DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


LA POBREZA FRANCISCANA AYER Y HOY

por Brendan O'Mahony, OFMCap

 

[Título original: Franciscan poverty yesterday and today, en Laurentianum 10 (1969) 37-64]

La Iglesia, a través del Concilio Vaticano II, ha invitado a todos los religiosos a una gran tarea de renovación y adaptación. Las órdenes y congregaciones religiosas están respondiendo a esta llamada, estudiando las fuentes e inspiración de su vida y adaptándola a las necesidades presentes de la Iglesia. El mismo Concilio, en su Decreto sobre la renovación de la vida religiosa (PC 2), señaló dos líneas maestras para llevar a cabo esta tarea: «La vuelta constante a las fuentes de toda vida cristiana y a la primigenia inspiración de los institutos, y la adaptación de los mismos a las cambiadas condiciones de nuestro tiempo». Guiados, pues, por el espíritu del Vaticano II emprendemos esta revisión del fundamento de nuestra vida franciscana, la pobreza. Dirigiremos la atención, en primer lugar, a las fuentes de toda vida cristiana; luego, al espíritu de nuestro Fundador; finalmente, investigaremos las posibilidades de adaptar aquel ideal de pobreza a las condiciones del siglo XX.

La importancia de la pobreza en la mente de san Francisco puede deducirse de estas palabras del Santo, referidas por san Buenaventura: «Decía que esta virtud es el fundamento de la Orden, sobre el cual se apoya primordialmente toda la estructura de la Religión; pero, si se resquebrajara la base de la pobreza, sería totalmente destruido el edificio de la Orden» (LM 7,2). No cabe la menor duda de que en la mente del Fundador la pobreza era la piedra angular de la forma de vida franciscana. Una vida pobre, vivida en el seguimiento de la pobreza de Cristo y de sus Apóstoles, fue el carisma peculiar que Francisco trajo a la vida de la Iglesia en su tiempo. Francisco no consideraba la pobreza como una disciplina ascética, sino, paradójicamente, como una posesión gratificante. Se gozaba en la pobreza como en una presencia deliciosa, mientras otros la consideraban una ausencia dolorosa. Celano escribe que Francisco «enseñaba a sus hijos que la pobreza es el camino de la perfección, la prenda y arras de las riquezas eternas. Nadie ha ansiado tanto el oro como Francisco la pobreza; nadie ha puesto tantos cuidados en guardar sus tesoros como él en guardar esta margarita evangélica» (2 Cel 55).

Lo que Francisco escribió y dijo no eran meramente palabras suyas propias, sino palabras del Espíritu en él, y palabra de Dios para nosotros sus seguidores. Esto lo evidencian sus esfuerzos al escribir la Regla primitiva, que es poco más que una serie de textos evangélicos enlazados entre sí. Y su Regla de 1221 comienza así: «Esta es la vida del Evangelio de Jesucristo...» (1 R Pról 2). El joven Francisco era profundamente consciente de que estaba capitaneando pura y simplemente la vida del Evangelio. Su Regla definitiva consistió sencillamente en la adaptación al ambiente social y cultural de su tiempo del ideal de un Evangelio que es independiente del tiempo en cuanto a su pertenencia. Esta es la razón por la que Francisco sobrevive y la que explica la proyección que alcanza, aun en nuestro tiempo, trascendiendo la historia. A través de él nos habla el Espíritu.

Por otro lado, hay que insistir en que Francisco fue un hombre muy de su época. No fue un carismático caído del cielo en medio de una situación que le era totalmente extraña. Para entender a Francisco, hemos de entender su situación. Hemos de insertarlo en la historia viva de su tiempo. Francisco fue un «hombre de todos los tiempos porque fue ante todo un hombre de su tiempo» (C. McCreary). Es significativo, por ejemplo, que en tiempo de Francisco hubiera otros movimientos, grupos reformistas, sectas laicas principalmente, desorganizadas o muy poco organizadas. Estaban los Humillados y los Pobres Católicos, en el lado ortodoxo; los Albigenses y los Valdenses, entre los heterodoxos. La reforma de la Iglesia era algo que estaba muy en el ambiente de entonces; y todos los grupos reformistas subrayan la pobreza, la predicación de la penitencia, la vida comunitaria y la austeridad personal. La Iglesia insistía en que Francisco se organizara y se sometiera a su aprobación. El Papa Inocencio III insistió en que Francisco y sus compañeros se hicieran clérigos de la Iglesia y dio la tonsura a los doce primeros cuando estuvieron en Roma para obtener la aprobación de su forma de vida.

Hoy no es popular mirar al pasado. Pero necesitamos hacerlo para establecer nuestra identidad, para saber quiénes somos, para tener el sentido de nuestra historia. Porque, así como la identidad del individuo está determinada por su historia personal, así también la identidad de la Orden está determinada por su historia. No se nos pide que volvamos la mirada nostálgicamente al siglo XIII, como a una edad de oro. Ni tampoco se nos llama a la imitación física de Francisco al estilo de Juan el Simple, uno de sus primeros compañeros. No hemos sido llamados a repetir la historia, sino a vivir nuestra propia historia en el siglo XX. Sin embargo, para hacer esto con autenticidad, debemos conocer la mente y el espíritu de nuestro Fundador.

Ya que san Francisco pretendió que su proyecto fuese una forma de vida según el santo Evangelio, es lógico que demos, en primer lugar, una rápida mirada al concepto bíblico de la pobreza, que es normativa para toda vida religiosa.

G. Doré: El Sermón de la Montaña

I. EL CONCEPTO BÍBLICO DE LA POBREZA

El tema central del mensaje de Cristo fue la llegada real, en su persona, del Reino de Dios y la necesidad para todos los hombres de hacer penitencia (Mc 1,15). Ante la presencia de esta realidad salvífica, el hombre es conminado a tomar una decisión, a convertirse (metanoia), a un cambio resuelto, radical y permanente de su corazón. Esto lo expresa positivamente la fe. Pero Cristo, además, llamó a los hombres a seguirle, a ser sus discípulos. La decisión de aceptar esta invitación implica exigencias profundas (cf. Lc 5,11; Mc 10,28; Lc 14,26; etc.), porque el Reino es tal que, para alcanzarlo, el hombre ha de vender todo lo que tiene (Mt 13,45). Aquí es donde tenemos que situar las enseñanzas de Cristo sobre la pobreza voluntaria a causa del Reino.

Con esto no queremos sugerir que Cristo predicó una especie de moralidad a dos niveles, una moralidad de perfección para los elegidos y un ideal inferior para las masas.[1] Todos los cristianos están llamados a la perfección y todos están llamados a practicar la pobreza evangélica. La pobreza, de hecho, es una dimensión intrínseca de la respuesta del hombre al «kerigma», a la proclamación de la Palabra; es una dimensión intrínseca de la vida cristiana como tal. Más aún, es el prerrequisito para escuchar las llamadas. La pobreza es la apertura del hombre a la revelación de Dios en Cristo. Tal es la importancia de la pobreza en la vida cristiana en general.

Para comunicar su mensaje, Cristo se vio obligado a expresarse en el lenguaje de sus oyentes judíos. Sus enseñanzas pueden entenderse mejor si clarificamos qué significaba la pobreza para su auditorio.

EL ANTIGUO TESTAMENTO

El A.T. tiene unas seis palabras básicas para designar al pobre, que podrían traducirse por «mendigo», «débil», «dependiente», «oprimido», pobre en sentido social y pobre en un sentido más religioso del término. La pobreza es primeramente una condición social del pueblo de Israel. Esta condición social fue interpretada de diferentes maneras en las diversas etapas de la historia de Israel: primero, como un castigo por el mal; como un escándalo, cuando es causada por la injusticia del hombre o por la simple adversidad; finalmente, como un ideal, en Sofonías (que escribe hacia el año 640 a. C.).

La nota dominante en el concepto bíblico de la pobreza del A.T. está expresada por los anawim, palabra que traducida literalmente significa los «abajados» y «afligidos». Sin embargo, no se refiere simplemente a una situación económica o social, sino también a una disposición interior o actitud espiritual (Léon-Dufour: Vocabulario de teología bíblica, s. v. «Pobre»). Es una combinación de temor y de confianza en relación a Dios. Los profetas fueron los defensores de los pobres y de los oprimidos, y uno de los cometidos del Mesías sería defender los derechos de los desamparados y de los pobres (cf. Job 24,2-12; Is 11,4; Sal 72,2s). La desventura del pobre le da un título especial para el amor de Dios.

Con el libro del Eclesiástico (hacia 190-180 a. C.) se produce un nuevo desarrollo: mientras en Sofonías el concepto de pobreza se basaba en la condición real del pueblo, con el Eclesiástico tal concepto se vuelve totalmente interiorizado. Ahora designa sólo una actitud interior, característica de la respuesta del hombre bíblico a Dios (una combinación de temor y de confianza).

A medida que nos acercamos al tiempo de Cristo, se va perfilando una etapa final de desarrollo en la que el concepto de un «resto fiel» (ya evidente en los Salmos) adquiere mayor importancia. Se da asimismo una progresiva toma de conciencia de la supervivencia después de la muerte (hacia finales del siglo II a. C.) y encontramos a los esenios que llevan una vida de pobreza voluntaria, teniendo la propiedad en común, como signo de la comunidad escatológica, el «resto fiel» del Pueblo de Dios.

Para Israel, pues, en tiempo de Cristo, el Pueblo de Dios era el «resto fiel», pobre tanto económica como espiritualmente, humilde y confiado en Dios, que esperaba un Salvador, el cual era concebido como un Siervo cargado de sufrimientos. Esto nos proporciona la ambientación real para comprender las enseñanzas del Nuevo Testamento acerca de la pobreza.

EL NUEVO TESTAMENTO

Los «pobres de espíritu» de las bienaventuranzas (Mt 5,3) son los herederos de los anawim. Al comenzar su discurso inaugural, el sermón de la montaña, con la bienaventuranza relativa a los pobres, Cristo quiso que los pobres fueran reconocidos como los herederos privilegiados del Reino que proclamaba (cf. Léon-Dufour: Ibíd.). Mateo, en su narración, acentúa la pobreza como una actitud espiritual: «Dichosos los pobres de espíritu...», esto es, son dichosos aquellos que tienen un desapego interior de los bienes temporales, poseídos o no; y que son conscientes de su propia miseria personal y de su dependencia de la ayuda de Dios. Hay una notable diferencia entre Mateo (5,3) y Lucas (6,20). Lucas, en su narración, acentúa el valor de la pobreza efectiva o pobreza de hecho, en la medida en que ésta es el signo del desapego interior y también el medio para el mismo. «Dichosos vosotros los pobres » (Lc 6,20). La pobreza real es un camino privilegiado hacia el Reino. Los comentaristas (J. Dupont, A. George, A. Gelin) están de acuerdo en que Lucas materializa la pobreza de la bienaventuranza, mientras que Mateo conserva el sentido original.

Para Mateo, el viejo legalismo ha quedado superado; la Ley se interioriza; los cristianos son llamados a la «perfección», a una forma de vida. La perfección es la obediencia radical a la voluntad de Dios tal y como es revelada por Cristo. Esta obediencia es exigida a todos, no a una élite. Tal obediencia está animada por un dinamismo interior del creyente que trasciende la simple observancia escrupulosa de la ley. En esta línea, Mateo formula 1a primera bienaventuranza: «Dichosos los pobres de espíritu».

Una interpretación de la primera bienaventuranza, común entre los Padres de la Iglesia y preferida por exégetas autorizados como J. Dupont, sostiene que el «pobres de espíritu» no se refiere aquí en absoluto a la cuestión de la riqueza o de la pobreza material, sino que es una expresión semítica que significa humildad y mansedumbre. Un texto de Qumram apoya esta interpretación.[2] Y si bien el evangelio de Mateo no está escrito en hebreo, participa de los comunes esquemas mentales semitas. También es Mateo el único evangelista que recoge el logion de Cristo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Podemos concluir casi con certeza que el «pobres de espíritu» de Mt 5,3, no se refiere al pobre o rico de hecho, ni a una categoría social particular, sino más bien a la humildad y mansedumbre que contienen las actitudes espirituales fundamentales del verdadero seguidor de Cristo.[3]

El N.T. no presenta la pobreza como una obra de libre devoción para mayor abundamiento. La pobreza no es una cuestión opcional, cuya práctica dependa de la voluntad de cada cristiano. Cae dentro del campo de las exigencias fundamentales de la perfección cristiana ordinaria, y no es terreno reservado exclusivamente para la vida religiosa.[4] No parece que haya en el Evangelio fundamento para la distinción tradicionalmente aceptada entre precepto y consejo de pobreza. Esto no significa que no haya en el Evangelio fundamento para la práctica de la pobreza tal como se encuentra hoy en la vida religiosa (cf. Lumen gentium 43); pero sí significa que no podemos, sobre la base del N.T., fijar límites definidos más allá de los cuales un cristiano no está obligado a ir.

EL JOVEN RICO

El fundamento del enfoque tradicional del consejo especial de pobreza es el relato del hombre (joven) rico, que se encuentra en los tres sinópticos. Marcos (10,17-22) ofrece la narración original, reelaborada por Mateo y por Lucas.[5] En el versículo 17 se lee: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Mc 10,17). No necesitamos imaginar que esto se refiere a un cierto estado especial del que otros son excluidos, o a medios superiores para alcanzar la vida eterna. El interlocutor de Cristo le pide un resumen jurídico de la Ley, hecho por un Rabino competente (como en Lc 10,25, o en Mc 12,28). Este tipo de preguntas era familiar. Se pedía la opinión del maestro sobre lo que constituye el núcleo central de la Ley o sobre los medios más seguros para alcanzar la vida futura de bienaventuranza. La respuesta de Jesús está tomada de la Torah, una selección de mandamientos referentes al bien del prójimo (Mc 10,19). Cuando el interlocutor le contesta que ya ha observado todo eso desde su juventud, Jesús no le contradice, sino que le señala que todavía le falta algo más: «Vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme» (Mc 10,21). La condición para el discipulado o el seguimiento de Cristo era, en este caso particular, la renuncia a las riquezas terrenas. Este es el único lugar del Evangelio en el que Jesús une explícitamente su llamada a seguirle con la renuncia a los propios bienes (implícito en Mt 8,20). El «tesoro en el cielo» es exactamente lo mismo que «la vida eterna» que buscaba el joven rico; de ahí, su «tristeza» al alejarse. Había preguntado por el camino para el cielo y, al contestar que éste implicaba para él mucho más que la simple observancia de la Ley, concretamente, abandonar su fortuna, se alejó triste. Este era el camino de la salvación para él. Comprometió su proyecto de alcanzar la vida eterna por su amor a las riquezas. El peso de lo que se dice en los versículos siguientes (23-31) estriba en que es difícil para cualquiera entrar en el Reino, pero lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios, es decir, a condición de que el hombre escuche la llamada de Dios. El mensaje es claro: las riquezas son en efecto un impedimento para responder a la invitación de Cristo.

Cuando Marcos escribe su relato, el discipulado, la condición de discípulo y seguidor de Cristo, resulta ininteligible si se expresa únicamente en términos de una llamada especial a un individuo de entre todos los cristianos, aunque pueda concernir directamente, uno a uno, a todos ellos. Marcos no quiere enseñar que la renuncia a todos los bienes es una condición sine que non para entrar en el Reino. Por otro lado, la respuesta de Cristo al joven rico no era facultativa para él, no le dejaba al interlocutor ninguna otra opción. El radicalismo del acontecimiento histórico narrado por Marcos se puede aplicar sólo imperfectamente a la situación de la totalidad de los cristianos, aunque les concierna directamente a todos ellos. Marcos, por así decirlo, cargó las tintas al transmitir el mensaje. El radicalismo del v. 21 se interpreta tal vez mejor en el contexto de la expectativa escatológica de la Iglesia primitiva con respecto a un inminente Reino futuro.

Al mismo tiempo, no deberíamos reducir el contenido de este versículo de suerte que significara una pobreza puramente espiritual, o haciéndolo aplicable sólo a un grupo selecto dentro de la Iglesia. El desapego de las riquezas exigido para entrar en el Reino no puede ser puramente espiritual; ni es la invitación al desapego dirigida exclusivamente a los religiosos. La llamada al discipulado no se hace a un grupo selecto de la Iglesia y las exigencias formuladas por Cristo durante su vida a un grupo, se transfirieron, después de la Resurrección, a todos los fieles. En los Hechos, por ejemplo, encontramos que «discípulo» ha llegado a convertirse en el término general para designar a un cristiano (Hch 6,21).

RESUMEN

Es tiempo de formularnos de nuevo la pregunta del principio: cuáles son las enseñanzas de las fuentes de la fe sobre el lugar de la pobreza en la vida cristiana. Una cosa es clara: no se encuentra en el N.T. un concepto unívoco de pobreza. La pobreza no es un valor moral formulado en abstracto, cuyo significado para la vida cristiana se presenta exento de ambigüedades. Es una realidad compleja y matizada. Podríamos reunir los varios filones de las enseñanzas del N.T. sobre la pobreza en los siguientes puntos:

1) La vida de pobreza es una dimensión de la vida cristiana como tal y no meramente un consejo de perfección para los religiosos. Pablo VI, comentando el mensaje evangélico de la pobreza, afirma: «El plan salvífico de Dios está dirigido a todos los hombres desprendidos de los bienes terrenales. La pobreza es un elemento constitutivo en el plan de la religión cristiana» (En la audiencia general del 2-X-1968).

2) La pobreza es un testimonio de valor transcendente del Reino. En esto radica su contenido escatológico.

3) La pobreza cristiana, a diferencia de la pobreza que muchas religiones conciben como una práctica ascética, está íntimamente conectada con el misterio del pecado y con la redención operada por un Mesías pobre, por un Siervo cargado de sufrimientos. La práctica de la pobreza de los cristianos está inspirada en una cierta identificación mística con el destino de Cristo en el misterio de su anonadamiento (Flp c. 2) mediante su Encarnación y Pasión. La pobreza es una kenosis (un anonadamiento), un vaciamiento de sí mismo. La pobreza libera al hombre de todo obstáculo y crea en él un vacío en el que Dios puede derramar su gracia libre y copiosamente.

4) La pobreza del propio Cristo, es decir, su total disponibilidad a la voluntad del Padre, constituye una revelación hecha al hombre de su propio misterio, el misterio del hombre. El hombre, en cuanto criatura, es un don para el mismo hombre. No tiene ni es nada que no haya recibido. Y desde el momento en que, por la gracia, tiene un nuevo y sublime destino, es doblemente un don para sí mismo. La toma de conciencia de esta pobreza total (ontológica) ante Dios debería inspirar en él una profunda humildad. Aquí encontramos la idea de pobreza del Antiguo y del Nuevo Testamento como mansedumbre y humildad; es el espíritu de la primera bienaventuranza, la disposición fundamental de los anawim, los «pobres de Yahveh», que encuentra su más completa expresión en el Magníficat de María.

5) La pobreza evangélica implica también la idea de renuncia a causa del Reino, como en el celibato. En este sentido, la pobreza «promueve la disponibilidad radical para el Reino de Dios, no porque haya valor alguno en la mera carencia de propiedad como tal, o en la simplicidad y contentamiento burgués. Cristo no la mira como el modo de vida de una comunidad, sino como la manera de hacer posible la actividad misionera» (K. Rahner).

6) La Escritura no presenta la pobreza como una realidad puramente interna, aunque todo el valor de la pobreza radica en la actitud o disposición interior. La pobreza material no nos santifica automáticamente. Si lo hiciera, estaríamos obligados más bien a extenderla que a aliviarla. Teóricamente, es posible ser rico y estar desprendido de las riquezas. Pero, dada la condición real del hombre, la pobreza es efectiva sólo si de alguna manera está encarnada en alguna forma externa. San Lucas, de modo particular, gustaba recordar las razones en favor de la pobreza material.

7) La pobreza voluntaria material o efectiva (la pobreza de hecho) no significa simplemente despojarse uno de las riquezas peligrosas. Fue Lucas quien advirtió que no sólo debíamos dejar nuestros bienes, sino que además debíamos darlos a los pobres. El Reino ya no es contemplado en términos individualistas como la consecución de una salvación puramente personal. Se toma en consideración que los otros cristianos tienen derecho a nuestra caridad. En este caso, la práctica de la pobreza es una realización inicial de la koinonia (comunión) eclesial, un paso práctico hacia la promoción del Reino de Dios en esta vida.

La pobreza, en el sentido bíblico, describe, por tanto, la condición real del hombre pecador confrontado con la salvación traída por Cristo. Describe la disposición apropiada de humildad y mansedumbre que debería caracterizar la respuesta del hombre a la salvación. La pobreza evangélica significa, además, la indivisión del corazón (en sentido bíblico) del hombre cuando, enfrentado con la realidad de las cosas últimas y de lo absoluto, ha de hacer una elección irrevocable e incondicional. Significa aquella simplicidad de intención que elige, ante todo, el Reino de Dios, y el desprendimiento que ello implica. Finalmente, la pobreza, en sentido bíblico, es la elección espontánea que hace el cristiano lleno de amor cuando toma conciencia de la horrenda miseria de sus hermanos los cristianos, y de su propia capacidad para aliviar sus necesidades. En todo esto, el cristiano se conforma a Cristo pobre.

J. Segrelles: San Francisco de Asís

II. SAN FRANCISCO Y LA POBREZA

La comprensión bíblica de la pobreza manifiesta una imagen compleja de una realidad polifacética. De donde se sigue que ha de haber diferentes aproximaciones a la realización de tal ideal. La motivación de la pobreza puede diferir, y no es evidente a priori que todas las diversas posibilidades de práctica y motivación de la pobreza sean mutuamente compatibles dentro de una misma forma de vida religiosa.

Está, por ejemplo, la pobreza como seguimiento personal de Cristo pobre y paciente; la pobreza como aspecto visible de la representación escatológica de la gracia, que es la Iglesia; la pobreza como principio organizativo de una comunidad; la pobreza como medio para concentrar las fuerzas de una comunidad en el cumplimiento de su tarea en el mundo exterior. Algunas de estas motivaciones son compatibles entre sí: dar testimonio de la vida de gracia no puede entrar en colisión con el seguimiento de Cristo. Pero es concebible que una pobreza ascética radical pueda impedir la posibilidad de una verdadera vida de comunidad; y una pobreza motivada primordialmente por razones de organización apostólica podría estorbar la posibilidad de que sea un testimonio genuino de la naturaleza escatológica del Reino.

Justamente aquí es donde se advierte la importancia de san Francisco. El análisis de su vida y escritos demuestra que precisamente el testimonio del Reino de Dios y la conformidad a Cristo crucificado fue lo primero y más importante de su ánimo. El seguimiento de Cristo pobre, humilde y desnudo en 1a cruz exigía, para Francisco, un total despojo de sí mismo. Esta es su motivación.

Si esto es así y se da la posibilidad real de colisión entre la motivación de san Francisco y otras motivaciones (de suyo, válidas) para la práctica de la pobreza evangélica, debemos estar dispuestos a regular nuestra práctica de la pobreza de acuerdo con el ideal del Fundador. No debemos tratar de alcanzar todas las metas posibles de la vida religiosa, lo que de hecho podría poner en peligro el espíritu fundamental de la Orden.

Esto significa en la práctica que el ideal de Francisco (prescindiendo de su realización concreta en el siglo XIII) estaba principalmente en la línea de dar a los hombres un testimonio del valor transcendental del Reino. Con ello, Francisco está plenamente en línea con la pobreza del N.T. y con la función del religioso en la Iglesia, que es el sacramento de salvación.

Lo que incitó a Francisco a renunciar a todas las cosas y a cantar las alabanzas de su Creador fue el puro amor de Cristo y una profunda conciencia de la realidad del Reino de Dios y de la gracia salvífica. Con verdadero espíritu evangélico, imprimió de tal manera en los hombres el verdadero valor del Reino que las realidades y valores seculares quedaron reducidos automáticamente a sus propias perspectivas. Cristo no denunció las riquezas; las ignoró. Esto, en sí mismo, es su apostolado.

En la pobreza franciscana hay algo muy escurridizo para el pensamiento o razonamiento conceptual, algo que no es mensurable en términos o categorías lógicas. El contenido real de la pobreza de Francisco solamente se capta mediante el contacto directo con sus propios escritos, con las Florecillas, Celano y san Buenaventura.

LA POBREZA DE ESPÍRITU

En lo profundo de la pobreza franciscana está la actitud espiritual que ve en la creación visible y en los acontecimientos humanos la mano de la divina Providencia (Cuthbert de Brighton). El día en que fue desheredado, san Francisco pronunció fervorosamente la primera verdad que había aprendido en la escuela de la pobreza: «Desde ahora diré con libertad: Padre nuestro, que estás en los cielos» (2 Cel 12). He aquí la nota clave de la pobreza franciscana.

Francisco no consideraba la pobreza como una virtud moral o como un consejo de perfección más entre otros. A través de la pobreza él expresaba su fe en Dios como Padre amante, su esperanza y confianza en la divina Providencia, su ardiente caridad hacia Dios que en Cristo se anonadó a sí mismo, se abajó por nosotros.

La pobreza de Francisco es una pobreza inspirada en los dones del Espíritu Santo: es el fundamento de la perfección, del amor a Dios y a los hombres, combinada con la fe viva y la esperanza en el Hijo de Dios encarnado. Esta idea de pobreza tan radical y excelsa es propia de Francisco. En su perspectiva, abrazar la altísima pobreza es el mejor camino posible para ejercitar la fe, la esperanza y la caridad. Este es su camino a Cristo, su forma de vivir la vida de Cristo, especialmente de Cristo crucificado para el mundo.

Dado que la pobreza franciscana está animada por los dones del Espíritu Santo, no es de extrañar que los franciscanos hayan aspirado constantemente a una pobreza siempre más alta y se hayan visto, desde los mismos comienzos de la Orden, envueltos en tantas reformas precisamente a causa de este asunto. El Espíritu sopla donde quiere, y nunca cesa de soplar. La pobreza continúa siendo el resorte capital, el principio dinámico que espolea a la Orden siempre hacia mayores alturas. La pobreza es la piedra de toque en que mejor puede ponerse a prueba la fidelidad de la Orden a su Fundador.

También es digno de notar en este contexto el hecho de que Francisco nunca llamara a sus seguidores «fratres pauperes», hermanos pobres, como se acostumbraba en la época, sino, conforme al espíritu evangélico de los anawim, «fratres minores», los hermanos menores y humildes. Francisco, en la Regla bulada, expresa la pobreza de espíritu, en el sentido de desapego que le da el N.T., cuando escribe: «Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a que se guarden los hermanos de toda... avaricia, preocupación y solicitud de este mundo...» (2 R 10,7). Su confianza ha de estar puesta en la divina Providencia.

LA POBREZA DE HECHO

Al igual que en el N.T., también en Francisco encontramos la combinación de la pobreza «de espíritu» con la pobreza «de hecho». Es bien conocido el aspecto económico de su pobreza: la renuncia total a la propiedad o a ser propietario de bienes materiales, incluso de los bienes que son necesarios: «Los hermanos no se apropien nada para sí, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna» (2 R 6,1). Y esto, aplicado a los hermanos tanto corporativa como individualmente considerados. Francisco no quería tener nada que ver con la condición de propietario. Los hermanos, decía, deben ser «peregrinos y forasteros» en este mundo (cf. 2 R 6), itinerantes sobre la faz de la tierra; y, de esta manera, siempre dependientes de los demás, sin seguridad. Difícilmente se puede tener duda alguna acerca de las intenciones del propio san Francisco sobre este punto. Todos somos muy conscientes de las disputas internas que se centraron en torno a este tema cuando la Fraternidad comenzó a crecer y la pobreza absoluta se consideró impracticable; y cómo los legalistas resolvieron eventualmente la disputa sacando a flote una ficción legal por la que la Santa Sede asumía la propiedad, conservando de esta manera intacta la así llamada «incapacidad jurídica para la propiedad», o sea, conservando la letra de la ley, pero no precisamente el espíritu. San Francisco no era un jurista, a pesar de la jerga aparentemente jurídica de la Regla definitiva. San Francisco entendía el «apropiarse» algo en sentido bíblico; así como el «sin nada propio» (2 R 1,1; 2 R 6,1) significaba para él, no simplemente la incapacidad para ejercitar actos jurídicos como propietarios, sino, más bien, que nunca debemos reservar para nosotros mismos los bienes que Dios ha destinado para alivio de los sectores más pobres de la comunidad.

En la observancia externa de la pobreza, hemos de decir que san Francisco era un hombre muy de su tiempo. Estaba profundamente influenciado por los movimientos pauperísticos de los siglos XII y XIII, dirigidos contra las prácticas de la investidura laical, el tráfico de beneficios eclesiásticos, la simonía, la vida desordenada de obispos y clérigos, y una increíble escasez de predicación. Además, su lectura del Evangelio era demasiado literalista. Esto es manifiesto a lo largo de sus escritos. Parece como si él quisiera conseguir una imitación física de los actos de Cristo. Entendió la narración evangélica (particularmente la de Lucas) del nacimiento de Cristo, de su carencia de un lugar donde reclinar su cabeza, etc., demasiado literalmente.

Cristo fue pobre, pero no menesteroso. Perteneció a lo que hoy podríamos llamar clase media baja. Las narraciones evangélicas son más expresión simbólica de su dedicación total a la obra que el Padre le encomendó, que narración literal de un estado de pobreza inferior al común de sus conciudadanos. Es verdad que a Cristo se le encuentra entre los pobres, y esto en dos sentidos: entre los socialmente pobres (viudas, pescadores, carpinteros, mendigos), y también entre los que lo son, en el sentido bíblico, mansos y humildes (María, Simeón, Ana, etc.). Parece que Él tuvo por lo menos algunos amigos ricos, como José de Arimatea; sin embargo, éstos fueron excepción. Además, si José de Arimatea se unió a la primitiva comunidad de Jerusalén, también él hubo de renunciar a sus riquezas. La pobreza real de Cristo fue fundamentalmente una realidad teológica. Fue un Mesías pobre y, como tal, el Mesías de los pobres. Su misión como Siervo cargado de dolores era incompatible con cualquier otra condición social. La pobreza real de Cristo está íntimamente ligada con su «status» o condición y con su misión de Redentor. Este significado teológico más profundo no se le escapó a Francisco y, en definitiva, su pobreza se centraba en Cristo crucificado, y no tanto en la vida oculta o pública de Cristo. En la práctica concreta de la pobreza que preconizaba, él estaba, con todo, influenciado por la exégesis literalista que prevalecía en sus días.

Lo mismo ha de decirse respecto a su interpretación de Lucas, cap. 10, sobre la misión que Cristo confía a sus discípulos: «No llevéis bolsa, ni saco, ni sandalias...». La misión de los primeros discípulos y las instrucciones dadas a los mismos deben entenderse en su contexto, y situarse en el ambiente de la hospitalidad palestina, la cual garantizaba a los discípulos que siempre tendrían de hecho comida y lugar donde dormir (cf. Mc 6,8; Mt 10,5s; Lc 9,3s y 10,5-10). Esto significaba que su viajar «pobremente» no era una penitencia extraordinaria o un ejercicio ascético para ellos. Simbolizaba más bien la primacía del Reino (Mt 6,33), su confianza en la Providencia de Dios (Mt 6,25s) y su disposición para dejarlo todo y seguirle.

La aversión de san Francisco a la condición de propietario y al dinero estuvo también ampliamente determinada por su situación histórica. El sistema feudal, caracterizado por la posesión de la tierra por una minoría, estaba ya declinando en Italia a comienzos del siglo XIII. Las ciudades o comunes surgían y reivindicaban su independencia. Una nueva clase, compuesta de ricos mercaderes y de artesanos, comenzó a emerger; era una clase adinerada que, con el tiempo, llegó a desafiar el poder y el prestigio que estaban asociados con la propiedad de la tierra. Francisco vio esto. Lo vivió como hijo de un mercader rico. Este era el mundo de la ambición terrena y de la avaricia, del que la pobreza le había liberado. Él contrastaba la vida de pobreza con esa otra vida; y así como aquel mundo se alimentaba de orgullo y de egoísmo, su mundo de pobreza debería nutrirse de humildad y caridad.

LA PROPIEDAD Y EL DINERO

Francisco, desde el momento de su conversión, volvió las espaldas a las dos cosas que en su tiempo permitían al hombre adquirir poder y dominio sobre los otros seres humanos: el sistema feudal de propiedad, que aún subsistía, y el dinero acumulado por el crecimiento del capitalismo comercial. En esto fue un profeta. Captó intuitivamente los frutos que las semillas del capitalismo producirían. Parece que tuvo un cierto presentimiento de los males futuros. El crecimiento de la industrialización en la Inglaterra del siglo XVIII y posteriormente en otros países, estuvo acompañado de muchos males, porque las relaciones sociales y económicas se basaron ampliamente en una estrecha visión pecuniaria del trabajo humano. En un sistema capitalista extremo hay hombres que están literalmente en las manos de otros, que son los que tienen el dinero. Esto es precisamente lo que san Francisco rechazaba.

Nosotros, hijos de san Francisco, podemos muy bien preguntarnos si acaso no hemos perdido de vista gradualmente su intuición espiritual básica y su intención al rechazar la propiedad y el dinero. ¿No hemos desplazado el centro de gravedad y reducido la pobreza a ficciones legales vacías? Demasiado a menudo hemos dejado a otros el denunciar y condenar los abusos de un sistema capitalista por el que algunos hombres, controlando los medios de producción, ejercían un indebido poder social y político sobre las vidas del pueblo. Para nuestra perenne vergüenza, la reacción correctora de este mal social en el mundo moderno ha tenido que nacer de otras fuentes, principalmente ateas. Hemos de sobrellevar el reproche de que no hemos estado suficientemente presentes y activos en los movimientos de la clase trabajadora.[6] Nuestra solidaridad con las clases sociales más humildes no ha sido lo que podía ser.

Sería vano centrar hoy la discusión sobre la pobreza en torno al derecho de propiedad y al simple uso del dinero. Aquí es donde hemos de distinguir al Francisco histórico de lo esencial de su espíritu tal como se contiene en sus intuiciones profundas. Francisco no despreció la tierra ni el dinero de sí mismos. Los despreció en tanto y en cuanto eran medios o instrumentos utilizados por un hombre para dominar a otro o a otros. Al proceder así, el hombre se arrogaba el lugar del Creador. Este es el sentido en que Francisco condenó el dinero y las posesiones. Por lo demás, Francisco generalmente no necesitaba dinero. Este no había llegado todavía a ser el medio ordinario de intercambio para las necesidades de la vida. Era un símbolo de un «status» o condición; un símbolo de riqueza, de posesión, capital, medio de poder incluso político, dominio y capitalización; un signo también de abundancia, superfluidad y seguridad. Los pobres de aquel tiempo no tenían dinero. Se les pagaba en especie. La permuta (cambio de una cosa por otra) era todavía aceptada como medio de intercambio en la economía social de la época.

Hoy el dinero ya no es signo de riqueza. De hecho, se puede decir que sólo el «pobre» paga las cosas en dinero contante y sonante, mientras el rico firma un cheque o «se lo cargan en la cuenta». Mantener la práctica de no «manejar» dinero mientras se acumula en el banco, es el tipo de ficción piadosa que engendra cinismo y desprecio más que respeto. De igual manera, «sine proprio», sin nada propio, según la mente de san Francisco, no se refería tanto a las necesidades de la vida, cuanto a las cosas superfluas, lujos y todo lo que supiera a poder y prestigio social. Su pobreza era una renuncia al falso prestigio de la caballería andante y de la burguesía, al triunfalismo, a la ambición, a los privilegios y a la fuerza de las armas. Era una renuncia a la condición de «señor» y de «maestro», y una opción por el papel de servidor. En sí misma, la pobreza franciscana no consiste en una condición real de miseria, privación, menesterosidad o falta de lo necesario para el desempeño eficiente del apostolado franciscano en los diferentes países y ambientes.

LA LEY DE LA NECESIDAD

El criterio operativo en el «uso pobre de las cosas» era, para Francisco, la necesidad. La palabra necesidad aparece repetidas veces en sus escritos, particularmente en las Reglas,[7] como la norma fundamental para la determinación del «uso pobre de las cosas». Lo superfluo queda siempre y en todas partes excluido. Las dificultades y las posibilidades de engañarse a sí mismo residen en decidir qué es de hecho necesario. El propio Francisco, por ejemplo, estaba convencido de que el uso del dinero no era necesario para las cosas de la vida en general, exceptuado el caso de los enfermos, como puede verse en el cap. 8 de la primera Regla. Más tarde vio que el dinero no era necesario ni siquiera para el cuidado de los enfermos, de modo que en su Regla definitiva de 1223 encontramos el mandato de que los hermanos «de ningún modo reciban dinero o pecunia... Sin embargo..., provean con cuidado solícito, por medio de amigos espirituales, a las necesidades de los enfermos... teniendo en cuenta los lugares, las épocas y las regiones frías..., dejando siempre a salvo, como se ha dicho, el no recibir dinero o pecunia» (2 R 4).

A pesar de esta afirmación tan clara e inequívoca, el mismo Francisco, movido por un genuino espíritu de caridad, usaba dinero para las necesidades de los pobres, de los leprosos, e incluso para salvar a un par de corderos, como nos cuenta su biógrafo en más de una ocasión (1 Cel 77-78). Y, en vida del Fundador, a los hermanos misioneros les estaba permitido, por la bula «Ex parte vestra», recibir dinero, una vez más a causa de la necesidad y en beneficio de otros. Es también digno de notarse que en la Regla de las Clarisas no hay prohibición alguna de recibir dinero. Nótese además que la prohibición relativa al dinero se formula siempre en el mismo sentido: «Que los hermanos no reciban dinero». Este título es común para el cap. 8 de la Regla de 1221 y para el cap. 4 de la Regla de 1223; y la misma expresión, «no reciban», se repite a lo largo del texto.

En ninguna de las Reglas prohíbe san Francisco el uso del dinero. El P. Lothar Hardick (Franz. Stud. 40-44, 1958-1962) demuestra que sólo en las fuentes biográficas posteriores, cuando se había planteado ya el problema jurídico del uso del dinero, se le atribuye a san Francisco ser enemigo del contacto material y directo con el dinero. Se trata de una distorsión de la mente de san Francisco, pues resulta absolutamente evidente que él no entendía la prohibición del dinero en sentido literal, porque de hecho él mismo lo usó (1 Cel 77 y 88). Lo que san Francisco quería era prohibir a la Fraternidad como tal, más que a los hermanos individualmente considerados, recibir dinero, en el que fácilmente podían poner su esperanza y lograr seguridad.[8] Sin embargo, inmediatamente después de la muerte de Francisco, los hermanos, viendo la imposibilidad práctica de no recibir ningún dinero, redujeron toda la fuerza del precepto al uso directo del dinero.

La ley de la necesidad, que guió al mismo Francisco en la práctica de la pobreza, no le coartó demasiado en la práctica. Apenas había algo que él considerara como realmente necesario para la vida, incluso en materia de comida, bebida o vestido. Y así prescribe un despojo casi total, aun en común, de los bienes materiales. Pero hay muchas cosas que hoy san auténtica y objetivamente necesarias para la vida y apostolado de un franciscano, por ejemplo, en el campo de la formación de los aspirantes a la Orden, en el del cuidado de los enfermos y ancianos, en el sostenimiento de las misiones extranjeras. La educación es necesaria para estar efectivamente presentes en la sociedad moderna. Conforme al principio fundamental de la necesidad, proclamado por el mismo Francisco, la provisión de estas necesidades es perfectamente legítima y acorde con su espíritu. Todo lo superfluo, sin embargo, pertenece a los necesitados. Tenemos en esto el ejemplo de los primeros compañeros de Francisco que «eran liberales y generosos con todo lo que les había sido entregado por Dios, y por su amor daban de buena gana a cuantos se las pedían, y particularmente a los pobres, las limosnas que ellos habían recibido» (TC 43). «Yo no quiero ser ladrón -le replicó el Santo-; se nos imputaría a hurto si no lo diéramos a otro más necesitado» (2 Cel 87). En esto san Francisco tenía un concepto de la pobreza muy personal y propio. «Para él, Dios lo había puesto todo a su disposición para que lo usase; pero, dado que sólo lo tenía en préstamo, perdía todo derecho a retenerlo tan pronto como encontrase a alguien más pobre que él. El derecho de posesión pasaba entonces al más pobre y Francisco hubiera considerado un robo retener cualquier cosa en tales circunstancias» (K. Esser).

Por tanto, decir que «los hermanos no se apropien nada para sí» (2 R 6) tiene muy poco que ver, en la mente del Fundador, con la «incapacidad jurídica para la propiedad». Esta ficción jurídica sirve y ha servido durante siglos como un bálsamo para nuestra conciencia franciscana. Incidentalmente puede también actuar como una cortina que nos impide examinar a fondo nuestra pobreza real. Vivir sin propiedad significa primariamente dar a Dios y a sus pobres lo que les pertenece y usar lo necesario en cuanto sea posible para el bien de la sociedad humana.

IDENTIFICACIÓN CON LOS POBRES

Francisco nunca quiso separarse de los realmente pobres. Nunca se retractó de lo que había escrito en la Regla no bulada: «Y deben gozarse los hermanos cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos» (1 R 9,2).

Parecería que Francisco quiso que sus seguidores se identificaran de alguna manera con los pobres. En su Regla primera o no bulada prohibió a los hermanos que trabajaban entre la gente del pueblo aceptar los oficios de secretarios o cancilleres, o cualquier otro puesto de importancia: «sean menores y estén sujetos a todos los que se hallan en la misma casa» (1 R 7,2).

Hay diferentes maneras de estar presentes entre los pobres: ayudándoles, educándolos, llevándoles la palabra de Dios, o participando en su vida con el fin de elevarlos. Pero, para el seguidor de Francisco, parece claro que es indispensable vivir de hecho una vida pobre. Este es el carisma especial que el franciscano debe aportar a la vida de la Iglesia. La pobreza y simplicidad de vida es lo que debe animar todas las variadas formas de su apostolado. Poco importa de qué apostolado se trate, predicación o enseñanza, tarea misionera o parroquial, trabajo manual o social, con tal que ninguna forma de apostolado elimine en la práctica la pobreza. La profesión de pobreza, junto con la castidad y la obediencia, distingue a los religiosos frente a otras formas de apostolado o funciones en la Iglesia; pero es la práctica de la pobreza lo que debería distinguir al franciscano de los demás religiosos. El ideal franciscano de pobreza excluye todo lo que comprometa la posibilidad de llevar de hecho una vida pobre. En consecuencia, uno debe hoy oponerse con coraje a la tentación de componendas entre el ideal del Fundador y las exigencias de un apostolado moderno.

La pobreza externa del franciscano sigue siendo, no obstante, tan sólo la expresión de una actitud interior, más profunda, de total dependencia y de total renuncia que brota de un ardiente amor a Cristo, pobre, humilde y crucificado. Y esta renuncia implica, no solamente los bienes materiales, sino también todo cuanto hemos recibido o adquirido en el orden espiritual, nuestras facultades intelectuales, nuestros afectos y nuestra voluntad. Penetra hasta las regiones más íntimas de la vida espiritual. Para san Francisco la pobreza no es una virtud aislada, sino toda una forma de vida. Impregna la vida entera del hombre en todos los niveles de su existencia.

J. Benlliure: Francisco predica en la plaza de Asís

III. LA POBREZA EN LA PRÁCTICA DE HOY

Nuestro testimonio evangélico de pobreza no puede ser hoy el de una fraternidad del siglo XIII: el problema del transporte no es ya el de las cabalgaduras, sino el de los automóviles y aviones; ya no es posible que nos paguen en especie los servicios prestados; y así sucesivamente. Hemos tomado conciencia de los cambios más evidentes y hemos hecho algunas adaptaciones apresuradas. Pero ha llegado el momento de crear con audacia nuevas formas de llevar a cabo la práctica de la pobreza, formas que den realmente testimonio del ideal franciscano que queremos presentar al mundo. No es suficiente una simple adaptación. Lo que san Pablo alcanzó creativamente en su tiempo, y Francisco en el suyo, nosotros debemos alcanzarlo en el nuestro, creativamente. Las siguientes son algunas sugerencias para una revaluación de nuestra práctica de la pobreza como franciscanos del siglo XX.

La pobreza, acote todo, no debe definirse en función de cualquier otra cosa; un religioso, por ejemplo, no debe identificar la pobreza con la dependencia del permiso del superior para el uso de las cosas.[9] Si bien esto puede ser un control útil de la práctica de la pobreza, no es la pobreza como tal. Nuestra pobreza debe ser real, no ficticia. Nuestra pobreza efectiva tenía como punto de referencia la condición económica media de la gente. Esto realmente se refería a la cantidad de bienes que uno tenía a su disposición como si fueran propiedad privada. Nosotros necesitamos liberamos de toda pobreza ficticia y casuística, y procurar una mayor autenticidad.

Además, la pobreza de la Orden es una forma especial de testimonio ante el mundo del valor trascendental del Reino de Dios. Tiene un valor de signo y, por lo tanto, debe ser exteriorizada. Toda forma de desapego interior respecto al uso de los bienes temporales será un testimonio eficaz sólo en la medida en que se encarne en alguna expresión concreta y tangible de pobreza. La pobreza real de un religioso, sin embargo, es medida por la pobreza comunitaria de la Orden, y esto por dos razones:

a) no se puede plantear la cuestión del testimonio de pobreza a partir del marco de las relaciones del individuo con el grupo, del marco de las relaciones de dependencia económica. Una organización pudiente no puede ser, como tal, un testimonio de pobreza. Es la Orden, la fraternidad, la que hace impacto en el pueblo;

b) el individuo no puede ser considerado francamente pobre mientras pertenezca a una organización rica. Puede ser dependiente, pero está seguro en su dependencia. De nuevo aquí debemos guardarnos de explicaciones jurídicas demasiado sutiles de lo que en realidad no se da. No sólo debemos ser pobres sino que además debemos parecerlo. Esto sólo es posible en una comunidad pobre y en una Iglesia pobre. Hoy se escribe sobre la «Iglesia de los pobres». Pero las palabras no bastan para convencer. Ni sirve de ayuda a ello declarar que la propiedad de nuestros bienes pertenece a la Santa Sede. Hemos de cuidarnos de que al hacernos aparecer a nosotros pobres, hagamos a la Iglesia menos pobre. Es un escándalo que el movimiento actual que se da en la Iglesia hacia los pobres -Ecclesia pauperum- no haya sido inspirado por los «especialistas en la pobreza», sino por otros.

Sin embargo, debemos ser realistas. Una organización a gran escala, como es una Orden religiosa, debe estar preparada para tener un mínimo de seguridad y estabilidad. Esto es particularmente cierto allí donde hay un gran número de personas en una casa de la ciudad, en un colegio o escuela. Pero, precisamente a causa de esta acomodación necesaria a las circunstancias, necesitamos aflojar un tanto nuestras estructuras. Necesitamos conceder más espacio para las expresiones individuales, carismáticas de la pobreza. Las viejas estructuras no soportaron la idea de los sacerdotes obreros... Nuestras propias estructuras no podrían admitir a un Abate Pierre. Podríamos considerar, por ejemplo, la posibilidad de pequeñas fraternidades que vivan en distritos pobres, compartiendo todas las necesidades inmediatas que la gente experimenta, pero manteniendo un vínculo con alguna de las casas más céntricas de ciudad. Esto se ha experimentado en países tales como Canadá, Francia, Holanda y América Latina. Puede no ser conveniente en todas las situaciones, pero nuestras estructuras deberían ser suficientemente flexibles para abarcar estos movimientos de pobreza. Pablo VI, en su alocución al Capítulo General de los Hermanos Menores (23-VI-1967), parece alentar a la Orden a la búsqueda de nuevos caminos en esta dirección: «... Por simpatía social, especialmente, que nos agradaría ver demostrada con expresiones nuevas y afines a vuestra vocación de amor a los pobres, a los habitantes de los barrios más miserables de las periferias urbanas, a los trabajadores en desempleo o subempleo, como ahora se dice, a los emigrantes, a la gente humilde, en una palabra: más necesitada que nadie de asistencia, consuelo, alivio y amor».

EL PEDIR LIMOSNA

La distinción tradicional que se hacía entre pedir limosna o cuestación y recolectar fondos monetarios es, cuando menos, discutible. Los religiosos son considerados por los demás cristianos como asalariados en cuanto, por así decirlo, sus servicios intelectuales y espirituales son «pagados». Para san Francisco la mendicidad no debía ser nunca considerada como una fuente regular de ingresos. Sólo cuando las otras fuentes se cerraban, podían los hermanos recurrir a «la mesa del Señor». Y, aun entonces, lo veía más como una identificación con los realmente pobres que como un medio de ganarse el pan. Hoy los realmente pobres trabajan. Sólo aquellos que no pueden o no quieren trabajar, piden limosna. Si, como franciscanos, queremos identificarnos con los pobres y dar testimonio de pobreza en nuestras vidas, debemos hacerlo mediante un trabajo honesto. Nótese cómo san Francisco puso el cap. 5 de su Regla definitiva, que trata del «modo de trabajar», entre dos capítulos referentes a la pobreza, el cap. 3 que manda que «los hermanos no reciban dinero» y el cap. 6 que prescribe que «nada se apropien los hermanos...», y esto no lo hizo por otra razón que la íntima conexión que él veía entre trabajo y pobreza. En nuestro mundo moderno, el trabajo duro es un testimonio significativo de la pobreza. Los religiosos, como todos los demás, están sujetos a la ley universal del trabajo. Y éste es un valor altamente apreciado por nuestros contemporáneos. Poner el énfasis en el trabajo está también más de acuerdo con el énfasis que el Vaticano II pone en el servicio, prontitud para prestar ayuda y ponernos nosotros mismos y cuanto tenemos a disposición de la Iglesia y del bien común.

LA AYUDA A LOS DEMÁS

La pobreza evangélica y franciscana, como hemos visto, tiene siempre conciencia de las necesidades de los demás. Lamentablemente, no es nada evidente que los religiosos nos destaquemos en la ayuda a los miembros pobres y marginados de la sociedad. Debería serlo. De nosotros se espera que vayamos algo más allá del mero repartir pan o sobras de nuestra mesa en la puerta del convento. Aquí hay espacio para un enfoque más científico, especialmente en la línea de ayudar a los pobres a ayudarse a sí mismos. Muy a menudo no es prudente el simple repartir alimentos y dinero a los pobres. Al día o a la semana siguiente, esas personas quedan tan menesterosas como antes. Es mejor, cuando es posible, invertir en centros sociales, hermandades textiles y «micro-proyectos» sociológicos, en los que los pobres se organicen de modo que reciban educación e instrucción en artesanía. Tales proyectos están destinados a dar empleo a los necesitados, ya sea mediante el montaje de pequeñas empresas o mediante la compra de alguna área que desarrollar, de modo que los pobres puedan algún día valerse por sí mismos. Esta es una caridad mayor, porque respeta la personalidad de los necesitados.

La pobreza cristiana no es un fin en sí misma, sino un medio en orden a un fin. El concepto evangélico de pobreza puede ser colmado mediante el servicio, mediante la máxima disponibilidad que nos coloca a nosotros mismos y todos nuestros bienes al servicio del Reino de Dios y del bien de la sociedad. Los bienes que tenemos nos han sido prestados. Nosotros somos simplemente administradores de los mismos, y tenemos que rendir cuentas de nuestra administración.

LOS BIENES SUPERFLUOS

Cada fraternidad y cada provincia de la Orden franciscana tiene la grave obligación de examinar cuidadosamente su pobreza real. Cada una debe determinar lo que es realmente necesario y lo que es superfluo. No hay absolutamente ninguna duda sobre nuestra obligación, como franciscanos, de distribuir lo superfluo entre quienes lo necesitan. La acumulación de riquezas, individual o colectiva, es contraria a la voluntad de nuestro Fundador. Nos convierte en hijos degenerados. La Encíclica Populorum Progressio impone a todos los cristianos la obligación de justicia social de ayudar a los necesitados, y esto no sólo con sus bienes superfluos sino también con su hacienda, patrimonio... El decreto Perfectae Caritatis, número 13, afirma: «Los institutos mismos... esfuércense en dar un testimonio como colectivo de pobreza y contribuyan de buen grado con sus propios bienes a otras necesidades de la Iglesia y al sustento de los menesterosos»; además: «eviten toda especie de lujo, de lucro inmoderado y de acumulación de bienes». Esto quiere decir que los Superiores Mayores de la Orden deben llevar a cabo una investigación realista acerca de lo que es realmente superfluo en cada Provincia en lo que hace a casas, tierras, ornamentos, quizás obras de arte, etc. Esto puede resultar un proceso penoso, pero es un deber nuestro ineludible como seguidores de Francisco. Ello requiere buena voluntad y un deseo sincero de avanzar en la renovación de vida. No faltan causas en las que invertir el dinero obtenido de esta manera, por ejemplo, las misiones y los países subdesarrollados.

Además, los hermanos que viven en los países más opulentos deberían esforzarse en despertar la conciencia y la sensibilidad públicas respecto a las exigencias de la justicia social y de la caridad internacional, mediante la insistencia constante en su predicación, escritos y, en general, en sus actividades apostólicas. Nos damos perfectamente cuenta de la necesidad de formar la opinión pública y de la fuerza que ésta tiene para mover a los que detentan el poder. Nosotros podemos, de esta manera, concentrar la atención en los necesitados, incluso a escala internacional, y urgir a las naciones ricas una mayor caridad hacia los países subdesarrollados del mundo. Por otra parte, nuestros hermanos que de hecho están trabajando en zonas subdesarrolladas pueden trabajar en dos niveles: primero, compartiendo la suerte de los pobres de manera que eleven su nivel de vida así como sus esperanzas; educando a los pobres y capacitándolos para ayudarse ellos mismos. En segundo lugar, tales hermanos, mediante su predicación, pueden avivar la conciencia de los ricos, haciéndoles conscientes de sus obligaciones en materia de justicia social y caridad, y señalándoles las cruentas consecuencias que puede traer la continuación de tan injusta situación en la sociedad humana.

* * *

Nosotros, como hijos del Patriarca de los Pobres y especialistas en pobreza dentro de la Iglesia, deberíamos ser más conscientes de nuestra obligación. Deberíamos dar, con la palabra y el ejemplo, un testimonio colectivo de pobreza en nuestras vidas. Cometeríamos un pecado de omisión si nuestra Orden estuviera ausente del movimiento que inspira los corazones generosos de nuestros contemporáneos a promover la causa de los pobres y de los necesitados. Ser «pobres» según el ideal religioso tiene un considerable prestigio, pero es de poco prestigio ser pobres de hecho. La Iglesia nos invita hoy a una renovación, a una metanoia evangélica o cambio de corazón, individual y colectivamente. El mundo está clamando por una mayor autenticidad y sinceridad en nuestras vidas, y esto para nosotros, seguidores de Francisco, significa, en primer lugar, autenticidad en nuestra pobreza.

N O T A S:

[1] Cf. R. Schnackenburg: The Moral Teaching of the New Testament, Londres 1965, p. 50: «La distinción entre mandamiento y consejo no es formalmente reconocible como tal en los evangelios, sino que se clarificó sólo más tarde en la Iglesia; tiene, sin embargo, una fundamentación bíblica. No debiera ser mal interpretada en el sentido de una moralidad a dos niveles. En principio, todo ser humano que se convierte y cree puede recibir una llamada especial de Dios, como se ve en el ejemplo del joven rico. Este relato no puede interpretarse en el sentido de que Jesús propone dos caminos a un hombre que honestamente busca y procura obtener el Reino de Dios: uno ordinario, el de los diez mandamientos, y otro extraordinario, el de la renuncia a sus posesiones terrenales. Jesús quiso hacerlo discípulo suyo, y así lo encaminó al Reino de Dios. No le dejó ninguna alternativa...».

[2] En el texto de Qumram, La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, encontramos el uso de anwé-rûah, "pobre de espíritu", referido a aquellos que están doblegados; una metáfora transpuesta al orden moral para significar humildad, mansedumbre, etc. Esta expresión de Qumram está relacionada con la rûah-ânâwah de Mateo, y significa humidad, obediencia, mansedumbre (cf. Is 51,1).

[3] La parábola del fariseo y del publicano (Lc 18,9-14) favorece esta interpretación. El fariseo es social y económicamente más pobre; sin embargo, es el publicano quien resulta justificado. La pobreza exigida por la palabra de Dios está expresada en la oración del publicano. El fariseo es el prototipo del hombre a quien le falta el espíritu de pobreza.

[4] «Consideradas en su esencia, la pobreza de los religiosos y la vida rica o pobre de los demás cristianos, tienen sólo diferencias accidentales; una y otra no pueden ser separadas en formas de vida absoluta y esencialmente diferentes" (K. Rahner en Sponsa Christi, agosto 1962, p. 356).

[5] Para la siguiente exégesis del pasaje del "joven rico", debemos mucho a S. Légasse, OFMCap.: L'Appel du Riche, París 1966, que es un notable y detallado análisis exegético de la narración evangélica del joven rico, que probablemente no era "joven", ya que todos los evangelistas ponen en sus labios la frase "desde mi juventud"; además, había amasado ya una fortuna considerable.

[6] Esta es la queja de Pablo VI en su alocución al Capítulo General de los Capuchinos, Roma 21-X-1968: «Muchas veces nos hemos preguntado por qué los hijos de san Francisco no estaban presentes, como les corresponde, entre las masas de trabajadores, hablándoles según la costumbre del pueblo, compartiendo con ellos, como su Instituto se lo requiere, el pan del pueblo llano, conseguido con muchos sudores, y siendo hábiles para excitar la alegría y la esperanza en medio de las agudas miserias de la vida...". Cf. Van Dijk: El franciscanismo, contestación permanente en la Iglesia, en Selecciones de Franciscanismo n. 3 (1972) 31-45.

[7] Por ejemplo, 1 R 9,10s: «Y manifieste confiadamente el uno al otro su propia necesidad, para que le encuentre lo necesario y se lo proporcione... Y, en caso de necesidad, séales licito a todos los hermanos, dondequiera que estén, servirse de todos los manjares que pueden comer los hombres... Y, de modo semejante, en tiempo de manifestada necesidad, obren todos los hermanos, en cuanto a las cosas que les son necesarias, según la gracia que les otorgue el Señor, porque la necesidad no tiene ley» (Los subrayados son nuestros).

[8] En 1 R 8, san Francisco explica lo que él entiende por "recibir" dinero: es lo mismo que recoger o tener dinero (v. 7), recibir o hacer recibir, pedir o hacer pedir, acompañar a quien busca dinero (v. 8). El capítulo se cierra con esta amonestación a todos sus seguidores: «Guárdense todos los hermanos de andar corriendo mundo por ningún negocio turbio».

[9] Véase, por ejemplo, el Perfectae Caritatis n. 13: «Mas por lo que atañe a la pobreza religiosa, no basta someterse a los superiores en el uso de los bienes, sino que es menester que los religiosos sean pobres de hecho y de espíritu, teniendo su tesoro en el cielo».

[Selecciones de Franciscanismo, vol. IX, núm. 25-26 (1980) 63-83]

 


Volver