DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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«Deus meus et omnia». En vano buscaremos estas palabra entre los escritos del Santo y, sin embargo, nada tan exacto, en su extrema concisión, para definir al hombre y su ideal. Programa de una vida singular, apasionante, indefinida aventura hacia Dios, cuya existencia cobra tales proporciones que, de no ser real, resultaría inexplicable una vida sin otro punto de apoyo que el mismo Ser supremo. «El hombre que adora a Dios, reconoce que no hay otro Todopoderoso más que Él. Lo reconoce y lo acepta. Profundamente, cordialmente. Se goza en que Dios sea Dios. Dios es; eso le basta. Y eso le hace libre. Si supiéramos adorar, nada podría verdaderamente turbarnos; atravesaríamos el mundo con la tranquilidad de los grandes ríos» (Eloi Leclerc: Sabiduría de un Pobre). He ahí el secreto del Poverello. Un secreto que da talla de gigante a su desarrapada figura de mendigo, cruzando la bella geografía de la Umbría natal, no sólo con la tranquilidad de los grandes ríos, sino incluso con el lirismo de un trovador, la alegría de un juglar, el encanto primitivo y simple de las cosas creadas. Porque creatura se siente Francisco, y como tal, ligado y dependiente del Creador. Él conoce y acepta esta dependencia absoluta, mas no sólo eso: buscará el modo de incrementar lazos de unión y corresponder a la primera manifestación de Dios, que siempre lleva la iniciativa. Estamos ante el hombre religioso, cuya única meta se sitúa en lo escatológico. Se trata de dar unidad y coherencia a todas las fuerzas de la persona polarizando ideales y quehaceres en una sola dirección: Dios. Si Francisco fue o dejó de ser revolucionario, si promovió obras sociales, si inició nuevas tendencias y concepciones en las más diversas ramas de la historia humana, todo ello pasó desapercibido a su voluntad. Su caso es de simple y total adhesión a un amor único, totalizante. Lo demás... lo recibió por añadidura en una aceptación activa de las consecuencias de su entrega. Se ha barajado, posiblemente hasta el abuso, el binomio Francisco-Pobreza. Y es cierto que él mismo, usando formas de la lírica provenzal en moda por aquel entonces, nos habla de desposorios con Madonna Povertà. Pero él no la ha querido en sí misma; estima tan sólo que es la condición impuesta por su verdadero y definitivo amor. Y la única manera, piensa él, de lograr una comunidad de amigos y hermanos, imposible de realizar allí donde cada cual se afana por labrarse una fortuna. En esta doble perspectiva Dios-Fraternidad, y sólo desde ella, nos será posible enfocar con probabilidades de éxito la vida y la obra del Santo de Asís. Aceptada de esta manera, la más absoluta pobreza, se vive sin hastío y hasta con gozo. Una vez libre de preocupaciones materiales el hombre puede dedicarse con entera libertad a lo que más importa: amar a Dios y servir a los hombres. Y eso solo, así de sencillo, así de grandioso, constituye el programa básico y total de Francisco. Que dicho en otras palabras, muy de su gusto, consiste en imitar a Cristo y éste crucificado, según el molde de la teología paulina. De este modo le encontramos desbrozando el terreno para que florezca una nueva espiritualidad acorde con la mentalidad renacentista que se viene fraguando y que, si bien a nosotros nos parece superada en buena medida, vino a resolver una urgente crisis de la espiritualidad medieval que se sentía perecer de inanición, falta del alimento litúrgico en plena decadencia. Dio fecundos frutos a la Iglesia de la modernidad y, aun en nuestros días, rebasados los estrechos límites de polémicas extremistas, puede comunicarnos parte de su inmarcesible vitalidad. Estoy hablando de la «devotio moderna» que, en su vertiente decadente, produjo una espiritualidad demasiado subjetiva, antropocéntrica, sensiblera e individualista. A pesar de todo, no creo que el hijo de Pietro Bernardone, como él mismo gustaba llamarse, se sitúe en una línea de ruptura con la tradición ascética de la Iglesia. Todo movimiento y todo genio en la historia, es el resultado de un largo proceso madurativo, por innovador e insólito que nos parezca. En el caso de Francisco, tal vez me atreva a demasiado: no sólo no rompe con la herencia religiosa de siglos anteriores, sino que me parece un nuevo brote pujante y vigoroso del viejo germen sembrado en los desiertos egipcios por los primeros monjes, adaptado a las condiciones del suelo itálico y del siglo XIII, ¿Francisco, monje? Me gustaría decir que sí, si no temiera la errónea interpretación a que ello se presta. Nuestro primer asombro ante semejante juicio puede proceder de la representación que instintivamente nos formamos de la idea de monje, quizá confundiéndolo con una de sus modalidades: el benedictino. Que san Francisco era un contemplativo, no necesita demostración. Su mística, trabajada en penosa ascesis, logró alturas que nada desmerecen junto a un san Juan de la Cruz o una santa Teresa. La estigmatización en Monte Alvernia es el hecho culminante y más representativo del esfuerzo del hombre por acercarse a Dios. La oración en su vida no será un hecho, ni siquiera el más importante. El mismo se hace oración; ocioso resulta deslindar su trato con Dios del resto de sus actividades. Tampoco podremos establecer con precisión los límites entre sus rezos litúrgicos y su plegaria individual. Ya se ha dicho que el siglo XIII muestra síntomas de resquebrajamiento en la liturgia; el latín, sobre todo, entre otros factores, la han alejado del pueblo, y el hijo de un burgués mercader que se hace hermano de mendigos es esencialmente hombre del pueblo y fruto de su época. No podía gustar de las artificiosas ceremonias celebradas en la corte papal, en catedrales y grandes abadías. El Oficio Divino y la Misa recuperan con él la ascética sobriedad de los Padres del Yermo. Pero el «Cristo de la Edad Media» no podía carecer de una privilegiada conciencia de Iglesia. Por eso, aunque sus fórmulas de oración no tengan demasiado que ver con las rúbricas canónicas, su contenido, profundamente bíblico, y su intención, le hacen desbordar la dicotomía litúrgico-no litúrgico, para situarse por encima de todo ello en un plano donde lo uno y lo otro se funden unificando la espiritualidad individual en el seno de la comunidad orante. Eclesial, por tanto, y litúrgico, concluiría yo. Orar, mantenerse abierto en postura receptiva ante las emisiones de lo Alto, parece constituir el fin de las aspiraciones franciscanas, según se desprende de repetidos textos tanto escritos por el mismo Santo como transmitidos por las más antiguas narraciones y biografías. Mas, se me objetará, con Francisco nace en la Iglesia, prácticamente, la vida religiosa activa. ¿Cómo explicar este fenómeno de dedicación ministerial en un contexto tan contemplativo como el recién expuesto? En principio, no hay pugna alguna entre apostolado y contemplación. Los llamados monjes itinerantes o peregrinos dieron en los primeros siglos una estampa muy parecida a la que formaban en Italia los vagabundos hermanos menores. San Basilio fundamenta el monacato oriental asociado a obras de beneficencia. Dentro de nuestra cultura latina, monjes fueron los evangelizadores de Europa y, apenas una centuria antes del fenómeno franciscano, san Bernardo, de la reciente reforma de Cîteaux, espíritu rigurosamente monástico y contemplativo, como pocos, fue el gran hombre de acción de su tiempo. Y no ya tan sólo en las tareas propias de su condición de clérigo y de su jerarquía, sino en los más diversos campos de actividad humana: de la política a la literatura. Si todos estamos de acuerdo en que el ministerio no es el fin del monacato, a pesar de los hechos aducidos, igualmente lo estaremos en el caso que nos ocupa. En primer lugar, porque para ser eficaces es necesaria la organización y el empleo de grandes medios que limitarían la evangélica libertad otorgada por Dama Pobreza. Y además, porque nada tan lejos de la mentalidad del Santo como una orden clerical dedicada al apostolado, aunque con el andar de los tiempos haya podido llegar a serlo. Su concepto laico de la vida religiosa es un nuevo punto de contacto con las primeras generaciones monásticas. Entendemos, con una gran parte de los teóricos del monacato cristiano, que éste no añade nada a la única espiritualidad válida: la evangélica. Se trata más bien de una radicalización de los compromisos bautismales, una profundización en el mensaje de Cristo. Lo importante no es «hacer», sino «ser»; no «producir», sino «vivir»: «El Señor no nos ha llamado a formar una orden poderosa, una universidad o una máquina de guerra contra los herejes. Una orden poderosa tiene un fin preciso. Tiene algo que hacer o defender y se organiza en consecuencia. Es preciso ser fuertes para ser eficaces. Pero el Señor no nos ha pedido a nosotros, hermanos menores, ni hacer ni reformar, ni defender nada en la Santa Iglesia. El mismo me ha revelado que debíamos vivir según la forma del santo Evangelio. Vivir, sí, simplemente vivir. Eso sólo, pero plenamente» (Eloi Leclerc, Sabiduría de un Pobre). Y es en esto, precisamente, donde yo veo la identidad entre monacato y franciscanismo, distinguiéndolos de las órdenes no monásticas en que éstas tienen un fin preciso, una labor concreta que desarrollar en la Iglesia: enseñar, predicar, atender enfermos, evangelizar... Misiones que, en sí, pueden ser realizadas por un monje o por un franciscano, pero jamás tomadas como fin particular de su vida o mensaje fundamental. De manera que a cualquier cosa pueden aplicarse los hermanos con tal que «no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción al cual las otras cosas temporales deben servir» (2 R 5,1-2). Alma mediterránea, san Francisco no puede contener en sí mismo el ímpetu de tanto amor. De este afán de comunicación nace su peculiar apostolado, que consiste en desbordarse en manifestaciones altruistas. No intenta, siquiera, dar lo contemplado a los demás; es, simplemente, contemplar de otro modo, como el enamorado al cantar los encantos de su amada. En suma, puro lirismo: manifestación externa de íntimos sentimientos. Bajo este prisma, idéntico valor activo y contemplativo adquieren a la vez el Cántico del Hermano Sol o el cuidado de la leprosería; lo mismo da predicar a una muchedumbre de campesinos que a una banda de golondrinas. El Amor no es amado, ésa es su amargura; y su intención, que todo, hombres, animales, plantas, lleguen a venerarlo. ¿Qué otro elemento distinguiría al franciscanismo del monacato? -Algo que no siempre fue ley entre los monjes: la clausura. Y algo específicamente benedictino: la estabilidad. Por cierto que aquí es donde Francisco muestra toda su originalidad: para él no hay más claustro que el mundo, más comunidad que la humana, en su rica variedad étnica y cultural. Auras que presienten luces del cercano Renacimiento: Humanismo universalista, libertad, individualidad. Y en ésta misma línea revelará su mayor limitación: la falta de dotes de organizador, de hombre de gobierno. Pero es que está convencido, tal vez, del fracaso a que conduce la tentativa de modelar desde fuera una vida que es ímpetu individual y carismático. Por eso con un respeto hacia la persona que aún hoy tiene mucho que decirnos, logra juntar en su espontáneo y primer jardín, la Porciúncula, flores las más diversas, cada cual con su belleza y aroma propios. Nada de impersonal, nada de hieratismos. El individuo es considerado obra maestra e irrepetible del Gran Escultor, y como tal debe ser tratado, amado y venerado. La unidad no se fundamenta en paralelismos disciplinarios, sino exclusivamente en el amor; cada uno debe amar a su hermano tal como es, sin tratar de reducirlo a su imagen y semejanza. Es la única forma válida de salvaguardar el espíritu comunitario y combatir subjetivismos. Unidad en la pluralidad. Y el Santo, incapaz de teorizar sobre estos particulares, deposita tan frágil tesoro en la buena voluntad de sus hermanos. De modo que la historia franciscana va a constituir una multisecular lucha entre extremos irreconciliables que en vano tratarán de buscar el medio virtuoso. Ley-carisma, organización-individuo, obediencia-libertad, claustro-mundo... es la dialéctica de más de siete siglos interpretando el desconcertante espíritu de Asís. Indudablemente, la humanidad no estaba preparada, y me temo que aún hoy tampoco lo esté, para recibir semejante mensaje. Francisco, que vivió en toda su crudeza los primeros combates, saboreó hasta la saciedad el cáliz de la amargura, se sintió fracasado y terminó por rendir armas entregando vida y obra en manos del verdadero Autor, de quien él se reconoce pobre e inútil instrumento. Es un gesto sublime, casi dramático, de anonadamiento total, de absoluta renuncia a sí mismo, de acatamiento incondicional de la voluntad de Dios. A lo mejor fue consciente de su ineficacia como legislador. O convencido, quizá, de que el espíritu no puede someterse a leyes frías y rígidas, rehusó en principio la idea de codificar sus enseñanzas y vivencias, transmitidas originariamente con la misma naturalidad con que el pájaro echa a volar a sus polluelos; por vías de la pura experiencia. La Regla fue una imposición de la Curia Romana y de fray Elías, a quien hay que reconocer, por lo menos, innegables dotes de mando y sentido de organización. Aún así, el primer documento salido de las manos del Estigmatizado, debió ser tan falto de toda lógica jurídica y sentido práctico, que los interesados le obligaron a redactar otra. La segunda tampoco debió agradar a los canonistas, que vieron en ella una bonita colección de sentencias bíblicas más que un código legislativo. Lo cual era, justamente, lo que deseaba el Santo, porque «nuestra vida y regla es guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo...» (1 R 1; 2 R 1,1). La tercera versión, conservada y vigente en la actualidad, sigue en la misma línea de evangélica ingenuidad y nos aleja inmensamente del resto de la producción legislativa eclesiástica. Doce breves capítulos confeccionados con retazos del Evangelio, es cuanto se pudo conseguir de aquél hombre, consecuente hasta el fin consigo mismo e incapaz de traicionar su primera adhesión a las palabras «sin glosa» de Cristo. Hombre, pues, tradicional y revolucionario, monje y heraldo del Gran Rey, poeta y asceta, realista y soñador, medieval y moderno, Francisco de Asís es una genuina encarnación del genio meridional en la décimo tercera centuria. «El italiano más santo y el Santo más italiano», dicen en su Patria. Y es que, indefinible, inclasificable, reacio a todo encasillamiento, con una personalidad única, inconfundible... Francisco de Asís, es simplemente, Francisco. [Selecciones de Franciscanismo, vol., II, núm 5 (1973) 179-183] |
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