DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


SAN FRANCISCO DE ASÍS,
MENSAJE PARA HOY

por M. Díez Presa, CMF

 

La vieja y siempre renovada esperanza de que la historia se orienta hacia la más elevada vida espiritual no deja de chocar -al menos, aparentemente- con el sesgo dramático de la aventura humana, que parece hacer cada vez mayor la distancia entre nuestras ambiciones y esperanzas y la indigencia moral del hombre moderno. Ya por los años treinta, en sus Notas de cautividad, hacía J. Rivière una emotiva confesión de nuestra miseria fundamental, que hoy hubiera subrayado con más fuerza aún. Concretamente, ¿por qué esa divergencia irreductible -pregunta ya analizada por el mismo san Agustín- entre una voluntad humana que ejecuta sus planes dentro del plan de Dios y un querer que pretende hacer inútil a Dios y liberarse de Él, con las consecuencias negativas que de ahí derivan siempre?

No es nuestro propósito sumar una respuesta filosófica o teológica más a las muchas que han podido darse a tal pregunta. Nuestra intención es más humilde. Desde la mencionada pregunta, estas líneas quieren solamente ser una meditación en torno al hombre que palpita en lo más hondo de cada uno, según el «modelo» de humanidad por el que se opta en la propia vida.

FRENTE AL «SUPERHOMBRE»

Nietzsche, soñando con el hombre del futuro, quiso arrancarlo al tiempo que lo destruye e instalarlo en una eternidad dinámica que lo perpetuara. Bello ideal. Pero como pura utopía. Porque ni en el tiempo nietzscheano hay caminos por los que hacer desembocar al hombre en el ser, ni en su soñada eternidad se descubre un mundo nuevo donde poder encontrar el hombre su vida en plenitud y consumada.

Asesinado el Dios cristiano, la «voluntad absoluta de poder» no tenía ya más salida que convertir en eterno el devenir temporal, repitiéndolo sin cesar. Identidad de creatura y creador, voluntad de poder, el «superhombre» nietzscheano quedaba cerrado en sí mismo y reducido a ser eterno retorno de lo siempre igual y de lo infinitamente limitado. Una visión, por otra parte, fatalista del hombre. Y, por cierto, bien poco seductora. La serpiente sería el mejor símbolo de ese repliegue del hombre sobre sí propio. Y, efectivamente, a esta visión llegaría el espíritu de Nietzsche, no sin una sensación de terror, como él mismo confesará.

Del hombre de hoy tal vez no se pueda decir que sea literalmente nietzscheano, porque, sin más aspiraciones de eternidad, parece instalado en la pura temporalidad. Pero ¿se podría decir que no sea un último producto del espíritu de Nietzsche? Porque, destructor del pasado, Nietzsche no ha dejado de facilitar, en cierta medida, la llegada de nuestro siglo con las grandes amenazas y miserias que pesan sobre él. Ahí está el éxito final de su esfuerzo dionisíaco: el lanzamiento del hombre en un abismo de locura. Eric Fromm no dejaba de invitar a la reflexión al hacer observar cómo «debe despertar nuestra conciencia el hecho de que todos nos estamos volviendo más inhumanos a medida que nos convertimos en superhombres». Bastaría, como prueba, señalar la situación concreta, con sobrada carga negativa, en que vienen a encontrarse no pocos de nuestros contemporáneos; tal vez, todos nosotros en alguna medida. Es el mismo E. Fromm quien la describe: «En nuestra sociedad somos claramente infelices, solitarios, angustiados, deprimidos, destructivos, dependientes».

Y no, no es fácil que el «superhombre» pueda liberarse -ni pueda liberarnos- de esa angustia e infelicidad, de ese cierto terror, incluso de ese complejo de culpabilidad, que lo neurotizan por haber comenzado aniquilando a Dios, para terminar después aniquilando al hombre y aun al mundo, al convertirlos en puras cosas o simples objetos de manipulación.

El «superhombre» que esta sociedad de producción y consumo nos ofrece ha basado su bienestar más profundo y su felicidad en el puro éxito, en el triunfo a toda costa. Y conocemos más que de sobra el resultado final: un hombre enajenado de sí mismo y hostilmente enfrentado con Dios, con los demás hombres, con la misma naturaleza.

¿Valía la pena, en estas condiciones, mirar con Nietzsche hacia el futuro? ¿No era preferible haber vuelto la mirada hacia el pasado? No para quedarse en él estáticamente, no. Sino, precisamente, para acertar con el verdadero «sobrehumano» del futuro. Claro es que Nietzsche declara y proclama la imposibilidad de buscar y de encontrar en el pasado un modelo para su «superhombre». La imagen del hombre del pasado era la de un ser esencialmente religado y abierto a Dios, que se contemplaba a sí mismo como una imagen de la divinidad y que contemplaba el mundo más como creación que como naturaleza. Mas ¿por qué -pese al sentir de Nietzsche- no había de poder dibujarse desde ahí la auténtica silueta del hombre del futuro, que en y desde su tiempo se va labrando una eternidad dinámica como total plenitud de ser?

En el fondo -y no deja ello de ser significativo- vino de alguna manera a reconocerlo el propio Nietzsche. Según él, el hombre que se da, que crea, que enseña, es un precursor, en el pasado, y en cierto modo un «modelo» del hombre del futuro. Porque, con sus formas de vida, tales seres humanos serían ya de por sí una como encarnación de la utopía.

Darse a sí mismo, como la mejor manera de dar; crear, como la mejor expresión de las posibilidades humanas; enseñar, no como profesor de oficio, sino con la propia vida o la propia obra como enseñanza suprema: sí, ahí está adecuadamente reflejado el ideal o la utopía, que no sería ya pura utopía, por ser susceptible de encarnación. Todo aquel que llegara a encarnarla efectivamente sería un modelo, alguien de carne y hueso que estimula y arrastra hacia adelante y hacia arriba.

Y, como modelos concretos, destaca el mismo Nietzsche al artista, al héroe -no precisamente al titán-, al explorador, al santo. Sí, sorprendentemente, también al santo, por más que ni lo entendiera adecuadamente el autor de Así habló Zaratustra ni se detuviera tampoco demasiado en su contemplación. Pero nos da pie para que en el santo de ayer, concretamente, fijemos ahora nuestra mirada descubriéndolo como modelo del hombre de hoy y de mañana, del hombre de siempre.

Ante todo, sólo el santo ha acertado a instalarse y a vivir en equilibrio y con plenitud en la frontera de los dos mundos: el mundo del tiempo y el de la eternidad. Y acaso nadie como él ha sabido labrar con y en un tiempo dinámico y creador la propia eternidad, no estática, sino dinámica y plenificadora, dándose en el tiempo y para más allá de su tiempo y enseñando así a todos con su misma vida a crear, a darse, a enseñar.

UN «SOBREHUMANO» LLAMADO FRANCISCO DE ASÍS

Greco: San FranciscoDiríase que en el santo nos presenta Dios el paradigma de una humanidad llamada a ser cada vez más «sobrehumana», como esencialmente vocacionada a franquear el umbral de lo finito y limitado y abierta a las más altas, más amplias y mejores posibilidades y creaciones humanas. Digamos que por medio de los santos, como sacramentos de la trascendencia, Dios presenta ante el hombre concreto un modelo de «sobrehumano» encarnado, al que todos están llamados, y cuyos rasgos corren siempre el peligro de borrarse en nosotros, haciéndonos así un siempre nuevo llamamiento a responder a nuestra vocación de trascendencia, es decir, a realizar nuestra «naturaleza» de imágenes de la divinidad y nuestro ser futuro de «superhumanizados».

Y sea ahora nuestro modelo encarnado alguien que, sin merma de su peculiar «singularidad» -hasta, tal vez, por ella, aunque suene a paradoja-, parece haber tenido algo así como el carisma de la «universalidad», en el más rico sentido del término: como universalidad intensiva y extensiva.

Nos estamos refiriendo a Francisco de Asís, quien, después de haber llenado un tiempo y lugar concretos y limitados, parece seguir llenando ahora, desde su eternidad dinámica, todos los espacios y todos los tiempos. Francisco de Asís supo darse. Supo crear. Y supo enseñar. Más aún: sigue dándose, creando, enseñando. Su mejor dádiva, su más artística creación, su más elocuente enseñanza son su misma vida, con esa trascendencia y ese vuelo poético que parecen alejarlo de la tierra y, a la vez, con esa proximidad y ese humanismo que vienen como a identificarlo con todos y cada uno. Es lo que distingue a aquel frailecillo de otros santos: mientras éstos, por así decirlo, vienen a desaparecer detrás de sus doctrinas o instituciones, hasta el punto de ser muy bien conocidas tales doctrinas o instituciones y bien poco conocida su vida, Francisco, por el contrario, transmite esencialmente su vida. Diríase que pasa a la posteridad y a la historia por el género literario de la biografía: por sus gestos, sus actitudes, sus palabras, sus costumbres, su comportamiento; por su vida cotidiana, en una palabra, transparentando toda ella la belleza y la poesía de lo trascendente haciéndose inmanente en el mundo.

Por eso tuvo y sigue teniendo tanta fuerza de arrastre. En Francisco de Asís adquieren particular relieve y singular cumplimiento estas palabras de Bergson: «¿Por qué los santos tienen imitadores..., arrastrando detrás de sí a las multitudes? No piden nada y lo consiguen todo. Ellos han abierto un camino por el que otros podrán avanzar. Han señalado incluso al pensador y filósofo el origen y el destino de la vida. El santo no tiene necesidad de exhortar; no necesita más que existir: su existencia es una llamada a caminar tras él, a fin de que nazca en nosotros el nuevo hombre». Es más: la verdadera puerta al «sobrehumano» sólo se abrirá a los que han escuchado esta llamada. Solamente una transfiguración puede permitirnos llegar a esa meta que señala el santo, por más que dicha transfiguración imponga unas exigencias radicales.

Frente a la prometeica o fáustica voluntad de poder, como fundamento del «superhombre» de Nietzsche, Francisco de Asís señala con su voluntad y su vida de pobreza y humildad el camino hacia la verdadera grandeza humana. Y frente al «hombre de hecho» de hoy, como producto del espíritu nietzscheano, hostilmente enfrentado con Dios, con el hombre, con la naturaleza, el poverello de Asís constituye con su propia andadura un excepcional modelo de hombre tallándose a sí mismo y dándose creativamente a la humanidad en comunión con Dios, con los demás, con la creación entera.

Hemos aludido a la belleza de lo trascendente haciéndose poéticamente inmanente en el mundo. Ahí radica toda creación artística, que vendría así a constituir un encuentro -ese encuentro siempre soñado por el hombre- entre el «arriba» y el «abajo», entre un tiempo creativo y una eternidad creadora; ese encuentro dialéctico entre la libertad infinita de Dios y la libertad «hacia-el-infinito» del hombre. El santo ha conseguido la más bella creación artística que puede alcanzar el hombre, por ser el mejor reflejo -y mejor inmanentizado- de la gloria, de la trascendencia y de la belleza de Dios. En el santo de Asís es ello tan manifiesto, que el ejemplo se impone por sí solo. Bien se ha dicho, en lenguaje poético, pero expresivo, que, moviéndose entre los góticos, Francisco de Asís es más «obra de arte» que cualquier catedral; y ni el mismo Giotto consiguió expresar en su pintura inigualable toda la belleza espiritual del humilde Francisco. Y bien se ha podido añadir, por ello mismo, que «el mayor poeta del siglo XIII no es el glorioso Dante, sino el poverello Francisco. Y no porque éste fuera un poeta de raza que compusiera el Cántico al hermano sol, sino por haber hecho de sí mismo, de su propia vida, una obra de arte. Jamás poeta o pintor podrán ser tan "artísticos" como aquel poverello que anduvo por la pobreza y cantó como una alondra» (J. M. Ballarín). Los pasos de su andadura y las notas de su canto fueron realmente palabra o verbo poético -en el sentido en que en un campo existencial lo ha interpretado tan exactamente el filósofo Heidegger- que supo hacerse comprensible y significativo y que fue hasta un fuerte revulsivo para su tiempo. Y que lo sigue siendo para el nuestro. Explicitémonos un poco más, siguiendo un esquema anteriormente insinuado.

FRANCISCO, EN COMUNIÓN CON DIOS

Murillo: San Francisco.Con su grito de «Dios ha muerto», Nietzsche encerraba definitivamente al hombre en su finitud. En el mismo reconocimiento de sus limitaciones y de su finitud, frente a Dios, por una parte, y en la aceptación, por otra, de su «estar religado por la raíz» a Dios, el santo está reconociendo y confesando el horizonte sin límites al que está abierto todo ser humano. El santo de Asís -y ésta es la primera y más fundamental significación de su pobreza- está mostrando cómo lo que supera al hombre no es el mismo hombre, sino Dios: personal y personalizante -no alienante- que, al trascenderlo, está llamando al hombre a trascenderse en Él y hacia El, en un proceso o devenir cuya culminación será el hombre divinizado y perfecto: el verdadero hombre «superhumanizado». La «voluntad de poder» de Nietzsche no era, en el fondo, más que una huida «hacia nada». Su desposorio con la pobreza era en el poverello de Asís un verdadero caminar «hacia Dios». Dos modelos antagónicos que siguen discutiéndose la humanidad...

Francisco se revela todo él penetrado por un profundo sentido de la trascendencia del Dios Altísimo. Un sentido de trascendencia que, lejos de agrandar las distancias entre Dios y el hombre, crea cercanías insospechadas, por aquello que dice san Agustín y que en el humilde Francisco se hace más ostensible realidad: «Mirad, hermanos; un gran milagro: Dios está alto. Te ensoberbeces, y Dios huye de ti; te humillas, y Dios desciende de ti». Todo cuanto es y tiene el hombre, lo es y lo tiene recibido de la fuente de todo ser y de todo bien. «¡Dios mío y mi todo!».

Francisco se siente remitido y reorientado hacia Dios por un esencial impulso de adoración y gratitud. Dentro de su radical pobreza interior ya no hay lugar sino para esa adoración. Su vida no parece sino una inmensa liturgia, una celebración eucarística, un cántico o poema existencial de gratitud por el que se «autotrasciende» a sí propio y por el que reorienta todas las cosas hacia su fuente original. El Apocalipsis describe la vida del Reino celeste como un himno de alabanza a Dios por parte de «todas las criaturas que existen en el cielo, sobre la tierra, debajo de la tierra, y en el mar y por parte de cuanto hay en ellos» (Ap 5,13). Esta liturgia cósmica llenaba el corazón de Francisco de Asís día y noche. La alabanza que él mismo compusiera «para todas las horas» estaba tejida de reminiscencias de ese culto celeste. Al dedicar a san Francisco su magnífico Canto al Paraíso, en su Divina Comedia, ¿no estaba Dante movido, en el fondo, por esta convicción? «Devolvamos al Señor Dios altísimo y soberano todos los bienes; reconozcamos que le pertenecen por entero; démosle gracias por todo, ya que de Él procede todo» (1 R 17,17). Así se expresaba el santo en su Primera Regla.

Hay dos plegarias particularmente significativas de este movimiento ascensional que atraviesa y penetra por entero la existencia del poverello de Asís. Una, la larga oración de alabanza y acción de gracias que cierra la Primera Regla, texto bien poco conocido, a pesar de su densidad, en el que Francisco refleja con toda luminosidad la manera de situarse e interpretarse con relación a Dios:

«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, por ti mismo te damos gracias, porque... creaste todas las cosas...

»Y te damos gracias porque... hiciste que tu Hijo naciera... Y te damos gracias porque ese mismo Hijo tuyo vendrá... Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste, junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place...» (1 R 23,1-5).

La segunda plegaria es el Cántico de las creaturas, más conocido, cuya justeza y soberano equilibrio tal vez no siempre se han subrayado lo bastante. En él se comienza ya reconociendo el puesto exacto de Dios y del hombre:

«Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.

A ti solo, Altísimo, corresponden,
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.

Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas...» (Cánt 1-3).

Y digámoslo. En reconocer su deuda frente a Dios, en confesar su dependencia creatural frente al Creador, y en proclamar la singularísima relación interpersonal entre su pobre «yo» y el infinito «Tú» de Dios en virtud de la gratuita alianza de Dios con el hombre, es donde encuentra el serafín de Asís la fuente de ésa su típica alegría y felicidad que tan característicamente lo definen ya en la tierra.

Ahí está su enseñanza y su magisterio. No teórico, sino vivo porque lo transmite con la vida. Solamente el pobre a lo Francisco -con esa más fundamental y primaria significación de la pobreza- puede tener esta experiencia de la distancia entre Dios y el hombre, con la experiencia, al mismo tiempo, de esa esencial vocación a trascenderse en y hacia el mismo Dios, traduciéndose en cercanía, familiaridad e intimidad con Él. Y así es cómo, de una manera existencial y encarnatoria, nos hace Francisco comprender mejor la bienaventuranza evangélica de los pobres, llamados a entrar en posesión del Reino de Dios. Aunque, más que en posesión, es Francisco el que parece estar «poseído» por dicho Reino. Y su felicidad o «bienaventuranza» es por ello la del «makarios», que, en griego, define al hombre que ha logrado en alguna manera la bienaventuranza propia de los dioses.

Pero así es también cómo, de una manera viva y existencial, nos hace comprender mejor el camino hacia esa bienaventuranza trascendente. En efecto, a través de una única y fundamental actitud de espíritu, Francisco escalona tres gestos, que son otros tantos grados de su escala ascensional. Dos aparentemente negativos, pero de fondo positivo, que preparan un tercer gesto-grado, todo él positivo y transformante: no poseer, no poseerse, ser poseído.

Desde que queda desnudo ante su padre y el obispo de Asís, para luego salir camino adelante y vestido de saco, Francisco no posee ya nada. Por no poseer, no se posee tampoco a sí mismo. No, ello no es vaciamiento de pura negatividad. Sin ensoberbecerse, pero sin achicarse; sin supervalorarse, pero sin subestimarse, Francisco es una humilde pero entera aceptación de sí mismo: acepta lo bueno que tiene y es como don de Dios y mira de salvarse de lo malo con la gracia del mismo Dios. Su humildad y su pobreza no se limitan tampoco en él a llorar la propia miseria; busca la imagen de Dios en los restos de la propia inocencia. La busca con esa franciscana candidez y la encuentra con esa no menos franciscana transparencia parecidas a la candidez y transparencia de la primera mirada de Adán y de la postrera mirada del último hombre.

Francisco de Asís, en una palabra, ha dejado a Dios que exista como trascendencia infinita y como infinito Amor en el corazón del hombre. Y así es cómo, desde el fondo de esa pobreza como un no poseer ni poseerse, Francisco se sabe poseído. Por sentirse, en primer lugar, amado por ese Dios-Altísimo y Trascendente que, con su amor, lo eleva hasta Él. Y por sentirse, en segundo lugar y como consecuencia, amigo y hermano de todos, incluso de todas las cosas. Porque amar, más que poseer y poseerse, es ser poseído. No es pensar o saber que Dios es «mío», que este amigo o aquel hermano son «míos», que éstas o aquellas cosas son «mías», sino experimentar entrañablemente que «yo soy» ese amado de Dios, ese amigo o hermano de los demás y hasta de las cosas.

Francisco está proclamando con su vida: «nada me pertenece», porque en realidad «soy yo» el que «pertenezco»: a Dios y, desde Dios, a los demás. Paradójicamente, la pobreza se convierte así en enriquecedora de su persona y de la personalidad de los otros.

Mas, por otra parte, sólo desde ahí, es decir, sólo desde ese consentir en ser poseído, es posible no poseerse e, incluso, no poseer nada, cuya suprema culminación es también paradójicamente, un hacer que todo llegue a ser nuestro. El santo, a la inversa de Adán, no quiere ser «como Dios», y llega a tener algo de Él. Fecundidad maravillosa de esa «nihilitas veritatis», como denominaba san Buenaventura a la pobreza.

Pero hay todavía un rasgo igualmente peculiar que no puede dejar de subrayarse. Francisco no es sólo un cantor de la gloria Dios. Invita, además, activa y deliberadamente, a cantar con él. Deseaba poner al mundo entero en estado de cántico y alabanza. Después de haber compuesto el Cántico de las creaturas, y ya enfermo, confía a sus Hermanos la misión de cantar por todos los caminos la gloria de Dios. Peregrinos y como «juglares» de Dios: eso quiere que sean los suyos, moviendo y exhortando con la propia vida a los hombres todos a sumarse a ese coro de alabanzas al Altísimo.

Y era lógico, Francisco sabe muy bien que, como imagen y semejanza de Dios, el hombre -todo hombre- es ontológicamente un canto a su hacedor, aunque sea a veces balbuceante: un cántico que no podrán acallar ni ahogar ni la falta de fe, ni el excesivo racionalismo, ni el mismo pecado. Francisco no sólo oye en el transfondo de todo ser humano el canto de Dios en su creatura libre, sino que descubre también en el fondo de todo ser humano una voz que canta y alaba a Dios aun sin creer en Él. Por eso es su deseo convertir en consciente y deliberado en todos el cántico que resuena en el fondo más fondo de todo ser humano.

Y en el mundo de hoy, Francisco sigue siendo mensaje. En este mundo actual, con su ateísmo reinante, con su civilización basada en la «voluntad de poder» y en la gloria del hombre, el espíritu franciscano sigue proclamando que, desplazado Dios, el poder del hombre no es más que poder de aniquilación y la «gloria del hombre» no es más que «vanagloria».

FRANCISCO, EN COMUNIÓN CON LOS HOMBRES

Benlliure: San Francisco.Rasgo no menos destacado de la personalidad religiosa de Francisco -como autodonatividad, creatividad y enseñanza viva- es su sentido de la fraternidad universal. Una fraternidad que se extiende, por tanto, más allá de su familia religiosa o de quienes comparten con él una misma específica vocación evangélica. Una fraternidad, pues, no sólo hacia todos los cristianos, sino también hacia todos los hombres.

Una de sus expresiones privilegiadas, en esta línea, fue la práctica de la «exhortación». No era propiamente una predicación. Era, sencillamente, eso: la exhortación fraterna a todo ser humano, en nombre de una común fraternidad.

Eso sí, y habrá que subrayarlo. Fraternidad preferencial para con los más pequeños. La misma denominación «hermano menor» ¿no significaba ya dónde había preferencialmente que dar, crear y enseñar la fraternidad? ¿No había sido la enseñanza y la práctica de Cristo -al que Francisco se había propuesto seguir tan de cerca- un amor preferencial -no excluyente- por los pobres, los humillados, los marginados, los pecadores?

¿Y por qué no acentuarlo también sin vacilaciones ni cobardías? Porque sólo por aquí se abren las posibilidades y la creatividad hacia el «sobrehumano». Esta fraternidad no nace de abajo. Es una realidad evangélica. En el contexto de hoy, habría que proclamarlo más alto y en tono mayor. Porque, desde la revolución francesa y con los movimientos de signo socialista, la tan invocada y promovida fraternidad universal no deja de ser equívoca y hasta sospechosa, ya que con sobrada frecuencia viene acompañada o se da la mano con el rechazo de Dios. La experiencia de Dios como Padre es, precisamente, para Francisco de Asís la fuente de donde brota el sentido y el contenido más hondo de la auténtica fraternidad universal. Cuando no existe el Padre, o cuando se prescinde de Él, ¿en qué se convierte de hecho aquella invocada y postulada fraternidad universal? Sin Dios, pueden darse una colectividad o colectividades, como agrupación numérica de personas al servicio de un ideal o en busca de un objetivo común y en coexistencia más o menos pacífica. Pero ¿cabría una verdadera comunión fraterna de personas, siempre distintas, únicas e irrepetidas, originales e irrepetibles, llamadas a crear dicha comunión independientemente de todo objetivo buscado o perseguido que pueda colectivizarlos?

Toda verdadera fraternidad es «personalista» -valorando a la persona como fin en sí misma- y «comunional», y opuesta a todo colectivismo despersonalizante -en el que no se valora a la persona por lo que es- y destructor de la comunidad, al reducirla a simple suma de individuos persiguiendo unos objetivos, sin más. La fraternidad se basa sobre el respeto a la vocación única e inalienable de cada uno frente a Dios y aun frente a los demás, dentro de la gran con-vocación que abraza a la humanidad entera, y sobre la aceptación incondicional de todos y cada uno como diferentes y como hermanos.

Francisco de Asís no se expresaría ni trasmitiría sus enseñanzas en categorías o conceptos filosóficos. Pero expresó con su vida, y en profundidad, las dos dimensiones de dicha experiencia: cada uno es y se descubre único ante Dios y miembro único, original e irrepetible de una inmensa multitud de hermanos. Dentro de su reducida familia o comunidad conventual. Y dentro de la gran familia y comunidad cristiana. Y dentro de la todavía mayor familia y comunidad humana. Bien queda reflejado este espíritu de libertad y de fraternidad -y de respeto a una y otra- en uno de los consejos del santo: «Tome cada uno conciencia de su propio temperamento... No tratéis de seguir miméticamente a los demás. Quiero y ordeno que cada cual, salvaguardando íntegramente la pobreza, conceda a su cuerpo cuanto sea necesario». [«Hermanos míos, os recomiendo que cada uno considere sus fuerzas; y, aunque alguno de vosotros vea que se puede sustentar con menos alimento que otro, no quiero que quien necesita de más alimentación se empeñe en imitar al que necesite de menos; antes bien, teniendo en cuenta la propia complexión, dé a su cuerpo lo necesario para que pueda servir al espíritu» (EP 27)]. A través de la sencillez del consejo, no sería difícil adivinar la longitud de su onda.

¿No se convierte así Francisco en un «modelo» más atrayente de humanidad, por ser a la vez tan hombre libre y tan hermano universal y universalizante? ¿Y no nos remite también así de una manera privilegiada a aquel hombre por excelencia de Nazaret, llamado Jesús, sobre quien descansa en última instancia toda fraternidad cristiana y aun humana?

Una clara conciencia sobre el sentido y el enfoque de las relaciones humanas en un clima de fraternidad será siempre algo vital para la Iglesia, para el mundo, para cada miembro de la comunidad eclesial o humana. Porque sólo de tal conciencia puede brotar la verdadera libertad -humana y cristiana-, la verdadera fraternidad, como comunión de todas las diferencias, y ese sagrado respeto reclamado por ambas instancias.

Y también, aquí, la fraternidad es fruto de un no poseer a las personas y de un no poseerse egoísticamente a sí mismo, y, por tanto, de un ser poseído y de un pertenecer a los demás: a todos y cada uno. La pobreza es y aparece, así, como creadora, a través de esa aparente pasividad de un ser poseído y de una pertenencia a todos y cada uno.

Tal creatividad cristaliza ahora en una nueva bienaventuranza y es, al mismo tiempo, fruto de la misma. Francisco constituye una de sus mejores encarnaciones. Es un portador de paz fraternizadora. Esta paz nada tiene que ver con la propia del «pacifismo», que vive también, aunque al revés, de la violencia. Porque la verdadera paz creadora de fraternidad no nace de un vacío, sino de una plenitud. Frente al endurecimiento de la violencia y al reblandecimiento del pacifismo -como dos vertientes de un mismo vacío- la paz, como autodonatividad, como creación, como enseñanza viva, sólo puede brotar de quien, como Francisco, vive la misteriosa -y dolorosa- tensión entre unas exigencias irrenunciables de fraternidad y la búsqueda -a veces desesperada- de caminos hacia la misma, que no es fácil, pero que es siempre posible encontrar.

No, esa paz, con onda expansiva, reconciliadora y fraternizante no brota -lo estamos viendo con luz más que meridiana- de simples discursos invocando y apelando a los derechos humanos, de Conferencias de alto nivel nacional o internacional, de convenios o pactos de no agresividad. La paz es semilla-y-sembradura que sólo puede germinar en la tersa quietud de los corazones limpios, es decir, de los que ven a Dios en todo y en todos y ven a todos en Dios y desde Dios, como lo viera Francisco. Bajo este aspecto, la paz fraternizante es, a la vez, don de Dios y quehacer humano, vinculada siempre en una y otra respectiva a ese verbo «poético» ya anteriormente aludido.

La de los «hacedores de paz» es, sí, una bienaventuranza. Pero lo es desde las exigencias e interpelación que en aquéllos hace sentir. Porque su «ser llamados hijos de Dios» revierte sobre ellos como una vocación y una urgencia a seguir creando alianza, a fraternizar con todos los hombres, por ser todos hijos del mismo Dios, llamados igualmente a serlo cada vez con más plenitud. Desde esta perspectiva, la definición del «bienaventurado» Francisco es la de un verdadero «eirenopoiós» o «hacedor de paz» y reconciliación. Desde el sermón de la montaña, Francisco cree en la posibilidad y está haciendo posible la implantación de la paz. Y lo hace sin ruido; pero con música. Con ésa su «música callada» -de que hablaría después otro místico poeta- que se esconde y anima cada palabra, cada gesto, cada actitud, y que brota de dentro, de esa también por el místico poeta denominada «soledad sonora» en la que se llega precisamente a percibir el carácter «sin-fónico» que define la vocación de los seres humanos.

El serafín de Asís quisiera que todos cooperasen a la verificación de esta verdad que él está viviendo y proyectando, tal como había de describirla más tarde -en comentario a las mencionadas metáforas- el aludido Juan de la Cruz, cuando habla de ese «sosiego y silencio» y de esa «divina luz» -quehacer humano y don divino- que permiten adivinar «la admirable conveniencia y disposición» de Dios en las diferencias que tienen lugar entre los seres humanos, dotados todos y cada uno «con cierta respondencia a Dios en que cada uno en su manera dé su voz de lo que en él es Dios... Lo cual es como música, porque, así como cada uno posee diferentemente sus dones, así cada uno canta diferentemente y todos en una concordia de amor». Para que todos, a su manera, pero con-cordemente, canten con el mismo Francisco: «¡Loado mi Señor!».

FRANCISCO, EN COMUNIÓN CON LAS COSAS

San Francisco y las aves.Rasgo nuevo y peculiarmente suyo: Francisco siente y vive su fraternidad con todas las cosas. Concretamente, con el hermano sol y la hermana luna, con el hermano viento y la hermana agua, con el hermano fuego y la hermana tierra. Hasta con su hermano lobo que de él recibe sustento. Y con los pájaros por él evangelizados. Basta leer, a través del bello relato por san Buenaventura, la descripción de este último episodio para ver en él claramente reflejada esta fraternidad universal del hermano Francisco, que aparece reconciliado y en paz con toda la creación, al estilo del primer Adán en el paraíso.

Reflexionando como teólogo sobre esta experiencia franciscana, el mismo san Buenaventura señala su fuente o raíz: «A fuerza de remontarse hasta el primer origen de todas las cosas, Francisco había llegado a dar nombre de hermano o hermana a todas las criaturas, incluso a las más humildes, ya que también ellas habían brotado, como él, de un mismo y único principio». [«La piedad del Santo se llenaba de una mayor terneza cuando consideraba el primer y común origen de todos los seres, y llamaba a las criaturas todas -por más pequeñas que fueran- con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que todas ellas tenían con él un mismo principio» (LM 8,6)].

¿No es, sobre todo, aquí donde con mayor originalidad se refleja y se proyecta el misticismo y el espíritu «poético» y creador de Francisco de Asís? El mundo, para él, no es sólo algo real y fáctico o que está ahí. Sin dejar de ser eso, es ante todo creación, cántico y «poema» de su supremo hacedor o «Poeta». Lo contempla, pues, como un «lugar teológico» desde el que se irradia la gloria de Dios y en el que se descubre su presencia. La teología no hará más que expresar conceptualmente una experiencia que san Francisco llegó a vivir como, acaso, no lo había logrado ningún otro. Él descubre a Dios, su gloria y su presencia en todas esas cosas visibles en las que su hacedor quiso expresarse, manifestarse y de alguna manera exteriorizar su belleza y sus infinitas perfecciones.

La de Dios no era, pues, para Francisco, pura trascendencia deística, sino una trascendencia «poética», cuya palabra -libremente pronunciada hacia fuera- quedará ya resonando para siempre en el mundo, que quedará, a su vez, también para siempre balbuciendo «poéticamente» el nombre y la gloria de su Creador. Aquí radicará, en última instancia, esa capacidad de remitir al hombre hasta Dios, que encierran todas las cosas. Siempre que el mismo hombre, como Francisco, las pronuncie haciendo eco a Dios. Aquellas cosas que durante algún tiempo habían mantenido a Agustín «alejado de Dios», según propia confesión, servirían siempre a Francisco para acercarle a Él.

Más aún. Como el poeta-salmista del salmo 18, oyendo a «los cielos pregonar la gloria del Señor», este hermano de toda la creación es un esencial contemplativo y escucha, que oye a la creación entera no sólo como cántico-poema de Dios al hombre, imagen suya, sino también como cántico-poema a Dios, haciéndose eco y conciencia en el hombre. «¡Criaturas todas, load a mi Señor!». El himno franciscano de las criaturas es la más diáfana transparencia de este doble poético y mistérico horizonte que define al mundo en su más honda raíz.

De ahí deriva éste que pudiéramos llamar aspecto y sentido lúdico, inherente a la creación, que Francisco, con alma de niño a la evangélica, supo también expresar en sus gestos y actitudes. Para él, las cosas no son simples objetos clasificables ni utilizables a efectos de lucro material o espiritual, sino elementos que el espíritu transfigura con su potencia poética, como la más bella forma de jugar y holgarse con la creación. El autor de los Proverbios (8,30-31) pinta a la Sabiduría disponiendo todas las cosas y como jugando diariamente en la presencia del Señor con todas ellas, holgándose del universo y teniendo sus delicias en estar con los hijos de los hombres. Y Platón, filósofo, pero con espíritu de poeta, pinta al hombre en sus Leyes «hecho para ser un juguete de Dios, hasta el punto de ser esto lo mejor que hay en él. Por eso tiene que vivir de esta manera, a saber, jugando los juegos más bellos... La vida está llamada a vivirse; y hay que sacrificar, cantar, danzar, jugar... Los hombres son como juglares o títeres, con una cierta participación en la verdad...». Seguramente, sin conocer a Platón, Francisco ha sido una de las más hermosas encarnaciones de este hombre «lúdico» descrito por el sabio y poeta griego.

Nuestro mundo ha dejado de ser lúdico, porque las cosas han dejado de ser para él «creación» cantada y cantante, para convertirse en pura «naturaleza», es decir, en facticidad matemática y física, traduciéndose en observación pragmatística de fenómenos, en formulación de leyes, en manipulación de fuerzas y energías, en fuente de producción y de consumo. Es, sí, todo esto. Pero ¿solamente esto? Guardini no dejó de denunciar en su momento la sustitución del concepto de «creación» por el de «naturaleza». Hoy, hasta la misma ecología -con un cierto espíritu franciscano- denunciaría las consecuencias de tal sustitución, al señalar y constatar cómo la misma naturaleza se encuentra seriamente amenazada en su equilibrio y hasta en su misma existencia.

En un universo como pura naturaleza, el hombre no posee ya el sentido de lo cósmico, de lo lúdico, de lo gratuito, de lo poético, de lo mistérico. Todo está ya descubierto, o es descubrible. Dios mismo quedaría deísticamente reducido a algo infinito encontrable en las progresiones matemáticas hacia lo infinito. El Dios lúdico de los Proverbios ha perdido sus mejores encantos, porque ya no encontraría sus mejores delicias en estar con los hijos de los hombres, que se han erigido en rivales y destructores de su obra. Pero también aquí bien pronto los principios iban a hacer sentir el peso de las consecuencias. Al hombre de nuestra civilización técnico-cientifista le está carcomiendo el hastío -nos lo decía al principio de estas páginas E. Fromm- justamente por ese insaciable e insano empeño y esa insaciable e insana «voluntad de poder» que, creyendo saberlo y poderlo todo, no respeta el misterio, ni vive de la contemplación, de la sorpresa, del pasmo, del juego poético, frente a las cosas. Acaso pretendemos solamente aprender, es decir, apropiarnos mental o físicamente de las cosas, en vez de relacionarnos con ellas «pobremente», como lo hiciera Francisco, y sin esas insaciables ambiciones y codicias que siempre terminan por dejar al hombre vacío de sí mismo, vacío de Dios y hasta -paradójicamente- vacío de las mismas cosas. Acaso por eso se ha dicho muy bien que el hombre de hoy se balancea entre la presunción científica y tecnicista y la desesperación del vacío.

No, no es que la ciencia o la técnica sean diabólicas, ni que con ellas el mundo haya dejado su más radical y constitutivo valor poético como realidad cantada y cantante. Es el hombre puramente cientista o simplemente tecnicista, el hombre meramente productor y consumidor, los que han perdido su capacidad admirativo-contemplativa y su sentido poético.

Ahora bien, un saber humano que no llega a sentir el mundo como realidad cantada y cantante no queda completo como saber « sapiencial». Bajo este aspecto, el poeta y el místico saben más que el simple científico o el simple técnico. Y lo saben mejor. El místico poeta que se esconde -o mejor, que se revela- en Francisco de Asís, sabiendo escuchar el canto de Dios en y a través del universo y de cada cosa, y el cántico del universo y de las cosas a su Creador, está no sólo más cerca de Dios sino también de las cosas mismas que el frío matemático o el simple técnico sin más, porque su saber de El y de ellas -de Dios y de las cosas- es más sapiencial.

Y por ser más sapiencial y, por tanto, más en consonancia con esa divina Sabiduría que se complace en holgarse del universo, ¿no será también más beatificante? En nuestra sociedad «somos claramente infelices», nos ha dicho anteriormente el citado E. Fromm. Francisco de Asís no se hubiera hecho merecedor de tal acusación. Su saber sapiencial de Dios, del hermano hombre y de las hermanas cosas, fue la fuente de su inagotable alegría y felicidad. Pero esta «sapiencia» -que llegaría a procurar al hombre más dicha de la que puedan proporcionarle todas sus ciencias y sus técnicas- sólo podrá poseerla quien, como el hermano Francisco, es limpio y transparente de corazón y de alma, con esa limpidez y transparencia que ya aquí permiten ver a Dios en cada cosa y ver todas las cosas desde Dios y hacia Dios.

No hay duda de que, frente a las conquistas de la ciencia y los avances de la técnica, el poverello de Asís -viendo también en todo ello el poder creador del hombre ampliando la creación de Dios- hubiera cantado jubiloso su «... ¡loado mi Señor!». Pero sin dejar de invitarnos, sobre todo con enseñanza viva, a recobrar el sentido «poemático» y «lúdico» de la creación, a fin de poder vivirla un poco o un mucho más explícitamente como obra de «divino arte», digna de ser contemplada en sí misma con una mirada más gratuita y beatificante, así como de ser cantada por el hombre con ese «verbo poético» varias veces aludido. «¡Loado seas, por toda criatura, mi Señor...! ¡Las criaturas todas load a mi Señor!»... Sería la lección que, haciendo eco a la Biblia, nos daría en vivo el poverello Francisco.

Una lección desde la pobreza. Por ello, tanto más rica y más enriquecedora. Paradojas de la vida. Porque también aquí esta pobreza terminó por enriquecer al propio Francisco. En su perspectiva teológica, llegó a hacer de él un ser «poseído» por Dios, como la mejor manera de pertenecerle. En su perspectiva antropológica, le llevaría a dejarse o consentir ser de todos, como la mejor forma de darse, de pertenecer a todos y de fraternizar con todos. En esta perspectiva cosmológica, y dicho un poco metafóricamente, terminará por hacerle entrar «en posesión de todos los pájaros porque los veía volar amorosamente y no tenía ninguno enjaulado» (Ballarín); por hacerle entrar, en una palabra, en posesión de todas las cosas, como pequeño señor de las mismas -nunca dominado por ellas- al lado del gran Señor y Creador de todas ellas.

CONCLUSIÓN

«San Francisco de Asís, mensaje para hoy». Es el título que hemos querido dar a nuestra meditación. El poverello de Asís fue hijo del siglo XIII. Fue su siglo. Ni mejor ni peor que todos los siguientes. Nosotros somos hijos del siglo XX. Es nuestro siglo. Ni mejor ni peor que todos los anteriores. No podremos canonizarlo. Pero tampoco nos sería lícito anatematizarlo.

Pero reconozcamos que, montada en gran parte sobre la economía -elemento importante, en cualquier momento histórico, pero nunca el más importante-, nuestra sociedad de producción y consumo se está construyendo sobre el fundamento menos real y más fluctuante de la historia: el dinero. Y, como consecuencia más o menos próxima o remota de la «voluntad de poden», esta cultura orientada por el simple «tener» -«necrofílica» la ha denominado E. Fromm- se está devorando los valores del orden del «ser». Preocupada por crear más y más ricos en lo material, la cultura actual está haciéndonos cada vez más pobres en lo espiritual. Pobres en el espíritu, y sin reino de los cielos.

¿Dónde encontrar ese «suplemento de alma», que con tanta insistencia postulara Bergson, para nivelar el desequilibrio originado por la ciencia, la técnica, la economía? El «superhombre» que se nos había venido anunciando parece haberse convertido en el robot perfeccionado, frente al que Bernanos había tratado de ponernos en guardia: la «máquina» de La Mettrie, pero a nivel de electrónica. En efecto, el desarrollo de la razón no hace -a diversos niveles y en las diferentes estructuras- más que traducir y acusar un viejo desequilibrio, cuyo resultado es la multiprevalencia del «homo faber» con detrimento de las dimensiones más humanas de la inteligencia y de su ascensión hacia grados superiores de espiritualidad. Como bien se ha dicho, «la imagen del hombre erigida por nuestro tiempo es una imagen mutilada, como La Victoria de Samotracia» (J. Chaix-Ruy).

Mirando al pasado, aunque esperando muy poco de él, entre otros «modelos» más o menos asimilables de su futuro «superhombre», Nietzsche hacía figurar al héroe. Diríase que la cultura post-nietzscheana no ha sido fiel, aquí, a su precursor y profeta. Porque en la construcción de la nueva torre babélica que estamos haciendo sólo se exalta la eterna ambición de los titanes a lo Prometeo, cuya obra, por otra parte, viene a quedar siempre interminada.

Otro de los «modelos» señalados por Nietzsche era el santo. En él hemos querido detenernos, contemplando en una triple perspectiva una de las figuras a la vez más humanas y más sobrehumanas, más universales y más singulares, más atractivas y con más resonancia religiosa y espiritual que han existido. Con toda seguridad, el poverello de Asís contribuyó y seguirá contribuyendo, con su sola vida, y bajo sus aspectos intensivo y extensivo, a «sobrehumanizar» al hombre infinitamente más que el profeta del «superhombre» con su «Voluntad de poder» y su «Así habló Zaratustra».

En una sociedad como la nuestra, en la que, frente a Dios, el hombre no sabe ser hijo; y, frente al hombre, no sabe ser hermano; y, frente a las cosas, no sabe oír su canto ni cantarlas por no saber ser señor de las mismas, aquel lejano y siempre actual poverello de Asís no deja realmente de ser un mensaje para hoy.

[En Verdad y Vida, vol. 40, núms. 157-158 (1982) 9-26]

 


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