DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


FRANCISCO Y SUS HERMANOS,
UN NUEVO ROSTRO DE LA MISIÓN

por Michel Hubaut, OFM

 

[Título original: François et ses frères: un nouveau visage de la Mission, en Évangile Aujourd'hui n. 109 (1981) 7-21]

M. Hubaut expone en este artículo las grandes intuiciones misioneras de Francisco y sus primeros compañeros, y cómo se esforzaron en llevarlas a la práctica. La Misión, fruto de la contemplación, la pobreza y la minoridad, es, ante todo, una forma evangélica de vida: la vida fraterna. Vivir la Misión es revivir todos los actos salvíficos de Cristo: su vida retirada y oculta en Nazaret, su predicación itinerante, su triduo pascual.

¿MISIONEROS POR VOCACIÓN?

En el principio de la aventura espiritual de Francisco no hay un proyecto apostólico preciso, como en el caso de santo Domingo. Francisco se convierte al misterio de Dios; su radicalismo evangélico es, en primer lugar, el radicalismo de la fe; va a jugarse su vida a una carta, la de Dios. Demasiadas veces repite este deseo en sus Escritos como para que no sea el dinamismo fundamental de toda su existencia y de la vida de sus hermanos: «Ahora bien, después que hemos abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos de hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle» (1 R 22,9), es decir, tener fija nuestra mente y corazón en el Señor (cf. 1 R 22,25-31; 23,9). Seguir, con el Espíritu del Señor, las huellas de Jesús para buscar y encontrar a Dios Padre, será el centro nuclear del proyecto franciscano (cf. CtaO 50-52).

No obstante, todos los biógrafos, y muy en especial los testigos más directos de los orígenes, entendieron la vocación de Francisco y de sus hermanos en una perspectiva netamente misionera. Refiriéndose a los primeros pasos de la aventura franciscana, el autor del Anónimo de Perusa dice: «Movido por su clementísima misericordia, Dios acordó enviar obreros a su mies» (AP 3). Y describe la primera estancia de Francisco en San Damián como el alba de una verdadera misión universal: «El Señor colmó de riquezas al que era pobre y estaba ultrajado: llenándolo de su Espíritu Santo, puso en sus labios un mensaje de vida para que proclamara y anunciara entre la gente el juicio y la misericordia, el castigo y la gloria, y para que les trajese a la memoria los mandamientos de Dios que habían echado en olvido» (AP 8; cf. 2 R 9,4). Varios biógrafos mencionan incluso que, antes del acontecimiento de la escucha del «Evangelio de la misión», que marcará realmente una etapa muy decisiva en su concepción de la misión, Francisco, durante los tres años de su conversión, mientras reparaba las iglesias en ruinas, no podía por menos de cantar públicamente las alabanzas del Señor y de dirigir «palabras sencillas» a sus conciudadanos de Asís (TC 21).

En cuanto reúne en torno a sí a unos pocos hermanos, organiza una breve gira que es como un ensayo de su próxima misión: «Luego, el bienaventurado Francisco tomó al hermano Gil y lo llevó de compañero a la Marca de Ancona... A la sazón, el varón de Dios todavía no predicaba al pueblo. Sin embargo, al pasar por ciudades y castillos, exhortaba a hombres y mujeres a temer y amar al Creador del cielo y de la tierra y a hacer penitencia de sus pecados. En cuanto al hermano Gil, remataba la plática con esta cantinela: "¡Muy bien dicho! ¡Fiaos de él"» (AP 15).

Vamos a mostrar cómo, en efecto, Francisco y sus hermanos fueron hombres profundamente apostólicos que habían recibido una «misión» especial en la Iglesia para la salvación de los hombres.

J. Benlliure: Francisco predica en la plaza de Asís

I. LAS GRANDES INTUICIONES MISIONERAS DE FRANCISCO

Ante todo, una forma evangélica de vida

A pesar de lo que acabamos de decir, parece ser que la dimensión «misionera» propiamente dicha de la vida evangélica de Francisco surgió verdaderamente sólo al final de su conversión personal a la Buena Noticia. Evoquemos simplemente ese episodio decisivo y tan conocido del «Evangelio de la misión».

«Al oír Francisco que los discípulos de Cristo no debían poseer ni oro, ni plata, ni dinero; ni llevar para el camino alforja, ni bolsa, ni pan, ni bastón; ni tener calzado, ni dos túnicas, sino predicar el reino de Dios y la penitencia, al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: "Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica"» (1 Cel 22).

Cuando san Buenaventura refiere este mismo episodio, subraya que Cristo, «al enviar a sus discípulos a predicar, les traza la forma evangélica de vida que deben observar», y dice de Francisco: «Tan pronto como oyó estas palabras y comprendió su alcance, el enamorado de la pobreza evangélica se esforzó por grabarlas en su memoria... poniendo toda su solicitud en llevar a cabo lo que había oído y en ajustarse completamente a la forma de vida apostólica» (LM 3,1). Añadamos que, según todos los biógrafos, a este hecho siguió inmediatamente una primera campaña de predicación apostólica. Advirtamos, por último, que, según el Anónimo de Perusa, no es Francisco solo, sino Francisco y sus hermanos, quienes viven este gozoso descubrimiento y esta jubilosa decisión: «Y el bienaventurado Francisco agregó: "Esta será nuestra Regla"» (AP 11).

Así pues, lo que impresiona a Francisco y a sus hermanos es, ante todo, una forma evangélicade VIDA en medio de los hombres (cf. Test 14-15; LM 4,1). No es la predicación explícita de los apóstoles lo que les seduce en primer lugar, sino su forma de vida en torno al Señor. Se percatan de que la vida del enviado es la expresión viva de su mensaje, la primera «Palabra» viviente del Reino. Esta intuición es decisiva. Comprenden que ser «apóstol» no es, en primer lugar, hablar, sino comprometer íntegramente la propia vida en el Misterio de la Salvación, revivir los gestos de Cristo Jesús, identificarse con su misión (cf. LM 14,1).

Estas intuiciones misioneras hunden sus raíces en una mirada «contemplativa» permanentemente posada en el misterio de la Encarnación: «Por eso prefirió vivir para bien de todos los demás antes que para sí solo, estimulado por el ejemplo de Aquel que se dignó morir él solo por todos» (LM 4,2). Francisco «ve» al Hijo único de Dios, el Enviado, el «misionero» del Padre, cómo abandona su gloria para acampar entre nosotros. Eso es lo que le conmoverá siempre: ese misterioso arrebato de la Encarnación del Amor Salvador que impele a Dios a caminar entre los hombres. Su concepción de la «misión» no tiene otro origen. Anunciar el Evangelio y la Salvación no consiste, en primer lugar, en predicar un mensaje, sino en participar de ese perenne arrebato del Amor que se entrega hasta la muerte: «Consideremos -dijo Francisco-, hermanos queridos, nuestra vocación, a la cual por su misericordia nos ha llamado el Señor, no tanto por nuestra salvación cuanto por la salvación de muchos otros, a fin de que vayamos por el mundo exhortando a los hombres más con el ejemplo que con las palabras, para moverlos a hacer penitencia de sus pecados y para que recuerden los mandamientos de Dios» (TC 36).

Ser una Palabra viviente, una Vida que habla. Y, en verdad, el primer acto misionero de Francisco y de sus hermanos fue precisamente su estilo de vida, captado en primer lugar como un choc, como una interpelación. Sus contemporáneos estuvieron mucho tiempo divididos entre la reacción escandalizada o despreciativa y la admiración más o menos declarada. La nueva forma de vida de Francisco y sus compañeros no fue saludada de inmediato como una Buena Noticia, sino más bien como una interpelación. Además, durante los primeros años, los resultados distarán mucho de ser evidentes en todas partes. Uno de sus oyentes sentenció: «O es gente que se adhirió al Señor por amor de la más alta perfección, o bien se volvieron locos de remate» (AP 16).

Si analizamos ahora los Escritos y biografías en lo tocante a la misión, podemos decir que, por encima de las divergencias cronológicas, hay, según todos ellos, tres componentes esenciales que caracterizan la misión de este nuevo grupo y que constituyen su originalidad.

1. Su misión es fruto de la minoridad y de la pobreza

«El Señor lo llevó por un camino recto y estrecho: Francisco se negó a poseer oro, plata, dinero o cosa alguna, antes bien siguió al Señor en humildad, pobreza y sencillez de corazón» (AP 8). He aquí los rasgos que van a marcar fuertemente la misión apostólica de la primera Fraternidad. «Los que los veían se admiraban y exclamaban: "Jamás hemos visto religiosos así vestidos". Al ser distintos de todos los demás en el hábito y en la vida, les parecían salvajes... Algunos de los oyentes les escuchaban con gusto y gozo. Otros, en cambio, se mofaban de ellos. Abrumados por muchos a preguntas, los hermanos se encontraban incómodos para dar respuesta a ellas, tantas y tan variadas, pues los nuevos asuntos provocan muchas veces nuevas cuestiones. Algunos les interrogaban: "¿De dónde sois?". Otros: "¿A qué Orden pertenecéis?". Ellos respondían llanamente: "Somos penitentes, oriundos de la ciudad de Asís". Pues la Religión de hermanos no se llamaba todavía Orden» (AP 19). Ni que decir tiene que estos predicadores laicos ambulantes fueron muy diferentemente apreciados, por las autoridades eclesiásticas inclusive.

Así pues, para Francisco y sus hermanos, la minoridad y la pobreza estarán siempre vinculadas al misterio de su misión. Francisco veía en ellas uno de los fundamentos y de las condiciones de la eficacia misionera (cf. 1 R 14; 2 R 3,10-14).

Para Francisco, la pobreza evangélica ya es en sí misma un acto misionero, que supera al mismo enviado. Ella hace visible el anonadamiento de Cristo para traer la Salvación a los hombres, su itinerario pascual, y el misterio de la Iglesia sierva y pobre. La pobreza comunitaria e itinerante de los hermanos era en sí misma un acto de fe y de esperanza vivido en presencia del mundo. Su pobreza era una llamada, una invitación a los «bienes nuevos» que el mundo ni siquiera sospecha. «Realmente rebosaban de gozo igual que si hubiesen logrado el más rico de los tesoros» (AP 15).

Además, Francisco y sus hermanos advirtieron la estrecha ligazón existente entre la transcendencia de Dios, la gratuidad del Reino, la pobreza y la misión. «Habéis recibido gratis, dad gratis». Los bienes del Reino, el amor salvador de Cristo, la salvación de Dios son gratuitos. Todo es don, todo es gracia. La Misión es una Alianza compartida gratuitamente. Los primeros hermanos vivieron la jubilosa experiencia de la gratuidad de Dios y de su Salvación. Su pobreza comunitaria forma parte de la lógica de esa gratuidad de la Salvación. «"¿Por qué no aceptáis dinero como los otros pobres, siendo, por lo que veo, tan indigentes y necesitados como ellos?". Uno de los hermanos, Bernardo, le contestó: "Bien cierto es que somos pobres, pero nuestra pobreza no nos pesa como a los demás la suya, pues, por gracia de Dios y cumpliendo su consejo, nos hicimos pobres"» (AP 21). El Reino de Dios no es algo que se conquista, sino un regalo que se acoge. Esta convicción matizará y permeará toda la misión franciscana. Francisco se percató muy bien de que existe una desproporción radical entre los medios humanos de apostolado y la finalidad de la misión: abrir el corazón del hombre a los dones de Dios, al Espíritu del Señor. Eso es algo que rebasa por completo las capacidades humanas. La pobreza y la minoridad serán, por tanto, una dimensión esencial de la misión de los hermanos, puesto que ambas se enlazan con la naturaleza misma del Reino anunciado. El «hermano», sea cual fuere su actividad, será siempre un testigo de la gratuidad del amor del Señor.

Francisco está convencido de la fecundidad misionera de la minoridad y de la pobreza, ya que ambas participan del mismo impulso de Dios en su Hijo Jesús: «Conocéis bien la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Cor 8,9; cf. 6,10). La misión profética de Francisco ante el Sultán, que exigiría un amplio estudio, ilustra perfectamente su manera de entender la misión en una época impregnada todavía por las ideas de conquista y de guerra santa. Francisca tuvo que superar el sueño del caballero conquistador que latía en su interior, para descubrir que el corazón del hombre no se abre a la gratuidad de Dios y del amor a través del prestigio, la fuerza o la potencia de los medios humanos, sino mediante la potencia del amor pobre y humilde. Francisco es el rechazo de todo poder. Su misión es la del hombre que tiene las manos desnudas, que está desarmado, que no quiere imponerse sino incitar y servir.

Rehusará deliberadamente los «medios ricos» para la misión. Rechazará todas las clásicas justificaciones aducidas para defender, «por el bien de las almas», el uso de medios ricos. Jamás niega la utilidad o legitimidad de tales técnicas de apostolado, jamás predica la supresión de las grandes iglesias o de la jerarquía. Pero ese no es su camino, ni el camino de sus hermanos. El Espíritu los llama a otro tipo de misión, necesaria para los hombres y para la misma Iglesia.

2. Su misión es fruto de la adoración

«Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1 Jn 1,1-3). Francisco y sus hermanos ilustran esta verdad a la perfección; su vida está tan jalonada de soledades, retiros y adoraciones nocturnas (cf. 1 Cel 71 y 84), que resulta superfluo detenerse en su demostración. Y no es una mera casualidad si la Regla bulada asocia estas tres actividades: «El oficio divino, el ayuno y cómo han de ir los hermanos por el mundo» (2 R 3, título).

Mantenerse disponible al Espíritu del Señor, convertir el propio corazón en Templo y Morada del Señor, son ideas sobre las que, como es sabido, Francisco insiste mucho en sus Escritos. Francisco subordinó todas las actividades de los hermanos, bien fuesen de tipo manual, intelectual o directamente apostólico, a la vida interior (2 R 5; CtaAnt 2; 1 R 17,14-16), recomendando que jamás se «apague» ese fuego interior sin el cual la misión se transforma en agitaciones o en ocupaciones humanas (1 R 23,25-31; 2 R 10,8-9). «El varón de Dios dijo a sus hermanos: "Bien sé, hermanos, que el Señor... nos ha llamado... para que nos dediquemos principalmente a la oración y acción de gracias, predicando de tanto en tanto a los hombres el camino de la salvación y dándoles consejos saludables» (TC 55). Numerosos signos atestiguan que los hermanos vivieron la misión en un clima de intensa adoración. La oración «Te adoramos» (Test 5), que Francisco hizo suya y que recitaban en cualquier momento «por los caminos», delante de una iglesia o de una cruz, sitúa su caminar apostólico en el ámbito de una Presencia: «Y creían y pensaban que allí habían dado con un lugar del Señor» (AP 19).[1] Otro hecho subraya igualmente la dimensión contemplativa de su itinerancia apostólica: los hermanos que eran enviados, de dos en dos, a predicar, guardaban silencio hasta la hora de Tercia, exactamente igual que hacían los hermanos que se quedaban en los eremitorios.

Hay un sinfín de anécdotas que esclarecen el comportamiento de los primeros hermanos a este respecto. Así, de dos de los hermanos que con frecuencia tenían que pasar la noche en los pórticos de iglesias o de casas, se nos dice: «Siendo todavía de noche, los hermanos se levantaron para asistir al rezo de las horas matutinas, y fueron a la iglesia que les quedaba más cercana. Amanecido ya el día, la mujer (se refiere a la mujer que les permitió dormir en el pórtico de su casa) acudió a la iglesia para oír misa. Observó a los hermanos, que estaban sumidos en devota y humilde oración, y se dijo para sus adentros: "Si los tales fueran malhechores, como aseveraba mi esposo, no se dedicarían a rezar con tanta reverencia"» (AP 20-21). En cuanto a Francisco, sus múltiples y prolongadas permanencias en eremitorios expresan con sobrada elocuencia la dimensión contemplativa de su misión.

De esta forma, la proximidad e inserción efectiva de los hermanos en todos los ambientes no los transformaba en cristianos anónimos. Su presencia misionera implicaba rupturas evangélicas y sociológicas evidentes para todos. Su ritmo y su comportamiento contrastaban claramente con los de sus conciudadanos. «Todos los días se dedicaban a la oración y al trabajo manual... Por las noches, con igual solicitud, se levantaban a media noche... y rezaban con mucha devoción» (AP 25).

3. La vida fraterna como Buena Noticia

La vida fraterna es, en sí misma, un acto misionero. En un mundo difícil y lleno, incluso en los monasterios, de fuertes divisiones sociales, la mezcla fraterna de estos hermanos, la calidad de sus relaciones, la diversidad social de sus orígenes, impresionaron hondamente, según todos los biógrafos, a sus contemporáneos.

«San Francisco y sus hermanos recibían muy grande alegría y gozo singular cuando alguno del pueblo cristiano, quienquiera que fuese y de cualquier condición -fiel, rico, pobre, noble, plebeyo, despreciable, estimado, prudente, simple, clérigo, iletrado, laico-, guiado por el Espíritu de Dios, venía a recibir el hábito de la santa Religión (1 Cel 31).

Con frecuencia se describe el «amor mutuo» de los hermanos como el armazón de su nueva forma de vida y una de las primeras causas de su irradiación apostólica. «Se querían mutuamente con amor entrañable; mutuamente se servían y se preocupaban de los otros, como una madre sirve a su hijo y se cuida de él. Tan ardiente resultaba en ellos el fuego de la caridad, que les parecía cosa fácil entregar la propia persona no sólo por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, sino también unos por otros. Y lo hacían gustosos» (AP 25; cf. igualmente AP 26-27 y 2 R 6,7). «Y muestren con obras el amor que se tienen» (1 R 11,6).

D. Ghirlandaio: Francisco en la prueba de fuego ante el Sultán

II. VIVIR LA MISIÓN CONSISTE EN REVIVIR
TODOS LOS ACTOS SALVÍFICOS DE JESUCRISTO

Como hemos entrevisto ya, según san Francisco la misión es, ante todo, la misión de Cristo. Francisco captó en la Persona de Cristo la unidad del designio salvador de Dios. Jesucristo es la Buena Noticia de la salvación que se encarna y se manifiesta en tres grandes etapas.

Durante treinta años, la misión de Cristo fue un misterio de presencia discreta, silenciosa y operativa en medio de los hombres. Después, a lo largo de tres años, fue una manifestación pública en signos y en palabras. Y, por último, durante tres días, fue una vida entregada hasta la donación total de su propia sangre. Treinta años, tres años, tres días: tres modalidades de su misión en las que Jesús «habla» y «salva».

Tres modalidades que los «enviados» deben revivir según las llamadas del Espíritu y las circunstancias de la vida. Francisco comprendió con tanta profundidad la unidad de su misión, que no disoció jamás estas tres dimensiones del anuncio del Evangelio. Por eso, en la Regla de 1221 proyecta explícitamente la misión de sus hermanos en base a estas tres modalidades crísticas. Por otra parte, es la primera vez en la historia de la Iglesia que se inserta un capítulo relativo a la misión en una regla de vida religiosa.

1. Revivir la presencia de Cristo en Nazaret

«Y los hermanos que van (entre sarracenos y otros infieles, es decir, entre no creyentes, pues así se entendía entonces), pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos...» (1 R 16,5-6).

En la Regla Bulada, Francisco amplía esta primera posible actitud al conjunto de las actividades de los hermanos (2 R 3,10). Por tanto, Francisco considera este prolongamiento directo del misterio de la Encarnación de Cristo como un auténtico «anuncio del Evangelio». Es todo el misterio de Nazaret, redescubierto más tarde por el P. Foucauld, el P. Peyriguère, o mujeres como María de la Pasión. Esta asombrosa cercanía de Dios que se avecina discretamente a la vida cotidiana de los hombres es una verdadera «buena noticia»: ¡De 33 años, 30 años de vida «misionera» vivida simplemente en la trama de las relaciones humanas!

Esta simple «presencia» cristiana con sus opciones radicales fue, de hecho, una de las modalidades esenciales de la misión de la primera fraternidad franciscana. Y una de sus grandes novedades revolucionarias para la época. Pues, al contrario de las otras órdenes religiosas de entonces, Francisco envió a sus hermanos «al mundo» en dos posibles direcciones: un trabajo remunerado en especie y un servicio más gratuito entre los leprosos. El título del cap. 7 de la Primera Regla es muy significativo en este sentido: «Modo de servir y trabajar». Nada nos impide, pues, imaginarnos, basándonos en numerosos testimonios, a una parte de los hermanos trabajando en el oficio que ejercían antes de ingresar en la Orden, o prestando sus brazos como temporeros a los campesinos de los alrededores, compartiendo su comida -era su salario- y aprovechando las horas de pausa para compartir simplemente su experiencia de fe y de conversión, invitándoles a abrirse a la gratuidad del amor del Señor. El Evangelio, Buena Noticia para los pobres, se convertía de nuevo en un acontecimiento actual, al alcance de las personas más sencillas. Otros hermanos se dedicaban al cuidado de los leprosos en algún centro de «servicio social» de la época, lazareto o leprosería. «Durante el día iban a las casas de los leprosos o a otros lugares decorosos y quienes sabían hacerlo trabajaban manualmente, sirviendo a todos humilde y devotamente. Rehusaban cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo; más bien, ocupados siempre en obras santas y justas, honestas y útiles, estimulaban a la paciencia y humildad a cuantos trataban con ellos» (1 Cel 39; cf. 1 R 7 y 2 R 5). La mendicidad era sólo el último recurso, cuando el trabajo no cubría las necesidades de los hermanos.

Francisco escribe también en su Testamento: «Y éramos indoctos[2] y estábamos sometidos a todos. Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en algún oficio compatible con la decencia. Los que no lo saben, que lo aprendan» (Test 19-21). En cuanto al «servicio» en las leproserías, la misión franciscana debe salvaguardar su significación profunda: la dimensión de gratuidad, de no rentabilidad que es por sí misma una palabra de vida y de esperanza -cf. las numerosas advertencias de Francisco contra la codicia, el otro peligro mortal del trabajo (Test 21).

Así, estas «actividades fuera de la fraternidad», de las que tenemos firmes testimonios, incluso en la Regla de 1223, colocaban a los hermanos al margen de las estructuras eclesiales de la época. Tales actividades les permitían codearse con el mundo de los pobres, de los despreciados, de las gentes sencillas, lugar privilegiado de su misión de «menores». «Empéñense todos los hermanos en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo... Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos» (1 R 9,1-2). He aquí lo que delimita el campo de apostolado de los hermanos. Y si Francisco prohíbe a sus hermanos los trabajos en que podían tener una posición de dominio (cf. 1 R 7,1), es igualmente para permanecer fieles a la minoridad, componente esencial de su misión. Recordemos, sin extendernos en ello, que este envío en medio de ambientes pobres o necesitados tenía para Francisco un sentido misionero evidente: manifestar que la práctica del santo Evangelio y la vida cristiana no estaban reservadas a los monjes, y que la vida «en el Espíritu» podía vivirse al hilo de la vida diaria de los hombres. A las gentes de las ciudades en pleno desarrollo les hacía mucha más falta que les recordasen la importancia y necesidad de la oración y del amor que la del trabajo. No basta estar «insertado» para ser una «palabra de vida». Y, otra paradoja, los compañeros de Francisco, aunque vivían cerca de las gentes sencillas, seguían siendo para éstas un interrogante. Aunque silencioso, su «anuncio» tenía trazas de rupturas que estallaban como palabras provocadoras, pues el Reino no es una realidad que se demuestra sino que se muestra. «La gente iba notando que los hermanos se alegraban en las tribulaciones y las llevaban con paciencia por el Señor. Iba notando que perseveraban en continua y devotísima oración; que, a diferencia de los demás pobres necesitados, no recibían ni llevaban dinero; y que mutuamente se querían con entrañable cariño, señal distintiva de que eran discípulos del Señor» (AP 24).

Otro aspecto notable de este capítulo sobre la misión: Francisco enfoca la simple «presencia evangélica» como una tarea «espiritual» entre los mismos «paganos» y no solamente en el seno de la cristiandad; sus gestiones ante el Sultán son una clarísima ilustración de la «minoridad» en su concepción de la misión.

2. Revivir la predicación itinerante de Cristo

«Otro, que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo, y Espíritu Santo» (Dios-Trinidad, meta de la misión) (1 R 16,7).

Hemos visto que todos los biógrafos evocan una primera gira misionera de Francisco y sus hermanos, antes incluso de haber recibido un mandato oficial del papa Inocencio III. Tras haber comprendido el «Evangelio de la misión», Francisco pasa inmediatamente a la práctica.

Su predicación es esencialmente una invitación a la paz de Dios: «En toda predicación que hacía, antes de proponer la palabra de Dios a los presentes, les deseaba la paz, diciéndoles: "El Señor os dé la paz"» (1 Cel 23). Con frecuencia repetirá que la misión de los hermanos es un «mensaje de paz» (cf. Test 23). Según Celano, en cuanto tuvo siete compañeros, «los dividió en cuatro grupos de a dos (evocación de la universalidad de su misión) y les dijo: "Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados"» (1 Cel 29; cf. AP cap. 4 y 7).

Pero muy pronto la experiencia le reveló a Francisco que no podía transmitirse a todos los hermanos el privilegio oficial de predicar que le había otorgado el Papa. Francisco se vio obligado a poner algunas restricciones: «Ningún hermano predique contra la forma e institución de la santa Iglesia y a no ser que se lo haya concedido su ministro. Y guárdese el ministro de concedérselo sin discernimiento a nadie. Pero todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,1-3; cf. 2 R 9). ¡Adviértase el alcance e importancia de la última frase! Es evidente que dicho privilegio, que permitía predicar a los laicos, chocaba con la oposición de muchos obispos, los cuales eran normalmente los predicadores oficiales de la Iglesia (2 Cel 147). Francisco prefirió a menudo que tanto él como sus hermanos no hiciesen uso de este privilegio papal cuando algunos obispos se oponían.

Más aún, dirá incluso: «Y si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en que habitan no quiero predicar al margen de su voluntad» (Test 7). Era otra forma de permanecer «menores y sujetos a todos los que se hallan en la misma casa» (1 R 7,2), pues la minoridad y la humildad son la mejor predicación. Éste es también uno de los rasgos esenciales de la misión, tal como la concibe Francisco: no puede imaginársela fuera de la comunión con «nuestra Madre la Iglesia». La Iglesia es la única que puede confiar el ministerio de la Palabra, de la que es garante. De ahí la necesidad de discernimiento por parte de los «ministros», que deciden en nombre de la Iglesia. Además, en la misma perspectiva de su pobreza, ningún hermano debe «apropiarse», como si se tratase de algo que se le debe, de ningún ministerio -ni siquiera el de la Palabra-: «Y ningún ministro o predicador se apropie el ser ministro de los hermanos o el oficio de la predicación... Por lo que, en la caridad que es Dios, ruego a todos mis hermanos, predicadores, orantes, trabajadores, tanto clérigos como laicos, que procuren humillarse en todo...» (1 R 17,4-6). Encontramos, una vez más, los dos grandes componentes de la misión franciscana: la pobreza y la minoridad.

Francisco habla de una predicación «ponderada y limpia» (cf. 2 R 9,3-4). De hecho, la predicación de los primeros hermanos se parecía más a la exhortación fraterna que a los discursos oficiales y con frecuencia académicos de los clérigos. Su palabra debía ser un «mensaje de paz», una apremiante invitación a la conversión del corazón, a acoger las riquezas del Señor, la gratuidad de la Salvación (AP 18).

Por otra parte, Francisco dedica todo el capítulo 21 de la Primera Regla a la «Alabanza y exhortación que pueden hacer todos los hermanos», es decir, incluso los que no han recibido el oficio de la predicación. El contenido de dicha exhortación es significativo. Sabemos que, a partir de 1219, Francisco quiso enviar a sus hermanos allende las fronteras de Italia, manifestando así las dimensiones universales de su corazón apostólico. Y se podrían y deberían citar otros muchos indicios, como sus Cartas a «las Autoridades de los pueblos» o a «todos los fieles». Apasionado por la salvación de todos las hombres, su intención misionera tiene las dimensiones de la catolicidad. El compilador de la Leyenda de los Tres Compañeros podrá escribir en 1246: «Pasados once años del comienzo de la Religión y habiéndose multiplicado los hermanos en número y crecido en méritos, fueron elegidos los ministros y enviados con algunos hermanos a casi todas las partes del mundo en las que se cultiva y se conserva la fe católica» (TC 62).

3. Revivir la Pasión del Señor que se entrega por sus hermanos

«Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que se dieron y abandonaron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos tanto visibles como invisibles, porque dice el Señor: Quien pierda su alma por mi causa, la salvará para la vida eterna. Dichosos los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos...» (1 R 16,10-12 y siguientes).

Francisco concluye este capítulo misionero con doce citas evangélicas que tienen una unión temática: la persecución y las adversidades. Francisco, el futuro estigmatizado, sabe muy bien que la misión es una inmensa tarea de redención. Según él, todos los hermanos deben participar en los sufrimientos y en la misión redentora de Cristo. Las dificultades y adversidades no son un deplorable obstáculo para la misión, sino un elemento constitutivo de la misma. Por eso consideró siempre sus salidas misioneras como un don de su propia vida.

Por último, para Francisco, ser enviado, ser testigo equivale ante todo a revivir en sí todo el misterio, todos los actos salvíficos de Cristo. Vivir la misión es entregar la propia vida. Esta donación de amor es lo que aglutina y unifica la misión. Sólo el amor es misionero y salvador. La misión es participación en el amor de Cristo que salva amando. Así, según Francisco, «anunciar el santo Evangelio» equivale siempre a comprometer la propia vida en la Pascua del Señor.

Y eso explica la otra paradoja de la misión de los primeros hermanos: la profusión de su alegría en medio de las peores adversidades y fracasos. La alegría envuelve su apostolado como un manto de luz, el de Cristo resucitado. También en este punto son unánimes todos los biógrafos: la misión franciscana desemboca siempre en acción de gracias y en alabanza al Señor. «A algunos hermanos les arrojaban fango a la cara... Ni mencionemos las innumerables molestias y estrecheces que sufrían a consecuencia del hambre, de la sed, del frío y de la escasez de ropa. Todo esto lo aguantaban con entereza y paciencia... No se entristecían ni turbaban, antes bien se alborozaban en los sufrimientos, como hombres que hicieran un gran negocio. Rebosaban de alegría y con fervor pedían a Dios por sus perseguidores» (AP 23).

Concluyamos con esta breve cita, que es todo un programa misionero que nos incita a la conversión: Francisco les seguía diciendo: «Tal debería ser el comportamiento de los hermanos entre los hombres, que cualquiera que los oyera o viera, diera gloria al Padre celestial y le alabara devotamente» (TC 58).

N O T A S:

[1] El texto francés traduce: «Ellos estaban seguros, en efecto, de que allí habían encontrado al Señor y de que allí percibían su presencia».

[2] El texto francés traduce «gentes sencillas» en vez de «indoctos».

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, núm. 34 (1983) 9-21]

 


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