DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


LA ESPIRITUALIDAD EVANGÉLICA
ANTERIOR A SAN FRANCISCO

por Ilarino da Milano, OFMCap

 

Para comprender bien a un hombre es necesario conocer el ambiente en que vivió. Cada uno es heredero de quienes le precedieron y deja su legado a quienes le seguirán. El rico legado que Francisco nos dejó permanece hoy inagotado y palpitante; mas para detectar con precisión su significado en su tiempo y su proyección sobre el nuestro debemos considerar el momento en que Francisco se insertó en la corriente de la historia humana. El autor de este artículo nos presenta las diferentes corrientes de espiritualidad evangélica que prepararon la plataforma sobre la que surgiría el hombre todo evangélico, Francisco.

Texto original, del que aquí ofrecemos una condensación: La spiritualitá evangelica anteriore a san Francesco, en Quaderni di spiritualitá francescana 6 (1963) 34-70.

Siempre ha sido de actualidad y urgente, tanto para la religiosidad cristiana como para la espiritualidad ascética, el acudir al Evangelio, y su aplicación y observancia como norma de vida. Y la razón es obvia: el Evangelio, junto con los Hechos y los demás escritos neotestamentarios, nos presentan la biografía externa e interna de Cristo y nos describen la historia de los apóstoles y de la Iglesia primitiva.

La conducta del cristiano está regulada por los diez mandamientos del Antiguo Testamento, según el perfeccionamiento formulado por Cristo (Mt 5,17) y el complemento de la nueva ley de la gracia. Los «preceptos» realizan el grado indispensable de la «caridad» en que consiste la perfección; todo cristiano se compromete a su observancia en las «promesas bautismales».

Los «votos religiosos» de pobreza, castidad y obediencia constituyen la base clásica de toda forma más intensa e integral de vida cristiana, en cumplimiento de la invitación que Cristo dirigió al joven que ya observaba los mandamientos: «Si quieres ser perfecto... ven y sígueme» (Mt 19,21). Los que profesan estos votos entran a la comunidad de Cristo junto con los apóstoles, para vivir la vida que se conserva en los Evangelios y Hechos como un código o guía, y para continuar la obra en su Cuerpo místico, la Iglesia, para salvación de la sociedad que en su gran mayoría le es aún extraña.

EVANGELISMO CLERICAL

Gregorio VIIEn el siglo XI se intensifica la reforma del clero y de la jerarquía eclesiástica contra la simonía («haeresis simoniaca») y el concubinato («haeresis nicolaitica»). Todos los reformadores impulsan con energía esta campaña de saneamiento; los que propugnaban, como san Pedro Damián en Italia, una reeducación de carácter moral, ascético y cultural de los clérigos, confiaban poderla favorecer incluso con la colaboración de las autoridades civiles; los «gregorianos», por el contrario, denunciaban la intrusión de los poderes laicos en la designación de los candidatos a las dignidades eclesiásticas como raíz y fomento de dichos males.

Gregorio VII (1073-1085) llevó a cabo el programa de los reformadores radicales y desencadenó la «lucha de las investiduras»; su intención no era política sino espiritual: mejorar las costumbres eclesiásticas quitando del medio el obstáculo de la injerencia laica en lo que es competencia estrictamente eclesiástica, con la secuela de nombramientos a favor de indignos o inhábiles, y devolviendo a la Iglesia su plena libertad.

Los representantes de ambas tendencias promovieron la restauración del clero bajo el lema de la vida evangélica. A la avaricia, que fomenta y alimenta la simonía, y a la indisciplina, que favorece la incontinencia, se les oponen las virtudes evangélicas de la pobreza personal y de la vida común bajo la obediencia de un superior.

San Romualdo (952-1027) y sus Camaldulenses, por el prestigio de su austera penitencia, se convierten en misioneros, incluso de la Europa Oriental, y en predicadores de la reforma. Su eremitismo difundía en el clero la instauración de la vida comunitaria como una evasión del mundo feudal que contaminaba la integridad sacerdotal. San Pedro Damián atribuye a este movimiento el mérito y el frescor de los inicios apostólicos y eclesiales: es evidente que la regla de los canónigos proviene de la forma de vida apostólica; toda comunidad espiritual imita en cierto modo la infancia de la Iglesia naciente; «la multitud de los creyentes no tenían sino un sólo corazón, todo lo poseían en común» (Hch 4,32). Contemplando la vida de los primeros apóstoles, el santo llega a afirmar que el clérigo fascinado por el amor al dinero no es idóneo para enseñar la doctrina.

La primitiva comunidad de Jerusalén había sido ya propuesta por san Agustín como norma de vida monástica. El Ordo monasterii lo da como motivación explícita: «... porque anhelamos vivir la vida apostólica». Para san Pedro Damián la vida de comunidad y el desapego del dinero son connaturales al estado canonical; la profesión clerical es la continuación del primer seguimiento de Cristo.

Gregorio VII, antes de ser papa y en el concilio romano de 1059, propugnaba una regla severa que no permitiese a los canónigos el peculio o propiedad privada. Los papas consideraban la vida regular de los «hermanos canónigos» como la más segura tutela de la castidad sacerdotal y del cumplimiento decoroso del oficio canonical; el poner en común las ganancias eclesiásticas impedía aislarse en el egoísmo dispersivo de la misión sacerdotal. De ahí que la Santa Sede se empeñase en la protección y difusión de las canónicas regulares, lo que encontraba un apoyo en la atmósfera reformista de la lucha contra las investiduras.

San Juan Gualberto desencadenó en Florencia la opinión pública contra la jerarquía, monástica o eclesiástica, que se hubiese manchado las manos con simonía; sus seguidores, los monjes de Valumbrosa, provenían de los clérigos que buscaban en la vida cenobítica un remedio y una protesta contra los males provenientes de la feudalización de la vida eclesiástica. Según los biógrafos del santo, su influencia era tan fuerte que, además de los que abrazaban su monaquismo, «clérigos mujeriegos, despreciadas bodas y concubinas, comenzaron a vivir juntos al lado de la Iglesia y a llevar vida común». En una carta al obispo de Volterra, Gualberto consideraba obligación del pastor vigilar «para que el clero se mantuviese conforme a los estatutos apostólicos y a los preceptos canónicos».

Andrés y el noble clérigo Landolfo Cotta dirigían el movimiento milanés llamado de la «Pataria», iniciado por Anselmo de Baggio (más tarde Alejandro II, 1061), contra el arzobispo simoníaco e imperial Guido y el clero milanés, que defendían el matrimonio de los eclesiásticos como privilegio y decoro de la Iglesia ambrosiana. San Arialdo, al propio tiempo, no dejaba de clamar contra los sacerdotes que no vivían según las exigencias evangélicas y buscaban dinero y honores; se sintió feliz cuando pudo realizar su sueño de «vivir en comunidad con los hermanos junto a la Iglesia». Para aumentar su número y poder asistir al pueblo con ministros dignos, que sustituyesen a los concubinarios, Arialdo acudió al fundador de Valumbrosa y san Juan Gualberto hizo que se ordenasen de sacerdotes los clérigos milaneses que tenía entre sus monjes y los envió a Milán como colaboradores de Arialdo. Los secuaces del arzobispo Guido dieron muerte a Arialdo y dispersaron el grupo de Santa María Canónica.

En tales circunstancias, el caballero Erlembaldo, hermano y sucesor de Landolfo, dio a su Patria una organización militar. Después de su muerte violenta (1075), su compañero Andrés entró en los Valumbrosanos y representó la unión entre el organismo canonical, monástico o clerical, y la agitación popular o laica que se preocupaba de la restauración evangélica del clero.

La misma Santa Sede utilizó incluso a los simples fieles como medio para imponer la disciplina eclesiástica contra la resistencia clerical. Nicolás II, en el sínodo romano de 1059, para dar más vigor a la prohibición de celebrar misa los sacerdotes concubinarios, prohibió a los fieles asistir a tales misas, así como oír cantar el evangelio o epístola a un sacerdote o diácono que fueran notorios violadores de la castidad eclesiástica. El pueblo era invitado a tutelar activamente las virtudes evangélicas en sus sacerdotes y superiores eclesiásticos, formando opinión pública contra los transgresores; muchos fieles, enfervorizados por Arialdo, despreciaban los actos simoníacos y rehuían orar con un simoníaco en un mismo oratorio. San Pedro Damián lamenta que los monjes de Valumbrosa hubiesen empujado en Florencia esta oposición popular hasta excesos teológicos, desorientando a los fieles acerca de la validez de los sacramentos administrados por sacerdotes indignos. De hecho, los reformistas radicales habían puesto en duda el que los sacramentos son válidos independientemente de la condición moral del ministro. Algunos movimientos evangélicos, partiendo de la negación de la eficacia de los sacramentos por virtud intrínseca («ex opere operato») llegarían a posiciones dogmáticamente heréticas. No obstante, bajo el aspecto moral y social, esta exigencia pública mantenía vivo y manifiesto el empeño por las virtudes sacerdotales de inspiración evangélica como una exigencia vital de todo el cuerpo de la Iglesia. Casi un siglo más tarde, el Concilio Lateranense II mantenía en vigor esta especie de control público sobre el clero: «Adhiriéndonos a las normas de nuestros predecesores ordenamos que ninguno oiga misa de aquellos que tengan mujer o concubina» (c. 6-7).

Al desaparecer la simonía y el concubinato público y tolerado, la sensibilidad popular y el esfuerzo de los reformadores se dirigió hacia virtudes más ascéticas como la pobreza, la penitencia, la gratuidad del ministerio eclesiástico, la humildad, etc. Se inicia una restauración espiritual de la vida clerical con base comunitaria.

Es muy representativa de esta nueva línea la abadía canonical de San Víctor (Victorinos), iniciada por Guillermo de Champeaux en 1108, en el suburbio de París; este instituto funcionaba simultáneamente como un centro de organización monástica para los clérigos que antes «vivían individual y secularmente»; como monasterio-universitario cuya tradición promovió la cultura humanística, la dialéctica filosófica, la teología mística; como palestra de apostolado cuyos maestros y sacerdotes ejercían la cura de almas entre la población universitaria. Uno de sus más famosos iniciadores, Hugo de San Víctor, escribe: «Canónigos, o sea, regulares, se denominan aquellos que, morando en los monasterios, viven canónica y apostólicamente según los preceptos regulares de los santos Padres»; no tener nada propio y tenerlo todo en común, lo relaciona con lo que hicieron los hermanos de la primitiva Iglesia, y considera válida la pobreza cuando es medida del amor.

San Norberto de Xanten (1134) y el beato Roberto de Arbrissel (1117), fundadores de nuevas órdenes, salen del clero canonical y se entregan a la vida eremítica en penitencia y pobreza, para pasar luego al apostolado de la predicación popular y ambulante; sus numerosos seguidores se enorgullecen, a imitación de los dos maestros, del calificativo-programa de «pobres de Cristo» a semejanza de la primitiva Iglesia, por la renuncia a los bienes eclesiásticos, la estrechez e inestabilidad de la habitación, el hábito de lana burda, el trabajo manual e intelectual.

En la espiritualidad evangélica de estas y otras reformas monásticas o laicales se abre camino la concentración cristológica en la norma-propósito de «seguir desnudos a Cristo desnudo», o su equivalente: «llevar la desnuda cruz y desnudos seguir a Cristo».

Las fundaciones premonstratenses se multiplicaron rápidamente en toda Europa; la Orden de san Norberto realiza la «vida eremítica según la profesión canonical» mediante la contemplación, el oficio claustral, la cura parroquial, las obras de asistencia a los necesitados, a quienes iban destinadas las ofertas y rentas de las abadías. También las mujeres, incluso de la nobleza, y agrupadas en monasterios, participaron en esta actividad caritativa.

La predicación penitencial de Roberto de Arbrissel causó gran impacto entre las mujeres, sobre todo en el sector aristocrático. Organizó a sus muchos seguidores en el monasterio «doble» de Fontevrault; el monasterio masculino, basado en la disciplina agustiniana, tenía la iglesia consagrada a san Juan Apóstol; el femenino, de estricta clausura, se regía por la observancia benedictina, poniendo el acento en la pobreza, y su iglesia estaba consagrada a la Madre de Dios; toda esta programación evangélica de la relación filial de san Juan y de los Apóstoles con María, confiada por Jesús agonizante a la jerarquía, se concretaba en la sumisión de los monjes a la jurisdicción de la abadesa y en la asistencia y servicio de los clérigos a las monjas, de acuerdo con las normas de la clausura.

El abad escocés Adam (1210) comenta la confluencia de los tres elementos que inspiran la profesión canonical: «Yo, Fr. N., me consagro en ofrecimiento a la Iglesia de la Madre de Dios, y prometo el cambio de mis costumbres y la estabilidad de residencia, según el Evangelio de Cristo y según la doctrina apostólica y según la regla canónica de san Agustín». A continuación va explicando las exigencias que brotan del Evangelio, de la institución apostólica y de la regla agustiniana.

El reformador radical Gerhoh (1169) recordaba a los prelados que Dios, en el último juicio, les reclamaría una Iglesia cual fue la regida por Cristo y los Apóstoles y no como ha sido deteriorada por los clérigos feudalizados y acéfalos; clamaba contra los obispos que ordenan a aquellos que se dedican a negocios seculares, a aquellos que no viven bajo una regla.

De los ambientes canonicales y monásticos provenían obispos y dignatarios de talla evangélica.

Cuando fue elegido papa Eugenio III (1145-1153), abad cisterciense y discípulo de san Bernardo, éste abrió el ánimo a la esperanza: «¿Quién me concederá, antes de que muera, ver la Iglesia de Dios como era en sus primeros días, cuando los apóstoles echaban las redes no para pescar oro ni plata, sino para captar las almas?» Y en el tratado De consideratione le traza un programa papal: «En estas cosas has sucedido a Pedro y no a Constantino... no hay por qué avergonzarse del Evangelio. Si procuras evangelizar te será reservado un lugar entre los apóstoles. Evangeliza y cumplirás el oficio de pastor».

De manera semejante comenta el abad Esteban la elección de Gregorio VIII (1187), quien poco antes había organizado en Benevento una comunidad de canónigos regulares; antes de ingresar se debía preguntar al candidato «si quiere ser pobre por Cristo, si quiere prestar obediencia al superior, macerar el cuerpo con ayunos y abstenerse de las cosas placenteras...»; incluso en los negocios los canónigos se atenían a los principios evangélicos.

Pedro el Cantor nos describe cómo el célebre humanista y teólogo Juan de Salisbury afirmó en pleno Concilio Lateranense III (1179) la necesidad de remontarse a la fuente espiritual y genuina de toda ley, el Evangelio: «Guardémonos -dijo- de introducir novedades... Se debería más bien mandar y nosotros empeñarnos en observar el Evangelio, al cual pocos hoy en día obedecen».

EVANGELISMO MONÁSTICO

San Bernardo Este incremento evangélico en la espiritualidad eclesiástica de los siglos XI y XII afectaba también a las congregaciones que se alimentaban de la tradición benedictina, sobre todo a la rama cluniacense y sus derivaciones. Estas congregaciones tenían el mérito de haber redimido al monacato de la esclavitud feudal en los siglos X-XI y de haberle dado el impulso de la libertad religiosa y civil y de la disciplina espiritual.

Ruperto (1129), abad de Deutz, considerado como el mejor representante de la espiritualidad antigua, defiende la ascética cenobítica tradicional y reivindica para el monaquismo conservador (monjes negros) el mérito de la apostolicidad contra las pretensiones y exclusivismo de los innovadores (monjes blancos). En la obra titulada De vita vere apostolica trata de la identificación de la vida monástica con la vida de la Iglesia primitiva, y llega a afirmar que «la Iglesia tuvo su inicio en la vida monástica», para deducir que «los apóstoles fueron verdaderos monjes», de manera que la «regla cenobítica» puede considerarse como la «regla apostólica».

Resultan instructivas las controversias del siglo XII en torno a la superioridad de una regla sobre la otra. Para comprobar la mayor o menor apostolicidad de los canónigos regulares o de los monjes, de los monjes tradicionales o de los monjes innovadores, el punto de referencia permanece siempre la observancia evangélica: «Creo, escribe Ruperto, que no hay regla más digna de los apóstoles que los mismos cuatro evangelios, los cuales, así como son la doctrina de las doctrinas, así son la regla de las reglas».

Las confrontaciones y comparaciones eran explicables por cuanto la tipología fundamental, basada sobre la descripción que hace Lucas (Hch 4,32ss) de la primitiva comunidad de Jerusalén, contiene muchos elementos ascéticos que se encuentran, en diversa medida, en las diferentes formas eremíticas, cenobíticas y canónicas: vida con encuentros comunitarios bajo la dirección de los apóstoles (autoridad y sumisión); atmósfera de plegaria colectiva y de culto centrado en la Eucaristía (liturgia); participación común en los bienes materiales y mutua asistencia (pobreza monástica); unión en la caridad que iguala a todos espiritualmente; ministerio apostólico y servicio al pueblo, que trata de conformarse al tipo evangélico de la misión y normas que Cristo dio a los 72 discípulos. Precisamente, la lectura del fragmento evangélico de la Misa de san Lucas el 18 de octubre de 1208, en Santa María de los Angeles, fue decisiva para el joven Francisco en la determinación de su forma específica de vida.

La característica evangélica se encuentra ya indicada en el mismo prólogo de la regla de san Benito: «... y bajo la guía del Evangelio, vayamos por sus caminos...». Así lo hizo la primera colonia de cistercienses, capitaneada primero por san Roberto (1098) y después por el abad Alberico de Citeaux. La pobreza evangélica les hacía generosos en las obras caritativas, permitiéndoles distribuir los bienes acumulados por el propio trabajo manual, que era además la fuente de su sustento. La institución de los «hermanos laicos» (conversos), tomada probablemente de los Valumbrosanos italianos, extendía a la clase inculta (iletrados) la participación en la profesión religiosa; san Bernardo exalta los beneficios espirituales y sociales de esta elevación de los siervos de la gleba a la dignidad monástica. Estos hermanos, desplazados en las factorías, llegarían a ser los artífices de la prosperidad material de la Orden.

La vivaz e instructiva polémica entre el más célebre, agresivo y admirable representante del rigidismo cisterciense, san Bernardo, abad de Claraval, y el reposado defensor y animador del conservadurismo de Cluny, su abad Pedro el Venerable, pone de relieve la riqueza, interioridad y finura de los factores ascéticos que estimulan las reformas monásticas de las que está lleno el siglo XII, edad en la que brota el franciscanismo.

San Bernardo, en la carta a su sobrino Roberto, que dejando las asperezas de Claraval había pasado a Cluny, se muestra irónico hablando de las mitigaciones cluniacenses: la vanidad de los hábitos, la abundancia de las comidas... Pedro el Venerable, que por otra parte guiaba una sincera campaña contra los abusos, escribe al mismo Bernardo tomando la defensa de la «discreción», «madre de las virtudes», y de la «moderación» en el régimen monástico; sus normas se inspiran en la caridad, que es la «rectitud de la regla», e intenta aplicarla con prudencia contra todo lo superfluo y vicioso, mas con las oportunas concesiones que favorezcan el bien concreto de los súbditos. Respecto a la pobreza, Pedro considera justificados los ingresos fijos por cuanto aseguran la independencia económica de la abadía y quedan compensados con las oraciones y sacrificios por la salvación del pueblo; las posesiones monásticas, por otra parte, ofrecen trabajo y protección a gentes humildes. Estas consideraciones vienen confirmadas por los graves inconvenientes que provoca en muchos espíritus la búsqueda rígida y violenta de lo mejor: colapsos físicos, murmuraciones, deserciones...

Esto no obstante, la pobreza comunitaria daba al monasterio una base económicamente sólida y próspera; el complejo de oficios administrativos y jurídicos abaciales confería a la vida monástica una posición eminente en la sociedad feudal; además, el hecho de que los monjes se concentraran en el oficio y en el esplendor del culto, en la lectio patrística y teológica, convertía en espiritualmente aristocrática la profesión monástica, con perjuicio del ideal de vida apostólica, ajena a las interferencias profanas y al poderío social, partícipe de las condiciones populares y del ministerio entre las gentes con un sentido evangélicamente misionero.

San Bernardo, en su Apología, reconoce los méritos y valores de la tradición cluniacense, pero condena al mismo tiempo los abusos de la tolerancia en la regla. En su ejemplar requisitoria Bernardo hace gala de la sensibilidad, causticidad y esperanza que, un siglo más tarde, arderían en las polémicas reformistas entre las familias franciscanas. La alusión a los inicios y a la época de oro de Cluny, así como a los tiempos apostólicos, es apasionante: «Aún vivo para ver a qué ha quedado reducida vuestra Orden, que fue la primera en la Iglesia, de la que se inició la Iglesia, de la que los apóstoles fueron los fundadores y los primeros cristianos y sus comunidades los iniciadores...». San Bernardo critica la posición eminente de las abadías cluniacenses manifestada en el poderío político de los abades y en su aparato principesco. No menos violenta es la crítica del arte monástico, ignorando su servicio litúrgico, su valor cultural, su influjo social; en él ve una especulación económica. Acusa a los cluniacenses de materializar la religiosidad que debería ser interior y esencial. Su argumentación la refuerza con el agravante de la injusticia social.

Este último argumento lo utiliza también Guillermo de St. Thierry (1148) en su Carta de Oro dirigida a los cartujos de Monte-Dios, cuya soledad contemplativa alaba y a los que exhorta a observar la pobreza estricta para no traicionar a los pobres.

El maestro Abelardo (1142), haciendo una más rígida aplicación de la norma evangélica, repudia la superfluidad monástica como una injusticia social.

La función social de la propiedad era doctrina corriente en la concepción evangélica de la propiedad monástica colectiva; sobre ella se apoyan todas las obras sociales, entre las que deben incluirse las iniciativas culturales y artísticas, que no sólo servían para el esplendor del culto, sino también para educar al pueblo mediante el lenguaje visivo.

No faltaron, en este ambiente ascético de rigorismo, nuevos institutos que inyectaron savia evangélica al vetusto tronco del monacato.

Las Ordinationes de los cartujos, atribuidas a san Bruno (1101), consideran las reglas monásticas como una exégesis del código evangélico: «Es el santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, con la interpretación católica de los doctores de la Iglesia, el que sirve de regla para todos los cartujos, como también los ejemplares vivos, tanto de conducta monástica... como de observancia de los consejos evangélicos...»; los superiores cartujos preguntan al postulante «si está dispuesto a reconciliarse, según el Evangelio, con todos aquellos con los que haya tenido alguna contrariedad». La predilección por la vida solitaria está inspirada en los ejemplos de Cristo.

La «pobreza eremítica» de los seguidores de san Esteban (1124) se proclama decididamente evangélica. En el prólogo de la regla se remonta desde las varias experiencias monásticas y las diferentes reglas al origen y modelo universal, el Evangelio: «Una sola es la primera y principal regla de las reglas, de la cual derivan todas las demás, a saber, el santo Evangelio que el Salvador trasmitió a los apóstoles... Procurad observar los preceptos del Evangelio y si alguien os pregunta de qué profesión o regla u orden sois, no os avergoncéis de confesaros seguidores de la primera y principal regla de la religión cristiana, es decir, del Evangelio, que es la fuente y principio de todas las reglas». Estos ermitaños de Grandmont, llamados por el pueblo los «pobres de Cristo», centraron su vida evangélica en la pobreza. La estima que el pueblo tenía de ellos atraía al desierto toda clase de gentes. San Esteban atendía a los ricos y potentados, pero sentía predilección por los pobres, en quienes veía al mismo Cristo. Esa misma norma les dejó a sus monjes: «Para vosotros es un honor hablar con los pobres, debéis temer en cambio el conversar con los ricos».

La correspondencia entre el maestro Abelardo y la fiel Eloísa, a la que había puesto de abadesa del monasterio del Paráclito (Troyes), ofrece un intercambio de ideas y propuestas para la confección de una regla para la floreciente comunidad femenina. Eloísa le escribe que quien añada a los preceptos evangélicos la virtud de la continencia cumple la perfección monástica; no son esenciales otras austeridades, habida cuenta de la debilidad femenina: «Pluguiera al cielo que nuestra comunidad observase de lleno el Evangelio, para que no deseásemos otra cosa que ser cristianas; por esta razón los santos Padres decidieron no imponernos más regla que el Evangelio, sin sobrecargarnos con una multitud de votos». En el exordio de las normas estatuarias, atribuidas a Eloísa, se afirma: «Nuestras instituciones se derivan de la enseñanza de Cristo que predica y observa la pobreza, la humildad y la obediencia. Sigamos también las normas de los apóstoles viviendo en comunidad».

EVANGELISMO LAICAL

El impulso evangélico trasvasaba de los institutos clericales y de las órdenes monásticas a las poblaciones que vivían a la sombra de las abadías o que estaban en contacto con personalidades religiosas y predicadores ambulantes.

Bernoldo de Constancia (1100) describe las características de este fenómeno: «En aquellos años floreció la vida común no sólo entre clérigos y monjes, sino también entre los laicos, que comprometían a sí mismos y a sus bienes en una misma vida común... De hecho, renunciando al mundo, se adscribieron a sí mismos y a sus bienes a las congregaciones de clérigos y monjes de vida regular, satisfechos con vivir en comunidad bajo su obediencia y prestarles servicio».

No les faltaron, sin embargo, críticas de los malévolos, por lo que Urbano II aprobó su modo de proceder «que había sido instituido por los apóstoles y difundido por sus sucesores».

Hombres y mujeres en gran número abrazaban este modo de vida; en los pueblos, muchas jóvenes renunciaban al matrimonio y al mundo y se sometían a la obediencia de algún sacerdote; los mismos esposos vivían a modo de religiosos y obedecían a los religiosos. En Alemania llegaron a ser pueblos enteros los que se entregaron a la religiosidad y se estimularon hacia la santidad de vida. Un ejemplo de fraternidad laical de personas incluso casadas, que se habían «convertido» o «hacían penitencia», en comunidad, lo tenemos en los hermanos y hermanas reunidos en 1188 junto a la iglesia de San Desiderio, dependiente del capítulo de canónigos de Verona; ponían en común todos sus bienes a semejanza de la comunidad apostólica de Jerusalén.

Gerhoh de Reichersberg describe las varias categorías de «conversos» o «penitentes» voluntarios: los que se asocian a comunidades regulares de monjes o de canónigos; los que, permaneciendo en su casa, imitan a los seguidores y discípulos de los apóstoles, ya que no a los mismos; atendían a los pobres y hacían voto de abstenerse de la vida conyugal por el reino de los cielos. Por otro lado, con una adecuada exégesis de las admoniciones neotestamentarias, especifica algunas normas de conducta para los diversos estados de vida, casados, ricos, jueces, caballeros...

Esta integración espiritual de todo estado y profesión en que pueda encontrarse el cristiano fue sistematizada por Jacobo de Vitry, acreditado y sensible observador de la religiosidad contemporánea de san Francisco y de su Orden, de quien es un sincero admirador y testigo: «Consideramos regulares no sólo a los que renunciando al siglo entran en religión (= Orden), sino también podemos considerarlos a todos los fieles que sirven al Señor bajo la regla evangélica y viven ordenadamente bajo el único y supremo abad (= ¿el Señor? ¿El Sumo Pontífice?); de hecho, clérigos y sacerdotes, casados, viudas y vírgenes, soldados, mercaderes y artesanos, etc., tienen cada uno su propia regla e instituciones, que difieren entre sí según los talentos que el Señor les haya confiado; de esa forma, bajo el único jefe, Cristo, se compone el único cuerpo de la Iglesia».

Un ejemplo característico de la riqueza comunitaria de la cristiandad medieval nos lo dan los varios centros de «beguinos» y «beguinas»; el mismo Jacobo de Vitry los favoreció mediante la asistencia que prestó a la beata María d'Oignies, iniciadora de los «beaterios»; de ella nos dice su biógrafo: «Concibió un tal amor a la pobreza que de mala gana retenía aun las cosas necesarias. Por eso un día decidió marcharse de su casa para poder mendigar de puerta en puerta y seguir desnuda a Cristo desnudo. Meditando frecuentemente la pobreza de Cristo, llegó a enardecerse tanto con la llama de la pobreza...».

La Tercera Orden Franciscana derivó también de esta doctrina y práctica evangélica, que alimentó muchas instituciones religiosas laicales en los siglos XI y XII.

EVANGELISMO HERÉTICO

En el sustrato evangélico y apostólico de esta fertilidad espiritual hunden sus raíces auténticas también los movimientos heréticos de estos siglos, que, en su germinación, constituyen un fenómeno de excrecencia con caracteres de reacción violenta y de agresividad polémica contra las instituciones eclesiásticas y los poderes jerárquicos de la Iglesia.

En el vaivén de las manifestaciones heréticas emerge el grupo de los cátaros que hace sus primeras apariciones en el siglo XI, para llegar a organizarse definitivamente en la segunda mitad del siglo XII. Los secuaces de un cierto Gandolfo, descubiertos en Arras en 1025, hacen esta proclamación: «La ley y disciplina que hemos recibido del maestro no parecerá contraria, a quien la examine bien, a los preceptos evangélicos ni a las constituciones apostólicas; consiste en esto: abandonar el mundo (= pobreza), frenar la concupiscencia del cuerpo (= castidad), procurarse el sustento con la fatiga de las propias manos, no hacer daño a nadie...». La desviación doctrinal no es menos explícita: «Si se observa esta ley, no hay necesidad alguna del bautismo».

Evervino, preboste de Steinfeld (Colonia), informa, hacia 1144, a san Bernardo sobre la conducta de un grupo descubierto en Colonia: «Dicen que la Iglesia está sólo en ellos porque son los únicos que siguen las huellas de Cristo y continúan siendo verdaderos seguidores de la vida apostólica, no buscando las cosas de este mundo ni reteniendo posesión alguna. Vosotros, nos dicen, sumáis bienes a bienes y aún los más perfectos, monjes y canónigos regulares, poseen en común. Nosotros, pobres de Cristo, inestables y fugitivos, sufrimos persecución con los apóstoles, como ovejas en medio de lobos; y no obstante llevamos una vida santa y pobre con ayunos y abstinencias, perseverando día y noche en la oración, y pidiendo a los demás sólo las cosas necesarias para la vida».

En verdad, el cátaro «perfecto» vestía un saco penitencial, rechazaba las comodidades corporales, se abstenía de carnes y lacticinios, practicaba la continencia; su lenguaje penitencial concordaba con el ascetismo cristiano más radical. Sin embargo, ese mimetismo encubría una teología dualística que desembocaba en una concepción pesimista o maligna del mundo, del hombre, de la sociedad y de sus instituciones religiosas o civiles, de toda la vida terrena, considerándolo todo intrínsecamente malo y poniéndose en antítesis con la autoridad de la Iglesia, a la que combaten en unión con las oposiciones políticas feudales y comunales.

Arnaldo de Brescia (1154), tras la condenación de su maestro Abelardo en 1140, abrió sobre la colina de Santa Genoveva en París una escuela más de ascetismo que de cultura: «Sólo tuvo auditores pobres que mendigaban de puerta en puerta...». Su polémica reformista contra el poder temporal de la Iglesia empujó a sus secuaces no sólo a exigir del clero la pobreza evangélica, sino también a negar a clérigos y monjes todo derecho a poseer, tanto en privado como en común, y a hacer depender la validez y legitimidad de la jurisdicción eclesiástica y del sacerdocio de este despojo absoluto.

Contra los herejes cátaros polemizaron los valdenses en Francia meridional y los humillados en las regiones lombardas.

Valdo de Lión y sus primeros secuaces, «que siguiendo su ejemplo, lo distribuyeron todo a los pobres y se hicieron profesores de la pobreza espontánea», fueron alentados por Alejandro III en el Concilio Laterano III de 1179. Un testigo ocular, G. Map, nos describe su conducta: «No tienen domicilio estable, van de dos en dos con los pies desnudos, con vestidos de lana, no poseen nada, todo lo tienen en común como los apóstoles, siguiendo desnudos a Cristo desnudo». En la profesión de fe (1180), Valdo expresa así su programa: «Renunciamos al mundo y damos a los pobres lo que tenemos, como lo aconsejó el Señor, y decidimos ser pobres... Proponemos también observar como preceptos los consejos evangélicos».

Los humillados, en cambio, practicaron un evangelismo familiar y laborioso. En las ciudades lombardas, algunos aldeanos, aun permaneciendo en casa con la propia familia, eligieron una cierta forma de vida religiosa, absteniéndose de mentiras, juramentos, tribunales, contentándose con vestidos simples y polemizando a favor de la Iglesia católica. El Papa les concedió hacer todas las cosas con humildad y honestidad.

En 1183 Lucio III condenaba en Verona a cátaros y a otras sectas, que, con falso nombre, se fingían humillados o pobres de Lión.

Tanto valdenses como humillados no se atuvieron a la prohibición pontificia de no ejercer la predicación pública y doctrinal sin la aprobación de la autoridad eclesiástica local. A partir de este asunto derivaron algunos hacia posiciones heréticas y enfrentamientos con la Iglesia. Inocencio III favoreció la legalización de los humillados que permanecieron en la ortodoxia, aprobando las reglas de la orden canonical de clérigos y de la orden monástica de hermanos y hermanas, así como el «propositum» (1201) de la tercera orden de laicos que permanecían en el mundo y podían estar casados. El programa originario se amplió con textos escriturísticos, sobre todo evangélicos.

En 1208 se aprobó también el «propositum» o regla de los Pobres Católicos, capitaneados por el valdense Durando de Huesca; éstos ejercían el ministerio de la palabra.

En Lombardía, Bernardo Primo recibe, en 1210, de Inocencio III aprobación y regla, para un programa de práctica evangélica, dirección eclesiástica, ministerio de la palabra contra los herejes.

EVANGELISMO DE SAN FRANCISCO

Francisco renuncia a sus bienesEn la primavera del mismo 1210, san Francisco de Asís, con el grupo de sus doce primeros compañeros, obtiene «vivae vocis oraculo» del mismo Inocencio III la aprobación de su «novedad» evangélica: «Sencillamente y con pocas palabras escribió para sí y para sus hermanos, presentes y futuros, la forma de vida y la regla, sirviéndose, sobre todo, de las exhortaciones del santo Evangelio, a cuya perfecta observancia aspiraba ardientemente» (1 Cel 32).

La historia ha fijado en el Pobrecillo de Asís y en el franciscanismo el vértice de aquella espiritualidad evangélica que iba intensificándose en su época, y que permanece en los siglos siguientes y en la edad contemporánea como la realización cristiana más genuina, integral y vital.

La antigua y constante tradición franciscana ha sido autorizadamente sellada por el tema central de la encíclica Rite expiatis de Pío XI (3 mayo 1926): «No parece que haya habido otra persona en quien la imagen de Cristo Señor y el modo de vivir evangélico haya brillado en grado tan conforme y manifiesto como en Francisco. Con razón, pues, el que se proclamó el heraldo del gran Rey, fue justamente llamado otro Cristo, ya que se presentó a la sociedad de sus contemporáneos y a los siglos futuros como Cristo redivivo; en consecuencia, como tal vive hoy a los ojos de los hombres y como tal permanecerá vivo a la posteridad».

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. I, núm. 1 (1972) 49-60]

 


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