DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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La característica más significativa de la espiritualidad de San Buenaventura radica en haber sabido recoger, en una síntesis personal, la expresión teológica de la experiencia religiosa de San Francisco, lo mejor del pensamiento filosófico y teológico del medioevo, las ansias innovadoras de la primera generación franciscana y la aportación incomparable de su personalidad. El pensamiento bonaventuriano, como dice Gilson, se caracteriza por la «metafísica de la mística»; en la historia de la espiritualidad, su doctrina «señala el punto culminante de la mística cristiana y constituye la síntesis más completa que jamás haya ésta realizado». Fruto de esta novedad histórica y experiencia personal es su actitud nueva y típicamente franciscana que se resume en la «seraficidad». La «seraficidad» expresa la síntesis vibrante entre la inteligencia y la voluntad, la sistematización racional y el vuelo místico, la experiencia personal y la elaboración refleja, el conocimiento y la unión. San Buenaventura se parece a un caminante solitario: recorre sendas apenas trazadas, intuye sus etapas, marcha seguro; pero, sobre todo, clarifica contenidos con su sentido de lo divino y absoluto y con la fuerza dinámica del amor. EL MISTERIO DEL AMOR: DIOS La fuerza dinámica del amor hunde sus raíces en el hecho esencial de amor: Dios. Dios es amor. Y comenta San Buenaventura: «Dios es amor por esencia y como causa: por esencia, porque es amor en sí mismo, y como causa, porque suscita en nosotros el amor». Dios es amor, esencialmente, en su mismo ser. Siguiendo la doctrina de San Francisco, San Buenaventura afirma la identidad entre el «amor» y el «bien». Dios es, por tanto, el «Sumo Bien». «Bonum est diffusivum sui»: es decir, pertenece a la esencia del bien el expandirse y comunicarse. Por consiguiente, «si el bien es difusivo, el sumo Bien debe ser sumamente difusivo». La suma difusión del sumo Bien tiene lugar en el misterio trinitario, que se presenta así como el hecho radical de una «difusión plenísima», «necesaria a la suma comunicabilidad del Bien». En efecto, argumenta San Buenaventura, «no existiría el sumo Bien si en él no se diera una producción eterna, actual, consustancial, hipostática (personal); una producción a modo de generación y de espiración, propia de un Principio eterno, de quien procede desde toda la eternidad Aquel que es el Amado y Aquel que es amado de ambos». En consecuencia, el acto perfecto de amor consiste en darse plenamente, con dinamismo esencial y personal. Esto se da «en el Verbo en quien se dicen todas las cosas»; y el Verbo se convierte así «en la plenitud de la fuerza actuante del Padre y en la plenitud de la razón eficiente». El Verbo es el centro en el misterio de la vida trinitaria. Precisamente por ser «Aquel que es el Amado», representa el centro «en la eterna emanación de las personas». El Verbo, en la plenitud de la «circulatio», es el término personal en el cual se expresa la fuerza del amor. En El se da la plenitud de la causalidad creadora. La creación, en efecto, es la segunda difusión del amor, dilatación y epifanía de la difusión trinitaria. LA EFUSIÓN HISTÓRICA DEL AMOR: LA CREACIÓN El amor, bien difusivo, se abre en la creación difundiendo el ser. Dios crea por amor. Y crea solamente porque Él lo quiere. Y lo quiere porque ama. Sólo por amor vienen, en la realidad y actualmente, las cosas a la existencia. Surgido del amor, el universo vive del amor como de su realidad radical. Ahora bien, por esta radical dimensión de amor, la creación se convierte en una realidad que une, en el tiempo y en la medida de su condición de criatura, el Dios-Amor de la creación con el Dios-Amor de la bienaventuranza final. De hecho, haciendo suya una afirmación del Pseudo-Dionisio, San Buenaventura sostiene la dinámica circular del amor: «El amor divino es como un ciclo eterno que partiendo del óptimo y por medio del óptimo se dirige hacia el óptimo». Toda la creación contiene, por consiguiente, un valor esencial de bondad y de belleza: «Todas las cosas visibles son buenas y hermosas»; un valor de orden, es decir, de relación a Dios y entre las cosas mismas: «Hay que señalar un orden a las criaturas, no sólo en relación a Dios, sino también entre sí». Así mismo, la creación posee un valor epifánico e indicativo, llegando a ser como un libro donde el hombre «se ejercita en intuir la luz de la sabiduría divina»: las criaturas son «signos dados por Dios», «sombras, resonancias y pinturas, vestigios, simulacros y espectáculos que nos han sido propuestos para admirar a Dios». Mas en este complejo valor de la creación San Buenaventura percibe una gradualidad: en toda criatura existe una riqueza de Dios, pero en el hombre se da una participación del mismo Dios. De ahí la diversa «densidad» de semejanza con Dios; y esto no como algo que se sobrepone a un valor autónomo, sino como dimensión esencial del ser: «En efecto, es necesario que toda criatura se asemeje, en cierto sentido, a Dios; pero es necesario también que una criatura determinada se asemeje expresamente a Dios para dar así plenitud al universo; en este sentido, todas las criaturas tienen el valor de vestigio, pero una criatura, aquella que posee el valor de imagen, se asemeja expresamente a Dios. Esta criatura es la racional, el hombre». He aquí cómo en la creación «brilla, está representada y se lee la Trinidad creadora». La creación se convierte así en una realidad repleta de analogías y de señales, adquiere valor de una epifanía de amor, de encarnación de lo divino, de referencia al «bonum»; se convierte en revelación de un misterio y en recorrido de una voluntad dinámica que halla su fin apaciguador en la bienaventuranza. A ella tiende la creación entera impulsada como por un secreto reclamo que interpreta el hombre. El hombre, en su condición de criatura, al igual que las demás criaturas, «tiende a su origen»; mas dado que es específicamente una criatura racional, no sólo «tiende», sino que, para decirlo con más propiedad, «retorna a su origen mediante su memoria, inteligencia y voluntad». LA ENCARNACIÓN DEL AMOR: CRISTO Colocado en la creación como vértice consciente de la misma, el hombre debe conocer el destino propio y el del mundo, debe saber captar el significado originario de la creación, debe saber descifrar la verdad esencial de las cosas. San Buenaventura sitúa aquí a Cristo como criterio esencial de certeza: «Cristo, que tiene su cátedra en el cielo, enseña interiormente, y no se puede conocer verdad alguna si no es por medio de aquella verdad». Cristo es la encarnación del amor, y la Encarnación es la gran obra de Dios, la corona y el fin supremo del género humano. Cristo, efectivamente, es «el que está en el centro de todo»; por eso en él «se debe iniciar y por medio de él llegar al Creador». Cristo es, por tanto, el centro de toda la realidad. El Cristo-Verbo era el «medium in throno», es decir, en el misterio de la vida divina entre el Padre y el Espíritu; por esta radical centralidad, el Cristo-Verbo es el «medium in officio», es decir, en la acción creadora el Verbo es motivo de creación y de redención. Y puesto que el Verbo encarnado, el Cristo Dios-Hombre, posee a la vez la esencia divina y la humana, representa en sí la síntesis suma de todo el ser, llegando a ser de esta suerte el «medium essentiae». Por último, Cristo Dios-Hombre es plenitud de vida que comunica a todos los hombres, llevando a cabo la redención, uniendo y pacificando a los hombres con Dios, devolviendo la plenitud de vida, de modo que se convierte también en «medium vitale». Este radical cristocentrismo alcanza su plenitud cuando Cristo se convierte para nosotros en «medium morale». En Cristo reside la plenitud de vida, de verdad, de esperanza, de amor. En El se armonizan plenamente las virtudes y los dones. En Él habita toda ciencia, sabiduría y armonía. Y, por tanto, Él es norma y medida de perfecta santidad. Todo hombre, en consecuencia, está llamado a unirse con Cristo y a transformarse en Él. La Encarnación, precisamente porque es el misterio que recoge, como en un vértice de plenitud, toda la perfección, «sitúa a Cristo por encima de la perfección del universo, tanto en lo que se refiere a la naturaleza, como en lo que se refiere a la gracia y a la gloria». Todo converge hacia él, todo halla su unidad en él y se pone históricamente en camino hacia su destino: «Él es la piedra angular: todo gravita en torno suyo y todo debe confluir en él, así como las líneas que, partiendo de una circunferencia, se encuentran en la unidad indivisible del punto central». Cristo es el centro de lo sensible y de lo sobrenatural, de la vida divina en el hombre y de la realidad del ser, de la experiencia, del existir y del pensar. Cristo es quien conduce al hombre a la intimidad beatificante en Dios: «... por muy iluminado que uno esté por la luz de la razón natural y de la ciencia adquirida, no puede entrar en sí, para gozarse en el Señor, si no es por medio de Cristo». Cristo es el punto central «en todo el cuerpo de la Iglesia», a él confluyen todas las líneas de la realidad eclesial y «se unen en él como el punto de indivisibilidad, al cual se acoplan las líneas de la cruz en el centro de su concurrencia en unidad». Cristo es la concretización del doble mandamiento nuevo del amor a Dios y al prójimo: «Este doble mandamiento se unifica en el único Esposo de la Iglesia, Jesucristo, que es a la vez el supremo jerarca que purifica, ilumina y perfecciona a su esposa, a saber, a toda la Iglesia y a cada una de las almas santas». Cristo es, en definitiva, el centro absoluto y único, perfecto y pacificador, el único camino para llegar a la conformidad con Dios. De hecho, «nadie puede guiar mejor a la conformidad divina que aquel que es la imagen del Padre». EL CAMINO CONFORTANTE DEL AMOR La vocación fundamental de todo hombre es asemejarse a Dios: «La criatura racional es deiforme y puede retornar a su origen mediante la memoria, la inteligencia y la voluntad»; tal es el camino interior del hombre: «Si tú eres realmente imagen de Dios, debes configurarte a él». Ahora bien, no hay más que una posibilidad para llegar a una auténtica experiencia de la contemplación: Cristo. «La llave de la contemplación es el conocimiento del Verbo increado, por quien son producidas todas las cosas; el conocimiento del Verbo encarnado, por quien son reparadas todas las cosas; el conocimiento del Verbo inspirado, por el que son reveladas todas las cosas». Cristo es presencia interior, luz íntima, maestro que adoctrina internamente en la verdad, fuerza que obra en el interior, es la «intimidad de cada alma... Es luz inaccesible y, con todo, cercana al alma, más cercana de lo que ella puede serlo a sí misma». El camino que guía al alma hacia la intimidad conformante con Dios consiste en hacerse consciente de su unión vital con Cristo y tratar de profundizar, desarrollar e intensificar más y más dicha unión. Ello implica un dinamismo que tiene como etapas progresivas el crecimiento interior, que comporta una difusión progresiva, la cual, a su vez, se convierte en origen cada vez más profundo de auto-comunicación. La actitud fundamental del hombre en su caminar hacia la conformidad divina es la piedad que «fundamenta de nuevo» al hombre en su origen, empeñándolo en volver a ella con una postura caracterizada «por un piadoso sentimiento, un piadoso afecto y un piadoso servicio». La piedad lleva a la posesión del sumo Bien, a la configuración con Dios, ya que introduce a la «visión del Verbo». Cristo es la «piedad encarnada» que, comunicándose a sí mismo, conduce al hombre a la participación de la actitud de amor que caracteriza su vida. La piedad modifica y potencia las fuerzas del hombre, permitiéndole captar en su pensar y vivir la plena realidad de Cristo, el ser y todo cuanto es signo del mismo Cristo. La piedad, por tanto, no sólo tiene su origen en Cristo, sino que crea una aptitud para asemejarse a Cristo y conduce hasta una transformación plena en él. El camino así indicado lleva progresivamente al hombre a transformarse, conformarse y unirse a Cristo. Transformarse en Cristo significa hacer una opción radical de amor por Cristo; de hecho, «cuando uno escoge, ama», liberándose de todo peso que retarde u obstaculice el camino del amor. Conformarse con Cristo quiere decir «configurarse a Cristo», sobre todo, a Cristo pobre, humilde y doliente. Las llagas de Cristo paciente y crucificado constituyen la puerta abierta que permite al alma «penetrar hasta el Corazón del mismo Cristo» y vivir transformada en él «mediante el ardentísimo amor al crucificado». Esta íntima transformación hará que «no busque ni desee otra cosa, ni siquiera recibir consuelo de ningún otro», fuera de Cristo crucificado. Efectivamente, «la cruz del Salvador es la llave, la puerta, el camino y esplendor de la verdad». ¿Por qué esta importancia de Cristo crucificado? San Buenaventura afirma la ejemplaridad total del Verbo: como el hombre ha sido creado según el modelo del Verbo increado, así también debe conformarse al Verbo encarnado que precisamente en la pasión expresa el culmen de su acción «reformante». Aquí halla el hombre el origen y el modelo de su camino de persona «restaurada»; aquí descubre el hombre el significado de su vida renovada de la centralidad de Cristo crucificado; aquí el amor del Padre y del Hijo alcanzan el ápice de la «difusión»; de aquí recoge el hombre las fuerzas necesarias para comprender y ansiar la liberación del pecado y hacerse disponible para la justificación; aquí verifica el hombre la autenticidad de su camino en la purificación, en la iluminación y la unión. De todo ello se desprende que «la configuración con Cristo más adecuada para los redimidos en el actual estado de la vida presente se mide por el grado en que uno reproduce su pasión y muerte». Cuando el alma ha imitado así a Cristo crucificado hasta llegar a transformarse en él, Cristo la introduce en la intimidad de la contemplación que preludia el gozo beatífico, donde el alma vive, en toda su plenitud, la dimensión pascual de su conformidad con Cristo muerto y resucitado: «... contemplando al crucificado con fe, esperanza y caridad, con devoción, admiración, exultación, estima, alabanza y júbilo, celebra con él la pascua, es decir, el paso». Para alcanzar dicha plenitud, el alma debe creer en Cristo, esperar en él, amarlo. De esta suerte se abren las puertas al conocimiento, gusto y alegría de la realidad plena que se halla en el sumo Bien. Fe, esperanza y amor, intimidad de la contemplación: he ahí, pues, las experiencias que van unidas «al ardentísimo amor al crucificado». La doctrina bonaventuriana subraya en este punto el valor del dinamismo de los deseos. De hecho, el ardentísimo amor al crucificado suscita los deseos. Estos pueden permanecer apagados e inoperantes. Pero se encienden y quedan abiertos a una actividad fecunda en obras «por el clamor de la oración que hace exhalar los gemidos del corazón y por el resplandor de la especulación por la que el alma muy directa e intensamente se convierte a los rayos de la luz». En consecuencia, mediante la oración «los amantes de la divina sabiduría e inflamados por su deseo» son conducidos «a alabar, admirar y gustar a Dios». Oración y bienaventuranza se «elevación del corazón a Dios hecha con afecto y amor», en «madre y origen» de la elevación a la bienaventuranza, esto es, a la fruición del sumo Bien que está por encima de nosotros. Pero «nadie puede alcanzar la bienaventuranza si no se eleva sobre sí mismo» mediante el auxilio de una fuerza superior que es un don de Dios. La oración es la que implora dicha ayuda, la que dispone al hombre a abrirse a la gracia e ilumina el camino de la ascensión a Dios. La Oración y bienaventuranza se reclaman mutuamente como origen y fruto, preludio y plenitud, espera y realización. * * * Esta exposición rapidísima e incompleta de la espiritualidad de San Buenaventura, escrita con motivo del séptimo centenario de su muerte, permite, por lo menos, captar algunos valores abiertos a indicaciones apremiantes. La experiencia cristiana es un hecho dinámico, ascendente, caracterizado por una vivencia esencial del amor, abierto a la condición del alma que camina desde el bien hasta el sumo Bien. San Buenaventura clarifica la base teológica de toda auténtica doctrina espiritual y recuerda el valor de lo concreto y de lo que se relaciona con la vida, cosa que debe preocupar a todo guía que pretenda iluminar el camino de Dios; es por esto por lo que con frecuencia propone los valores de la creación, del amor, del dolor, de la alegría. Y, en el centro de todo, Cristo, a quien, a modo de conclusión, queremos recordar aquí con nombres del todo bonaventurianos: cercano y Dios, hermano y señor, rey y amigo, palabra eterna y encarnada, creador y salvador, primero y último. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 79-85] |
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