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DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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I. BREVE EVOCACIÓN 1) Centralidad del amor al otro b) Cuando Dios interviene en la historia y se escoge un pueblo, se revela a Israel como aquél que lo ama apasionadamente, exigiendo del hombre el amor a su prójimo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). Al mismo tiempo que la exigencia de amar a Dios, este mandamiento es declarado por Jesús como el más grande, en el cual se resume toda la Ley, así como los Profetas (Mt 22,39). Tanto Pablo (Rom 13,8-10) como Juan ven aquí el corazón de la Alianza Nueva; Juan resume de esta manera la esencia del cristianismo: «Este es su mandamiento: creer en el nombre de su Hijo Jesús y amarnos los unos a los otros» (1 Jn 3,23). Habiendo hecho por medio del Espíritu la experiencia del amor gratuito e incondicional de Dios en sí mismo (Rom 5,6-10), el creyente, radicado como un árbol en este amor (Ef 3,17), puede y debe, a su vez, amar a sus hermanos, como Jesús los amó (Jn 13,34). Sí, el centro de la fe cristiana es el Ágape, el amor que brota de las mismas profundidades de Dios, que se derrama sobre todos los hombres (Mt 5,45) y les permite, por su misma potencia, volverse los unos a los otros para amarse a ejemplo de Dios. c) No es nada sorprendente que Francisco, conducido por el mismo Señor (Test 14) al descubrimiento de su evangelio, haya concedido un lugar central al amor en su proyecto de vida. La Regla no bulada le dedica todo el capitulo once, así como otros pasajes (4,3-4; 9,13-14); la Regla definitiva toma de nuevo con vigor la fórmula lapidaria ya utilizada en la primera regla (9,14): «Si la madre cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6,8). Creemos que haber inventado esta imagen del amor materno, el haberla mantenido firmemente a través de las diversas redacciones, muestra bien a las claras -y los biógrafos lo testimonian abundantemente- la importancia única que se atribuye al amor en la vida de los hermanos. ¿No es, pues, sorprendente, como lo nota el padre K. Esser, que todas las reformas en la orden se hayan hecho en torno a la pobreza y jamás en torno al amor? 2) Tres espacios concéntricos del amor a) El amor es un dinamismo universal. Siendo todo hombre mi prójimo, mi hermano, mi amor, este deseo de apertura y de acogida, deberá dirigirse al hombre en sí, a toda la humanidad. Como meta y aspiración, debo estar dispuesto a amar, a valorizar, a mirar con benevolencia a todo ser humano. b) Pero un amor universal tal, por necesario que sea, permanece como una disposición, una voluntad general; hace falta pasar a la realidad concreta, bajo pena de quedarse en el sueño. Esta realidad concreta son los hombres que yo encuentro en el decurso de mi existencia y con los que yo entablo lazos, más o menos fuertes. Esto puede ir desde el desconocido que pasa por la calle al que yo presto un servicio ocasional, desde el penitente del que ignoro el rostro, hasta los padres, amigos, hermanos, a los cuales me unen mil lazos de necesidad o de familiaridad. c) En fin, el amor más fuerte y más exigente es el que se me pide para los hombres a los que he ligado mi vida. Esto se aplica a los siguientes grupos humanos: pareja, familia, comunidad, que quieren ser más que una mera yuxtaposición ocasional de individuos reunidos en vista a la acción o al trabajo. Aquellos con los que cada día comparto la casa y el alimento, con los que intento vivir un mismo proyecto evangélico, que forman parte de algún modo de mi existencia, me exigen el amor más fuerte y más difícil. En tales situaciones es cuando se prueba la veracidad del amor; lo demás no es más que ideología y discurso vacío. Es fácil amar a la humanidad en general o, también, a aquéllos que en los encuentros ocasionales no manifiestan sus deficiencias; pero el amor más auténtico es el que ha sufrido, sin flaquear, la prueba y el desgaste de la vida cotidiana. 3) La fraternidad, gracia de nuestro tiempo A este amor, corazón incandescente de la revelación de Dios y del hombre, siempre estamos invitados, pero hoy de manera más particular. En un mundo de técnica y de socialización, donde las relaciones humanas están amenazadas por una organización y estructuras impersonales, es necesario, más que nunca, que brille la llama del amor. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35). En nuestra orden, un signo, sin duda exterior, del descubrimiento de esta dimensión, son las palabras «hermano» y «fraternidad», que reaparecen con fuerza en nuestros textos, oficiales o no (la palabra frater ha reemplazado a religiosus en nuestras CC. GG.), y, sobre todo, el esfuerzo de crear en todos los lugares verdaderas fraternidades, sean grandes o pequeñas. De hecho, no nos es permitido sustraernos a esta gracia del amor y de la benevolencia franciscanas. II. EXIGENCIAS CONCRETAS DE LA VIDA FRATERNA 1) Actitud fundamental Tras esta evocación de los principios, debemos pasar ahora a la realidad viva, a esquematizar con rápidos toques lo que significa para nosotros «habitar todos juntos como hermanos» (Sal 133,1). a) Lo que constituye la base de toda vida común es la acogida recíproca e incondicional, sin utopismos, siempre reestrenada. La acogida es el reconocimiento del otro como valor absoluto. Simpático o no, enfermo o sano, útil o molesto, que vea yo sus cualidades o no vea más que sus defectos, percibo en su existencia un don, un valor único, una manifestación misteriosa de la riqueza divina. Con Clara de Asís, doy siempre gracias a Dios por haberlo creado a él como me ha creado a mí. Porque Dios me ha amado sin condiciones cuando yo era, y continúo siendo, pecador, me esforzaré por ver en este hermano que me ha dado, un ser amado por el que no ha perdonado a su Hijo (Rom 8,22). Una tal mirada me revelará, poco a poco, la riqueza humana y divina de este hermano por el que Cristo ha muerto (Rom 14,15), me enseñará a aceptar lo que él es, a gozarme en él, a felicitarme por él. Tal es el amor con el que Dios me ha amado, y que me exige tener para con este hermano concreto que se encuentra en mi camino y que se sienta a mi mesa. b) Sin embargo, este amor será sin utopismos. Reconociendo la ceguera que me impide ver muchas veces los lados positivos de mi hermano, no negaré tampoco sus deficiencias, sus defectos, ni siquiera el mal que hay en él. Seré consciente, por otra parte, de que también yo tengo el mismo mal y de que mi acogida debe recomenzar cada día. c) El milagro del Ágape divino es, precisamente, la capacidad de no desesperar, de recomenzar siempre, de perdonar indefinidamente, de saber esperar. Aquí está la misericordia -las «vísceras» de Dios que se estremecen y se remueven cada mañana (Lam 3,22-23; Is 63,15)-, que el apóstol Pablo, siguiendo a Jesús (Lc 6,36), nos recomienda ejercer sin interrupción (Col 3,12-15; Ef 7,2). Puesto que mi hermano es débil y pecador, sin turbarme por su mal, lo debo amar más (Carta a un Ministro). Este esfuerzo de acogida ha de comenzar siempre de nuevo, como dice el Señor, hasta 70 veces 7 (Mt 18,22). d) Añadamos que en una comunidad célibe como la nuestra, que no es una pareja, ni, en sentido estricto, una familia, debe reinar una igualdad fundamental. Ninguno es ni debe ser, en relación a sus hermanos, padre, esposo, hijo; somos, según el Evangelio y según nuestra Regla, hermanos (Mt 23,9; 1 R 6,3). Esto quiere decir que somos hombres iguales, autónomos en su libertad, que, en relación a los otros, tomamos, sí, una actitud de ternura fraterna, pero sin subordinación filial ni dependencia conyugal. El que en otras tradiciones es llamado padre, prior o superior, es entre nosotros un hermano y un servidor (2 R 10). e) Semejante voluntad de acogida incondicional, realista, misericordiosa, ejercida en la igualdad fraterna es, junto con el amor a Dios, el valor central de nuestra existencia franciscana. Pero no es suficiente reconocerlo teóricamente, es necesario, por el contrario, que la vida fraterna sea el primero de nuestros intereses, el centro de gravedad de nuestras vidas, el tesoro a donde va nuestro corazón. Hace falta creerlo, dar a la fraternidad la prioridad sobre las otras relaciones, sobre los otros centros de interés. 2) Construir cada día la fraternidad Si el amor así concebido ocupa el primer lugar en nuestras vidas, si lo despertamos continuamente cuando se adormece, podemos construir cada día la fraternidad concreta. Podemos compartir toda nuestra existencia, desde los simples detalles de la vida material hasta la más elevada búsqueda espiritual. a) Nos sorprende el encontrar la exhortación de Francisco al amor maternal hacia el hermano en un contexto de necesidad material de comer y de beber (1 R 9,13-15; 2 R 6). Se debe procurar al hermano lo necesario en este campo: es así como se manifestará el amor verdadero, hecho, no de palabras, sino de verdad (1 Jn 3,18; 1 R 11,5). Los detalles materiales, económicos, domésticos, del alimento, de las fiestas, son como el vestido de nuestra vida común. Es aquí donde se realiza el enraizarse concreto, carnal, de la fraternidad. Es aquí donde cada uno se afirma en su humilde verdad y donde se ejerce realmente la acogida o el rechazo del otro. Descuidar esta base elemental, en nombre de un falso espiritualismo, es querer construir un edificio sobre la arena. b) En verdad, el compartir fraterno abraza todos los campos de la vida: intereses y búsquedas intelectuales, trabajo, empeños y proyectos, oración y experiencia espiritual de cada hermano y de toda la fraternidad. Se realiza entre los hermanos y dentro de toda la comunidad de una forma espontánea u organizada (capítulos conventuales). Exige la buena voluntad por parte de todos, el deseo de la paz, la benevolencia, sin negar ni eliminar artificialmente las divergencias de opinión, las oposiciones, incluso los conflictos. Porque el enfrentamiento, el conflicto, las mismas heridas forman parte de la vida común, y la victoria del amor consiste en saberlas aceptar y superar, permaneciendo todos unidos. No siempre es posible tener en todo las mismas ideas (communio mentium) -aun cuando, por cristianos y hermanos, debemos tender a la «comunión de mentes»-; la diversidad de puntos de vista, así como la confrontación, pueden, por el contrario, constituir una riqueza. Lo necesario, por encima de todo, es la «communio cordium», «la comunión de corazones», la voluntad de aceptarse diferentes, de respetarse y de caminar juntos. c) Si la puesta en común de sí mismo y de lo que se tiene exige de cada uno que se abra y que se entregue a su hermano, superando las reservas y las reticencias, debe quedar a salvo, sin embargo, un gran respeto -una especie de pudor-, que es necesario en las relaciones mutuas. La persona es un misterio que sólo Dios conoce; por ello, debemos circundarla de reverencia, dejarle un espacio de soledad, una cierta distancia. El exceso de atenciones, de proximidad, de curiosidad indiscreta, atenta contra la libertad del individuo y huele a paternalismo y a afán de posesión. Si esto en rigor es concebible en las relaciones de la pareja o de la familia, no puede admitirse en una comunidad de hermanos donde ninguno pertenece al otro. La soledad es frecuentemente un vacío, un sufrimiento, pero hay una que constituye el medio indispensable para la profundización, el crecimiento y la identidad de la persona. Ella es el espacio -el desierto- donde tiene lugar el encuentro de Dios. 3) Intercambio recíproco a) La verdad del amor se verifica en la relación interpersonal cotidiana. A mi hermano, al que veo todos los días, el que está a mi lado, quien tal vez estorba mi camino y me irrita, es a quien debo reconocer, soportar, y de quien espero la misma actitud hacia mi persona. Dado que no queremos ser ni un cuartel ni un hotel, donde desconocidos se rozan educadamente sin encontrarse, es necesario que nuestras fraternidades locales coloquen en el primer plano de sus preocupaciones la calidad de la vida fraterna. En la misma medida en que la realidad de esta vida se sitúe en el centro, conviene que la posibilidad de vivir juntos de este modo constituya un criterio selectivo en la formación de los candidatos, y en la constitución de las familias. Un hombre totalmente incapaz de participación, de encuentro, no puede enrolarse en una tal comunidad. Es posible e incluso cierto que, en una perspectiva de futuro, tal exigencia deberá ser todavía más acentuada. En este mismo sentido hay que enjuiciar el deseo de constituir grupos más pequeños y más familiares, sabiendo que sus posibilidades de éxito y de supervivencia descansan esencialmente en la capacidad cristiana y humana de amarse y de soportarse. b) Una comunidad local de pequeñas dimensiones exige, igualmente, una cierta estabilidad: la vida común vivida en profundidad exige un aprendizaje, tiempo y paciencia para asentarse sólidamente. Por lo mismo, no se la puede disolver arbitrariamente. Dicho esto -y todavía se debe operar un cambio de mentalidad en este campo-, nuestra fraternidad no se encierra en un grupo local: es provincial. La comunidad local no puede ser perpetua para ninguno de los hermanos: es necesario que cada uno esté disponible para recrear otros lazos con otros hermanos. Alejarse de los hermanos y de los lugares que se aman para recomenzar en otra parte otra aventura, puede constituir un sufrimiento. Pero también es una ocasión, una posibilidad de nuevos comienzos. c) Hace falta incluso mirar más allá del círculo demasiado restringido de una provincia o nación, y estar abiertos y ser acogedores de todos nuestros hermanos y hermanas dispersos por el mundo, que forman la orden y la familia franciscanas. Escuchemos lo que Francisco repite dos veces en sus reglas: «Dondequiera que estén y se encuentren los hermanos, muéstrense familiares entre sí» (2 R 6,7); y casi en los mismos términos: «Y dondequiera que estén los hermanos... deben reverenciarse y honrarse espiritual y diligentemente los unos a los otros sin murmuración» (1 R 7,15). Un poco más de fraternidad interprovincial; internacional, como también interobediencial (menores-capuchinos), probaría que la profesión de la misma regla hace de nosotros, extendidos por todo el mundo, hermanos de la misma familia. III. CONCLUSIÓN Tantas cuestiones apenas esbozadas, tantas otras dejadas de lado; ¿hemos tocado lo esencial, el punto central? Al hablar del amor fraterno, no hemos hecho más que escuchar y agitar palabras. Lo esencial queda todavía por hacer: con paciencia, con humildad, con misericordia, recomenzar cada día a construir, con nuestros hermanos, algo de la verdadera comunidad. Si somos hermanos entre nosotros, si nos amamos con un amor maternal, aparecerá un signo dentro de la Iglesia y en el mundo de los hombres. Nuestra fraternidad será como un pequeño inicio del Reino de Dios, de ese mundo nuevo donde el hombre, acogido y comprendido, considerado como igual, se reconoce finalmente libre y llega a ser él mismo. Aun siendo frágil, amenazado y muy relativo, un signo así es el que más falta hace en el mundo, y también el que habla más fuerte. «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos» (1 Jn 3,14). [Selecciones de Franciscanismo, vol. V, núm. 15 (1976) 306-311] |
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