DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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Para seguir a Cristo, Francisco de Asís se comprometió en un camino de despojamiento total. Dando la espalda a la riqueza y al poder, escogió el éxodo: la ruta con Cristo humilde y pobre. Pero lo que le distingue en este camino no es tanto el radicalismo de su pobreza -el cual se daba igualmente en muchas de las sectas que pululaban en el siglo XIII-, cuanto el rostro acogedor de la misma. Cuanto más renuncia a poseer y a dominar el mundo, tanto más se abre a la creación, como si su misma renuncia le liberase de todo lo que le separaba de la realidad espléndida e inmensa. Su pobreza se transforma en una nueva relación, cada vez más amplia y más profunda, con los seres y las cosas. Existe una palabra que caracteriza esencialmente esta nueva presencia en el mundo: «fraternidad». Francisco no sólo da a todos los elementos y a todos los seres el nombre de «hermano» o de «hermana», sino que experimenta realmente sentimientos fraternos para cada uno de ellos. Y, cosa sorprendente, las criaturas le pagan a su vez con la misma moneda y le manifiestan una amistad real: los pájaros del cielo suspenden su gorgeo para escucharle, un faisán no quiere abandonarle, unas abejas fabrican la miel en su escudilla, el fuego no le quema, etc. La vida de san Francisco está llena de estos hechos milagrosos y maravillosos que la leyenda ha hecho inmediatamente suyos y los ha aumentado. Este lado maravilloso no es lo esencial de la realidad nueva que se establece entre Francisco y las criaturas. Lo esencial se sitúa en otro plano. Consiste en lo siguiente: el mundo deja de ser para Francisco un conjunto de fuerzas oscuras y ciegas y se convierte en un libro abierto. Los seres y las cosas adquieren valor de signos. Le dicen algo: algo esencial que interesa al destino del hombre. Se le convierten en un lenguaje que él comprende y del cual vive. Francisco reencuentra el sentido luminoso de la creación. Quería ser «forastero y peregrino en este mundo»; y he aquí que este mundo se le revela y participa de su vida profunda, de su impulso hacia el Altísimo. Francisco se dirige a Dios acompañado de todas las criaturas, llevado y reconfortado por ellas. Con ellas realiza el paso, con ellas celebra la Pascua del Señor. Y esto da a su marcha una dimensión y un resplandor cósmicos. Pero esta creación reencontrada es, más que una realidad brindada a la contemplación, un devenir íntimo y total. Francisco redescubre el sentido de la creación a partir de una experiencia interior que es una nueva génesis, una nueva creación. Parecía «un hombre nuevo, un hombre del otro mundo», escribe Tomás de Celano (1 Cel 82). Precisamente convirtiéndose en este hombre nuevo es como Francisco recupera la profundidad de la creación. Pero no se da tampoco hombre nuevo sin la creación reencontrada. Es lo que nos proponemos resaltar en este artículo. * * * La vida entera de Francisco está asumida por un gran impulso hacia Dios. «Concédenos... llegar a ti, Altísimo», escribe como conclusión de su Carta a toda la Orden (CtaO 52). Ahora bien, este impulso que parecía deber separarlo de la tierra y volverlo por completo a la contemplación del Inefable, implica en él una comunión fraterna con todas las criaturas. En ello reside la originalidad de su vida, al igual que la de su Cántico. ¿Cuál es pues el significado de esta comunión fraterna con las criaturas? ¿Qué experiencia vital expresa? Existe en la vida de Francisco una inmensa sed de sol, de aire abierto, de agua y de verdor, una búsqueda constante del lugar que le coloca en contacto directo con la naturaleza: el bosque, la montaña, el lago... La aventura franciscana está vinculada a una serie de nombres de lugares que exhalan todos ellos un perfume salvaje de madera, de agua, de hierba y de roca: Rivo-Torto, La Foresta, Fonte-Colombo, Poggio-Bustone, el monte Alverna... Cada uno de estos lugares significa búsqueda amorosa de la naturaleza. Pero esta vuelta a la naturaleza tiene poco que ver con el naturismo moderno. La celebración franciscana del sol no tiene nada de epidérmico; no se confunde en modo alguno con el culto del bronceado o del camping. La comunión con la naturaleza acontece en Francisco a otro nivel. ¿Qué busca al zambullirse de ese modo en los elementos? Notemos, en primer lugar, que este contacto ofrece un aspecto rugoso, vigoroso y, para ser completos, ascético. Los elementos de la naturaleza son los rudos compañeros de su vida de pobre. Cuando, después de su conversión, comienza a restaurar con sus propias manos las iglesitas de la campiña de Asís, conoce, él que era un ciudadano delicado y refinado, la piedra, la madera, el agua, el sol y el viento de una manera muy distinta a como los había conocido a través de las baladas de los trovadores. Y cuando, a continuación, camina en cualquier tiempo por las rutas de Italia o se retira a un lugar solitario de la montaña, se abandona indefenso a la realidad salvaje: al sol abrasador o al viento glacial; duerme sobre la roca o sobre la tierra desnuda. Viviendo así, en una ruda y santa obediencia a las cosas, es como llega a convertirse en hermano del sol, del viento, del agua, de la hierba y de las estrellas: un hombre que descubre y acepta cordialmente un secreto parentesco entre sí y los elementos de la naturaleza. Nos acercamos aquí al sentido profundo de su zambullirse en las cosas. Fraternizando de esta manera con las criaturas, Francisco se coloca entre ellas: reconoce que él mismo es criatura. Considerar como hermanos a los más humildes elementos cósmicos, equivale a admitir que provenimos del mismo Origen y que existimos juntos, ellos y nosotros, dependiendo de una misma Fuente. Ante el «Altísimo», de quien «ningún hombre es digno de hacer mención», Francisco se coloca, con gran humildad, entre las criaturas, confesando así que sólo Dios es Dios. Su comunión fraterna con las criaturas forma parte de su actitud de adoración. Esta humildad fundamental que le aproxima tanto a las cosas materiales, le impulsa a despojarse de toda voluntad de poder sobre ellas y de cualquier acto de anexión. Por esto mismo, libera en él las fuentes de la simpatía y de la acogida. Ningún complejo de superioridad, ninguna agresividad enturbia su surgimiento. Francisco simpatiza con todo lo que existe y con todo lo que vive. A sus hermanos que van a cortar madera al bosque, Francisco les prohíbe cortar el tronco, para que éste pueda producir nuevo follaje; hay que permitir a la vida recomenzar y rebrotar. No se trata de una mera reacción sentimental. Francisco percibe el valor de toda vida y de todo ser. La corriente de simpatía entre él y la creación se establece a este nivel. Y esta corriente es tan profunda que se incorpora al amor creador y coincide con él. San Buenaventura escribe: «Impulsado por el afecto de su extraordinaria devoción, degustaba la bondad originaria de Dios en cada una de las criaturas, como en otros tantos arroyos derivados de la misma bondad» (LM 9,1). Francisco reencuentra, pues, la creación en su surgir, como un inmenso y único impulso de amor. Y la vive no como un hecho que se sitúa muy lejos de nosotros, en el pasado, sino como una realidad presente. Para él, la creación no cesa de brotar. Y no sólo percibe este amor que lleva a todos los seres a la existencia, sino que participa en él activamente. La simpatía, desde el momento en el cual remonta a su principio, pierde su carácter de pasividad y de parcialidad, y se transforma en comunión activa con el valor del ser y de la vida, donde quiera que este valor se encuentre. De este hombre fraterno, amigo de todas las criaturas, se desprenden una fuerza y un calor que alcanzan a todos los seres, los penetran y los hacen más luminosos, más verdaderos, más pacíficos. También más transparentes. Tomás de Celano escribe: «Con la agudeza de su corazón penetraba, de modo eminente y desconocido a los demás, los secretos de las criaturas» (1 Cel 81). De ahí que los seres y las cosas no sean para Francisco simples objetos que se utilizan. Cada criatura revela una densidad extraordinaria de ser. Desde la más humilde hasta la más sublime, cada una de ellas expresa algo del ser mismo de Dios. Toda la creación se convierte en un misterio profundo. Los seres son, cada uno a su manera, según la naturaleza propia y única que Dios les ha conferido, reflejos y signos de un esplendor y sobreabundancia «infinitas y que no se codician». De ahí la gran admiración de Francisco ante las criaturas. «En las cosas hermosas reconoce al Hermosísimo; cuanto hay de bueno le grita "El que nos ha hecho es el mejor". Por las huellas impresas en las cosas sigue dondequiera al Amado, hace con todas una escala por la que sube hasta el trono» (2 Cel 165; cf. LM 9,1). Le fascinaba sobre todo la luz. El sol, la luna, las estrellas y el fuego resplandecían a sus ojos como los símbolos y el atractivo de una aurora infinita. Esta visión del mundo, tengámoslo en cuenta, no excluye la utilización de los elementos cósmicos por el hombre. En el Cántico de las criaturas ensalza Francisco a estos elementos por su utilidad. Son fraternos precisamente por su aptitud para atender a las necesidades de los hombres. El Hermano Sol nos dispensa su luz con profusión. El Hermano Viento vivifica todas las criaturas al renovar el aire. La Hermana Agua es alabada explícitamente como muy útil. El Hermano Fuego nos ilumina la noche. Y nuestra hermana madre Tierra nos colma con sus frutos. Los elementos de la naturaleza, precisamente atendiendo a nuestras necesidades, son el signo de una generosidad siempre en acto. Si el sol es para Francisco «el símbolo del Altísimo» es porque, fuente de luz, es también fuente de vida, y lo es sobre toda medida. No tiene sentido, pues, contraponer la visión fraterna de Francisco y la revalorización del universo, aunque ésta se efectúe con medios técnicos altamente perfeccionados. El progreso de las ciencias y de las técnicas, al liberar a los elementos de cuanto poseen de ciego y de aplastante, al hacerles más aptos para responder a las necesidades de los hombres, no puede menos de hacerlos más fraternos y más transparentes al misterio de amor que les habita. Lo que separa en realidad al hombre de una visión fraterna del mundo y lo encierra en su suficiencia, es la voluntad de poder y de provecho, la voluntad de dominar los seres y las cosas y de anexionarlos, como si él mismo fuera su creador. Nuestra civilización industrial ha sido fundada sobre esta idea del hombre como dueño y señor de la naturaleza. A consecuencia del desarrollo de las técnicas, el hombre se ha embriagado de su propio poder. Se ha creído Prometeo. Ahora bien, esta voluntad de poder y de provecho corta la creación en dos partes: por un lado, el hombre, que se erige en dueño absoluto y ya no se cuenta entre las criaturas; y, por otro, estas últimas, reducidas a la condición de objetos y sin poseer existencia y valor más que en relación a una voluntad humana de provecho y de poder. Francisco de Asís denuncia y rechaza precisamente esta voluntad. ¿No es éste el sentido profundo de las expresiones del Cántico: «Hermano Sol», «Hermana Luna», «Hermano Viento», «Hermana Agua», «Hermano Fuego», etc...? Estas imágenes fraternales de los elementos rechazan las falsas pretensiones del hombre; trastocan las barreras, borran las fronteras, reencuentran la realidad total. Son una superación hacia la unidad de la creación. Afirman y cantan esta unidad. Una advertencia importante se impone aquí. Esta unidad de creación no es la de una naturaleza primitiva a la cual bastaría abandonarse en sueños. No hay que buscarla en un pasado místico. Más que una evocación del pasado perdido, expresa el sentido mismo del devenir del mundo. Es la intención creadora reencontrada y proféticamente entrevista en su plenitud. La visión fraternal de Francisco corresponde a un mundo consagrado a la tarea de la reconciliación y en el cual se afirma ya la primacía de la unidad sobre todas las divisiones y rupturas, gracias a la obra de salvación llevada a cabo por Cristo. La Redención alumbra aquí la Creación. Le restituye su sentido pleno. La fraternidad cósmica de Francisco es más esperanza de perdón y de reconciliación que recuerdo nostálgico de la inocencia primera. En el fondo, su mirada es la de los profetas anunciando la gran alianza cósmica: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. El niño jugará en la hura del áspid» (Is 11,6-8). Tomás de Celano expresa esta intuición con profundidad y sencillez: «Porque la bondad fontal, que será todo en todas las cosas, éralo ya a toda luz en este Santo» (2 Cel 165). Se trata, sin duda alguna, de una mirada creadora y profética. Fraternizar con las criaturas, tal como Francisco lo hace, es, en definitiva, optar por un universo en el cual la conciliación supera ya a la ruptura; es abrirse y participar activamente, por encima de las separaciones y de todas las soledades, en el impulso de reconciliación y de comunión que, en Cristo, es ya vencedor. Todo esto es muy fácil de decir. ¿Pero cómo puede hacerse realmente semejante opción? ¿Dónde encontrar este impulso de comunión en un mundo desgarrado sin cesar por nuevas violencias? ¡Preservarse a sí mismo de cualquier odio ya es mucho! ¿Cómo superar el miedo, la desconfianza? ¿No son imprescindibles en un mundo peligroso? La naturaleza es cruel. Más cruel aún es el hombre. Un terremoto produce millares de muertos. ¡Una guerra engendra millones, y con qué lujo de crueldad! Cuando se ha visto una vez lo que el hombre es capaz de hacer en materia de atrocidad y de desprecio, se teme y se desconfía con razón. ¿Cómo se podría continuar creyendo en un progreso fatal de la humanidad hacia la fraternidad? La fraternidad humana y la fraternidad cósmica no pueden menos de aparecer como mitos. Hay en nuestra existencia días en los cuales una duda extraña se aferra a la raíz de nuestras certezas más íntimas: ¿No estará el mundo abandonado a la ley del más fuerte? ¿Hay que considerar, pues, la opción fraternal de Francisco de Asís como un sueño hermoso, sin más? Es seguramente un sueño, pero un sueño cuyas raíces profundas debemos ver en la existencia y que es una fuerza no sólo de protesta, sino de creación y de superación. * * * Tal opción es, en efecto, inseparable de la experiencia íntima que Francisco vive de Cristo. El mundo luminoso y fraterno que Francisco canta, lo descubre a partir de lo que él experimenta en sí mismo, al convertirse, según la expresión del primer biógrafo, «en un hombre nuevo y del otro mundo» (1 Cel 82). A esta profundidad es donde Francisco descubre el misterio de la creación como un misterio de luz. Francisco no habló nunca directamente de esta experiencia íntima. Por lo demás, semejante logro no puede menos de ser casto y velado. Pero cuando este hermano de los trovadores quiso expresarnos su alegría de saberse salvado, se puso a cantar; cantó al sol y a todas las criaturas. Y en su canto nos revela inconscientemente las profundidades de su alma y el secreto de su nuevo nacimiento al mundo. Intentando penetrar en una mejor inteligencia de este Cántico de las criaturas podremos esperar descubrir el secreto de la creación reencontrada. Cuando Francisco compone su Cántico, no está ya en condiciones de poder gozar de las criaturas. Ciego o casi, es dentro de sí donde las contempla. Más que observadas, son interiorizadas. Así, el «Hermano Sol» no es un simple fenómeno físico. Es un ser vivo. No sólo alegra los ojos, sino que habla al alma, la coloca en relación con el «Altísimo», cuyo «símbolo» es. Cada elemento está así asociado a la vida profunda del alma. La «Hermana Agua» es «humilde y preciosa y casta». Tales calificativos carecen de sentido objetivo. El Hermano fuego «bello y alegre y robusto y fuerte», traduce un encantamiento íntimo, un ensueño del fuego. El elemento es aquí imaginado, soñado en profundidad; encierra una vida secreta. Ahora bien, todas las cosas de la naturaleza en las cuales nos gusta soñar poseen íntimas relaciones con nuestra afectividad profunda. Las experimentamos como nos experimentamos a nosotros mismos. Son el espejo de nuestras energías ocultas. El ensueño de los elementos abre las avenidas del alma. A través del mundo de las cosas soñadas, nos hallamos ante lo más oscuro de nosotros mismos: todas las fuerzas del deseo. Si se admite esta dimensión simbólica de los elementos cósmicos, se presiente el sentido profundo del Cántico de las criaturas. Pero no sólo los elementos son soñados aquí. También su misma ordenación se enlaza igualmente al sueño en el Cántico. En efecto, los diversos elementos no son evocados al azar y sin orden, sino según una alternancia regular de parejas fraternas. Tal ordenamiento carece de sentido objetivo. Remite a una historia íntima. Bajo la capa de una celebración del mundo, Francisco tiene que vérselas consigo mismo, con sus propias profundidades. Inconscientemente, pero realmente. Soñando en la substancia «preciosa» y fraternal de las cosas, fraterniza con las profundidades fascinantes y temibles del alma humana. La fraternidad expresada en el Cántico no se remite únicamente a los elementos materiales, sino a todo cuanto éstos, debidamente valorizados en el sueño, simbolizan ante la mirada de las grandes fuerzas afectivas del alma. (Cf. E. Leclerc: Le Cantique des Créatures. Basándose en un método de análisis inspirado en Bachelard y Jung, esta obra descubre en la alabanza franciscana de las criaturas, el lenguaje de una historia íntima y de una nueva presencia en el mundo). Francisco se ha abierto a las criaturas. Y he aquí que éstas, en respuesta, lo abren a sí mismo, a la totalidad del hombre y de su misterio. La experiencia profunda que se expresa en este canto es, en efecto, una experiencia de reconciliación del hombre con su «arqueología» intima. Basta prestar atención al tono de la obra para convencernos de ello. La luz y la serenidad reinan de un cabo al otro del Cántico. Ninguna angustia, ninguna sombra, ninguna traza de agresividad o de amargura. Los elementos cósmicos están despojados de su carácter amenazador y destructor. Las grandes imágenes ancestrales del «Señor Sol» o de «nuestra madre Tierra», del agua o del fuego, han perdido su aspecto temible y ofrecen un rostro simplemente fraterno. El hombre que fraterniza de esta manera con los elementos no se siente ya bajo su dominio. Ya no está aplastado por las fuerzas oscuras que representan y simbolizan. Esta gran serenidad, no lo olvidemos, sobreviene al término de una vida; traduce una tranquilidad interior, una aceptación profunda de sí, una reconciliación entre el espíritu y las fuerzas tumultuosas de la vida. Francisco no tiene nada que temer de estas fuerzas salvajes. No las ha destruido, sino domesticado, como al lobo de Gubbio. ¿No es, por lo demás, este lobo el símbolo de la agresividad que existe en cada uno de nosotros y que Francisco, por su parte, ha sabido convertir en fraternal, transformándola en fuerza de amor? Esta energía íntima forma parte desde ahora de su impulso hacia el Altísimo; también ella le lleva hacia la luz. ¿No es ella quien canta en las imágenes del «hermano fuego, bello y alegre y robusto y fuerte?». Francisco no exalta solamente a las criaturas que manifiestan fuerza y exuberancia, como el sol, el viento y el fuego. Ensalza también a los elementos que hacen soñar en una profundidad de acogida, como el agua y la tierra materna. El Cántico está constituido por una alternancia de imágenes viriles y de imágenes femeninas. A un elemento soñado en el sentido de la fuerza y de la acción, corresponde de inmediato un elemento soñado en el sentido de la intimidad y de la comunión. Esta alternancia descubre un alma abierta a todas sus potencias. El Cántico de las criaturas aparece como el lenguaje simbólico de un hombre plenamente reconciliado con su totalidad afectiva, nacido a una personalidad nueva y plenaria en la cual todas las fuerzas oscuras de la vida y del deseo actúan ellas mismas en la luz. La visión fraterna de la naturaleza expresada en el Cántico de las criaturas sólo es posible a partir de esta experiencia íntima de reconciliación. Esta naturaleza, liberada de todo aspecto temible y tenebroso, enteramente transparente y luminosa, no es un simple sueño de poeta; es el testimonio y el espejo de un ser en el cual las fuerzas del deseo y de la vida se han unificado y clarificado en un solo y gran amor. Una conciencia desgarrada no puede menos de proyectar sobre el mundo su propia ruptura interior. Una conciencia unificada y feliz percibe, por el contrario, la unidad profunda y última de los seres; la ve, la canta y coopera con ella. Es cierto que la personalidad de Francisco era, al principio, más tumultuosa, menos unificada que la de hermana Clara, por ejemplo. Pero la riqueza de un ser se mide por la diversidad de las tendencias que lo agitan y por su capacidad de integrarlas. Francisco no alcanzó esta unificación sin crisis ni conflictos (cf. E. Leclerc: Sabiduría de un pobre). Nada, sin embargo, se ha perdido de su riqueza anterior. Todo se reencuentra finalmente unificado: el sentido de lo concreto y las potencias del sueño, el dinamismo de la acción y el lirismo contemplativo, el amor de la persona viviente, del individuo y de lo singular y la necesidad de una comunión cósmica... Es esto lo que hace de Francisco, además de un ser desbordante de vida, un maravilloso intérprete del esplendor del hombre. Su canto es verdaderamente el canto del hombre unificado y universalizado. * * * Sería el momento de concluir. Pero no se concluye un canto. Se le deja cantar dentro de uno mismo. Y tal vez hace falta mantener un largo silencio para escuchar, en este Cántico de las criaturas, el crecimiento íntimo del hombre abriéndose a su dimensión total. Una misma voz va de una criatura a otra. ¿Y qué dice? Escuchad: Si mi canto posee el esplendor de la mañana, Si mi canto posee el brillo de la luz naciente, Si mi canto posee la serenidad del cielo azul, Si mi canto es el canto de todas las criaturas, Si mi canto es el canto de los hombres, Ciego, ya no puedo ver el sol Ya no temo la muerte. Sobre mi alma desnuda, Mi canto es el murmullo de un agua profunda, en la oquedad del
deseo. [Selecciones de Franciscanismo, vol. V, núm. 13-14 (1976) 49-56] |
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