DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


HACIA DIOS POR LA PENITENCIA

por Kajetan Esser, OFM[*]

 

No es fácil hacerse una idea precisa de la fisonomía espiritual de san Francisco; pero es particularmente difícil ofrecer su doctrina acerca de la penitencia y la renuncia de sí mismo.

La dificultad viene de san Francisco mismo que, como ya lo anotaba Celano, acusaba una especie de discrepancia entre su vida y sus palabras.[1] Mientras que las Leyendas, influenciadas indudablemente por la mentalidad del tiempo, insisten particularmente en las austeridades exteriores de la vida del santo,[2] los Escritos, destinados desde luego a los demás, hablan menos de ellas y se limitan preferentemente a reflexiones fundamentales. Por eso, conscientemente hemos ceñido nuestro estudio a las enseñanzas del propio santo acerca de la abnegación y penitencia.

Por otra parte, la dificultad puede provenir también de aquel que contempla. Desde que en el Humanismo y Renacimiento el hombre se ha constituido a sí mismo en centro de su propia vida, marginando a Dios de la misma, su piedad y, sobre todo, la ascética, ha sufrido la influencia de esta visión de la vida.[3] La mentalidad corriente considera los actos y ejercicios de piedad como medios de perfección individual; de donde fácilmente se deriva el peligro de una espiritualidad humanista, en la que se acentúa excesivamente el hacer humano. Pero esta concepción provoca la reacción contraria denominada con el término de quietismo. Ambas actitudes son absolutamente extrañas en la vida y en las enseñanzas del santo de Asís. Por eso, al tratar de considerar y exponer la doctrina de san Francisco acerca de la mortificación y la penitencia, pasaremos por alto todas las categorías que se derivan de estas actitudes.

La influencia de una ascética basada en el antropocentrismo ha dado lugar en el curso de los siglos a una cierta autonomía en los ejercicios piadosos, considerándolos válidos por sí mismos, a pesar de estar desconectados de todo contexto vital y sin relación con el conjunto de la vida cristiana. No son la consecuencia sencilla, espontánea del ser y del vivir cristiano, sino que se consideran más bien como caminos para esta vida. San Francisco, por el contrario, armoniza exactamente la acción personal del hombre y la acción salvadora de Dios.

I. RAÍCES Y FRUTOS DE LA PENITENCIA

Pedro de Mena, San FranciscoComo pórtico de este nuestro estudio recordamos el aforismo de Andresen: «Francisco desconocía la literatura teológica». También podemos suscribir con él que en el santo «su memoria sustituía a los libros», y por eso le bastaba vivir «sobre todo del recuerdo de los textos bíblicos profundamente meditados».[4] Con todo derecho se puede apelar a las propias palabras de san Francisco: «Es bueno recurrir a los testimonios de las Escrituras; es bueno buscar en ellas al Dios Señor nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que lo leído me basta con mucho para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo, porque sé a Cristo pobre y crucificado».[5] Las enseñanzas de Francisco sobre la renuncia y la mortificación son, pues, fe vivida, como manifiesta el mismo santo sobre todo en sus palabras y en sus escritos; además las tendremos que entender siempre teniendo en cuenta la imagen de Cristo, impresa por el mismo Dios en el corazón del Poverello.

1. -LA IMITACIÓN DEL CRUCIFICADO

Si a Francisco se le hubiera preguntado por el motivo de su extraordinaria ascesis, inmediatamente hubiera señalado sin duda al Crucificado. Como en todo lo demás, también aquí la contemplación de la vida del hombre-Dios Jesucristo y la escucha de su palabra inspiraron sus actitudes ascéticas. Era para él razón más que suficiente para obrar de idéntica manera: «Reparemos todos los hermanos en el buen Pastor, que por salvar a sus ovejas soportó la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en el sonrojo y el hambre, en la debilidad[6] y la tentación, y en todo lo demás; y por ello recibieron del Señor la vida sempiterna» (Adm 6). Cristo, pobre y despreciado, crucificado, que invita a los hombres a imitar, o más bien, a reproducir, su vida, fue para Francisco el más poderoso incentivo para una vida de penitencia y mortificación.

La cruz de Cristo había sellado enteramente su vida: «Con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Cel 115). Y la cruz, áspera y pesada, la llevaba clavada en lo más profundo de su corazón:[7] «Todos los afanes del hombre de Dios, en público como en privado, se centraban en la cruz del Señor».[8] «Estaba siempre contemplando el rostro de su Cristo; estaba siempre acariciando al varón de dolores y conocedor de todo quebranto» (2 Cel 85). Así se iba robusteciendo en él día tras día su unión con Jesús crucificado, y esa unión viva iba transformando la vida de nuestro santo. La participación en la pasión de Cristo le hacía ver su propia vida con una luz enteramente nueva.[9]

Tomás de Celano se encargará de evocar los extremos que alcanzaba tal transformación: «Francisco estaba ya muerto al mundo y Cristo vivía en él. Los placeres del mundo le eran cruz, porque llevaba arraigada en el corazón la cruz de Cristo».[10] «Todo anonadado, permanecía largo tiempo en las llagas del Salvador» (1 Cel 71). La pasión de Cristo constituía, pues, el centro de su vida y la cruz de Cristo la regla de su conducta. De manera que su única aspiración se resumía en configurarse a la imagen de Cristo crucificado por la renuncia a sí mismo y la mortificación. En él se cumplió una de sus expresiones favoritas, eco de un axioma fundamental de su vida: «Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho» (2 Cel 196).

Lo que con gran acierto supo participar a sus hermanos por el testimonio de su conducta, supo también expresarlo en sus enseñanzas. Cuando por vez primera planeó por escrito el género de vida que habían de llevar sus hermanos, les asignó como meta «seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo», inspirándose para ello en las palabras del Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame» (1 R 1,1.3).

Más prolijamente exhorta a sus hermanos: «Prestemos atención todos los hermanos a lo que dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian, pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo al que lo entregaba y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron. Son, pues, amigos nuestros todos los que injustamente nos causan tribulaciones y angustias, sonrojos e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte» (1 R 22,1-3). Y al darles sus últimos consejos desde su lecho de muerte, les amonesta de forma apremiante «a seguir perfectamente las huellas de Jesús crucificado» (Lm 7,4). Con estas palabras breves, pero incisivas, que jalonaron toda su vida y la de sus hermanos, establecerá los fundamentos evangélicos sobre los que habrán de edificar seguidamente los hermanos menores su vida de penitencia.

Pero nos queda todavía por demostrar que la pasión y muerte de Jesús fueron para Francisco algo más que un ejemplo a imitar; eran más bien una exigencia íntima de transformación personal. Séanos permitido aludir ya ahora a que Francisco logró vivir esta transformación mediante una negación propia y una penitencia que le convirtieron en un símbolo vivo del crucificado: «Llevaba arraigada en el corazón la cruz de Cristo. Y le brillaban las llagas al exterior -en la carne-, porque la cruz había echado muy hondas raíces dentro, en el alma» (2 Cel 211).

2. -PARTICIPACIÓN EN EL SACRIFICIO DE CRISTO

Esa vida tras las huellas del Crucificado -«el verdadero amor de Cristo había transformado al amante en fiel imagen de Él» (2 Cel 135)-, Francisco la ve reproducida de forma siempre nueva en la participación sacramental del sacrificio de la santa misa, pues en ésta encuentra un permanente impulso para renovar la imitación de Cristo: «Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201).

En la identificación con el sacrificio del altar realiza Francisco paso a paso esa su participación personal en la pasión de Cristo (passionis Christi compassio), de tanto relieve en su vida. Ahora bien, lo que él vivía como ejemplo de sus hermanos, lo exigía después de ellos. En su Carta a toda la Orden formula sus exigencias en términos muy expresivos: les pide, les suplica insistentemente que «ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres; sino que toda voluntad, en cuanto puede con la ayuda de la gracia, se dirija a Dios, deseando con ello complacer al solo sumo Señor, porque sólo Él obra ahí como le place; pues, como Él mismo dice: Haced esto en conmemoración mía...» (CtaO 14-16).

Llama la atención sobre todo esa afirmación categórica de que en la celebración eucarística obra sólo el Señor: «Porque sólo Él obra como le place» (CtaO 15). Sólo Dios obra el bien en nuestro actuar; y esto vale soberanamente en el caso de la celebración del memorial del Señor. Pero esa operación divina requiere pureza en el hombre, pureza que, según san Francisco, incluye dos elementos complementarios:[11] libertad del hombre frente a las cosas terrenas y libertad para la acción de Dios en él. Esto no será posible a no ser que el hombre renuncie a sí mismo y se mortifique para llevar una vida orientada únicamente hacia Dios. Dicha pureza sólo la puede producir la gracia del Altísimo, que en el rito sacrificial de la nueva alianza obra sólo Él, según le place. Esta misteriosa concatenación de la operación divina y de la cooperación humana, que se da en la celebración eucarística y en una vida ajustada a ella por medio de la negación propia y la penitencia, Francisco la resumirá al final de su instrucción en una frase profunda: «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29).

La vida de penitencia, centrada en la participación del sacrificio eucarístico, es, por tanto, al mismo tiempo preparación y fruto, obra de Dios y acción del hombre, fundidas las dos en un todo. En definitiva: una respuesta del amor reconocido del hombre al Amor de Dios que se nos da en Cristo Jesús.

3. -LA ORACIÓN DE ABANDONO

La vida de renuncia y mortificación se nutre permanentemente, y es al mismo tiempo su efecto y su fruto, de la oratio devota, de la oración incesante de abandono, en la que el hombre se confía todo él en manos de Dios. La piedad antropocéntrica intenta, incluso en la oración, atrapar a Dios; en casos límites, trata de hacer de Dios un servidor del hombre. El verdadero cristiano, en cambio, por la oración se va poniendo del lado de Dios y se va haciendo cada vez más siervo de Dios. Francisco interpretaba la oración como conversación, en las formas más variadas, de todas las fibras del corazón en holocausto. Abandonábase a Dios en ella sin reserva alguna; y de tal manera se ponía a disposición de Dios que era «todo él no ya sólo orante, sino oración» (2 Cel 95).

De tantas gracias le colmaba la oración que «le obligaban a desasirse por entero de sí mismo; y, rebosando de un gozo inmenso, aspiraba por todos los medios a llegar con todo su ser allí donde, fuera de sí, en parte ya estaba. Poseído del espíritu de Dios, estaba pronto a sufrir todos los padecimientos del alma, a tolerar todos los tormentos del cuerpo, si al fin se le concedía lo que deseaba: que se cumpliese misericordiosamente en él la voluntad del Padre celestial» (1 Cel 92).

Ese holocausto de la oración sólo es posible a quienes hicieron la completa donación de sus personas a Dios. Se ha dicho de los compañeros de Francisco que «los sentidos los traían tan mortificados, que no se permitían ni oír ni ver sino lo que se proponían de intento» (1 Cel 41). El maestro de la oración que era Francisco enseñaba a sus hermanos no sólo a reprimir los vicios y placeres de la carne, sino también a mortificar los sentidos exteriores «por los cuales se introduce la muerte en el alma» (1 Cel 43). Sabía perfectamente que para el hombre espiritual no existe enemigo mayor que el propio yo,[12] sobre todo cuando uno pretende abismarse en Dios por medio de la oración de abandono (oratio devota). Pero tampoco ignoraba que, gracias a esa oración purificadora, Dios mismo venía a morar en él, llenándole de su presencia (1 R 22,27).

Esta ciencia sobrenatural puede explicar que en la oración del santo ocuparan un puesto tan central la cruz y la pasión del Señor. Y a la meditación de este misterio de la cruz y de la pasión del Señor orienta desde los inicios a sus hermanos, pues siempre deberán esforzarse en no apagar «el espíritu de la santa oración y devoción» (2 R 5,2). ¿Que no hay libros corales? Pues a leer día y noche «el libro de la cruz de Cristo, instruídos con el ejemplo y la palabra de su padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo» (LM 4,3).

No fue por casualidad que Francisco enseñara desde el principio a orar así: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste el mundo».[13] Este amor reconocido a Cristo, expresado en esta oración, supone para sí y los suyos el compromiso más sagrado de seguir al Señor por el camino de su pasión y de «ofrecerse desnudo en los brazos del Crucificado».[14] Lo que para muchos cristianos se reduce a un simple medio de perfeccionamiento moral, para Francisco era un don de Dios y el fundamento mismo de su vida. Para él, la abnegación y la penitencia son la respuesta, lógica y natural, del hombre a la acción salvadora del amor divino.

Zurbarán: San Francisco en oración

II. LA PENITENCIA, «FORMA DE VIDA»

Si queremos valorar como es debido esta forma de vida, cuyas bases se acaban de señalar, tenemos que tratar de descubrir su verdadero sentido. No es que se quiera establecer la relación de causa o de finalidad; sólo el intentarlo lo hubiera considerado Francisco como una ofensa a la liberalidad de Dios, de quien únicamente proviene todo bien. Además, en esta búsqueda de finalidades se correría el riesgo de olvidar que esa vida es primordialmente acción de la vida de Cristo, que se nos comunica por gracia, y que es la única que posibilita una vida de penitencia. Si queremos continuar cuestionándonos acerca de esta forma de vida, la pregunta tendrá que ser acerca de su sentido: ¿adónde conduce, «contando con la gracia del Omnipotente», ese camino de renuncia de sí mismo y de penitencia?

1.- VIDA «SIN NADA PROPIO»

En esta forma de vida se realiza el ideal franciscano de «vivir sin nada propio», con lo que el hermano menor se convierte ante Dios en un expropiado voluntario. En Francisco la pobreza interior y exterior es la forma básica de todo comportamiento religioso en general. Veamos, por ejemplo, con qué sencillez se expresa en el Saludo a las virtudes: «Nadie hay absolutamente en el mundo entero que pueda poseer a una de vosotras si antes no muere» (SalVir 5). Morir significa aquí negarse a sí mismo, no retener nada para sí, ser enteramente puro, vivir en pobreza interior y exterior. Sólo en esta muerte puede llegar a consumarse nuestra vida religiosa, nuestra vida de entrega absoluta a Dios. Sólo a través de esa desapropiación y desprendimiento, sólo a través de esa pobreza, será posible hacer vacío en nosotros mismos para que libremente y sin obstáculo pueda derramarse el amor de Dios:

«En la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto a los ministros como a los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo; y hagamos siempre en ellos habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre, Hijo, y Espíritu Santo».[15]

Estas palabras son el fruto de una experiencia del amor de Dios, que se entrega al hombre tanto más abundantemente cuanto éste sea más puro, e interior y exteriormente más pobre. Cierto día, en que el joven Francisco estaba orando, le fue revelado este misterio: «Francisco -le dice Dios en espíritu-, lo que has amado carnal y vanamente, cámbialo ya por lo espiritual, y, tomando lo amargo por dulce, despréciate a ti mismo, si quieres conocerme, porque sólo a ese cambio saborearás lo que te digo» (2 Cel 9). Palabras a las que conformó su vida con absoluta fidelidad, y que contienen ya en germen toda su experiencia ulterior: el que realmente desea sentir a Dios y conocerle, debe menospreciarse y negarse a sí mismo; el hombre debe renunciar a todo amor propio y egoísta. Se trata, en el fondo, de estructurar y organizar la vida de forma diferente, basculando en Dios y no en el hombre (CtaO 30-37).

Todo esto parecerá amargo al hombre viejo; sin embargo, el hombre nuevo, que vive según Dios, hallará alegría en ello; esa alegría que Francisco evocó poco antes de morir: cuando, en respuesta a la llamada de Dios, negándome totalmente a mí mismo, me puse al servicio de los leprosos, «aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y de cuerpo» (Test 3).

Evidentemente, el camino que lleva a la experiencia de Dios pasa por la penitencia. Difícilmente podríamos expresarnos mejor que el mismo Francisco: «Dichosos los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. Son verdaderamente de corazón limpio los que desprecian lo terreno, buscan lo celestial y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y ánimo limpio» (Adm 16). «Dijo Francisco una vez que el clérigo encumbrado, cuando venía a la orden, debía renunciar, en cierto modo, a la ciencia misma, para ofrecerse, expropiado de esa posesión, desnudo en los brazos del Crucificado... Quisiera que el hombre de letras me hiciese esta demanda de admisión: "Hermano, mira que he vivido por mucho tiempo en el siglo y no he conocido bien a mi Dios"» (2 Cel 194). Sólo después que se haya apartado de todo bien propio, comenzará a conocer en verdad a Dios, a amarlo y servirlo.

Toda esta doctrina de san Francisco patentiza en qué medida «la vida sin nada propio» es condición elemental para el verdadero conocimiento y percepción del amor de Dios. ¿Cómo concretizar todo ello en la vida? Nos lo explicará seguidamente: «Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Hay muchos que permanecen constantes en la oración y en los divinos oficios y hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero por sola una palabra que parece ser injuriosa para sus cuerpos y por cualquier cosa que se les quite, se escandalizan y en seguida se alteran. Estos tales no son pobres de espíritu» (Adm 14).

La vida de penitencia está expuesta en la práctica a un peligro que Francisco señala con claridad: el de convertir las obras de penitencia y mortificación en propiedad personal, negando a Dios el servicio que le corresponde y rindiendo culto al propio «yo». Al analizar detalladamente este proceso, Francisco se revela buen conocedor de hombres y almas: «La carne es el mayor enemigo del hombre: no sabe recapacitar nada para dolerse; no sabe prever para temer; su afán es abusar de lo presente. Y lo que es peor -añadía-, usurpa como de su dominio, atribuye a gloria suya los dones otorgados al alma, que no a ella; los elogios que las gentes tributan a las virtudes, la admiración que dedican a las vigilias y oraciones, los acapara para sí; y ya, para no dejar nada al alma, reclama el óbolo por las lágrimas» (2 Cel 134). Bien desenmascarada queda aquí la espiritualidad egoísta, que se complace en sí misma, «la piedad carnal», como la llama Francisco: «El espíritu de la carne quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres» (1 R 17,11-12).

En todas estas formas no figura el «vivir sin nada propio» como protección de la vida en penitencia; lo que en ellas se busca es «apropiarse», y no la gloria de Dios. «Restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se le tributen y Él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las acciones de gracias y la gloria; suyo es todo bien; sólo Él es bueno».[16] Así, pues, sólo una actitud real de pobreza y un espíritu de agradecimiento consigue devolver a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21), armonizando de esa manera la colaboración humana y la acción salvadora de Dios. Queda así superado todo tipo de espiritualidad voluntarista.

Francisco alude luego a otra forma del espíritu de propiedad: «Guárdense de mostrarse tristes exteriormente o hipócritamente ceñudos; muéstrense, más bien, gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables» (1 R 7,16). La vida en penitencia y propia negación lleva consigo el peligro de buscar fachadas exteriores (Mt 6,1-18); en cuanto se presta atención a lo exterior, inmediatamente amenaza el peligro de inautenticidad e hipocresía. Tratará por eso a toda costa de preservar de él a sus hermanos. Deben procurar mantener siempre en ellos el gozo del Espíritu, siguiendo el camino de la penitencia en perfecta alegría.[17] En este toque de atención queda patentizada la originalidad verdaderamente evangélica de la doctrina de san Francisco sobre la penitencia.

2.- LA «VERDADERA OBEDIENCIA»

El misterio de la pobreza pretende, en definitiva, dejar paso libre al Espíritu del Señor, para que pueda posesionarse plenamente del hombre. Efectivamente, quien goza del Espíritu del Señor, sólo tiene un deseo: «que se cumpla misericordiosamente en él la voluntad del Padre celestial» (1 Cel 92). Por eso, dirá con toda razón Francisco: «Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado».[18] Esta doctrina profunda aparece en su Carta a un ministro. Este se había dirigido a Francisco pidiéndole que le relevara de su cargo, ya que, a su juicio, las dificultades del oficio le impedían amar exclusivamente a Dios. Por tal motivo deseaba retirarse a un eremitorio, para así amar y servir a Dios lejos de la agitación diaria. Francisco, con la osadía de quien abandonó todas las cosas para encontrarlas de nuevo en Dios, le responde:

«Te hablo, como mejor puedo, del caso de tu alma: todas las cosas que te estorban para amar al Señor Dios y cualquiera que te ponga estorbo, se trate de hermano u otros, aunque lleguen a azotarte, debes considerarlo como gracia. Y quiérelo así y no otra cosa. Y cúmplelo por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí, pues sé firmemente que ésta es verdadera obediencia. Y ama a los que esto te hacen. Y no pretendas de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos precisamente en esto, y tú no exijas que sean cristianos mejores. Y que te valga esto más que vivir en un eremitorio» (CtaM 2-8).

La verdadera obediencia se muestra aquí, con toda lógica, cual expresión de una renuncia radical. La verdadera obediencia es plena atención y disponibilidad suma a la voluntad divina, cualidades que sólo son posibles a quien renuncia a todo querer propio, y no espera nada para sí, quedando en todo sólo a merced de la bondad de Dios y de su voluntad. Cuando se ha llegado a este grado de docilidad a la voluntad de Dios, todo se convierte en gracia: los hombres y las circunstancias, cualesquiera y comoquiera que sean, todo lo lleva directamente al amor de Dios. El caso del ministro ofrece a Francisco la ocasión de desenmascarar las astucias del amor propio, habilísimo en camuflarse bajo apariencias espirituales. Ahí radica precisamente a su juicio el obstáculo mayor a la libre acción de la gracia: «Guardémonos mucho de la malicia y astucia de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón vueltos a Dios. Y, acechando en torno, desea apoderarse del corazón del hombre, so pretexto de alguna merced o favor» (1 R 22,19-20).

Todos los pretextos bajo los que se encubre y disimula la acción de Satanás persiguen siempre la misma finalidad: hacer que el hombre tome su vida y la dirija según sus propios gustos. En cambio, la obediencia, que es la forma más pura de desasimiento, frustrará totalmente las argucias del demonio. Francisco, «perseverando en la cruz, mereció volar a las alturas de los espíritus más sublimes. Siempre permaneció en la cruz, no esquivando trabajo ni dolor alguno, con tal de que se realizara en sí y por sí la voluntad del Señor» (1 Cel 115).

3.- EL «ESPÍRITU DEL SEÑOR»

La propia negación es obra de la gracia y se traduce en liberación del hombre de sí mismo y en disponibilidad creciente respecto de Dios. Pero, repetimos, esto no puede ser fruto de las propias fuerzas. Es necesario que el Espíritu del Señor le llene de su presencia y establezca en él su morada.[19] Sólo una colaboración íntima entre Dios y el hombre podrá domar el espíritu de la carne, el egoísmo, para que el Espíritu del Señor se erija desde entonces en su mentor y guía. «El Espíritu del Señor quiere que la carne sea mortificada y despreciada, tenida por vil y abyecta. Y se afana por la humildad y la paciencia, y la pura y simple y verdadera paz del espíritu. Y siempre desea, más que nada, el temor divino y la divina sabiduría, y el divino amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (1 R 17,14-16).

Francisco no se pregunta sobre cómo se efectúa dicha colaboración. Sabe, e incesantemente lo pregona con acentos particularmente emotivos en su Testamento, que todo lo ha recibido de Dios. Pero reconoce al mismo tiempo que «el hombre exterior necesariamente se va consumiendo día a día, aunque el interior se vaya renovando» (1 Cel 98). En realidad, quedan vigorosamente subrayados entrambos elementos de la vida espiritual: acción divina y respuesta humana, resaltando la importancia de sus respectivos roles. Sólo así podrá lograr pleno sentido su vida de penitencia y podrá progresar el hombre evangélico, el hombre nuevo, el hombre del Reino de Dios, «cuyo corazón y espíritu son enteramente de Dios nuestro Señor».

Quien está lleno del Espíritu divino no busca ya su propia complacencia ni pretende provecho alguno personal, sino que «después que hemos abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos de hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle» (1 R 22,9). La vida evangélica de penitencia alcanzará de esta manera su plenitud en la libertad, en el desapego de sí mismo y del mundo y en la inmaculada pureza de un corazón abierto enteramente al Espíritu de Dios, que lo puede llenar y vivificar.

Esta plenitud, que es producto del Espíritu del Señor, explica el enorme entusiasmo de Francisco por seguir el camino de la imitación de Cristo. No sólo aspiraba a una mera imitación exterior o a una mimética reproducción de los ejemplos de Cristo, sino que en definitiva buscaba la plena y espiritual presencia de la vida otorgada en Cristo, para vivir sencillamente conforme a ella y transparentar en la propia carne la vida y la pasión de Cristo (2 Cor 4,10).

4.- REALIZACIÓN DEL REINO DE DIOS

Pero todo esto no acaece en consideración a la perfección individual del cristiano, sino que está ordenado a la venida del Reino de Dios. No en vano el capítulo de la primera Regla que trata de los preceptos acerca del ayuno, viene encabezado por las palabras del Señor: «Esta ralea de demonios no puede salir más que a fuerza de ayuno y oración» (1 R 3,1). Y es que el hombre se introduce en el servicio para la realización del Reino de Dios con la propia renuncia y penitencia -implicadas en la oración y el ayuno-; Reino de Dios que puede irse expandiendo por todas partes a condición de que sea vencida la influencia demoníaca.

En sus exhortaciones, Francisco se apoya intencionadamente en las palabras del Señor sobre la parusía: «Y recuerden lo que dice el Señor: Pero estad precavidos, no sea que vuestros corazones se emboten con la crápula y embriaguez y en las preocupaciones de esta vida, y os sobrevenga aquel repentino día; pues como un lazo caerá encima de todos los que habitan sobre la faz del orbe de la tierra (Lc 21,34-35)» (1 R 9,14-15). El hombre que vive sobriamente, testimoniando con su proceder que «la figura de este mundo pasa» (1 Cor 7,31), está contribuyendo a la venida actual y futura del Reino de Dios.

Con el mismo tono vigoroso subraya esta misma idea al hablar de la perfección de la pobreza: «Esta es la excelencia de la altísima pobreza, la que a vosotros, mis queridísimos hermanos, os ha constituido en herederos y reyes del reino de los cielos, os ha hecho pobres en cosas y os ha sublimado en virtudes. Sea ésta vuestra porción, la que conduce a la tierra de los vivientes (Sal 141,6)» (2 R 6,4-5). Y dado que la gloria del Reino venidero está gestándose ya en misterio en la vida presente, Francisco resaltará de buen grado el carácter de prenda que tienen la penitencia y la mortificación.

De la pobreza aseguraba que era «prenda y arras de las riquezas eternas» (2 Cel 5), «arras de la herencia del cielo» (2 Cel 74). Y de sus múltiples enfermedades decía que eran prenda del reino de Dios (2 Cel 213: arrha regni Dei). Y si recordamos la función que el término arras (prenda, seguro) tenía durante la edad media en los ritos esponsalicios y matrimoniales, apreciaremos mucho mejor tanto su matiz escatológico como la profunda carga mística de las expresiones.

En este mismo contexto Francisco considera las tentaciones como «anillo con que el Señor desposa consigo el alma de su siervo» (2 Cel 118). Tales pensamientos, expresados por Francisco en su propio lenguaje, corresponden a las ideas de la primitiva comunidad cristiana, es decir, que la plenitud de la vida donada a nosotros en Cristo exige la participación del hombre en los sufrimientos y en la muerte de Cristo y, por medio de ellos, en su resurrección y ascensión. La participación en la gloria del Señor es dada y preparada por Dios; preparada, por supuesto, en la participación del cristiano en la cruz de Cristo, la prenda del Reino de Dios.

Pero el Reino de Dios no es solamente algo futuro, ni nosotros somos solamente peregrinos y forasteros (2 R 6,2; Test 24) que caminamos hacia ese Reino; éste se encuentra ya en medio de nosotros, en la Iglesia. De ahí que la vida en penitencia y mortificación contribuya a la realización creciente del Reino de Dios. En la minoridad, que resume la vida de penitencia de los hermanos menores, ve Francisco la posibilidad de que éstos «den fruto en la Iglesia de Dios» (2 Cel 148). Notemos que no dice «a la Iglesia», sino «en la Iglesia». La amenaza más grave que sufre la Iglesia en su vida más íntima, esto es, en su tarea de construcción del Reino de Dios, proviene de la tentación de poder y dominación a la que con demasiada frecuencia sucumben sus mismos ministros.

La Iglesia necesita, por tanto, hombres que por amor de Dios vivan sujetos a los demás. Así deben ser los hermanos menores según voluntad de Francisco; sólo así podrán y tendrán que dar frutos en la Iglesia de Dios. Su vida de negación y penitencia debe desenvolverse bajo el signo de Aquel que vivió entre nosotros como quien sirve (Lc 2,27) y que, como tal, dio su vida en rescate de muchos (Mt 20,28). De suerte que en esa «fraternidad de servicio», constituida por los hermanos menores, brille por encima de todo «una reproducción de la cruz y pasión del Cordero inmaculado que lavó los crímenes del mundo» (1 Cel 112).

J. Benlliure: Francisco sufre tentaciones

III. ORIENTACIONES PRÁCTICAS

Por lo que se refiere a la práctica de la penitencia, debemos dejar bien sentado que Francisco se muestra muy parco al hablar de las obras concretas de mortificación y penitencia.[20] En lugar de señalar orientaciones precisas y puntos particulares, prefiere hacer hincapié en las disposiciones fundamentales del hombre. Por amor de Dios y de su Reino, el hombre debe renunciar a sí mismo y mortificar los deseos del propio yo. Acerca de esto no hay duda alguna en Francisco. El problema viene cuando se trata del modo de llevar a cabo esta orientación en casos concretos y en vidas concretas. Francisco lo deja a la «inspiración divina», y así evita el poner trabas de antemano a la libre acción de la gracia. Es por eso que encontramos tan pocos detalles concretos sobre la materia en Francisco.

Por supuesto, los hermanos deben ayunar como ayunaban entonces todos los religiosos. Pero cuando se comparan las disposiciones de Francisco con las que entonces estaban en vigor en otras órdenes, se las ve notablemente más moderadas.[21] Lo que interesa, según Francisco, es que el ayuno exterior sea siempre reflejo de la mortificación interior. «Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados, y de la demasía en el comer y beber, y ser católicos» (2CtaF 32). También previene contra toda exageración; tiene en cuenta la condición particular de cada hermano, como su respectiva situación. Como David comió por necesidad los panes de la proposición, así también a los hermanos «en caso de necesidad, séales lícito..., dondequiera que estén, servirse de todos los manjares que pueden comer los hombres... En tiempo de manifiesta necesidad, obren todos los hermanos, en cuanto a las cosas que les son necesarias, según la gracia que les otorgue el Señor, porque la necesidad no tiene ley» (1 R 9,13.16).

Signo de penitencia es también el hábito religioso: «Desde este momento se prepara Francisco una túnica en forma de cruz para expulsar todas las ilusiones diabólicas; se la prepara muy áspera, en fin, pobrísima y burda, tal que el mundo nunca pueda ambicionarla» (1 Cel 22). Y ello con la mira puesta en el Reino de Dios: «Porque dice el Señor en el evangelio: Los que visten con lujo y viven entre placeres, y los que visten muellemente, en las casas de los reyes están (Mt 11,8). Y, aunque les tachen de hipócritas, sin embargo no cesen de obrar bien, ni busquen en este siglo vestidos caros, para que puedan tener vestido en el reino de los cielos» (1 R 2,14-15).

Su Carta a cierto ministro nos da a conocer otro género de penitencia: soportar la vida tal como se presenta y soportar y aceptar a los hombres como son. E insistirá de manera particular sobre esta mortificación: «Dichoso el que soporta a su prójimo en su fragilidad como querría que se le soportara a él si estuviese en caso semejante» (Adm 18,1). El no aceptar las situaciones concretas de la vida como queridas por Dios, ni emplearlas para Él, significa para Francisco un «abuso de lo presente»; con perfecta clarividencia lo caracteriza como «afán de la carne».[22] De ahí que como «bizarro caballero de Cristo no tenía miramiento alguno con su cuerpo, al cual, como a extraño, le exponía a toda clase de injurias de palabra y de obra» (2 Cel 21). Y amonesta a los suyos: «Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que se dieron y abandonaron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos tanto visibles como invisibles» (1 R 16,10-11).

Instará a los hermanos enfermos: «Ruego al hermano enfermo que por todo dé gracias al Creador; y que desee estar tal como el Señor le quiere, sano o enfermo, porque a todos los que Dios ha predestinado para la vida eterna los educa con los estímulos de los azotes y de las enfermedades y con el espíritu de compunción, como dice el Señor: A los que yo amo, los corrijo y castigo. Y si alguno se turba o se irrita contra Dios o contra los hermanos, o si quizá pide con ansia medicinas, preocupado en demasía por la salud de la carne, que no tardará en morir y es enemiga del alma, esto viene del maligno, y él es carnal, y no parece ser de los hermanos, porque ama más el cuerpo que el alma» (1 R 10,3-4).

Por lo demás, la vida minorítica en su conjunto, con lo que de pobreza, humildad, etc. encierra, es para los hermanos la forma específica de penitencia y abnegación. Dice Jacobo de Vitry de los primeros franciscanos: «Renunciando a cuanto poseen, negándose a sí mismos, tomando la cruz, siguiendo desnudos al desnudo... corren sin impedimentos».[23] El que se obliga a vivir según la regla de los hermanos menores y trata con seriedad de ponerla en práctica, puede estar bien seguro de que cumple las exigencias más sustanciales del evangelio sobre la penitencia. Como exigencia de esta misma penitencia, hemos de mencionar también la disposición al martirio, como supremo testimonio ofrecido mediante el sacrificio de la propia vida. Francisco lo anheló con ilusión, pero Dios no se lo otorgó.[24] Cuando el Señor concedió esa gracia a cinco de sus hermanos, exclamó en un arrebato de alegría: «Ahora puedo en verdad decir que tengo cinco hermanos» (AF 3, p. 21).

Pero no podemos olvidar que aun cuando hiciéramos lo que exige la vida de penitencia, ante Dios no somos sino siervos inútiles (Lc 17,10; cf. 1 R 23,7). No en vano recalca repetidas veces Francisco que hemos de ser salvos «por sola su misericordia» y «por sola su gracia» (1 R 23,8; CtaO 52). No podemos hacer de la ascética un sistema autónomo que impida las relaciones entre el amor misericordioso de Dios y los hombres. Esto aparece con particular claridad en la idea que en este contexto juega, según Francisco, un papel considerable: la «discretio», la discreción.

«Manda [Francisco a sus hermanos] que siempre se ofrezca a Dios un sacrificio condimentado con sal y les llama la atención para que cada uno sepa medir sus fuerzas en su entrega a Dios. Enseña que es el mismo pecado negar sin discreción al cuerpo lo que necesita y darle por gula lo superfluo».[25] «Les enseñó a guardar la discreción, como reguladora que es de las virtudes; pero no la discreción que sugiere la carne, sino la que enseñó Cristo, cuya vida sacratísima consta que es un preclaro ejemplo de perfección» (LM 5,7).

En los últimos días de su vida hará la siguiente recomendación: «Hay que atender con discreción al hermano cuerpo para que no provoque tempestades de flojera».[26] Si examinamos el sentido de la palabra discreción a través de los escritos del santo, veremos que significa propiamente docilidad a la gracia divina. Por la discreción el hombre busca únicamente descubrir lo que se ha de hacer bajo la dirección de Cristo. Nada tiene, pues, que ver con una prudente moderación o tal vez con una actitud indulgente, sino que es un concepto eminentemente cristiano, íntimamente ligado a la imitación de Cristo.[27] En la terminología de Francisco es una palabra próxima a la de pietas y misericordia: «Aunque animaba con todo su empeño a los hermanos a llevar una vida austera, sin embargo no era partidario de una severidad intransigente que no se reviste de entrañas de misericordia ni está sazonada con la sal de la discreción».[28] Y el mismo Francisco dice: «Donde hay misericordia y discreción no hay superfluidad ni endurecimiento» (Adm 27,6).

Tiene, pues, razón Celano al llamarle pastor piadoso que con sus reiterados avisos moderaba el rigor de tanta penitencia en sus hermanos.[29] El biógrafo resumirá todo su pensamiento en una frase lapidaria: «Riguroso consigo, indulgente con los otros, discreto con todos» (1 Cel 83). A la piedad y la discreción corresponde velar para que las acciones humanas concretas, que el hombre realiza, coincidan con la voluntad divina: «con la bendición del Señor», «como el Señor les inspirare», «como el Señor les diere a entender», «por inspiración divina», «según la gracia que el Señor les diere». Estas y otras expresiones parecidas, tan frecuentemente empleadas por Francisco cuando habla de penitencias y mortificaciones, aluden a la discreción franciscana, apoyada en el mandamiento de Cristo: «Sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre» (Lc 6,36).

El problema fundamental es siempre el mismo: en la vida cristiana la iniciativa la tiene Dios y no la voluntad humana ávida de ascetismo; ésta procura únicamente obedecerse uno a sí mismo, incluso en el ámbito de la vida religiosa. Sólo manteniendo los criterios que acabamos de mencionar se logra que la penitencia y abnegación conserven su función de servicio y auténtica glorificación de Dios.

Está claro, pues, que todos los esfuerzos de Francisco en materia de penitencia se encaminan a subrayar y garantizar la primacía de Dios con relación al obrar del hombre. «El Señor me dio»: he ahí la nota dominante de su Testamento y de su vida de obediencia, que lo determina todo. Tan lejos llega su docilidad que cuando el Señor le hace saber, a través de sus representantes, que se había excedido en las penitencias, exclama: «Alégrate, hermano cuerpo, y perdóname, que ya desde ahora condesciendo de buena gana y al detalle a tus deseos y me apresuro a atender placentero tus quejas» (2 Cel 211; 1 Cel 101 y 107). La ascética de san Francisco está libre de toda obstinación puramente humana y de todo gesto aparatoso propio de una renuncia afectada. Lo único que él busca es que Dios pueda actuar soberanamente sin obstáculo en la vida del hombre.

Francisco se empeñó también en poner de relieve la primacía de Dios en las valoraciones que hace el hombre: «Sólo Dios es bueno, y por lo tanto a Él le pertenece todo bien». Esta nota dominante de su oración llega a inspirar desde lo más profundo toda su doctrina sobre la penitencia. Atribuye únicamente a Dios los dones que a lo largo de su vida le ha venido otorgando a pesar de su absoluta indignidad. En todo reconoce la bondad y el amor de Dios y procura evitar el convertirse en «ladrón» de los tesoros divinos.[30] La ascética de san Francisco está exenta de toda presunción humana. A lo que aspira siempre es a que Dios sea el supremo bien en todo.

Finalmente, Francisco quiere destacar y defender la primacía del amor de Dios sobre todo amor humano. Desea actuar siempre «en la santa caridad que es Dios». Y no consiente que nada humano lo obstaculice. La ascética de san Francisco está liberada de cuanto pueda significar amor propio. Sólo busca que «el amor de aquel que tanto nos ha amado sea correspondido con un amor semejante». Donde el amor de Dios puede darse plenamente a un hombre, para revelarse después a través de él libremente y sin obstáculos a todos los demás, allí está ya presente el Reino de Dios.

J. Benlliure: Francisco sorprendido en éxtasis

N O T A S:

[*] Traducción del original alemán: Die Lehre des hl. Franziskus von der Selbstverleugnung en Wissenschaft und Weisheit 18 (1955) 161-174.

[1] 2 Cel 129: «Sólo en esta lección [sobre cómo tratar el cuerpo] anduvieron discordes las palabras y las obras del santísimo padre».

[2] C. Andresen, Franz von Assisi und seine Krankheiten en Wege zum Menschen 6 (1954) 33-43; Id., Aszetische Forderung und Krankheit bei Franz van Assisi en Theologische Literaturzeitung 79 (1954) 129-140.

[3] Véase en el presente volumen pp. 209-216: Santa Clara, espejo e imagen de la Iglesia.

[4] C. Andresen, Aszetische Forderung und Krankheit bei Franz van Assisi en Theologische Literaturzeitung 79 (1954) 36.

[5] 2 Cel 105.- De estas palabras deduce justamente Andresen: «Las dos nociones cristológicas que mejor resumen la interpretación que de la enfermedad hace el santo son: Christus pauper - Christus crucifixus» (Franz von Assisi und seine Krankheiten en Wege zum Menschen 6, 1954, 37). El mismo autor (Franz von Assisi und seine Krankheiten en Wege zum Menschen 6, 1954, 135) añade luego una tercera: «Christus despectus».

[6] Andresen propone en este lugar (Franz von Assisi und seine Krankheiten en Wege zum Menschen 6, 1954, 42) que infirmitas se traduzca por enfermedad. Nosotros preferimos traducirla por debilidad, que tiene un significado más amplio.

[7] Véase la delicada interpretación que de ello hace 2 Cel 109.

[8] 3 Cel 2; dice aquí mismo que en su persona «resplandecieron diversos misterios de la cruz».

[9] 2 Cel 127: «compasión por la pasión de Cristo»; 2 Cel 10: «Desde entonces se le clava en el alma santa la compasión por el Crucificado».- No se trataba de un simple sentimiento de compasión, según la acepción piadosa de la palabra, sino de una verdadera y afectiva participación en la pasión de Cristo, una compassio en el sentido etimológico de la palabra (compati = sufrir con).

[10] 2 Cel 211. Por lo que se refiere a este cambio interior, cf. C. Andresen, Franz von Assisi und seine Krankheiten en Wege zum Menschen 6, 1954, 38.

[11] «... puri pure faciant... sancta intentione et munda» (CtaO 14).

[12] 2 Cel 122: «no tengo enemigo mayor que el cuerpo».

[13] Test 5; 1 Cel 45; C. Andresen, Franz von Assisi und seine Krankheiten en Wege zum Menschen 6, 1954, 40. Este autor hace un excelente resumen en la p. 39: «Así como la transubstanciación eucarística está en el centro mismo del culto litúrgico que él rinde a Cristo, del mismo modo la pasión del Crucificado constituye el objeto fundamental de sus meditaciones».

[14] 2 Cel 194.- Julián de Espira, Vita sancti Francisci 9: «El hombre de Dios desnudo se conforma con el que desnudo está pendiente en la cruz» (AF 10 p. 340). M. Bernards, Nudus nudum Christum sequi en Wissenschaft und Weisheit 14 (1951) 148-151.

[15] 1 R 22,26-27.- Téngase también aquí en cuenta que el anhelo que Dios tiene por el hombre puro es el que produce en el hombre el amor que busca y purifica. Otro ejemplo más de la misteriosa interacción de Dios y del hombre.- Véase también 2CtaF 19-21.

[16] 1 R 17,17-18.- Sería bueno citar aquí entero este capítulo de la Regla, donde se describe perfectamente esa actitud fundamental. Pero nos parecen suficientes los pasajes citados.

[17] Adm 5.- El famoso capítulo 8 de las Florecillas sobre la perfecta alegría está tal vez inspirado en este lugar.

[18] Adm 3,3.- Véase también SalVir 14-18: «La santa obediencia confunde todos los quereres corporales y carnales; y mantiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y lo sujeta y somete a todos los hombres que hay en el mundo; y no sólo a los hombres, sino aun a todas las bestias y fieras, para que, en cuanto el Señor se lo permita desde lo alto, puedan hacer de él lo que quieran». C. Andresen dirá a propósito de estas palabras: «La obediencia consiste en el despojamiento de uno mismo» (Aszetische Forderung und Krankheit bei Franz van Assisi en Theologische Literaturzeitung 79, 1954, 133).

[19] Para lo referente a Spiritus Domini y spiritus carnis (o bien spiritualis y carnalis) cf. K. Esser - L. Hardick, Die Schriften des hl. Franziskus von Assisi, Werl in W. 19562 p. 197ss y 202ss; C. Andresen, Aszetische Forderung und Krankheit bei Franz van Assisi en Theologische Literaturzeitung 79 (1954) 133.

[20] Sobre este particular y en referencia al mismo Francisco cf. Felder, Los ideales de san Francisco, Buenos Aires 1948, en su capítulo Castidad y penitencia de san Francisco pp. 219-238. Véase también C. Andresen, Aszetische Forderung und Krankheit bei Franz van Assisi en Theologische Literaturzeitung 79 (1954) 131.

[21] Felder, Los ideales de san Francisco, Buenos Aires 1948 236ss; C. Andresen, Aszetische Forderung und Krankheit bei Franz van Assisi en Theologische Literaturzeitung 79 (1954) 131.

[22] 2 Cel 134: «studium [carnis] abuti praesentibus».

[23] San Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época, Madrid (BAC) 19802, pp. 965-966.

[24] Según Celano, renunció al martirio únicamente porque se lo impidió la voluntad de Dios: «Para evitar que continuara adelante, le mandó una enfermedad que le hizo retroceder en su camino» (1 Cel 56).

[25] 2 Cel 22.- Véase también C. Andresen, Aszetische Forderung und Krankheit bei Franz van Assisi en Theologische Literaturzeitung 79 (1954) 135: «Francisco consideró la discretio (o sea, la justa medida en la ascesis corporal) como virtud junto a la humildad y la pobreza».

[26] 2 Cel 129.- Sobre la diferencia que existe entre el hermano cuerpo que está pronto a someterse a la ascesis y a la piedad, y el cuerpo considerado como asno perezoso, opuesto a las justas exigencias de la mortificación, véase C. Andresen, Aszetische Forderung und Krankheit bei Franz van Assisi en Theologische Literaturzeitung 79 (1954) 135s.

[27] En 2 Cel 211 hace Francisco una acotación expresa: se trata de «seguir sin resistencia alguna a Cristo el Señor».

[28] LM 5,7; 1 Cel 57: «Siendo él nobilísimo de alma y muy discreto, los trató con toda consideración y dignidad, dando con delicadeza a cada uno lo que le correspondía».

[29] 2 Cel 21. En LP 50 se dice: «Prohibió en un capítulo que los hermanos llevaran sobre la carne otra cosa que la túnica». Cf. también EP 27. Fue sin duda una orden inspirada en la más sana tradición.

[30] 2 Cel 99: «latro thesauri sui».



[Kajetan Esser, OFM, Hacia Dios por la penitencia, en Idem, Temas espirituales. Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Aránzazu, 1980, pp. 45-72.]

 


Volver