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DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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Se les suele llamar ordinariamente «franciscanos». Y está bien, si son capaces de comprender lo que de ellos se espera al aplicarles tal apelativo: que perpetúen en la Iglesia la presencia maravillosa de san Francisco. No olvidemos, sin embargo, el nombre tan expresivo que Francisco mismo escogió para ellos como síntesis de su ideal. Celano nos recuerda las circunstancias de este suceso: «Fue Francisco efectivamente quien fundó la Orden de los Hermanos Menores y quien le impuso ese nombre en las circunstancias que a continuación se refieren: se decía en la Regla: "Y sean menores"; cierto día, al escuchar esas palabras, en aquel preciso momento exclamó: "Quiero que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores"» De hecho, la Regla, debido a una reelaboración posterior, contiene estas palabras: «Y ninguno se llame prior, sino todos sin excepción llámense Hermanos Menores» (1 R 6,3). «¿Menores?». Creemos comprenderlo. «Pequeños». «Pobres». Sí, ciertamente. ¿Pero no habrá algo más ahí? Debemos desconfiar de la aparente banalidad de Francisco; bajo ella se encubre de ordinario la más grande riqueza teológica. Para comprender bien la palabra «menor», sería prudente preguntarnos de dónde la tomó Francisco y qué significa en su contexto originario. En la Regla de 1221, que consagra oficialmente este nombre, el adjetivo «menor» aparece dos veces (1 R 5,12 y 7,2). La primera es una cita, y no podía Francisco indicarnos con mayor claridad la fuente de donde la tomó: «Y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor (sicut minor)» (1 R 5,12; cf. Mt 23,11 y Lc 22,26). Que la palabra «menor» venga del Evangelio, no es como para sorprenderse. Pero, ¿no sería muy esclarecedor poder precisar, tras examen, que proviene del capítulo 22 de san Lucas, en el contexto de la Institución de la Eucaristía y de la despedida de Jesús a sus discípulos el Jueves Santo por la noche? Ya hemos prevenido antes que conviene desconfiar de Francisco. Buscó el nombre de sus Hermanos en el mismo corazón de Cristo; en este corazón que el Señor abre de par en par a los suyos en la intimidad de la última Cena. LA HORA DE JESÚS
Este inicio grandioso del capítulo 13 del Evangelio de san Juan señala una nueva sección del libro, la correspondiente a uno de los instantes cruciales de la vida de Jesús. La solemnidad del estilo indica que nos encontramos ante un momento capital, en el punto de convergencia de los grandes temas del Evangelio joaneo: el designio del Padre, la misión del Hijo, la hora del Paso y de la plenitud del Amor. De hecho, estamos en la noche de la Cena, primer acto de la Pasión redentora. En la intimidad de la última comida que Jesús toma con los suyos antes de la separación dramática, el Maestro va a dejar a sus discípulos las últimas consignas, va a confiarles sus más preciosas confidencias, al mismo tiempo que se entrega a ellos en la Eucaristía. Es precisamente en este momento privilegiado y en este contexto excepcional donde se desenvuelve la humilde escena del lavatorio de los pies. EL TESTAMENTO DEL SEÑOR Conocemos el episodio. ¿Pero no minimizamos tal vez su alcance? ¿No nos vemos tentados de considerarlo trivial, fuera de lugar, incluso raro? O bien, ¿no vemos en él sólo un ejemplo edificante de humildad, una lección entre tantas otras...? La importancia que le confiere san Juan da un mentís a tal interpretación, lo mismo que la veneración de la Iglesia que lo ha tomado como Evangelio de la única Misa solemne del Jueves Santo, y nos invita, desde la liturgia renovada por Pío XII, a evocar simbólicamente su recuerdo en el transcurso mismo del Sacrificio. A decir verdad, no se trata de una escena entre tantas, es el Ejemplo por excelencia, la Imagen que el Señor, en el transcurso de la última comida de despedida, ha querido dejar de sí mismo para siempre a sus discípulos: el Testamento del Señor. Como si quisiera grabar en una imagen motriz las consignas de sus últimos discursos (Jn 14-17), Jesús ofrece a los suyos una parábola viviente, una imagen que adquiere en dicha coyuntura un relieve tan sobrecogedor que no podrán ya olvidarla nunca. Si tal es la importancia de este episodio, podría quizá sorprender que los Evangelios sinópticos no la refieran en su relato de la última Cena. La respuesta parece ser sin duda que, en ese momento de inagotable densidad, están ocupados por entero en la institución de la Eucaristía, preludio de la Pasión. ¿No ha querido expresamente san Juan completarlos, reemplazando el relato directo del banquete eucarístico (hacia el cual, sin embargo, converge todo su Evangelio) por la evocación del lavatorio de los pies y del discurso después de la Cena, que son como los armónicos del mismo y su más vivo comentario? Por lo demás, en el relato de la Cena según san Lucas (22,24-27) hay una referencia patente al lavatorio de los pies: al responder a una pregunta sobre la verdadera grandeza, Jesús da la misma lección de humildad. Termina con estas palabras en las cuales parece leerse una alusión clarísima a la escena referida por Juan en el capítulo 13: «¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Los textos paralelos de Mateo (20,25-27) y de Marcos (10,42-44) se encuentran situados en otro contexto. Pero en ellos encontramos las mismas lecciones que en la escena del lavatorio do los pies referida por Juan. Estos distintos textos se esclarecen mutuamente. Deben ser leídos y comentados conjuntamente. Cada uno a su manera nos da el mismo mandamiento nuevo, sacado de la actitud del Señor, y que debe convertirse en la ley de los discípulos de Cristo. UN MANDAMIENTO NUEVO Lo que primeramente llama la atención en la escena del lavatorio de los pies es su aspecto insólito, paradójico: el contraste sobrecogedor -y querido- entre la situación del Señor y su comportamiento. La estructura misma del Evangelio de san Juan subraya la oposición; las frases solemnes de los primeros versículos mal sirven de introducción al humilde episodio y nos dejan decepcionados. Lo que experimentaron los apóstoles y lo que, con su franqueza, expresa violentamente Pedro en nombre de todos: «¡Tú, Señor, lavarme los pies a mí!», ¿no es precisamente asombro, teñido de desaprobación? El papel que aquí representa Pedro parece sumamente importante. No basta con declarar condescendientemente que en definitiva este bravo Simón es torpe y no comprende nada. No nos engañemos. Pedro nos representa aquí a todos. Expresa nuestra forma de ver, nuestra manera humana de juzgar, nuestra incomprensión profunda de los designios de Dios. La intervención de Pedro subraya de forma asombrosa la incompatibilidad total existente entre el espíritu del mundo y el Espíritu de Dios. «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde» (Jn 13,7). Y esta respuesta recuerda una amonestación precedente de Jesús a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23). La reacción humana de Pedro sirve aquí al plan del Señor subrayando violentamente la novedad total de su actitud. Jesús mismo se complace por lo demás en acusar el aspecto insólito de la situación: «Vosotros me llamáis 'el Maestro' y 'el Señor', y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies...» (Jn 13,14). El mismo encarecimiento aparece en los sinópticos: «Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve» (Lc 22,25-26; cf. Mt 20,25-26; Mc 10,42ss). En la noche de la Cena, Jesús tiene conciencia de introducir definitivamente a sus discípulos en un camino radicalmente opuesto al espíritu del mundo, un camino completamente nuevo. Ha esperado hasta el último momento para revelar a los suyos, en toda su crudeza, el mensaje evangélico, esa inversión total de la manera de concebir el sentido de la vida. Las nociones humanas más sólidas vacilan súbitamente por su base: «Maestro», «Señor», «los reyes de las naciones», «los que ejercen el poder», «el mayor»..., todo esto es puesto brutalmente en tela de juicio por el comportamiento escandaloso de Jesús: «¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Es un orden de valores completamente nuevo el que proclama el Señor; y los apóstoles, por muy preparados que estén para descartar un mesianismo humano, pierden pie y se resisten. Se trata verdaderamente de un vuelco total; el sentido mismo de la vida entera queda colgado de un interrogante, trastocado de arriba abajo; a partir de ahora, no se trata ya de subir, sino de descender; no de ser servido, sino de servir; no de buscarse a sí mismo, sino de darse. En una palabra: la vocación del hombre es AMAR. La actitud del Señor, que asume de repente el papel humilde del esclavo, proclama la revolución evangélica que Él sintetiza en esta fórmula lapidaria: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). EL SERVIDOR DE SUS HERMANOS «Como yo os he amado...». Jesús ofrece en su persona la primera imagen de esta inversión que Él proclama. Se presenta como el prototipo de esta humanidad nueva, invitada al amor. Él, el Hijo de Dios, en la plena manifestación de su amor a los suyos, se muestra a ellos, en la noche de la Cena, bajo los rasgos humildes del esclavo que les lava los pies. Es necesario captar la verdad profunda de esta escena. Los Evangelios no nos refieren ninguna otra circunstancia en la que Jesús haya lavado los pies de sus discípulos. Se trata pues de un episodio excepcional, y no es en modo alguno una comedia a la cual se presta Jesús durante algunos minutos. Jesús sabe que lavando los pies de sus apóstoles traduce la verdadera situación, manifiesta el fondo de su corazón: expresa en gestos exteriores su actitud permanente. Con un ejemplo asombroso, Jesús quiere que sus discípulos palpen las disposiciones que Él ha alimentado constantemente hacia ellos. A lo largo de toda su vida pública, y no sólo durante esta última comida, Jesús se comportó como su servidor: «Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). En los textos paralelos de Mateo y de Marcos no se encuentra referencia alguna a la escena concreta del lavatorio de los pies, pero la lección que da Jesús se apoya en la orientación general de su vida: «... de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28). El episodio particular se difumina tras una imagen general de Jesús, servidor de sus hermanos. Parece que con esta imagen se nos introduce verdaderamente en el corazón del misterio de Cristo. ¿No dibuja san Pablo este mismo retrato en el célebre pasaje de la Carta a los Filipenses: «Él, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz»? (Flp 2,6-8). ¿Cómo no evocar, con ocasión de este texto, la imagen del Mesías que nos presentan los «Cantos del Siervo de Yahveh» en el libro de Isaías (42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53), imagen en la cual la primera comunidad reconoció sin dificultades a Jesús? (cf. Hch 8, 32-35; Mt 12,18-21; Jn 1,36). Ciertamente aquí se trata de un Mesías «Siervo de Yahveh», pero a la vez «Siervo de sus hermanos», plenamente consagrado a animar a los abatidos y llevar la luz hasta las extremidades de la tierra; llegando, en el cumplimiento de su misión, no sólo a soportar las pruebas, sino incluso hasta la ofrenda voluntaria de sí mismo en un sacrificio propiciatorio (Is 53,4.5.10.11):
¿Podría imaginarse un anuncio más exacto de la misión redentora de Cristo? ¿No quiere referirse Jesús a esta profecía del «Mesías-Servidor humillado» cuando declara, en uno de los textos que estamos examinando (Mt 20,28), que el Hijo del hombre ha venido «a servir y a dar su vida en rescate por muchos»? Jesús se presenta verdaderamente como el «Siervo» anunciado por Isaías. En él ve expresada la esencia misma de su Misión. La escena del lavatorio de los pies, aproximada a esta visión esencial del Mesías, alcanza toda su significación y toda su verdad. Como una parábola viva, nos revela el alma de Cristo. En verdad, Cristo nunca fue más Él mismo que en este episodio singular. Así como también, en este episodio se encuentra la Imagen expresiva que Él quiso dejar de sí en Testamento a los suyos en el momento de la separación: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). LA LEY DEL CRISTIANO Pero esta imagen que Jesús dejaba a los suyos era menos un recuerdo que una consigna, una palabra de orden, un mandamiento: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15). Jesús deduce de su propia actitud la Ley que debe regir a sus discípulos. «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13,14). «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,26-28). La Imagen de Cristo-Siervo, perfectamente evocada en la escena del lavatorio de los pies, proporciona en verdad la clave de la existencia cristiana. Resume el mandamiento nuevo que el Señor entrega a los suyos como «su» mandamiento y la única Ley de sus discípulos. «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12; cf. 15,17). Contrariamente al espíritu del mundo, que busca el triunfo, el goce, el dominio, el cristiano debe ser un hombre polarizado enteramente, por el don de sí propio, en el humilde servicio a sus hermanos; un hombre que, en todas las circunstancias y situaciones, se considera y actúa como el servidor de los demás. He aquí lo que constituía precisamente el secreto del alma de Jesús, y de su misión, el resorte de su actitud filial, la esencia misma del mensaje que venía a traer de parte de Dios-Amor, el Ejemplo por excelencia y el Testamento supremo que dejó a los suyos: «Amaos». QUE SEAN MENORES Esta herencia fue al parecer lo que Francisco quiso recoger en el apelativo «Hermanos Menores». La misma palabra «menores» proviene, con toda verosimilitud, del texto de Lc 22,26, que Francisco copió en su Regla de 1221 (1 R 5,12): «Y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor (sicut minor)». Este mismo texto aparece citado en la Carta que Francisco dirige a todos los fieles (cf. 2CtaF 42). Igualmente, gusta citar los textos paralelos de Mateo y Marcos. La frase «Yo no he venido a ser servido, sino a servir» aparece citada tres veces (Adm 4,1; 1 R 4,6 y 5,12). Es interesante constatar que, en el mismo momento, la imagen del lavatorio de los pies ha impresionado a Francisco. El mismo la emplea en diversas ocasiones (Adm 4,2; 1 R 6,4; cf. Adm 20). Leamos por ejemplo la Admonición 4:
Una lectura superficial podría hacernos ver en esta comparación de «lavar los pies» sólo un ejemplo trivial. Creo que el estudio hecho nos invita a reconocer en ella una alusión muy clara al lavatorio de los pies del Jueves Santo. Al aproximar Mt 20,28, a Juan 13, san Francisco encuentra instintivamente el lazo de los dos textos que están en efecto unidos como el ejemplo y la lección que lo acompaña; de paso, este hombre «simple» nos da una lección de exégesis. Francisco captó con acierto la importancia capital de la escena del lavatorio de los pies y su lección: ve en ella el Testamento del Señor, y lo acepta, humildemente pero con fervor, para sí y para sus hermanos. El nos lo dice explícitamente, a mi entender, en el capítulo 6,3-4 de la primera Regla: «Todos sin excepción llámense hermanos menores», escribe. Y añade inmediatamente, a modo de comentario, esta frase reveladora: «Y el uno lave los pies del otro (cf. Jn 13,14)». Para siempre, el Hermano Menor es el hombre del lavatorio de los pies en la noche de la Cena. En estas perspectivas, el nombre de «Hermano Menor» alcanza toda su significación. En él habíamos visto sólo una idea de pobreza. Se encuentra contenida en él, ciertamente. El «menor» es el pequeño, el último, el que se encuentra entre los insignificantes, los miserables, en la cola. Pero contiene también, indisolublemente, una idea de caridad y, por ello, la noción misma de pobreza franciscana adquiere sus verdaderas dimensiones: el «menor» es el servidor, el que se abaja por debajo de los otros PARA SERVIRLES; su pobreza es la expresión de su amor. Totalmente pobre, porque totalmente hermano. Lisa y llanamente, «Hermano Menor». Y Francisco tiene conciencia de llegar así a la imitación esencial de Cristo. Sabe que el Señor fue verdaderamente el «Servidor Pobre». Ha penetrado en la intimidad del Jueves Santo y de la Eucaristía. Ha comprendido la significación inagotable de la escena del lavatorio de los pies y recoge piadosamente este Testamento del Señor. «Por la caridad del espíritu, sírvanse y obedézcanse voluntariamente los unos a los otros. Esta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,14-15). En el nombre que dio a sus hermanos, Francisco expresó todo su ideal de fidelidad a Cristo. Sólo refiriéndolo al Señor, «servidor de Dios y de sus hermanos», puede desvelar este nombre toda su riqueza. Tal vez el nombre de «menor» no tenga más cabal comentario que ciertos pasajes de los Cantos de Isaías (53,2-4):
Misterio de pobreza, ciertamente, pero en el corazón de un misterio de amor. El Hermano Menor soñado por Francisco es el hombre que, a ejemplo de Cristo Jesús, se hace, en la humildad de la tarea diaria, EL SERVIDOR DE SUS HERMANOS. [Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, núm. 12 (1975) 274-280] |
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