DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


VIVIR HOY EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPÍRITU DE SAN FRANCISCO

por Optato van Asseldonk, OFMCap

 

[Título original: Vivre aujourd'hui l'Évangile selon l'esprit de saint François d'Assise, en Études Franciscaines 15 (1965) 124-140]

«El hombre del Evangelio», tal apareció Francisco a la mirada de sus contemporáneos y tal aparece hoy más que nunca.

Pío XI dio la razón profunda de ello cuando proclamó ante la cristiandad que: «Nadie se ha asemejado a Cristo de una manera tan patente, nadie ha vivido tan perfectamente el Evangelio». En esta sorprendente conformidad de Francisco con el Cristo del Evangelio es donde hay que buscar, sin duda, la causa por la que Francisco se ha convertido en «el santo ecuménico», que atrae hacia sí a todos los cristianos, cualquiera que sea su Iglesia; un hermano de Taizé deducía de aquí la vocación ecuménica de la Orden franciscana.

Pero, ¿qué significa vivir el Evangelio según san Francisco de Asís? Para comprenderlo es necesario, en primer lugar, situar a Francisco frente a su tiempo y ver cómo reaccionaron y vivieron él y sus compañeros. Se ven entonces dibujarse los rasgos que constituyen lo esencial de su espíritu, y la forma en que él, ante los ojos de su siglo, encarnó el Evangelio. Después de ello, se puede reflexionar más objetivamente sobre la manera de encarnar el Evangelio tal como él lo vivió.

Una observación del P. Eberhard Scheffer nos ayudará, a manera de introducción, a captar cómo se presentó en sus orígenes el movimiento evangélico que es el movimiento franciscano:

«Por su vida según el Evangelio, san Francisco se nos presenta como el representante de esa corriente religiosa de la Alta Edad Media, que podría definirse como una especie de "movimiento bíblico". No se trataba de un interés teórico por el Evangelio, sino de un descubrimiento del Evangelio, descubrimiento que llevaba a poner en práctica y vivir el Evangelio, única manera de dar su verdadero sentido al Movimiento Bíblico y de justificar su existencia. Aunque la ciencia no contaba entonces con los medios que poseemos actualmente, la vida del Evangelio era seriamente querida y se sacaban de ahí todas las consecuencias. Bajo este aspecto, el Movimiento Bíblico actual tiene mucho que aprender del de entonces, porque el peligro actual está en perderse en teorías que no obligan a nada, es decir, en hablar del Evangelio en lugar de practicarlo».

LA VIDA EVANGÉLICA EN TIEMPO DE S. FRANCISCO

Desde Gregorio VII (†1085), la idea de una renovación de la Iglesia mediante la vuelta a las enseñanzas y a la vida de Cristo y de los Apóstoles se iba implantando cada vez más en los espíritus. Debido a las Cruzadas, la Cristiandad de Occidente había vuelto a tomar contacto con los Santos Lugares y restablecido la tradición viva de la Biblia. Mientras los cruzados se sentían como nuevos israelitas, encargados de ir a reconquistar la Tierra Prometida, los peregrinos, que tomaron su relevo, traían de su peregrinación a Jerusalén y de sus contactos con el monacato oriental una concepción más pura del Evangelio, que iba a convertirse en una nueva fuente de inspiración religiosa.

Esta encontró su expresión en el gran movimiento evangélico de pobreza que, particularmente en el siglo XII, se adueñó de todas las clases de la sociedad cristiana de Occidente y, en especial, de los ermitaños y de los laicos. Tal movimiento iba a imitar a los primeros cristianos de la Iglesia primitiva y, bajo el signo de la «vida apostólica», sus seguidores se iban a comprometer a vivir como «pobres de Cristo» y como penitentes, cual «religiosos en el mundo». La vida comunitaria tomaba como ideal a la primera Comunidad de Jerusalén: «Todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común» (Hch 4,32), viviendo en la oración, la lectura de la Escritura, la penitencia, el trabajo manual, la caridad y el testimonio del Evangelio.

Junto con este texto de los Hechos de los Apóstoles, el discurso de Cristo al enviar a los Apóstoles en misión constituía la carta de la «vida evangélica». Y lo que resulta sorprendente es la manera literal en que se seguía esta regla de vida. No bastaba imitar en espíritu a Cristo y a los Apóstoles, había que hacerlo a la letra. De donde, la preocupación de ir siempre de dos en dos, de formar comunidades de doce miembros, de no aceptar dinero, de no llevar calzado, de no prestar juramento, de no llevar armas, de tener mujeres en sus agrupaciones, de socorrer a los necesitados, de anunciar a los pobres la palabra de Dios, de predicar la paz y de ser para todos los hombres verdaderos hermanos y hermanas.

El movimiento se extendió sobre todo en el pueblo bajo, como lo prueba la necesidad que sintieron entonces de traducir la Sagrada Escritura a la lengua vulgar. Los principales representantes de esta fuerte corriente de «pobreza evangélica» son bien conocidos: los valdenses, los pobres católicos, los recluidos, las beguinas y los begardos, y los cátaros; pero también, los hermanos menores, las damas pobres, los hermanos predicadores y por fin los penitentes, sobre todo los de la tercera orden.

En algunos de estos grupos se manifestaron tarde o temprano tendencias sospechosas. En nombre de la letra de la Escritura, algunos se opusieron con obstinación a opiniones o situaciones reconocidas por la Iglesia, y llegaron a profesar un anticlericalismo herético, como es el caso de los valdenses, o incluso hasta organizar una contra-Iglesia, como los cátaros.

San Francisco era muy de su tiempo para no experimentar esta sensibilización respecto al Evangelio, y de esta experiencia personal nacería la Orden que iba a fundar. El Pobrecillo no era más que uno de esos «pobres» a quien se reconocería entonces dentro de la cristiandad. Y, si no está en el origen de esa renovación «evangélica» en busca de su identidad, él es su culminación, porque su andadura será totalmente otra.

Giotto: Francisco renuncia a los bienes paternos

EL CARÁCTER DE LA VIDA EVANGÉLICA DE FRANCISCO

El hecho destacado de la «vida según el Evangelio», tal como Francisco la concibe y la realizará, es que la del Pobrecillo contrasta completamente, por su carácter tan profundamente católico, con la concepción que de ella se hacían tantos «pobres» de su tiempo. No hay más que conocer la mentalidad de esta época para comprender lo que esta nota de «catolicidad» tenía de nuevo. Es una nota fundamental.

El Evangelio que Francisco quiere vivir, lo recibe de la Iglesia durante la Misa, que es su anamnesis o memoria actualizante y salvadora. A la Iglesia es a quien él se dirige para que le explique, por boca del sacerdote, el llamamiento que ella le ha transmitido en la Liturgia de la Palabra. Y cuando ha escuchado la traducción literal que el celebrante, representante de la Iglesia y de Cristo, le da al respecto, la cuestión queda zanjada: Francisco sabe ahora lo que quiere (1 Cel 22).

Espontáneamente va a pedirle al Papa la «forma de vida» que el Señor le ha inspirado, y a someter al jefe de la Iglesia el ensayo que hace de ella. «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio», dice en su Testamento (vv. 14-15), «y el señor Papa me la confirmó». Su Regla, que es «guardar el santo Evangelio», comienza en primer lugar por la promesa de obedecer «al señor Papa y a la Iglesia romana» (2 R 1). Y termina con un mandato de Francisco a los ministros generales, a los que impone por obediencia «que pidan al señor Papa un cardenal de la santa Iglesia romana que sea gobernador, protector y corrector de esta fraternidad; para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad, y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12).

En la Iglesia, pues, es donde Francisco quiere vivir esta vida «evangélica» que él ha recibido de ella misma. «Hombre del Evangelio», Francisco es el «hombre de la Jerarquía», hasta el punto de que habiendo recibido del Papa, para sí y para sus hermanos, el permiso de predicar el Evangelio, quiere que «los hermanos no prediquen en la diócesis de un obispo cuando éste se lo haya prohibido» (2 R 9). Y dirá en el Testamento (v. 7): «Si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en que habitan no quiero predicar al margen de su voluntad... porque... son mis señores». Prueba evidente de un sentido de la jerarquía, que en aquella época se echaba con frecuencia de menos.

Otra característica que le distingue de los hombres de su tiempo es la primacía que, en su interpretación del Evangelio, da Francisco al espíritu sobre la letra. Sin duda, su manera de vivir el Evangelio está impregnada profundamente de un literalismo que recuerda el de los reformadores de entonces; pero en él, a diferencia de sus contemporáneos, este apego a la letra del Evangelio no es un amor a la letra por la letra, sino por el espíritu que él siente palpitar en ella. Si copia tan de cerca y con tanto amor los hechos y gestos de Cristo, no es más que para captar mejor el espíritu del Evangelio, penetrarse de él y vivirlo a su vez. Por eso, la palabra de la Escritura que cita con más frecuencia es la del evangelio de san Juan: «El espíritu es quien da vida, la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6,63), que hay que unir a aquella otra todavía más clara de san Pablo: «La letra mata, pero el espíritu da vida» (2 Cor 3,6). Todo esto está expresado luminosamente en su Carta a los fieles, que constituye un verdadero manual de la Orden Franciscana Seglar. Su deseo, al escribirla, es comunicar, pues se considera el «servidor de todos», las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es la Palabra del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que «son espíritu y vida». Y termina con estas palabras:

«A todos aquellos a quienes llegue esta carta, rogamos, en la caridad que es Dios, que acojan benignamente con amor divino las sobredichas odoríferas palabras de nuestro Señor Jesucristo. Y los que no saben leer, háganselas leer con frecuencia; y reténganlas consigo con obras santas hasta el fin, porque son espíritu y vida. Y los que no hagan eso tendrán que dar cuenta, en el día del juicio, ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo» (1CtaF II,19-22).

La letra de la Escritura necesita ser explicada para que se capte mejor su espíritu y no quedarse en la corteza de las palabras. Esta es la tarea de los teólogos, cuya misión principal es hacer comprender el sentido de la Escritura a los clérigos jóvenes, para que el clero sea capaz de predicarla al pueblo. Por eso, en su Testamento (v. 13), dirige esta exhortación a los hermanos: «Y también a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida». Véase la Carta que Francisco dirige a san Antonio: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla».

La Regla de 1223 contiene un texto que prueba con insuperable claridad hasta qué punto, para san Francisco, el espíritu prevalece sobre la letra aun de la Escritura. Hablando de los hermanos que no han hecho estudios, o sea, según el lenguaje de aquel tiempo, de los que no conocen las Sagradas Escrituras, declara: «No se preocupen de hacer estudios los que no los hayan hecho. Aplíquense, en cambio, a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,7-9). Recuérdese la Carta a san Antonio.

En una de sus Admoniciones, Francisco nos da la razón profunda de su preferencia por el espíritu:

«Dice el Apóstol: La letra mata, pero el espíritu vivifica. La letra mata a los que únicamente desean saber las solas palabras (de los Libros sagrados), para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos. La letra mata también a los religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber sólo las palabras e interpretarlas para otros. Y son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7).

Para Francisco, la «letra» significa la Palabra de Dios estudiada por amor propio, por codicia o también por curiosidad, es decir, para su propia perdición y muerte espiritual. El «espíritu», por el contrario, significa la Palabra contenida en la letra, acogida como un don divino, al que se conforma la propia vida que testimoniará entonces de palabra y de obra la riqueza de ese don precioso del Señor. Para Francisco no hay más lectio divina, lectura de la Escritura, que la vida según el Evangelio, por la que, en cuerpo y alma, se traduce la Escritura. Por eso, su Regla no es otra cosa que el Evangelio vivido, la vida evangélica.

Esta búsqueda del espíritu de Cristo bajo la letra de la Escritura es muchísimo más que una búsqueda intelectual o de orden psicológico, por la que se busca solamente impregnarse uno de la mentalidad de Cristo y adoptar sus ideas y sus puntos de vista. Es la búsqueda de Alguien, no sólo del espíritu de Cristo, sino de Cristo mismo en persona. Aquí abordamos, en este tercer aspecto de la espiritualidad de Francisco, el punto central más profundo de su vida evangélica: el encuentro personal y concreto con el Verbo encarnado en la Sagrada Escritura. Exceptuada la Virgen María nadie ha vivido de manera más consecuente que el Pobrecillo la ley de la Encarnación. Dios es espíritu, pero se hizo sensible, visible y tangible en la creación, en la humanidad, en la Escritura y en la Encarnación del Verbo su Hijo. Del Cántico del hermano sol, himno a la presencia de Dios en la creación, a las llagas del divino Crucificado que Francisco lleva en su carne, al Cuerpo y a la Sangre del Señor que él «ve» en la Eucaristía, y al contacto con la Palabra divina que le proporciona la Escritura y singularmente los santos Nombres y las palabras de la consagración, todo es para Francisco encuentro con su Señor.

Pero el lugar privilegiado del encuentro, y lo que es mejor aún, de su experiencia y como de su goce de Dios y de Cristo, es, ante todo, el Evangelio y la Eucaristía. Aquí, el Verbo hecho carne se da a él de una manera concreta que le trae «el espíritu y la vida». En la Carta a los fieles, rememorando las palabras de Cristo, escribe:

«Y a nadie de nosotros quepa la menor duda de que ninguno puede ser salvado sino por las santas palabras y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos pronuncian, proclaman y administran. Y sólo ellos deben administrarlos y no otros» (2CtaF 34-35).

Palabras de un evangélico verdaderamente «católico», para quien, como dice en su Testamento, la Escritura es inseparable de la Eucaristía.

Una frase de Francisco, referida por Celano, hace entrever con qué intensidad vivía él al Cristo que le suministraba la Escritura:

«Un compañero de Francisco, viéndolo enfermo y aquejado de dolores de parte a parte, le dijo una vez: "Padre, las Escrituras han sido siempre para ti un amparo; te han proporcionado siempre alivio en los dolores. Haz, te lo pido, que te lean ahora algo de los profetas; tal vez tu espíritu exultará en el Señor". Le respondió el Santo: "Es bueno recurrir a los testimonios de las Escrituras, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado"» (2 Cel 105).

Esta búsqueda de Cristo, él la llevó lo más lejos posible. Puso sus pasos en los pasos del Verbo encarnado: «seguir las huellas de Cristo» fue una de sus expresiones preferidas. Pero Francisco ardía en el deseo de hacer todavía algo más. Hacer de su vida un reflejo de la vida de Cristo, una representación del «Misterio» del Cristo del Evangelio interpretado por los juglares «de Dios». Estudiar la Escritura, pensar de acuerdo con el Evangelio no le bastaba ya; quiere obrar según el Evangelio, interpretarlo en su vida y en la de sus hermanos para hacerlo revivir. Vivir el Evangelio, tal es su programa, y he ahí la razón por qué copia tan de cerca en los detalles de su vida los gestos del Evangelio. Su vida fue eso, una gran «Interpretación», la «Interpretación» cautivadora de Cristo.

Francisco revive en Greccio la Natividad de Cristo; en su cuaresma, en una isla del Adriático, comparte el ayuno del Señor; sus correrías apostólicas con sus hermanos evocan la vida pública de Jesús y de sus Apóstoles; y su Oficio de la Pasión, el drama de Pascua o «Paso» del Señor. Sobre el monte Alverna, celebra la Crucifixión; en su muerte, comulga con la Cena del Salvador; y en la Eucaristía, se une al Resucitado. En esta interpretación, Francisco no tarda apenas en estar él mismo «animado por el Espíritu del Señor», y en no ver ya, oír, amar y servir más que a Cristo en todo, por todas partes y siempre. En la Escritura y en la Eucaristía, en María y en el sacerdote, pero también en el pobre y en todos los hombres, e incluso en el corderillo y en el gusanillo, y, finalmente, en toda la creación. Viviendo del Espíritu de Cristo, se comportan como «hijo del Padre», como «hermano, esposa y madre de Cristo» (cf. Mt 12,50; 2CtaF 50); y porque Cristo se le ha convertido «todo en todos» (Col 3,11), el hermano Francisco, el «hermano menor», el más pequeño de todos los hermanos, se convierte en el «hermano universal» de todo el mundo, de todas las criaturas.

Al reproducir así de un modo tan vivo el «misterio» del Cristo del Evangelio, Francisco, el trovador por excelencia del Señor, se convirtió él mismo en otro Cristo. Ahí radica el secreto de su popularidad única y del atractivo ecuménico de que es objeto. El carisma de Francisco ha sido, en la Iglesia, el de dar un relieve sorprendente al Cristo siempre vivo del Evangelio: él lo representó y como lo encarnó para su tiempo en su persona. Al dar cuerpo, por medio de la letra del Evangelio, al Espíritu de Cristo, permitió a la Iglesia superar al mismo tiempo la herejía de aquellos que no tienen más que la letra en la boca, y el error de aquellos para quienes no existe más que el espíritu. Francisco fue en este campo el santo de la Encarnación.

La cuarta característica de la vida evangélica de Francisco es la libertad, esa libertad de los hijos de Dios que le viene de su fidelidad al Espíritu de Cristo. Nadie ha sabido como él guardar la letra, sea la del Evangelio o la de la Regla y el Testamento, sea la de la Ley divina o la de las leyes humanas, eclesiásticas o civiles, y, sin embargo, permanecer libre, porque esta letra estuvo siempre en él al servicio del Amor. El absoluto del Espíritu le impide hacer de la letra un absoluto, y siempre será consciente del carácter relativo de ésta. Es el santo de la Encarnación teniendo plenamente conciencia de la necesidad que el espíritu tiene de la letra, como el alma del cuerpo, para encarnarse y vivir. Pero, cuando el Espíritu, según las circunstancias, pone el acento sobre otra letra, el que vive del Espíritu se da cuenta de ello y se dispone con alegría y espontaneidad a la renovación o reforma que ese cambio le indica. Nada más sorprendente que el cuidado de Francisco, incluso después de haber compuesto su Regla evangélica y su Testamento, en exhortarse a sí mismo y en alentar constantemente a los hermanos a «convertirse» y a apuntar siempre hacia una perfección más alta; y esto, hasta el final de su vida. La Palabra de Dios, en efecto, no cesa de hacerse cada vez más apremiante, porque jamás el Amor es suficientemente amado y el espíritu exige siempre desarrollarse y vivir más aún. La perfección evangélica es una marcha continua hacia adelante, y la prueba del amor es amar hasta el extremo (Jn 13,1).

A este espíritu de «perfección» evangélica, a este amor a Cristo hasta el extremo, Francisco se esfuerza por darle cuerpo y hacerle alcanzar su talla verdadera. Las Palabras de la Escritura, sobre todo las del santo Evangelio, le han sido reveladas a él personalmente para eso. Pero Francisco sabe que ni el Evangelio todo entero, ni cada una de sus letras, obliga en conciencia bajo pena de pecado, como se sostenía corrientemente en su tiempo. A lo que se sabe llamado y obligado, él y toda su fraternidad, es a tender, bajo el impulso del Espíritu, a la «perfección» evangélica, caminando hasta el final tras las huellas de Cristo muerto en la cruz. Esto es lo que él llama «guardar espiritualmente» el Evangelio, la a Regla y el Testamento: «Tener el espíritu del Señor y su santa operación, orar continuamente al Señor con un corazón puro, y tener humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a los que nos persiguen y reprenden y acusan» (2 R 10,9); «Los hermanos... trabajen fiel y devotamente, de forma tal que... no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales» (2 R 5,1-2).

Poseer el espíritu del Señor y dejarle que nos trabaje y nos conduzca no puede llevarnos sino a seguir las huellas del Crucificado. Y Francisco recuerda a sus hermanos que su única gloria es llevar cada día la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Adm 5 y 6). El uso que hace de la Tau, como emblema y símbolo de su vida evangélica, muestra de manera típica que tal vida se sitúa por completo bajo el signo de la cruz.

Del Evangelio, aparte los textos sobre el espíritu y la letra, los que a Francisco le gusta destacar son aquellos que se refieren a la pobreza, humildad y obediencia, es decir, los que describen lo que él llama la «minoridad» y muestran cómo todos los hermanos, superiores o súbditos, deben comportarse como «menores» en relación a todos y considerar a todo el mundo como mayores y señores a quienes están sujetos (cf. Mt 20,25-28; Lc 22,24-27; Jn 13,15; 1 R 4,6; 5,9-12; 6,3; 7,1-2; 16,6; 2 R 10,1-3; las Adm 4, 14, 20, 24). Por fidelidad a estas palabras del Evangelio, que expresan tan bien el espíritu de Cristo, Francisco se negará a que los superiores de la fraternidad se llamen prelados, priores o abades, y escogerá para ellos los nombres de «ministros» o «servidores», minister et servus, al tiempo que dará a sus hermanos el nombre de «Hermanos Menores», que les recuerda su condición y vocación en la Iglesia y en el mundo. Para con todos, ellos son «hermanos menores», es decir, «hermanos pequeños», hijos menores que no han alcanzado su mayoría de edad, hijos bajo tutela a quienes su estado de minoridad les da la libertad de los hijos de Dios, que no tienen que «preocuparse ni del alimento ni del vestido».

Esta libertad de hijo de Dios, que hace a Francisco libre para escoger en la Escritura la letra que, vistas las circunstancias, expresa mejor el espíritu del Señor, le permite también, por fidelidad mayor al espíritu, hacer excepciones a la letra en favor de la caridad. Él mismo, en su amor fraterno universal, jamás se sentirá impedido por la letra de la Regla, que prohíbe el uso del dinero y es tan estricta en lo que se refiere a las cosas confiadas al uso de los hermanos, para satisfacer las necesidades de cualquier criatura que se encuentre necesitada. Da sus vestidos a un pordiosero, y rescata con dinero un cordero que iba a ser degollado, etc. Este amor personal al indigente, a costa incluso de la letra de las prescripciones de la Regla, brota en Francisco de su amor personal al Cristo del Evangelio, y culmina en esa misericordia evangélica «que perdona hasta setenta veces siete» (cf. CtaM). El protestante K. Beyschlag ve en este rasgo el secreto de la atracción ejercida por Francisco y su Orden:

«Por esto es precisamente por lo que la Orden de los hermanos menores adquirió en su tiempo una fuerza tan enorme de atracción. Por él y sólo en él es posible una apertura. Por eso Francisco se encuentra tan cerca de Jesús, y solamente ahí se entrevé por un instante el misterio de su personalidad. Aquí, por última y única vez, las exigencias de la imitación y las de la misericordia no se excluyen, sino que se completan mutuamente».

Para Beyschlag, la libertad de los hijos de Dios ha provocado esa «tensión anhelante» que marca la vida del Pobrecillo; las Reglas que éste compuso no son más que tentativas de codificar, en la línea del Sermón de la Montaña, los hechos y gestos espontáneos del Evangelio y hacer de esas acciones brotadas del corazón de Cristo la norma de vida de la fraternidad. Por eso, el espíritu evangélico de Francisco y de su Orden debe impregnar constantemente la letra muerta de la Regla y transcenderla para vivificarla.

Esta misma libertad de hijo de Dios le da además a Francisco una gran fe en la «inspiración divina» que guía por caminos diversos a cada uno de los miembros de su fraternidad tan unida. De ahí, el amplio margen de libertad evangélica que, en el interior del marco mismo de la obediencia, desea dejar a cada uno de sus hermanos. Tiene demasiada experiencia del Espíritu del Señor para no estar íntimamente convencido de que un solo y mismo Espíritu puede tomar formas diversas y variar el acento que Él pone sobre la letra, sea ésta la del Evangelio o la de la Regla. Esto, a sus ojos, vale tanto para los hermanos considerados individualmente como para toda la Orden, incluidas la Orden Franciscana Seglar y la Segunda Orden. Y jamás, a pesar de las insistencias y presiones de algunos de sus confidentes y más queridos discípulos, cederá a la tentación de imponer a la Orden, como Regla de vida obligatoria en conciencia, la Ley Evangélica, aunque la juzgue como la mejor y la recomiende en cualquier circunstancia a todos y a cada uno.

Francisco tenía un espíritu demasiado profundamente católico y evangélico para no respetar la tensión entre lo mínimo que obliga en conciencia bajo pena de pecado y lo máximo que es el ideal mismo de la perfección. Sabe que, si el dinamismo de esa tensión llega a desaparecer o simplemente a descender demasiado, está perdido el espíritu evangélico. La tensión degenera en conflicto, las dos tendencias tratan de eliminarse una a la otra en lugar de equilibrarse mutuamente, y la fraternidad se encuentra desgarrada, de un lado, por las infracciones contra la Regla y, de otro, por el culto idolátrico de la letra (recuérdense las disensiones entre la «Comunidad» y los «Espirituales»). No hay otra solución que la conversión o reforma evangélica: indagar, bajo el impulso del espíritu, la letra que conviene a la nueva situación y que, habida cuenta de las circunstancias que han cambiado, encarna del mejor modo posible el espíritu. En la medida en que el espíritu evangélico de libertad permanezca vigoroso en la Orden, la puesta al día, el «aggiornamento», es siempre posible, y la renovación de la letra por el espíritu permite a los hermanos desunidos en cuanto a la letra, volver a encontrarse en la unidad.

Muchas de las escisiones y separaciones no se habrían producido si ese espíritu de libertad evangélica hubiera mantenido siempre su vigor primero. Pero, desde los primeros años de la Orden, conoció un descenso que constituyó, se ha podido decir, «la crucifixión íntima de Francisco». Ojalá este desgarramiento del padre, en unión con la crucifixión de su Señor, pueda merecer a sus hijos una conciencia más viva de sus divisiones, que haga intolerable la separación. El más bello testimonio que se puede tributar al «santo ecuménico» es, para sus hijos, la unidad.

Guido Reni: San Francisco en oración

LA VIDA EVANGÉLICA HOY

Vivir el Evangelio según el espíritu de san Francisco exige en la hora actual un sentido agudo del espíritu del Cristo del Evangelio. La «metamorfosis del siglo XX» ha sido un cambio tan grande del hombre y de la sociedad, que vivir al estilo de... quienes vivieron el Evangelio en el siglo I o incluso en el siglo XIII, no sería en nuestros días, en el ámbito occidental, más que folklore. La fidelidad misma al Evangelio y al Pobrecillo exige una manera nueva de vivir, que responda al ideal evangélico y corresponda a las condiciones de la vida moderna. Hay un riesgo en ello, el de traicionar el Evangelio. Esta es la razón por la que el trabajo de adaptación requiere de todos un sentido del espíritu de Cristo más agudo hoy que en otros tiempos.

Que semejante renovación de la vida evangélica sea posible y pueda cautivar a las generaciones actuales, nos lo prueba el atractivo y la influencia que ejerce otro movimiento evangélico, el de las fraternidades que tienen su origen en el P. de Foucauld. Pretender que el espíritu evangélico no necesita ninguna forma exterior, que puede prescindir de la letra y, sin embargo, vivirse en plenitud, nos parece contrario no sólo al espíritu de san Francisco, sino también al de la Iglesia católica y al espíritu de Cristo. Porque semejante opinión, según nuestra convicción profunda, va en contra de una ley primordial, la ley de la Encarnación.

El rasgo genial de Francisco, lo que constituye su superioridad, es haber sido fiel, hasta en los detalles de su vida, a esta ley de la encarnación. Su vida fue, lo hemos dicho, un «misterio» (especie de «auto sacramental») que prolonga en la vida diaria los «misterios» litúrgicos que se interpretan en la iglesia. Su vida pone en escena, en la existencia de todos los días, los hechos y los gestos del Evangelio. En todos sus actos, Francisco «interpreta» a Cristo, no a la manera como un actor interpreta el personaje de cuya personalidad se reviste y al que se supone que representa, sino como un discípulo enamorado «imita» («mima») espontáneamente, incluso sin darse cuenta. Su «interpretación» se caracteriza por: 1) el espíritu de oración del hijo que tiene, en Cristo, un amor personal e íntimo hacia el Padre; 2) la mentalidad de un verdadero «hermano menor», es decir, de un pobre, humilde y obediente, que está sometido a todos; 3) el espíritu católico, que es para él la norma misma de la vida evangélica; 4) el espíritu de libertad y de alegría de los hijos de Dios.

Estas cuatro características ofrecen al hombre de nuestro tiempo indicaciones preciosas sobre la manera de arreglárselas para «interpretar» de nuevo la interpretación evangélica de Francisco y representar, sin traicionarlo, el Evangelio según san Francisco, en un contexto moderno en el que ya no es posible «interpretarlo» a la letra como en el siglo XIII.

Las reflexiones siguientes no son más que sugerencias inspiradas en las características de la «interpretación» de Francisco, indicaciones incompletas y sujetas a revisión, que de ningún modo pretenden aportar soluciones prefabricadas, sino simplemente preparar el terreno.

«LECTIO DIVINA»

Si «La Regla y vida de los hermanos menores es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1), es evidente que la lectura personal y comunitaria del Evangelio y de la Sagrada Escritura ocupa, junto a la lectura litúrgica de la Biblia, un lugar primordial en la vida evangélica que los hermanos han profesado. Lectura hecha en voz alta y escuchada en silencio al principio de las comidas o en otros momentos apropiados. Lectura privada, con o sin comentario, que constituye la lectura espiritual fundamental e implica, por tanto, para cada uno de los hermanos, el derecho de tener para su uso una traducción moderna de la Biblia, derecho que es incluso más normal que el de tener para su uso personal un ejemplar de la Regla y de las Constituciones.

La lectura comunitaria de la Escritura debería tomar preferentemente la forma de intercambios sobre la manera de vivir en nuestro siglo el Evangelio. Esta puesta en común de las reflexiones y experiencias de cada uno se centrará, como es lo más natural, en los siguientes temas:

El Sermón de la Montaña (Mt 4-7), carta fundamental del Reino de Dios y de la vida evangélica. Francisco lo cita 26 veces en sus escritos, y el texto de Mt 7,12: «Cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos», en uno u otro contexto, aparece 5 veces.

El Discurso de misión a los Apóstoles (Mt 10,1-14), determinante en la vocación de Francisco (1 Cel 22; TC 25).

El Discurso sobre la Fraternidad en 1a Iglesia (Mt 18), que describe la actitud que las diversas comunidades de la Iglesia deben tener las unas para con las otras: el espíritu de infancia evangélica y la solicitud que requiere, la misericordia evangélica que llega hasta perdonar setenta veces siete, la corrección fraterna y la comunidad de oración: «Donde están dos a tres reunidos en mi nombre, allí, en medio de ellos, estoy yo» (Mt 18,19-20). Sabido es cuán grata fue al corazón de Francisco esta «vida en común», bien se tratase del trabajo, de la oración o de viajar por los caminos del mundo.

Los Hechos de los Apóstoles (2,42 y 4,32): «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones»; «En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo; lo poseían todo en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía». Palabras clásicas bajo cuyo lema se han realizado todas las reformas religiosas.

Otros temas se pueden proponer como, por ejemplo, el del lavatorio de los pies (Jn 13,1-17).

A esta lectura de la Escritura se añadirá la de los escritos de Francisco, en los que se expresan tan profundamente su pensamiento y su oración bíblicas y su vida evangélica.

LEGISLACIÓN FRANCISCANA

[N. del T.- El autor escribió estas líneas antes de que la mayoría de las familias franciscanas tuvieran sus Capítulos de renovación y adaptaran sus Constituciones. Ello no obstante, consideramos que sus palabras contienen directrices y consideraciones plenamente válidas hoy].

La Regla, las Constituciones y los demás textos legislativos de la Orden no son más que la explicación y aplicación más precisa a nuestra vida diaria del santo Evangelio, a fin de permitirnos reproducir mejor la vida de Cristo y de sus Apóstoles y discípulos. La Iglesia siempre lo ha entendido así. Ella ve en estos textos jurídicos unas normas para guiar el esfuerzo comunitario de perfección «evangélica», precisando al detalle cómo observar mejor los consejos evangélicos de la caridad. El peligro se encuentra en el hincapié que, a lo largo de los siglos, se acaba por hacer en la letra y que aplasta el verdadero sentido de la ley.

Para ser fiel al espíritu de esas leves que gobiernan nuestra vida de cada día, es necesario revisar toda esa legislación franciscana desde su inspiración evangélica. Este retorno a las fuentes, que tiene por objeto redescubrir la estructura fundamental «evangélica» de la vida de los Hermanos Menores, permitirá revisarla, volverla exactamente al centro de nuestra existencia y ajustarla de manera concreta a nuestra vida diaria actual. Ello conducirá, sin duda, a eliminar buen número de detalles de otros tiempos, actualmente en desuso, mientras, por el contrario, se descubrirá en numerosas normas y usos, aparentemente sin importancia, un fondo «evangélico» auténtico que no se sospechaba en ellos. Bastará renovarlos y adaptarlos a nuestro tiempo para que recobren a los ojos de todos su valor evangélico. No se vacilará, por otro lado, en adoptar, aunque tengan que modificarse, ciertas formas nuevas que el espíritu evangélico ha creado en nuestro tiempo y que responden a la mentalidad y a las aspiraciones actuales: tales son, por ejemplo, la reconciliación fraterna antes de la puesta del sol o antes de la misa; la corrección fraterna antes de denunciar a un hermano; el capítulo de culpas renovado en la línea de la revisión de vida, en cuanto ésta tiene de transferible a la vida religiosa; la «oración continua» mediante la distribución de las «horas» de la Oración de la Iglesia a lo largo del día... y de la noche; las oraciones jaculatorias, conocidas desde antiguo; las obras de caridad: «cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos...» (Mt 25,40); etc.

Este retorno a las fuentes de la legislación franciscana estará guiado por la preocupación de una mayor fidelidad a la forma propia de los franciscanos de vivir el Evangelio, tal como la Iglesia la aprobó y continúa exigiéndola de la Orden. Esta forma propia, que no «exclusiva», como si los demás no tuvieran derecho a ella, consiste en la forma que la unión a la Persona de Cristo pobre y crucificado da al espíritu de oración, tanto litúrgica como privada. Consiste igualmente en la forma que da al espíritu de pobreza, de humildad y de obediencia evangélicas la «minoridad», que hace de todos los hermanos, en relación a todos los miembros de la Iglesia y de la familia humana, los «menores». Entonces, y sólo entonces, podrán realizar en el mundo actual la palabra del Evangelio: «Anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4,18), porque los pobres serán sus dueños y señores.

Basta que la revisión de la legislación franciscana se haga con este espíritu para que la redacción y la observancia de estos textos queden profundamente impregnadas de una caridad evangélica verdaderamente «fraterna», exenta de paternalismo o de maternalismo. Aun cuando las decisiones se tomen en la cumbre, no vendrán, sin embargo, de arriba: tendrán su origen en la puesta en común y en el examen de los problemas por todos los hermanos. Y la legislación se aplicará con el espíritu del «evangélico» Francisco, es decir, con la amplitud de espíritu y la bondad misericordiosa del Seráfico Padre, teniendo en cuenta la vocación de cada uno y la situación concreta de cada comunidad. Eso supone textos legislativos suficientemente entreabiertos al Espíritu, para que los hermanos y sus ministros puedan, en servicio de la caridad, ir más allá de la letra; una legislación caracterizada, por consiguiente, por una sobriedad y una simplicidad completamente evangélicas que confíe en el Espíritu de Cristo difundido en todos. Se evitará, pues, promulgar más leyes, estatutos y normas que las que exija el espíritu de caridad o ese mismo espíritu haga deseables. En una palabra, toda ley, reglamento, cuadro o institución estará al servicio del Ágape, de la vida de caridad del individuo y de la comunidad para con Dios y para con el prójimo, la gente del mundo, los hermanos y, singularmente, los pobres.

LAS FRATERNIDADES, CÉLULAS DE VIDA EVANGÉLICA EN EL MUNDO

Si tenemos fe en la renovación evangélica de la Iglesia -la propia Iglesia sí cree en ella, como lo atestigua el Concilio, y nosotros no seríamos los hijos del hombre plenamente «apostólico» y «católico» que era Francisco si no creyéramos en ella-, nuestro espíritu «evangélico» acabará por traducirse en nuevas formas concretas adaptadas a la situación presente. Pero si, en lugar de ver en esa renovación, expresamente querida por la Iglesia, un ahondamiento, un enriquecimiento y una reforma fecunda, no miramos ese esfuerzo de adaptación más que como una solución de comodidad y una debilitación del ideal evangélico, sabríamos entonces de qué espíritu somos, porque en eso se juzgan los espíritus. Aquí tenemos un «discernimiento de espíritus» de una importancia capital para el porvenir inmediato de la Orden, y nos bastará remitirnos al célebre pasaje de la Carta a los Corintios (1 Cor 13,4-7), para saber dónde se encuentra la Orden: «El amor es paciente, es afable; el amor no tiene envidia, no se jacta ni se engríe, no es grosero ni busca lo suyo, no se exaspera ni lleva cuentas del mal, no simpatiza con la injusticia, simpatiza con la verdad. Disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre»; o bien a la Carta a los Gálatas: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí. Contra esto no hay ley que valga. Los que son del Mesías han crucificado sus bajos instintos con sus pasiones y deseos» (Gál 5,22-24).

Un punto servirá de criterio o de piedra de toque para nuestra voluntad de renovación evangélica: la creación entre nosotros de comunidades que sean verdaderas «células» de vida evangélica en el mundo.

Una renovación o una reforma evangélica es de ordinario, como prueba la historia de la Iglesia, obra de un individuo de un celo puro y ardiente, a cuyo alrededor se agrupan algunas personas generosas y totalmente consagradas al Señor. Encendido este hogar, la llama sube viva y clara y el fuego se extiende a través del mundo. Las órdenes religiosas fueron esos hogares. Francisco es considerado por toda la cristiandad como el renovador y el reformador evangélico por excelencia, y todas las renovaciones y reformas de su Orden se han producido de la misma manera: a partir de un pequeño grupo que encuentra finalmente apoyo en la Iglesia y en la Orden. Hoy vemos esto mismo fuera de la Orden, por ejemplo, en las Fraternidades del P. de Foucauld, la comunidad de Prado, los grupos del P. Gauthier o la fundación de Taizé. ¿Será la Orden franciscana, por primera vez, infiel a esto que fue una ley constante de su historia?

Con todo, desde diversas instancias, se invita insistentemente a los religiosos a constituir nuevos centros de vida «evangélica» que encarnen de manera moderna el espíritu del Evangelio, dándole una forma o una «letra» que corresponda a la situación y a las condiciones de vida actuales. La Iglesia cuenta para eso con las órdenes y los institutos ya existentes: pueden y deben hacerlo. Pero hasta el presente, la respuesta todavía apenas se acerca a la medida de la llamada de la Iglesia y del mundo, y habría que preguntarse si el Espíritu de Dios no realizará todo eso, como dice K. Rahner, al margen de ellos y de una manera completamente diferente. Hombres como R. Voillaume, el abate Pierre, W. Dirks, W. Nigg y otros abogan porque haya religiosos que, en pequeños grupos, compartan la vida de los pobres, su rudo trabajo y su incertidumbre del mañana -todo esto en un gran amor de Cristo- y que así se hagan realmente de los suyos.

El P. Régamey escribe: «Sólo los religiosos individuales y los pequeños grupos, las pequeñas comunidades pueden dar el testimonio de la pobreza evangélica entre los más pobres de una manera que pueda ser comprendida inmediatamente por ellos. Esta es una de las razones por las que esos religiosos "paracaidistas" deben multiplicarse» (La Pauvreté, París 1963, pp. 235-236).

Si hay un ambiente en el que tal llamamiento puede encontrar eco en las almas, ése es ciertamente, nos parece, la Orden franciscana. Esta manera más literal de vivir el Evangelio se encuentra demasiado evidentemente en la línea misma de la tradición franciscana para que pueda haber alguien entre los Hermanos Menores que la ponga en duda: aun cuando haya algunos que no crean tal vez en la posibilidad de semejantes centros más que dentro de un cuadro de vida más humanista o más de «clases medias», todos, en definitiva, creen en ella. El juicio de una experiencia de esta clase no se hace solamente sobre los planos o en las conversaciones, the proof of the pudding is in the eating, sólo poniéndola en práctica se la puede juzgar. La primera condición es un equipo cuidadosamente escogido y preparado, abierto a la vez a los superiores y al mundo, y de gran envergadura. Tarea difícil, en verdad, pero a propósito de ella no será inútil recordar el pasaje en que W. Dirks, en su libro La respuesta de los frailes (San Sebastián, Ed. Dinor, 1957), pone en guardia a los hijos de san Francisco y muy particularmente a los capuchinos contra el enemigo más sutil y peligroso de la valentía franciscana: «su celda, bastante humilde, pero relativamente confortable»:

«Cometido número uno del franciscanismo contemporáneo: superar el miedo a los percances de la vida moderna arrostrando valientemente la inseguridad. Sin duda, el deseo de estar asegurado contra toda eventualidad constituye un deseo muy legítimo en cualesquiera personas..., el pánico a los avatares de la presente vida es posiblemente la mayor pesadilla del hombre contemporáneo. Lo impulsa con fuerza a una búsqueda angustiosa de la seguridad a todo trance y a cualquier precio. Es una fiebre por lo menos tan peligrosa para el corazón humano como aquella otra de enriquecerse a toda costa, que descubrió antaño san Francisco... El Fundador del franciscanismo determinó entonces atajar esa fiebre, directamente con la medicina de la pobreza voluntaria, e indirectamente por medio del amor a la inseguridad voluntaria... La grandeza de alma de S. Francisco y su filial confianza en la Providencia de Dios podrían muy bien en la actualidad ser imitadas con fruto por todos sus hijos. Pero éstos tropiezan ciertamente con un impedimento grande: su celda, bastante humilde, pero relativamente confortable... En estos años calamitosos... de un histérico frenesí por guarecerse en cualquier rinconcito seguro..., el verdadero espíritu franciscano corre peligro de desvirtuarse en un fraile que tiene cubiertas todas sus necesidades, para toda la vida, en una celda, en un convento, en una Orden. Caso que los frailes menores tengan el valor de renunciar a esta relativa seguridad de que disfrutan al presente, sonará de nuevo para ellos la hora de realizar grandes cosas... Abrigo el gran temor de que sus Escuelas Apostólicas no sean muy a propósito para inculcar la valentía de la inseguridad; sobre todo, allí donde la formación primaria y secundaria se empalma con alguna de las carreras universitarias. La Orden debería desistir de esta forma de reclutamiento. ¿Por qué no ir a buscar sus vocaciones entre los jóvenes del pueblo, pertenezcan éstos a la clase asegurada o a la que no tiene seguridades?... Arrostrar los riesgos de la inseguridad con gran valor y decisión: he ahí la mejor misión del franciscanismo en la hora actual. Pero le toca en suerte un segundo cometido, muy hermoso por cierto: el de favorecer la causa de la paz irradiando en torno suyo su grata apacibilidad. Los hijos de S. Francisco, por lo mismo que no tienen morada fija, ni temen contratiempo alguno, antes, al contrario, rebosan alegría y paz interior, se hallan en mejores condiciones que los hijos de S. Benito para restablecer la paz vulnerada y apagar las llamas de la discordia... Dar testimonio público de la profunda paz y de la radiante alegría que anidan en el pecho de los que supieron desprenderse de todos los bienes materiales de este mundo: ése es el mejor servicio social propio que los frailes menores pueden hoy prestar a Dios, a sí mismos, a los cristianos del siglo y a la Humanidad toda» (pp. 334-338).

Esta renuncia a la seguridad del mañana debe situarse, esto nos parece importante, en la perspectiva de una vida espiritual «oculta» y materialmente protegida, lo que constituye como su segundo plano y la preparación a la misma. Hablando de sus años de vida religiosa entre los capuchinos, escribe el abate Pierre (Le Message de l'Abbé Pierre, pp. 105-106):

«La vida increíble que llevo desde hace 15 años, una vida para volverse loco, una vida que le deja a uno completamente vacío -lo experimento todos los días-, si he perseverado en ella, si no me he desecado en ella (dado que casi no tengo tiempo o ganas de leer, que corro tras el tiempo que me falta, que es algo matador, que mi vida está llena de tantas locuras que me hacen correr de un extremo del mundo al otro), si he podido y todavía puedo llevar semejante vida, lo debo a los años pasados en el convento donde disponía de tantas horas para orar. Entre los Oficios del coro y salmodia, una hora de oración por la noche, otra hora por la tarde, teníamos en total unas siete horas de oración, día y noche, durante ocho años. En el tiempo restante, se meditaba, y todo en pobreza. Se oraba más que se estudiaba, pues las circunstancias no permitían hacer estudios brillantes. Lo reconozco francamente, yo sufrí mucho y soy del parecer que se habrían podido organizar mejor las cosas. Pero, por encima de todo, he comprendido que lo único necesario, lo esencial no faltaba, es decir, las horas de oración, durante las cuales se sufre, se piensa en nuestro Señor, se medita en Él, se recuerda una vez más lo que se ha encontrado en el Evangelio, lo que se ha anotado en los estudios. En esta oración, en este ejercicio de la paciencia, hay algo que se graba profundamente en nuestro interior».

Sobre estos cimientos del espíritu de oración, como se comprenderá, una experiencia audaz de la «minoridad» evangélica dentro de los ambientes proletarios y subproletarios más desfavorecidos está perfectamente justificada. Lo que no significa que ésa sea la única manera de vivir actualmente el Evangelio de una forma nueva. También otras son posibles y no merecen menos atención, como, por ejemplo, ponerse al servicio de la gente del mundo y de la colectividad mediante un trabajo humilde, en una condición inferior, como, por ejemplo, la de obrero, sirviente, mozo de sala en un hospital, lavaplatos en un hotel, basurero municipal, etc., etc.

¡Que el espíritu evangélico esté vivo, y él encontrará espontáneamente formas más adecuadas a las condiciones actuales, tanto para los hermanos considerados individualmente como para los pequeños equipos y para la comunidad misma!

[Selecciones de Franciscanismo, vol. VIII, núm. 23 (1979) 241-257]

 


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