DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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Francisco antes de su conversión A pesar de las negras tintas con que Tomás de Celano pinta en la Vida primera la juventud de Francisco de Asís, es muy probable que Francesco Bernardone fuera un joven cristiano comparable a todos los de su época, ni peor ni mejor... Viviendo en una sociedad explícitamente cristiana, que atribuía mucha importancia a la adhesión a la Iglesia, Francisco debió de cumplir sus prácticas religiosas, celebrar puntualmente las fiestas litúrgicas, profesar el Credo de la Iglesia y aceptar, en líneas generales, sus exigencias morales y sociales, como lo hacían los jóvenes de su tiempo. Así, Francisco llamaba Padre a Dios, como lo hacen todos los cristianos en su oración y en su lenguaje habitual..., sin sentirse por ello especialmente vinculado a Dios y contentándose con una relación colectiva con un Dios lejano unas veces y cercano otras, pero que no parecía exigirle una respuesta o un compromiso personales. Dios es nuestro Padre porque nos ha creado, porque ama a todos los hombres, porque gobierna el mundo con su Providencia y porque puede atribuírsele la responsabilidad última de todo cuanto nos sucede. Cuando nos parece que los acontecimientos de la vida favorecen nuestro crecimiento, nuestro pleno desarrollo y nuestro bienestar, respondiendo así a nuestra sed de felicidad, nos gusta llamar a Dios Padre nuestro y pensar que gobierna el mundo con acierto. Cuando somos contrariados en nuestros proyectos o, peor aún, cuando todo parece oponerse a nuestros deseos de encontrar una felicidad a la propia medida, nos sentimos inclinados a pedir cuentas y a plantearnos preguntas sobre la realidad del amor que ese Padre nos tiene. Esto, desde luego, no pone en tela de juicio la fe que todos tienen en Dios como Padre común..., pero tampoco nos impulsa de manera especial a desear vivir en intimidad con Él. Tal era, verosímilmente, el sentimiento de Francisco de Asís antes de su conversión. Descubrimiento de la paternidad de Dios Reconocer a Dios como Padre propio, con quien se entabla una relación de amor filial, sólo puede ocurrir tras una purificación interior, una verdadera conversión, tal y como la vivió Francisco. Para aquel joven, apasionadamente ansioso de la gloria militar y ávido de riquezas y felicidad, se trataba de reconocer su total dependencia de Dios, en cuyas manos depositaría toda su vida y todo su futuro, con una confianza absoluta y una disponibilidad definitiva. Francisco tomó conciencia de esa realidad en la oración, la soledad y la meditación del Evangelio. Mientras se había convertido en colaborador y émulo de su propio padre, Pietro Bernardone, en la gestión del comercio familiar y se iban distendiendo los lazos de dependencia entre ambos, como ocurre cuando un hijo se hace adulto, Francisco se entregará libremente en las manos de su Padre del cielo. En este proceso, la citación para comparecer ante el obispo Guido de Asís aparece como la ocasión providencial para que Francisco opte por su propia adhesión y confiese el señorío de Dios sobre su propia vida: «Hasta ahora he llamado padre mío a Pietro Bernardone...; quiero desde ahora decir: "Padre nuestro, que estás en los cielos" y no padre Pietro Bernardone» (TC 20a). Este descubrimiento fundamental de Dios como Padre suyo propio hará que Francisco experimente la libertad de los hijos de Dios. Ya no tiene que preocuparle su adaptación a las exigencias del mundo. Se desembaraza de las inquietudes por adquirir riquezas, por atesorar dinero o por las consideraciones anejas a su condición social. Libre, se deja guiar por el Espíritu Santo que lo encauza por nuevos caminos. Tras dejar su familia y su ciudad, tras abandonarse en manos del Padre, recorre libre la llanura de Asís, contempla el mundo con una mirada purificada, se sacia con el espectáculo de la creación a la que canta y cuya belleza y generosidad descubre. Se remonta desde la obra a su Autor y mira a Dios como Padre munífico que ha querido y creado todo para el bien de sus hijos. Francisco se considera a sí mismo como un hijo del Rey que, sin ser personalmente dueño de nada, puede gozar de todos los dones de su Padre. La grandeza, la munificencia, la liberalidad del Padre brillan en sus criaturas. Francisco contempla en lo sucesivo al Padre como el «sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien» (ParPN 2). Adoración y reverencia a Dios Dios tiene siempre un nombre: no es la divinidad abstracta, ni la trinidad anónima. Francisco nombra siempre a las personas divinas, Padre, Hijo, Espíritu Santo. La teología trinitaria que posteriormente desarrollará la escuela franciscana aborda la fe trinitaria a partir de las personas, con las que cada uno puede entrar en relación de intimidad. La oración de Francisco se dirige preferentemente al Padre santísimo, al Padre todo bondad. Pues Francisco está asombrado sobre todo por la grandeza y transcendencia de Dios: «Y ningún hombre es digno de hacer de ti mención» (Cánt 2). Ante Él, hay que callarse, guardar silencio o, al contrario, acumular nombres que sugieran su grandeza y perfecciones. De ahí la importancia y la frecuencia de las oraciones en forma litánica que enumeran las grandezas del Padre:
A la vez que adora al Padre en su grandeza, en su misterio, en su gloria, Francisco canta su misericordia, su mansedumbre, su proximidad a los humildes y pequeños, su benevolencia con todas las criaturas:
Conocemos a Dios como Padre gracias a la revelación que nos ha hecho su propio Hijo Jesús, a quien Francisco llama con frecuencia «el Hijo amado del Padre», «Señor del universo», «Dios e Hijo de Dios», «altísimo Hijo de Dios», expresiones que asocian la gloria de Cristo a la de su Padre. Pero, sobre todo, Cristo nos revela al Padre: de quien, procede todo bien, es decir, de quien procede la creación y la Salvación, por ser la Palabra eterna del Padre, y Palabra encarnada. Por eso, la acción de gracias de la Regla no bulada (1 R 23) enumera las grandes etapas de la creación y de la historia de la Salvación. La escuela franciscana heredará esta visión unificada de la obra del Padre, origen eterno de la divinidad, origen absoluto de lo creado, iniciador de la Salvación. Las criaturas son contempladas en sus relaciones con el universo material; los seres espirituales, en su relación con el fin sobrenatural, que es la meta de toda la creación. Recordamos aquí los grandes momentos de la acción de gracias de Francisco:
Fraternidad de los hijos de Dios Desde el momento en que Francisco reconoce en Cristo al Hijo de Dios amado del Padre y que nos reconduce al Padre, se entablan nuevos lazos que tejen una fraternidad universal articulada en torno al propio Hijo de Dios: el Padre de Jesús es también nuestro Padre, el Padre de todos los hombres, el Padre de todas las criaturas. La palabra «hermano», que aplicamos al Hijo de Dios, por el hecho de haberse encarnado, conviene igualmente desde ese momento a todo ser surgido de la mano de Dios, y muy en especial a aquellos a quienes el Hijo invita a reconocerse hijos adoptivos. Por tanto, la fraternidad universal expresa el origen común, el común Amor productivo y fecundo que coloca a todos los seres en la existencia y quiere su perfección y su felicidad. Esta afirmación de la fe revelada no sólo postula en Francisco una adhesión intelectual, sino también una espiritualidad mística y afectiva. Francisco asiente con amor al reconocimiento de cada ser en su peculiar relación con Dios, con Cristo, con los hombres. De esta contemplación brota su cántico de acción de gracias, su admiración y alegría. Y este mismo sentimiento fraterno hacia todos los hombres le lleva a respetar a cada persona en su propio itinerario, en su propia historia personal, aun a sabiendas de que esa historia incluye debilidades y pecados. Por lo demás, su corazón desborda de compasión por los pecadores, puesto que le recuerdan el amor redentor de Cristo. San Buenaventura describe muy bien esta actitud habitual de Francisco: «Si, por una parte, su intensa devoción y ferviente caridad lo elevaban hacia las realidades divinas, por otra, su afectuosa bondad lo lanzaba a estrechar en dulce abrazo a todos los seres, hermanos suyos por naturaleza y gracia. Pues si la ternura de su corazón lo había hecho sentirse hermano de todas las criaturas, no es nada extraño que la caridad de Cristo lo hermanase más aún con aquellos que están marcados con la imagen del Creador y redimidos con la sangre del Hacedor. No se consideraba amigo de Cristo si no trataba de ayudar a las almas que por Él han sido redimidas. Y afirmaba que nada debe preferirse a la salvación de las almas, aduciendo como prueba suprema el hecho de que el Unigénito de Dios se dignó morir por ellas colgado en el leño de la cruz. De ahí su esfuerzo en la oración, de ahí sus correrías apostólicas y su celo por dar buen ejemplo» (LM 9,4ab). Confianza filial y pobreza Proveniente del nuevo mundo de la burguesía mercantil y de una familia acomodada, desde el primer instante de su adhesión a Cristo escogió Francisco la pobreza, antes incluso de pensar en la vida religiosa en sentido institucional. Comprendió rápidamente que la vida cómoda y la avidez de los ricos engendraban un materialismo y una sed de poder contrarios al Evangelio. Su deseo de seguir a Cristo le llevó con toda naturalidad a desprenderse de sus bienes y de sus ataduras con el mundo, tal como, por lo demás, preconizaban las agrupaciones y fraternidades evangélicas de su tiempo. Éstas vivían muchas veces su opción de pobreza como una contestación más o menos violenta de las riquezas de la Iglesia y de los clérigos, y del enriquecimiento de la nueva sociedad urbana. Pero si la fraternidad franciscana constituía, con su misma existencia, una contestación objetiva de la Iglesia y de la sociedad económica, el objetivo que Francisco perseguía no era en primer lugar económico o social, sino propiamente teologal. Eligió una pobreza personal, evangélica, mística. Antes que nada, la imitación del Hijo de Dios, que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros en este mundo. Y, a la vez, un reconocimiento del señorío soberano del Padre Creador, único dueño de todos los bienes. Por eso piensa Francisco que la pobreza evangélica se impone a cuantos quieren seguir a Cristo-pobre, en su relación filial con el Padre: Y también por eso considera Francisco la limosna como la herencia y la justicia que se debe a los pobres, «adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8). Sus compañeros redactores de la Leyenda de Perusa han expuesto con acierto la concepción franciscana de la limosna pedida «por el amor de Dios»: «Pedir limosna por el amor del Señor Dios era, para el bienaventurado Francisco, una acción de la más alta nobleza, dignidad y distinción ante los ojos de Dios, y también ante los del mundo. En efecto, todo lo que el Padre celestial creó para utilidad del hombre, continúa concediéndolo después del pecado, gratuitamente y a título de limosna, a dignos e indignos, por el amor que tiene a su querido Hijo» (LP 96e). Superamos aquí, y con mucho, ese providencialismo un tanto simplón según el cual Dios debería atender siempre nuestros deseos y necesidades, incluso con milagros. Al contrario, se trata de una teología de lo creado basada totalmente sobre el amor liberal de Dios-Caridad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, que ha creado y ha dispuesto todo por su Cristo y para su Cristo y que espera que las criaturas espirituales compartan liberal y generosamente los bienes destinados a todos. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVIII, núm. 52 (1989) 55-60] |
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