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DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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Hace más de siete siglos un hombre vivió una experiencia espiritual única y la expresó de forma radical en su comportamiento concreto. Se le unieron algunos compañeros y, cada uno a su manera, vivieron juntos una aventura común. Así nació un movimiento, impulso espiritual al mismo tiempo que realidad social, y se extendió a otros, hombres y mujeres. El movimiento, del que Francisco de Asís era el corazón viviente, fue, en cierto sentido, una aventura. De aventura tenía la espontaneidad, el entusiasmo, la ausencia de proyecto preciso fijado de antemano, el entusiasmo tan potente como frágil en cuanto a la duración y continuidad. Esta aventura franciscana marcó el siglo; cual primavera, le infundió un soplo de juventud y de esperanza. Pero, al igual que todos los movimientos que se prolongan, el franciscanismo ha perdido, con los años, su vigor; se ha hecho juicioso, organizado, se ha convertido en un cuerpo social encargado de la guarda y trasmisión del carisma original. Ciertamente, en el decurso de su ya larga historia, el grupo franciscano ha conocido muchos momentos de resurgimiento, lo que prueba que el carisma no deja reposar a aquellos de quienes se posesiona. Nuestro intento es interrogarnos aquí sobre la posibilidad de revivir hoy la aventura franciscana. Hablar así supone, por una parte, que esta aventura no se vive como tal de una forma evidente; es pensar, por otra parte, que existen posibilidades y probabilidades de vivirla. La reflexión que sigue plantea la cuestión y trata de indicar algunas orientaciones. I. ALGUNAS DISTINCIONES NECESARIAS Ante todo, es necesario precisar los términos empleados. Cuando hablamos de la aventura franciscana, ¿qué queremos decir? Pues se podría llamar igualmente proyecto, experiencia, movimiento. La palabra aventura quiere subrayar sencillamente el carácter dinámico, poco estructurado, nuevo, de lo que vivieron las primeras generaciones franciscanas. Como bien se ve, se trata de un hecho pasado que pertenece a la historia: hubo una aventura que asombró y dejó atónitos a los contemporáneos, y que, al cabo de un cierto tiempo, perdió su novedad y su mordiente. Es necesario distinguir, en primer lugar, el doble componente de esta aventura, a saber: el carisma personal de Francisco y el del grupo inicial nacido de él. Es necesario también examinar la forma en que tal aventura fue vista y juzgada en el pasado, así como la visión que hoy tenemos de ella. 1. EL FUNDADOR Y EL MOVIMIENTO La aventura franciscana fue vivida de una forma única, ejemplar, por aquel que le dio su nombre: Francisco. Él es el arquetipo en quien se concentra la densidad de la experiencia y su extraordinario poder de irradiación. Decir esto es afirmar, de resultas, el carácter personal e intrasmisible del carisma concedido a este hombre. Lo que él vivió, la forma en que lo hizo no pertenecen más que a él y nadie más podrá nunca reproducirlo. Él está en el origen y en el centro del movimiento que lleva su nombre, así como él es también la referencia obligada. Es imposible vivir el ímpetu que él desencadenó sin referirse a su experiencia personal; es igualmente imposible querer remedarle a la letra. Creer que otros podrían vivir con la misma plenitud y brillantez una aventura semejante, sería un engaño y una presunción. Sólo él es y será Francisco de Asís. La riqueza incomunicable de su carisma es, por otra parte, la condición para que aquellos que miran hacia él encuentren una fuente de inspiración, un estimulante, incluso una causa de remordimientos. Históricamente, Francisco ha desempeñado este papel: ha sido como una llamada que suena sin cesar y a 1a que no se acaba nunca de responder, a causa de la fuerza de las exigencias que él vive y proclama. Tal es el papel propio de Francisco en la estructuración del carisma franciscano: papel central e irreemplazable. Pero la aventura franciscana de los orígenes no es sólo la de Francisco; es también la de los hombres y mujeres que, a su manera, con su aportación propia, vivieron de la misma inspiración evangélica. Hubo los primeros hermanos y la formación del grupo que se transformó en la Orden de Hermanos Menores; luego, Clara de Asís y sus compañeras; después, finalmente, numerosos laicos, hombres y mujeres, que se dejaron interpelar por el Evangelio. El movimiento franciscano se expresa, en sus comienzos, dentro de esta diversidad; el impulso inicial vivido por Francisco se amplifica en él, en su movimiento, se enriquece, se concretiza; pero también, se entorpece y se paraliza. La elaboración de la Regla de los hermanos, de los escritos de Francisco como, por ejemplo, el Testamento, ilustran claramente la refracción del carisma personal y su adaptación a un grupo cada vez más numeroso y, por las circunstancias, más mediocre. Todavía durante un lapso de tiempo, digamos un buen cuarto de siglo, el movimiento vive la gracia de los orígenes: como auténtico despertar evangélico, logra un extraordinario éxito espiritual. Hay, pues, indiscutiblemente, un momento que puede llamarse, a justo título, fundacional. Es entonces cuando la aventura franciscana manifiesta de una forma explosiva su dinamismo y su mordiente. Cualesquiera que sean las evoluciones posteriores, la referencia a este período fundacional seguirá siendo esencial. Porque es entonces cuando se afirma, aunque no sea más que en germen, la identidad del movimiento. Y el hecho de que el carisma pertenezca a la vez al mismo fundador y al grupo surgido de él, cuyos miembros reaccionan cada uno de manera diferente, nos obliga a hacer las distinciones necesarias. 2. DOS MIRADAS SOBRE EL HECHO FRANCISCANO El movimiento franciscano es un hecho del pasado: no podemos conocerlo más que por medio de testigos, que son también hombres del pasado. A través de la mirada de estos testigos, mediante su palabra que describe lo que les ha llamado la atención, es como se nos hace presente tal acontecimiento. No el acontecimiento en bruto, neutro y objetivo, sino un acontecimiento interpretado y valorado según las perspectivas propias de cada uno de los testigos. Teniendo en cuenta este hecho, que juzgamos importante, nos vemos en la precisión de hacer algunas puntualizaciones. La primera se refiere a la contemplación del acontecimiento por parte de los testigos del pasado. En este campo, el testimonio del mismo Francisco, que habla tanto de su propia experiencia como de la de sus hermanos, es el más válido. Los escritos de Francisco, aún no suficientemente estudiados desde esta óptica, nos ofrecen algo más que un testimonio de primera mano sobre el carisma: están muy cerca del acontecimiento puesto que son su primera verbalización. En nuestra investigación sobre los diversos elementos del carisma, sobre su importancia relativa y su equilibrio, no concederemos nunca bastante importancia a la forma en que el mismo fundador veía lo que iba naciendo de él. Los escritos de Francisco son para nosotros, al menos en algunos aspectos, lo más próximo a la experiencia original; ellos la trasmiten hasta nosotros de una manera más directa, más pura y, en definitiva, más objetiva que los otros testimonios. Sin concederles la exclusiva, hay que reconocer que retienen la primacía en la transmisión del carisma. Tenemos a continuación los testigos más o menos oculares de los hechos: los cronistas y los biógrafos contemporáneos. La impresión que experimentan ante Francisco y sus hermanos, las reacciones que manifiestan (asombro, admiración, reticencias, etc.), son para nosotros como una lectura del acontecimiento a través de sus ojos. En conjunto, su centro de interés lo constituye más Francisco mismo que el grupo que le rodea. Lo que les llama la atención es, en primer lugar, lo nuevo, lo distinto, lo exterior: pobreza, itinerancia entre los hombres, afluencia de discípulos y de muchedumbres, milagros. Ciertamente, el esfuerzo por penetrar hacia el meollo, por mostrar los elementos más íntimos del carisma, es real en muchos de ellos, y nos proporciona no sólo muchos de los hechos importantes que se han conservado (lo que no es el caso de los escritos de Francisco), sino también un ahondamiento espiritual en la experiencia. A los biógrafos les debemos todos los sucesos, así como su esclarecimiento; su mirada es la que nos permite descubrir por nuestra parte a Francisco. Esta mirada tiene la ventaja de haber contemplado los hechos directamente; pero éstos han sido vistos a través de los ojos de hombres de otro tiempo. Así, esta única ventaja implica también inconvenientes. Por otro lado, la comparación entre los escritos de Francisco y los de sus biógrafos, nos revela no sólo visuales diferentes, sino también, a veces, contradicciones reales en cuanto a la forma de enfocar elementos esenciales, como por ejemplo, la manera de ponerse en contacto y de vivir el misterio de Cristo. Francisco vivía su experiencia y veía desplegarse la de sus hermanos. Sus escritos nos sugieren, con una cierta inmediatez, lo uno y lo otro. Los biógrafos estaban ante los hechos, participaban en ellos; y su testimonio nos lleva a la forma de verlos ellos. En cuanto a nosotros, separados de los acontecimientos originales por una distancia de varios siglos, ¿cuáles pueden ser nuestra toma de contacto, nuestra comprensión y nuestro juicio de valor? La aventura franciscana del siglo XIII, vista por nuestros ojos, ¿debe y puede ser idéntica a la que veían los hombres de entonces? Sus puntos de vista, sus opciones, sus insistencias, ¿se nos imponen como algo absoluto? ¿No tenemos la libertad, y tal vez el deber, de leerlos e interpretarlos a nuestra manera? ¿Podemos, por lo demás, obrar de otro modo? Lo cierto es que nuestros centros de interés nos llevan a examinar y a privilegiar otros aspectos que los subrayados por los antiguos biógrafos. En un tiempo en que la misma fe cristiana se pone en entredicho, nos importa más saber cómo vivió Francisco la experiencia de Dios y de Cristo, que poner todo el énfasis, por ejemplo, en la pobreza. Nos interesamos más por la raíz de la que brotó su compromiso evangélico, que por las expresiones históricas de tal compromiso; expresiones que, de todos modos, no pueden reproducirse hoy al pie de la letra. Igualmente, su actitud para con la Iglesia y su estructura jerárquica nos parece particularmente actual en una época en que la institución eclesiástica estalla bajo presiones internas y externas. En una palabra, lo que nos importa sobremanera es aprender de Francisco dónde y cómo encontrar la extrema seriedad con que él oyó el Evangelio y le dio su respuesta. Por otra parte, nos es necesario también saber distinguir entre el carisma personal de Francisco y el de su movimiento, entre lo que se exigió a los hombres de la Edad Media y lo que se puede y se debe exigir de nosotros. No olvidemos, por lo demás, que nosotros no recibimos el carisma única y principalmente del estudio de la historia; nos alcanza en nuestro hoy a través de una cadena ininterrumpida de generaciones de hombres que se suceden desde Francisco hasta nosotros, y en la que somos introducidos por una iniciación viva. El carisma se trasmite por una experiencia de vida, de la que forma parte la referencia histórica, pero que es mucho más amplia que ella. II. EL HECHO FRANCISCANO HOY Cuando uno se pregunta si es posible vivir hoy el carisma franciscano, es necesario no perder de vista un hecho masivo, a saber, la existencia de una institución que se considera heredera del movimiento suscitado por Francisco. Ahí hay un grupo, con unos contornos sociológicos determinados, que lleva el nombre dado por Francisco a sus primeros hermanos (Orden de Hermanos Menores), y que cree ser por derecho, si no de hecho, el lugar privilegiado donde se vive todavía el carisma. Por otra parte, este grupo se extiende, más allá de los hermanos, a las comunidades femeninas mucho más numerosas, y también a los laicos más o menos asociados al cuerpo franciscano. El vínculo que une a estos hombres y mujeres es, fundamentalmente, su común referencia a Francisco y a su carisma; por esto es por lo que se reconocen de la misma familia. Y esta referencia no quiere ser sólo exterior y superficial; el grupo se presenta como decidido a vivir según las exigencias evangélicas afirmadas por Francisco. Hay, pues, una voluntad de continuidad, un vínculo querido entre el pasado del carisma y el hoy de la vida. Pero, ¿qué es este grupo en realidad? Tal como al menos se le puede determinar según criterios externos, ¿es hoy el grupo franciscano el continuador de la aventura franciscana? ¿Su existencia demuestra que el carisma está vivo y que, aún en nuestros días, influye en el seno de la Iglesia y del mundo? La respuesta no es sencilla, pues un sí o un no tajante traicionaría la realidad de las cosas. De buenas a primeras y salvo que nos dejemos cegar por un estrecho e ingenuo espíritu de familia, nos sentiríamos inclinados a responder con un no. La institución oficial (y fuera de ella no hay nada tampoco) no parece que tenga demasiado en común con el dinamismo del movimiento franciscano del siglo XIII. Es pesada, mediocre, sin aliento. Si bien reúne más hombres y mujeres que cualquier otra familia espiritual (cifra que, por otra parte, está en descenso), esto podría significar más bien la falta de exigencias que la llamada de un desafío. Entre las fuerzas que hoy animan a la Iglesia, el grupo franciscano no pesa gran cosa. El evangelismo, si aún se le puede encontrar, está en otras partes. Recordemos las palabras muy duras de Bernanos interpelando a los hermanos y preguntándoles qué vacío dejaría su desaparición. Aunque hay hermanos y hermanas presentes en los diferentes sectores de la vida de la Iglesia, no puede decirse que el espíritu franciscano sopla sobre el mundo o que cristaliza importantes energías espirituales. Sin duda, tanto Francisco de Asís como el adjetivo «franciscano», están de moda; pero este hecho parece testificar más un deseo insatisfecho y un ideal inaccesible que una presencia viva. Para los hermanos y hermanas, tal hecho puede incluso constituir una coartada: creer, porque se apela a Francisco y sus características tienen fuerza de atracción, que su espíritu está verdaderamente vivo en el grupo. En último término, muchos podrían decir: yo amo a Francisco, pero encuentro vacíos de significado a los franciscanos. Para resumir, si las miradas se vuelven hacia Francisco, si se reclama su retorno, no parece ser que los ojos se fijen en los hombres y mujeres que llevan su apelativo. ¿Es caricaturesco este cuadro, ennegrecido intencionadamente? ¿No expresa una buena parte de la verdad, sobre todo si, consintiendo en salir de nosotros mismos, aceptamos vernos con los ojos de los demás? Sin embargo, para ser justos, es necesario ver la otra cara de las cosas. El mérito de la familia franciscana estriba en ser la portadora y testigo, aunque fuese mediocre, del carisma recibido por Francisco y sus hermanos para los hombres de todos los tiempos. Este grupo, aunque poco ágil y anodino, guarda en su corazón el recuerdo de un acontecimiento y, por lo mismo, constituye una llamada permanente a revivirlo. No se trata de un recuerdo meramente histórico; a pesar de sus debilidades e infidelidades, el movimiento franciscano ha conservado a través de los siglos la imagen de Francisco, su inquietud evangélica, su exigencia, su manera de acercarse a los hombres, en una palabra, un cierto estilo de hombre ante Dios y ante los demás hombres. Cuando se quiere revivir en algo la aventura franciscana, es aún allí, en el seno del movimiento, donde se hallan las mejores posibilidades, al menos para quien no se quede en las primeras impresiones. En efecto, si existe un grupo que ha conocido en el curso de su historia una tensión creadora de nuevos comienzos, éste es ciertamente la Orden franciscana. Numerosos signos indican que hoy se le abre un nuevo período de transformaciones y creaciones mucho más exigentes y radicales que en el pasado. Vista desde el interior, la Orden franciscana no parece encontrarse en un momento de pérdida de la vitalidad, sino todo lo contrario. Dos puntos sobre todo parecen estar cargados de promesas y brindar una oportunidad histórica: una nueva visión de Francisco y de sus fuentes; la voluntad de interpretarlas y trasponerlas como exigencias actuales. No faltan investigaciones y ensayos, y si bien no todo en este florecimiento es acierto, una nueva savia recorre el viejo tronco y anuncia, tal vez, la primavera. Así, la presencia de una institución que se ampara en el carisma franciscano no puede silenciarse cuando se plantea la cuestión de la continuidad de dicho carisma hoy. Por otra parte, esta cuestión afecta en primerísimo lugar a esta misma institución, a la que le pide cuentas de su pretensión de ser la depositaria de la memoria del pasado, y también de su dinamismo actual. Revivir la aventura franciscana hoy, corresponde en primer lugar a aquellos que recurren oficialmente a Francisco de Asís y a su Regla; pero esta tarea incumbe también a todos los creyentes, en la medida en que Francisco remite al Evangelio. Donde el carisma franciscano alcanza su plenitud o fracasa, es en cada uno de los cristianos, según que se entregue al Evangelio o lo rechace. III. ¿QUÉ HACE FALTA REVIVIR? Revivir la aventura franciscana. Semejante formulación parece romántica, imprecisa, sin matices. Y efectivamente, son necesarias algunas reflexiones que, dejando el espacio abierto a lo imprevisible del carisma y de la libertad, tracen un límite entre el sueño y la realidad, indiquen el campo de lo posible y determinen el puesto de Francisco en la empresa de la renovación. 1. EL SUEÑO IMPOSIBLE Para evitar decepciones y también escándalos demasiado fáciles, debemos recordar algunas evidencias. Nadie puede revivir el carisma personal de Francisco; éste no pertenece más que a él. La historia no conoce duplicados en tal sentido. Aun extendiendo el carisma al grupo de los primeros años, lo que por otra parte exigen los hechos, hay que reconocer que existe una gracia especial en los orígenes y que el dinamismo, el frescor, la novedad de los comienzos no se reproducen en cada generación. Los arquetipos, so pena de dejar de serlo, son únicos, y precisamente en esto descansa su poder de atracción. Al recordar estas verdades, no se preconiza una mediocridad resignada, sino el sentido de los límites y cierta humildad. Tanto los continuadores del carisma como sus censores deberían tenerlo en cuenta. Por otra parte, es interesante notar que Francisco, en sus escritos dirigidos a los hermanos proponiéndoles la forma evangélica de vivir, no se presenta como modelo (salvo, tal vez, en el Testamento), sino que describe una vida e indica el camino a seguir. La perspectiva de los biógrafos es muy otra: nos esbozan la figura de un héroe, un ejemplo personal a imitar. La diferencia entre ambos (escritos y biógrafos) es con frecuencia grande, si bien es cierto que lo uno se comprende a la luz de lo otro. En cuanto al grupo primitivo, aun siendo indiscutible que su fervor y su compromiso constituyeron el germen privilegiado de la comunidad franciscana de todos los tiempos, no hay que idealizarlo de una manera nostálgica. Según el testimonio de la primera Regla, que incluso ya en sus fragmentos más antiguos reacciona contra los abusos, no iba todo siempre de la mejor manera. Y si Francisco no cesa de afirmar, sin cambiar en ello ni una tilde, los valores que le parecen esenciales, sabe también adaptarlos a las situaciones cambiantes. En 1223, la Orden no es ya lo que era el grupo de doce en 1209; y si bien Francisco sufrió al ver que su obra se despegaba de él y vivía su propia vida, la reconoció siempre como su obra, su proyecto. Otro sueño sería querer seguir literalmente tal o cual prescripción concreta de la Regla (vestido, dinero, etc.), o pretender crear de nuevo la situación tal como existió en los orígenes: nomadismo sin lugar fijo, mendicidad, ruptura casi total con las estructuras de la sociedad, atmósfera pura y simple como la de las Florecillas. Si tales comportamientos en sí mismos son todavía posibles, al menos para los individuos, estamos lejos de tener la seguridad de que su significado sería percibido de la misma manera que lo fue en el siglo XIII. Tener una sola camisa, andar con los pies desnudos, ser vagabundo, no tiene hoy el mismo sentido, si es que tiene alguno. Y permanece siempre abierto el problema de la relación de tales actitudes con el Evangelio y la fe. Dicho esto, guardémonos mucho, sin embargo, de suprimir la tensión, a veces insoportable, entre el ideal y la realidad, que constituye la grandeza del carisma franciscano, lo mantiene en la inquietud y le da su vitalidad. Las expresiones paradójicas y sus realizaciones excepcionales en un momento dado de la historia, permanecen como un llamamiento, un remordimiento, un estimulante. Vivir el descuartizamiento entre el sueño y las posibilidades reales del individuo y del grupo, guardar este sueño en el fondo del corazón, aun sabiendo que, como el horizonte, se aleja sin cesar, forma parte de la exigencia franciscana. 2. EL RETO DEL CARISMA Pero el corazón de esta exigencia está más lejos que la pobreza o la simplicidad de los orígenes. No conviene que aquí los árboles nos oculten el bosque, ni que nos olvidemos de que no hay frutos sin raíces. Ahora bien, lo que más nos interpela hoy en el mensaje de Francisco, si por lo menos no nos quedamos en la superficie, es que se trata de un proyecto cristiano y que nos invita a vivir en profundidad la experiencia de la Fe en Dios y en Jesús. Aunque tal afirmación parezca de una evidencia elemental, nos es necesario descubrirla, quizá por primera vez, y tomarla por fin en serio. Está claro, en todo caso, que para Francisco se encontraba ahí el centro absoluto de la vida que él quería vivir con sus hermanos. Para convencerse de ello, basta repasar, entre otros escritos, los capítulos 17, 22 y 23 de la Regla de 1221, la Carta a todos los fieles, la primera Admonición. En el corazón del proyecto está la voluntad de buscar y de mantener el contacto con Dios, de no dejarse distraer en su búsqueda, de subordinarlo todo a Él. Si en el pasado se podía, tal vez, suponer que este fundamento era cosa adquirida entre los hermanos que se enrolaban en la Orden, aunque Francisco no parece presuponerlo, es evidente que hoy no es ya posible tal cosa. Por el contrario, la conmoción de todas las superestructuras de la fe (doctrinas, ritos, estructuras de la vida eclesiástica o religiosa), así como el hecho de que se ponga hoy en tela de juicio, desde todas partes, la misma fe, obligan a los cristianos de nuestro tiempo a asegurarse, si no de la solidez, sí al menos de la existencia inicial de esta fe. Así es como la exigencia de vivir la fe, expresada con tanta fuerza por Francisco, toma en nuestros días una nueva actualidad. Tal exigencia de fe nos toca en lo más sensible, nos pregunta dónde estamos en el descubrimiento del misterio de Dios, de Cristo, del hombre. El compromiso evangélico, con las expresiones concretas siempre a inventar, no es posible ni puede tener sentido más que a partir de esta raíz. De otra forma, nuestras referencias al Evangelio no serán más que retórica, y nuestras realizaciones, construcciones sobre el vacío. La cuestión de nuestra relación con la Iglesia, en toda su realidad concreta, es otro punto candente. Más aún que la fe en Dios y en Jesús, la Iglesia es la cuestionada, acusada de todos los males, rechazada o por lo menos relegada. También en este campo, el camino que eligió el movimiento franciscano de los orígenes, es para nosotros una indicación. No podemos evitar enfrentarnos con el problema tal como se presenta y tenemos que optar sea por el amor, la comunión lúcida y exigente, sea por el alejamiento y la disolución. La forma en que el proyecto primitivo enfoca las relaciones entre los hermanos y sus contactos con todos los hombres, en otras palabras, la fraternidad franciscana, es igualmente de gran actualidad. En todas partes se siente la necesidad de una verdadera fraternidad que sea el lugar de reconciliación, de amor y de comunión, más amplio que el círculo familiar, demasiado estrecho y que se disgrega. Para aquéllos que se consideran los animados por el carisma de Francisco, éste es el deber más imperioso: crear cada día la comunidad y mantenerla abierta para los demás, hermanos cristianos, hermanos humanos. La existencia de un grupo fraternal en el seno de una sociedad a menudo impersonal, tecnocrática, privada de calor y que amenaza los valores capitales (libertad, personalidad, relaciones interhumanas), es un signo de esperanza y también una salvaguardia necesaria. También en este punto el carisma franciscano tiene una oportunidad única de afirmarse y expansionarse, pues nunca la verdadera fraternidad, el verdadero encuentro del hombre ha sido, al mismo tiempo, tan deseado y tan amenazado. Finalmente, el llamamiento a la pobreza evangélica no puede dejarnos insensibles. Aunque haya que guardarse de sueños y de idealismos; aunque sea cierto que la pobreza es ante todo el reconocimiento por parte del hombre de sus limitaciones, de su necesidad del otro, de Dios; aunque no se puedan recrear artificialmente las situaciones de la Edad Media...; permanece una voz insistente que nos interpela sobre este punto. Posiblemente para responder a ella, es necesario en primer lugar reconocer con lealtad nuestra situación real, a saber, que como grupo no formamos parte del mundo de los pobres. Antes de cualquier juicio, debe constatarse y estudiarse sociológicamente el hecho en sí mismo. A partir de esto, se puede emitir un juicio y reflexionar sobre las nuevas posibilidades, así como emprender nuevas experiencias. Actualmente la Orden vive una especie de experiencia esquizofrénica: por una parte está el ideal del pasado y una retórica de la pobreza; por otra, la situación de hecho, que aun constituyendo una realidad social original, tiene pocos puntos de contacto con la revolución franciscana del siglo XIII. Si la cuestión de la pobreza tiene que resolverse alguna vez, es necesario sin duda comenzar por abrir los ojos a la realidad tal cual es. Sólo entonces, apoyándonos en el Evangelio y conscientes de la complejidad del mundo de hoy, podremos intentar crear formas nuevas de una pobreza religiosa y socialmente significativa. Un último punto concierne a la forma de situarse en nuestros días en el seno de las profundas trasformaciones que afectan a la sociedad y a la Iglesia. El movimiento franciscano de los orígenes fue, en cierto sentido, revolucionario: al romper con el orden establecido de la sociedad civil y eclesiástica, creó un mundo aparte, rayando en la utopía, al margen de la sociedad. Y sin embargo, esta revolución no se hizo contra nadie: no fue una oposición, un juicio de condenación. Francisco quiso ser un hombre de paz, de reconciliación fraterna; insistió en la transformación permanente del mismo hombre, en el cambio del corazón más que en el de las estructuras, mientras realizaba, en lo que le concernía, ambos a la vez. Hoy, la cuestión del compromiso revolucionario se les plantea a muchos de una forma muy concreta. Ante la lentitud de las transformaciones sociales, económicas, religiosas, ¿hay que comprometerse en una lucha, si es preciso violenta, para cambiar las situaciones opresivas y alienantes? Contentarse con reformismos, ¿no es consentir en la injusticia y hacerse cómplice del mal? También aquí la experiencia de Francisco sobrepasa la alternativa. La revolución franciscana (que no es más que una actitud evangélica) concede la primacía a la conversión del corazón como raíz de todo cambio de estructuras. El mal a destruir está, ante todo, en lo más profundo del hombre: una vez hecha esta revolución, pueden surgir nuevas estructuras de libertad y de auténtica vida. Así, pues, el movimiento franciscano pone la mira en el hombre, visto a veces con una lucidez cruel (cf. 1 R 17 y 22), pero siempre amado como hermano. 3. FRANCISCO, ¿UNA COARTADA O UNA LLAMADA? Más que cualquier otro movimiento histórico, el franciscanismo concede un puesto central a la figura de su iniciador: Francisco. Movimiento fuertemente personalizado, es más una presencia humana irradiante que las ideas o comportamientos que propone. Francisco es el punto de unión de cuantos se sienten atraídos por el carisma franciscano. Sus hermanos pueden dividirse en casi todo, pero se encuentran en el lazo que los une a este hombre extraordinario. Más que los textos, es él la fuente de un dinamismo abierto, un llamamiento incesante a lo mejor que tiene en sí mismo. Por eso, es importante reflexionar sobre el lugar que ocupa Francisco en la experiencia que se acoge a él. Puede ocurrir que esta referencia obligada degenere en un culto exagerado a la personalidad. Se puede hacer de Francisco -tentación en la que cayeron ya los primeros biógrafos- un algo absoluto, erigir sus actitudes y comportamientos en modelos intangibles. Esto sería olvidar que Francisco es un ser limitado, tanto por su fragilidad humana como por su inserción en un tiempo histórico. No estaría mal intentar un estudio sobre sus limitaciones y sus puntos débiles; el Francisco que resultaría de tal estudio sería, sin duda, más auténtico, más próximo a nosotros, más fraternal. Esto impediría reunirse en torno a él incondicionalmente, referirse a él como la meta, cuando no es más que un dedo que apunta hacia Jesús y hacia su Evangelio. Todavía es fácil aprovecharse de la simpatía que nos vale su patronazgo y dispensarnos de vivir aquello a que él nos llama. El adjetivo «franciscano» es un título honorífico; basta llevarlo para atraernos la benevolencia. Aun cuando individualmente y como grupo no somos de gran peso, sin embargo, a causa de Francisco y del amor que se le tiene, se pasa por alto nuestra mediocridad, para ver aún en nosotros a los herederos de su carisma. En tal caso, estamos viviendo de sus rentas, como ya lo advirtió Francisco en una de sus admoniciones: «Los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6,3). La actitud justa con respecto a Francisco estará constituida por una admiración que sabe permanecer crítica, que discierne entre lo absoluto y lo relativo de su vida y de su testimonio, entre su carisma personal y el proyecto evangélico propuesto a los hermanos. Es heredero suyo quien toma en serio el Evangelio, y el Evangelio no es, desde luego, su vida ni sus escritos, sino el mensaje de Jesús que la comunidad creyente trasmite e interpreta. Cuando se toma a Francisco como guía y fuente de inspiración, él nos remite a Aquél que es el centro de su experiencia y de su compromiso: Dios que se revela en Jesús. Como verdadero maestro, lanza a sus discípulos a la aventura que cada uno será el único en vivir. Les repite lo que, moribundo, dijo a sus hermanos: «Yo he concluido mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra» (2 Cel 214). Su cometido consiste en quedarse a un lado, para introducir a sus hermanos hacia Aquél que es el solo Santo. * * * Revivir hoy la aventura franciscana no es otra cosa que acoger con seriedad la llamada a la fe que nos llega del Evangelio. Abrirse al misterio de Dios y del hombre tal cual se revela en Jesús de Nazaret; construir la propia vida y obra sobre esta experiencia; mantenerse firme pese al fracaso de la vida y de la muerte, por razón del futuro abierto para siempre; y todo ello, en comunidad fraterna, tal es la tarea que nos aguarda. Una vida y una voz nos interpelan para que emprendamos esta tarea, para que nos lancemos a esta aventura. Francisco y sus primeros hermanos nos muestran lo que sucede a los hombres que se dejan asir por la fuerza del Evangelio. [Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 9 (1974) 276-286] |
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