DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


CRISTIANISMO Y FRANCISCANISMO

por Juan Martín Velasco

 

[Texto original: Cristianismo y franciscanismo, en Verdad y Vida 41 (1983) 7-27].

El franciscanismo constituye una de las realizaciones del cristianismo más unánimemente aceptadas por el pueblo cristiano como posible encarnación histórica del cristianismo. Las razones de tal aceptación se fundan en que san Francisco consiguió una síntesis eminente de los distintos valores cristianos, a la vez que perfectamente en sintonía con las necesidades profundas del hombre de su tiempo, lo que la hace significativa para las situaciones en que tales necesidades se hacen presentes. Esta síntesis supone un centro en torno al cual se ordenan todos los valores. El franciscanismo tiene su centro en la experiencia personal intensa del Dios revelado en Jesucristo, que lleva a Francisco al seguimiento perfecto de Jesús, en pobreza, fraternidad y alegría. El franciscanismo puede constituir así una aportación providencial para resolver las dificultades con que se enfrenta la encarnación del cristianismo en nuestros días.

El texto que ofrecemos a continuación es el de la conferencia pronunciada por su A., Profesor del Seminario de Madrid, en el Congreso Hispano-Portugués que las familias franciscanas celebraron en Madrid los días 26-29 de abril de 1982.

Se me ha asignado el tema extraordinariamente sugerente de «Cristianismo y Franciscanismo», y no puedo dejar de hacer presentes algunas advertencias antes de iniciar su desarrollo.

Un tema así titulado sólo puede ser desarrollado por un experto en las dos realidades. Y yo no lo soy en ninguna de ellas. Cristiano, lo soy por la gracia de Dios, como decía el viejo catecismo; o, mejor, lo intento ser, aunque lleno de deficiencias. Por otra parte, yo pensaba que el estudio de la teología prestaba alguna competencia a la hora de conocerlo. Hoy, después de haber releído los textos franciscanos, tengo serias dudas acerca de esa competencia. La figura de san Francisco me ha recordado que quienes se tienen por indoctos e iletrados (Test 19) adquieren un conocimiento interior más hondo de los misterios cristianos si se dejan ilustrar por el Altísimo mismo (Test 14). Desarmado de mi teología y consciente de las deficiencias de mi realización del cristianismo -como Kierkegaard lo más que puedo es considerarme aprendiz de cristiano-, no sé si no es excesivo atrevimiento hablar en voz alta del cristianismo.

Pero algo semejante me ocurre en relación con el segundo término del título: el franciscanismo. Los escritos del santo de Asís son breves y su doctrina sencilla y clara como el agua. Pero los estudios que ha motivado forman una mole inmensa que no hace más que incrementarse. Para hablar de san Francisco y de su obra ya no basta con ser franciscano de espíritu. Hay que ser franciscanista. Y yo, hijo de una madre miembro gran parte de su vida y ministra algunos años de una Tercera Orden Franciscana, he heredado de ella la simpatía y la admiración por san Francisco, pero no tengo la formación y la erudición que poseen los miembros de esa cuarta orden que forman los franciscanistas.

Haber aceptado abordar este tema en tales circunstancias demuestra, además de una buena dosis de atrevimiento, una muy notable simpatía por el mismo. Desde ella me atrevo a solicitar de vosotros unos oídos benévolos.

I. CRISTIANISMO Y CRISTIANISMOS

La palabra cristianismo designa al mismo tiempo la religión cristiana con los rasgos esenciales que la caracterizan, y las múltiples encarnaciones históricas de esa realidad a lo largo de los veinte siglos de existencia que tiene. Esas múltiples manifestaciones del cristianismo son la consecuencia necesaria de la condición encarnada e histórica consustancial al cristianismo. El único cristianismo real sólo puede existir encarnado en las múltiples formas de cristianismo que comporta el hecho de su realización histórica. El cristianismo se realiza en los múltiples cristianismos. Pero ninguno de éstos lo agota. Cada uno de ellos lo visibiliza de forma distinta, más o menos perfecta, pero ninguno lo realiza de forma adecuada. Hay un cristianismo primitivo, una cristiandad medieval, un cristianismo reformado -con reformas de distinto signo- y un cristianismo del siglo XX para el que todavía no hemos encontrado apelativo. En todos ellos se reconocen rasgos cristianos, pero ninguno constituye el cristianismo absoluto. Para que fuera así tendría que producirse la contradicción de una realización adecuada de la escatología en una forma histórica.

Pero, además de estas realizaciones del cristianismo definidas por la forma de vivirlo propia de una época, a lo largo de su historia el cristianismo ha generado movimientos de reforma más o menos auténtica que han pretendido devolverle su primitivo vigor, restaurar sus estructuras debilitadas, revitalizar su rutinizada organización, dar vigencia a sus instituciones: Tales movimientos son muy numerosos y llevan generalmente el nombre de su iniciador. Casi todos han dado lugar a una más personalizada y singularizada encarnación del cristianismo que en muchos casos, además de significar una nueva configuración concreta del conjunto de los valores cristianos, ha enriquecido al conjunto de la Iglesia despertando su sensibilidad y animando la marcha del conjunto de los cristianos.

En esta perspectiva sitúo en general el lugar y el valor del franciscanismo en el seno del cristianismo. En un momento en el que la Iglesia de Dios amenaza ruina (cf. 2 Cel 10), Francisco recibe del Señor el encargo no de edificar una nueva sino de reparar la antigua partiendo del único fundamento que se nos ha dado (cf. 1 Cel 18).

Y de la conjunción de esta llamada de Dios, de unas condiciones socio-culturales que estaban produciendo el paso del feudalismo al nacimiento de la vida burguesa de las ciudades, y de la naturaleza extraordinariamente dotada de Francisco y de su respuesta incondicional a la llamada de Dios, surgirá el movimiento reformador que conocemos con el nombre de franciscanismo. No necesitamos decir que el franciscanismo no se confunde con el cristianismo ni lo agota. Pero queremos afirmar desde ahora y mostrar en las páginas que siguen que constituye una realización eminente y eminentemente fecunda de ese cristianismo.

Observemos en primer lugar el favor de que ha gozado el término en el lenguaje ordinario de los países cristianos. Ha habido movimientos de reforma del cristianismo que han pasado al lenguaje ordinario con un sentido peyorativo que ha sido recogido incluso por los diccionarios. Con el franciscanismo no ha ocurrido así. Decir de alguien que tiene espíritu franciscano siempre ha sido considerado un elogio. Recordemos, por ejemplo, la facilidad con que popularmente se ha inscrito dentro del franciscanismo a la figura extraordinariamente simpática del papa Juan XXIII.

Al mismo nivel ciertamente superficial pero significativo, pertenece la popularidad de que san Francisco y su movimiento han disfrutado entre los escritores y artistas de todos los tiempos. Uno de sus grandes biógrafos recientes escribe: «No hay santo alguno de quien se haya escrito tanto como de san Francisco de Asís... En el cortejo de sus admiradores figuran no sólo católicos sino también protestantes, panteístas, racionalistas y gente de muy poca devoción».[1] Por otra parte, pocas veces las excepciones confirman la regla tan exactamente como en nuestro caso. Fuera de los Reformadores, que vituperan a san Francisco probablemente por falta de conocimiento, sólo los pensadores racionalistas e ilustrados rechazan petulantemente a Francisco y su movimiento.[2] Pero son ésos justamente los autores con menor sensibilidad para lo cristiano, por lo que su rechazo es tan significativo para nuestra tesis como lo es el favor de otros tiempos y autores.

¿Cuál es la razón de este parentesco estrecho entre cristianismo y franciscanismo, que nos ha permitido hablar del segundo como de una encarnación eminente de lo cristiano?

No es difícil aducir una serie de rasgos del franciscanismo que reproducen otros tantos elementos cristianos. Pero eso puede decirse prácticamente de todos los movimientos surgidos en el seno del cristianismo para reformarlo. La eminencia del franciscanismo radica a mi entender en estas dos razones:

El franciscanismo, en primer lugar, es una de las más perfectas síntesis históricas de los valores cristianos. En segundo lugar, es una síntesis particularmente transparente y significativa por haberse realizado en una consonancia tan profunda con las preguntas y las necesidades del hombre de su época, que ha resultado elocuente para los hombres de todas las épocas posteriores.

Tratemos de exponer, desarrollar y justificar estas dos razones.

Giotto: Oración ante el Crucifijo de San Damián

II. EL FRANCISCANISMO,
SÍNTESIS EMINENTE DEL CRISTIANISMO

Para mejor expresar lo que quiero decir con esta fórmula, permítanme un breve excursus por un terreno diferente al que estamos explorando.

Enfrentándose con el difícil y complejo problema de la relación entre el cristianismo y las religiones no cristianas, un gran fenomenólogo de la religión, Fr. Heiler, ofrecía hace ya bastantes años estas consideraciones. El cristianismo es la religión por excelencia porque en él se dan reunidos de forma armónica los valores que en las demás grandes religiones se encuentran dispersos; en él aparecen realizados de forma perfecta valores presentes en otras religiones en forma embrionaria; el cristianismo aparece, pues, como la más perfecta síntesis, la más perfecta encarnación de los elementos que componen la religión y que por ello se dan en todas las religiones, pero sin alcanzar en ninguna la riqueza, la variedad, la armonía y la perfección que de ellos ofrece la síntesis cristiana. Y tomando como resumen de su postura la expresión poética de G. von le Fort, que ve en la Iglesia católica la heredera de los gentiles (haeres gentium) y el resumen de todas las religiones, remite a sus himnos a la Iglesia en los que la poetisa pone en boca de la católica expresiones como esta:

Todavía tengo flores del desierto en mis brazos
todavía traigo en mis cabellos rocío de los valles de la humanidad primera.
Aún tengo oraciones en las que resuenan los campos
aún sé cómo se vive piadosamente la tormenta
y cómo se bendice el agua...[3]

Pues bien, algo semejante puede decirse, a mi modo de ver, del franciscanismo en relación con otras encarnaciones del cristianismo. Su valor eminente radica en que constituye una suma viviente -anterior a las sumas doctrinales que produciría posteriormente la Edad Media- de los valores cristianos fundamentales. En efecto, la interpretación franciscana de la espiritualidad cristiana se distingue por estos rasgos característicos. En ella se encuentran armónicamente, equilibradamente presentes -en una especie de coincidentia oppositorum- valores cristianos contrapuestos que síntesis menos profundas han tenido que excluir como contradictorios. Así la espiritualidad franciscana centrada en la imitación de Cristo puede ser definida como cristocéntrica, pero está fundada en el más completo teocentrismo; comporta la más exigente radicalidad en el seguimiento pobre, desnudo del Jesucristo desnudo y pobre, pero manifiesta una disposición exterior e interior de perpetua alegría que lleva a su biógrafo a decir que «los bosques resonaban con los cantos de Francisco» (cf. 1 Cel 16; 2 Cel 125; EP 95); pide la más radical exigencia personal y recomienda la mayor comprensión hacia aquellos que no hayan percibido la misma llamada (2 R 2,17). Vive y pide a los suyos que vivan las cimas de la contemplación, y construye con ellos una fraternidad que ha de ser la realización de esa parte política del cristianismo todavía sin desarrollar. Se atiene con radicalidad a la letra del evangelio, sin glosa, sin comentario y ofrece la versión más de acuerdo con su espíritu, lejos de la literalidad de los fanáticos.

No es extraño que los comentadores del franciscanismo hayan subrayado este hecho notable. «Max Scheler, por ejemplo, escribe J. A. Merino, ve en Francisco de Asís una filosofía encarnada y vivida porque supo sintetizar en su persona la dimensión religiosa, constituyendo todas esas dimensiones en el hombre una indestructible unidad estructural muy difícil de armonizar».[4] En el mismo sentido se expresa Agustín Gemelli a propósito de Francisco y de su obra: Su movimiento «acoge la parte de verdad que podrían tener las herejías, sin sus errores y sus vicios, uniendo el retorno a la pobreza y sencillez de los primeros siglos cristianos con la profunda sumisión a Roma. Así como San Francisco reaviva y armoniza los contrastes de su tiempo y funde en su espíritu diversas formas de piedad, de la misma manera su obra... resume las características de las órdenes religiosas precedentes y aporta una nueva: la santificación de la acción».[5]

Pero una suma así, armónica, rica con la riqueza de la vida, sólo puede conseguirse desde el descubrimiento de un eje y un centro capaz de organizar elementos que superficial y aisladamente considerados resultan contradictorios.

La novedad absoluta del cristianismo, síntesis armónica de los valores religiosos, sólo se puede conseguir, más allá de las confusiones y los sincretismos, gracias a la unidad que le presta el centro de la vida cristiana: la persona de Jesucristo. Ahí, en efecto, radica la novedad del cristianismo, ahí está su esencia. San Ireneo preguntándose por la raíz de la novedad cristiana lo expresaba en la conocida sentencia: omnem novitatem attulit semetipsum afferens. «Trajo al mundo toda la novedad centrada en su propia persona» o, como dicen los autores de las innumerables «esencias del cristianismo», «la esencia del cristianismo es Jesucristo».[6] Pues bien, son muchos los elementos de la espiritualidad franciscana que llaman la atención de quienes la observan: su pobreza, el amor a la naturaleza, la sencillez, la alegría. Pero el centro que reúne todos estos elementos en una síntesis viva y armónica radica más profundamente en la experiencia personal de Dios, que Francisco realizó siguiendo los caminos del Evangelio. El valor y la originalidad cristiana de ese centro de la síntesis franciscana aparece subrayado por el hecho de que, respondiendo a lo que es la esencia misma del cristianismo, la experiencia franciscana es al mismo tiempo experiencia cristiana de Dios y experiencia de Dios en Jesucristo.

En tiempos como los nuestros en los que la Iglesia que, como el justo, vive de la fe, aparece anémica de vida por la falta de experiencia de Dios que padecemos los cristianos; en unos tiempos en los que, faltos de hondura teologal, algunos cristianos reducen su referencia a Jesucristo al terreno de una Jesuología en la que Jesús se agota en una función de ejemplaridad, de magisterio o de compromiso revolucionario; en tiempos como los nuestros en los que otros cultivan su inquietud de trascendencia, pero la refieren a un absoluto innominado a través de una fe filosófica, resulta particularmente edificante descubrir el centro de la espiritualidad franciscana en esa original referencia a Dios descubierta en el «espejo del corazón paternal de Dios que es Jesucristo» (K. Barth) y, simultáneamente, en ese abismamiento en Dios al que remite el conocimiento interior del Misterio de Cristo.

Comencemos nuestra descripción desde esta segunda vertiente de la experiencia franciscana del misterio cristiano.

Toda la aventura franciscana tiene su origen en la llamada de Dios: «Cuando el Señor me dio hermanos, dice en su testamento, nadie más que el Altísimo me enseñó lo que debía hacer» (Test 14). Pero esa llamada de Dios que desencadenó todo el proceso le llega a Francisco a través de Jesucristo, la palabra encarnada. Por eso uno de los momentos claves de la llamada ocurre a través de las palabras que Francisco escucha del crucifijo bizantino de San Damián. Otro momento central tiene lugar en la lectura del Evangelio de la fiesta de San Lucas -18 de octubre de 1208- o de San Matías -24 de febrero de 1209-. Se trata de los textos en los que Jesús traza la regla de conducta para sus discípulos: Id y predicad que se acerca el reino de los cielos.... no llevéis oro ni plata, ni dinero en vuestras fajas, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón... (Lc 10,8-9; Mt 10,7-13). Ante tal revelación, Francisco se estremeció de júbilo y exclamó entusiasmado: «Esto es lo que yo quiero; esto es lo que yo busco; esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (1 Cel 22; LM 3,1).

Relatando estos hechos escribe un biógrafo moderno: «¡Día memorable entre todos aquél en que Francisco descubrió el Evangelio!». Evangelio que en adelante constituirá su única sabiduría: «Sabed... que nunca me guiaré por otra ciencia que la suya» (la del Evangelio).[7] Esta presencia definitiva del Evangelio en la conversión y en la vida de Francisco muestra su profunda convicción de que a través del Evangelio es el Altísimo en persona quien le habla: su convicción de que, como subrayó san Juan de la Cruz, en Jesucristo Dios nos ha dicho su última palabra. «Conozco a Jesucristo, pobre y crucificado, dirá en una ocasión, ya no necesito más, hijo mío» (2 Cel 105). «Nuestro Señor Jesucristo, dirá también, es la Palabra del Padre» (2CtaF 3).

El haber tomado al Evangelio por maestro le fuerza naturalmente a hacer de su vida una perfecta imitación de la de Jesucristo. Ningún rasgo de la persona del Poverello se ha destacado tanto como este de su adhesión personal al Señor[8] y de su semejanza con él. Renan lo destacó con énfasis: «Puede decirse que después de Jesús, Francisco ha sido el único cristiano perfecto... Francisco fue de veras otro Jesucristo o, mejor dicho, un espejo perfecto de Jesucristo». Benedicto XV lo repetirá casi con las mismas palabras: «Por la imitación de Jesucristo Francisco se hizo la copia y la imagen más perfecta que jamás hubo de Jesucristo Nuestro Señor».[9] Palabras que reproducirá en otros términos Pío XI: «En su persona Francisco presentó a sus contemporáneos y a los siglos venideros como un nuevo ejemplar de Jesucristo».[10]

No es, pues, extraño que Bartolomé de Pisa buscase en su Libro de las Conformidades las cuarenta semejanzas de san Francisco con Nuestro Señor. Pero entre todos los testimonios prefiero por su sencillez el del comienzo de las Florecillas y el contenido en Tomás de Celano: «Llevaba Francisco, dice éste, a Jesús en su corazón, en sus labios, en sus oídos, en sus ojos, en sus manos; Jesús en todos sus miembros» (1 Cel 115; cf. 1 Cel 84 y 112). Y el libro de las Florecillas comienza: «Primeramente se ha de considerar cómo el glorioso messer San Francisco, en todos los hechos de su vida, fue conforme a Jesucristo bendito» (Flor 1).

Escucha fidelísima del Evangelio, imitación, conformidad y seguimiento[11] radical de Jesús conducen a Francisco a adentrarse en el misterio mismo de Dios revelado en Jesucristo. Si se ha podido decir que «al pensar en Dios Francisco mira a la persona de su Jesucristo muy amado»,[12] lo mismo se puede decir que su unión con Jesucristo le abisma en el misterio de Dios. «El cristocentrismo de Francisco no es más que un aspecto y una consecuencia de su fundamental teocentrismo».[13] No es extraño, si se tiene en cuenta que, como se ha escrito, «para Jesús Dios fue Dios como no lo ha sido para hombre alguno», y sobre todo si se reconoce la palabra más autorizada de que «nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).

La medida del conocimiento que Francisco adquiere de Dios no nos la procura la teología de san Francisco; tenemos un indicio más fiel: su confianza en el Dios único y el amor incondicional y absoluto con que responde al infinito amor de Dios, al Dios que en Jesucristo se le revela como amor. Anotemos tan sólo algunas muestras de la experiencia franciscana de Dios. Tal vez tenga su mejor resumen en esa fórmula perfecta de lo que es una fe estrictamente monoteísta: «¡Dios mío, mi todo!» (Flor 2), de la que tendremos un eco en el «sólo Dios basta» de santa Teresa. Pero la Regla nos ofrece una glosa perfecta de esa fórmula que en su brevedad lo dice todo:

Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza (cf. Mc 12,30) y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres al Señor Dios (cf. Mc 12,30.33; Lc 10,27) que nos dio y nos da a nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida... (1 R 23,8).

Pero por si el carácter totalizador del amor no quede suficientemente subrayado, añade a continuación:

Ninguna otra cosa, pues, deseemos; ninguna otra queramos, ninguna otra nos agrade y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, solo verdadero Dios: que es bien pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien... (1 R 13,9)

Parece como si las palabras siguieran estando lejos de expresar la experiencia amorosa de Francisco. Por eso recurre a una tercera oleada de términos:

Nada, pues, impida, nada separe, nada se interponga; nosotros todos, dondequiera, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días y continuamente, creamos verdadera y humildemente y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y sobreexaltemos, engrandezcamos y demos gracias al Altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que en Él creen y esperan y lo aman; que sin principio y sin fin es inmutable, invisible... y sobre todas las cosas todo deseable por los siglos. Amén (1 R 23,10-11).

Todo, nada, ninguna cosa comparable a él...; el más ligero análisis lingüístico muestra que estamos ante uno de los textos más claramente expresivos de lo que significa la más estricta fe en el Dios único cristiano, revelado en Jesucristo como amor a los hombres (LP 90).

En este descubrimiento de Dios como amor tenemos un nuevo indicio de la autenticidad de la experiencia franciscana de Dios. Con precisión se ha resumido: «Para Francisco, Dios sólo tiene un nombre: Amor».[14] Por eso subraya Francisco, como hemos visto, en la actitud teologal, lo que se ha llamado con acierto «el amor del Amor», es decir, el amor como respuesta al amor de Dios (LM 9,1).

Nuevo indicio del alcance profundo de la experiencia franciscana de Dios es la comprensión y aceptación de Dios como Padre que aparece en la piedad franciscana. De san Francisco se ha podido escribir que es el santo del Padrenuestro. Setenta y cinco o setenta y seis veces al día lo prescribe a sus hermanos legos sin letras; pero él además no se cansa de repetirlo...; casi no admite que pueda orarse de otro modo.[15] En esta devoción al Padre suena el descubrimiento de la paternidad de Dios que le llevó a proclamar: «en adelante ya no diré: Padre Pedro Bernardone, sino con toda veracidad: Padre nuestro que estás en los cielos» (TC 20; 2 Cel 12) y que le produce explosiones de júbilo como esta: «Oh cuán glorioso... es tener en los cielos a un Padre santo y grande» (2CtaF 54). De la profundidad que adquiere su utilización de la oración dominical nos da cuenta su breve comentario al Padre nuestro. Veamos dos ejemplos que nos remiten de nuevo a su experiencia cristiana de Dios. En relación con la tercera petición: «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», comenta: «para que te amemos con todo el corazón (cf. Lc 10,27), pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti... empleando todas nuestras energías... en servicio, no de otra cosa, sino del amor a ti» (ParPN 5), lo que llevará a un franciscanista a comentar: «Aquel "hágase tu voluntad", entendido generalmente como sumisión a la ley... como un acto de fe, de obediencia, de resignación, es para san Francisco un acto de amor. Hacer la voluntad de Dios significa amarlo».[16]

Y así comenta la petición siguiente: «el pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, dánosle hoy: para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo...» (ParPN 6).

Toda la oración de san Francisco expresa la hondura y la autenticidad de su experiencia de Dios. Baste como último ejemplo la conocida oración Absorbeat, «que responde muy bien al espíritu del Santo, aun cuando la letra no sea de san Francisco».[17] «Arrebate, ruégote, Señor, la ardiente y dulce fuerza de tu amor mi mente de todas las cosas terrenas, para que por amor de tu amor yo muera, como Tú te dignaste morir por mi amor».

Realmente el estudio de la espiritualidad franciscana corrobora la verdad del «¡Dios mío, mi todo! » y, en consecuencia, el carácter central de la experiencia del Dios de Jesucristo en el conjunto de su vida, su obra y su movimiento. Pero la insistencia que hemos puesto en la descripción de ese lado místico de la espiritualidad franciscana, no debe hacernos olvidar la presencia del lado práctico y hasta político que la complementa.

La experiencia de Dios florece siempre en los cristianos en apertura a los demás y en una vida virtuosa. La originalidad de Francisco está en el rostro original que presenta esa vida virtuosa, y en la radicalidad y universalidad de la fraternidad franciscana.

Con frecuencia y con razón se ha insistido en esta peculiaridad del cristianismo. No presenta el ideal de vida que origina el seguimiento del Señor en términos de mandamientos ni de prohibiciones, sino en términos de bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres...». La forma de vida enormemente exigente contenida en las bienaventuranzas aparece así al mismo tiempo como resultado del gozo de quien ha descubierto el tesoro, la perla preciosa del Reino. Pues bien, pocas veces la espiritualidad cristiana ha expresado este rasgo con tanta fidelidad como en esa primavera espiritual[18] que constituye el movimiento franciscano. Pocas veces aparece con tanta claridad que la práctica de las virtudes es «la vida del Evangelio» (1 R Pról 2; 1,1; 2 R 1,1) y que la norma del seguimiento no son unos preceptos sino la buena nueva, el Evangelio. Son muchos los movimientos que han intentado encarnar el desasimiento, la justicia, la humildad, la pureza. San Francisco hace de la práctica de estas virtudes una fuente de alegría y, por eso, convierte a las virtudes en una ocasión para la alabanza.

¡Salve, reina Sabiduría; el Señor te salve con tu hermana la santa pura sencillez!
¡Señora santa Pobreza, el Señor te salve con tu hermana la santa humildad!
¡Señora santa Caridad, el Señor te salve con tu hermana la santa obediencia!
¡Santísimas virtudes, a todas os salve el Señor, de quien venís y procedéis! (SalVir l-4).

Entre todas las virtudes, la que confiere al franciscanismo su originalidad es ciertamente la pobreza. Su lugar central aparecerá subrayado en primer lugar por el rigor de su práctica y expresado desde su primer enunciado: «Los hermanos deben vivir sin nada propio» (1 R 1,1; 2 R 1,1). Pero la nueva valoración de la pobreza en el conjunto del sistema franciscano se expresará bajo esa forma maravillosa y dará lugar a esa expresión nueva que es la fórmula del Sacrum Commercium, es decir, de los Desposorios de san Francisco con su Dama, la pobreza.[19]

La nueva forma de vivir el ideal cristiano en términos de bienaventuranza confiere al franciscanismo esa otra característica subrayada por todos que es la alegría.

De los miembros de la primera fraternidad nos cuenta el biógrafo del Santo: «Vivían perfectamente alegres; a ninguno siquiera se le ocurría quejarse de cosa alguna» (cf. 1 Cel 42). Sin duda han conseguido realizar el precepto de la primera regla: «Guárdense (los hermanos) de mostrarse tristes o ceñudos como los hipócritas, antes bien muéstrense gozosos en el Señor, alegres y amables como conviene» (1 R 7,16). Precepto que se deriva del talante cristiano de san Francisco que, como dice el Speculum perfectionis, «Canta durante toda la vida», «como si su única preocupación fuera conservar la felicidad y derramarla en su derredor».[20] No en vano entenderá Francisco que la misión de los hermanos consiste en «animar al prójimo invitándolo a compartir nuestra alegría espiritual» (cf. EP 95, 96, 100). Con razón se ha dicho, pues, de san Francisco que «ha querido dar a sentir al mundo... la felicidad sobrenatural del Evangelio».[21]

La mística franciscana adquiere así un lado práctico evidente que transforma la existencia y le confiere una nueva forma de vida. Pero esta novedad impregna también las relaciones de ese nuevo hombre cristiano encarnado en el espíritu de Francisco. Subrayemos tan sólo los dos rasgos más salientes. El primero es la conciencia de la fraternidad universal. Con este nombre de fraternidad designa la regla al grupo que se forma en torno a Francisco (1 R 5,4). Los miembros de la nueva forma de vida son por eso hermanos. Hermanos entre sí sin que ninguno deba constituirse sobre los demás, ya que el que preside ha de llamarse ministro y esclavo (1 R 4,6; 5,9). Hermanos en relación con Francisco, que no se designa con otro nombre. Hermanos de todos los hombres porque, como «menores» (1 Cel 38), lo son incluso de aquellos a los que nadie que se precie considera iguales. Así Francisco denomina a los leprosos con el nombre hermoso de «hermanos cristianos» (LP 65). Pero la conciencia de la fraternidad común del Dios creador llevaba a Francisco a llamar hermanos a los animales (2 Cel 165) y a todas las criaturas (LM 8,6): «pues sabía que todas ellas tenían con él un mismo principio». Así restaura el franciscanismo -desde la renovación de la experiencia de Dios- el estado paradisíaco de la fraternidad universal.

Pocas veces se ha hecho realidad de forma tan clara la nueva creación, la nueva tierra como en esta visión transfigurada de la realidad natural.

De esta forma llegamos al último rasgo de la transfiguración de la realidad que opera la vivencia radical de la mística cristiana por Francisco. La pobreza, la abnegación, la renuncia de los místicos parece condenarlos por fuerza al aislamiento de la realidad y la huida del mundo. Olvidamos cuando pensamos así que el recogimiento del místico ahonda sus ojos y les dota de una profundidad que les permite descubrir en el mundo honduras y dimensiones inimaginables para los ojos superficiales del que no hace más que objetivar, utilizar, consumir el mundo. La espiritualidad franciscana constituye, juntamente con el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, el testimonio más elocuente de la devolución del mundo, de la transfiguración de la realidad que opera la experiencia de Dios.

Esta visión no ciega los ojos para las propiedades de las cosas. Al contrario, agudiza la vista para que descubra sus rasgos esenciales: así el sol es «bello y radiante con gran esplendor»; el agua es «muy útil, humilde y preciosa y casta»; y el «fuego bello y alegre y robusto y fuerte». Pero, sobre todo, estas cosas adquieren una nueva dimensión que las convierte en espejo de Dios, en huellas de su hermosura, en un libro en el que se lee la presencia de la Trinidad santa. O como más sobriamente dice del sol el Cántico de san Francisco: «de ti, Altísimo, lleva significación». De esta condición de huella de Dios se deriva la posibilidad para las cosas de entrar en la fraternidad universal de las realidades que proceden del Dios Padre, y la posibilidad de ser ocasión y contenido para la oración de alabanza.

Porque el Cántico de las Criaturas no se sitúa en una visión puramente humanista o ecologista de la realidad. Es la constatación gozosa del ciento por uno que recibe, incluso en esta vida, quien consiente salir de sí mismo y entablar con el mundo una relación que, en lugar de supeditarlo a sí mismo, lo considera y lo vive desde su relación con Dios, con lo que este último elemento, lejos de sacarnos del teocentrismo franciscano, nos muestra sus últimas consecuencias en la vida de aquél que ha hecho de la experiencia de Dios «el corazón de su vida y su proyecto».[22]

B. Gozzoli: Sueños de san Francisco

III. EL FRANCISCANISMO, UNA SÍNTESIS
SIGNIFICATIVA Y TRANSPARENTE DEL CRISTIANISMO

Son bastantes los cristianos que antes de Francisco, en su tiempo y después de él, han intentado una realización radical del cristianismo. ¿Por qué la síntesis franciscana ha gozado de tanto favor que -como vimos al principio- es casi universalmente reconocida a través de las diferentes épocas como la más atractiva y elocuente? La respuesta a esta cuestión resulta particularmente importante en nuestro tiempo, cuando la secularización de la sociedad y la extensión de la increencia nos obliga a los cristianos a preguntarnos por las condiciones para que nuestro cristianismo sea evangelizador, significativo, confesante. Las razones de la relevancia del franciscanismo pueden resumirse en estas pocas: la radical fidelidad al Evangelio -necesariamente evangelizadora- que hemos subrayado hasta ahora y la sensibilidad para captar las necesidades profundas del hombre de su tiempo.

Una encarnación fiel del cristianismo comporta una atención y un cultivo de la dimensión evangelizadora. A Francisco le quema el mensaje liberador con que ha sido agraciado y por eso arde desde el primer momento en deseos de comunicarlo a sus conciudadanos, a todos los cristianos y a los musulmanes que representaban el grupo más conocido de no cristianos de su tiempo. Muy pronto vemos en torno a él una fraternidad que ha descubierto la novedad del Evangelio y que naturalmente -como el fuego por su misma naturaleza quema y la luz alumbra- se hace por su mismo género de vida evangelizadora. Las congregaciones religiosas hasta entonces recogían a sus miembros en conventos, desde los que iluminaban al mundo que acudía a ellos o al que desde el convento salían. Francisco, en cambio, concibe una fraternidad de peregrinos y forasteros que han abandonado ciertamente el mundo,[23] pero cuya misión es «ir por el mundo»; sin morada permanente, aligerados de toda impedimenta, destinados sencillamente a evangelizar. Mientras la fraternidad se alojó en «lugares» provisionales y abiertos a todo el mundo, nadie hablaba de «salir» al mundo como dirán las constituciones posteriores.[24] Naturalmente, esta nueva concepción de la fraternidad cuya misión es evangelizar explica ya, de alguna manera, la especial irradiación de los hermanos menores.[25]

Pero en tiempos de Francisco la cristiandad está llena de movimientos de reforma de una Iglesia evidentemente muy alejada del ideal cristiano. ¿Cuál es la clave del éxito, cristianamente hablando, del movimiento franciscano en su tiempo y de la permanencia de su irradiación?

La mejor respuesta a esta cuestión la presta la comparación del movimiento franciscano con los movimientos proféticos y reformadores de su tiempo. También éstos eran radicales en su realización del Evangelio y eminentemente populares. Recordemos tan sólo a Joaquín de Fiore, los Valdenses o Pobres de Lyon y los Humillados, edificantes desde tantos puntos de vista, y a los mucho más extravagantes cátaros en sus diferentes versiones.[26] Lo que hace de algunos de estos reformadores unos herejes es, en primer lugar, su incapacidad para operar una adecuada síntesis cristiana -en ellos hay ideas y valores cristianos que separados de su tronco se han vuelto locos, como decía Chesterton-, y, en segundo lugar, su tendencia a proponer una alternativa de la Iglesia existente. San Francisco propone el ideal de la pobreza para hacer realidad el ideal evangélico, íntegramente asumido desde la más personal experiencia de Dios y la más incondicional adhesión a Jesucristo que es su centro. San Francisco, por otra parte, no se propone construir ninguna nueva Iglesia, sino reparar la única Iglesia posible, la Iglesia de Jesucristo edificada sobre los Apóstoles. «En su tiempo -escriben dos eminentes franciscanistas- muchos cristianos y comunidades querían vivir según el Evangelio, pero sin la mediación de la Iglesia...; la gracia de Dios preservó a Francisco de ese error».[27] Muestras de su adhesión permanente a la Iglesia son su sumisión a los obispos y su búsqueda de la aprobación de la fraternidad por el Papa; su respeto a los sacerdotes, aún los más indignos (EP 10 y 54; 2 Cel 146), su renuncia a predicar sin su autorización;[28] su exclusión con severidad de los hermanos que no aceptan este credo (1 R 19), es decir, que no sean y vivan y hablen como católicos; su esfuerzo porque todo en su fraternidad se haga en la Iglesia y esté fundado en ella (K. Esser). Esta fidelidad, que ha sido descrita como un «apego sentimental y visceral a la Iglesia»,[29] muestra que Francisco se adhiere a ella desde el mismo impulso que le lleva a adherirse al Señor en su persona, en su pasión y en su Eucaristía.[30]

Por otra parte, esta adhesión a la Iglesia en su conjunto le ha evitado hacer del cristianismo -como hacían los movimientos heréticos de su tiempo- un movimiento esotérico, elitista, de almas puras que desprecian a los que no alcanzan el mismo grado de perfección. Su radicalismo ni es orgulloso[31] ni es inhumano;[32] por eso, lejos de separarle de los hombres, le permite una más profunda sintonía con ellos.[33]

Con esto abordamos la última razón de la elocuencia y la transparencia del mensaje cristiano a través del movimiento franciscano. Es evidente que Francisco es un hijo de su tiempo, que habla perfectamente su lenguaje, piensa con sus categorías, sintoniza con su sensibilidad. En aquel mundo de juglares y caballeros, Francisco dirá, por ejemplo: «¿Qué son, pues, los siervos de Dios sino a modo de juglares divinos que deben elevar el corazón del hombre y encaminarlo hacia la alegría espiritual?». «Sufre la influencia de esa cultura caballeresca, y su devoción a la pobreza tendrá rasgos cortesanos. Su sueño caballeresco, encarnado en la visión de la casa repleta de armas, jamás desaparecerá por completo de su espíritu». Incluso el rechazo de los valores de la sociedad de su tiempo se hará «a través de un modelo cultural cortesano, feudal.[34] Pero con ser importante, esta sintonía con su tiempo es superficial. Afecta sólo al orden de las expresiones, se queda en el nivel del lenguaje. Si la sintonía de Francisco se hubiera reducido a este nivel se habría agotado con el cambio de época. Francisco sintoniza con su tiempo porque sabe descubrir sus necesidades más hondas, las interpreta como «signos de los tiempos», como llamadas del espíritu y propone una encarnación del cristianismo que responde perfectamente a ellas.

Francisco nace en un momento de expansión del Occidente medieval que produce, como una de sus consecuencias más notables, un fuerte movimiento de urbanización. El desarrollo de la ciudad lleva consigo el nacimiento de una clase poderosa, la de los ciudadanos o burgueses, y la multiplicación de un «proletariado de peones indefensos» que, junto con la mayoría de las categorías sociales campesinas, viven a merced de los primeros y de los todavía poderosos señores. Francisco capta en seguida el problema que plantea al cristianismo este mundo que él define como «la región de las desigualdades». Y, en lugar de intentar una adaptación concordista del cristianismo a esa nueva situación, responde a ella encarnándolo -desde el centro de la experiencia de Dios- en la forma de la pobreza radical y de la fraternidad universal. En un mundo fundamentalmente urbano, Francisco instala a sus hermanos menores en la ciudad, pero, en unas ciudades en las que se agudizan los sufrimientos de los pobres, los sitúa no en el centro de las mismas, sino en sus suburbios, entre los humildes y los desheredados, aunque sin descuidar a los demás.[35] Es sensible al reto de la ciudad, pero responde a ese reto llevando a la ciudad un nuevo sentido de la pobreza. Ese nuevo sentido no radica, por lo demás, en una nueva definición de los pobres, sino en el hecho de instalarse junto a ellos, adoptando su misma condición para ayudarles a descubrir su dignidad de personas y a superar su pobreza. La atención al mundo desde el Evangelio le conduce a una más profunda lectura del Evangelio y esta lectura, que produce una más intensa relación con Jesucristo, le lleva a ofrecer una respuesta inesperada a la situación del mundo. Francisco hace así al cristianismo contemporáneo de su tiempo, no porque lo adapte a sus gustos o a sus modas -Chesterton tiene razón cuando dice que «cada generación es salvada por el santo que más le contradice»-, sino porque le revela sus propias necesidades y toma éstas como otros tantos retos que orientan su encarnación histórica del cristianismo.

Y cuando se han descubierto las necesidades profundas de una época, se han descubierto las necesidades humanas que cada época presenta de una forma diferente. De ahí la contemporaneidad permanente del franciscanismo desde el siglo XIII hasta nuestro siglo.

IV. FRANCISCANISMO Y CRISTIANISMO
EN LA ACTUALIDAD

Permítanme iniciar estas reflexiones finales por un hecho aparentemente banal, pero que puede ser notablemente significativo. Leyendo la traducción castellana de un interesante bosquejo histórico sobre los franciscanos, obra de un franciscanista ilustre, me encontré al final con una advertencia del traductor que decía aproximadamente: «El bosquejo que han leído terminaba con una exposición de la vida de los franciscanos durante el siglo XX. Es la única parte de la obra anticuada, y no por culpa del autor, y por eso la he omitido». ¿Qué significa la apariencia de anacronismo que hace al traductor eliminar el capítulo de la vida de los franciscanos en el siglo XX?

Sólo encuentro dos respuestas posibles: El carisma franciscano ha perdido actualidad; o las familias franciscanas no han conseguido encarnar en la mentalidad de nuestro siglo el carisma franciscano, y por eso se han visto obligados a someterse a una reforma de sus estructuras a partir del Vaticano II. Todo me lleva a optar por esta segunda respuesta, que corresponde exactamente a lo que ha sucedido prácticamente con todas las otras espiritualidades cristianas. En este sentido, propongo estas reflexiones finales encaminadas a mostrar la posible aportación del franciscanismo al problema de la encarnación del cristianismo en nuestros días. En efecto, basta mirar a los problemas con que se enfrenta la encarnación del cristianismo en nuestros días, desde la descripción que hemos ofrecido del franciscanismo, para ver que ésta contiene valiosos elementos capaces de orientarnos con vistas a conseguir una encarnación del cristianismo no anacrónica a nuestro tiempo.

Voy a referirme a algunos aspectos que me parecen más importantes: el primero se refiere a los principios mismos que rigen la encarnación. Se trata de un aspecto importante del llamado problema hermenéutico. Para algunos cristianos la encarnación del cristianismo a nuestro tiempo supone su adaptación a su sensibilidad, y esta adaptación se lleva a cabo a costa de la misma identidad. Para otros, la fidelidad a la identidad se confunde con la reproducción de formas pretéritas, con el riesgo de que el cristianismo perdure sin someterse al cambio bajo una forma casi fosilizada. Francisco ha vivido un «círculo hermenéutico» que nos puede ayudar en este problema de una encarnación no anacrónica del cristianismo. En el comienzo de su aventura hay una opción decidida por el Evangelio, pero ésta está realizada desde un enraizamiento tal en su tiempo que se da una correlación estricta entre ambas, de forma que la opción le lleva a descubrir mejor las necesidades más profundas de su tiempo cifradas en la constatación de que los pobres no son evangelizados. El descubrimiento de estas necesidades le lleva a una radicalización de su opción evangélica que así no viene a responder a unos gustos, sino a contradecirlos a veces para responder a estas necesidades.

Más allá del «principio hermenéutico», la encarnación significativa del cristianismo encuentra una dificultad radical en la incapacidad para la realización de verdaderas síntesis, en la tendencia a separar lo que Dios ha unido.

Una parte de los cristianos actuales ha hecho su opción por el lado religioso y místico del cristianismo: insiste en la necesidad de la oración, defiende la adhesión y el seguimiento de Jesucristo y predica el valor de la contemplación; vive carismáticamente la presencia del espíritu.

Otra parte de los cristianos de hoy ha hecho la opción por el camino del compromiso político, de la colaboración en la transformación social, de la alineación con los pobres y las oprimidos y la fidelidad al pueblo.

Sólo en casos muy aislados se conjugan estas dos vertientes de lo cristiano. Francisco podría ayudar a engrosar el número de estos casos con evidentes ventajas para la realización actual del cristianismo. En la exposición del franciscanismo que hemos hecho, salta a la vista que el descubrimiento de la paternidad del Dios único conduce a la extensión de la fraternidad universal; la radicalización de la contemplación lleva a descubrir la urgencia de la evangelización de los pobres; el seguimiento radical de Jesucristo ha producido la creación de una fraternidad que ha llevado, en la expresión de Renan, al desencadenamiento del movimiento popular más importante de la Historia.

Enunciemos una nueva aporía en la realización del cristianismo. Lo expresaba con entera claridad el título del último número de una revista de teología pastoral: «Seguimiento de Jesús o identidad católica». ¿Cuál es el criterio de la autenticidad del cristianismo de una persona o de un movimiento? La radicalidad del compromiso evangélico, el seguimiento sin glosa, la reforma, el profetismo crítico, o la pertenencia social, la aceptación de lo institucional, lo sacramental y lo jerárquico. Francisco mostró con su vida la inadecuación y la esterilidad de estos planteamientos dilemáticos. Sólo la radicalidad del seguimiento hace honor a la pertenencia institucional, desarrolla todas las posibilidades y saca todas las consecuencias de la pertenencia institucional. Pero, por otra parte, tanto la eclesiología como la historia muestran que un profetismo crítico ajeno a la pertenencia, que se sitúa aparte y presenta alternativas, se torna crítica destructiva que lo primero que destruye es la condición cristiana del mismo que lo ejerce. Mientras que la crítica profética ejercida desde la fidelidad a la pertenencia renueva, al mismo tiempo que la vida del profeta, la vida misma de la Iglesia, y la posibilidad de su realización y de su misión en la historia.

Aludamos a una última aporía: ¿cristianismo utópico, radical, minoritario o presentación de un cristianismo accesible a las masas de personas que se vienen llamado tradicionalmente cristianas? Los movimientos sectarios de minorías radicales, utópicas, reducidas a los cristianos puros que florecieron en tiempos de Francisco, arrastraron a muchas personas generosas a la ruina de su vida cristiana. El seguimiento radical del evangelio aceptado en el interior de una Iglesia de cristianos que no han escuchado la misma llamada, sirvió de fermento de esta Iglesia y de principio renovador que ha extendido su influencia durante siglos. Tal vez por ahí haya que buscar el valor permanente del franciscanismo en el seno del cristianismo: Recordar a todos los cristianos el radicalismo de la vida cristiana que quiera ser fiel a ella misma, y recordar a los reformadores y renovadores del cristianismo que el radicalismo cristiano sólo es fecundo desde la fidelidad a la Iglesia, incluso en su aspecto institucional.

D. Ghirlandaio: Confirmación de la Regla

N O T A S

[1] Omer Englebert, Vida de San Francisco de Asís. Trad. castellana. Santiago de Chile, Cefepal, 1973, 2ª ed., p. 15.

[2] Datos de O. Englebert, Vida de San Francisco de Asís. Santiago de Chile, Cefepal, 1973, 2ª ed., pp. 20-25.

[3] Fr. Heiler, Die Frage der Absolutheit des Christentums im Lichte der Religionsgeschichte, en Eine Heilige Kirche 20 (1938) 306-336.

[4] J. A. Merino, Humanismo franciscano. Madrid, Cristiandad, 1982.

[5] A. Gemelli, El Franciscanismo. Trad. castellana. Barcelona, Luis Gili, 1940, p. 41; cf. también p. 394.

[6] Cf., por ejemplo, R. Guardini, La esencia del cristianismo. Madrid, Cristiandad.

[7] O. Englebert, Vida de San Francisco de Asís. Santiago de Chile, Cefepal, 1973, 2ª ed., p. 96.

[8] E. Longpré, Dictionnaire de Spiritualité, V, 1.277ss.

[9] Encíclica Sane prope diem, 6 de enero de 1921. Texto citado en O. Englebert, Vida de San Francisco de Asís. Santiago de Chile, Cefepal, 1973, 2ª ed., p. 30, nota 21.

[10] Encíclica Rite expiatis, 30 de abril de 1926. Texto citado en O. Englebert, Vida de San Francisco de Asís. Santiago de Chile, Cefepal, 1973, 2ª ed., p. 30, nota 21.

[11] Cf. A. Gemelli, El Franciscanismo. Trad. castellana. Barcelona, Luis Gili, 1940, pp. 376-377.

[12] O. Englebert, Vida de San Francisco de Asís. Santiago de Chile, Cefepal, 1973, 2ª ed., p. 217.

[13] P. B. Beguin, Visión de Dios en san Francisco y la que tiene el hombre de hoy, en Verdad y Vida 35 (1977) 56.

[14] B. Duclos, Francisco, imagen de Cristo, en Concilium n. 169 (1981) 378.

[15] A. Gemelli, El Franciscanismo. Barcelona, Luis Gili, 1940, pp. 16-17. Cf. 2 R 2,3-4.

[16] A. Gemelli, El Franciscanismo. Barcelona, Luis Gili, 1940, p. 375.

[17] A. Gemelli, El Franciscanismo. Barcelona, Luis Gili, 1940, p. 375.

[18] «Condujo al mundo como a una primavera», dice la Leyenda de los Tres Compañeros.

[19] Cf. O. Englebert, Vida de San Francisco de Asís. Santiago de Chile, Cefepal, 1973, 2ª ed., pp. 139-143.

[20] O. Englebert, Vida de San Francisco de Asís. Santiago de Chile, Cefepal, 1973, 2ª ed., p. 153; cf. EP 95; 1 Cel 23.36; 2 Cel 125.128.

[21] A. Gemelli, El Franciscanismo. Barcelona, Luis Gili, 1940, p. 43.

[22] T. Matura, Francisco de Asís y la vida religiosa ayer y hoy, en Selecciones de Franciscanismo n. 17 (1977) 123-135.

[23] K. Esser, La Orden franciscana. Orígenes e ideales. Aránzazu 1976, pp. 35-56.

[24] L. Iriarte, Visión del mundo en san Francisco. Franciscanismo y sociedad contemporánea, en Selecciones de Franciscanismo n. 18 (1977) 327-329.

[25] Cf. el testimonio elocuentísimo de Jacobo de Vitry, en San Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época, Madrid, BAC, 1978, pp. 963-964.

[26] [K. Esser, Francisco de Asís y los Cátaros de su tiempo, en Selecciones de Franciscanismo n. 13-14 (1976) 145-172.]

[27] K. Esser - E. Grau, Respuesta al amor. El camino franciscano hacia Dios. Santiago de Chile, Cefepal, 1981, p. 106.

[28] Test 6-13; cf. K. Esser, El Testamento de san Francisco de Asís. Aránzazu 1981, pp. 163-182,

[29] M. Mollat, La pobreza de Francisco, en Concilium n. 169 (1981) 343.

[30] E. Longpré, Dictionnaire de Spiritualité, V, 1285; cf. también K. Esser, ibid.

[31] Capítulo aparte necesitaría la concepción franciscana de la humildad basada, como en santa Teresa, en la verdad: «Cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más» (Adm 19,2). Y, ante Dios, él y todos son pecadores, por lo cual la humillación es la fuente de la más pura alegría; cf. La verdadera y perfecta alegría (VerAl).

[32] Como muestran los deliciosos episodios de su atención a las debilidades de los más débiles.

[33] En Francisco encontramos, podríamos resumir, los criterios que el P. Congar propone para discernir las verdaderas de las falsas reformas de la Iglesia. Cf. traducción castellana de su obra al respecto, especialmente pp. 184, 401-407.

[34] J. Le Goff, Francisco de Asís entre la renovación y el lastre del mundo feudal, en Concilium n. 169 (1981) 311.

[35] Cf. M. Mollat, La pobreza de Francisco, en Concilium n. 169 (1981) 344-345.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIII, núm. 39 (1984) 471-490]

 


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