el hermano León le servía, éste hacía oración a su lado. Y quedó arrobado, y fue conducido en espíritu a un río grandísimo, ancho e impetuoso. Se puso a mirar a todos los que pasaban, y vio entrar en el río a algunos hermanos que iban muy cargados: apenas llegaban a la corriente, eran arrastrados y se ahogaban; algunos lograban llegar hasta la tercera parte del río, otros hasta la mitad, otros hasta cerca de la otra orilla; pero todos terminaban cayéndose y se ahogaban, debido al ímpetu de la corriente y al peso que llevaban encima. Al ver esto, el hermano León se apenaba muchísimo por ellos.

Y en eso vio venir una gran muchedumbre de hermanos sin ninguna carga ni impedimento; en ellos resplandecía la santa pobreza. Y vio cómo entraban en el río y pasaban al otro lado sin peligro alguno.

Terminada esta visión, el hermano León volvió en sí. Entonces San Francisco, conociendo en espíritu que el hermano León había tenido alguna visión, lo llamó a sí y le preguntó:

-- ¿Qué es lo que has visto?

Y el hermano León le refirió la visión puntualmente. Y San Francisco le dijo:

-- Lo que tú has visto es verdadero. El río grande es este mundo. Los hermanos que se ahogan en el río son los que no siguen la profesión evangélica, sobre todo en lo que se refiere a la altísima pobreza. Y los que pasan sin peligro son aquellos hermanos que no buscan ni poseen en este mundo ninguna cosa terrestre ni carnal, sino que, teniendo solamente lo imprescindible para comer y vestir, siguen contentos a Cristo desnudo en la cruz, llevando con alegría y de buen grado la carga suave de Cristo de la santa obediencia. Por esto pasan de la vida temporal a la eterna».

Simbólicamente, la visión es preciosa, y las Florecillas la hubieran podido dar lo mismo como una parábola del Pobrecillo, tan amigo de este género evangélico. Y sirvió para confirmarle al hermano León -quizá en un mal momento de su turbación por mantener el ideal primitivo- en que en la verdadera pobreza están el acierto y el gozo verdaderos (Flor 36).

Veamos a nuestro hermano León en otra «contemplación» que se ha hecho famosa. La trae su Vida:

«Una vez, el hermano León vio en sueños que se estaba preparando el juicio final en una gran pradera. Al son de las trompetas que tocaban unos ángeles, se iba congregando allí una muchedumbre innumerable de gentes. Y en eso colocaron dos escaleras, una en un lado de la pradera, la otra en otro; ambas por igual arrancaban de la tierra y llegaban hasta el cielo; y la una era roja y la otra era blanca. Y apareció Cristo en lo alto de la escalera roja: tenía el rostro airado, de gravemente ofendido (como en la parábola del juicio final según Mt 25,41-46). Y un poco más abajo, cerca de El, estaba el bienaventurado Francisco, el cual, bajando unos escalones, llamaba a sus hermanos con voz potente:

-- ¡Venid, hermanos, venid! ¡Acercaos al Señor, que os llama! ¡Confiad, no temáis!

Y muchos hermanos corrían a la voz del padre, y comenzaban a subir por la escalera roja, con prisa confiada. Pero, según iban subiendo, uno se caía del tercer escalón, otro del cuarto, otro del décimo, otros en la mitad, y algunos desde lo más alto.

El bienaventurado Francisco sufría, lleno de compasión, y suplicaba al juez por sus hijos. Pero Cristo le mostraba las manos y el costado, en los que se le habían abierto las heridas, de las que brotaba una sangre fresca. Y decía:

-- Me las han abierto tus hermanos.

Y Francisco seguía implorando misericordia. Y de pronto, bajando algo más por la escalera roja, se puso a gritar, señalando la otra escalera:

-- ¡Confiad, hermanos, no desesperéis! Corred a la escalera blanca y subid, porque allí seréis recibidos y por ella entraréis en el cielo.

Y, atendiendo al consejo del padre, corrieron los hermanos a la escalera blanca. Y he aquí que apareció sobre ella la bienaventurada Virgen, y, sin ningún esfuerzo, ellos subían, y Ella los recibía, y entraban en el reino eterno».

Bien sabemos que puede darse una interpretación falsa de este bonito sueño. A Pablo VI le enfadaba, y con razón, que la piedad de algunos repartiera entre Jesús y María, como en exclusiva de cada uno, la justicia y la misericordia: a Jesús la primera y a María la segunda. San Francisco y el hermano León no cayeron ni remotamente en esa deformación teológica; pero tenían una enorme confianza en la intercesión maternal de María para con su Hijo, y esta visión de las dos escalas recuerda el diálogo de Francisco con el Redentor y su bendita Madre, a la que interesó para alcanzar de El la célebre indulgencia de la Porciúncula. Ambos conocían bien la devoción católica a María, y hubieran firmado sin ambages la doctrina del Vaticano II sobre la «Mediadora para con el único Mediador»: «La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta continuamente, y lo recomienda al corazón de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador» (LG 62). En este marco ortodoxo, ese sueño del hermano León es uno de los más bonitos cánticos de la confianza filial en María. Esa escala blanca es también musical, y canta el gozo niño de esta confianza.

Fortini da al hermano León como testigo de la anécdota del Pobrecillo comiendo en un mismo plato con un repugnante leproso, porque viene en el Espejo de Perfección (EP 58), y éste se atribuye al hermano León, y porque, al remate de la narración, dice: «Quien lo vio, lo escribe y da testimonio». Mas no lo voy a transcribir, en gracia a la delicadeza sensitiva de más de un lector, aunque en sí misma sería un pórtico propio para captar en su tuétano lo que viene a continuación: el diálogo de la perfecta alegría.


* * *


Esta es quizá la página más conocida de toda la literatura franciscana, y, sin duda, una de las más hermosas. La copio íntegramente de las Florecillas.

«Iba una vez San Francisco con el hermano León, en tiempo de invierno, de Perusa a Santa María de los Angeles. Sintiéndose atormentado por la intensidad del frío, llamó al hermano León, que caminaba un poco delante, y le habló así:

-- ¡Oh hermano León!, aun cuando los hermanos menores dieran en todo el mundo grandes ejemplos de santidad y de edificación, escribe y toma nota diligentemente: no está en eso la perfecta alegría.

Siguiendo más adelante, le llamó San Francisco por segunda vez:

-- ¡Oh hermano León!, aunque el hermano menor devuelva la vista a los ciegos, enderece a los tullidos, expulse a los demonios, haga oír a los sordos, andar a los cojos, hablar a los mudos, y, lo que es más, resucite a un muerto de cuatro días, escribe que no está en eso la perfecta alegría.

Caminando luego un poco más, San Francisco gritó con fuerza:

-- ¡Oh hermano León!, aunque el hermano menor llegase a saber todas las lenguas, y todas las ciencias, y todas las Escrituras, hasta poder profetizar y revelar no sólo las cosas futuras, sino hasta los secretos de las conciencias y de las almas, escribe que no está en eso la perfecta alegría.

Yendo un poco más adelante, San Francisco volvió a llamarle fuerte:

-- ¡Oh hermano León, ovejuela de Dios!, aunque el hermano menor hablara la lengua de los ángeles, y conociera el curso de las estrellas y las virtudes de todas las hierbas, y le fueran descubiertos todos los tesoros de la tierra, y conociera todas las propiedades de las aves y de los peces y de todos los animales, y de los hombres, y de los árboles, y de las piedras, y de las raíces, y de las aguas, escribe que no está en eso la perfecta alegría.

Y, caminando todavía otro poco, San Francisco gritó con vigor:

-- ¡Oh hermano León!, aunque el hermano menor supiera predicar tan bien que llegara a convertir a todos los infieles a la fe de Jesucristo, escribe que no está en eso la perfecta alegría.

Así fue continuando por espacio de dos millas. Por fin, el hermano León, lleno de asombro, le preguntó:

-- Padre, en el nombre de Dios te pido que me digas en qué está la perfecta alegría.

Y San Francisco le respondió:

-- Si, cuando lleguemos a Santa María de los Angeles, mojados como estamos por la lluvia y pasmados de frío, cubiertos de lodo y desfallecidos de hambre, llamamos a la puerta del convento, y llega malhumorado el portero y grita: "¿Quiénes sois vosotros?" Y nosotros le decimos: "Somos dos de vuestros hermanos". Y él vocifera: "¡Mentira! Sois dos bribones que vais engañando al mundo y robando las limosnas de los pobres. ¡Fuera de aquí!" Y no nos abre, y nos tiene allí fuera aguantando la nieve y la lluvia, el frío y el hambre hasta la noche. Si sabemos soportar con paciencia, sin alterarnos y sin murmurar contra él, todas esas injurias, esa crueldad y ese rechazo, y si, más bien, pensamos, con humildad y caridad, que el portero nos conoce bien, y que es Dios quien le hace hablar así contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que aquí está la perfecta alegría. Y si nosotros seguimos llamando, y él sale fuera furioso y nos echa, entre insultos y golpes, como indeseables e inoportunos, gritando: "¡Fuera de aquí, ladronzuelos miserables! ¡Id al hospital de los leprosos, porque aquí no hay para vosotros comida ni hospedaje!" Si lo sobrellevamos con paciencia y alegría y en buena caridad, ¡oh hermano León, escribe que aquí sí está la perfecta alegría! Y si nosotros, obligados por el hambre y el frío de la noche, volvemos todavía a llamar, clamando y suplicando entre llantos, por el amor de Dios, que nos abra y nos permita entrar, y él, más enfurecido, dice: "¡Vaya con estos pesados indeseables! Yo les voy a dar su merecido". Y sale fuera con un palo nudoso, y nos coge por el capucho, y nos tira por tierra, y nos zarandea en la nieve, y nos apalea con aquel palo nudoso; si todo esto lo soportamos con paciencia y con gozo, acordándonos de los padecimientos de Cristo bendito, que nosotros hemos de llevar por su amor, ¡oh hermano León!, escribe que aquí sí está la perfecta alegría.

-- Y ahora escucha la conclusión, hermano León: por encima de todas las gracias y de todos los dones del Espíritu Santo, que Dios concede a sus amigos, está el de vencerse el hombre a sí mismo y el de sobrellevar gustosamente, por amor a Cristo Jesús, penas, injurias, oprobios e incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, ya que no son nuestros, sino de Dios. Por eso dice el Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y, si lo has recibido de El, ¿por qué te glorias como si lo tuvieras de ti mismo? (1 Cor 4,7). Pero en la cruz de la tribulación y de la aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro. Por eso dice el Apóstol: No me quiero gloriar sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gál 6,14).

A El sea siempre loor y gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Flor 8).

Esta florecilla es preciosa, desde su principio hasta su final. Frecuentemente se la da truncada: como una encantadora espiritual invención literaria, y hasta como una más preciosa anécdota real, pero sin la concreta y apodíctica conclusión, que es como dar un hermoso árbol sin su fruto. Se puede afirmar que ese texto literario es una ampliación de la Admonición V del mismo San Francisco -para mi gusto, la más lograda literariamente de todas ellas-, y la conclusión está también ahí escuetamente expresada: «Por el contrario, es en esto en lo que podemos gloriarnos: en nuestras flaquezas y en llevar a cuestas diariamente la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo». Cuando se la desfigura así, o cuando se termina su lectura con la sonrisa en los labios, a flor de una entretenida anécdota, en uno y otro caso se desflora la florecilla, se la deja en un encantador fuego de artificio, privándola -y privándose- de lo que es su raíz, su savia y su fruto, su sentido y su alma. Cuando toda esta página es nuclearmente mística, enjundia de la vida más netamente cristiana.

Quiero completarme con algunas opiniones de autoridad: «Diálogo famoso. En él, la teoría paulina de la Cruz viene celebrada con altura poética» (Gemelli). «Era la enseñanza de la Regla según el Evangelio: amar a todos, hasta a los que nos odian, nos envilecen, nos desprecian» (Fortini). «El Evangelio de la Cruz es la alegría... Todos los desgarrones intelectuales y prácticos que hemos establecido entre mundo y cielo, hombre y Dios, naturaleza y gracia, han nacido de nuestro orgullo... El escándalo de la fe es creer en estas palabras de Jesús: Quien quiera salvar su vida, la perderá; en cambio, quien pierda su vida por Mí, la salvará (Lc 9,24). El día en que creamos, las Florecillas nos entregarán el secreto de su alegría» (Garrido).

El hermano León, compañero habitual de las andanzas del Pobrecillo y discípulo admirador y aprovechado de tantas de sus enseñanzas, sí encontró con él ese secreto, esa alegría perfecta. Volvía a repetirse, pero a nivel incomparable, el gozo de aquella confianza amistosa, cuando los dos eran jóvenes en Asís, y el convertido hijo de Pedro Bernardone le llevaba a él -sólo a él- a que le acompañara a una cueva cercana de la ciudad, en la que estaba escondido un gran tesoro, y Francisco salía radiante de encontrarlo.


* * *


Seguirían amigos íntimos hasta el final. Hasta en la más alta cumbre mística del Pobrecillo: su cristificación en el monte Alverna.

Porque al fin, en el verano de 1224, el Pobrecillo se dio el gusto de retirarse a aquella encimada, rupestre y arbolada soledad que le había regalado messer el conde Orlando, el cual les había preparado allí un eremitorio, con su oratorio y sus celditas, todo sencillo y pobre, como sabía que le agradaba a Francisco, y se comprometió a subirles el alimento necesario. El santo se llevó consigo a tres de sus más amados; entre ellos, el de su mayor confianza, su secretario y confesor. A los pocos días de llegar, decidió celebrar una cuaresma, empezándola el 15 de agosto, en honor de la Asunción de Nuestra Señora, para terminarla con la fiesta de San Miguel, otra de sus grandes devociones. Decidió también pasarla en absoluta soledad. Y, para ello, se puso como a jugar al escondite con el hermano León:

-- Ve y ponte a la puerta del oratorio, y, cuando yo te llame, vienes.

Y el hermano León se plantó en la puerta del oratorio. San Francisco se alejó un buen trecho y llamó fuerte:

-- ¡Hermano León!

Y el hermano León, al oír que le llamaba, acudió a él. Y San Francisco le dijo:

-- Hijo, busquemos otro lugar más oculto, donde tú no puedas oírme cuando yo te llame.

Exploraron, y vieron al lado meridional del monte un sitio recóndito, y muy apto para lo que deseaba San Francisco; pero no era posible cruzarlo, porque estaba separado por una hendidura pavorosa, abierta como un abismo en la roca. Con mucho trabajo pudieron colocar un madero a guisa de puente, y cruzaron al otro lado.

Aquel rincón alto y hondo le encantó. Reunió a los tres y les dijo:

-- Este es el modo de vivir que he determinado para mí y para vosotros. Y, puesto que me voy acercando a la muerte, es mi intención estar a solas y recogido en Dios, llorando ante El mis pecados. El hermano León, cuando le parezca bien, me traerá un poco de pan y un poco de agua. Y tú, hermano León, vendrás una sola vez al día y otra vez por la noche, a la hora de maitines. Entonces te acercarás silenciosamente y, cuando llegues al extremo del puente, dirás: Señor, ábreme los labios. Si yo te respondo: Y mi boca proclamará tu alabanza (Sal 51,17), pasas y vienes a la celda, y diremos juntos los maitines; si no te respondo, márchate en seguida.

Decía esto San Francisco porque algunas veces estaba tan arrobado en Dios, que no oía ni percibía nada con los sentidos del cuerpo».

Desde aquel momento, todo el prodigio sanfranciscano del Alverna fue también una relación excepcional entre el Pobrecillo y el hermano León. Y no sólo por ese privilegio de ser su único proveedor y compañero orante. El hermano Ovejuela de Dios, en su sencillez fervorosa, no se contentaba con eso. Intuía que su penitente estaba siendo maravillosamente visitado y consolado por el Señor, y como podía, acercándose y escondiéndose, le espiaba. Y le veía y le oía hablar con Dios, y le contemplaba extático, como envuelto en un halo celestial. Y a veces el Pobrecillo, alertado por el crujido de sus pasos sobre las hojas secas, le sorprendía en esa curiosidad prohibida, y exclamaba imperativamente:

-- Quienquiera que seas, te mando, por el poder de nuestro Señor Jesucristo, que te detengas y no des un paso más.

Y el hermano Ovejuela, tembloroso, contestaba:

-- Soy yo, padre.

Con tal terror de verse sorprendido, que confesaba luego que, si la tierra se hubiera abierto a sus pies, se habría hundido en ella con el gozo de una liberación. Pero resurgía pronto la sencillez confiada, y le preguntaba a Francisco el sentido de sus voces, de sus gestos, de sus palabras; y el Pobrecillo se lo manifestaba, concluyendo siempre con esta reconvención seria y amablemente maternal:

-- Pero regresa a tu celda, hermano Ovejuela, con mi bendición, y cuídate bien de no volver más a vigilarme.

Mas el confesor de Francisco, en esto, resultaba impenitente. Gracias a él conocemos algunas preciosidades místicas que precedieron o siguieron al milagro de la estigmatización. Porque el prodigio como tal, por la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, fue un secreto entre Cristo como Serafín alado y gloriosamente crucificado y este serafín de Asís a quien El concrucificó, concediéndole lo que tanto había anhelado, lo que le había pedido allí mismo con estas ardientes palabras:

-- Señor mío Jesucristo: dos cosas te pido me concedas antes de morir: la primera, que yo experimente en mi alma y en mi cuerpo aquel dolor que Tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida de lo posible, aquel amor sin medida en que Tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores (Ll 2 y 3).

Desde ese momento portentoso, la vida se convirtió también para nuestro hermano León, mientras vivió Francisco, en una alegría pospascual, aun sin dejar de ir por el camino de la cruz. No fue distinto, tampoco en esto, de los discípulos que conocieron al Señor.

Precisamente esos días pasaba el hermano León por una de sus crisis angustiosas. Una vez más se la alivió Francisco, y, ebrio aún de su unión mística cristificante, le pidió a su secretario pergamino y péñola, y de su puño y letra -temblantes por la inefable emoción- escribió lo que luego se ha titulado Alabanzas al Dios Altísimo, un documento maravilloso sobre la más alta experiencia humana con la divinidad. Estrofas de fuego en que estalló el volcán de su corazón cristificado, divinamente abrasado. He aquí los vocablos-venablos quemantes: Tú eres el Santo, Señor Dios único, el que haces maravillas. Tú eres el fuerte, tú eres el grande, tú eres el altísimo, tú eres el rey omnipotente; tú, Padre Santo, rey del cielo y de la tierra...

Francisco redactó este su salmo original místico, y, con la tinta aún fresca, en un gesto de confianza excepcional, se lo regaló al hermano León, queriendo cambiar en sosiego y en júbilo la atenazante inquietud de su alma.

E hizo más: se lo dedicó, pergeñando al reverso del pergamino, para él, la bendición aaronítica (Núm 6,24-26): El Señor te bendiga y te guarde. El Señor te muestre su rostro y tenga misericordia de ti. El Señor vuelva a ti su rostro y te conceda la paz.

Y en esta cara del pergamino dibujó, de arriba abajo, una gran cruz, cruzándola a su vez en su parte inferior con estas palabras de afectuosa dedicatoria: El Señor te bendiga, hermano León.

La emoción del hermano Ovejuela tuvo que ser inefable. Gracias a él tenemos esta reliquia autógrafa inapreciable, conservada en el «Sacro Convento de Asís»: el pequeño pergamino tiene 10 x 14 centímetros, y en él se notan todavía unos dobleces en cuatro, y el roce con la túnica de quien lo guardaba en su seno mejor que el más preciado talismán, que a él le devolvió la felicidad y la paz.

Llegó la hora de bajar de aquel Calvario y Tabor, y fue otra alegría personal del hermano León. Francisco dejó en la cima a los hermanos Maseo y Ángel, y escogió al hermano Ovejuela para compañía de su largo viaje hasta la Porciúncula. Pero, antes, quiso despedirse de aquel Altar Mayor de su vida con un rito original. Le mostró al hermano León una gran piedra, habló con ella jubilosamente a su estilo poético, dirigiéndole altas y encendidas loas, y luego le dijo a su secretario:

-- Hermano Ovejuela, lava esa piedra con agua.

Y el hermano León la lavó con agua. Y Francisco le dijo:

-- Hermano Ovejuela, lávala con vino.

Y el hermano León la lavó con vino. Y Francisco le volvió a decir:

-- Hermano Ovejuela, lávala ahora con aceite.

Y el hermano León buscó aceite y la ungió con él. Y Francisco le mandó un lavatorio más:

-- Hermano Ovejuela, lávala por último con un ungüento perfumado.

Y el hermano León le miró con asombro y le contestó:

-- Pero, ¿cómo dar aquí con ese perfume?

Y entonces Francisco concluyó el rito con esta aclaración:

-- Sábete, hermano Ovejuela de Dios, que ésta es la piedra en que se sentó el Señor, una vez que se me apareció.

La piedra se conserva todavía hoy, en la llamada «celda del haya».

Y emprendieron el descenso del monte. Y de pronto, con un gesto suyo característico, que repetiría cuando bajó por última vez la pendiente de Asís, el Pobrecillo se paró, se volvió hacia los hermanos que dejaba, hacia el paisaje que no volvería a ver, y, con un acento en el que vibraban todas las cuerdas de su corazón, exclamó:

-- ¡Adiós, adiós, adiós, hermano Maseo! ¡Adiós, adiós, adiós, hermano Ángel! ¡Adiós, adiós, hermano Silvestre, hermano Iluminado! Quedaos en la paz, hijos carísimos. ¡Adiós! Yo me voy de vosotros con mi persona, pero os dejo mi corazón. Regreso a Santa María de los Angeles, y el hermano Ovejuela de Dios me acompaña. Y no regresaré más aquí. Me voy. ¡Adiós, adiós, adiós! ¡Adiós, adiós, monte de los Angeles! ¡Adiós, amadísimo hermano halcón: te agradezco el amor que me has tenido! ¡Adiós, adiós, «Sasso Spico» (Roca enhiesta cortada a pico), que me recibiste en tu seno, dejando burlado al diablo: ya no nos volveremos a ver! ¡Adiós, Santa María de los Angeles, Madre del Verbo eterno! Te encomiendo a estos hijos míos (2).

Y el hermano Ovejuela y el hermano Francisco bajaron del alto monte y se encaminaron a Asís. Jornadas inefables para estos dos caminantes, como no las ha habido para otra pareja: precoz quijote y precoz escudero de un idealismo divino. En una de esas precoces andanzas, el hermano León vio, ante Francisco y alta, una cruz preciosísima, con Cristo clavado en ella, y de tal esplendor, que no sólo hacía brillar el rostro de Francisco, sino que reverberaba en todo el aire circundante. Y se detenía cuando se paraba Francisco, y volvía a moverse delante de él en cuanto él se ponía a andar. Incomparable símbolo de la transfiguración del Pobrecillo y de su lograda perfecta alegría, cuyo halo envolvía también con perfecta alegría al hermano León, en contraste bellísimo con aquel camino invernal de Perusa a la Porciúncula.

Llegaron a Asís. Y llegaron también, a los dos años, los días terminales del Pobrecillo. El hermano Ovejuela no quería separarse de su lado. En su querencia santa, se volvió hasta caprichoso. El que «no podía vivir sin él» habría dado la vida por tener como herencia la túnica de su padre y maestro. El capricho le salía por los ojos, y, una vez más, el intuitivo y amoroso Francisco se lo adivinó. Y le llamó y le dijo:

-- Esta túnica es tuya. Sólo te ruego que me la dejes mientras viva.

Y el hermano León se la dejó de mil amores, con el júbilo inundante de que ya era suya, de que ya tenía seguro el más rico legado.

¿Cómo describir la separación mortal de aquellas dos vidas, tantas veces juntas? Dolor inconsolable, gozo indecible, santo orgullo de que Francisco hubiera sido para él lo que fue. Más y mejor que aquella pobrecilla túnica testamentaria, el hermano León heredó la vida entera de San Francisco de Asís, hecha memoria y emoción, imágenes palpitantes que no fenecerían jamás.

Por fortuna, gracias a él y a Salimbene nos queda también esta fotografía de su cadáver: «Según me dijo el hermano León, su compañero, que estuvo presente cuando le lavaban para sepultarlo, parecía realmente, ya muerto, como un crucificado a quien habían bajado de la cruz». Y la Vida nos asegura que el mismo hermano León lo vio «jubiloso y resplandeciente, con unas alas de plumas brillantísimas, y con unas garras como de águila, pero esplendorosas como el oro bruñido». Hecho otro serafín alado, reflejo de aquel Serafín de fuego que en el Alverna, estando allí con él, le había transfigurado en otro Cristo, gloriosamente transverberado.

El discípulo sobrevivió a su maestro durante cuarenta y cinco años, los mismos que sumó toda la existencia terrena de Francisco. ¡Larga espera para quien no podía vivir sin él! «Colmado de días, y aprovechadísimo en toda forma de santidad, se durmió en el Señor». Murió en Asís, en la Porciúncula, allí donde había incoado su vida evangélica, a los cincuenta y nueve años de aquel inolvidable estreno, el 15 de noviembre de 1271. Y fue enterrado donde menos él hubiera pensado ni querido: en la gran basílica que él había combatido construir. Pero era el lugar de honor debido a este caballero de la Tabla Redonda, sencillo, leal y luchador. Con todo mérito, uno de los cuatro que hacen guardia de amor a los restos inmortales del Pobrecillo. Se celebra su bendita memoria cada 15 de noviembre en el martirologio franciscano.



NOTA:

1) Vida del hermano León; texto original latino en la Crónica de los veinticuatro Generales, en Analecta Franciscana, T. III, pp. 65-74 (Quaracchi 1907).- N.B.: En esta versión omitimos las notas o citas que lleva el texto original.

2) «La emotiva despedida del monte Alverna se conserva en un pergamino del siglo XVII, conservado en el convento del mismo monte, con la firma del hermano Maseo. Pero la crítica ha probado que no es un documento auténtico. Eso no obsta para que recoja una antigua tradición, que presenta todos los caracteres de la verosimilitud» (Fortini).


[Daniel Elcid, O.F.M., El hermano León o la alegría, en Idem, Compañeros primitivos de San Francisco. Madrid, BAC Popular 102, 1993, pp. 139-164]

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