DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


FRANCISCO DE ASÍS, UN HOMBRE PRESENTE EN NUESTRO TIEMPO

Por Bertrand Duclos, OFM

 

Ante las interpelaciones de hoy y de aquí, hay quienes prefieren remitirse al pasado, sin más, y repetirlo. Otros, por el contrario, fijan su mirada en el futuro. De donde, cabe preguntarse, de una parte: ¿Basta la repetición mecánica, o incluso la repetición «actualizada», del pasado? O, de otra: ¿En qué sentido el futuro impulsa nuestro presente? Y, en todo caso: ¿Puede san Francisco arrojar alguna luz sobre estos interrogantes?

Título original: François, un homme présent à notre temps, en Évangile Aujourd’hui n. 80 (1973) 53-64.

Hay personas que viven en el pasado. Todas sus referencias se sitúan en un tiempo que ya no existe y que añoran con nostalgia. Para ellas, el pasado es mejor que el presente. El futuro no puede ser más que la repetición de ese pasado al cual se aferran desesperadamente, como si esta actitud pudiera exorcizar la incógnita de lo que va a venir. Su memoria está paralizada en un pasado cerrado sobre sí mismo. Y lo que recuerda se convierte en reliquia: una momia cuidadosamente envuelta en sus bandas.

Si se habla de Dios, es como si se hablara de aquel que creó «al principio», de aquel que es inmutable, impasible, que se halla por encima de la confusa barahúnda de los hombres. Si se habla a Dios, se hace en una liturgia cuya extrañeza sustituye a la vida y cuyas reglas están rigurosamente codificadas; o bien en una oración que asimila contemplación y repetición. Si se habla de los santos, se hace como si se tratara de seres desencarnados, desgajados de la historia de su tiempo, como si tuvieran explicación «en sí mismos». Modelos de «espiritualidad» pura, de quienes no se puede saber a qué época histórica pertenecen, si no es por su vestido o su lenguaje.

De esta manera, Francisco quedaría reducido a ser ese hombre vestido como visten cada vez menos los franciscanos, estereotipado en un cliché de santidad que sirve para todo, condimentado con poesía y con un grano de fantasía, muy aséptica, sin embargo. Que haya vivido en la Edad Media, en una época agitada, que haya sido un fermento activo en este hervidero social, político y religioso, que haya trastocado algunas de las ideas recibidas y cuestionado un orden que parecía «eterno», todo eso apenas si aparece. En una palabra, se hace de él un hombre del pasado muerto pues, en definitiva, no se tiene demasiada preocupación por comprender que necesitamos hacer hoy lo que él hizo, no por simple imitación, sino porque él nos convence de que es posible hacer en nuestros días lo que él hizo en su tiempo.

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El beso al leprosoFrancisco fue plenamente hijo de su tiempo. Es decir, él comprendió que su presente debía hacer dar al pasado todo su fruto. Y que esto exigía inventiva, creación, imaginación. La «fidelidad al pasado» llega a ser mortal cuanto se limita a imitar, a reproducir lo que fue el pasado. Se convierte en algo vivificante, cuando da a este pasado la posibilidad de desarrollarse en el momento presente en función del futuro que hay que hacer surgir.

Francisco comprendió muy bien que en definitiva la creación no se situaba en el pasado, como un hecho cerrado sobre sí mismo y definitivo, sino que se sitúa al término de la aventura de los hombres, delante de ellos, hoy como ayer. El Génesis es siempre actual, fruto de la imaginación creadora de los hombres, de la visión poética en su sentido más revolucionario. En su «Cántico de las Criaturas», Francisco no es un «poeta de la naturaleza», sino un subversivo que anuncia unas relaciones nuevas en oposición a lo que se vive. Él bebe en la fuente de esas otras palabras creadoras del mundo nuevo: las Bienaventuranzas.

Esta es la primera lección que recibimos de Francisco: somos portadores del futuro de nuestro pasado.

Pero, y esta es una segunda lección que encontramos en la vida del Pobrecillo, sólo estando presente en el propio tiempo se puede ser portador del futuro de su pasado. Francisco no atravesó su época como un extraño. Fue solamente extraño a la mundanidad de su tiempo, que es otra cosa muy distinta. Y esto precisamente es lo que le permitió ser ese peregrino, ese hombre en marcha hacia el porvenir, ese hombre abierto a las posibilidades nuevas de un cambio de la vida. No contempló su tiempo con ojos muertos. Su fe le advertía que debía haber allí «algo nuevo bajo el sol». Algo nuevo desde ahora, enseguida, al instante. En su misma época. En el mismo movimiento de su época.

Sabemos que todo el sur de Europa era entonces un crisol, como un cráter en erupción. Se entrecruzaban múltiples corrientes, surgidas de las agitaciones políticas, sociales y religiosas. Exactamente lo mismo que en tiempo de Cristo se entrecruzaban las tendencias del judaísmo relacionadas con el acontecimiento histórico de la ocupación romana y con la esperanza de la liberación de Israel. Francisco vivió su tiempo y no solamente en su tiempo; es decir, se vio afectado por la mutación de su época y, en lugar de crisparse, en vez de permanecer mirando desde la orilla y sin tomar partido, descendió a la corriente. No podemos comprender la vida de Francisco si la desgajamos de su época, al igual que no podemos comprender nuestra época si la rechazamos.

El tiempo de Francisco es una de las épocas más llenas de vida del Occidente constituido en cristiandad. Esta se vio sacudida por transformaciones profundas que encausan un orden que hasta entonces tenía todas las apariencias de una estabilidad definitiva; de tal manera parecía que sus raíces se sumergían en el orden divino, en lo sagrado. La Iglesia y el feudalismo formaban una unidad. Y he aquí que a través de las evoluciones económicas, del desarrollo de las ciudades, de la constitución de una clase de comerciantes que aspiran al poder, se estremece el edificio feudal. La imagen clásica de esta sociedad, el poder «espiritual» que confía a los señores la espada del poder temporal, se deshace lentamente bajo los golpes de las aspiraciones a una mayor autonomía y a una libertad mayor. Los municipios y las corporaciones se bosquejan según un modelo de asociación que echa por tierra los vasallajes tradicionales a los señores. La fortaleza de Asís, la Rocca, tomada por asalto, es una ilustración clara de las exigencias activas de una sociedad nueva que quiere ponerse en su sitio para reemplazar a la antigua.

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La Iglesia, tan vinculada a este orden que ella ha dado a luz, se siente amenazada por esta oleada. No comprende lo que pasa y que, sin embargo, le concierne en primer lugar. Sólo ve en ello la desacralización de un orden que ella ha bendecido, un atentado contra el predominio de los clérigos, quienes aseguran la influencia y el poder de ella en la sociedad temporal. Toda la escalada de las aspiraciones a la responsabilidad, a tomar las riendas de su propio destino por parte de los laicos, todo el empuje popular de los municipios; todo eso le parece una maniobra subversiva contra su orden y su poder. No reconoce en estos movimientos las consecuencias de lo que ella ha anunciado de la Palabra de Dios, pues ella se ha extraviado al vincularse peligrosamente con el feudalismo. Está cegada por sus intereses mundanos.

La Iglesia es puesta en tela de juicio por la transformación de las estructuras económicas y políticas, y lo es, al mismo tiempo, por el hervidero evangélico que se manifiesta entonces. De hecho, la Palabra no era liberada ya en el marco «oficial», sino allá donde hombres, en nombre del Evangelio, anunciaban la Buena Nueva a las gentes que la buscaban porque no la encontraban ya donde hubiera debido ser proclamada. El Pueblo de Dios se había desplazado fuera de los envejecidos muros de la Institución. Una muchedumbre de hombres y de mujeres encontraban lo que buscaban en las exhortaciones de los predicadores que, por otra parte, criticaban la riqueza de la Iglesia, su colusión con los señores feudales, los desórdenes de los clérigos «que vivían según el mundo», la despreocupación e incluso la hostilidad de la sociedad clerical frente a las transformaciones sociales y políticas.

Los Pobres de Lyon de Pedro Valdo, los Pobres Lombardos, los Humillados, los Pobres católicos, en cierto sentido también los Cátaros, y tantos otros grupos, entre los muchos del mismo género, eran los que encontraban el oído y el corazón del Pueblo de Dios. Ciertamente, con los excesos provocados por la cólera, la indignación y la pasión. Pero, con todo, ponían el dedo en las llagas gangrenosas de la Iglesia: omnipotencia de los clérigos, riqueza de la institución, mutismo evangélico, solidaridad con el feudalismo político. Y, a la inversa, revalorizaban a los laicos, la pobreza, la proclamación de la Buena Nueva «sin glosa» a los pequeños, a los pobres, a los «minores».

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En este mundo concreto nace Francisco, en él crece y en él toma partido a través de acontecimientos que le fuerzan a manifestar la opción que él asume para su vida. Conserva del pasado lo que permanece vivo y que se encuentra aprisionado en estructuras muertas. Y solidario con el pueblo de su tiempo, se sitúa fuera de lo que no le parece ya apto para dar testimonio del Viviente Resucitado. La Iglesia viva es la que está naciendo desde los escombros del feudalismo. Es la que está tomando un rostro nuevo con los pobres que vuelven a encontrar la confianza en el Evangelio. Es ese vino nuevo que exige odres nuevos. Pero si Francisco percibe todo esto es porque ha reencontrado el significado de la Bienaventuranza de los pobres. Y porque lo ha encontrado encarnado en este pueblo sencillo, que ya está «harto» de pechar y de estar sujeto a prestación personal a voluntad, que está harto de esperar para ser feliz, de estar muerto y que quisiera ver cambiadas sus condiciones de vida desde ahora. Escogiendo la vida según la Altísima Pobreza, Francisco da a la primera Bienaventuranza toda su densidad humana y humanizante.

Pero no nos engañemos. Eso es una protesta contra una Iglesia rica, es solidarizarse con los pobres que acusan a esa Iglesia de ser mundana. Y es, al mismo tiempo, hacer un acto político. En un tiempo en que la Iglesia y el feudalismo tienen en nada a la masa de la «gente ruda» o, en la mejor de las hipótesis, la consideran como una ocasión de ejercitar la misericordia, situarse voluntaria y ostensiblemente del lado de los pobres es hacer una opción política. Es afirmar que este orden sólo puede salvarse convirtiéndose, abandonando sus privilegios, su poder, su condescendencia. Es afirmar que la salvación viene de los pobres y no de otra parte. Pues la Buena Nueva ha sido confiada a ellos, a ellos solos que pueden escucharla, pues la esperan. «Salvarse» es unirse a esos pobres en movimiento, es participar de su esperanza, de su lucha que da consistencia real y concreta a esta esperanza. Como el Siervo Paciente, los pobres «llevan» el peso del pecado del mundo. Y sólo ellos pueden «quitarlo».

Hombre de su tiempo, Francisco conoce desde dentro a ese mundo que se agita. A los pobres, sí... Pero también a los que están dispuestos a tomar el poder, pues el dinero aumenta su voluntad de poder. A sus ojos, la riqueza de todos los derechos. El derecho de hundir el feudalismo y el de ocupar su puesto. El padre de Francisco, el mercader que sueña con llegar a ser notable, recibirá en pleno rostro el rechazo de su hijo. Francisco, inteligencia despejada, inteligencia política, supo distinguir perfectamente el movimiento histórico que iba a causar una liberación de la penosa condición del pueblo sometido al feudalismo y, en lo más profundo de ese movimiento, la corrupción del poder, presente de nuevo. Esta vez, del poder por el dinero.

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Francisco pacificador en Siena Solidario con los «Minores» en su parte más despreciada y doliente, impugna desde su nacimiento la nueva clase política, fundada en el dinero. Se pensará sin duda que manipulamos la vida de San Francisco, proyectando sobre su aventura una reflexión política contemporánea. No lo creemos así. ¿Qué veía Francisco cuando miraba a Cristo pobre? ¿No lo hacía acaso su contemporáneo? ¿No reconocía sus rasgos en el rostro de los pobres de su tiempo, encontrándole en los leprosos bien concretos, en el pueblo sencillo aplastado por el desprecio o el paternalismo, por las condiciones humillantes y dolorosas a que se veía sometido? La reacción de Francisco era tanto más evangélica por cuanto comprendía el cambio que veía desarrollarse ante sus ojos. Más aún, el cambio en el cual tomaba parte.

¿Por qué, entonces, con el pretexto de ser «evangélicos» hoy en día, deberíamos eclipsar este aspecto profundamente humano del compromiso del Pobrecillo? ¿No habría captado él las posibilidades de humanización que ofrecía a los pobres la transformación de la sociedad? En comunión con el Cristo de las Bienaventuranzas, en su comunión con los pobres, no adoraba a un Cristo del pasado, sino a un Cristo siempre presente en la historia. Y nosotros decimos simplemente que no podemos comprender esto si no es uniéndonos en nuestros días, como él lo hizo en su tiempo, al mundo de los pobres, de los explotados, de los marginados, de los desaventajados de cualquier tipo. «¡Todos somos palestinos!». Tercera lección que nos da la vida de Francisco: él se atreve a abandonar un mundo que, sin embargo, le ofrecía facilidades, confort, notabilidad, dinero. Se atreve a asumir las instancias de los movimientos evangélicos, aunque sospechosos de herejía, incluso condenados explícitamente. Se atreve a creer también que la Iglesia, Pueblo de Dios, puede reformarse. Se atreve a afirmar que el Evangelio es capaz de hacer nacer un mundo nuevo, fraterno, en paz en la comunión de bienes y de corazones. Y se atreve, por último, a pensar que los hombres, hijos de Dios, son capaces de abrir su corazón al Amor. Tiene la audacia de la fe simple -que no es la fe del carbonero- que puede trasladar las montañas de los prejuicios, del egoísmo personal y colectivo, de la voluntad de poder.

Atreviéndose a creer en la verdad de la Resurrección y proclamándola, no ve aquello que no podría osar el creyente. Dicho de otro modo, y es en verdad una clave para llegar hasta lo más profundo de la conciencia de Francisco, él no cree en ninguna fatalidad «natural» (dejar hacer, dejar pensar, no hay nada que hacer...). Cree que el hombre es de momento cruel, inhumano, pero que su destino es convertirse en verdaderamente humano, saliendo de su crueldad, de su violencia, de su voluntad de dominio. Cree posible la fraternidad universal. No como sueño, sino como una esperanza sólida, como una promesa del Señor a la cual estamos llamados a darle cuerpo, tanto mediante la conversión personal como mediante el cambio de las estructuras que favorecen y provocan en gran parte esta inhumanidad. No hay Cántico de las Criaturas posible en el feudalismo opresor de los pobres. Francisco no era un dulce soñador, al igual que Cristo no era un alienado del más allá, sino que era un ser lleno de vida que interpelaba a los hombres para convertirse en fraternos en todas sus dimensiones.

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Si acogemos así el mensaje de Francisco, si reanudamos con él el único camino del Evangelio que él nos ha ayudado a reencontrar, hénos aquí comprometidos en una andadura que lentamente va a hacer de nosotros unos contemporáneos de Cristo y, a la vez, de Cristo, un contemporáneo nuestro. No se trata, está bien claro, de repetir más o menos sentimentalmente, ni folklóricamente, lo que Francisco hizo, sino de hallar, como él supo hacerlo en su tiempo y para su tiempo, la expresión exacta de la presencia de Cristo y de su salvación para nuestra época.

Si hablamos todavía del Pobrecillo, si muchísimos hombres, cristianos o no, sienten que el testimonio de este hombre de la Edad Media les concierne, si existe una verdadera corriente franciscana de contornos fluidos e imprevisibles, es porque Francisco es un signo vivo que rebasa su época y que tiene valor de incitación. Su tiempo no es la Edad Media, sino un tiempo significativo para todos los que esperan ver al hombre hacerse humano, abandonar su cara de lobo de Gubbio, para convertirse en fraternal. Francisco nos muestra a Aquel que viene a través de la historia. Por ello precisamente, lo más importante no es Francisco, sino esta tierra nueva en la cual creyó y por cuyo advenimiento trabajó. No seamos como el tonto que cuando se le señala la luna mira el dedo. Francisco nos indica el Reino, un Reino expuesto a los riesgos de la historia, un Reino que hay que construir a través de las mediaciones que conocemos hoy mejor que en su tiempo. Un Reino que hay que crear, que hay que hacer emerger de la humanidad, en cuyo corazón ha sido depositado. Francisco no fue un hombre del pasado, y reconocerlo equivale a no replegarnos nosotros sobre el pasado, sino a vivir el presente para lograr convertir la creación en Reino.

Nuestro corazón se quema siempre en el mismo fuego en que se abrasó Francisco. Pero con el correr de los siglos, descubrimos que este fuego ilumina un mundo cada vez más vasto. Ya no es un retazo de la Galilea de los Gentiles, ni tampoco la Umbría, como tampoco el mundo feudal del Occidente cristiano. Es el mundo, el vasto mundo que se agranda siempre más, hasta las estrellas. Las llamas de este fuego arrojan su luz sobre el universo, iluminando la red de desgracias, miserias, guerras, hambre y odio que enzarza a los hombres. Y este fuego ilumina también nuestros corazones para que estén a la altura de los problemas actuales, para que se conviertan en operarios de la justicia y de la paz, a través de las mediaciones sociales, económicas y políticas cuya importancia conocemos. Vista desde el lado humano, la salvación no está consumada, pues no es un acontecimiento del pasado, sino un acontecimiento que tiene que nacer. Que hay que hacer que nazca en el Amor.

De la misma manera que Francisco no fue un hombre del pasado, porque en definitiva él sabía que el tiempo en que vivía era amado por Dios y porque comprendía también que este tiempo suspiraba por la venida del Reino, así también nosotros estamos llamados no tanto a mirar y juzgar nuestro tiempo cuanto a vivirlo participando en su aventura. No podemos comprender los «signos de los tiempos» si no nos hallamos entre quienes los realizan. Es sorprendente a este respecto que un hombre a quien nada destinaba a ello aparentemente, ni la situación que ocupaba ni su vida, protegida después de todo de los atropellos del mundo, haya podido proclamar que el Espíritu Santo nos avisaba a través de los acontecimientos eminentemente políticos de la descolonización, del poder obrero, de la liberación de la mujer, de la socialización y de la ola profunda que incita a las multitudes en favor de la paz. Sin duda el corazón de Juan XXIII -puesto que de él se trata-, este corazón tan franciscano por tantos aspectos, supo ver el mundo de carne y sangre, de lágrimas y de esperanzas, a través de las relaciones de la burocracia diplomática vaticana. Pero, ¿no es asombroso que lo que decía el buen papa Juan quedase en letra muerta para una mayoría de católicos? No nos tapemos los ojos. En su mayoría, los católicos, con la jerarquía a la cabeza, ciertamente actuaron más bien de freno a estos acontecimientos que señalaba el papa. En ello permanecen todavía muchos, por otra parte. ¿Cómo se pueden reconocer los llamamientos de Dios en lo que se combate?...

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Por supuesto, no se trata de canonizar todas las corrientes que trabajan en la transformación del mundo. Pero una cosa es entregarse a la crítica desde fuera y otra muy distinta comprender desde dentro los empujes humanos en los que se inserta el Espíritu. Espectador o actor, partidario de esperar los acontecimientos o testigo, conservador o creador, se nos conmina a escoger entre estas actitudes. Actor, testigo, creador, tal es el Cristo al cual nos lleva Francisco con su vida.

Nuestra época se halla en plena mutación: es tan trivial afirmarlo que muchos se contentan con constatarlo... y esperan que esto pase. Hay también quienes, acobardados por el cambio -y los poderes establecidos no dejan de agitar el espectro apocalíptico de una revolución-, se crispan en su viejo mundo, defendiendo sus intereses o lo que les presentan como valores. Manipulados, alocados, se hacen incapaces de discernir lo que les pasa. Todo lo que conseguirán, en fin de cuentas, será retrasar el advenimiento de estas realidades nuevas. Los pobres pagarán el precio de estas tardanzas.

Y además están los que, con los ojos abiertos y dirigidos al futuro, se sienten parte comprometida en lo que sucede. Piensan en primer lugar que, de todas formas, no se pierde nada con hacer nacer un mundo nuevo. Será siempre mejor que el antiguo. Estiman además que sólo quienes participan en este alumbramiento podrán aportar sus exigencias, su esperanza. Estos son los que interpretan la creación como una liberación. Una liberación del desorden establecido, como un movimiento que vuelve a poner en camino la historia paralizada, como una invención que se ríe de las «enseñanzas del pasado» que garantizan el inmovilismo. Comprometidos en la lucha con los hombres de buena voluntad, su acción ilumina su mirada. Perciben profundamente lo que se mueve, lo que tiene un sentido, y disciernen el alza de la humanización. Como en tiempos de Francisco, el mundo actual quiere salir del feudalismo de cualquier tipo, del dominio del dinero sobre los hombres, de las relaciones de dominio. De esta manera prolongamos lo que Francisco emprendió en su tiempo.

La clave de esta actitud es evidentemente nuestra solidaridad con los pobres. Los pobres reales y concretos, los que son tales y a quienes se hace tales. Francisco no se preguntó primero quiénes podían ser los pobres de los que habla el Evangelio. No se armó un «lío» entre la versión de Mateo y la de Lucas de la primera de las Bienaventuranzas. Abrió los ojos -¡El Señor le abrió los ojos... y él no los cerró!- y vio las multitudes de los campos y de los arrabales con una vida precaria, con una existencia amenazada por los caprichos guerreros del «jefecillo» del lugar, sin recursos fuera de lo estrictamente necesario para rehacer su fuerza para el trabajo, y quizás ni eso... Él veía a estos «villanos», vestidos con sus paños menores, con un sayal vasto que hacían durar a base de zurcidos y remiendos, con el capucho y una cuerda atada sobre los riñones para sujetarlo todo. Entonces, se viste como ellos, como los pobres (no como un franciscano del siglo XX). Y vincula su vida a la de ellos, llevando al extremo su condición y sus virtudes: humildad, paciencia, esperanza, capacidad de aguante, cortesía.

Ve en ellos a aquellos de quienes el Señor se hizo compañero hasta el final de los tiempos, llevando hasta la muerte su aplastamiento, y su esperanza hasta la resurrección. Francisco toma el Evangelio sin glosa y se une a los pobres reales y concretos, sin glosa. Y por ello, se encuentra al unísono con el movimiento colectivo que expresa su deseo de cambiar su condición. El testimonio del Pobrecillo no es ajeno a la situación político-económica que vive. Y Francisco vive dicha situación del lado de los pobres, lo que le abre los ojos sobre la opresión, la dureza, la injusticia que los aplasta. Con ello se une a todos los profetas de Israel que no cesan de clamar que cuando se ve aparecer al pobre en Israel, el Pueblo de Dios se encuentra en estado de pecado. Esos profetas que no cesan de gritar que deben cambiar las estructuras, pues tal como están horrorizan al Dios Justo. Sus gritos, sus vociferaciones, acusan a la clase política detentadora del poder: rey, príncipe, sacerdotes, notables, escribas, ricos.

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Francisco repara San Damián Este es el camino que nos indica Francisco y que es el de la encarnación de la Palabra para nuestro tiempo. El camino de la audacia misionera. Que sea difícil, es verdad. Pero no creemos que sea incierto. Ahora bien, nosotros incesantemente tergiversamos, comentamos, con las mejores justificaciones o las más delicadas distinciones. Al final, los pobres de quienes hablamos apenas tienen nada que ver con los que viven en la inseguridad, la explotación, la mediocridad de salarios, el desempleo, el olvido (los ancianos, los disminuidos físicamente). Y la inmensa multitud de los países subdesarrollados. Y todos los que ya no pueden soportar una civilización que los deshumaniza. Uno se pregunta si, por las cualidades que nosotros pedimos a los pobres para reconocerles como tales, existe alguno que corresponda a la primera de las Bienaventuranzas, manipulada de ese modo. Tendrían que ser humildes, sin personalidad, educados, felices con su suerte, sobre todo no reivindicativos, ¡pues entonces no serían «pobres de espíritu»!, y deberían esperar de sus amos el mejoramiento de su condición. Dicho de otra forma, haría falta que no osaran en modo alguno acusar el orden establecido. ¡Que tiendan las manos para pedir y para rezar!

¡Pero he aquí que los pobres han aprendido después a levantar el puño! No en señal de odio, sino como gesto de combate, como gesto de lucha, como gesto de una libertad creadora. Es esto lo que da miedo. Entonces, se busca refugio en un «amor» que finge ignorar que la peor violencia es la que está del lado del poder, pues es «legal». Entonces, no hay coraje para tomar parte en el asalto de la «Rocca», y de las bastillas contemporáneas. El movimiento histórico no entusiasma ya. Él continúa, sin embargo, relegando al pasado a los eternos ausentes de la historia. Aquí se aprecia todo el daño hecho por una cierta «espiritualidad» que ha reemplazado a la fe, una visión etérea, desencarnada, tanto de Cristo como de quienes supieron en su tiempo dar filo a la Palabra, los santos.

¿Sería posible remitirse a Francisco y permanecer fuera de las corrientes históricas que dan a luz un mundo diferente? ¿Sería posible comprender, alejados de la solidaridad con las masas pobres, la presencia de Francisco en su tiempo? ¿Sería posible hacerse naturalizar pobre al margen de esta solidaridad de lucha y de comunidad de destino con aquellos que son los únicos que pueden volver a poner en camino la historia? Y esto porque ellos piensan, oscura o claramente, que el hombre está llamado a ser hombre en la justicia y la amistad: por ello luchan contra lo que deshumaniza a los hombres, y en favor de lo que los hace humanos. Los que creen en el cielo al igual que los que no creen en él, unidos en la misma empresa, llevando en el puño la esperanza y el corazón abierto a lo imposible. El Imposible al cual prestamos nuestra fe, proclamando la verdad y la densidad histórica de la Resurrección.

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Francisco, hombre de su tiempo, de un tiempo de cristiandad, no podía emplear nuestro lenguaje actual. Pero, a menos que queramos repetir simplemente el pasado, nos es preciso prolongar las intuiciones del Pobrecillo. La opción que hizo por los pobres, la revalorización del laicado en una época en que dominaban los clérigos, la constitución de una nueva trama fraterna eclesial, cercana al pueblo sencillo y al tiempo accesible a todos -laicos, sacerdotes, ricos, pobres- desde el momento en que se convertían al solo Evangelio anunciado a los pobres; todo esto nos interpela de cara a nuestro propio tiempo. Bien sea «en el mundo», bien sea en la vida religiosa, y ambas cosas se armonizan, nos hace falta aprender esta lección.

Captar las búsquedas de los cristianos que se sienten molestos en una Iglesia demasiado recargada y demasiado burocrática, que voltejea entre el pasado y el temor al futuro, y, porque experimentamos nosotros mismos la espera activa de «otra cosa», constituir esas nuevas comunidades, a la medida humana, en las que se vive la fe en una coherencia buscada con el compromiso de la ciudad. Adelantarse para hacer surgir de nuevo un sólo y único Pueblo de Dios. Un Pueblo de sacerdotes y de profetas, y no ya un pueblo de clérigos y no clérigos.

Hemos constatado que en tiempo de Francisco el Pueblo de Dios se había «desplazado», había efectuado una especie de éxodo fuera de una Iglesia que no le daba ya a conocer a Jesucristo y su Buena Nueva. Este desplazamiento se manifestaba en las corrientes evangélicas, en la reposición al primer plano de la pobreza, en el nacimiento de fraternidades. Francisco supo «emigrar» y, a la vez, actuar de suerte que la Iglesia de Cristo no se quebrara. A costa de una «recuperación», parece ser. Lo admitiremos en definitiva sin amarguras ni desaliento. Pues, al fin y al cabo, si Francisco fue cuasi traicionado en vida, no fue por no haber sido bastante «radical», sino simplemente porque los «funcionarios» carecen siempre de aliento. El Cardenal Saliège decía que los cristianos eran diabéticos, porque transforman la sal evangélica en azúcar. La burocracia, por su parte, no sólo es diabética, es asmática.

Lo que importa es que la vida de Francisco y las fraternidades que él formaba eran como otros tantos gérmenes de un mundo diferente. Nosotros debemos prolongar esto, tal vez con más posibilidades de éxito que él, pues lo que él anunciaba por adelantado, ha arraigado. Basta abrir los ojos para comprender todo el valor de su vida, seguida por muchos, y para constatar la corriente franciscana: vida fraterna, vida pacífica, vida sencilla, vida pobre, vida comunitaria, vida alegre, vida festiva, vida-oración, vida-asombro. Testimonio tenaz de otra posibilidad de vivir feliz, testimonio áspero ante los poderosos, testimonio sólido de ternura, testimonio irónico ante los ídolos, testimonio de libertad ante los poderes sean cuales sean, testimonio de acción de gracias jubilosa. Testimonio de las fraternidades que son «contestatarias» por su misma existencia, por su vocación universal, por su rechazo de la fatalidad que querría que el hombre no pudiera ser fraterno, por su voluntad de ponerlo todo en común para que no exista ya nada «privado». Así es como vemos que se constituye una comunidad eclesial en la cual el compartir quiere ser el signo de la vida en comunión con el mundo, cuyo único Señor creemos que es Cristo.

Francisco se atrevió a rebelarse, no contra su tiempo, sino contra lo que impedía que dicho tiempo germinara en Reino. Tranquilamente, sin glosa, proclamó a todos el Evangelio: a los pobres, para su liberación, y a los ricos, para su desprendimiento salvador. ¿Qué puede impedirnos hacer otro tanto, si no es el hecho de que nuestra fe en Jesucristo no es bastante viva para que, ante la miseria, la guerra, la explotación, la soledad, nuestro corazón grite: «¡El Amor no es amado!», para que nuestras manos se pongan a la obra a fin de construir un mundo nuevo?

[Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 9 (1974) 318-327]

 


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