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DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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I. La teología monástica y el «contemptus mundi» La teología monástica se construyó en el interior de un mundo sacral, constituido por conjuntos culturales bien caracterizados: a través del simbolismo litúrgico las realidades cósmicas entran en juego, así como las realidades de la historia interpretadas alegóricamente. En uno y otro caso, sacralización o materia prima, naturaleza o historia, son transfiguradas gracias a un transfert mental en que no son atendidas las leyes autónomas de su densidad terrestre. El mundo en que vive el monje es un cosmos simbólico; el tejido bíblico sólo es para él lugar teológico en cuanto que es ocasión para una elevación mística exterior a la letra: la Escritura se convierte en «el secreto huerto del esposo conversando con la esposa». Y es muy comprensible. La primera intención de la teología monástica es traducir una experiencia de una realidad trascendente. Que esta experiencia, en la medida en que consiste en el contacto y en la unión con Dios, sea trascendente y exija, en consecuencia, para expresar lo inexpresable, recurrir a fórmulas hiperbólicas, paradójicas y contrastadas, es muy natural. Lo que nos interesa es el mismo carácter de experiencia y el valor que ella concede a las realidades de orden natural. En efecto, los monjes se pronuncian a menudo respecto a ellas en términos negativos. Está ahí un gran problema. Una historia metódica de la actitud de los monjes, y también de los llamados «espirituales», hacia las realidades terrestres y los valores profanos sería seguramente muy iluminadora, en el sentido que revelaría el verdadero pensamiento de estos autores y permitiría atribuir a quien correspondiese las responsabilidades sobre el divorcio entre Iglesia y mundo. Voy a señalar algunos puntos claves para explicar la postura que ha caracterizado a la teología monástica en su relación con las criaturas. ● En innumerables casos, al lado del sentido específicamente neotestamentario que subsiste, «mundo» tiene, en las frases que condenan el amor a él e insisten en su desprecio, sinónimos explícitos: la tierra, las cosas creadas, las cosas transitorias, las cosas terrestres, las cosas del mundo, la sustancia de este mundo, el siglo presente en la condición actual de la humanidad. Detalles: las riquezas, oro, dinero, tierras, casas, vestidos preciosos, alimentos refinados, etc.;[4] en una palabra: «lo que es apetecible a los sentidos». San Bernardo, de quien son tomados estos ejemplos, hasta altera alguna vez (y otros hacen como él) el sentido de las palabras de san Juan que él explota. Mientras «ser del mundo» (ex mundo esse), que opone a «venir del Padre» (ex Patre esse), significa en el apóstol superar las disposiciones propias del mundo entendido en sentido moral teológico, es decir, dejar de ser hombres perversos cerrados a la luz, en san Bernardo «ser del mundo» significa, en el seno de la misma oposición verbal, «pertenecer al orden de las realidades terrestres, profanas, no estar en el ámbito sacral propio de la Iglesia». Así, la oposición joánica, que es puramente moral y religiosa, se sustituye, bajo los mismos términos, por una oposición metafísica: el orden de las realidades naturales y el orden de las realidades sobrenaturales, o mejor -ya que esta distinción no se encuentra en san Bernardo-, el orden de las realidades materiales, terrestres, y el de las realidades espirituales, celestes. Se trata menos de una confusión, de un error de interpretación, que de una filosofía, de una antropología de tipo platónico -a la que se adhieren profundamente y que profesan en términos rigurosos-, íntimamente mezclada con una inspiración evangélica.[5] ● Por sorprendente e increíble que pueda parecer a muchos, durante siglos los teólogos han disertado sobre las realidades terrestres sin conocerlas realmente; lo han hecho como moralistas, sin entrar verdaderamente en el hecho de su esencia y de su sentido. A fortiori, los monjes, cuyo pensamiento y sensibilidad a menudo arraigado, más allá del suelo evangélico, en un subsuelo platónico o neoplatónico, se nutrieron del Vanitas vanitatum et omnia vanitas del Eclesiastés, y juzgaron como falsas las realidades de este mundo, solucionando en sentido negativo la cuestión de su valor, sin llegar a plantear el problema de un modo adecuado. Para determinar el sentido exacto de nociones como la «vanidad» de las criaturas o como el «desprecio del mundo», que se encuentran entre los monjes, el único método válido consiste no sólo en tener en cuenta su amor a Dios, su intenso deseo de unión con Él y todas las motivaciones sobrenaturales -lo que se acostumbra a hacer de ordinario exclusivamente-, sino también en destacar sus enunciados teóricos, es decir, filosófico-teológicos (más numerosos de lo que se cree) y sus juicios de valor, tanto particulares como generales, acerca de las realidades creadas, comenzando por la naturaleza del hombre y sus actividades: cuerpo, carne y alma, sexualidad, ciencia y cultura, otras actividades profanas, temporalidad, estructura y sentido del universo, situación del hombre en el seno del mundo, la misma condición del laico,[6] etc. ● Un nuevo paso. Hay un bonito pensamiento de san Bernardo «que no tiene nada que envidiar al de sus contemporáneos». Encuentra su fuente en Platón. Dom J.-M. Déchanet ha confirmado en este punto las intuiciones de algunos críticos que habían reconocido en san Bernardo uno de los principales platónicos del siglo XII.[7] Para limitarnos al aspecto que nos interesa, en los escritos de san Bernardo la «región de la dissimilitudo» designa simplemente la tierra, lugar de exilio, la condición terrestre, la vida sensible, animal, por oposición al cielo, verdadera patria del hombre, a la condición espiritual, a la vida angélica, independientemente de toda idea de pecado y de caída, aunque intervenga alguna vez. «No es la idea de falta, de desorden, de alejamiento de Dios, lo que le justifica la expresión dissimilitudo. Es simplemente el hecho de que, en la tierra, en el mundo material, el alma es un extraño, mientras que en el cielo, en el mundo de los espíritus y de Dios mismo, en donde está marcada por la similitudo, está en su patria».[8] ● La pura teoría agustiniana del uti opuesto al frui.[9] Dicha teoría, por ejemplo, excluye -como es sabido- todo amor auténtico hacia las realidades mundanas, si no está subordinado a Dios. Frui supone adherirse a una cosa por sí misma (propter seipsam); uti, al contrario, es referir (referre) el objeto que usamos al objeto que amamos. Únicamente Dios merece ser amado; sólo de él podemos frui. Y «referir a Dios las criaturas» es descuidar su ser propio y su significación autónoma, disolver su consistencia. Muchos enunciados de monjes deben ser tomados como expresión de una actitud; se trata de opciones y de actitudes existenciales muy arraigadas. Secundariamente son enunciados de carácter doctrinal o teórico que quieren situar cada aspecto, cada elemento, según lo que representan en verdad. Hay que decir, pues, que muchas obras monásticas no contienen sólo expresiones de actitudes, sino también justificaciones doctrinales, teorías sobre las actitudes adoptadas, que a menudo son negativas respecto a los valores humanos. Algunos de estos enunciados, propios de los monjes, son inseparables de un contexto de pensamiento, de una interpretación de la condición humana que excluye o reduce la posibilidad teórica de otros puntos de vista. La práctica está vinculada a una teoría más o menos explícita. Hay que insistir en este aspecto, importante para la historia de la teología y de la espiritualidad. Se olvida a veces que numerosos monjes han vivido y enseñado su perspectiva monástica no como una actitud particular en el interior de una concepción más amplia de la vida cristiana, sino como expresión misma del cristianismo, desgraciadamente imposible de extender en la práctica a todos los hombres. Han identificado así, en su pensamiento y en su acción, cristianismo y vida monástica, juzgando a los fieles en función de sus propios ideales, erigidos en normas universales. Estamos lejos de un estado de cosas en que los monjes, en su mayoría, tendrían que haber tenido conciencia de la singularidad de su punto de vista. Sobre todo cuando este punto de vista es tan concreto como el «desprecio del mundo» con su valoración negativa de realidades legítimas y buenas. II. El descubrimiento de la naturaleza De estas coyunturas humanas, la más visible y la más general es el interrogante que se formula sobre las formas y costumbres que los organismos de la Iglesia habían adoptado en el régimen feudal. En el ámbito de nuestro análisis, las instituciones que buscaban la perfección, el ordo monasticus, habían encontrado en el mismo éxito temporal de este régimen los límites de su eficacia espiritual. Lo mismo que las jerarquías episcopales, los monasterios habían arruinado sus formas administrativas, a la vez que su santidad, en la vida económica, social, política, organizada entre el señor y sus vasallos. Todavía en pleno siglo XI, el Císter reformador no consigue desfeudalizar ni las instituciones ni los espíritus. A medida que los centros vitales se desplazan, que los pueblos se constituyen económica y políticamente, que los comerciantes prosperan, se da una circulación permanente de vida en la que muchos hombres escapan a los vínculos feudales: la cultura se desarrolla fuera de las antiguas escuelas monásticas, se despiertan solidaridades fraternas, el gusto por la libertad aumenta, los medios de influencia de las abadías disminuyen, a la vez que prelados y abades se muestran más insensibles a los trastornos que tienen lugar ante sus propios ojos. En cambio, en estos contextos sociales el evangelismo apostólico encuentra sus animadores, sus solidaridades y sus iniciativas. No se pueden interpretar estos movimientos de alta calidad religiosa como episodios secundarios de una crisis de civilización; sería ignorar las verdaderas causas del movimiento apostólico bajo pretexto de subrayar sus condiciones: es el descubrimiento mismo del Evangelio que está a la base de la evolución de la cristiandad. Las condiciones citadas no son fenómenos sin importancia: entran en la contextura de esta nueva cristiandad, si es verdad que la gracia eleva a la naturaleza, vitalizando sus formas. La entrada en las corporaciones universitarias de los mismos hijos de Francisco, por ejemplo, es suficiente para ilustrar este hecho, no sólo de la historia de la civilización, sino de la historia de la gracia, si puede hablarse así. Es precisamente a causa de su verdad que la Iglesia se sitúa en el mundo. Estamos lejos del «desprecio del mundo» predicado por los monjes. Aquí aparece una coyuntura muy profunda de la ruptura histórica del siglo XII: afecta a la misma inteligencia que queda determinada por la sensibilidad más viva respecto a los valores de este mundo y de la naturaleza, respecto de la «armonía del cosmos», al lugar del hombre en este universo en el cual intenta ejercer su dominio por la conciencia de su razón de ser. La autonomía de las tareas humanas es considerada como condición de la perfección moral del hombre y de su valor religioso. Descubrimiento del mundo y de la naturaleza: no se trata sólo de un sentimiento de la naturaleza a partir de los artificios alegóricos de moda, de los poetas del tiempo, ni de la sola expresión plástica que los escultores esculpirán en las puertas o en los capiteles de las catedrales góticas. Es la toma de conciencia de que deben atender a una realidad exterior, inteligible, eficaz, cuyas leyes y fuerzas llevan a una continuidad respecto a la gracia, más que a un conflicto, como declaraba la teología monástica. Sería útil evocar aquí todo el clima en que tiene lugar este descubrimiento del mundo y de la naturaleza. Sería altamente revelador. Letrados, artistas y escultores proponen a la sensibilidad de sus contemporáneos nuevas y lozanas percepciones: toda la naturaleza, desde su flora y su fauna hasta las formas del cuerpo humano, hasta las conductas de la vida colectiva, son objeto de atención. ¿Cómo los teólogos entraron en esta delicada evolución? La más rudimentaria y significativa expresión de este descubrimiento fue la percepción del «universo» como un todo. La totalidad penetra de este modo cada una de sus partes: es un universo; Dios lo ha concebido como un viviente único, y su modelo único es un todo.[11] Un ejemplo de todo ello lo encontramos en Guillermo de Conches, de la escuela de Chartres: «est mundus ordinata collectio creaturarum».[12] Y a la vez que la filosofía se nutre de esa visión, la imaginación se desarrolla, y mientras el siglo precedente se complacía en el desprecio del mundo, plasmado en ciertas visiones apocalípticas propias de la iconografía románica, ahora se reproducen en las catedrales góticas las imágenes simples de la naturaleza, de su flora y de su fauna, de las estaciones del año, de la banalidad cotidiana. No por casualidad la catedral de Chartres tiene esculpidos en sus puertas los temas de la creación y del origen del hombre y en las escuelas de Chartres se elabora una «filosofía del mundo» que se desarrolla entre las siete artes. Las imágenes de Chartres son la garantía de la densidad religiosa de este descubrimiento de la creación y de la naturaleza. Cierto que será necesario denunciar el semirracionalismo moral de los de la escuela de la Porrée, las intemperancias laicas de los municipios emancipados, la avaricia de los grandes comerciantes: excesos, desórdenes, errores. Errores y excesos con que se paga la evolución de las instituciones cristianas; el despertar evangélico con su fervor creador es el que descubre y denuncia tales ambigüedades. El hombre descubre, en él y a su alrededor, por una toma de conciencia colectiva, los valores nuevos hasta entonces silenciosamente vividos. Se trata de una animación positiva condicionada por una sensibilidad de fe -añadamos: de esperanza y de amor- a las realidades de un mundo en transformación. Esta sensibilidad evangélica aparece ya en el siglo XII, y Francisco la subrayará en favor de un encuentro fecundo entre Iglesia y mundo. Como siempre, en un testimonio, puro y abrupto, tiene lugar este encuentro: no sólo en los aparatos de una cristiandad potente y comprometida en sus instituciones. El Evangelio es la levadura en la pasta; la levadura adquiere nuevo poder. La pobreza realiza la ruptura necesaria, ya que ella es a la vez que rechazo de las avaricias y orgullos del nuevo mundo la liberación de las seguridades temporales del antiguo régimen. Primer acto de la presencia del Espíritu: se expresa en un discernimiento agudo de las coyunturas humanas de una naturaleza cuyas propias estructuras determinan los caminos de la encarnación de la gracia. No sólo purificaciones morales, inspiradas en buenas voluntades reformadoras, sino proclamación de las verdades evangélicas en favor de la revalorización de la creación entera. No es sorprendente que podamos decir: en el ámbito de los juicios sobre el hombre y el mundo, existe una oposición entre la teología monástica, de una parte, y la naciente teología escolástica, más precisamente en el tomismo que seguiría, por otra. En ciertos puntos la oposición, hasta la contradicción, sólo son verbales y aparentes. En otros, en cambio, son reales e irreductibles. Pero estas oposiciones o contradicciones son de orden antropológico. La espiritualidad más extendida tiene sus fuentes en la Escritura, ciertamente, pero también en las corrientes filosófico-religiosas de los primeros siglos, que han constituido su subsuelo cultural: pitagóricos, platónicos, gnósticos, neoplatónicos, fundidos desde mucho tiempo en un sincretismo difuso conectado con el agustinismo. El mundo es constantemente desvalorizado en el seno de muchas oposiciones: cambiante-estable, transitorio-eterno, terrestre-celeste, carnal-espiritual, sensible-inteligible, visible-invisible, etc. El mundo siempre es contingente. En la teología nacida en el siglo XII, fruto de un descubrimiento matinal, el mundo y el universo no sólo se contemplan como contingentes; se considera también su consistencia propia. Una verdadera «quaestio disputata». III. San Francisco de Asís: entre el «contemptus mundi»
Pues bien, Francisco y sus pobres de Cristo, tan poco inclinados a la intelectualidad como fueron en general, renovaron el trabajo teológico hasta en las escuelas y universidades. Ellos se hicieron maestros en estas universidades, dejando a su destino el tradicionalismo monástico, y crearon un nuevo método de teología a la vez que un nuevo ejemplo de santidad. Maestros célebres, el teólogo Antonio de Padua, los filósofos Alejandro de Halés y Aymé de Faversham, tomarían el hábito franciscano. Juan de Fidenza, convertido en Fray Buenaventura, expresaría en una forma particularmente satisfactoria el pensamiento teológico de la orden, atemperando voluntariamente el intelectualismo dominicano con el misticismo que el movimiento franciscano contenía en potencia. Y he aquí que el joven y valeroso Duns Escoto daría a la orden una brillante metafísica. Hechas estas importantes observaciones, atendamos a una de las características de Francisco, de innegable interés para nuestro tema. A lo largo de su vida va de tal forma asimilando a Cristo que, al poco tiempo, hasta el universo entero se transfigura para él: el sol, la tierra, el agua, la muerte, todas las cosas son sus hermanas. Los seres le conducen al Padre que está en los cielos, tratando con especial cariño a aquellos que de un modo particular le recordaban a Cristo Jesús. Establece una comunión cósmica con toda la naturaleza. Parecía volver a nacer el hombre matinal y paradisíaco enteramente reconciliado con Dios, con los demás, con el mundo. San Buenaventura, en su Leyenda de san Francisco, llega a comentar que «la reconciliación universal con cada una de las criaturas, lo había retornado al estado de inocencia».[16] Es una conquista ardua y prolongada, mediante incesantes penitencias: después de un penoso proceso de purificación interior, de tal manera llegó a afinar sus ojos que podía percibir en el seno de cada ser la presencia cósmica de Cristo y de Dios.[17] En comparación con la postura monástica, parece que nos encontramos ante dos concepciones dispares: el «contemptus mundi» y el descubrimiento de la creación. Su tensión no sólo define el estado de Francisco, así como el de todo cristiano en el mundo, sino que va a orientar el trabajo teológico, a la vez que la vida personal. Es inevitable y normal que esta tensión termine en opciones diferentes en la reflexión teológica, en la sensibilidad espiritual y en los compromisos apostólicos. Ya se había visto: Cîteaux, en muchas ocasiones, se había opuesto públicamente a los maestros de Chartres, y los de la Porrée habían denunciado las debilidades de algunos agustinismos insuficientes. Lo más notable es que de esta solidaridad del hombre y de la creación, de este nuevo equilibrio de gracia y naturaleza, no son los teólogos los únicos protagonistas. Ellos sólo enunciaron sus leyes a partir de la vida misma de la Iglesia, que, espiritualmente y pastoralmente, se construye en el siglo XII en formas nuevas. Los movimientos apostólicos inspirados en el Evangelio «sin glosa» implican no sólo instituciones nuevas, sino actitudes inéditas en la dialéctica del Evangelio y el mundo, en la que se define la tensión interior del cristiano. En un doble y único reflejo, el retorno a la vita apostolica primitiva, fuera del feudalismo monástico, pide y procura una nueva presencia en el mundo. No se trataba ya de polarizar la vida perfecta en el ideal monástico, sino de esparcir la levadura en un mundo en el que emergía, al margen de la pesantez feudal, una nueva civilización. En efecto, el nudo de esta paradójica situación está en la dialéctica entre Evangelio y mundo, que se desarrolla según el reflejo de un retorno al Evangelio y de una presencia en el mundo: doble y único reflejo, a causa del cual el retorno al Evangelio garantiza la presencia en el mundo y esta presencia en el mundo garantiza la eficacia del Evangelio. Cada vez que en este mundo se lleva a cabo un descubrimiento de la naturaleza, la Iglesia de Cristo se apoya en esta naturaleza para poner de manifiesto su pureza y su libertad evangélica. Este doble y único reflejo no lleva precisamente a reformar la teología monástica del pasado, ni el ordo monasticus. Sus valores son aceptados; siempre valen, no obstante las críticas de que serán objeto. Francisco de Asís no es imaginable al margen de la creación, al margen de su presencia en el mundo, en el mundo concreto del pueblo menudo en que practicaba los oficios, en el que recreó la fuerza evangélica de la palabra «fratelli», al margen de las nuevas relaciones sociales del mundo de la producción. En el plano social y en el evangélico, la Iglesia institución, con su feudalismo, era contestada. En esta contestación, contagiosa, de las instituciones y de los espíritus se debe inscribir la aventura espiritual y teológica de Francisco: encuentra allí su humus, tanto en la manera de leer el Evangelio, como en la comprensión de la fe que genera un saber teológico. Aquí se sitúa, pues, Francisco de Asís y su Cántico del hermano sol, en el descubrimiento del mundo y de la naturaleza para la gloria de Dios, visión realista diversa del pesimismo de algunos monjes, y expresada y confirmada por la «fraternidad» del hombre con las realidades terrestres: «fratello» sol, «sorella» luna, las estrellas y los cuatro elementos del planeta: el aire, el agua, el fuego y la tierra. La vida inaudita de Francisco daba al mundo cristiano el ejemplo de una reconciliación con las criaturas, llena de amor y de alegría. Pudo ser, porque era pobre. Ciertamente, siempre se había enseñado el precepto de Cristo: «Si quieres ser perfecto, abandona tus bienes y sígueme». Pero era preciso un santo y un poeta para hacer de la pobreza una persona mística. Era una esposa, una compañera, casta como nuestra hermana el agua, cuyo curso límpido conducía a la caridad de Cristo. ¿No era algo capaz de cautivar los corazones? Francisco compuso el Cántico del hermano sol y el núcleo de su inspiración es la gloria del Altísimo, creador del cielo y de la tierra, es decir, de las cosas visibles e invisibles. Las criaturas son huellas del Creador. Si son algo -bellas, fuertes, útiles...-, lo son porque Dios ha puesto su sello en todo lo que ha creado. Los siete «hermanos» cósmicos de Francisco son evocados con todo respeto, religiosamente, como fruto de un gesto amoroso de Dios. No se puede olvidar que, en la primera estrofa, Francisco señala la dirección del poema: su canto va dirigido al Altísimo, directamente inaccesible. A partir de aquí son cantados los elementos, sin complejos, sin miedos. No le asusta el mundo; éste es para el hombre, el hombre para Cristo y Cristo para el Padre: en ello radica el equilibrio creacional de Francisco. Todas las criaturas son hermanas del hombre, que les presta su voz. El hombre se sirve de la belleza del cosmos para alabar a Dios. Toda la poesía de Francisco se convierte en alabanza. Parece que, sin detrimento para el «contemptus mundi» de Cîteaux, ni para la teología monástica que lo sostiene; la grandeza de Francisco -sin pretender una expresión acabada ni un pleno equilibrio- está en el descubrimiento religioso y positivo de la creación, en la línea de algunos maestros del siglo anterior. Y digo «religioso» porque en la medida en que las realidades de la creación no sirven a la vida de la gracia se provoca contra ellas una desconfianza, se las critica. Si la postura de Francisco tiene que interpretarse recurriendo a los franciscanos que van a sucederle, tendremos que admitir que un Buenaventura, un Duns Escoto, apuestan por un universo «en que el orden humano se reduciría al orden religioso, expresión última de la dependencia del hombre respecto a Dios».[18] No coincide exactamente la escuela de santo Tomás, que inicia otro camino, siguiendo el cual se llega a la «autonomía» de las realidades terrestres. Prescindiendo de este matiz, por otra parte muy decisivo, en Francisco o en Tomás, la creación se carga de una densidad inaudita y provoca en los espíritus una curiosidad religiosa: es una maravilla que seduce al contemplativo y desemboca en el Creador. En efecto, exaltar la creación no es derogar la omnipotencia de Dios. La clave interpretativa de la creación, y del hombre en el universo, es la conexión ordenada, dinámica, progresiva, de todos los seres considerados como una especie de «teofanía». ¿Incluye esta idea de teofanía un interrogante sobre la tendencia de los monjes espirituales, y hasta de muchos teólogos, a juzgar las criaturas únicamente en comparación con Dios, acentuando ante todo la distancia infinita que les separa de Él? Hay que recordar aquí que dicha actitud acostumbra a terminar en una visión parcial y en último término en una descalificación de la criatura en función de aquello que por definición no podría ser, a la vez que se abstiene de interrogarla sobre lo que propiamente es: supone no recibir la misma obra de Dios porque no es Dios. En última instancia es faltar al sentido de la creación. Poéticamente Francisco reacciona contra esta especie de pesimismo y viene a confirmar lo que dice un teólogo actual: «Las realidades terrestres se deben medir en su consistencia, en su devenir y en su significación propias, y no primariamente en relación a un Absoluto que les marca de contingencia».[19] Siempre lo mismo, nos hallamos ante una «quaestio disputata». Después de Francisco queda patente cuál es el nudo del problema: dos teologías, dos espiritualidades, porque nos hallamos ante dos antropologías y dos concepciones del mundo bien distintas. No sería difícil recurrir a la historia de la teología y de la espiritualidad para ilustrar concretamente esta afirmación. Como es natural, un papel importante en esta historia ha correspondido a los hijos de Francisco, cuya teología ha sido siempre marcada por la espiritualidad de su padre. La espiritualidad puede escapar menos a la necesidad que se impone a toda teología de determinar cuál es su concepción del hombre y del mundo.[20] ¿No está esta concepción a la base del equilibrio, siempre de nuevo buscado, entre naturaleza y gracia? NOTAS: [1] Saint Bernard et la théologie monastique, en Saint Bernard théologien: Actes du Congrès de Dijon, 15-19 septembre 1953, Roma, 1953 (Anal. Sacr. Ordin. Cisterc. IX, 1953), pp. 7-23. [2] Cf. J. Leclercq, L'amour des lettres et le désir de Dieu. París, 1957, pp. 180-181; trad, cas. Cultura y vida cristiana. Salamanca, 1965. [3] Ibid., p. 213. [4] Para las referencias concretas a los textos de Bernardo, cf. Robert Bultot, Spirituels et théologiens devant l'homme et le monde, en Revue Thomiste LXIV (1964), pp. 530-531. [5] Otros ejemplos que justifican esta tesis han sido aportados por R. Bultot; sobre la polémica suscitada a raíz de su interpretación, cf. L. J. Bataillon - J.-P. Jossua, Le mépris du monde. De l'intérêt d'une discussion actuelle, en Revue de Sicences Philosophiques et Théologiques LI (1967), pp. 23-38, y todavía Réginald Grégoire, Il contemptus mundi: ricerche e problemi, en Rivista di Storia e Letteratura Religiosa V (1969), 1, pp. 140-154. [6] Cf. Y. Congar, Le respect de l'apostolat des laïcs chez les prêtes et les religieux, en Les laïcs et la vie de 1'Église («Recherches et débats», 42). París 1963, pp. 117-142. El autor sobrepasa la cuestión del apostolado para llegar a la de los valores profanos. [7] J.-M. Déchanet, Aux sources de la pensée philosophique de S. Bernard, en Saint Bernard théologien, pp. 56-77. [8] Ibid., pp. 70-71. [9] Cf. R. Bultot, Christianisme et valeurs humaines. La doctrine du mépris du monde, en Occident, de saint Ambroise à Innocent III, t. IV: Le XI siècle, Vol. I: Pierre Damien, Lovaina-París, 1963, pp. 130-131. El autor promete consagrar un volumen a examinar la actitud de san Agustín hacia las realidades profanas. [10] Cf. García M. Colombás, Paraíso y vida angélica. Sentido escatológico de la vocación cristiana. Montserrat, 1958. [11] M.-D. Chenu, La théologie au douzième siècle, París, 1957, pp. 22-30. [12] Ibid., p. 246. [13] Para nuestro fin será suficiente referirse al sugerente artículo de Willibrord de París, Rapports de saint François d'Assisse avec le mouvement spirituel du XII siècle, en Études Franciscaines XII (1962), pp. 129-142. [14] Willibrord C. Van Dijk, Saint François et le «mépris du monde», en Études franciscaines XV (1965, suppl. annuel), p. 157; trad. cas.: San Francisco y el «desprecio del mundo», en Selecciones de Franciscanismo n. 27 (1980) 334-344. [15] M.-D. Chenu, La teología en Saulchoir, en La fe en la inteligencia. Barcelona, 1966, p. 252. [16] LM 8,1. [17] El P. Ephrem Longpré ha notado la evolución purificadora en la vida de Francisco, desde una huida del mundo exterior y material hasta llegar a un estado de reconciliación, gracias a la cual puso fin a sus soledades «salvajes» para volver a los hombres que Dios le dio como hermanos. Cf. el indispensable artículo Frères mineurs. I. Saint François d'Assise, en Dictionnaire de spiritualité V (1964), cc. 1271-1303. [18] G. de Lagarde, La naissance de l'esprit laïque au déclin du moyen âge, t. II, París 1958, p. 260. Sobre san Buenaventura, cf. ibid., pp. 88-105. [19] Ch. Duquoc, Eschatologie et réalités terrestres, en Lurnière et vie IX (1960), n.º 50, pp. 13-14. [20] Cf. R. Bultot, Anthropologie et spiritualité. A propos du «contemptus mundi» dans l'école de Saint-Victor, en Revue de Sciences Philosophiques et Théologiques LI (1967), pp. 5-22. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVII, núm. 49 (1988) 131-143] |
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