DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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INTRODUCCIÓN 1. La cultura y la experiencia creyente Esta charla forma parte de las que componen el programa de la XIV semana franciscana, titulado Crisis de la experiencia de Dios en nuestra cultura. La primera impresión puede ser de que la evocación de un hombre creyente medieval no viene a cuento en unos estudios que hacen referencia a la cultura actual, considerada irreligiosa. Puede haber, por ello, quienes no comprendan la razón de la presente reflexión; y puede que haya, incluso, quienes, aparte de considerarla carente de toda importancia, piensen de ella que es un despropósito, cuando la cultura, o una cierta cultura, ha pronunciado ya su veredicto definitivo: Dios ha muerto. Es cierto que una mentalidad difusa -¿es esto la cultura?- crea en los creyentes una sensación de encontrarse en tierra extranjera. Y hasta puede crear en éstos una actitud acomplejada, que les lleva a una especie de replegamiento, a asomarse tímidamente a su entorno y a vivir recelosos y como pidiendo permiso a los que se han declarado dueños de la situación. La actitud apocada de los creyentes contrasta con esa otra que parece -tal vez sólo parece- segura y firme en los que no lo son. No es que los creyentes hayan de fingir seguridad, pero tienen sobradas razones, sobre todo quienes intentan serlo de verdad, para mostrarse contentos de su fe. Y para aparecer con la cabeza humildemente erguida, recordando un amplio pasado rico en confesiones auténticas de fe y en obras que fueron fruto de una experiencia de Dios. Podríamos preguntarnos por los derechos de la cultura. ¿Puede ésta arrogarse el derecho a decidir lo que el ciudadano del mundo moderno tiene que pensar y creer? El creyente tiene sobre todo una convicción: que la realidad de Dios no depende del juicio de valor que acerca de ella dé una cultura. Dios se abrió paso en la historia humana cuando el hombre no contaba con Él; ha sido Dios el que ha iniciado la historia humana. Ni teorías ni convicciones humanas ni culturas radicales que se pronuncien negativamente respecto de Dios pueden excluir a Éste de lo que es el mapa de sus posibles presencias y acciones. Los creyentes de hoy no se sienten desligados de los que vivieron en el pasado. Y menos de los que representan momentos álgidos en la vivencia de la fe. Siempre es alentador recordar figuras de creyentes que vivieron la experiencia de Dios y su centralidad de forma tan llamativa como Francisco de Asís. Pese a que Francisco sea una figura medieval, podemos acudir a él para alentarnos en nuestra búsqueda de Dios y en la vivencia de la fe. El servicio real que Francisco puede prestarnos hoy en este campo es indicador de que Dios rebasa los límites que cualquier cultura pretenda imponer. El Dios a quien y de quien Francisco vivió puede ser el Dios a quien y de quien nosotros vivamos. Y si Dios es excluido de la cultura, el creyente no se acongoja ni se siente acomplejado; como Francisco, busca a Dios, reconoce agradecido su presencia, lo alaba y adora y trata de vivir de modo que la experiencia de Dios se transparente humildemente en su vida. Para los creyentes la cultura que niega a Dios puede ser una tentación; pero puede ser también gracia. Francisco supo siempre ser un interlocutor de todo hombre, a quien sentía inmensamente cercano. Fue interlocutor del creyente y del que no lo era; del cristiano y del no cristiano. Nunca pretendió avasallar a nadie. Humildemente ofrecía su testimonio. Dirigiéndose a sus hermanos, les dice que entre los sarracenos y otros infieles «pueden comportarse espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos. Otro [modo], que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan cristianos, porque a menos que uno renazca del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios» (1 R 16,5-7). ¿Qué contribución puede ofrecernos Francisco? Sin duda será sencilla, modesta; pero será directa, rica y enriquecedora. Con palabras muy sobrias, sin alardes de discursos elocuentes nos hablará de su experiencia de Dios; no es el apologista desafiante; no es un cruzado que defiende las propias posturas atacando a las contrarias; no es un teórico que especula. Su mensaje puede ser útil hasta para los negadores beligerantes de Dios; para los prácticamente indiferentes que se inclinan por la afirmación de Dios o por su negación; para aquellos para quienes Dios no es mucho más que un resto cultural. Al no intentar hacer proselitismo ni buscar en la fe ajena ventajas interesadas -«no exijas que los otros sean para ti mejores cristianos» (CtaM)-, al no atacar a quienes no comparten sus convicciones -nunca Francisco combate a los herejes-, él puede ofrecer su experiencia a cualquiera; y cualquiera puede sentirse animado a acoger ese mensaje, que impregna su vida entera. Puede servirnos también a nosotros, que compartimos su fe y contemplamos extrañados su existencia; puede iluminarnos y alentarnos en este camino de búsqueda permanente del Dios a quien Francisco llevó en su corazón porque él se supo llevado en el corazón de Dios. Recuerdo un encuentro que en la televisión tuvieron un día González Faus y un profesor, si mal no recuerdo, de psicología en Salamanca. Éste se confesó agnóstico; y se mostró seguro de sí mismo, agresivo, duro, intolerante... González Faus renunció a todo alarde de ciencia, y a la tentación de dar un curso de teología; sencillamente expuso lo que para él significaba Dios en su vida... La conclusión a que llegó el profesor de psicología fue, aproximadamente, la siguiente: «Si así es Dios, también a mí me interesaría creer en Él». Lo recuerdo porque de este tenor podría ser el servicio que pudiera prestarnos Francisco. 2. Francisco, un «vividor» Francisco no es pensador. Pese a que la palabra está, en nuestro lenguaje normal, cargada de un sentido peyorativo, decimos de Francisco que él fue un «vividor»: se dedicó a vivir, haciéndolo con intensidad y con hondura, y transmitiendo a los demás el mensaje de lo que él vivía. El tiempo en que Francisco vivió era un tiempo en que la fe tenía un sentido reconocido, era aceptada y en buena parte inspiraba la cultura del momento. Dios en aquellos tiempos podía ser, y en buena parte lo era, también un elemento cultural; pero igualmente podía ser, y fundamentalmente lo era, el Dios de la fe. No creo quepa duda alguna respecto de lo que Dios significaba para Francisco: Dios estaba presente en su vida; la alimentaba y la movía, era Dios quien la explicaba, de Dios vivía Francisco, le alababa, le daba gracias; Francisco se sentía de Dios y a Dios se entregaba; Dios era su riqueza; en Dios descansaba y Dios era su gozo y su alegría verdadera. Hemos dicho que Francisco no era precisamente un pensador. Esto, por supuesto, no quiere decir que Francisco no pensara a Dios, que Dios no fuera un elemento esencial y vivo de su pensamiento; lo único que queremos decir es que Francisco no elaboró un cuerpo de doctrinas, una síntesis acerca de Dios. Francisco no se entretiene en hacer teorías acerca de Dios; ni hubiera sabido hacerlas de forma atrayente y más o menos completa. A Dios lo sentía cerca en su vida; su presencia era en él intensa. Esa presencia la percibía de alguna manera en su vida; de tal modo que Francisco es incapaz de relatar la vida sin hacer una alusión explícita y continua a Dios. Francisco es más testigo que teórico; más testimonio que doctrina. Francisco relata su vida en clave teológica, pero los mojones que la van marcando son ráfagas de luz, fogonazos intensos, más que conceptos. Su experiencia y su preparación no le permitían otra cosa. San Francisco no vive a Dios como resultado de una especulación. Habla de Él como fruto de una vivencia. Las ideas pueden ayudar a comprender a Dios; pero lo harán sobre todo si acompañan a una vivencia. Sólo las ideas, sin que la vida las acompañe, pueden ser tanto iluminadoras como oscurecedoras y reductoras... En el hablar de Francisco acerca de Dios no encontramos exposición teórica o apología racional sino presentación de lo que ha vivido o vive y de lo que siente. Y porque era vivencia, a Francisco le ocurría que decía y decía y no acababa; que sugería más que explicaba; que expresaba más con adjetivos que con ideas. Sin pretender agotar el tema, queremos exponer a continuación dos aspectos de la vida de Francisco. En el primero nos dejaremos guiar por su propio testimonio, el que nos ha dejado en su Testamento, y presentaremos lo que él mismo nos dice acerca de la conciencia que tiene de la presencia activa de Dios en su vida. En el segundo intentaremos ofrecer, en líneas muy generales, la actitud de respuesta de Francisco a la presencia reconocida de Dios en su vida. Es como si quisiéramos contar, muy abreviadamente, la historia de Francisco entreverada con la de Dios; o la propia de Dios cuando se asoma a la de Francisco. Dios relata su historia en la de Francisco; y Francisco relata la suya en una referencia inevitable a Dios. A) DIOS PRESENTE EN LA VIDA DE FRANCISCO 1. El Testamento, un relato autobiográfico Así podríamos caracterizar su Testamento; en él podemos descubrir la rica realidad de una experiencia personal de Francisco. Próximo ya a la muerte, Francisco nos refiere en lenguaje sobrio, con la sencillez que siempre le es propia, cómo apareció en él el creyente, cómo fue caminando y creciendo en esa condición. El Testamento es, en buena parte, el relato que Francisco hace de su propia historia. No olvidemos que se trata de un Testamento y no de un diario ni de un libro de memorias. Esto quiere decir que no podemos buscar en este escrito el recuerdo de los hechos, las ideas y los sentimientos que fueron sucediéndose a lo largo de los días de Francisco. El Testamento trae a colación sólo ciertos episodios que en el conjunto de su vida tienen un relieve particular. Recuerda hechos que, por lo general, tuvieron lugar hacía ya tiempo; y van acompañados de explicaciones que, si corresponden al momento de la narración, no quiere decir que no correspondan fundamentalmente al tiempo de los hechos. No creo que, por el hecho de no conocerlo con precisión, se pueda poner en duda que en Francisco se dio un proceso de esclarecimiento progresivo, de crecimiento y maduración espiritual y cristiana. Asumimos el no poder precisar al detalle cuál era el mundo interior de Francisco en los primeros años de su vida de convertido y cómo se fue operando su evolución y se fue asentando en sus opciones, pero confiamos en que haya coincidencia entre lo que narra y fue. Somos conscientes de que ciertos juicios que emite pueden ser más propios del momento en que redacta el Testamento, es decir, de su edad ya adulta y de su época de creyente ya maduro y nos gustaría poder contar cómo fue su camino -¿no será posible una reflexión que nos desvelara, en lo que quepa, cómo fue el recorrido que hizo Francisco, sabedores de que la espiritualidad de la edad adulta no puede ser en todos sus rasgos la misma que la de sus años jóvenes?-, pero, en lo que se refiere a su experiencia más íntima, hemos de contentarnos hoy por hoy con referirnos a lo que nos dice en los años en los que ya casi había alcanzado la meta. Nos habla de forma escueta, como desvelándonos con pudor la intimidad que él más valora y venera. Y en este relato vamos a encontrarnos con que Dios es una figura central, determinante. ¿Hay acerca de Dios lección más hermosa que la que nos da quien es su testigo? ¿Hay testigo de Dios que pueda no expresar, de alguna manera, lo más valioso de su experiencia? Necesitamos de testimonios más que de discursos. No es que sobren los discursos acerca de Dios; pero nos aprovecha más la aportación de quienes han vivido su presencia con gozo y profundidad. La intensidad de la vivencia de Francisco, expresada con palabras propias, ciertamente sobrias y nada sobradas, en el momento crucial del fin de sus días, ha hecho que el tiempo no la apagara y que incluso para nosotros hoy pueda sernos de buen servicio. Nunca está de más un testigo de Dios. Él podrá ayudarnos a comprender: ¿Cómo llegó a vivir Francisco a Dios? ¿Qué vivencia tuvo Francisco de Dios? ¿Qué imagen de Dios llegó a tener Francisco? ¿Cómo sintió Francisco a Dios? ¿Humanizó Dios a Francisco? ¿Qué papel tuvo Dios en la vida de Francisco? ¿Fue intimista la oración de Francisco o más bien la oración fue en él motivo de apertura creciente hacia los hombres? ¿Tuvo en Francisco alguna relación oración y fraternidad, oración y vida? 2. El Testamento, narración teológica Francisco, lo repetimos, no teoriza sobre Dios. Sencillamente relata la propia vida; y en esa vida percibe la presencia de Dios, su acción. Nos ofrece una versión personal que interpreta los hechos, el testimonio de su experiencia, tal como él la vive. Y nos la cuenta. Por así decirlo, Francisco ha ido viviendo su vida al ritmo que Dios le ha ido marcando y a la luz de lo que Dios le ha ido mostrando. Él piensa que Dios le ha provocado a la conversión, Dios le ha hecho comprender el valor del hombre acercándolo a los leprosos, Dios le ha hecho descubrir a Cristo y adorarlo, Dios le ha hecho comprender lo que es la Iglesia, el sacerdocio, la palabra, los sacramentos, la fraternidad, Dios le ha revelado su forma de vida según el evangelio, Dios le ha constituido en mensajero de la paz... Así nos cuenta Francisco su vida: «el Señor me concedió» comenzar así a hacer penitencia..., «me condujo» entre los leprosos», cambió mis gustos, «me dio fe» para poder decir en las iglesias «Te adoramos Señor Jesucristo», «me dio y me sigue dando fe» en los sacerdotes, en la palabra, en los sacramentos, Dios «me dio hermanos», «me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio», «me reveló que dijésemos este saludo: el Señor te dé la paz»... Creo que es importante subrayar esta insistencia, ya que constituye como una especie de estribillo, que lejos de ser un recurso formal, es el exponente de su vivencia más honda. No sería bueno que olvidáramos que esta forma de expresarse constituye, por así decirlo, el horizonte del Testamento y, acaso, su núcleo más importante. La enseñanza principal se encuentra en el relato mismo de lo que ha vivido y vive y en la forma de exponer lo que cuenta; lo que sobre todo vale es el relato de su experiencia. Acaso sea bueno que digamos que Francisco relata su historia sin pretender decir de ella todos los detalles. A nosotros, más avezados que él en elaborar historias en sentido más técnico, nos gustarían unos análisis más pormenorizados, más minuciosos; nos gustaría que nos descubriera qué mediaciones intervinieron en su vida, en sus experiencias, los procesos que vivió, los errores que cometió, los temores que le amenazaron, etc. Pero Francisco es muy escueto. Si se lo pudiéramos preguntar, probablemente nos lo aclararía y mencionaría personas, hechos, dificultades, pasos intermedios, logros... Pero, ¿no son así también tantos relatos evangélicos, que callan muchas cosas no porque no se dieran, sino porque el interés lo tienen centrado en otros aspectos? Cuando Francisco dice «el Señor», lo hace, no porque en su vida no intervinieran personas humanas, sino porque según su conciencia, la del momento del relato, no hay en su vida nadie que merezca ser subrayado como Dios. a) Dios, el primero Querría destacar que el Testamento tiene un contenido primordial, que no es independiente de los contenidos parciales sucesivos; ese contenido hemos de ponerlo de relieve resaltando su importancia inigualable. Los contenidos parciales cambiarían de signo y quedarían desvirtuados si no fueran presentados en conexión con el primero y principal. Si queremos mantener fidelidad a Francisco, no podemos relatar su conversión, su encuentro con los leprosos, su fe en las iglesias y su adoración a Jesucristo, la llegada de los primeros hermanos, su descubrimiento del evangelio como forma de vida y de la paz como mensaje que ha de comunicar, como si se tratara de hechos sin el sujeto específico que señala Francisco. No olvidemos que el Testamento -queremos subrayarlo- es fundamentalmente una confesión de fe. No que con ella quiera Francisco colorear religiosamente unos hechos o que la emplee como lenguaje piadoso propio de su época. Francisco no sabe hacer de su vida sino una lectura creyente, en la que Dios es el primero, porque cree que sólo ella refleja la realidad total. Es sintomático que incluso la primera palabra del Testamento sea «el Señor» Si así cabe hablar, quiero decir que el primer núcleo del relato de Francisco, con sus variantes literarias, es: «El Señor me dio». Lo primero que le nace de dentro, porque así lo siente, es afirmar a Dios, a quien, en la fe, percibe como presente en el entramado de los hechos de su vida. Para la conciencia de Francisco la afirmación del Señor como sujeto principal tiene una gran densidad, aunque se refiera a una experiencia que humana y directamente no es verificable. Si queremos hacer historia, hemos de decir cuanto menos que Francisco se percibía a sí mismo como destinatario de una presencia y de una acción de Dios, hemos de consignar como un hecho la percepción que de sí mismo tenía Francisco. Lo sobrenatural no puede ser objeto de análisis histórico, pero esto no quiere decir que no podamos acceder de alguna manera a la conciencia subjetiva de Francisco; no tomarla en cuenta puede equivaler a tergiversar su historia. Francisco viene a decirnos que él cree que su vida no está hecha sólo de episodios humanamente constatables, sino que sobre todo está marcada por una presencia misteriosa, la del Señor. Dios es, en la conciencia de Francisco, el que de forma misteriosa ocupa desde el principio el horizonte total de su historia. Y de la forma más sencilla y convincente, sin discurso teórico ninguno, confiesa a Dios como a quien ha orientado y configurado su vida. Dios figura, por tanto, en la narración del Testamento, como el primer sujeto y el sujeto incomparable; Dios es el autor de todo. Así lo vive Francisco en su corazón. El Señor antecede siempre a lo que es su obra. b) Dios está presente y actúa, es «el que da» La imagen que Francisco ofrece de Dios no es la de un Dios reducido a mera idea. Dios no es una abstracción necesariamente distante o inoperante. Tampoco es la de un Dios que quiere exhibir su grandeza imponiéndose al hombre, hablándole en primer lugar en términos de deberes, de normas; tal imagen es ajena a Francisco. En cuanto sabemos, nunca fue Dios para él primordialmente el Dios de un código; fue mucho más el Dios de la pura gracia, el Dios que se muestra en la oferta de la alianza; es el Dios que regala, el Dios que se acerca, el Dios que se «anonada», el Dios que afirma y plenifica a la persona humana... Nunca es el Dios que encoge, asusta y esclaviza... Es el Dios que se presenta diciendo: «¡No temáis». Es el Dios que dilata el corazón. Pienso que la mentalidad en que bebió Francisco ya desde su infancia debió ser marcadamente moralista... Tal vez nos lo esté sugiriendo indirectamente Tomás de Celano en su Vida primera. ¿Cómo es que en Francisco la imagen de Dios no es antes que nada la de un Dios impositivo, justiciero, temible? Al menos no es así en el Francisco de la edad adulta. En él destaca sobre todo la imagen de un Dios «que da»; da antes que exige; da gratuitamente; da mientras exige... ¿No significa esto esa especie de estribillo a que antes hemos aludido: «El Señor me dio...»; «me dio y me sigue dando...»; «el Señor me dio... y me reveló...»? Cuando Francisco así se expresa, está diciéndonos cómo imagina a Dios y cómo imagina al hombre. Francisco afirma el primado absoluto de Dios, pero no su soledad; afirma también una correlación entre Dios y el hombre. Dios da, se da, pero previamente ha hecho que el hombre, sin dejar de ser limitado como hombre y siendo libre, tenga una capacidad de acogida de lo que Dios le ofrece y de Dios mismo... c) Los diversos hechos referidos en el Testamento A continuación iremos señalando, tema por tema y al hilo del relato del Testamento, los hechos en los que Francisco cree notar de modo particular la presencia y la acción del Señor. - «Dios me dio comenzar... a hacer penitencia... entre los leprosos» El texto del primer núcleo del Testamento dice así: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia; en efecto, como estaba en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo» (Test 1-3). Como se puede apreciar, se entrecruzan dos temas: el de la conversión de Francisco y el de su encuentro con los leprosos. Pese a ser distintos, Francisco no nos permite disociarlos, porque en su vida estuvieron íntimamente unidos. Y lo estuvieron no sólo porque cronológicamente coincidieron, sino porque el uno y el otro son, en la conciencia de Francisco, acción de Dios: el Señor le dio comenzar a hacer penitencia; y para ello le condujo entre los leprosos. Así relata Francisco los hechos: la iniciativa en su vida penitencial la tuvo Dios. Fue Él el actor principal en la conversión de Francisco. La vida anterior la califica Francisco como vida «en pecados». Habituados como estamos a juzgar nuestra vida moral desde un catálogo preciso y a valorar nuestros actos en razón del género y la especie de pecados y su número, esta expresión puede sugerirnos que Francisco está refiriéndose a actos pecaminosos concretos. Y acaso echamos de menos una confesión un poco más explícita y concreta. ¿De qué pecados se trataba? Pero puede que nuestros planteamientos no sean mejores que los de Francisco; y puede que no sea del todo correcto querer encasillar a Francisco dentro de nuestros esquemas. Cuando él dice que «estaba en pecados» acaso no quiere hacer otra cosa que contraponer ese estado primero al de la conversión iniciada en su vida por la acción de Dios. Y puede que hable así, no porque quiera ocultar sus pecados concretos, sino porque su actitud pecaminosa, la contraria a la vida penitencial, la ve reflejada claramente en el horror que le producían los leprosos y que él no es capaz de superar. Se percata de que su sensibilidad no corresponde a la de un creyente. Y esto es para él síntoma de que «está en pecados». ¿No es éste un baremo más preciso para medir nuestras actitudes morales cristianas que ese otro de hacer un recuerdo matemático de los actos que contradicen a un código supuestamente regulador de la vida cristiana? Lo que él ha querido calibrar no es el número, la calidad y la gravedad de sus pecados, sino la sensibilidad de su corazón, sus sentimientos. El texto «me parecía muy amargo ver a los leprosos» es una muestra de lo que se esconde en su interior: la lejanía respecto de Dios y del evangelio. El superlativo «muy amargo» está acaso indicándonos la mucha distancia en que vivía en relación con lo que representa ser cristiano y la gran incapacidad que sentía de sobreponerse. Cuando él escribe el Testamento ha percibido ya que Dios provoca la misericordia, pero en el tiempo anterior a su conversión experimenta que de momento es incapaz de practicarla. La conversión consistirá en que su sensibilidad cambie y en que «lo que le era muy amargo se le convierta en dulzura de alma y de cuerpo». Para Francisco, Dios es el que le da «el comenzar» a hacer penitencia. Nada hay que preceda al comienzo sino Dios. Dios es el absolutamente primero; Él es el que más madruga, el primero que sueña. Y Dios se muestra como un Dios de planes concretos: «el Señor me dio de esta manera comenzar a hacer penitencia...». Pero antes de continuar me gustaría hacer una consideración que se sale de los términos en que se expresa Francisco en su Testamento. Ya hemos dicho que en la visión de Francisco el «comenzar a hacer penitencia» está asociado al «ser conducido en medio de los leprosos». Pero, ¿quiere esto decir que Francisco no hubiera advertido en su interior alguna inquietud, alguna preocupación, que no se hubiera formulado alguna pregunta, que no hubiera hecho alguna valoración de la situación en que vivía, que no sintiera un descontento por la incapacidad que experimentaba, que no hubiera intentado dar unos pasos, que no hubiera hecho algún tanteo, que no hubiera percibido algún deseo de abandonar sus comportamientos espontáneos para ajustarse a otros más evangélicos y que no le hubieran asaltado ciertos temores ante la incertidumbre de lo que no veía con claridad? Estos sentimientos e inquietudes denotan, creemos, un inicio de conversión, que por otra parte parece estar confirmado por ciertos relatos de las biografías primeras. ¿Será que Francisco, aun teniendo conciencia de todas estas inquietudes internas, no las considera como inicio de su conversión? O ¿será que, al tratarse de una narración teológica, cree suficiente resaltar los hechos centrales dejando de mencionar cuanto pudo ser en él preparación para el momento decisivo? ¿O tal vez se tratará de uno de esos casos, poco frecuentes, de gracia tumbativa? Por lógica estadística, nos parece más natural pensar que también en Francisco hubiera habido un proceso y que en él no se hubiera dado un salto del cero al diez, un paso brusco del rechazo a la aceptación y a la acogida. En todo caso, si Francisco afirma que el comienzo de la conversión está en relación con el encuentro con los leprosos de que habla, bien pudo haberlo hecho porque ese encuentro fue particularmente significativo en su vida, dado que en él pudo percibir que en su corazón se había operado un cambio que le situaba claramente en una fase enteramente nueva y que le clarificaba ciertos aspectos de su vocación. Volvamos a recordar lo que Francisco dice de ese encuentro singularísimo con los leprosos. Hubo, sin duda, en su vida otros encuentros casuales del mismo género. Pero éste le impresionó de modo particular; y de él no dice que fuera casual. Dice así: «el Señor mismo me condujo en medio de ellos [los leprosos], y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de ellos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo». Este encuentro que, como hemos dicho, fue probablemente el desenlace de una crisis, Francisco lo presenta como acción de Dios: Dios le conduce a él, «el hermano Francisco», en medio de los leprosos, y le hace que sobreponiéndose a todos los motivos de repugnancia, descubra en ellos la verdadera grandeza y dignidad del hombre, de todos los hombres, y aprenda que no hay forma de «hacer penitencia» y convertirse a Dios que no sea acercándose y sirviendo al necesitado; e incluso llega a «practicar misericordia» y a percibir «dulzura de alma y cuerpo» donde antes no sentía sino repulsa y asco. Es hermosa y muy cristiana la síntesis que espontáneamente hace Francisco: está Dios, pero se trata de un Dios que lo lleva hacia los hombres, y entre ellos hacia los más desvalidos y más pobres. No dice que el descubrimiento de Dios le haya conducido a su adoración -y no es que esto no se haya dado-, sino que le ha conducido «en medio de los leprosos». Me parece tan importante que Francisco haya establecido esta conexión entre Dios y los hombres, los más pobres de los hombres, sin ayuda de una teoría y sin el recuerdo de una doctrina, y sin el interés por construir un razonamiento o la necesidad de apoyar una exhortación...; lejos de aducir argumentos que justifiquen lo que intenta decir, expone, sencillamente, una experiencia viva que avala la verdad del Dios de quien habla. El Dios de la revelación cristiana nunca acapara al hombre ni replegándolo en la intimidad ni separándolo de los otros hombres, para reservárselo únicamente para sí. Cuando Cristo llama a sus discípulos, es para que vivan con Él, pero haciéndolos pescadores de hombres. En cristiano siempre van juntas ambas inquietudes: se busca a Dios, pero, en proporción con esa búsqueda, se siente necesidad de servir al hombre. Destaquemos que, por lo que Francisco nos dice, él se sintió como el beneficiario de un milagro: sintió que su corazón se había transformado. Y por lo que nos dice indirectamente, Francisco comprendió que Dios es el primer interesado por los leprosos y pudo así conocer un poquito mejor el corazón de Dios. Y en los leprosos descubrió el verdadero rostro humano. El Señor produce siempre en el hombre cercanía para con el hombre. ¿Será pura literatura o será comprobación de que la presencia de Dios entraña siempre una fuerza transformadora de la vida del hombre y acercamiento progresivo al hermano? Este acercamiento debió notarlo con una intensidad que estaba en proporción con la desazón que le producía la presencia del leproso; el término «muy amargo» se muda en «dulzura» espiritual y corporal. ¿Cuál es el contenido esencial de este relato que se refiere a un doble tema? Yo creo que este texto quedaría desvirtuado si, poniendo el acento en el encuentro de Francisco con los leprosos, olvidáramos al protagonista esencial y primero. No negamos la importancia que tuvo el encuentro de Francisco con los leprosos. Pero el relatarlo como episodio autónomo, cerrado en sí mismo, es desvirtuar la historia que nos narra Francisco. No podemos borrar el sujeto principal: «el Señor». «El Señor me concedió... El Señor me condujo...». El sujeto antecede siempre a lo que es su obra. Y este texto es un relato de un episodio de la vida de Francisco, del que Dios es el sujeto; hemos de reconocer que Francisco no sabe contárnoslo si no es en lenguaje creyente... Francisco vivió la experiencia de la conversión, se encontró con los leprosos y pudo tratarlos de forma enteramente nueva; pero esto no es todo, ya que en el relato es esencial mencionar el sujeto al que Francisco atribuye todo. Sin decírnoslo expresamente, Francisco viene a afirmar que, desplazando a Dios y no haciendo caso de Él, podríamos llegar a no dar siquiera con el hombre; pero querría decirnos también que hay una manera eficaz de desdibujar a Dios y que ésta consiste en afirmarle de modo que no sintamos la urgencia de atender al hombre. Dios no pierde sentido porque ya hayamos encontrado al hombre; no podemos dejarle de lado porque ya nos haya señalado el campo de trabajo. Dios es el primero antes de encontrar a los leprosos, tras haberlos encontrado y para estar incansablemente buscándolos. Dios es el primero al principio, de camino y al final. Y probablemente esa escueta afirmación de «el Señor» es el núcleo de la primera convicción de Francisco: que Dios, como Señor, irrumpe en su historia con una libertad absoluta, sin estar condicionada a causa previa alguna. El consignarlo es para Francisco un deber y un gesto de agradecimiento. La presencia de Dios en Francisco representa una ruptura respecto del anterior modo de sentir y de vivir; en su vida con Dios estrena una novedad que es «misericordia» y «dulzura del alma y del cuerpo». El esquema mental de Francisco no aceptaría planteamientos en los que nos preguntáramos por Dios en función de las ventajas que Él pudiera reportar a los hombres. No son los intereses del hombre los que justifican a Dios. Pero en modo alguno puede justificarse una imagen de Dios que no ayude a que el hombre se realice. No es que Dios crezca en virtud del reconocimiento del hombre; pero, ¿no es un fracaso para Dios que este reconocimiento no se dé? En todo caso el hombre gana si confiesa a Dios en su vida. Todo planteamiento acerca de Dios en el que el hombre sea el centro, parece negadora de Dios; en esa perspectiva Dios queda sin más degradado, desplazado... La pregunta que se haría Francisco sería: ¿puede pensarse al hombre en un horizonte que no sea el de Dios? ¿Puede el hombre alcanzar su plena dignidad sin el reconocimiento de Dios? En definitiva: Dios no se justifica desde el hombre, pero nada es tan útil al hombre como Dios... Ningún planteamiento meramente utilitario respecto de Dios sería justificado; pero nada es tan útil al hombre como confesar a Dios. Creemos que resultaría sumamente ofensivo a Francisco cualquier planteamiento utilitario respecto de Dios. ¿Es posible la mirada del hombre en torno a sí mismo sin preguntarse al menos por Dios? Desde el hombre, ¿es razonable preguntarse por Dios? O, por el contrario: ¿es razonable no preguntarse por Dios? - Dios revela a Jesucristo Lo había dicho Jesús: «Quién es el Hijo lo sabe sólo el Padre» (Mt 10,22). Según esto el Padre reveló a Jesucristo a Francisco. Habla así en su Testamento: «El Señor me dio una fe tal en las iglesias que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos Señor Jesucristo también en todas las iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 4-5). También ahora destacamos que el sujeto principal vuelve a ser el Señor. Fue Él quien dio fe a Francisco. Francisco reconoce nuevamente la presencia activa del Señor en su vida. Y es en un punto tan importante como en el de la fe en Jesucristo. Al decir que el Señor le dio «fe en las iglesias», no está diciendo, según creemos, que el objeto de la fe sean las iglesias, ni siquiera como lugar en que se encuentra el sacramento de la eucaristía; lo que quiere decir es que, cuando se encontraban en iglesias, hecho que se daba sin duda con frecuencia en aquella primera fase nómada de los hermanos menores (en el texto Francisco se está refiriendo a los primeros tiempos), practicaba la fe en el Cristo eucarístico y oraban diciendo sencillamente: «Te adoramos...». La fe era en él «tal» (talem fidem) que, ante la eucaristía, contemplaba al Cristo redentor y le adoraba y bendecía. Naturalmente supone la fe en «el Señor Jesucristo», en «el Señor Jesucristo» hecho eucaristía; pero la fe, suscitada por el Señor, ha creado en él una especie de adición a las iglesias, porque en ellas estaba Cristo sacramentalmente; y esa misma fe que el Señor avivó en Francisco le llevó a asociar eucaristía y cruz, la cruz redentora de Cristo. Las iglesias vienen a ser la localización del objeto de la fe, que no es otro que Jesucristo; son, si se quiere, el signo privilegiado de la presencia de Cristo entre los hombres; son el lugar en el que Francisco preferentemente «adora y bendice» al Cristo que, por su cruz, ha redimido al mundo. Y qué duda cabe de que, al hacerse esta oración práctica habitual, crea en él una actitud y da a su vida un tono vibrante de adoración y bendición. Esa «fe en las iglesias» va asociada a una conciencia viva y siempre creciente de haber sido rescatado, de haber sido introducido en un reino de libertad, en el Reino del Señor, que le lleva a orar y decir «sencillamente»: «Te adoramos..., te bendecimos...», y no como gesto pasajero, sino como gesto presente en su vida entera. Otro detalle queremos destacar: del Señor recibe Francisco la fe eucarística; el Señor le enseña a asociar eucaristía y cruz; el Señor va creando en Francisco actitudes de «adoración y bendición» al Cristo redentor. No hay en Francisco argumentación teológica que le lleve de la adoración de la eucaristía a la adoración de la cruz, ni reflexión que le haga unir los temas de la eucaristía y la cruz. En esa única fe, a la que el Señor le ha despertado, aprende a integrar cruz y eucaristía y a vivir ambas realidades como una realidad única. Enriquece su actitud de adoración al quedar enriquecido el objeto al que se dirige. ¿Qué pudo haber significado en la vida de Francisco el hallazgo que tiene lugar gracias a la fe que ha recibido? Tampoco respecto de este punto podemos determinar los pasos que Francisco fue dando y cómo fue perfilándose en su vida la figura de Cristo, y cómo de ella fue sacando consecuencias prácticas para su vida, etc. Pero no hemos de olvidar que entre la espiritualidad del tiempo de madurez y ese descubrimiento de edades más tempranas hay segura continuidad. Digamos por fin que este núcleo está formulado como algo referido personalmente a Francisco. Pero la oración que brota de Francisco tiene un carácter comunitario; dice así: «[Yo] oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo..., y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo». Creo que conviene subrayar la sintonía existente entre el primero y este segundo núcleo del relato testamentario; en el primero afirma Francisco que, habiendo descubierto al Señor, se sintió conducido en medio de los leprosos; en este segundo núcleo dice Francisco que «el Señor le dio fe» y que esa fe personal la vivió él como plegaria comunitaria: «Te adoramos...». - Fe en los sacerdotes Francisco da un nuevo paso relatando que, tras haber recibido del Señor una fe más viva en Jesucristo eucaristía y haber aprendido que ésta se encuentra asociada a la cruz, recibió también una nueva gracia: «El Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la norma de la santa Iglesia romana...» (Test 6). Vuelve a insistir Francisco: «el Señor me dio». Pero esta vez no ha querido referirse sólo a los momentos iniciales de su vida de convertido. Resalta que también en el momento en que redacta el Testamento continúa recibiendo esa misma fe: «el Señor me dio, y me sigue dando...». Esta manera de expresarse está indicándonos, sin duda, que reconoce la acción permanente de Dios: la fe que el Señor le dio al principio, se la ha ido dando a lo largo de los años. Y el énfasis con que la expresa, «una fe tan grande», parece indicar que la fe en los sacerdotes ni era entonces fácil ni lo era tampoco para Francisco. No obstante, afirma que si se viere perseguido, quiere recurrir a ellos; que, aunque tuviera la sabiduría de Salomón, no querría predicar contraviniendo a la voluntad de sacerdotes pobrecillos e ignorantes; los quiere temer, amar y honrar como a señores suyos. El motivo es uno: «lo hago... porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre que ellos reciben y solos ellos administran a los demás» (Test 7ss). La fe en Jesucristo, a quien Francisco adora y bendice, tiene una prolongación, que se concreta en la fe en los sacerdotes, por ser ellos quienes lo hacen sacramentalmente presente. Valora este servicio; por él los «teme, ama y venera», y por él quiere ser indulgente incluso si son pecadores. Estas consideraciones han evocado en Francisco otro tema: el de la veneración que, razones próximas a las ahora señaladas, se ha de tener hacia los teólogos y quienes alimentan la fe cristiana. ¿Cómo pueden los hermanos menores mantener el ritmo y la tensión que exige la penitencia iniciada?, ¿cómo pueden mantener la fe en Cristo? Los recursos normales se los pueden ofrecer «los teólogos y quienes administran las santísimas palabras divinas», porque son ellos «quienes nos administran espíritu y vida» (cf. Test 13). Acaso se ha de decir que este tema surgió en la mente de Francisco saliéndose del esquema preparado; hace la impresión de que al tratarlo abandona las coordenadas dentro de las que se movía; cuando se trataba de los sacerdotes, todo se desarrollaba referido a la persona de Francisco: «quiero temer, amar, honrar», «no quiero advertir pecado...», «nada veo...», «quiero que estos santísimos misterios... », «quiero recogerlos y quiero... », y al referirse a los teólogos y a los que administran las palabras divinas, dice que «debemos honrar[los] y tener[los] en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida». El sujeto yo cambia, sin que parezca que haya razones para ello, en nosotros. - «El Señor me dio hermanos» Se impone una primera observación, de carácter literario. Un somero análisis del v. 14 del Testamento hace la impresión de que un hecho de tanto relieve en la vida de Francisco es traído a colación sólo circunstancialmente y como de paso. Lo que a primera vista parece interesarle en este texto es subrayar que el Altísimo le reveló que su forma de vida era la del santo evangelio; y queriéndolo contextualizar dice que este hecho tuvo lugar «después de que el Señor le dio hermanos». Sea esto correcto o sea que Francisco, repasando su vida, recuerda al mismo tiempo ambos hechos y los enuncia componiendo un texto único en el que, literariamente considerado, hay una frase principal y otra subordinada, lo cierto es que el hecho de que se le sumaran los primeros compañeros él lo formula en actitud creyente y atribuyéndoselo al Señor: «... el Señor me dio hermanos». Esta es la conciencia de Francisco. La frase, tal como está enunciada, destaca, no que el Señor suscitó vocaciones nuevas, sino que «el Señor» dio hermanos a Francisco. El sujeto activo principal continúa siendo el Señor; pero Francisco ocupa un puesto importante en el relato: a él da hermanos el Señor. Es posible que al resaltar la condición de hermanos de los que se habían allegado a Francisco, esté queriendo sugerir que, al asociarse a él, compartían su vocación. Pero también es posible que la expresión «me dio hermanos» dé a entender una cierta jerarquía en aquel grupo primero; es verdad que serán hermanos, pero sin olvidar que Francisco los ha recibido, a Francisco le han sido dados. ¿Se trata de una fraternidad en la que impera una igualdad absoluta entre los miembros o es una fraternidad en la que Francisco desempeña un papel singular? - Dios revela a Francisco el Evangelio como forma de vida Francisco prosigue su relato. No habla de descubrimientos propios; atribuyéndoselos siempre al Señor, dice así: «El mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio» (cf. Test 14). Esta «revelación» tiene, de seguro, relación con la fe en Cristo eucaristía y crucificado que el Señor le regaló. Tendríamos que destacar varias cosas: a) el sujeto activo es: «el Señor», al que ahora Francisco llama «el Altísimo»; b) la acción de Éste es una revelación; c) ésta acaece «después que el Señor dio hermanos a Francisco»; d) la acción del Señor recae sobre Francisco: «el Altísimo» le revela algo que concierne directamente a su persona: «me reveló que [yo] debía vivir...»; e) el objeto de la revelación es que «[yo] debía vivir según la forma del santo evangelio». ¿Qué significa revelar en este contexto? Pese a que el sujeto activo sea el Altísimo, no podemos entender la palabra en el sentido más técnico que ella tiene. Ha de estar en línea con la expresión «el Señor me dio». Pensamos que su sentido sería: «El Altísimo me hizo comprender, me hizo saber...». Probablemente Francisco quiere tan sólo resaltar la acción de Dios en su vida; y esta acción la expresa diciendo unas veces «el Señor me dio», otra, «el Señor me condujo», otra, «el Altísimo me reveló». Dicho esto, hemos de preguntarnos por el significado que tiene el que Francisco enlace el que «después de que el Señor le dio hermanos» con el que, no habiéndole mostrado nadie lo que debía hacer, «el Altísimo le reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio». La llegada de los primeros hermanos, como don de Dios, hizo que se constituyera el primer núcleo de la fraternidad. Este dato sirve, sin duda, para establecer la cronología de la revelación del Altísimo a que estamos refiriéndonos: ésta tiene lugar después de que Francisco viera que se le acercaban los primeros hermanos; pero no creemos que ese dato tenga sólo una intención cronológica. El enlace a que hemos aludido está sugiriendo probablemente que a esa primera comunidad ya constituida le afecta la revelación de que «la forma de vida» ha de ser evangélica; la vocación de «los hermanos» está marcada por la llamada a vivir según el evangelio. Como Dios da hermanos, da también evangelio. La conjunción de estos datos significaría, probablemente, que, según Francisco, el ser llamados para ser hermanos equivale a ser llamados a vivir juntos el evangelio. Pero no queda todo suficientemente esclarecido. Si hemos de relacionar la constitución del primer grupo de hermanos con la forma de vida evangélica revelada por el Altísimo, parece obvio que la revelación del Altísimo, destinada al sujeto colectivo de la fraternidad, vaya dirigida a ésta. Pero la realidad no es así. Y Francisco dice textualmente: «después de que el Señor me dio hermanos, nadie me mostró qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio». ¿Por qué Francisco se expresa de modo tan personal, como si el proyecto de vida se refiriese sólo a él? Excluyendo todo concurso de causas segundas, dice de la forma más tajante y como expresando algo en lo que sólo a él afectaba: «nadie me mostró qué debía hacer». Y exponiendo su experiencia, afirma: «el Altísimo mismo me [a su personal reveló que [yo] debía vivir según la forma del santo evangelio»; a esto llama él «revelación el Altísimo». Algo tuvo lugar en el interior de Francisco; creyó percibir una luz nueva. Esa experiencia la vivió él, y creyó que directamente estaba destinada a su persona. ¿Por qué no figuran los demás hermanos como destinatarios de esa vocación que les atañía? ¿Por qué Francisco continúa mostrándose como el único receptor del don de Dios cuando ya existía una fraternidad? ¿Será que piensa que la suya es vocación carismática, y que, como tal, es la de todos los hermanos? No olvidemos lo que acabamos de indicar sobre la frase: «El Señor me dio hermanos»: puede que la forma de expresarse esté indicando que en el grupo se reconoce a sí mismo un papel singular. Y acaso, porque es consciente de la dificultad que puede presentar su forma de relatar los hechos, y para reforzar el carácter comunitario de la vocación, añade -siempre en tono personal-: «Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó». «El Señor le concedió comenzar a hacer penitencia», «el Señor le condujo en medio de los leprosos», «el Señor le dio fe», «el Señor le dio hermanos», «el Altísimo [ningún otro que interviniera] le reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio»... Él sabía mejor que nadie lo que implicaba la vocación; y lo que le fue revelado, fue redactado «en pocas palabras y sencillamente»; de todo obtuvo confirmación pontificia y este refrendo sirvió para que lo escrito acabara siendo la «regla y vida de los hermanos menores». ¿Por qué esa forma excluyente en que Francisco se expresa al decir: «nadie me mostró qué debía hacer..., sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según el santo evangelio»? Es indudable que la negación primera refuerza la afirmación que sigue. Pero, ¿no hubo otra intención en Francisco al establecer esa contraposición? Acaso quiera sugerir lo siguiente: si nadie ha intervenido en sugerir lo que se había de hacer, nadie tendrá derecho a modificar el proyecto; si ha sido exclusivamente el Señor quien le ha revelado -y se lo ha revelado sólo a Francisco, como nos dice el texto- que él debía vivir según la forma del santo evangelio, ¿quién puede pretender cambiarlo? Probablemente Francisco recordaba intentos de hacerle modificar sus planes en la Curia romana; no es fácil que olvidara lo que quisieron hacer sus representantes cuando él se encontraba en Oriente los años 1219/20; ni se le habían borrado seguramente los recuerdos de aquel capítulo en que, en presencia del cardenal Hugolino, le presionaron para que aceptara una de las reglas ya experimentadas en lugar de la propia (LP 18). No quiere que esto vuelva a ocurrir. Por tanto, lo que el texto, tal vez, quiere decir es que sólo tiene derecho a cambiar la regla quien pueda probar su paternidad respecto de ella; pero, como nadie dijo nada en su momento y fue el Señor quien le reveló cómo tenía que vivir, cualquier pretensión queda fuera de lugar y desautorizada, porque el Señor se ha reservado modificar lo que le es propio. Dejando de lado preguntas posibles, acabemos este apartado dejando constancia de que también en el caso de la vocación a vivir según el evangelio, según la conciencia de Francisco hubo intervención del Señor, y fue el Altísimo quien se lo hizo saber, quien le reveló. - El Señor hace a Francisco mensajero de la paz Cuando Francisco se ha referido a cosas importantes en su vida y para la vida de la fraternidad, lo ha hecho empleando siempre la expresión «el Señor me dio..., me condujo, me reveló... ». Lo podríamos decir de otra forma: cuando Francisco recurre a estas expresiones, es que está aludiendo a cosas importantes. Teniendo esto en cuenta tendríamos que decir que cuando Francisco afirma: «El Señor me reveló que dijésemos este saludo: El Señor te dé la paz» (Test 23), tiene conciencia de referirse a un tema verdaderamente importante. No obstante, a nosotros puede parecernos extraña la asociación entre revelación del Señor y una fórmula de saludo. ¿Tanta importancia tiene el que se emplee un saludo u otro? ¿Podríamos explicarlo como consecuencia de no haber cuidado suficientemente la composición de la frase? Difícilmente podía haberse dado que en un texto tan bien pensado y tan calculado en sus palabras se le hubiera escapado a Francisco una expresión no bien matizada. ¿O será que nosotros no nos percatamos suficientemente de la importancia que para Francisco tenía la fórmula de saludo en cuestión? Notemos que Francisco ha empleado y anteriormente -sólo unas líneas antes- la fórmula «el Altísimo me reveló»; lo ha hecho en un contexto muy preciso y siendo, sin duda, muy consciente de lo que decía. No parece probable que ahora emplee la misma fórmula asociada a un tema anterior. ¿No sería lógico pensar en que para Francisco el tema de la paz es uno de los grandes temas? Es muy posible que, cuando Francisco dice que el Señor le ha revelado que los hermanos digan «el Señor te dé la paz», esté aludiendo a algo más que una mera fórmula de saludo; es posible que esté indicando que el talante del hermano menor, cuando va por el mundo, ha de ser siempre pacífico, moderado, manso y humilde. Esto es lo que Dios quiere del hermano menor, y, según Francisco, Dios quiere que esto quede expresado ya en el mismo saludo con el que los hermanos inician su relación con los hombres. Nos cuenta la Leyenda de Perusa que en los comienzos de la religión Francisco saludaba a las gentes diciendo: «El Señor os dé la paz». El saludo causaba extrañeza en unos y molestaba a otros por la novedad que suponía y porque no se sabía muy bien lo que significaba. Y añade que, como un hermano comenzase a avergonzarse de esta forma de saludar y quisiera sustituirla por otra, Francisco no quiso ceder y se ratificó en la costumbre (LP 101). Lo que a nosotros nos interesa subrayar es que Francisco atribuye al Señor el que a él se le hiciera comprender la importancia de este saludo; pensamos que lo que Francisco quiere decir es que tiene la conciencia de que es voluntad del Señor que se presenten entre los hombres como portadores de paz, «sumisos a todos», no litigando, no contendiendo, no juzgando, mostrándose apacibles, pacíficos y mesurados, mansos y humildes (2 R 3,10-11). No queremos dejar pasar inadvertido otro dato; Francisco, que considera que «el Señor le reveló» que los hermanos habían de saludar deseando la paz a los presentes, no desea otra paz que la del Señor. ¿Lo hace tal vez por ser consciente de las diferencias que existen entre esta paz y la que es fruto de meras componendas humanas, como fueron las de 1203 y 1210? ¿Es probable que, hablando de paz, muestre su disgusto por las deficiencias que acompañaron a la paz lograda en Asís los años mencionados? Su deseo es que los hombres sean beneficiarios de una paz plena, la que corresponde a la paz de Dios. Cuando él recuerda la acción de Dios en su vida, está dispuesto a creer que Dios puede intervenir en vidas ajenas creando la paz. No podemos concluir este punto sin hacer una observación. En los dos casos en que en el Testamento se habla de revelación, ésta la recibe Francisco; pero mientras en la primera se dice que lo revelado se refiere a él y es para él: «el Altísimo me ha revelado que [él, Francisco] debía vivir según la forma del santo evangelio», en el segundo dice: «El Señor me reveló que dijésemos este saludo: El Señor te dé la paz». En el primer caso, es Francisco quien debe vivir; en el segundo, han de saludar así Francisco y los hermanos: «dijésemos». Resumiendo En esta secuencia de hechos hay uno que nos gustaría quedara sobre todo claro: Dios es la figura que en primer lugar emerge en la conciencia de Francisco; es de tal manera central y primera, de tal manera es considerada activa y operante, que, actuando en el corazón de Francisco, se lo ha ido moldeando y le ha ido revelando los que han de ser los grandes valores de su vida (Dios se ha reservado siempre el configurar al hombre «a su imagen y semejanza»), le ha ido guiando en la realización de su vocación. Dios estaba en el principio; ha sido Dios quien, conduciéndole entre los leprosos, le ha dado «comenzar» a hacer penitencia; fue Él quien hizo que Francisco descubriera a Cristo como redentor del mundo y quien despertó en Francisco una actitud de adoración y bendición a Jesucristo en la Eucaristía, quien le hizo creer en los sacerdotes, quien le hizo comprender que la escucha de la palabra es generadora de «espíritu y vida»; fue Dios quien, sin que Francisco lo hubiera previsto, le dio hermanos y le reveló que la vida de la nueva comunidad había de estar inspirada en el Evangelio; y fue Dios quien le hizo valorar la paz, como mensaje evangélico y como componente de la vocación de los hermanos menores. Y, al concluir el Testamento, Francisco proclama que cuantos, arrastrados por este torrente de vida que brota de Dios, viven la «forma del santo evangelio», «sean colmados en el cielo de la bendición del altísimo Padre, y sean colmados en la tierra de la bendición de su amado Hijo, con el santísimo Espíritu Paráclito y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos» (Test 40). Si Francisco dice que Dios le acerca a los leprosos y él nota que su sensibilidad ha cambiado, está diciéndonos que Dios ha actuado en su interior y que lo ha configurado según un modelo nuevo que Francisco no conocía; si Francisco atestigua que, por la acción de Dios, ha descubierto a Cristo, que lo adora y bendice como a Redentor del mundo, está sugiriéndonos un cúmulo de sentimientos nuevos que hasta el momento le eran desconocidos; si Francisco reconoce que el Señor le ha dado fe en los sacerdotes, está diciendo que agradece a Dios las mediaciones creadas; si Francisco afirma que Dios le ha dado hermanos, está indicándonos que Francisco ha percibido de forma nueva que hay en el cielo un Padre, que crea relaciones nuevas entre los hombres y que éstos pueden sentirse vinculados por nuevas relaciones de parentesco basadas en Dios; si Francisco se siente llamado, él y los suyos, a estrenar una forma nueva de vivir, inspirada exclusivamente en el evangelio, está confesando que en su corazón se ha creado una nueva sintonía con valores nuevos y que para él la vida es, toda ella, un aprendizaje del evangelio; si en aquel medioevo envuelto en conflictos y guerras continuas Francisco es impulsado a proclamar la paz, es que ha comprendido que entre hermanos no debe haber peleas ya que éstas deshonran al Padre común. Gracias a que «Dios le dio» y «le sigue dando», Francisco ha estrenado un corazón nuevo que vibra como antes no vibraba, que siente como antes no sentía, que ama como antes no amaba, que se alegra y sufre como antes no se alegraba y sufría. B) RESPUESTA DE FRANCISCO Hasta ahora, guiados por el texto del Testamento, hemos podido ver por qué derroteros ha conducido Dios a Francisco. Todo ello nos remite a un centro del que fluye todo. Pero es lógico pensar que Francisco intenta responder a Dios, cuya presencia y acción ha experimentado en su vida, tratando de que todo confluya a ese centro. En la primera parte hemos recordado hechos de la vida de Francisco; pertenecen a años ya pasados, aunque estén redactados en tiempos posteriores y tal vez reflejando en cierta medida el sentir de épocas de madurez. En esta segunda parte no podemos sino recoger testimonios que hablan de vivencias del momento, pese a que, en la convicción de que en Francisco hubo un proceso, nos hubiera gustado resaltar la línea de evolución de sus sentimientos, de sus convicciones, de sus decisiones, etc. Es verdad que en determinados casos el punto de llegada puede indicarnos, al menos vagamente, el camino recorrido; pero, por lo general, nos gustaría conocer mejor los pasos que fue dando. La historia no queda representada sólo por el final. Hay una palabra en los escritos de Francisco que recoge, según creemos, la actitud básica de Francisco; es la palabra «restituir»: «te restituyamos todos los bienes» (AlHor 11). Francisco ve a Dios como el «omnipotente, santísimo, altísimo, sumo Dios» (AlHor 11); según él, «ningún hombre es digno de hacer de ti mención» (Cánt 2). Y esta distancia entre Dios y el hombre crece «porque todos por nuestra culpa somos miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos» (1 R 23,8; cf. también 2CtaF 46; 1 R 17,7; 23,5). No desaparece esa sensación de lejanía y de grandeza, pero una nueva luz le ilumina y comienza a ver lo que antes le estaba oculto. A nosotros, «miserables, míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos», «nos ha hecho y hace todo bien» (1 R 23,8). Y nota que en su corazón va tomando cuerpo y crece un sentimiento profundo de confianza ilimitada. ¿No había estado notando que la mano del alfarero divino había ido moldeando su persona, sus sentimientos, sus hábitos, sus opciones, su vida? Si ya Dios había acortado, y hasta suprimido, esas distancias, ¿por qué no intentar franquear esas fronteras y dejar que el corazón se explayara extasiado proclamando las bellezas de Dios? ¿Por qué no sentirse invitado a amar, con toda la cercanía posible, a quien se le había mostrado como el amor? De Dios dice que es «todo bien, sumo bien, bien total... el solo bueno» (AlHor 11), pero añade que el bien que palpamos es reflejo del bien que Dios es: «de quien todo bien procede, sin el cual no hay bien alguno» (ParPN 2; 1 R 17,17). ¿No es hermoso poder confesar que Dios es el primero, y que lo es siendo bueno, y que es primero y bueno de forma que de Él brota todo bien, que nunca desplaza y anula, que siempre acompaña y ama? Esta honda convicción y la de que Dios manifiesta su bondad en lo mucho que ha hecho y hace en su vida, en la de sus hermanos, y que puede hacer en la vida de los hombres, le lleva a que casi no sepa hacer otra cosa que invitar a que todos alaben al Señor. Dirigiéndose a sus hermanos les recordará su vocación y misión diciéndoles: «Alabadlo porque es bueno y enaltecedlo en vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino Él» (CtaO 8-9). a) Jesús, el Hijo del Padre, muestra a Francisco al «Padre santo» La revelación que el Padre hizo de Jesús a Francisco le llevó a «adorar y bendecir al Señor Jesucristo». En las iglesias miró Francisco a la eucaristía y la vio atravesada por la cruz. No hubo nada en su vida que le resultara más querido. Esa sintonía primera con Jesús fue creciendo y fue haciéndose cada vez más plena, de forma que un día comprendió que había de asociarse más y mejor a Jesús tomando el evangelio como forma de vida. Modelado por dentro, Francisco quiere dejarse modelar también por fuera. Jesús es la figura única a la que Francisco quiere asemejarse en todo. «Atengámonos, dice Francisco, a las palabras, vida y doctrina y al santo evangelio de quien se dignó rogar por nosotros a su Padre» (1 R 22,41). Nos lo había dicho Jesús: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y al Padre no lo conoce sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Hay un rasgo en Francisco que fácilmente puede pasar desapercibido y que, sin embargo, tiene una gran importancia en orden a descubrir quién y cómo es Dios para él. Eso de que sólo el Hijo revela quién es el Padre se realiza en Francisco de una forma que resulta constatable. El Padre había hecho que Francisco fijara la mirada en la eucaristía y que en ella contemplara a Cristo en el misterio de la Cruz. Acaso hay una cierta continuidad entre el «Te adoramos... y te bendecimos porque por tu santa cruz redimiste al mundo» y el Oficio de la Pasión que rezaba a diario; quizás fueron estos hábitos contemplativos los que le hicieron componer (si en estos términos podemos expresarnos) el mencionado Oficio de Pasión, que, lejos de ser un formulario de oraciones y prácticas meramente piadosas, es un texto que, valiéndose de versículos de los salmos, sin fomentar sentimentalismos, recuerda los misterios de la vida de Cristo, evoca sobre todo sus padecimientos que Él los vive con una actitud de entera confianza en su Padre. En dicho Oficio se escucha muchas veces la voz de Jesús que invoca a su Padre y se abandona en sus manos. Jesús afronta los pasos de su vida y en ellos mantiene un coloquio cordial y profundo con su Padre. ¿Cómo Francisco fue aprendiendo cómo es Jesús y cómo es Dios? Por lo que sabemos, creo que, sin miedo a equivocarnos, podemos decir que Francisco oraba escuchando la oración de Jesús, oraba asimilando los sentimientos de Jesús ante su Padre. Es probable que sea en esa oración donde él aprende a admirar más y más a Dios, es ahí donde con más intensidad percibe el amor de Dios, su grandeza, su misericordia, su cercanía, su entrega. El Oficio de la Pasión es para Francisco un espacio de contemplación. Mientras Francisco lo recita asiste como testigo a la oración de Jesús, escucha sus palabras, mira emocionado sus gestos, se estremece ante sus actitudes, llora ante sus sentimientos. Aprende poco a poco cómo ha de dirigirse a su Padre Dios, cómo se puede compaginar filiación y vida real, cómo el Padre no abandona nunca, cómo uno puede vivir confiando sin reservas en Dios... Esta contemplación iría en Francisco acompañada de otras contemplaciones: la de los hombres, la historia, la creación... En su plegaria no acaba de contemplarle en sus múltiples manifestaciones. La oración es para Francisco «una comunión espiritual con el Dios vivo y personal..., el fruto de una paciente escucha en el silencio o de una visita imprevisible» (Hubaut, Cristo nuestra dicha, p. 72). Pero hemos de añadir que Francisco no percibe a Dios sólo en la oración; lo percibe también en la vida real, en la acción real de Dios en su vida, tal como hemos querido dejar ver en la primera parte de este trabajo. b) ¿Qué dice Francisco de Dios? Dice, sin duda, tantas cosas... Dios le ha embelesado. Por eso, cuando trata de expresarse respecto de Dios, queda siempre corto. Por de pronto -lo repetimos-, para Francisco Dios es el «innombrable»: «nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte» (1 R 23,5); «ningún hombre es digno de hacer de ti mención» (Cánt 2). Pero, si se dispara, no sabe contenerse: de nuestro «Creador, y Redentor, y Salvador, solo verdadero Dios», dice que es «bien pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien; ... el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce; ... el solo santo, justo, veraz, santo y recto; ... el solo benigno, inocente, puro; de quien y por quien nos viene, y en quien está todo perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en el cielo» (1 R 23,9). Repetimos una observación que antes hemos hecho: no esperemos especulación de Francisco. San Francisco no habla de Dios como si fuera el resultado de una especulación. Habla de Dios como si sus palabras fueran redundancia de una vivencia. No es que no haya pensamiento en lo que Francisco dice. Lo que no hay es pensamiento teórico; no hay apología racional; no hay exposición meramente doctrinal. A Dios lo vive sobre todo desde el sentimiento, desde la experiencia de lo que para él ha sido bueno. En todo aquello que a Dios atribuye, Dios es «el más...», «el único...». Y lo expresa más con adjetivos y meros substantivos que explayando ideas. Como si se tratara de percepciones desde miradas distintas. Contempla a Dios desde ángulos diversos y va resaltando aspectos que admira. Cuando de Dios se tienen sólo o predominantemente ideas, sin que la experiencia las acompañe, pueden ser lo mismo iluminadoras que oscurecedoras y reductoras... Nuestro hablar de Dios, ¿no tiene más de apología racional que exposición vivencial? Si fuera vivencia, ¿no nos ocurriría lo que a Francisco: que dice y dice y no acaba; que sugiere más que explica; que expresa más con adjetivos que con ideas? En lo que dice de Dios va comprometida toda su vida. Ejemplo de esa mirada contemplativa de Francisco es la oración que llamamos Alabanzas al Dios altísimo, compuestas después de la estigmatización:
En esta oración llama la atención ese «tú», que, repetido e incansablemente sostenido es «expresión tanto de su admiración y adoración cuanto de su convicción de que Dios no se acaba nunca. Los nombres que en ella da a Dios en Cristo cantan la doble ladera que incansablemente contempla en Él: su grandeza y lejanía de nosotros (vv. 1-3) y su cercanía inimaginable y misericordia (v. 4-6)» (BAC, p. 25). Ese «tú», que tanto repite, lo mismo expresa distancia que presencia, respeto que confianza. Es el «Tú» en el que Francisco se percibe, y en el que encuentra la posibilidad de vivir su propio «yo», denso como el de pocas personas, y tan característico. La mirada contemplativa y extasiada de Francisco que refleja esta oración supone un descubrimiento del Dios que se le revela y desata un proceso permanente de búsqueda ininterrumpida. Valora el milagro de que es testigo, lo proclama gozoso y encuentra en él estímulo para asimilar y reproducir lo que canta. El «Tú eres» no acaba emplazando a Francisco fuera de sí mismo; le invita a interiorizar y le fortalece por dentro creando una dinámica de apropiación de lo que encuentra en su Dios. c) Dios despierta también el «nosotros» No imaginemos que ese «Tú» tan personal aísle a Francisco. El Dios al que Francisco alaba, bendice, adora, como lo hemos visto en la lectura del Testamento, no lo acapara para sí, ni lo lleva a encerrarse en un intimismo autosatisfecho y complacido; Dios «conduce» a Francisco hacia los leprosos para que los «trate con misericordia»; en lugar de llevar a Francisco por caminos de estricta soledad, le «da hermanos» que vivan unidos la paternidad de Dios y compartan el evangelio. Ni siquiera cuando se encierra en su corazón para orar a Dios, es Francisco un ermitaño solitario; cuando, en el tono más personal, dice «Tú» refiriéndose a Dios, no lo dice desde un «yo» replegado en sí mismo y egoísta; lo dice sintiéndose asociado a todos los hombres. El sujeto que ora es un «nosotros» comunitario. Francisco se realiza saliendo de sí mismo, uniéndose a todos los hombres, y volcándose en el «fuerte..., el grande..., el altísimo, el rey omnipotente, el Padre santo, el rey del cielo y de la tierra, ... el trino y uno, Señor Dios de los dioses, ... el bien, el todo bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero..., omnipotente y misericordioso salvador», y viviendo su vida como eco de la vida de Dios en él. Dios es «toda nuestra riqueza a satisfacción», «nuestro custodio y defensor», ... «nuestra esperanza, ...nuestra fe, ...nuestra caridad, ...toda nuestra dulzura, ...nuestra vida eterna...». ¿Puede hacerse una confesión de Dios que no sea comunitaria? ¿Puede haber oración que no sea hecha en unión con los hermanos, los hombres? ¿Puede haber un Dios que estreche el horizonte humano y lo haga puramente individual? Muy pronto lo intuyó Francisco; cuando en su Testamento alude a la fe que él personalmente recibió del Señor y practicó en las iglesias contemplado la eucaristía atravesada por la cruz, se sorprende haciendo una oración comunitaria: «Te adoramos, Señor Jesucristo... y te bendecimos...». d) Dios, todo gracia Siendo Dios el absolutamente primero, nada hay que le anteceda, nada hay que ante Dios pueda ser invocado como «derecho». En Dios todo es gracia. Con una audacia extraña llegará a decir a un ministro que todo, «aunque lleguen a azotarte..., debes considerarlo como gracia» (CtaM 2). La primera gracia para el hombre es Dios mismo. Por eso, en tono de alabanza, dirá: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Señor rey de cielo y tierra, te damos gracias por ti mismo...» (1 R 23,1). Gracia es el haber sido creados y el haber sido amados; gracia, el que Dios haya querido que su Hijo «verdadero Dios y verdadero hombre naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María» y que nosotros «fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y muerte» (1 R 23,3). Gracia es que ese mismo Hijo vaya a venir a castigar «a los malditos» y a premiar a los que «te conocieron, y te adoraron y te sirvieron en penitencia» (1 R 23,4). Todo es motivo de acción de gracias: «te damos gracias» «e imploramos que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado..., que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has hecho, te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito como a ti y a Él mismo le agrada. ¡Aleluya» (1 R 23,5). E invita todavía a María, a todos los órdenes angélicos, al coro de todos los santos «que fueron, serán y son» que «por todas estas cosas te den gracias a ti, sumo Dios verdadero, eterno y vivo, con tu queridísimo Hijo nuestro Señor Jesucristo y el Espíritu Santo Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén. ¡Aleluya» (1 R 23,6). ¡Qué exuberancia de gratitud en Francisco e) «... Por el santo amor con que nos amaste» (1 R 23,3) ¿Hay forma de hablar que mejor exprese la profunda convicción que Francisco tenía de la cercanía de Dios? Se trata de una cercanía que siendo «amante» se hace intensamente amable. Siendo Dios el primero, y siendo su acción toda gracia, su presencia en nuestra vida es toda amor. Pero es un amor que nos capacita para amar. Por eso, a continuación de los textos de agradecimiento aludidos o transcritos, añade: «Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres, al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará; que nos ha hecho y hace todo bien a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos. Ninguna otra cosa, pues, deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos agrade y deleite, sino nuestro Creador, y Redentor, y Salvador, solo Dios verdadero, que es bien pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien; que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce; que es el solo santo, justo, veraz, santo y recto; que es el solo benigno, inocente, puro; de quien, y por quien nos viene, y en quien está todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en el cielo. Nada, pues, impida, nada separe, nada se interponga; nosotros todos, dondequiera, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días y continuamente, creamos verdadera y humildemente y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y sobreexaltemos, engrandezcamos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, trinidad y unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que en Él creen y esperan y lo aman; que, sin principio y sin fin, es inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, loable, glorioso, amable, deleitable, y sobre todas las cosas todo deseable por los siglos. Amén» (1 R 23,8-10). ¡Esta sí que es una vida concentrada en lo esencial Como se ve, Francisco no hace afirmaciones abstractas. Quiere expresar sus sentimientos con el temor de quedar siempre corto y de ser impreciso. Dios es siempre más; por eso emplea adjetivos, substantivos, verbos, queriendo siempre decir más y mejor e incitar a todos a más. Su impresión es que ante Dios es imposible exagerar y es imposible llegar al punto justo. f) «Tú eres nuestra riqueza a satisfacción» (AlD 5) Muchas veces hemos solido presentar a Francisco como el enamorado de la pobreza. Difícilmente podrá decirse que no lo fuera. No hay duda de que Francisco habla ilusionado de la pobreza. ¿De dónde arrancaban sus afanes de pobreza? ¿Cuáles son los trasfondos de sus elogios de la pobreza y cuáles los motivos más verdaderos para recomendarla? ¿La ascética? ¿El afán de propio control? ¿La complacencia de verse capaz de irse superando? ¿El deseo de liberación de ataduras que podían impedirle consagrarse a causas que merecen la pena? Volvemos a lamentar que no conozcamos suficientemente cómo Francisco fue creciendo en su amor a la pobreza, cómo fue aprendiendo a enriquecer su visión, cómo fue percibiendo las razones para ser pobre, cómo fue precisando los contenidos de la pobreza, etc. También en este caso disponemos de mayor abundancia de datos referentes a la edad madura; acaso sus vivencias postreras puedan ayudarnos por la luz que proyectan sobre el camino recorrido. El tema de la pobreza en Francisco es probablemente muy complejo y no tener esto en cuenta supondría simplismos, incorrecciones y desviaciones. Pero, sin pretender agotar el tema, hemos de decir que difícilmente se puede vivir la pobreza en cristiano si no arranca de la conciencia de que Dios, como dice Francisco, es «toda nuestra riqueza a saciedad». «No tener», «no poseer» y vivir esto en actitud de autocomplacencia es dudosamente cristiano. La pobreza, en cristiano, ha de ser la cara en la que se refleja la riqueza de Dios. Sólo la suficiencia de Dios y su riqueza puede llevar a profesar una pobreza cristiana, porque sólo sobre esa base se puede vivir una pobreza que no sea simplemente vacío. La experiencia de que Dios es rico para el hombre, induce a relativizar todo lo demás y, probablemente, conduce a apreciar la pobreza. La pobreza en Francisco tiene un contenido teológico y es una profesión permanente del Dios rico. El no tener cosas era en él recordar lo que tenía. Francisco proclama alborozado y sinceramente: «Dios es el bien pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien;... el solo bueno» (1 R 23,9). Pero es claro que la mera confesión de que Dios es bueno no ayuda a renunciar a nada. Sólo cuando Dios es el bien real, cabe una renuncia real a todo. Si el «Tú eres» no pasa de ser una proclama doctrinal y teórica, la vida no será rica ni la pobreza será real. Francisco es pobre porque sabe saborear la suficiencia de Dios. Es verdad la pobreza de Francisco porque en su vida es verdad la riqueza de Dios. Algo paralelo es lo que Francisco dice de la verdadera alegría. Ésta no consiste en triunfos humanos, ni tampoco en el sufrir. Se vive la verdadera alegría -no la «perfecta alegría», de la que Francisco no habla- cuando un gozo interior profundo, que nace de poseer a Dios, inunda el alma y ésta es capaz de vivir serenamente y sin turbarse aún en medio de privaciones, incomprensiones y rechazos. Volvemos a preguntarnos: ¿cómo fue acercándose Francisco a vivir la suficiencia de Dios, cómo mantuvo su tensión tratando de que alegría fuera verdadera? Probablemente también en Francisco había un insatisfecho que buscaba más que un santo que se gozaba de logros plenamente adquiridos. Cuando él dice «tú eres toda nuestra riqueza a saciedad» está diciendo lo que Dios es y lo que quiere que sea. CONCLUSIONES Serán conclusiones que irán mezcladas de preguntas. Hay de fondo una convicción: lo que en Francisco se dio, es indudablemente personal; pero refleja a un Dios que no ha quedado agotado con Francisco ni por Francisco. La vida de Francisco sitúa a la cultura en el lugar que le corresponde. Podríamos recordar aquellas palabras suyas «Nadie me mostró qué debía hacer», viendo en ellas la incapacidad de la cultura para dar explicación de su vida. Los niveles culturales quedan superados por su experiencia, que quedaría expresada en aquellas otros palabras que reflejan la verdadera cara de Francisco: «El Altísimo mismo me reveló...». Es decir, Dios puede romper todos los muros humanos que intenten represarlo y actuar como quiere. Y Dios quiere al dictado de lo que Él es. Para Francisco lo que narra tiene la evidencia de lo inmediato. Y narra lo que palpa: «el Señor me dio», «el Señor me condujo», «el Señor me reveló»... Su Testamento pretende sólo reseñar, consignar hechos. Y nos ha legado su historia personal. Somos sus destinatarios; pero lo somos en un doble sentido: para que sepamos lo que él vivió y para que nos enteremos de que los rasgos de su vida pueden reproducirse en nosotros, porque Dios puede actuar en cualquiera. El Dios que dio a Francisco no lo hizo de forma excepcional, en un momento de mayor generosidad de Dios. Lo hizo porque su obrar es reflejo de su ser. El Dios que continúa siendo, continúa también actuando. El hombre actual, pese a las barreras que la cultura quiera imponerle, puede también percibir la acción de Dios. Dios da el comenzar a hacer penitencia y el culminarla. Hacer penitencia es desbordar los cauces culturales, introducir una ruptura e iniciar un camino nuevo, inspirado en criterios nuevos. Mientras Francisco hace ese recorrido penitencial, van apareciendo como don de Dios: - los leprosos (garantía de que es Dios quien actúa), - Cristo en la eucaristía atravesada por la cruz, - las mediaciones para acercarse a Cristo, - los hermanos, - el evangelio como fuente de inspiración para la vida, - la paz, como regalo de Dios y como mensaje de quien la recibe. Francisco no se apropia de lo que recibe. Le nace restituírselo al Señor. Es mucho lo que ha recibido: el amor de Dios, Jesucristo, el evangelio, los hermanos...; la acción y la presencia de Dios... No necesita de otras razones para amar y dar gracias... Cuando mira a su interior y en derredor suyo, percibe siempre un TÚ al que contempla, alaba, adora y bendice. Francisco nunca está solo. Cuando alaba a Dios, se siente acompañado; con él estaban cuando menos sus hermanos...; con él estamos también nosotros. Francisco, creyente que experimenta a Dios en su vida, puede ayudarnos a afrontar el tema Dios con confianza; su vida revela que el Señor se hace presente y da: capacidad de conversión, transformación del corazón, fe en Jesús, fe en sus mediaciones, hermanos, evangelio, ser servidores de la paz... ¿Estamos seguros de que Dios puede actuar en nuestra vida? El Dios de Francisco crea en el hombre interés por el hombre, el necesitado, el pobre, el marginado. ¿Qué significan nuestros temores de que Dios vaya a inducirnos a intimismos y soledades estériles? El Dios de verdad está más cerca de los hombres que los hombres mismos. Dios revela a Cristo. Cristo debería ser también para nosotros «lugar» de contemplación en que aprendamos a acercarnos al Padre, a acogerle. ¿Qué significa para nosotros la Eucaristía? ¿Qué relación existe para nosotros entre la Eucaristía y la cruz? ¿Cuál es nuestra actitud frente a las mediaciones instituidas para encontrarse con Jesús? ¿Tenemos la conciencia de que Dios suscita fraternidad? ¿Y que lo hace sin apagar la vocación personal? ¿Nuestra vida cristiana está interpelada por el evangelio o tiene como norte el mero cumplimiento de deberes? ¿Nos sentimos mensajeros de paz? Pero, ¿la paz que proclamamos está encuadrada dentro de una serie de componentes vocacionales? Siendo Dios «el bien, el solo bueno», y siendo Él todo gracia, ¿no tendríamos que ir aprendiendo a agradecer siempre su presencia activa entre nosotros y los hombres? Si Dios nos ama, ¿cuál debería ser el tono de nuestra vida? ¿No tendríamos que distinguirnos por nuestra actitud confiada, arriesgada, audaz...? Dios es «nuestra riqueza a satisfacción». ¿En qué se apoya nuestra pobreza? ¿Qué tipo de pobreza deberíamos vivir? Francisco nos dice que Dios es el primero; reconoce que de Él arranca todo, que Él es solo gracia. ¿No se advierten en nosotros recelos respecto del primado de Dios? ¿No nos da miedo el confiarle la vida? ¿Puede Dios ser el primero sin que su presencia se convierta en llamada a la conversión? ¿Puede Dios ser el primero sin que demos de verdad con el leproso? Si no damos con el leproso, ¿será tal vez que no hemos dado todavía con el Dios verdadero? Si el Dios, a quien damos culto, no nos lleva a adorar y bendecir a Cristo, ¿será acaso que Dios no es el primero o que Dios no es el Dios verdadero? Si Dios es el primero, ¿su presencia no hará que las relaciones humanas las vivamos desde perspectivas nuevas y que los hombres/mujeres sean nuestros hermanos? Si Dios es el primero, ¿no nos sentiremos urgidos por Él a vivir según una forma nueva según el evangelio? Si Dios es el primero, siendo él la paz, ¿será posible que no nos impulse a ser mensajeros de esa paz? [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXVIII, núm. 84 (1999) 435-465] |
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